La dolce vita En tiempos de películas industriales formateadas y cine de autor previsible, Paolo Sorrentino construye una película alocada, barroca y excesiva con un increíble sentido del espectáculo. La gran belleza podría ser la continuación del clásico de Fellini acentuado por la década Berlusconi. Servillo y Mastroianni son observadores lúcidos de la decadencia del mundo que los rodea. La nueva película de Sorrentino es una crónica delirante de la comedia humana sobre un fondo de vacío espiritual. Mientras los vivos se agitan y bailan hasta el amanecer o participan de ridículos happenings sin inspiración ni significado, Roma recela su belleza arquitectónica, las esculturas y pinturas que parecen esperar el fin del mundo. Entre falsos artistas, industriales corruptos y cardenales salidos de Cinecitta, la religión y el vicio comparten el decorado mágico de una capital que duerme sobre su pasado glorioso. Jep Gambardella es un periodista exitoso, elegante, seductor y un poco cínico, que navega de fiesta en fiesta. Nuestro héroe destila comentarios crueles e irónicos sin elevar el tono de voz, con una lucidez que hiere el ego maquillado, destruye las falsas reputaciones y arranca las máscaras de las vanidades. La película comienza en la noche de su cumpleaños. Jep recibe a los excéntricos invitados: divas singulares, nobles de alquiler o un cardenal que sólo piensa en recetas de cocina. Extensa y panorámica, la terraza romana de su departamento se abre sobre el Coliseo, las bonitas avenidas y los monumentos que forman el paisaje armonioso de la Ciudad Eterna. Apoltronados en amplios sofás, el anfitrión distinguido cita a Flaubert y a Morante, mientras sus huéspedes mencionan a Proust en un coqueteo de palabrerías vanas y superficiales. A pesar de las apariencias, Jep está a otra parte. Esta vida superficial ya no le conviene, el circo lo agota, la fiesta se termina. En esos momentos, sale a contemplar los esplendores de la única ciudad del mundo capaz de ofrecerle el sentimiento de eternidad. Entonces la película cambia de tono y las secuencias se extienden. En la ronda nocturna, la muerte vela detrás las cortinas. La melancolía surge camuflada por el desenfado. La nostalgia de la pureza, de la infancia y sus promesas, aparece simbolizada por las monjas inmaculadas que percibe detrás las rejas de los conventos. Las imágenes luminosas de su primer amor se convierten en tormento por la muerte de aquella mujer que era su pasión secreta. Hacia el final, el cineasta le reserva a su héroe la posibilidad de una isla, y la esperanza de un renacimiento estético y espiritual para Roma. Salimos del cine con las imágenes inolvidables de la jirafa perdida en una ruina romana, el cardenal haciendo equilibrio como un niño sobre una hamaca o la niña lanzando potes de pintura sobre una tela inmensa bajo la mirada extasiada de los adultos. Y las extraordinarias escenas nocturnas donde la paleta de colores estalla, las músicas clásica y popular se alternan sin respiro y los excesos resultan naturales. La gran belleza es una película estridente, hipnótica y exuberante con la que Sorrentino se impone como el heredero de Fellini.
Confortablemente adormecido Con altos y bajos pero armoniosa al fin, y con excelentes recursos cinematográficos que la enriquecen minuto a minuto, La Grande Bellezza, del director italiano Paolo Sorrentino, es una obra maestra que sin duda merece ser recordada como tal dentro del cine europeo. Un hombre. Jep Gambardella (Toni Servillo), un novelista que desde hace tiempo no escribe aunque -en apariencia- atraviesa una etapa de satisfacciones variadas y excesos en su vida. Este es el mismo hombre que a lo largo de la película descubre que no está siendo del todo feliz y que está rodeado de la mismísima nada. Con una impecable y cautivadora fotografía de la mano de Luca Bigazzi, La Grande Bellezza comienza vertiginosa, un poco confusa y bulliciosa para luego dar lugar a la hermosa y triste historia de base. Sorrentino ya nos venía acostumbrando a tremendas tramas existencialistas y un claro ejemplo de ello es la maravillosa Este es mi Lugar. La superficialidad en la vida y en la profesión, el miedo a la muerte a la edad de 65 años, la consecuente lucha contra la vejez y el drama del desamor son los elementos que marcan la vida de este -ahora- periodista. La mayor parte de estos momentos son acompañados con música, por lo que la banda sonora es extensa y variada. En ocasiones el film nos recuerda a las cintas del neoyorquino Woody Allen por sus tomas panorámicas y generales, bien turísticas, de la ciudad de Roma y sus principales atracciones, con tintes de videoclip al inicio. En resumen, el film de Sorrentino propone un gran drama sobre la existencia humana y sus contratiempos con toques de humor y actuaciones notables, al principio con historias que parecen inconexas para luego deleitarnos con un final no sólo correcto sino estupendo. Una “gran belleza” del cine italiano.
Ese extraño gusto por la nostalgia Refinada y sobria, la última película de Paolo Sorrentino es una invitación al deleite visual. Los planos, la dirección de fotografía y la estética que sugieren las imágenes son de un calibre altísimo. La historia, elegante aunque con excesos que pueden hacer perder el interés en ella, cuenta con unos cuantos pasajes extrañamente hipnóticos. En La gran belleza hay una introducción que parece justificar el visionado del film para aquellos que no la disfruten. Una apertura poética con un leve panorama de Roma, seguido de una de las mejores secuencias de fiesta de los últimos tiempos, en donde la combinación entre la música (con el rémix Far L’amore de Bob Sinclair y Raffaella Carra que motiva e incentiva a pleno) y el desenfreno de los participantes de la celebración juegan una pasada impactante. A lo Fellini, Sorrentino desmenuza temores y deseos del ser humano, en una narración en la que la palabra decepción parece ser el denominador común en cada individuo. Jep Gambardella (un enorme Toni Servillo) es un escritor que ha sabido cosechar una obra literaria suprema, pero en la actualidad de la proyección parece moverse sin demasiado optimismo, asistiendo asiduamente a reuniones, cenas y juergas con sujetos que sufren la misma crisis de la mediana edad que nuestro protagonista. En diálogos que parecen más bien lecciones dialécticas, la melancolía y el desencanto por una “dolce vita” que en verdad se presume vacía prevalecen con notoriedad. A Jep le preguntan por qué no ha vuelto a escribir un libro, a lo que responde que ha salido demasiado de noche. Las fiestas de las que forma parte el intérprete principal constituyen un modo de aislarse de toda frustración, sentimiento que reina en cada uno de los personajes en algún sentido de sus vidas. Todo tiempo pasado ha sido mejor, parece ser uno de los lemas de la cinta; la añoranza por lo vivido y el dejo a nada de una actualidad llena de reuniones y jolgorio pero insustancial en sí misma. Y en el medio, la búsqueda hacia una gran belleza que, entre el arte y la atracción por el sexo opuesto, aparenta no hacerse presente. Sin embargo, la lámina de preciosismo con la que el director forra su obra, no acaba siendo suficiente cuando la cuestión se torna excesiva y repetitiva, con tintes casi surrealistas y un desenlace en parte insulso que es factible que deje un sabor semi amargo en las pupilas gustativas del espectador. LO MEJOR: la estética, impecablemente filmada, la fotografía y los planos. Diálogos inteligentes, brillante y admirable actuación de Servillo. LO PEOR: extensa y de a ratos tan repetitiva que hace perder el atractivo. PUNTAJE: 7,3
Sinfonía de las estéticas afligidas. La belleza es una forma de decadencia ya que nada es eterno y todo tiende hacia el estancamiento o el declive en un ocaso perenne. El arte como representación suprema de la belleza es una contradicción en tanto que toda la materia es constante transformación y el paso del tiempo, de las modas y de las teorías estéticas erosionan los conceptos y las categorías con los cuales apreciamos la perfección y definimos lo bello. La Gran Belleza (La Grande Bellezza, 2013) es un film escrito y dirigido por Paolo Sorrentino sobre el arte como belleza, sus formas de producción, la vida, el ocaso y las miserias y alegrías de los artistas desde el punto de vista estético del decadentismo. Mientras las canciones afligidas imponen el tono nostálgico de la narración, Jep Gambardella (Toni Servillo) intenta vivir una fiesta inolvidable noche tras noche bajo el cielo de la capital italiana. Las celebraciones son una forma de evasión del crepúsculo y el fracaso de su vida, de su ciudad y de todos los que lo rodean. Tras ganar un premio literario por su primera y única novela, El Aparato Humano, durante su juventud, Jep ha cultivado el ingenio como mecanismo de defensa para relacionarse con el mundo artístico de Roma. Su estancamiento como periodista de una prestigiosa revista literaria, su ajetreada vida social, su desencanto para con el ser humano y la vida misma y su falta de propósito lo empujan hacia una parálisis artística que le ha impedido prosperar como escritor. Su vida en Roma se ha convertido en una metáfora de la realidad de la ciudad, rodeada de una belleza en decadencia representada por las ruinas del imperio romano y los restos olvidados del valioso arte del Renacimiento. Jep y su entorno no son parte de una usina artística sino más bien la fachada del talento, al igual que la ciudad y sus valiosas creaciones. Los artistas que el film retrata se presentan como parte de un escenario para los turistas que se pierde en la oscuridad de la historia.
Durante poco más de dos horas y media, Jep Gambardella, protagonista de La Grande Belleza, nos guía con nostalgia y dolor, por una sociedad que conoce bien y de la cual no puede (¿no quiere?) despegarse. La cámara, sinuosa, inquieta, atraviesa impune espacios reservados a la alta sociedad romana. Jep (Tony Servillo), testigo y víctima a la par, sesenta y algo, escritor de un solo libro que le dio cierto renombre en el pasado, es incapaz de escribir otro. Cínico, se dedica a mirar a sus congéneres como si se mirase en un espejo. Habitué de fiestas inacabables y encuentros colmados de vacío, desenmascara y pone en evidencia sin reservas a sus propios compañeros. La nostalgia lo invade en un presente insoportable en la Italia del “Caimán” Berlusconi. Fellini se cuela por los poros de La Grande Belleza. La Dolce Vita, aquel fresco inolvidable de la década del ´60, convocaba los mismos fantasmas. Una sociedad sin rumbo, desencantada y sin horizontes. Marcello Mastroianni era un joven periodista venido de la “Italia Profunda” que se inmiscuía en los círculos más altos de la burguesía romana, dejándose arrastrar finalmente por el sinsentido.
Final de fiesta No está. Por más que los ojos de Jep Gambardella (Toni Servillo) acudan desesperados en este hipnótico viaje en búsqueda de algo que lo inspire para llevar adelante su segunda novela; esa gran belleza del título ha desaparecido por completo. En realidad para la película del talentoso italiano Paolo Sorrentino lo desaparecido es más intangible que una obra de arte, una película como la felliniana La dolce vita –homenajeada desde lo conceptual en esta ocasión- o un libro esclarecedor, algo así como el aura del filósofo Walter Benjamin o la italianidad por ponerle un nombre. Anhelos y añoranzas de un hombre en el crepúsculo de su vida y en el de la Italia de la decadencia que se unen a los fantasmas de un tiempo pasado y cohabitan en esta Roma sin rumbo y travestida que forma parte del escenario del film por el que su protagonista deambula errático y se debate en distintas charlas con amigos o colegas para desencantarse de todo y de todos. No es la edad de Jep, no es su tránsito por la última etapa de su existencia aquello que influye sobre su punto de vista omnipresente en esta obra maestra, La grande bellezza que puede llevarse el Oscar el próximo 2 de marzo si la Academia se acuerda del buen cine, que apela a la crítica más rigurosa y virulenta sobre la intelectualidad, sobre las poses esnobistas del arte y la hipocresía de una elite anestesiada por el brillo de oropeles artificiales, fiestas electrónicas donde el exceso prima sobre la cordura. A dónde fue a parar esa cultura tan rica y lejana a estos tiempos del post modernismo y de la Italia en la era post Berlusconi, es una pregunta que encuentra sus respuestas en las ruinas por las que se pasea Jep acompañado de su cinismo saludable, de su crítica pero nostálgica mirada sobre su país y su gente desde la distancia adecuada para no contaminarse de esa inercia enfermiza que conduce a la nada. La dirección de Sorrentino es soberbia porque logra transmitir con sus imágenes la cosmovisión de su personaje sin traicionarlo desde la estética por la estética misma; encontrando el espacio justo para introducir diálogos punzantes que trascienden la mera bajada de línea como suele ocurrir en este tipo de propuestas en donde la ironía acaba dinamitando todo rasgo de complacencia o ternura frente a lo mediocre pero desde una sensibilidad absoluta y con una concepción artística increíble.
Este jueves se estrena en Buenos Aires la pelicula que lleva a Paolo Sorrentino a ganar el BAFTA y a la candidatura por el Oscar. Una bella experiencia filmica. “Viajar es útil, despierta la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Todo es inventado. Basta cerrar los ojos…” Esta cita de Celine: tomada de “Viaje al fin de la vida” prologa el nuevo film de Sorrentino que bien o mal está levantando polémica. Como en general pasa con las obras que sacuden. En el comienzo, el viaje parte viendo la panorámica sesgada de Roma desde el Janiculo. Somos turistas en el parque Garibaldi, tras uno o dos planos del monumento de Garibaldi, prócer de la unificación alemana, un coro contemporáneo despliega “I lie” de David Lang, tema del minimalismo conceptualista, con algo de sagrado. Un japonés se desprende del grupo que escucha a la guía sobre la fuente del Aqua Paola, excelencia de la arquitectura barroca, cae al piso. Los habitantes de Roma son los turistas. “Los demás, mercaderes y tenderos”. A partir de ahí, entramos a la fiesta, un grito inicia el remix electrónico de Bob Sinclair y Rafaela Carra y la postal de Roma no es la que puede dar el cine holywoodense, ni el documental del E-Planet, Roma aparece de soslayo. Sorrentino parece instalarse en una tradición que dispara hacia el futuro: mueve la colita y sigue el baile! Su protagonista, el escritor de una sola novela Jep Gambardella (Toni Servilio) está destinado a la belleza y la sensiblidad, pero tambien, como todos los demás personajes, está destinado a la decadencia de un tiempo que ya no espera. Gep podrá detenerse en la luz que rebota en los puentes de Roma, en el Coliseo que se ve de su terraza, o en los pájaros que cruzan el cielo en sus caminatas por la ciudad pero tambien puede ser el ser más agudo y mas cruel: un insociable, un tipo que espera la muerte. Envidia y desprecio, sufrimiento y modernidad, ridiculo y orgullo, una sociedad que ostenta y esconde fragilidad y mentiras, banalidades. Un personaje distópico que observa los placeres del mundo con la mirada de un hombre de 65 años que mira una historia de amor del pasado. En esa espera, Sorrentino aprovecha para pensar un tiempo conformado por movimientos de cámara que parecen irreales, bamboleantes o planos nocturnos prevalecen: la Plaza Navona en el ángulo la cámara supone alejarse tambien de la imagen de folleto de museo. Roma es barroca, atrapa en toda su retórica, y todo su eclecticismo contemporaneo: la Iglesia Santa Agnese en Agonia, el Museo Capitolino de noche, iluminado al ras, a contraluz, donde está la enorme escultura del rio que sirve de imagen del afiche del film, las raras vistas del templete de Bramante que marcan el lugar del martirio de San Pedro. Algunas de estas escenas parecen autónmas del resto. Ejercicios formales donde una nena escondida se identifica con la forma de una juguera de diseño moderno. La belleza tambien es dolor y puesta en ridículo: la performance del golpe en la cabeza, la de la nena tirando latas de pintura contra la tela en una fiesta. Tiempos en que el dinero justifica todo y en que la espiritualidad tambien se convierte en espectáculo, la de la monja centenaria y milagrera en la ciudad de la cristiandad y del turismo. Y por si no queda claro como puede aparecer la belleza frente a nuestros ojos, hay que quedarse hasta el final para ver el gran plano sobre el rio Tiber.
Tuve la buena suerte de conocer Roma y la mala suerte de haber sido muy chica como para apreciarlo. La vida te da revancha cuando a determinada edad conocés a Fellini y, a partir de él, conocí otra Roma. Il maestro me enseñó la base para amar el cine italiano: conocer su nostalgia y conocer su irreverencia. Esta película es una maravillosa muestra de ambas. Gep es un hombre que se puede considerar afortunado. Tiene su reputación, sus amigos, su trabajo, sus risas y su Roma. Para sellar esto, hasta su terraza espectacular, tiene vista al Coliseo. Será en este caleldoscopio en donde veremos su búsqueda por empezar a escribir su segunda novela que jamás llegó, amén del éxito de la primera. Y es que Gep, entrado en años o no, está perdido y con esto, sin palabras. Bien al estilo del cine italiano que disfruto, va paseando por diferentes episodios e intentando hacer memoria, pero todo lo que ve le parece tener fecha de caducidad, y aquello que era dulce, ya hace tiempo tiene otro sabor. Preguntas que antes nunca se hizo, empiezan a aparecer y con esto nuestras imágenes pasan de lúdicas a absurdas. A medida que giramos el juguete óptico, conocemos desde los geniales rituales de baile, menciones hasta a Pirandello, el arte, la Ópera, los monumentos romanos que están cerrados al resto del universo, magos, bailarinas de streaptease, discusiones políticas y éticas, porque Roma contiene esa fauna y él, persiguiéndolas, se convirtió en lo que siempre quiso: el rey de los mundanos. El más ordinario de todos los hombres. Mientras logra lo que sólo este tipo de historias puede lograr, al espectador se le mezclan las lágrimas y las risas mientras pasan los minutos. Maravillosamente filmada, tenemos cámaras y planos aberrantes donde el eje deja de ser real. Es un viaje a lo más profundo del ser de Gep y, con esto, vienen techos de mar, vienen jirafas que desaparecen y hasta un delirio místico porque un italiano no es tal sin un poco de gusto católico. Y los rituales visten lo poco de vida que hay. Una fotografía acorde para mostrar ese mundo. En el papel principal está Toni Servillo, quien trabaja por tercera vez bajo las órdenes de Paolo Sorrentino. Y la química salta a la vista sin problemas. Toni habla a la cámara sin abrir la boca y su sonrisa cómplice nos invita a sonreír por más que haya preguntas sin respuestas. Pero todos los aplausos son para Sorrentino, quien nos lleva a este maravilloso viaje sin tapujos y el espectador se entrega a esta persecución por encontrarse que tiene algo de circular y críptico. La irreverencia prima cuando el drama es pesado y una mala leche importante para ponernos a jugar con la lógica. Porque si la memoria es subjetiva, no hay nada que la ate a la realidad. Llega un punto en el que si me preguntan de qué se trata, diría que “de todo y de nada”. Si Fellini inmortalizó Roma, Paolo quiere habitarla. Y yo, compro el pasaje.
Un inmenso lienzo y muchas posibilidades. Uno puede tomar determinadas decisiones, ir por un lado, parar, retomar la acción hacia un lugar, tratar de buscar alternativas. “La grande Bellezza” (Italia, 2013) de Paolo Sorrentino (ganadora de varios premios internacionales y la preferida para los Oscars 2014 como mejor película extranjera) explora una nueva manera de contar una vieja historia, aquella de pobre niño rico, en este caso una persona mayor (Jep Gambardella –interpretado por Toni Servillo), otrora escritor exitoso y hoy devenido bon vivant. Aburrido de todo y todos, este literato (devenido en periodista) sigue esperando algo que lo inspire, algo que lo motive en su vida de frías apariencias. Quizás por eso es que mantiene un vínculo íntimo, muy cercano y familiar con su mucama, una mujer latina a la que llama bruja y viceversa y a quien se muestra realmente como es. “No quiero perder el tiempo en las cosas que no me gustan” dice Jep en un pasaje crítico de la película, y se va de la cama de una mujer aristocrática para tomar una tizana en su casa. Este hombre es Roma, y se brinda a la ciudad que más conoce con una pasión irrefrenable, o al menos así lo refleja el director. Los excesos de la era Berlusconi, el éxtasis de las reuniones (de antología la fiesta inicial), el oropel, la italianidad al palo, la megalomanía, la fiesta eterna (que está por terminar), todo trabajado desde la noche. “La mañana es extraña para mí”, porque Jep es nocturno, y sus amigos también. La noche es el misterio de lo que no se sabe que pasará, la noche envuelve cientos de posibilidades. El día lo aburre. Mucho. La soledad de la madurez, las cirugías instantáneas que sólo permiten una refrescada, pero que nunca arreglarán algo, las máscaras de la alta sociedad desnudadas, algunos de los tópicos trabajados en una película que se sonoriza a través de clásicos populares y la música más sofisticada entonada in situ por coros (lírica) o por música diegética. Una fiesta sensorial. Además de Servillo y las actuaciones secundarias de Carlo Verdone, Sabrina Ferilli y Pamela Villoresi (entre otros), hay otro actante con un papel tan o más importante que el de los “reales” y es la ciudad de Roma. Sorrentino ama la ciudad y vemos en cada uno de los planos que le dedica una pasión insuperable. La ciudad y sus secretos. La ciudad y sus tesoros. La arquitectura hecha cine en un viaje de 142 minutos por las calles y lugares de la capital italiana. Porque para rendirle tributo, el director utiliza todos los recursos del dispositivo técnico fílmico y los expone. Esa es su manera de rendirle homenaje a esta ciudad, travellings, subjetivas, primeros planos, la cámara que gira, explota y acompaña al ritmo de la música por un lado, y que en otros momentos se pierde y no vuelve más. La estructura espasmódica de la película también posibilita que en “La Grande Bellezza” haya otro homenaje, al cine, con una poética y referencias directas a títulos como ”La Dolce Vita“(Jep errabundea por la ciudad al igual que Marcelo Rubbini), “Julieta de los espíritus” y “Roma”. En un momento alguien dice “me gustan los trencitos de las fiestas, porque no van a ningún lado”, y Jep piensa en lo efímero que es su vida y en el dolor que le genera el perder seres queridos. La fiesta sigue, y él no quiere asistir más. Sólo quiere encontrar “la grande bellezza”.
La grande bellezza es una película difícil para el público mainstream: si bien no es lenta, más bien todo lo contrario, su ritmo presenta grandes vaivenes en la historia que descolocan muchas veces al espectador y pueden hacer que éste se pierda. La historia es tan loca como maravillosa y una vez que entrás en la dinámica por la cual te lleva el film no querés salir más. El problema que tiene es que el espectador tarda en conectar con lo que ocurre y con el personaje que lleva todo: Jep Gambardella. Ese nombre queda bien grabado en la memoria porque por momentos se empatiza demasiado con él y lo loco es que en muchas secuencias ocurre todo lo contrario por lo delirantes que son las escenas de las fiestas donde afloran personajes muy peculiares. La cinta tiene una carga visual muy importante por medio de grandes planos tanto en exteriores como en interiores (muy buenas escenografías). Algunas típicas de un clásico cine italiano y otras completamente innovadoras. Pero claramente la identidad está puesta en el actor Toni Servillo, en su carisma, sus cambios de vestuario y sus historias de vida donde el amor es lo principal. Grandes fueron los aciertos del director Pablo Sorrentino en darle identidad a su film mediante la arquitectura romana, los artistas, la religión, el sexo y los excesos. Juega todo el tiempo con los opuestos y la dicotomía, resguardando para el clímax la razón de ser de Jep y su vida, algo sobre lo cual va dejando pistas desde el principio del film. Otro dato que no se puede obviar es que esta es la cinta favorita para llevarse el Oscar a Mejor Película Extranjera en la próxima edición de los premios de la Academia, y es por ello que tiene todas las miradas puestas y que puede llegar a más público. Sin embargo, hay que tener en cuenta lo que se exponía al principio de esta reseña: no es una película para todos. Acentuando esta aclaración, hay que resaltar una buena historia en el cine cuando corresponde y este es el caso porque con un ritmo por momentos avasallante nos encontramos con una obra que plantea -de forma encubierta y a viva voz- cuestiones centrales de la vida con un final verdaderamente hermoso.
Un paraíso para Berlusconi El director de Il divo (2008), Paolo Sorrentino, entrega con La grande bellezza (2013) un relato barroco y paródico sobre la clase acomodada de Italia. Los ecos de la época de Berlusconi son más que evidentes. Jep Gambardella (Toni Servillo) es un periodista cultural, un dandy con un aura de respeto conseguida gracias a la única novela que publicó tiempo atrás. Más allá del intercambio de opiniones que tiene con algunos intelectuales (en general, snobs y tilingos), a Gambardella lo podremos ver en fiestas dantescas, que Sorrentino filma con travellings cuasi publicitarios. Primer gran acierto: el comienzo del film da la idea de continuidad, de “orgía perpetua” (gracias, Mario Vargas Llosa) impregnada de cierto patetismo. No tardaremos en comprobar que esos encuentros son recurrentes. Y aunque nunca se lo nombre, el decadente ex presidente Silvio Berlusconi sobrevuela ese ambiente, el de una Italia ostentosa a tono con ese grupo sobre el que el film posa su mirada. Y así se suceden una colección de secuencias a las que no les es ajena el sexo, la decadencia física y moral, las miserias del mercado del arte, etc. Poco a poco, la película devela los rincones más “humanos” de Gambardella y de varios de los que lo rodean. Y allí aparece el “primer gran defecto”: Sorrentino no puede dejar de ser irónico, no puede abandonar la mirada por momentos unidimensionada que tiene por sus criaturas. Por eso, su película coquetea peligrosamente con la frivolidad que al mismo tiempo parece condenar. No le basta con mostrar en secuencias más intimistas el hastío que aqueja al protagonista, que está excelente. Necesita sobrecargar el relato con flashbacks que en general no aportan demasiado. Y mira a los personajes secundarios con desdén, a veces innecesario (el caso de la mujer que tiene un hijo borderline, y así termina…). En otros momentos del film, los diálogos mordaces son más efectivos y allí hay otro acierto; por ejemplo, la cena con la longeva monja que visita Roma, una parodia de la Madre Teresa de Calcuta, el ¿reverso? de la ostentación italiana. Es indudable que Sorrentino es un cineasta que sabe generar climas, que puede manejar un relato con varios personajes aportando pequeñas pinceladas de singularidad a cada uno de ellos, que genera una estética cohesiva que bordea una suerte de “realismo surreal” comparado por varios críticos con el cine de Federico Fellini. El problema es qué consigue con todo eso, hasta qué punto estamos frente a un realizador original o uno más bien pretencioso. Por el momento, mal no le va: lo veremos subir al escenario del Kodak Theatre cuando en el momento de la Mejor Película Extranjera alguien diga: “… the Oscar goes to…”.
La grande bellezza es un plato fuerte. El cine de Paolo Sorrentino, director italiano clave del siglo XXI, es un plato fuerte. El cine de Sorrentino -un manierista convencido- irrita, provoca, desorienta incluso a quienes nos sumergimos en sus películas sin desconfianza (salvo en su incursión en inglés con This Must Be the Place con Sean Penn). Pero desde su debut con L'uomo in più ( El hombre de más , 2001) Sorrentino ha hecho un cine expansivo, generoso, excesivo. Ante su cine, la irritación y la fascinación son sensaciones separadas por una fina línea. Basta ver L'amico de famiglia , o incluso sólo su secuencia inicial: un partido de voleibol femenino filmado con lentos travellings al ritmo de "My Lady Story", de Antony & The Johnsons. Con eso ya pueden decidir si abrazar o rechazar a Sorrentino. Otra gran oportunidad -la mejor- es acercarse a La grande bellezza en el cine que tenga el mejor sonido y la pantalla más grande y con mejor definición para sumergirse en este retrato múltiple de ciudad (Roma) y escritor (Jep Gambardella). Jep, muy joven, a los 25 años, hizo "la gran novela", un éxito a todo nivel que nunca pudo repetir ni continuar. Ahora es un periodista cultural de renombre, un seductor, una presencia importante en las fiestas (con el máximo poder, "el de arruinarlas"), un flaneur de esta Roma actual. Hay grandes riesgos de fascinarse, como nos pasó a unos cuantos en el estreno en la competencia oficial de Cannes 2013. La grande bellezza es, claro, como se dijo desde ese momento, una película ligada a La dolce vita : formato scope, Roma, la belleza, el ennui, la religión, la decadencia, un autor excesivo detrás. Otra película sobre un periodista en el centro del movimiento mundano romano. Y si Sorrentino se anima con la película clave -o al menos la más famosa- de Fellini, también anima el blanco y negro de La dolce vita con una explosión de colores. Y travellings y diálogos y modos narrativos episódicos y mujeres desnudas y política y fiestas y el paso del tiempo y la minoría privilegiada y una extraña mezcla de desdén -los diálogos filosos y ácidos y los personajes de alta ridiculez, como el gurú del botox- con una desesperación vital, un anhelo por captar la belleza, la gran belleza, lo que pueda extraerse de esta vida, ya no dulce y ya no con los sesenta por abrirse sino con los sesenta y cinco años del protagonista y con una Italia, una Europa, un mundo totalmente distintos, más desencantados (y eso que La dolce vita no era precisamente una película optimista). Pero no sólo de Fellini vive Sorrentino. En La grande bellezza hace una aparición clave Fanny Ardant. Jep la reconoce, la saluda -con esa admiración que tenía Nanni Moretti por Jennifer Beals en Caro diario-, ella se da vuelta un instante y le retribuye el saludo. Y se va, en una cita a Truffaut con música al estilo Delerue -como toda la película, en realidad- y una referencia evidente al principio de Confidencialmente tuya , con la idea del cruce fugaz entre un hombre y una mujer, el principio posible -o negado, si van para distinto lado- de una historia de amor. La grande bellezza es una película de cruces, de encuentros, de oportunidades perdidas. Por eso volvemos al gran amor de Jep, a esa mujer absoluta de la juventud, a esa historia perdida, a la chica que no lo aplaudía, sino que le sonreía y parecía entenderlo con sólo mirarlo. Hay tanto pero tanto más en este film -arte, pretensión, poesía, brillos, curvas, poses, ironías, abrazos y admiraciones directas, frases de póster y de las memorables, turistas, Roma turística, Roma inmortal, una religiosa final- y ni hemos hablado de los actores, las actrices, una especie de seleccionado abrumador y fascinante de estrellas maduras del cine italiano, empezando por el protagónico de Toni Servillo -también con Sorrentino en Las consecuencias del amor, L'uomo in più e Il divo- , tan entrañable como la película. La grande bellezza vista y escuchada -la banda sonora es generosa, oceánica, enorme- en las mejores condiciones es memorable aunque se la rechace. No todas las semanas se está frente a una experiencia fílmica así de grande, ambiciosa, extraordinaria y fulgurante.
¿Quieres ser Federico Fellini? Difícilmente lean una crítica "tibia" como esta sobre el nuevo film del director de Il divo y This Must Be the Place. Es que las reacciones que genera este enfant-terrible, para muchos el nuevo mesías, el gran renovador del cine italiano, van casi siempre de obra maestra (para casi todos) a una vergüenza (para sus ya no tantos detractores), casi sin escalas intermedias. No creo que sea ninguna de esas dos cosas, pero lo cierto es que este ambicioso (pretencioso) realizador y pseudo filósofo me suele irritar bastante. Podrá ganar el Oscar -ya se ha hecho con decenas de otros premios-, pero hay algo que tiene que ver con las formas, con el tono que usa, con la ostentación que propone, con el regodeo en el patetismo y los excesos que expone que no terminan de enganchar con mi sensibilidad. No le encuentro demasiadas otras explicaciones a por qué los demás (incluidos colegas que respeto mucho) ven en Paolo Sorrentino poco menos que a un genio y yo no. Aquí, en “su” Dolce Vita, ese satirista desbordado que es Sorrentino contó con el gran Toni Servillo en el papel de Jep Gambardella, un escritor bon vivant que es algo así como el gran animador de las descontroladas fiestas de la aristocracia romana en plena euforia berlusconiana de lujuria y la bellezza del título a cualquier costo. Pero ese mundo grasa y patético de “MILFs” mantenidas a pura cirugías estéticas e inundadas de Botox, de viejos verdes y de intelectuales decadentes se va derrumbando a fuerza de angustia, melancolía y vacío existencial al igual que esa sensación de impunidad, de inmortalidad de una sociedad siempre superficial y negadora. El problema es que Sorrentino nos somete en muchos pasajes a una estética publicitaria poco feliz, a múltiples referencias fellinianas que quitan más de lo que agregan, y a diálogos cínicos e "ingeniosos" plagados de sentencias célebres sobre el estado de las cosas. El final, para colmo, va hacia la sátira religiosa y la trascendencia espiritual en una película que por momentos se pierde en su propia suntuosidad y auto indulgencia. Le reconozco, sí, al creador de Las consecuencias del amor y El amigo de familia su inagotable inventiva, su apuesta permanente por el riesgo, un muy particular espíritu provocador y algunos pasajes donde el film alcanza a conectar a pura ironía con estos tiempos tan difíciles de su país. No alcanza a entusiasmarme del todo, pero se trata, sí, de una película para ver y debatir de manera apasionada. Sobre todo, si el domingo 2 de marzo vemos a Sorrentino sobre el escenario del Teatro Dolby de Hollywood levantando la estatuilla dorada de la Academia.
Un comienzo visualmente imponente y cargado de simbolismo, donde la belleza de imperturbables y silenciosos monumentos de una Roma santa y pura seden bruscamente su lugar a una fiesta que con una coreográfica puesta en escena y por más de 6 minutos a ritmo de “Far l’amore” de Raffaella Carrà remixado por Bob Sinclar, irá develando un desfile de pintorescos personajes (casi almodovareños) bailando en una terraza colgada sobre el Coliseo hasta dar con el protagonista absoluto de esta historia, Jep Gambardella, sintetizando toda una metáfora de lo que pretende el film. Como una especie de caricatura burlesca que ambiciona conjugar la historia de Roma con el distanciado y frívolo presente de una veterana alta sociedad italiana, que se refugia en las fiestas y la gloria de su pasado para negar su decadencia. La grande bellezza nos sumerge en este mundo burgués a través de un resignado Jep Gambardella, atractivo y seductor escritor de 65 años que escribió un solo libro y practica el periodismo en una reputada revista artística y cultural, carente de motivaciones en lo espiritual y un profesional del cinismo que vive su frívola existencia rodeado de personajes poderosos pero insustanciales, huecos y deprimentes visitando los palacios más antiguos y hermosos de Roma durante el día y fiestas por las noches cargadas de excesos, hipocresía y falsedad en donde solo faltaría la figura del ex primer ministro Berlusconi. Un recorrido por una Roma excesiva y decadente, santa y pecadora al mismo tiempo, cuyo arte prolífico choca frontalmente con la degradación de esas vidas vacías que se mantienen en un eterno vivir a destiempo. La magnífica actuación de Toni Servillo, que con la mirada desencantada y melancólica ha conseguido conjugar al galán italiano tradicional con este escritor que replantea su vida, cansado de un mundo repleto de fama, dinero, mujeres y fiestas que creía tan perfecto como irreal y que se da cuenta que ahora no tiene a nadie en quien refugiarse, pero aun así no está seguro si quiere abandonar del todo, consigue que interioricemos su complejo mundo de sensaciones contradictorias y que entremos en su doble y desoladora visión, compartiendo su escepticismo y el cinismo propio con el que abordamos las cosas que no queremos en el fondo eliminar. Lo acompañan una curiosa fauna de memorables personajes con indigencia moral y carencia de humanidad, presuntuosos y engañados pero a la vez tristes y solitarios que a pesar de su edad sobreviven como los monumentos de la inmortal Roma, dejando la muerte para los más jóvenes en la película. Esa enorme pobreza espiritual de sus personajes contrasta con el fastuoso lenguaje visual de la cámara de Sorrentino, que consigue crear un universo que se abre a los sentidos. Aprovechando al máximo el espacio en cada momento, con estupendos planos secuencias y travellings que cautivan y atrapan al espectador, retratando con originalidad lugares y personajes de la Roma magna y contrastando entre lo moderno y lo antiguo o clásico. Escenas memorables como las fiestas, las sesiones de botox, la exposición de fotografías de una vida o la niña pintando un cuadro abstracto entre lamentos, mientras Jep junto a otros personajes recorren esculturas y pinturas de los grandes maestros de las artes por los palacios, quedan grabadas en nuestras retinas para disfrutar. La música, que entre melodías clásicas y remixados electrónicos va empatizando y contrastando hábilmente con las imágenes en los momentos justos, complementa la gran riqueza visual. Resulta casi imposible no traer a colación en el comentario la presencia de ciertas huellas en el film de los mayores referentes del cine italiano, como La dolce vita, de Fellini, por el personaje central; Antonioni, con su desoladora visión del ser humano; el escepticismo de Visconti y aspectos formales del cine de Rossellini, entre otros. Más allá de los homenajes formales que puedan emanar en la película, La grande bellezza consigue forjar su propia estampa, cautivando al espectador principalmente por la belleza de sus imágenes, la gran actuación de Toni Servillo, un recorrido a través de los monumentos más sorprendentes de Roma y una historia donde la nostalgia es la invitada de honor, con diálogos que dan lugar a la reflexión pero que también divierten. Donde la belleza física y espiritual, la que se lleva dentro del alma y que muchos no encuentran o pierden, son abordadas en las discusiones de los protagonistas así como la amistad, el esnobismo y el hedonismo extremo, para dejarnos claro que la nostalgia es un refugio a la vez placentero y doloroso y que la gran belleza reside en las cosas más simples, en las que muchas veces obviamos. Con un final que no decepciona, La grande bellezza deja al espectador con una rara sensación sobre Roma y su gente, que a pesar de su historia clásica y sus glorificados artistas, pareciera ser un lugar por el que todos desean pasar pero donde nadie quiere quedarse, como dicen sus personajes "Los verdaderos habitantes de Roma son sus turistas".
Nunca me interesaron demasiado las películas de Paolo Sorrentino. Tienen algunos elementos que detesto generalmente en el cine: la imagen de impacto hueco y vacío, las pirotecnias de cámara inútiles, actuaciones excesivas y narraciones episódicas, entre otras cosas. Tras una película más contenida como LAS CONSECUENCIAS DEL AMOR, que me había interesado bastante, el director italiano parecía probar mi punto descendiendo cada vez más con las siguientes (IL DIVO tiene algunos momentos salvables) hasta llegar a ese mamarracho con Sean Penn haciendo de cantante dark en viaje por Estados Unidos, llamada THIS MUST BE THE PLACE. Y cuando LA GRANDE BELLEZZA comienza uno siente que está ante más de lo mismo: igual estilo, pero todo en grande, muy grande. Es “la película de autor” de Sorrentino, su opus magnum. Son 15/20 minutos de una fiesta que parece una versión grotesca de algo ya grotesco como puede ser cualquier fiesta de algún programa de televisión de un canal de Silvio Berlusconi. En plena ciudad de Roma vemos a un escritor y bon vivant de 65 años que vive enfrente del Coliseo y que, tras escribir una premiada novela hace más de 40 años, cuando llegó a vivir a la capital italiana, no escribió más literatura y vive como periodista en una casa lujosa (se ve que pagan muy bien ahí a los periodistas…) sorrentino3Interpretado por Toni Servillo (casi un alter ego de un realizador cuyos protagonistas suelen ser mucho mayores que él), Jep Gambardella recibe amigos en su terraza con vista al Coliseo todas las noches, tiene amoríos sin mayores consecuencias sentimentales con casi todas las mujeres que circulan por su mundillo y es un hombre irónico, bastante cínico y elegante que observa al decadencia alrededor un poco a la manera de Marcello Mastroianni en LA DOLCE VITA. Es que Sorrentino se atreve a ir con todo aquí y dialogar temática y estéticamente con el clásico de Federico Fellini. De hecho, el filme podría ser su ROMA. Jep es un hombre mayor que el “Marcello” de Mastroianni y, si la pensamos como secuela, casi podría ser él mismo personaje muchos años después. Es que en espíritu, al menos, lo es. Jep y la cámara de Sorrentino se meten dentro de esa cultura fiestera y excesiva italiana –además de sus museos y su deslumbrante escenografía urbana– y, por una vez, esa puesta en escena pirotécnica y esas personificaciones casi caricaturescas no se sienten tan impostadas sino que parecen casi naturales. Es que en los excesos de cierta cultura italiana, el realismo tiene fronteras casi infinitas. sorrentino2La película es igual de episódica que las otras de Sorrentino (o aún más) y ése es su punto más discutible o complicado a la hora de verla como un todo. Jep y compañía (un “quién es quién” de la actuación italiana post-40 trabaja en el filme) van y vienen por la ciudad, visitan monjas devotas, curas cocineros, condes que se alquilan por una noche, strippers melancólicas, artistas conceptuales, actores, escritores, cirujanos estéticos y en cada esquina parecen encontrar un coro de música sacra. Todo vale en LA GRANDE BELLEZZA: la paleta de colores estalla en todos los brillantes posibles, y de una hermosa composición de música antigua pasamos a “Pa-panamericano”, casi sin respiro. Y sí, algunos episodios funcionan mejor que otros… El filme dura 140 minutos y, cuando promedia, encuentra un tono melancólico que le sienta muy bien. A partir de enterarse de la muerte de su primera novia, Jep entra en crisis con lo que lo rodea, empezando a mirar con otros ojos su universo al punto que su cinismo se va volviendo una suerte de melancólica reflexión pletórica de epifanías. Esa tristeza marca a fuego el filme entregándole sus momentos más logrados. También Sorrentino calma su habitual hiperquinesis de puesta en escena y las secuencias se extienden un poco más que las previas, que parecen en algunos casos más propias de sketchs televisivos en su duración y profundidad. Es en esa parte -igualmente grandilocuente- que la película se arma y crece hasta emocionar con un final que cita directamente al cine de Fellini. Hemos visto ya varias veces -en películas de Ettore Scola, Michelangelo Antonioni y el propio Fellini, obviamente- el vacío moral y la decadencia de la clase alta y de los intelectuales italianos. Y se puede decir que no hay nada nuevo en lo que pinta Sorrentino, más que mostrar que las cosas no han cambiado demasiado en los últimos 30, 40 o 50 años. Tan bella como patética, tan gloriosa como ridícula, Roma sigue siendo -y probablemente siempre lo sea- una ciudad fascinante y misteriosa. Y la película la celebra y la cuestiona, deséandole para ella una mejor suerte que este conflictivo y hueco presente.
Una bacanal a la manera de Fellini Con aires de La dolce vita, el largometraje más ambicioso del realizador napolitano es un dilatado fresco que lleva al límite el barroquismo de sus obras anteriores y describe la actual fauna romana con una mezcla de sorna y simpatía. La gran belleza a la que hace mención el sexto largometraje de Paolo Sorrentino –el primero en ser estrenado comercialmente en nuestro país– es abstracta pero al mismo tiempo bien concreta. Abstracta porque surge de una cruza de emociones y sensaciones para la cual ni las palabras ni las imágenes parecen ser suficientes a la hora de describirla; concreta porque los encuadres y sonidos del film la ubican en ciertas expresiones artísticas y en algunas relaciones personales, aunque el protagonista insista –al menos en un primer momento– en acallarla con barullo, sopor y un cinismo a prueba de balas. Jep Gambardella, periodista especializado en arte y cultura, autor de una única novela décadas atrás, cumple 65 años y lo celebra en la terraza de su propia casa junto a amistades, allegados y conocidos. La fauna descripta en esa secuencia con una mezcla de sorna y simpatía, mientras la banda de sonido deja escuchar un remix de Raffaella Carrà, sienta las bases de un relato que, desde ese momento seminal, no hará más que referir al cine de Federico Fellini, en particular a la historia de Marcello Rubini, el giornalista de La dolce vita. Las comparaciones son, en ese sentido, inevitables y necesarias. Favorita entre los apostadores a llevarse el Oscar a mejor película de habla no inglesa, La grande bellezza propone un festín (una bacanal sería más acertado) impresionista donde la mirada del héroe, interpretado por Toni Servillo –figura recurrente en el cine de Sorrentino desde su ópera prima, L’uomo in più (2001)–, empapa todas y cada una de las viñetas que dan forma a la historia. Son sus ojos y sus ponzoñosas palabras las que describen las diversas fiestas, banquetes y reuniones en el retazo de sociedad romana por el que circula como pez en el agua, un cambalache donde se codean snobs, artistas, intelectuales, agentes de prensa, nobles, socialites y attricettas en alza y en plena caída. Un mundo que, detrás de la excitación y la apariencia de constante ebullición, esconde un vacío al que Gambardella es adicto. Pero el aniversario trae algunas novedades, como si los cimientos con los cuales supo construir ese edificio cotidiano estuvieran evidenciando fatiga de material. Llámese crisis, depresión o simple angustia, a este pequeño rey de Roma (como Marcello en La dolce vita, como Fellini, como el propio Paolo Sorrentino, hombres del interior radicados en la Ciudad Eterna) le llegó la hora de reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro. La grande bellezza es, qué dudas caben, el largometraje más ambicioso del realizador napolitano, un dilatado fresco que lleva al límite el barroquismo de sus obras anteriores. Al mismo tiempo, como en L’uomo in più y, fundamentalmente, en Il divo (retrato de un dirigente a lo largo de varias décadas de labor política), su mirada hacia la sociedad italiana está cargada de un sarcasmo que excede el rol del autor satírico, alcanzando en ocasiones las cotas del moralista. Tal vez lo mejor de la película sean algunas secuencias aisladas: el punzante monólogo con el cual Gambardella humilla en público a una de sus amigas íntimas, el encuentro con una stripper cuarentona –peculiar alma gemela–, la visita a una instalación fotográfica que logra conmoverlo genuinamente, uno de los primeros síntomas de ese cambio que parece avecinarse en su vida. Pero el film de Sorrentino, como la famosa creación de Fellini, actúa por acumulación de secuencias, por concentración de capas de sentido. Y es allí donde deja de hacer pie, abandonado a una deriva narrativa a veces acertada, otras tantas cargada de autoindulgencia, más allá del permanente atractivo visual que, en más de una ocasión, es simple y llana superficie luminosa, efímero fuego fatuo. Hay ciertamente algo de fatuidad en La grande bellezza, cuyo estilo se define a toda velocidad como manierista: cada sofisticado movimiento de cámara, cada rostro u objeto iluminado a la perfección, cada golpe de montaje, cada una de las eclécticas selecciones musicales, está concebida para complacer y halagar el gusto del espectador, más allá del sentido y la relevancia narrativa o emocional de tal o cual escena. El film va decantando sus temas y un recuerdo del pasado más remoto se transforma en leitmotiv de las vicisitudes actuales del protagonista, al tiempo que un personaje secundario, pero de suma importancia, acerca ese derrotero emocional hacia una suerte de epifanía religiosa. Esa obviedad de la trama, ese lugar común que define toda una vida, se oculta detrás de varios niveles de grandilocuencia audiovisual, y es casi la antítesis del camino que recorría Marcello en La dolce vita. La posibilidad del amor y de la belleza es aquí un recuerdo bañado en luz de luna, un erotismo romántico exacerbado y algo pretencioso; hace más de 50 años su incierta posibilidad estaba marcada por un bicho muerto en la playa y la sonrisa de una joven, cada vez más lejana e inasible.
Todo conduce a Fellini La nueva obra de Paolo Sorrentino es candidata al Oscar a mejor película "no hablada en inglés". Aun con el fantasma del gran Federico encima, consigue una mirada personal. O cómo ser Fellini y (no) morir en el intento. O La dolce vita en la era Berlusconi. Cualquier título encajaría a la perfección para la última película de Paolo Sorrentino, el director italiano mimado por los festivales que también integra la élite de cineastas bendecidos por los programadores. Candidata seria a llevarse el Oscar no hablado en inglés dentro de pocos días, La grande belleza no oculta jamás sus pretensiones, influencias, citas e invocaciones al cine de Fellini, la bienvenida (o no) sombra que ya acosaba a Sorrentino en El divo (2007), con su estructura dramática "abierta" al paisaje onírico y a la autoindulgencia sin culpa alguna. Como ocurre en varios títulos del gran Federico, hay una voz narradora, en este caso, la del críptico e irónico Jep Gambardella (Toni Servillo), periodista y escritor venido a menos que no puede frenar el paso del tiempo. La mirada de Gep, en cambio, bascula entre la ferocidad crítica y la frase sentenciosa ante el mundo que lo rodea, decadente, bullicioso, aparatoso en su constancia porque la fiesta no termine. Así es la primera parte de La grande bellezza, un festival de bailes donde se entremezclan aristócratas y millonarios con la música de mariachis y Raffaella Carrá, que colma de placer a cincuentonas y sesentonas que pasaron por el bisturí y a viejos a un paso del patetismo. En medio del jolgorio, el sarcástico Gep, opinando sobre ese paraíso de la decadencia donde lo moderno berreta y descartable, comienza a fusionarse con citas e imágenes de la historia de Italia desde la literatura, la arquitectura, la pintura, la cultura en general. Por supuesto que La grande bellezza –título también irónico– tiene varios momentos de interés donde Sorrentino –aun con el fantasma de Fellini respirándole en la nuca– consigue construir una mirada personal. Los largos recorridos por esas calles vacías, la relación de Gep con su amigo melancólico y frustrado por su actividad y la aparición de Ramona, personaje que funciona como punto de inflexión de las múltiples historias, son aquellos instantes donde la película respira una bienvenida personalidad. Sin embargo, el film no puede disimular cierto tufillo publicitario, de fiesta de fin de año de la RAI, de construcción de un imaginario social que necesita valerse de aquellas herramientas estéticas que abomina para convertirse en un espejo deforme pero de similares características. No está mal acercarse a Fellini, un moralista del siglo XX. El problema es que Sorrentino parece sentirse cómodo dentro del mundo que describe, como si fuera el principal anfitrión de esa fiesta melancólica, vacía e interminable.
Roma, una ciudad siempre abierta Cine en estado puro, con un ajustado ritmo narrativo, con el sabor del pasado que aparece a través del equilibrio de la arquitectura, de los monumentos y la banalidad del presente, son ilustradas por Paolo Sorrentino con una agudeza inteligente que se goza y se agradece. La primera escena de este filme remite a "La dolce vita", de Fellini, con la famosa fuente de Trevi, en la que en este caso, un hombre lava sus brazos, mientras un grupo de turistas japoneses toma fotos y uno de ellos se desmaya obnubilado ante tanta belleza. Es que la película del napolitano Paolo Sorrentino intenta indagar sobre la hermosura del pasado y del presente, sobre las pseudo-vanguardias y el arte que permanece a través del tiempo, como el Coliseo romano, que el protagonista, Gep Gambardella puede observar desde la terraza de su piso. Gep Gambardella es el guía de esta tournée por una Roma nocturna y diurna, en la que no se ven pobres como en el cine del neorrealismo, los personajes que aparecen, pertenecen a una clase alta, algunos aburridos de no saber qué hacer con sus vidas, otros inmersos en la elaboración de un arte inútil, pero que les permite sumar pesos a su fortuna. Como los padres de esa niña, que le hacen pintar a su hija gigantescos cuadros, a la vista del público, para que haga catarsis practicando un "action-painting" que le permite descargar su rebeldía. UN INCLASIFICABLE "La grande bellezza" es un filme tan sugestivo y encantador, como inclasificable, porque a través de su protagonista Gep Gambardella -un periodista de una revista de arte, que llegó a los veintiséis años a Roma y que en la película tiene sesenta y cinco-, el espectador puede seguir las peripecias de un grupo de personas, que a su manera viven esa ciudad, como si estuvieran atrapados por la fascinación de un pasado, que les permite aferrarse a viejos recuerdos, lo que de algún modo los protege y les hace sentir que en una época otro mundo fue posible. Fiestas nocturnas, reuniones de amigos, noches de amor y sexo son parte de este filme en el que su director ilustra la necesidad que tiene hoy la gente de aturdirse un poco para olvidar. Por eso la realidad de las escenas de baile, casi orgiástico, en las que todo está permitido. MERECIDOS TRIBUTOS Paolo Sorrentino hace su propio homenaje a los grandes del cine de su país, hay escenas que recuerdan no solo a Fellini y su "8 y medio", también a De Sica, a Antonioni y a Visconti. Una exquisita secuencia despierta nuevos recuerdos, es aquella en la que Gep, mientras deambula por la Roma nocturna, se cruza con Fanny Ardant, como una presencia fantasmal y la saluda y ella le responde. Esta situación de algún modo trae la imagen, de Anna Magnani cuando en "Roma" de Fellini, el director la enfoca ingresando a su casa en Roma y ella lo saluda con un "Ciao, Federico". Una ironía hacia la Iglesia aparece al final, con el personaje de esa monja que recuerda físicamente la Madre Teresa de Calcuta. Cine en estado puro, con un ajustado ritmo narrativo, con el sabor del pasado que aparece a través del equilibrio de la arquitectura, de los monumentos y la banalidad del presente, son ilustradas por Paolo Sorrentino con una agudeza inteligente que se goza y se agradece.
En busca del tiempo perdido Hay personas de las que uno se enamora, que pueden o no ser bellas físicamente, pero de quienes nos enamoramos, por una serie de cualidades innumerables, porque nos hacen reír, porque nos hacen llorar, porque nos introducen a su mundo y nos invitan a quedarnos, porque las admiramos, porque nos modifican, porque las necesitamos para seguir viviendo. Y hay personas con las que solo queremos coger una noche. Tal vez tienen muchos atributos físicos admirables, tal vez hasta sean más hermosas que esas personas de las que nos enamoramos, pero no importa, uno solo puede soportar hasta cierto punto. Y, por más hermosa que sea la persona, por más promesa de sexo increíble, no alcanza para otra cosa. Falta la risa, el humor, el código común, la invitación a un mundo increíble, la necesidad de seguir conociendo. Lo mismo se puede aplicar al cine. Algunas películas fueron hechas para amarlas con locura, para no poder vivir sin ellas, y otras películas fueron hechas para cogérselas una noche. Y, si te he visto, no me acuerdo. La Grande Bellezza pertenece al segundo grupo. Una película estéticamente hermosa pero vacua y superficial, una obra pretensiosa que nos deja solo el efímero momento de disfrute derivado de la belleza de las imágenes. Jep Gambardella (Toni Servillo) es el protagonista. Un escritor caído en desgracia buscando la inspiración para su próxima novela, buscando esa grande belleza del mundo, solo para descubrir, finalmente y luego de un largo derrotero inútil, que el universo alberga grandes bellezas en igual medida que grandes dolores, y que eso es, en definitiva, la vida. Y, para saciar su inútil búsqueda, vaga por Roma, por la Roma no de los turistas sino de los romanos de clase alta, una fauna un tanto particular. En una suerte de reversión de La Dolce Vita, Paolo Sorrentino traslada la vacuidad del milagro italiano de finales de los ‘50 e inicios de los ‘60 a la actualidad, como una reescritura del malestar cultural italiano, como si el monstruo del pasado volviera para demostrar que todavía se baila sobre los mismos muertos, las mismas tradiciones. En su recorrida, el protagonista se dedica a observar, con ojo crítico y con el desdén propio de los intelectuales. Nunca sabemos bien qué busca: si una fuente de inspiración para su novela, si su propia felicidad, si una pareja (hay una stripper que hace las veces de una compañera de fiestas y de funerales, con todo el protocolo de ambas), o si su reconciliación con un pasado que le dio al gran amor de su vida pero se lo quitó casi sin que se diera cuenta. Y sigue observando, a su círculo, a su gente y a su mundo. Ni falta hace describir los paralelos entre esta película y la sobrevalorada obra de Fellini y sus personajes. Así como aquella tenía su fauna, aquí abunda la sucesión de estereotipos, pero, vistos con 50 años de distancia, la reescritura felliniana los hace aún más patéticos: La rubia regordeta cornuda (de un esposo que la engaña con travestis), que usa vestidos Versace, esos que realzan sus rollos, que toma champagne compulsivamente y observa el mundo con los ojos saltones y la cara rechoncha que, más que exultar vitalidad, busca a gritos algún tipo de salvación que jamás llega. La flaca, la alta y elegante, que se construyó una vida de fantasía porque la real era demasiado dura como para tolerarla, casada con un gay todavía en el clóset, cuyos hijos la odian, y que se siente conforme con su conciencia llana por haber militado de joven y por hacer beneficencia ahora en su mediana edad. El eterno frustrado actor del under que quiere, inútilmente, cogerse a la modelo frígida, a quien lleva a cuanta fiesta se le presenta aunque más no sea para exhibirla cual pintura abstracta y poco atractiva. La madre con el hijo loco, el que cita a Proust y se alberga en la inminente llegada del fin del mundo para perpetrar su propio fin, el incomprendido, el hijo de padres ricos que jamás tuvo un instante fecundo, un mínimo propósito en donde canalizar las emociones encontradas de su propia condición. La nena, manipulada por los padres imberbes que solo sueñan con tener una hija artista y la obligan a ejecutar su performance en la fiesta que montan, para admiración incrédula de todos los presentes. La enana editora de la revista de Jep que se ganó su lugar en el mundo de manera justa, la única a quien él parece admirar sinceramente. Quizás el problema llega cuando las preguntas se verbalizan. Jep observa y busca. Pero no encuentra. Y pregunta. Se encuentra con un sacerdote, empeñado menos en la doctrina religiosa que en enseñar recetas de cocina, y le pregunta acerca de la belleza y del significado de la vida, pero no obtiene respuestas. Como tampoco las obtiene de una santa de 105 años, que solo come hierbas, duerme en el piso y susurra, con el último aliento que le queda de vida, que “la pobreza no se cuenta, se vive”. Como en la visible influencia felliniana, no hay hilo narrativo que teja una historia, sino cuestionamientos de índole filosófico y existencial que, por supuesto, jamás se responden. Y las personas que el protagonista se cruza en su camino funcionan como un islote, como un desfiladero de esa fauna que, cansada de tenerlo todo, permanece eternamente insatisfecha. Si la película tomara una postura más cínica al respecto, si se riera un poco de eso que muestra, tal vez funcionaría como una eficaz crítica social a la aristocracia europea, sus costumbres, sus excesos y sus sinsentidos. Pero no, la película amaga pero no se lo permite y queda en el mero ejercicio de estilo. Es solemne y pretenciosa de principio a fin, de ahí que uno solo pueda obtener el placer efímero de las imágenes, la simétrica composición pictórica de cada uno de los planos, los planos secuencia que siguen a la nada misma, los movimientos de cámara circulares que parecen encerrarnos en un vacío sin sentido, en un coliseo derruido. Muy bello todo, sí, pero no mucho más. Y, como ocurre con toda buena cogida de una noche, uno solo quiere terminar, fumarse un pucho, darse vuelta y dormirse. Y, si te he visto, no me acuerdo.
La era del vacío La Grande Bellezza, del director italiano Paolo Sorrentino, empieza de forma un poco bastante confusa, y se mantiene durantela mayor parte de la película así. Sin embargo, los cambios de ritmo constantes, hacen que en definitiva resulte una obra armoniosa que merece ser recordada como tal dentro del cine europeo actual. Luego de algunos planos furiosos que nos muestran fiestas y música inconexa y bulliciosa, conocemos a Jep Gambardella (Toni Servillo), un periodista y escritor que desde hace tiempo no escribe; y que en su Roma tan querida como despreciada, no halla inspiración para su segunda novela. Este hombre a lo largo de la película descubre que no está siendo del todo feliz y que además de estar rodeado de hipocrecía burguesa, todo planteo pseudofilosófico entre su grupo de amigos es pretencioso, se reduce a la nada misma. Los recorridos de Jep por la noche romana y sus fiestas y obras teatrales muestran su falta de optimismo hacia la vida en general, pero no sólo la suya, sino hacia la vida contemporánea mientras lo vemos asistiendo a reuniones y cenas donde los diálogos aunque superfluos, también pueden tornarse discusiones sobre dialéctica y filosofía a la hora de analizar el vacío mundano al que todos estamos expuestos. En definitiva, la película de Sorrentino propone un gran drama sobre la existencia humana, y el vacío de la vida humana cuando nada logra atravesarla, o interpelarla; o bien cuando la pose y las formas importan más que el contenido mismo de la persona. Creativa y mordazmente Sorrentino apela a la crítica de la intelectualidad esnobista sobre todo dentro de las artes escénicas y literarias y donde la hipocrecía es la condición de pertenencia. Lo hermoso de esta película, más allá de la sensibilidad y emotividad genuina que invita a la reflexión general y permite un bello y maravilloso final, es el deleite visual que desde el minuto cero vemos; ya que los planos, la dirección de fotografía y la estética que sugieren las imágenes son de una calidad extraordinario. La única contra que encuentro es la extensión del film ya que por el tema que se toca, resulta denso en sí mismo; y por momentos se torna repetitivo y esta reiteración puede devenir en cansancio por parte del espectador.
Dirigida por Paolo Sorrentino (Il Divo, Un lugar donde quedarse) y nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera y ganadora de otros cuantos premios, La grande bellezza es una película excelente en todos sus aspectos. El discreto (des)encanto de la burguesía Jep Gambardella (Toni Servillo) es un hombre atractivo y adinerado. De joven escribió una novela muy exitosa y nunca más pudo o quiso escribir otro libro. Es un personaje central de la vida social romana, siempre está presente en las fiestas y cenas y es anfitrión de otras tantas en su terraza con vista al Coliseo. Pero en su cumpleaños número 65 se empieza a replantearse su estilo de vida. A esta altura de la vida no quiere hacer nada que no le guste. La vida en Roma con sus fiestas, monumentos, iglesias, paisajes, cuerpos voluptuosos, performers, etc., puede aturdir. Es una ciudad maravillosa y bella, pero también puede conducir hacia la nada. Jep se relaciona con los demás desde el cinismo, siente repulsión por su entorno y por sí mismo, y mientras tanto sueña con escribir su próxima novela. La dolce vita Qué difícil escribir un texto que le haga justicia a semejante película (qué difícil escribir). Para empezar, es una película magnífica y pareja en todos sus aspectos. Habla con muchísima habilidad de la inspiración, de la búsqueda constante de la belleza, de la superficialidad de la vida en Roma, y prácticamente de todo. Me animo a decir que en esta película hay una vuelta al cine más clásico italiano, emparentada con el cine de Scola y Fellini. Toni Servillo es un gran actor, y eso no es ninguna novedad, el año pasado se lo pudo ver en Bella Addormentata, pero es en La grande bellezza donde seduce con su interpretación de Jep. Su andar y sus gestos me deslumbraron, compone un personaje realmente entrañable. El resto del elenco no se queda atrás, hacen un trabajo genial. El montaje es espectacular, cómo nos pasea de un lado a otro. La musicalización es otro de los grandes aciertos del film, combina música sagrada y música popular italiana. Va de la mano con el contraste que presenta la película, pasamos de observar monjas en el patio de un convento y a presenciar fiestas ostentosas y desenfrenadas. Tiene imágenes que se me quedaron impregnadas en la cabeza. Es un deleite visual de principio a fin. Los diálogos son magníficos. Cuando leo un libro subrayo las frases que me gustan y quiero recordar. Me pasó algo así con la película, al verla quería grabarme en la cabeza diálogos y frases. Ah, Sorrentino, gracias por el cameo de Fanny Ardant. Conclusión Una película enorme, virtuosa por todos lados. Un elenco brillante encabezado por el actorazo Toni Servillo que deslumbra con sus interpretaciones. Trata con mucha habilidad temas de la condición humana: la búsqueda de la belleza, el amor de la juventud, la nostalgia, el vacío que encierra la vida social de la burguesía romana, etc. Es un espectáculo para los ojos, es barroca pero no se excede, despliega sus recursos cinematográficos con mucho virtuosismo. Es imperdible, así de simple. - See more at: http://altapeli.com/review-la-grande-bellezza/#sthash.glDigfiL.dpuf
Roma era una fiesta Candidata al Oscar al mejor filme extranjero, trata sobre la decadencia de la clase alta. Con sólo el desencanto que destila La grande bellezza, Italia es firme candidato a sumar otro Oscar en la vitrina como mejor película extranjera. La esencia de cada personaje se desmenuza fácil, de un tirón. El director Paolo Sorrentino aflora las miserias y (escasas) virtudes de la alta sociedad romana, adentro de una puesta de escena sobrecargada -con el vestuario a la cabeza-, que deja en evidencia la cáscara hueca de Jep Gambardella y los suyos. Pero a él se lo ve solo, apagado, recluso de “El aparato humano” (que lo cobija) que noveló varias décadas atrás para volverse “alguien”, dentro de la alta sociedad romana. Sus escasas amistades lo alientan a encontrar la inspiración para escribir otra novela y salir de su cómodo rol de exitoso periodista. Pero él los ignora, refugiado en cierta autocompasión y falsa modestia. Nada es inocente en el cine de Sorrentino. Por algo cita aquella aspiración de Flaubert: escribir un libro sobre la nada. Metáfora, según su director, de emparentarlo con la urgencia histórica de Roma en pasar a la eternidad gracias a su fastuosa demostración artística. Y hay mucho de cierto en ello. La opulencia nocturna de la Via Veneto de La Dolce Vita de Federico Fellini, junto al paralelismo de un joven Mastroianni y un maduro Servillo, se puede ensamblar imaginariamente con aquel cuchicheo de La terraza (1980), de Ettore Scola. La parte superior de la vivienda de Gambardella es el “ring” de este filme donde vale la pena balconear sus coloridos safaris nocturnos. Sorrentino espía a este bon vivant, presentado como un epílogo dentro de una fiesta que mezcla canciones de Rafaella Carrá con hipnóticos sonidos electrónicos y así recrea un baile orgiástico e histérico sin límite de edad. La fricción de los cuerpos enmarca a un hombre trajeado que muerde un cigarrillo a plena sonrisa. Y se lo ve feliz. ¿O está algo adormecido? Hay que mantener distancia en La grande bellezza, desconfiar. A través del prisma de la mentira se descompone la luz del círculo animal de Gambardella: un circo romano erguido en base a la ostentación, el cinismo y la melancolía. La actuación de Toni Servillo (con quien Sorrentino ya trabajó en El hombre en la luna o Il divo), es soberbia. Puede ser alguien entrañable -de la puerta para adentro de su vivienda- o un sujeto despiadado y repulsivo que pone en caja a sus “amistades”. Sus primeros planos, lo desnudan, siempre entre volutas de humo. Jep, al igual que Giuseppe Garibaldi, lucha por la unificación. Pero no la de Italia, sino la de su ser, cuyo eje se encuentra desperdigado en cientos de noches de excesos. Pero una experiencia religiosa lo pondrá a caballo de su destino. El novelista redescubrirá la belleza de algo extraviado hace tiempo: el sabor de la verdadera existencia. ¿Roma o muerte? Para él, vida.
Bella historia que cautiva de a poco Primera advertencia. Esta película es de las que enamoran despacio. Quizás alguno se enganche recién a la media hora, con la escena preciosa y penosa donde un viudo sesentón visita al novio de adolescencia de su mujer. O con otra, más adelante, donde un amigo fascinado por la energía de un clásico choca con sus propias restricciones creativas y afectivas. La obra dura lo suyo, y sinceramente dan ganas de apretarle varias partes. Pero quizá necesitaba ser así, para envolvernos y dejarnos medio fascinados. Carlo Verdone, cómico popular, asume aquí el dramático personaje del amigo. Luciano Virgilio es el viudo. Y Toni Servillo, el que conduce la obra, en la piel y la mirada irónica de un viejo periodista de sociales, un solterón mujeriego que ya está de vuelta de casi todo. El elenco es variado y excelente. El tono, tristón a veces, y otras veces despiadado. Se avanza por viñetas, recuerdos, comentarios de cara al público, diálogos ocasionalmente mordaces. Y por paseos públicos de antigua y descuidada belleza: la colina Gianicolo donde, desde 1904, se anuncia el mediodía con un cañonazo, la Fontana dell Acqua Paola, el Coliseo desde una vista privilegiada, el "Roma o muerte" del monumento a Garibaldi, la ribera del Tiber, los palacios discretamente ruinosos, con sus habitantes haciendo juego. Segunda advertencia. "La grande bellezza" es descendiente directa de "La dolce vita". No se compara, como no se comparan los grandes artistas con los sucesores. Coinciden la ciudad, algunos caracteres extravagantes, la figura del escritor talentoso que se dejó ganar por la vida fútil. Pero aquella Roma de 1960, desvariada en los entusiasmos del boom económico, cuando empezaba la fiesta, apenas puede recordarse en la de hoy, que sólo conserva la resaca, invadida por su propio vulgo. El joven nervioso, molesto, turinés, no se refleja en ese señor tranquilo, resignado, con aires y entonación de aristócrata napolitano. Los tiempos cambian. Entonces, la criatura simbólica que propiciaba el desenlace simbólico era una niña de rostro puro y luminoso. La que acá cumple un rol parecido es una monja vieja que masca raíces. Tampoco aparece una nueva Anita Ekberg, pero eso ya es otra cosa (eso si, por ahí aparece Serena Grandi, para nostálgicos del cine erótico italiano de los 80). Autor, Paolo Sorrentino, hombre irregular pero talentoso, en especial cuando trabaja con Toni Servillo, como en "El divo", cáustico retrato de un hombre fuerte de la política italiana, Giulio Andreotti. De regalo, un diálogo ilustrativo entre personajes de "La grande belleza": "No soy misógino, soy misántropo". "Bravo, para odiar hay que ser ambicioso". Y otro: "¿Tú en qué trabajas?" "No, yo soy rica". "Ah, un trabajo precioso".
"La Grande Bellezza" es otra película nominada a los próximos premios de la academia pero en la categoría "mejor película extranjera". Cinematográficamente perfecta, repleta de color, humor y excesos, eso es la nueva película de Pablo Sorrentino. Por momentos te van a hipnotizar las imágenes; hay escenas que nunca vas a poder borrar de tu cabeza y de eso se trata el cine (también)... de pensar, meditar y sentir lo que pasa en la pantalla. Una película para reflexionar sobre nuestra vida, sobras las cosas que nos llenan y que cosas están de más... eso es "La Gran Belleza". Te la super recomiendo.
Un coro de mujeres entona una pieza musical que eriza la piel en el balcón de una de las tantas fontanas romanas, mientras un grupo de turistas orientales intenta guardar en sus memorias digitales la mayor cantidad posible de recuerdos fotográficos. Pero hay uno que se separa del contingente y ante la visión sublime del infinito el destino se cobra su deuda. Como prefacio a una gran obra maestra, ésta lograda escena inicial anticipa lo que será el desarrollo de un drama italiano, que con aires de La dolce vita felliniana, lo que busca es representar la expresión máxima de la belleza. ¿Dónde está la belleza? ¿Cómo representarla? ¿Cómo poner en escena todo aquello que nos conmueve intelectualmente? Amplios escritos a través de los siglos han querido dar respuesta a estos y tantos otros interrogantes referidos al mismo tema, pero las preguntas siguen allí y por suerte con ellas, también, el deseo de seguir en su búsqueda desesperada. En grados insospechados de activa imaginación, Jep Gambardella (Toni Servillo), que recientemente ha cumplido 65 años, es un famoso escritor que tras haber escrito una sola novela hace ya muchos años, se replantea seguir llevando adelante su profesión. Rodeado de falsas y longevas amistades, los grandes eventos y su nocturnidad compulsiva, lo único que hacen es recordarle el profundo vacío existencial que experimenta cuando las luces se apagan y la soledad de su cuarto lo espera, mientas se asoman por la ventana los primeros rayos del Sol. Al estilo del flaneur de Baudelaire, Jep, recorre Roma con su tabaco entre los dedos y esa prestancia característica de un italiano seductor, quien predispuesto a disfrutar de los años que le queden por vivir, se dedica exclusivamente a la búsqueda de la gran belleza. La encontrará, seguramente, en una escultura del quatrocentto o en la imponente arquitectura erigida durante el siglo V. Pero lo que a todos podría alcanzarle, a él no, y es por eso que el peregrinaje continúa y será así hasta ese momento sagrado de inspiración en el que el mundo se detenga, y como aquel aroma a magdalena de vainilla de Proust, la memoria sensorial se haga presente. En la actualidad, donde el mundillo del arte se sabe autónomo e interdisciplinario, las performances conceptuales ocupan el lugar central de la escena intelectual, situación que se ve muy bien ubicada tanto en la película en general, como así también en la vida del protagonista, quien parece no llegar a comprender el porqué de su naturaleza. Claro está que no es por ignorancia sino por el carácter superficial y estereotipado de formas vacías que solamente encubren falsas ideologías políticas o maltrato doméstico. Jep necesita ir a lo esencial, indagar en aquel momento primero en donde todo era uno y ese uno era sublime, perfecto y acabado. Con un relato poético centrado en mostrar esos pequeños detalles que la mayoría ignora, La Gran belleza es un filme cautivante que logra grandes momentos de armonía fotográfica y sutileza narrativa. Con precisión de cirujano, cada plano tiene un sentido, y el acceso a este mundo de búsqueda se vuelve exquisito y por demás atractivo. Lejos de la pose y el maniqueísmo, los personajes parecen danzar como en aquellos mágicos musicales hollywoodenses en los cuales el dolor sólo se calmaba con el canturreo de una canción y un multitudinario baile coreografiado. Especial para almas sensibles y bendecidas con el don de la imaginación, La Gran Belleza es una declaración de vida, un himno a la sutileza, y porque no, un tratado de belleza. Apta para la contemplación y el deleite de todos los sentidos, verdaderamente, un filme para anhelar. Por Paula Caffaro redaccion@cineramaplus.com.ar
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El gran truco Cuando miro una película tan enorme como La gran belleza siempre me pasa lo mismo, siento que va a ser imposible poner en palabras lo que significó la experiencia de verla, la sensación única de observar la gran construcción de magia que genera el cine. Pero habrá que hacer el intento. La gran belleza es un rompecabezas lúcido sobre la existencia humana que, sin ser pretenciosa, nos sacude la cabeza como un terremoto. Comienza con una cámara liviana que parece flotar y es testigo sagaz de la vida misma. Imágenes de un cementerio, una fuente, turistas y Roma, personaje fundamental de esta historia. Después nos alejamos y el registro cambia completamente. Entonces observamos una acelerada fiesta en una terraza con un cartel luminoso de Martini titilando, al mejor estilo publicitario. La multitud baila con pasos sincronizados al sonido de quién sabe qué canción de moda, hasta que esta particular “fauna” se abre paso para darle lugar a él: Gep Gambardella. Gep es un escritor sexagenario que realizó su única novela en sus años de juventud y que ahora se dedica a ganar (y gastar) mucho dinero trabajando como periodista. Vive en un antiquísimo y lujoso departamento frente al Coliseo y se acuesta (entre copas) cuando el resto de los mortales se despierta para ir a trabajar. Encantador y sarcástico, este “rey de lo profano” nos va a acompañar en este trayecto que durará dos horas y veinte, a través de la miseria, la hipocresía, el patetismo humano y también la belleza, claro. En La gran belleza cada imagen es una pintura compuesta por luces y sombras. La película está plagada de contradicciones, opuestos que conviven en consonancia y donde la puesta en serie hace que fluyan las imágenes con una continuidad armoniosa. La agitada rutina nocturna de Gep y la tranquilidad del convento de monjas, la plaza arbolada y los pies sobre el pasto que cubre las tumbas, el silencio de las ruinas y el ruidoso tráfico, los adinerados obispos y las rodillas sucias por los sacrificios de una mujer. La (auto) crítica no deja nada en pie: ni la intelectualidad, ni la religión, ni el dinero (aunque ayude bastante) ni el poder, y entonces nos damos cuenta que no hay institución alguna que nos aleje del vacío. ¿Dónde reside la gran belleza entonces? Probablemente en la memoria de cada uno, en la nostalgia de aquello que permaneció en el recuerdo y en el anhelo de lo que está por venir, aunque sepamos que todo es “sólo un truco” como le dice el mago a Gep antes de hacer desaparecer la jirafa. Por otro lado, el arte está presente como forma de sanar las asperezas y como lo único que va a perdurar más allá de nosotros; la escritura, la pintura y por supuesto, el cine representado en la fugaz y luminosa aparición de Fanny Ardant caminando por la noche romana. El humor se hace presente y le da un respiro a la intranquilidad que nos genera la inevitable reflexión sobre nuestra propia realidad, realidad con una única certeza: “este tren no nos lleva a ningún lado”. La película funciona como un espejo en donde nos miramos, quizás con algo de desagrado, aunque conscientes de nuestra finitud, y por ende, angustiados. Y como dice Gep Gambardella, personaje que quedará sellado en mi memoria cinéfila por años: “… estamos todos bajo el umbral de la desesperación, no tenemos más remedio que mirarnos a la cara y hacernos compañía”. Que así sea.
Divina decadencia La bacanal avanza. Drag queens gordas, miradas, señoras chetas y “el libro sobre la nada que no hizo Flaubert voy a escribirlo yo”. Quien habla es Jep Gambardella, periodista por encargo, escritor de una sola novela y, pese a su magra obra, héroe de una Roma que divinamente se resquebraja, como el Coliseo que adorna su jardín terraza y salón de fiestas. Ahora, el rey de la noche encabeza el trencito; derraman champán, la editora enana se recuesta exhausta; la cocainómana aspira con desprecio. “Dejala, es una pendeja”, le dice Jep a Romano, su Sancho Panza. Una púber monta su show de action painting y termina embadurnada, Carrie en un arco iris eléctrico; un cirujano suministra botox como un stand paramédico instalado en plena fiesta y Jep mira atónito al circo apabullante; se ríe, entristece, y cada fotograma es un último y definitivo cuadro de cómic. Escribiendo sobre La grande belleza, séptimo y ya multipremiado film de Paolo Sorrentino (Il divo, Las consecuencias del amor), el crítico Jonathan Romney destaca que “Jep no habrá publicado mucho, pero tiene la sed de observador que hace grandes a los escritores”. Exacto, y su problema es plasmar lo que ve porque antes debe vivirlo, disfrutarlo e indefectiblemente padecerlo. La grande belleza es la vida misma. Desde su presentación en Cannes, pese a las inevitables comparaciones con el cine de Fellini y Antonioni, el sibarita que compone Toni Servillo (en su cuarta colaboración con Sorrentino) está tan cerca del decadente Marcello en La dolce vita y La notte (del cual sería su versión berlusconiana) como del novelista bloqueado y rumiante de Muerte en Venecia. El desborde no llega al grotesco; Jep se maravilla ante lo fortuito e irreversible. Él no es oscuro; oscuro es Lello, que apologiza la melancolía ante pronósticos de espanto. El mensaje es: ver Roma y después morir. Roma, o Venecia. Pero siempre Italia.
El lobo de Roma Es útil para poner en evidencia los problemas y las fallas que tiene La grande bellezza, comparar a esta película de Paolo Sorrentino con El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese. Dos estrenos de este año que tienen al desparpajo y al vértigo, formal y temático, como principal elemento constitutivo. Scorsese elige para contar el monólogo interior/exterior de Jordan Belfort un estilo exacerbado, un ritmo alocado que rebota contra la puerilidad de unos personajes vergonzosos en su hedonismo destructivo. Scorsese -que no juzga y por el contrario se fascina y nos fascina- sabe que esa velocidad es la única forma de contar este mundo, porque si uno se detiene y mira lo que hay, surge el inevitable juicio de valor. El lobo de Wall Street tiene el tempo justo. La grande bellezza tiene mucho de eso: el transitar felliniano-dolcevitesco del periodista y escritor Jep Gambardella por una Roma decadente y prosaicamente festiva es fragmentario, episódico, con situaciones que se entrelazan incluso por fuera de la búsqueda de un sentido que unifique. El inconveniente aquí es que Jep, al revés que Jordan Belfort, es alguien que forma parte y a la vez reniega de ese mundo, a sus 65 años le repele la superficialidad que ha sido norma, es alguien que juzga y no disfruta, es la culpa que Scorsese se olvidó por una vez. No está mal connotar la decadencia y repeler esas fiestas repletas de viejos verdes y señoras poderosas rellenas de bótox, esos bailes que exudan eclecticismo sexual, musical, intelectual. El inconveniente es que Sorrentino, no tanto Jep -el protagonista está en todo su derecho de hacerlo-, aborrece ese mundo que refleja, se nota demasiado su desprecio. Y ese rencor impide que el manierismo de su puesta en escena, el lujo superficial de brillantina, funcione porque lo convierte en algo más intelectual que emocional. Por eso que lo mejor de La grande bellezza son sus primeros 20 minutos, un verdadero espectáculo audiovisual que merece ser visto en la pantalla más grande que exista, un desborde a lo Luhrmann que no deja de señalar la decadencia pero a través del disfrute y la sugerencia. Claro, mientras Luhrmann hace del pop una autopista para construir el relato, Sorrentino sólo juzga y desnaturaliza, lo exhibe para demostrar su opulencia de planos y movimientos de cámara y luz refulgente. No le importa demasiado más que revelarse como el verdadero renovador del lenguaje cinematográfico italiano. Una vez pasados esos fascinantes primeros 20 minutos, que hacen chocar a la Roma diurna, histórica y solemne con la nocturnal, festiva y decadente, La grande bellezza arranca con el relato confesional de Jep Gambardella. Ahí, el film alterna momentos y personajes más atractivos que otros, lógico para un relato episódico, y comienza a empalagarse con sus reflexiones, sus temas y manierismos visuales. Tal vez el más acertado -y curioso- de los apuntes de Jep/Sorrentino sea aquel que pone en evidencia la ridiculez de cierto arte postmoderno y de los artistas snobs que lo reproducen. Lo que no observa Sorrentino -o tal vez sí pero se quiere pasar de gracioso- es que su propia película cae en esos simbolismos y recursos puramente efectistas que dice cuestionar. Como se le escucha decir en algún momento al protagonista, “quiero algo más que una provocación”. Como gesto, La grande bellezza puede fascinar a algunos (y reconozco que por momentos me subyugó), pero no deja de ser eso: un gesto demasiado adornado y exagerado en su pretendida y ambiciosa profundidad. La sensibilidad -o algo parecido-, eso tan buscado y gritado por Jep, aparece recién muy al final. Paolo, para la próxima, quiero algo más que una provocación.
"La belleza está en los ojos de aquel que la aprecia". Así reza un dicho español que contempla que todo lo bello es subjetivo. Podríamos tener una larga discusión para entender qué es bello y qué no lo es, y el cine, como la no aceptada octava bella arte, no se queda exenta de esta discusión. La Grande Belleza, de Paolo Sorrentino, ganadora del pasado festival de Cannes, del globo de oro, el BAFTA y amplia favorita para ganar el Oscar a mejor película extranjera, trata precisamente, a grandes rasgos, de este tema. Jep Gambardella es un escritor retirado (que en realidad sólo escribió una sola novela de un gran éxito en su juventud), celebra su 65 aniversario en medio de gente de la alta sociedad, sólo para verse reflejado en sus historias y darse cuenta de que ha tenido un gran vacío toda su vida. O en otras palabras, la crisis de los 60. No voy a mentir, y probablemente por las siguientes líneas muchos pidan mi cabeza como escritor de La Cinerata. No me gustó. Y si tuviera una favorita para ganar el oscar, siempre ha sido la Danesa The Hunt. Pero ahora, como meta de intentar ver todas las películas con al menos una nominación a los premios de La Academia, La Grande Belleza era un aobligada. Y si bien nunca he sido fan del cine Europeo, he encontrado varias joyas que me han gustado a pesar de mi declarado fanatismo por los efectos coloridos. Que quede claro que no por eso estoy diciendo que la película sea mala. Como su nombre lo dice, apreciar la belleza es subjetivo. La belleza en la arquitectura (especialmente hablando de Italia que tiene obras bellísimas y que forman parte especial de la fotografía de este filme) Habrá quienes la disfruten (y son muchos los que comparten esta opinión), pero personalmente no me gustó aunque reconozco que es muy buena y que sin duda merece todos los premios que ha ganado. Se me haría injusto calificar a esta película con todos los adjetivos negativos que yo encontré (aburrida, lenta, incomprendida, difusa), porque después de todo, aunque sea un blog personal, se respeta la idea de los espectadores y la finalidad de todo esto es recomendar películas; y como tal, recomendamos mucho esta película para aquellos que amen el cine personal y sobre todo, de arte.
Los cansados de estar cansados No es fácil filmar lo no-bello, y más cuando lo que contamos con la cámara es la constante búsqueda de la belleza, de lo bello. ¿Y qué es lo bello? Para el particular personaje Jep Gambardella, la belleza consiste en una caminata por Roma a la madrugada, tras una noche de juerga, alcohol y cocaína, y por qué no alguna señora que haya conocido en ese constante patear de la pintoresca ciudad capital italiana. Paolo Sorrentino, quizás uno de los realizadores más destacados de Italia en la actualidad, con obras como Il Divo (2008) o Le conseguenze dell’amore (2004), repite el trabajo con su actor fetiche –el multipremiado Toni Servillo- tras haber dirigido en Estados Unidos la extraña This Must Be The Place (2011), con Sean Penn en un no muy convincente protagónico. El resultado de tantos años trabajando junto a un actor tan versátil y particular como Servillo es haber logrado uno de los personajes más memorables que haya dado el cine recientemente. Jep Gambardella acapara la atención en todo momento, no solo porque la mirada de Servillo y su expresión altanera son hipnóticas y hacen que la cámara lo persiga casi intuitivamente, sino también en la acción misma: el comienzo de la película es el cumpleaños de Jep en una suerte de aquelarre visual donde él es el diablo, y donde el descontrol total es el único reglamento para formar parte. Sorrentino filma la decadencia del snobismo, la contracultura de la no-cultura, esa búsqueda de un mundo que escupe todo lo mundano de una forma elocuente, y lo hace metiéndonos a nosotros en una sucesión de secuencias con diálogos banales y vacíos, pero que en el fondo retratan de forma crítica el tiempo de una sociedad. Además, a través de Gambardella, Sorrentino nos permite colarnos en las mejores fiestas de esa sub-trama sociocultural romana, para que veamos nosotros mismos los demonios que invaden ese ir y venir en la búsqueda de… algo. Y esa búsqueda es lo que define a cada personaje, con sus nostalgias, inseguridades, fantasmas, perdiciones y atributos. Cada personaje de la película está perfectamente pensado para un rol en el que el espectador es “paseado” por ese entramado laberíntico del sinsabor de la vida: los duques que, olvidando el orgullo de su estirpe, aceptan hacerse pasar por otra familia; el eterno escritor de teatro en busca de una musa y una verdad; muchos artistas con diferentes formas de expresar sus incontinencias de diversas y abstractas formas; los que se quedaron en la misma durante décadas; los que no se van porque simplemente se quedaron; y Gambardella como el capitán de ese bizarro barco. Y la mejor forma de conocer ese contexto es cuando Sorrentino nos permite ver los lugares y obras icónicas de la Roma actual, que vive como si dependiera exclusivamente de su pasado de civilización-potencia, pero ahora sumida en una tranquilidad que solo la noche puede disimular, con sus silencios y su penumbra. Penumbra sólo invadida por el constante repiqueteo de los bailes en las fiestas organizadas por Gambardella, con sus “trencitos que no van a ninguna parte” y una avalancha de reflexiones salidas de varias esnifadas de coca y muchos cócteles en el medio. Roma descansa, mientras otros descansan de la vida que les da Roma.
A partir de la historia de un escritor y periodista napolitano, inmerso en el seno de la frivolidad y la corrupción, el cineasta Paolo Sorrentino propone en “La grande bellezza”, una mirada cínica y poética a la vez de la sociedad italiana. La película empieza con cantos gregorianos y un cañonazo, en pleno amanecer romano, donde se ve a un ciruja durmiendo en una plaza, a un hombre que lava su rostro en una fuente y a una mujer tatuada que se prepara a bailar una versión remixada de “Far l`amore”, de Bob Sinclair y Rafaella Carra. Sorrentino y el coguionista Umberto Contarello inventan un alter ego llamado Jep, de larga experiencia, que llegó a los veintipico a Roma, que pasó los 60 y tiene la cualidad de poder meterse en cualquier lugar y ver más allá de lo aparente. Sin embargo, para Jep Gambardella, esa particular manera de ver el mundo le da tanta satisfacción como dolor: por un lado el placer de poder observarlo todo como un gran cuadro, una especie de puesta en escena a lo Brueghel en la que se tejen negocios, romances, y se mueven los hilos del poder, manejados por gente desesperada. Ricos de la noche a la mañana, políticos, mujeres de la alta sociedad, criminales, ladrones de guante blanco, periodistas, personajes de la farándula, vedettongas, prelados, intelectuales, de los verdaderos y los falsos, el vasto universo de una sociedad que se autoproclama moderna. Desesperanzado, Sorrentino muestra a Roma desde los ojos de un napolitano que la viene observando embelesado hace rato, finalmente convertida en un “un bonito cadáver”, una vieja y hermosa ciudad de perdedores que se creen ganadores, porque al fin y al cabo, como anticipa Discépolo en “Cambalache”, todos finalmente “allá e el horno nos vamo a encontrar”.
Exuberante, desencantado y fascinante Es extravagante, autocomplaciente, esteticista, vistosa y fragmentada, pero tiene momentos mágicos y entre sus puntillas y sus delirios nos deja ver un mundillo bello, decadente, fugaz y desbordado. En el centro está Jeb (un soberbio Toni Servillo), periodista cultural, todo un referente de ese mundo fantasioso y ausente. Tiene 65 años y en su juventud escribió una gran novela. Pero no escribió más y hoy vive (como su ciudad) de ese pasado. Estamos en la Roma de los snobs y los artistas, de los raros y los desilusionados. “Los verdaderos habitantes de Roma son los turistas”, dice un relator. Y Sorrentino adopta entonces trazos fellinianos para dejarnos una nueva “Dolce Vita”. Marcelo ahora es un hombre cansado, de lengua filosa, inteligente, desdeñoso, que ante la falta de esperanzas se refugia en el desencanto y el cinismo. Es un personaje clave en ese paraje donde sus calles y sus estatuas parecen ser lo único verdadero ante este desfile de máscaras e imposturas. Hay que saber actuar –enseña Jeb- en las fiestas y en los funerales. Y aceptar la existencia con la suficiente liviandad, porque “la vida es un viaje”, como aconseja Celine. Entre tanta nada, “todo es un truco”, agregará un mago que hace desaparecer cosas en ese mundillo donde todo se esfuma. Por eso reinan la máscara y el espectáculo y por eso el desenfreno será nada más que una buena costumbre. Al filme le cuesta arrancar, tarda en encontrar el rumbo, pero de a poco te embriaga con sus imágenes, sus rostros, sus diálogos, con su desfile abarrotado de estampas sueltas que parecen pintar mejor que nada el vacío existencial de los que están pero no saben para qué. El filme juega con los excesos y los contrastes. Y presenta a Roma como una ciudad santa y puta: comienza con la imagen de una trotacalles ajada y termina con una monja milagrera trepando por una interminable escalera. De esos extremos está hecha la ciudad, la gente y la película. Su tendencia al desborde, sus planos casuales, sus escenas inexplicables pueden bordear el absurdo. Pero Sorrentino allí nos dice que de esos pedacitos está hecha la vida, porque al final del camino lo que le quedará a Jeb “es el olor a comida de la casa de los viejos” y el recuerdo de ese amor adolescente, único refugio ante tanta soledad y hastío.
La gran belleza es una notable película del italiano Paolo Sorrentino que reflexiona sobre la vida y el arte a través de un personaje entrañable. Nominada al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera. Si Federico Fellini viviera, miraría con muy buenos ojos la película de Paolo Sorrentino, La gran belleza. Hay mucho del maestro en la síntesis bajo la luz cegadora de la conciencia del protagonista, que pone en primer plano personajes decadentes, romanos opulentos que generan una tribu extraña y, al mismo tiempo, inspiran ternura. Sorrentino es todo estímulo y juego de percepciones, por lo cual apela al espectador como par lúcido en la escaramuza que plantea con los misterios de la vida. Jep Gambardella cumple 65 años y la existencia le cae encima con toda la resaca de una vida dedicada a la frivolidad. El periodista es recordado por una novela de juventud exitosa pero desde entonces no ha vuelto a escribir. Sólo se dedica al trabajo relajado y al dolce far niente. Las primeras escenas, de fuertes contrastes entre la quietud y el canto coral con voces femeninas, y el desenfreno de la fiesta, establece el contrato del director con la platea, condición imprescindible para disfrutar la película en la que el protagonista transita su noche y reflexiona sobre el paso del tiempo. Se dice que todo novelista es una voz que piensa la muerte y corre desesperadamente hacia la trascendencia. Sorrentino ofrece el carnaval con el brillo que deja a esas máscaras exhaustas y tristes. Toni Servillo fascina desde el primer momento en el rol del popular Jep. Es un hombre cínico, de vuelta de todo, que lentamente vuelve a la profundidad de sus carencias. El paso del tiempo es uno de los temas de la película que emociona con imágenes complejas y directas, a la vez. Sorrentino expone ese estado del personaje con la metáfora del arte. Jep va a ver obras conceptuales. Con muchísima ironía y observaciones agudas, el periodista se para frente al arte de los performers con gesto incrédulo y pasmado, hasta que un hecho poético lo golpea. La teatralidad se mezcla con el vértigo y la edición del cine. Antes de dormir, Jep se sumerge en ensoñaciones ayudado por el alcohol y la soledad. La película entra en esa dimensión y el espectador es compañero de viaje de Jep. Sorrentino se despega de las anécdotas, de la facilidad del relato. Pone la cámara en Roma, ciudad eterna, en el presente de los personajes de ese trencito (el de la fiesta con música de Rafaella Carrá) que no conduce a ninguna parte. ¿Qué buscó Jep durante toda su vida? Sorrentino se vale de un actor extraordinario y un elenco notable para pensar el arte. Regala una película entrañable y crítica, como exorcismo frente a la decepción de un mundo que no se permite la nostalgia.
Una Roma luminosa, omnipotente y barroca Este film puede ser considerado como una reescritura parcial de la tan personal, antológica y provocadora obra de Fellini de fines de los cincuenta, "La Dolce Vita". La película de Sorrentino asume su delirante carácter de una gran puesta en escena. Si bien en el Festival de Cannes 2013, donde compitió en la Selección Oficial, La grande belleza no recibió galardón alguno, lo cierto es que hoy es uno de los films más premiados de los últimos tiempos. Días pasados, en Londres, recibió el premio Bafta al mejor film extranjero, tras haber obtenido el Golden Globe en esa categoría. Y en estos días está nominado para el Oscar al "mejor film de habla no inglesa", compitiendo junto a La Cacería de Dinamarca (ya estrenado aquí) y otros films de otros países: Alabama Monroe (Bélgica), The Missing Picture (Camboya) y Omar (Palestina). Desde el título que se eleva de manera retórica por encima de los techos de Roma, el film de Paolo Sorrentino, realizador nacido en Nápoles en 1970, de quien ya hemos visto en salas y circuitos alternativos Il Divo y Las consecuencias del amor, entre otras, este tan esperado film, desde el día de su estreno, ha abierto una gran polémica. Y las respuestas, pareciera, no admiten una valoración media: por el contrario, como el mismo film, apunta a los extremos. Coincido con aquellos críticos que consideran a este film como una reescritura parcial de la tan personal, antológica y provocadora obra de Federico Fellini de fines de los cincuenta, La Dolce Vita, film que llevó a que el mismo Vaticano condenara, torpemente, a esta gran obra, que se propone como una lectura tan moral de la decadencia de toda una clase social subsumida en el hastío, que se mueve por repetidos rituales entre las ruinas y los espectros de un rancio conformismo. Ahora, en este film de Sorrentino, que desanda el camino de su maestro, por esta Roma luminosa, omnipotente y barroca, que se interna en palacios y villas, su personaje central, Jep Gambardella, periodista, alguna vez escritor de una reconocida novela, El aparato humano; desencantado, deambula por una pasarela de la alta sociedad de su tiempo, presentada como una atronadora babilonia que escenifica sus pasajeros encuentros, interesados y enmascarados, en sofisticadas terrazas que saludan a una indiferente ciudad. Nuestro personaje, igualmente crítico teatral, que está interpretado por este notable actor que es Toni Servillo, intérprete de Il Divo en el rol del siempre cuestionado Giulio Andreotti, Gomorra, Viva la libertá, La ragazza del lago y últimamente en Bella Addormentata de Marco Bellocchio, entre otras, es una suerte de flaneur, de paseante urbano, por esa Roma que va abriéndose paso entre el Coliseo y la Via Veneto, arteria principal del film de Federico Fellini y que ahora lo recibe fastuosamente en su nuevo cumpleaños. El film de Paolo Sorrentino asume su delirante y festivo carácter de una gran puesta en escena, de un Kolosal Musical, kitsch y rutilante, en el que nadie acepta su propio presente y todo tiende a una subrayada impostación. Se puede pensar a todo el relato como un gran mascarón de proa -imagen inicial del film Casanova del mismo Fellini, de mediados de los 70- que poco a poco muestra su aspecto más descarnado y patético, las arrugas y las fisuras de los años idos. Frente a la fragilidad y a ese tiempo que escapa, que ni las cirugías ni los grotescos maquillajes pueden detener, fluye, como en las mismas mansas aguas del Tíber un opaco resplandor de melancolía en algunos de sus personajes, como el que compone el mismo comediante Carlo Verdone. A diferencia de la mirada de Fellini, sobre sus criaturas, aseveran numerosos críticos italianos, no así las opiniones de los diferentes públicos, en La grande bellezza no vivenciamos un sentimiento de comprensión, de piedad, hacia esos personajes. Entiendo, claro está, que esta afirmación es más que discutible. En declaraciones a la prensa, Sorrentino ha comentado que ha elegido para su personaje, Jep Gambardella, que mira desencantado esa gran puesta en escena, ya con sus sesenta y cinco años, en esa Roma a la que llegó cuando era muy joven, la actitud de un personaje que todo lo observa de su "cinismo sentimental". Y ahí está él abriéndose paso entre actores, prelados, políticos, stripers, intelectuales, delincuentes, economistas, y tantos más, como si estuviésemos frente a círculos dantescos, poblados de sombras, de figuras fantasmáticas. Su voluntad, desde esa perspectiva de crítico teatral, quizá sea la de un marionetista que mueve los hilos, a su antojo, desde un vanidoso accionar. La grande belleza no sólo nos permite rever los caminos de Fellini, llegar además a esa orilla en la que tuvo lugar un reciente naufragio; sino, al mismo tiempo, reencontrarnos con aquellos personajes y en aquel lugar en el que mi admirado Ettore Scola, de quien esperamos su más reciente film Che strano chiamarsi Federico, nos ofreció a principios de los años 80: La terraza, historia narrada a partir de cinco encuentros en este mismo lugar, desde cinco puntos de vista diferentes: un guionista, un diputado, un productor de cine, un funcionario de la R.A.I., un periodista. Con las notables actuaciones de Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Stefania Sandrelli, Jean Louis Trintignant, Carla Gravina, Serge Reggiani, Stefano Satta Flores, entre otros.
CUANDO LA MENTIRA ES LA VERDAD La grande bellezza se ha convertido en la mimada de la mayoría de la crítica y de las premiaciones desde su aparición en Cannes el año pasado (ganadora del Globo de Oro, del BAFTA y candidata favorita para alzarse con el Oscar a película extranjera) y su director Paolo Sorrentino en la versión rediviva de Fellini. Jep Gambardella (Toni Servillo) es un escritor que ha publicado en su juventud “una obra maestra” de la literatura de estos tiempos, para convertirse desde entonces en un periodista reputado de y por la clase alta romana, partícipe de sus fiestas, sus devaneos “intelectuales” y su vacío existencial jamás asumido. A los 65 años nuestro protagonista empieza a vislumbrar que algo no anda bien ni en su vida ni en la de sus amigos ni en la de su grupo social que maneja los hilos de la cultura, los medios y las instituciones (el poder simbólico y el fáctico). Con la posmodernidad (a estas alturas históricas) a nuestras espaldas, en nuestro presente y poseedora del futuro, es innegable que la vacuidad se ha vuelto moneda corriente en nuestras vidas, que la (falsa) democratización de las voces y la venerada multiplicación de las verdades nos han legado la estúpida creencia de que todos podemos hablar de todo como profundos conocedores (sin ser más que repetidores y sostenedores del lugar más común) y que a pesar de la proliferación de formas y medios de relacionarse estamos menos comunicados que nunca y más solos que el uno. El director pretende hacer un retrato de estos tiempos y ubica a Italia (y en particular a Roma) en el centro de la escena (cual epítome global). Una Italia que siempre se ha visto como un decorado a cielo abierto por sus monumentos que afloran en cada esquina de sus calles, un país donde los mass-medias se impusieron como verdad revelada y se apropiaron del poder (Berlusconi y su RAI, sus azafatas de programas berretas, sus orgías con menores de edad, sus negociados. Hechos de los que siempre sale inmune). Sorrentino pone su ojo-cámara frente a esos personajes de una clase alta decadente y ridícula, falsa y patética, negadora y cínica, para hablar de un hoy que parece infectarnos mundialmente. ¿Y cómo no estar de acuerdo con esa cosmovisión? El problema radica en la elección de los procedimientos y herramientas utilizados. El director no puede despegarse de la explicitación ni del trazo grueso más obsceno para pintar ese universo. Se propone ejercer una sátira social profunda (y apenas llega a la moralina) y sólo atina a presentar un espejo para retratar un presente que cualquier espectador observa con sólo encender la televisión o escuchar la radio. En un mundo posmoderno donde la sutileza está vedada, Sorrentino echa mano a los subrayados (y no una o dos veces, sino todas las que los 142 minutos de duración de la película le permiten) y repite y repite la mismidad de lo mismo con una dedicación digna de mejores objetivos. Snob, pretenciosa, fatua, artificial y artificiosa, fingida y falsa, la misma puesta se expresa en su forma igual que el contenido que pretende señalar como reprochable. Jep no es un observador que ha reflexionado sobre lo equívoco de sus elecciones, sino apenas una marioneta para provocar en el espectador sentimientos de humanidad que son puro artificio. Sólo se cuestiona a sí mismo desde la falsa modestia y la autoindulgencia, o en su defecto desde la necesidad de un guión maniqueo y simplista que escupe parlamentos con la profundidad de un Osho, un Coelho o un póster Pagsa de esos que en los ‘80 inundaban los respaldos de los asientos de los colectiveros en Buenos Aires. Y si creemos que la coherencia entre discurso y acción nos da permiso para señalar con el dedo a nuestros contemporáneos desde el pedestal de la sabiduría hemos caído en la trampa. El sabio no tiene certezas, sólo dudas. Si el flâneur -que poetizó Baudelaire y teorizó la lectura benjaminiana-, surge como personaje de una modernidad que da cuenta de los cambios en las ciudades y en las relaciones interpersonales (la multitud nos enfrenta, ante la mayor posibilidad del encuentro, con la soledad más desolada), Jep es un posmoderno cabal que sólo encuentra a la ciudad vacía y en la ciudad, vacío. Esas metáforas, esas analogías, son la única forma que halla Sorrentino para describir lo que ve. Tautologías. Pleonasmos. Perogrulladas. Si quiero mostrar vacío, filmo la ciudad desnuda; si busco contar el cotilleo social, construyo escenas llenas de ruido y cháchara superficial; si quiero hablar del consumo, armo un atiborrado, exuberante y exagerado escenario; si presento un arte sin sustento, expongo performances cool y acto seguido muestro a nuestro protagonista (y guía en este descenso a los infiernos que de dantesco sólo comparte su nacionalidad -y casi ni eso, si uno se plantea que históricamente Italia aún no se había constituido como nación en tiempos de “La Divina Comedia”- ) visitando principessas y admirando cuadros renacentistas bañados en luz y música clásica. Ese es el método siempre. Un recurso insoportable y que revela la búsqueda intencional de una rápida, segura y fácil identificación espectatorial. Nadie trazó una comparación con Greenaway (¿acaso ya no se recuerda el estilo de este director inglés que en sus comienzos la crítica ensalzó?) y de Fellini sólo podemos encontrar la estereotipación de los lugares comunes: la ciudad, las mujeres y el sexo, la añoranza por los buenos tiempos idos, la fauna de los diferentes. Pero no creo equivocarme si digo que jamás Federico desdeñó a sus personajes, los maltrató o se burló de ellos, con una misantropía tan poco fundada. Aquí se expone a una sociedad, a las personas que la conforman, mientras se disfruta sin culpa y sin vergüenza porque los Otros son siempre menos que uno. Masas sin pensamiento ni reflexión y manipuladas por quién sabe quién y dónde uno queda excluido por una supuesta epifanía que permite la observancia externa. Una posición de falsa conciencia. Que por si fuera poco recurre a la religión como teleología. Y no tiene ningún prurito en deshacerse de los únicos personajes, -Andrea y Ramona-, que dejan en evidencia y exhiben la verdadera naturaleza del protagonista. Siempre nos hemos quejado de las producciones hollywoodenses que se construyen para un público (pensado como) infantil que necesita que todo sea dicho, que no deja ambigüedades expuestas, que cierra todo sin dejar resquicios abiertos por donde pueda aparecer la vida y con ella los imprevistos, los dolores, los misterios. La grande bellezza nos endulza los oídos, reafirma nuestras certezas, nos da un alimento previamente masticado y predigerido para el que sólo nos queda sentarnos a saborear porque el gusto es de nuestro agrado -pero el gusto desdeña la reflexión-, se esfuerza por dejarnos boquiabiertos ante la maravillosa puesta en escena y nos dice que la belleza es un balcón con una monja naroskyana y una bandada de flamencos. Demasiado poco para tanta admiración. Por Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar
Esta es una de esas historias que quedarán en la memoria del espectador. Todo gira en torno a Jep Gambardella (Toni Servillo) quien vive frente al coliseo (desde su propiedad lo ve), es un periodista reconocido, seductor innato, un gran profesional por eso es sumamente respetado por todos, ofrece una gran fiesta por sus 65 años, aparece en escena una gran torta con una mujer dentro de ella, se crea una situación similar tan recordada para muchos cuando la bella y sensual, Marilyn Monroe le cantó al Presidente estadounidense John F. Kennedy, "Happy Birthday Mr. President". Y a lo largo de la historia en algún punto se realiza alguna referencia a otros personajes que el espectador descubrirá, como por ejemplo al ex Presidente Silvio Berlusconi (bailes provocativos en los cuales se escucha “Pa Panamericano”); hasta el ex-banquero y empresario argentino Moneta. Este evento lo festeja en la terraza de su casa junto a sus familiares, amigos y allegados, de este modo el director y guionista Sorrentino nos introduce en una verdadera fauna humana, con música estridente, temas remixados, con gente que baila todas las noches (a lo largo de las distintas secuencias sabremos que no son felices), y hasta con la inclusión de mariachis. Se cometen todo tipo de excesos que son representados a través de la fotografía, la música, los personajes, la bebida alcohólica, las drogas, la iluminación y colores fuertes, entre otros datos. Tiene una fuerte mirada crítica que se comprueba recorriendo las calles de Roma, aquellas que los tiempos no cambiaron porque algunas cosas siguen siendo iguales o peores, y esto es mundial, existe: la falsedad, la hipocresía, la diversión, la locura, la maldad, los excesos, entre otros. Varias escenas para destacar recorriendo las calles de Roma (lugar donde se desarrolla todo el film), observamos los distintos rostros de las personas que la recorren; incluyendo momentos de emoción y nostalgia cuando nos chocamos con el gran homenaje a Federico Fellini con: la “Dolce Vita”, con varias escenas bellísimas, Jep caminado por la noche se encuentra con la célebre actriz francesa Fanny Ardant, (quién realizó un cameo en el filme) luego se va esfumando dejando esa añoranza del pasado; “8½” cuyo protagonista es Guido Anselmi similar a Jep que está sufriendo una gran crisis, y hay otras escenas de la fiesta similares entre ambas películas; y prácticamente todo el metraje está lleno de simbolismos; homenajeando además a : Visconti, Rossellini, entre otros; también se reseña a los directores: Wong Kar-wai y Peter Greenaway. Estamos frente a una Roma onírica, bien filosófica, mostrando su arte contemporáneo, pintoresca, llena de representaciones, con edificios imponentes, moda, bailes, comidas, mentiras, secretos, sexo, los pechos al desnudo de Elisa (su antiguo amor de juventud), una crítica a la religión, con un sólido guión, fotografía y música muy buena que se adapta a cada escena, una correcta utilización del flashforward (imágenes de un tiempo futuro) y el flashbacks (imágenes del pasado). Con buenas actuaciones, una vez más Sorrentino trabaja con su actor fetiche(un Toni Servillo excelente), contiene mucho ritmo y su filmación es brillante. Esta cinta viene cosechando varios premios y es muy posible que el domingo 2 de marzo se lleve el Premio Oscar a la Mejor película extranjera.
Negación de la realidad, miedo al cambio y futuro incierto en un subtexto punzante Tomás de Aquino define lo bello como aquello que agrada a la vista (quae visa placet), por lo tanto esa percepción de armonía y equilibrio en la naturaleza y en las obras de arte la percibe sólo el ojo del observador. Y así, ante nuestros ojos (subjetiva de la cámara), en la película “La grande bellezza” van deslizándose fragmentos de Roma: una cuidad cargada de historia en un contrapunto de clasicismo, antigüedad, renacimiento y decadencia. Walter Benjamin sostenía: “Hasta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia siempre irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra. La liberación del objeto de su envoltorio, la destrucción del aura, es distintivo de una percepción cuya sensibilidad para lo homogéneo en el mundo ha crecido tanto actualmente que, a través de la reproducción, sobrepasa también lo irrepetible. Pero, ¿qué es el aura? El entretejerse siempre extraño del espacio y el tiempo; la aparición irrepetible de una lejanía, por más cerca que ésta pueda hallarse”. Este concepto de Benjamin bien puede aplicarse a “La grande bellezza” de Paolo Sorrentino (un napolitano que ama Roma). El filme es la fábula de un hombre, una ciudad, un país. Sorrentino, cuya última película fue "This must be the place" (2011), una historia en idioma inglés sobre un músico goth (Sean Penn), Cheyenne, con semejanzas a Robert Smith en “The cure” (1995) cuyo personaje tras la muerte de su padre, un sobreviviente del Holocausto, sale del auto exilio para convertirse en un cazador de nazis. Después de un comienzo casi muerto, el filme va creciendo durante un viaje por carretera, regocijándose en la belleza áspera de los paisajes. “La grande bellezza” posee el mismo comienzo muerto, que luego crece en ese vagar noctámbulo por las calles de Roma. Ambientada en la ciudad eterna, en la ciudad amada de los turistas, el realizador Paolo Sorrentino sigue los pasos de Jep Gambardella, un sibarita con alma insondable y un cierto cínico barniz de ingenio, interpretado por Toni Servillo, que celebra sus 65 años en compañía de amigos y recuerdos. Cuatro décadas antes y muchas copas de Campari, su única novela“El aparato humano”, había sido aclamada como una obra maestra. Sorrentino no sólo ha regresado a Italia sino que se ha detenido en el pasado para señalar que pesa tanto como en el presente y el futuro, y fija el ojo de la cámara en una terraza que da al Coliseum. La fiesta también señala la culminación de una magnifica carrera de periodista que lo a hecho rico y le ha permitido comprar ese departamento cuya terraza da al Coliseo, pero que en realidad es casi parte del Coliseo, eso le da una característica única y distintiva de todas las la terrazas de Roma. La terraza, como el título de la excelente película de Ettore Scola de 1980, es la de Jep Gambardella que parece mostrar el gran contraste entre una parte de Roma que ha modificado sus hábitos, características, idioma, “estilo de vida”, con la otra que es estática y perenne, como sus estatuas de frío mármol. Sorrentino, con esta terraza, retoma la idea del cine reflexivo de los ‘60 sobre la sociedad y la propia identidad. La terraza de Scola albergaba la izquierda intelectual acurrucada al calor del Partido Comunista. Eran los hedonistas ochenta destinados a barrer las viejas y polvorientas hegemonías culturales. La terraza de Sorrentino es infinitamente más glamorosa, y en ella el director instaló una fauna de personajes decadentes, que sirven de telón de fondo a una ciudad que mantiene su estandarte de pan y circo, como: la escritora Stefania (Galatea Ranzi) frívola y desacreditada como amante de los poderosos, el pelele de provincia Romano (Carlo Verdone), brillante caricatura del actor napolitano Stefano Satta Flores, que aspira llegar a actuar en el gran teatro, un presuntuoso de bajo nivel, maníaco sexual, acompañado por su angustiada mujer Trumeau (Iaia Forte), una bailarina de steptease que comienza su carrera, Romana (Sabrina Ferilli), y otra serie de personajes variopinto. Jep, vistiendo absurdos sacos de colores, cuya casa reviste de libros que ya no ama, repitiendo las mismas frases de Flaubert, es el rey de las fiestas, es el habitante de las nuevas terrazas, perdido en la noche romana tras fantasmas de un pasado que ya no existe. La terraza de Scola desciende, del renacimiento y barroco de Roma, en una maraña desordenada de cúpulas y tejados, ofreciendo una visión más naïve de la cuidad. La de Sorrentino ancla en el vacío, donde la historia de la humanidad está en el fondo, imperturbable y a una distancia inconmensurable. La terraza de Jep es la nueva Roma, superficial, polifacética, sin centro de gravedad, sin pasión, materializada e individualista. La de Scola fue la última trinchera del mundo intelectual que tenía sus raíces en el siglo XIX, lleno de pasiones y tragedias. Dos terrazas, una en 1980 y la otra en 2013, muy distantes pero como emblemas de dos imágenes de Roma, que pertenecen a dos etapas de una misma historia de monumentos en común, pero con valores diferentes. “La grande bellezza” posee de cambios de giro estructurados como una serie de episodios vagamente conectados, la historia peripatética de Jep y al frustrado amor de su juventud. El marido de su primer amor le comunica que ésta ha muerto y juntos lloran. La muerte de la amante, simbólicamente unido a 1968 y la promesa revolucionaria, se agita sobre la vida de Jep. Mientras éste vaga por Roma y medita sobre ella, su voz en off suena a confesión. “La grande bellezza” es el insoportable avance de la vejez, el individuo resistiendo ante la decadencia refugiándose en temas de Rafaella Carrá e inyecciones de botox, compartiendo decadentes banquetes, cínicas veladas y falsas lágrimas en los entierros. Es una hipérbole mordaz de una Roma que niega su agonía buscando en la gloria del pasado el anticuerpo al fugaz presente. Sorrentino abre su cámara a la Roma del Castel Sant´Angelo (también conocido como el Mausoleo de Adriano), Villa Borghesse, Panteón de Agripa, Piazza Navona, Fontana de Trevi, pero también a la Roma del botox, las cirugías y políticos corruptos. Dos Romas, dos mundos entrecruzados en la figura de Jep Gambardella. Sorrentino propone una biografía fragmentada (como en Il Divo), un collage de impresiones y recuerdos internándose en lo caprichoso e irregular de éstos, escapando de ese modo del relato lineal. “La grande bellezza” sugiere casi automáticamente una comparación con el cine de Fellini “I´vitelloni“ (1953), “Roma” (1970) , “Otto e mezzo” (1953) , “La dolcev Vita” (1960), “Amacord” (1973), pero en realidad es un homenaje a ese mundo onírico que planteaba Fellini. Algunas escenas, como el inquietante encuentro del protagonista con Fanny Ardant, es semejante a las apariciones de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi, las monjas que corren presurosas o el sacerdote en el columpio con su sotana flameando sobre un infierno de desolación remiten a “Satyricon” (1969), y la melancolía festiva que se esconde detrás del brillo de una vida desenfrenada recuerdan a “Casanova” ( 1976). Negación de la realidad, miedo al cambio y un futuro incierto es el subtexto de “La grande bellezza”, el filme con el que Sorrentino, al igual que Benjamin, nos dice que “la gente es el velo a través del cual la ciudad conocida nos hace señas, con el vagabundeo como fantasmagoría, ahora en un paisaje, ahora en un cuarto”, ahora en una terraza.
En estas eras de eclipse de los cines fuera de Hollywood (culpa de una pésima política cinematográfica, de la desidia de los exhibidores, etcétera) que se estrene este film es un acontecimiento. Un diletante, un escritor que tuvo su momento de gloria y hoy vive de escribir columnas, recorre la noche romana tras su 65 cumpleaños. Y sus encuentros esa noche, si bien pueden parecer una coartada para la nostalgia, son otra cosa: un revivir proustiano, alegre incluso, de lo que guardamos para nosotros. Hay una pequeña gran verdad en este film, o dos: la primera, que nuestra vida se inscribe en el tiempo pero nosotros mismos somos el tiempo, y allí está todo. La segunda, que la diletancia no es precisamente una mala palabra. Amoral en el sentido más sano del término, el viaje que propone La grande bellezza debe verse en la sala grande del cine. Un paseo que hace honor, pues, a su nombre.
Los auténticos decadentes Jep Gambardella supo escribir una novela extraordinaria hace ya demasiado tiempo, y hoy solo es una sombra cínica y elegante de lo que pudo llegar a ser. Su condena es vivir con plena consciencia de ello. No le queda ni el consuelo de la hipocresía. Va por la noche romana y se pierde en un interminable desfile de grandes fiestas y bellas ruinas. La vorágine de la mundanidad. Tanto él como esa ciudad abierta viven a expensas de esplendores remotos. Dolce far niente que se consume de a poco en una parálisis confortable. La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, se pasea con gracia por una cáscara vacía que permite adivinar todo lo que contuvo. Tanta falsedad esconde alguna verdad olvidada escrita en algún rincón del tiempo. La evocación a glorias del pasado alcanza al propio cine italiano, en particular a Fellini. Hay algo de Marcelo Rubini, aquel personaje que Mastroianni compuso para La Dolce Vita, en ese andar desencantado de Jep (que encuentra el rostro exacto en la interpretación de Toni Servillo). Pero los ecos del mejor cine no se agotan allí y hasta Bellocchio podría verse reflejado en el desequilibrio del hijo de una amiga de Jep, o Visconti en el certero retrato de un sistema que declina. No se trata de homenajes directos sino de un espíritu que sobrevuela en la precisión de cada plano. Jep sabe perfectamente que hace mucho que no está a la altura de sí mismo. Sorrentino, por el contrario, apuesta fuerte como en trabajos anteriores, pero esta vez logra el equilibrio en una historia que se sostiene a pesar de sus ambiciones desmedidas. Con una cámara en estado de gracia y módicos enigmas consigue ir en busca del tiempo perdido y lograr que brille por su ausencia.
Ironía, desencanto y deseo de trascendencia Roma, la ciudad que algunos imaginaron eterna, sobrevive al paso del tiempo, apoyada en las glorias de su pasado imperial y su sueño de reinar por sobre todo el mundo occidental y aún más allá. Capital universal de la cultura y de la civilización. Paolo Sorrentino, nacido en Nápoles y distinguido como ciudadano honorario en Roma, le realiza un exuberante homenaje a esta ciudad mítica, inspiradora de otras grandes obras a lo largo del tiempo y atractivo ineludible para los turistas y viajeros de todo el mundo. “La gran belleza” tiene como personaje protagónico al sexagenario Jep Gambardella, escritor de una única novela (“El aparato humano”), que fuera éxito cuarenta años atrás, y periodista de profesión que se dedica a entrevistar a artistas y personajes del quehacer cultural, interés que va desde las artes hasta la filosofía y también incluye la religión. Trabaja para una revista de alto nivel y vive en un departamento lujoso en pleno centro de la ciudad, donde realiza fiestas frecuentemente. Allí se reúne un grupo de habitués compuesto por dilettantes, empresarios, artistas. Bailan, se drogan, mantienen conversaciones pretendidamente intelectuales en las que abundan citas y menciones a las grandes figuras del arte y el pensamiento europeos, particularmente de los siglos XIX y XX. El clima es de frenesí, sensualidad y una sensación de vacío que ni las conductas más extravagantes logran exorcizar. Gambardella asume una postura entre cínica y crítica a la vez, aunque no demuestra sufrimiento, parece anclado más bien en el aburrimiento, la falta de deseo y la nostalgia. Su primer amor, aquella muchacha que despertó sus emociones en un verano hoy lejano, solamente ella ha sido merecedora de sus sentimientos más puros y desde su pérdida, Jep se ha dedicado a buscar lo que él llama la gran belleza, en un intento de recuperar esa ilusión. Obviamente, no podrá lograrlo, porque como buen nostálgico que se refugia en el pasado mítico, jamás podría traicionarlo en otra persona o en otro objeto de amor. Sorrentino se inspira deliberadamente en “La dolce vita” y otras películas de Federico Fellini, en los planos secuencia, los travellings, las locaciones, los personajes, los diálogos, los climas, la alternancia entre los detalles más prosaicos y los más líricos, entrelazados en un relato que pretende tocar todas la cuerdas de la sensibilidad. Pasado, presente y futuro, sueño y realidad, todo va tejiendo una trama plagada de símbolos y señales. Ironía y desencanto, corrupción, promiscuidad, decadencia y a la vez, deseo irrenunciable de trascendencia. También se pueden advertir influencias de otros grandes directores italianos como Visconti, Antonioni y Rossellini. “La gran belleza” es una película de enorme impacto visual, con una estructura narrativa un tanto manierista, que puede saltar de una situación a otra sin solución de continuidad, así como alternar flash back o imágenes oníricas, coquetear con el pasado clasicista y también con una mirada surrealista y bizarra que puede engarzar en un mismo diseño las manifestaciones populares y las glorias del genio humano, en una convivencia un poco recargada. Todo el film reposa sobre los hombros de Toni Servillo, el actor que interpreta al personaje protagónico, quien lleva a cabo un trabajo muy laborioso, convincente, lleno de matices, contradictorio, a veces sincero, a veces embaucador, sin caer en exageraciones ni extremismos. Actúa rodeado de un coro de personajes secundarios que no le van en zaga en calidad interpretativa. En resumen, toda la obra manifiesta una concepción y composición en la que ningún detalle está librado al azar y en la que se advierte el buen pulso del director.
Paolo Sorrentino (más italiano que la pizza) es el responsable de la película que probablemente será galardonada con el Oscar a la mejor producción extranjera de este año 2014. La historia contrasta la riqueza visual esplendorosa que hace alardes de una de las ciudades europeas más hermosas del continente con travellings sutiles y movimientos de cámaras medidos, con una podredumbre espiritual de los personajes que la componen. En una oportunidad el protagonista Jep le pregunta a una mujer a qué se dedica y ésta le contesta "soy rica". Y esos son los personajes que deambulan por La gran Belleza: esnobs, burgueses pedantes y petulantes posmodernos que se la pasan de fiesta en fiesta. Sería injusto criticar que el director se florea al retratar a estos sujetos desagradables dotándolos de una buena imagen o tratándolos con simpatía, pero a la vez sus andares y sus diálogos huecos y pretensiosos son tan irritantes que es difícil no juzgarlos. Y es que ese es el punto de la película, la vacuidad de esta gente que hace recordar por ejemplo a los personajes que presenta Sofía Coppola en sus propios films (véase Somewhere o Adoro la fama). Se trata de una historia acerca del tedio, y difícilmente pueda evitarse aburrir tratando el aburrimiento mismo. Probablemente sea intencional el hecho de que en la mayoría de las escenas estos personajes merodean por los barrios más pintorescos de Roma pero no por las calles, sino por terrazas, balcones e interiores en casas y departamentos. Y esto en parte demuestra cuán anclada en la realidad está la problemática del protagonista y de quienes lo rodean. La Gran Belleza dejará su impronta no por los diálogos que sostienen los personajes, ni tampoco por la historia en sí misma, sino por la excelente y cálida fotografía y atmósfera en la cual se desenvuelve la fauna protagonista. Si de verdad este film se hiciera con el Oscar a mejor película extranjera (algo que marca tendencia con los premios obtenidos hasta aquí), no debería ser ajeno ese sabor agridulce al ver que La Academia la preponderó por sobre la magnífica La Cacería de Thomas Vinterberg, por ejemplo. Y lo curioso, leyendo criticas y apreciaciones de la película a nivel internacional, es que el enrevesado lenguaje con el que el director se maneja puede tanto repeler como atraer con la misma intensidad.
DESPUÉS DE LA FIESTA El director de “Il Divo” y “This Must Be The Place” confirma su consagración con “La Grande Bellezza”, una película ineludible que ya tiene su lugar entre las mejores del año y, por qué no decirlo, de la década. Roma o muerte. Eso se lee en uno de los monumentos por los que se pasea la vertiginosa cámara de Paolo Sorrentino. Y cuando observamos que solo hay turistas recorriendo las calles, grito mediante, pasamos de las estatuas y los monolitos a una gran fiesta en la misma Roma, la Roma de los monumentos, la que fue y ya no es. El rey del festejo (el “rey de los mundanos”, según sus propias palabras) es el escritor devenido periodista Jep Gambardella. Su única novela, su one hit wonder escrito hace cuarenta años, le bastó para quedar en la historia de la literatura italiana moderna. Pero eso es tiempo pasado y Jep (la actuación de Toni Servillo, al que ya vimos en “Il Divo” y “Gomorra”, es para aplaudir de pie) se encuentra hoy festejando los 65. Hace rato que forma parte de la clase alta romana y ha alcanzado lo que todo hombre promedio anhela: fama, dinero, la dolce vita. Entonces, como la meta se ha superado y el futuro augura más de lo mismo, solo queda recordar el tiempo compartido con sus amigos, seres encantadores y desesperados que bailan, más por costumbre que por deseo, al ritmo del Far l’amore de Bob Sinclair y Raffaella Carrà o al compás de Mueve la colita by El Gato DJ. A años luz de esa farsa calculada que fue “A Roma con amor” de Woody Allen, la película de Sorrentino se alza como el retrato perfecto de la posmodernidad, pero hay en ella una suerte de rescate, una transformación del hastío individual y colectivo en vitalidad, como el fresco que ya en la segunda mitad del film realiza la niña pintora, que transmuta resignación y sometimiento en cautivante belleza. Cada uno de los personajes representa un color de ese fresco: Orietta, de profesión rica, que se saca fotos a sí misma para conocerse mejor; el cardenal Bellucci, reconocido exorcista con gusto por la cocina; Stefano, que posee las llaves de los lugares más hermosos de Roma; o la exuberante Ramona, una stripper cuarentona que se niega a abandonar su profesión; o por qué no Lorena, estrella mediática ahora en declive; y también Sor María, la misionera africana de 103 años que ha encontrado el camino para convertirse en santa. El sexto largo de Sorrentino es el registro de una caída o, mejor dicho, de un hundimiento. Es por eso que en uno de los pasajes de la película Gambardella contempla el crucero Costa Concordia, ese gigante encallado que el 13 de enero de 2012 avergonzó a todo un país. La nave está herida, sí, y sin capitán, pero todavía hay nave y la posibilidad de su rescate. “La Grande Belleza” es el gran cine. Es un gesto de resistencia, una apuesta a resignificar esa historia que no sabemos si perdimos o nos fue robada. Es un manifiesto en el que se lee que a nuestra generación solo le queda abrazar el vacío y hacer de él una causa.
Pánico y locura en la Ciudad Eterna En el ocaso de su vida, un periodista apático llamado Jep Gambardela deambula por su hábitat, un universo de personajes extravagantes, jolgorio y descontrol constante. Se trata de un submundo nocturno que ha escrutado hasta el hartazgo y que conoce al detalle. Pero si bien a Jep no cabría faltarle nada, parece aferrado a sucesos pasados, a un estallido pretérito de belleza que le impide disfrutar de su presente. En las desquiciantes y desbocadas fiestas la euforia no logra aplacar una amargura interior profunda, y el corrosivo protagonista aprovechará su odisea hacia el fin de la noche romana para arrojar a diestra y siniestra sus ácidos sarcásticos. La ciudad, ostentosa en su ordinario barroquismo, oscila entre la decadencia de un esplendor perdido hace ya mucho tiempo (monumentos históricos, puentes y mausoleos evocan grandezas ancestrales) y el posmodernismo más impresentable (artistas pseudovanguardistas se arrojan a performances tan patéticas como el público que festeja sus barrabasadas). El sentimiento imperante es la nostalgia, adobada con cócteles, barbitúricos, recurrentes resacas. La fiesta presentada al comienzo, adictiva, alucinante e inmersiva, arranca con un remix electrónico: "a far l'amore comincia tu" exige desde los altavoces Rafaella Carrá; cuando la música parece terminar, no tarda en reiniciarse: "a far l'amore..." en un loop eterno, frenético; sin principio ni final, como la película misma. Si bien es un recorrido que homenajea a Fellini, lo que sorprende es que no quede opacado en la comparación. Quizá el mayor mérito sea ese: lograr una obra inmensamente ambiciosa con absoluta dignidad, sin trastabillar, sin morir en la orilla. Lo único cuestionable parecerían ser ciertos tramos de delirio místico, en los cuales al director Paolo Sorrentino se guarda sus apuntes críticos, venerando sorpresivamente a ciertas expresiones del cristianismo. La insatisfacción no es una sensación exclusiva del protagonista, sino que atraviesa a todos los personajes del cuadro, arrastrándolos en una vertiginosa vorágine catártica que conduce a ninguna parte, o a la mismísima muerte. Esta brillante, poderosa y corrosiva película propone un caleidoscopio de emociones, una crítica implacable a los tiempos que corren, una tórrida aproximación a ciertos círculos de profunda desorientación y vacuidad elitista, con apuntes políticos, sociales y religiosos. La belleza se impone de a ratos, impredecible.
Publicada en la edición digital #259 de la revista.
La grande belleza 1. Win Wenders lo dice en “El acto de ver” refiriéndose a las películas que “tienen un alma, en las que se nota un centro, las que irradian una identidad. Todas estas películas, sin excepción, han sido ‘soñadas’, estoy seguro de ello…” Una de esas películas que parece haber sido articulada sobre los torrenciales desvaríos de un sueño es La Grande Belleza, de Paolo Sorrentino. Desde qué dimensión ha sido soñada esta película es algo que solamente es capaz de revelar su director. Nosotros podemos intentar respondernos cuál es -a título personal- el poderoso centro magnético de irradiación de esta obra maestra que nos ha quitado el sueño. El primer paso es analizar los puntos de contacto entre el filme de Sorrentino y La dolce vita de Fellini, filme con el que establece una especie de correlatividad, un eco en el sentido de Mijail Bajtín cuando analiza las distintas “perspectivas, cosmovisiones, escuelas” que atraviesan todo objeto del discurso. Esto no es tan difícil, el tono general de La Grande Belleza remite a ese gran fresco romano filmado por Fellini en 1960 con todos sus íconos fácilmente reconocibles: las bacanales fatuas de la aristocracia, el desenfreno, la idiotez, el sinsentido de la vida absurda, el culto a las apariencias, las mujeres voluptuosas, el cinismo, la frivolidad, el excéntrico perorar en el vacío que busca tapar la insatisfacción a cualquier precio. Las consecuencias de tanta barahúnda sin medida es la soledad, el desasosiego, la incomunicación, el desprecio por el menor gesto de afecto y esta tendencia a correr, a saltar de una relación a otra, a someterse a una dinámica absurda para saciar una pavorosa miseria espiritual que pide a gritos escucharse para ser comprendida y aceptada y amada. El fondo arquitectónico de tanta orgía desesperada es Roma (la ciudad museo). Roma con sus vestigios imperiales, su ornamentación renacentista, su victorioso pasado clásico. Esa gran belleza convive con la horrible arquitectura funcional de la ciudad actual donde todo es fugaz, pasajero, descartable. Pero acaso la mayor ligazón entre ambos filmes esté dada por la psicología del personaje. Gep Gambardella, el periodista de La Grande Belleza, representa los años maduros del reportero interpretado por Mastroianni en la película de Fellini. Describirlos es mencionar el rasgo más pavoroso que tienen en común: ambos han desperdiciado la vida corriendo inútilmente con el agravante -en el caso de Gambardella- de que ya no está en edad de remediar lo que ha dejado pasar. La vida de Gep Gambardella se reduce a una novela que escribió en su juventud, el resto -parafraseando a Faulkner- es el sonido furioso de una pregunta que lo atormenta a cada paso: ¿por qué no ha vuelto a escribir? Probablemente en Gambardella y en sus amigos tan patéticos y grises podamos reconocer alguna pincelada de Ettore Scola. Probablemente haya algo del Gassman de esas películas en el desprejuiciado fragor de Gambardella que – como acontece a todos los personajes grotescos- está provisto de una doble máscara que combina los dos géneros clásicos: la tragedia y la comedia y por eso esta película se resiste a ser clasificada en un solo género. 2. La Grande Belleza es una aventura metafísica que hace del espacio (Roma) un cautiverio hermoso y colosal y del tiempo una aporía silenciosa que va minando la existencia. El espacio de Gambardella es Roma. Gep no sale de Roma porque abandonar esa ciudad llena de fragor y de furia pondría en peligro su irrefrenable necesidad de taponar el vacío existencial que lo domina abusando de todas las distracciones que ofrecen las grandes capitales. Sin embargo, La Grande Belleza cuenta algo más que la rutina circular de un camaleón en la comparsa. Toni Servillo definió en una entrevista a su personaje -Gep Gambardella- como un “cínico sentimental”. Esa definición es de una exactitud tan notable como su interpretación. Si nos remitimos a la escuela cínica de la Grecia antigua y recordamos que recibe su nombre del vocablo “perro” es fácilmente comprensible la rabiosa antipatía que por momentos despierta Gambardella en las reuniones sociales a las que concurre sin ánimo de escandalizar, hay que admitirlo. El cínico era el hombre que ejercía con descarnada autoridad el desapego, la indiferencia, la incuria. Como bien observa José Ferrater Mora en su “Diccionario de Filosofía”: “…más que una filosofía el cinismo es una forma de vida, surgida en un momento de crisis…”. El rechazo por las convenciones sociales era el centro medular de la escuela de Antístenes y, llevado al extremo, da como resultado la despiadada sinceridad de Gambardella, su tendencia a ejercer sin dobleces una franqueza con vocación de boomerang que deja traslucir el fondo gris de su resentimiento. Gambardella llega tarde a una conclusión que pudo haberle ahorrado, tal vez, el sacrificio de una existencia inútil: “El descubrimiento más consistente que he hecho tras cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo haciendo cosas que no quiero hacer…”. Esa frase define la crisis que ya advirtiéramos en medio de la deslumbrante fiesta de apertura del filme cuando el escritor abandona la fila, deja de menearse como un pavo y la cámara se acerca a él en un travelling combinado con un rallenti memorable que culmina en un primer plano. A partir de ese momento comprendemos que estamos asistiendo al derrumbe existencial de un hombre carcomido por la fatuidad. El escritor devenido en periodista de La Grande Belleza consumió su vida enredado en lo que Gelman llamaba “la ajenidad del mundo”. Pensar en un acto de negligencia o en un abandono sería absurdo. Fue una decisión absolutamente consciente y deliberada. Dicho textualmente por el personaje quería convertirse “en el rey de los mundanos”. Gambardella optó por las garantías de una existencia mediocre, cobarde, caprichosamente banal, desprovista de un proyecto capaz de justificar su vida. 3.Juan Gelman se pregunta en un poema “dónde van a parar los desperdicios del amor”. Gambardella podría responder a ese interrogante contando, acaso, el episodio más traumático de su vida: la única mujer que amó se llamaba Elisa y lo abandonó para casarse con otro. Alfredo, ese “otro” se presenta un buen día ante Gep para anunciarle que Elisa ha muerto y le confiesa algo más doloroso aún: “Estuvimos casados 35 años. Pero Elisa siempre te quiso a ti”. Tras la confesión los ojos de Gep se posan en una foto de Elisa registrada en la época de su noviazgo, cuando era una adolescente rubia tomando sol en unas rocas. Alfredo, tras la muerte de su esposa, tuvo acceso al diario íntimo donde ella apuntaba numerosas referencias sobre Gep destinándole a su esposo tan solo una frase “es un buen compañero”. Gambardella recuerda el esplendor de Elisa de cara al mar y entonces nos da por pensar que cumple una función similar a la del querubín que le habla a Marcello al final de “La dolce vita” en un lenguaje indescifrable. Esa mujer se ha llevado un secreto a la tumba y con él la ilusión amorosa de Gep que se ha preguntado en silencio durante 35 años lo que finalmente se anima compartir con Alfredo: “¿Por qué me dejó Elisa?” No hay respuesta. Solamente la escena traumática que regresa una y otra vez con la fragancia de una noche de luna, frente al mar y el beso y las miradas de ambos abriéndose a una ilusión de corto aliento. ¿Cómo hubieran sido sus vidas de haberse animado Elisa a iniciar un verdadero romance con Gep? Ya es tarde para imaginarlo. Elisa ha muerto y Gep ha malgastado su vida con mujeres de ocasión tratando de olvidarla. El tiempo en La Grande Belleza nos recuerda al enfoque de San Agustín: El pasado es la memoria del amor perdido (Elisa); el presente es la atención difusa repartida entre todas las cosas que permiten maquillar, disfrazar, anestesiar nuestra cobardía que nos entrega al conformismo y a la autocompasión antes que al coraje para enfrentar las adversidades con persistencia épica; y el futuro: la espera de esa “gran belleza” salvadora que promete ponerle fin al mutismo de cuarenta años de amargura. Esa “gran belleza” como el abandono de Elisa asume la forma de un trauma capaz de ahogar la fuerza de todos los impulsos. Sorrentino describe un mundo minado de apariencias que hacen de nuestra vida un pasaje inútil, un puro descarte, lo que en boca de Shakespeare sería “un cuento narrado por un idiota lleno de sonido y de furia y que no significa nada”.