La víctima piadosa. Si existe un término que no abunda en la crítica argentina de films vernáculos es “remake”, en primera instancia porque la vertiente industrial local gusta de despegarse del Hollywood contemporáneo (aquí también hay una merma importante de novedades pero la situación deriva en copias de faenas de antaño que no explicitan su linaje) y luego debido a que -sinceramente- no tenemos muchos productos que gocen de una popularidad perdurable que permita ese tratamiento (el mercado de nuestro país es demasiado pequeño como para enfrascarse en los dilemas del copyright y el hipotético reposicionamiento publicitario del opus en cuestión, intentando revertir los prejuicios que suelen despertar estos proyectos). Para aquellos que todavía no lo sepan, vale aclarar que estamos ante una nueva versión de un convite de 1960 de Daniel Tinayre, ahora con Dolores Fonzi en el papel que en su momento recayó sobre Mirtha Legrand. Como era de esperar, el aggiornamiento está a la orden del día: Paulina (Fonzi) es una abogada que deja Buenos Aires para enseñar derecho en un barrio humilde de Posadas, donde es interceptada y violada por un grupo de estudiantes comandados por un lumpen de un aserradero. Lo que en la original era una motivación mejor desarrollada, mezcla de azar e idiosincrasia criminal, hoy se transforma en una suerte de estudio discreto en torno a la oposición entre el interior y el sentir porteño. En La Patota (2015), el talentoso Santiago Mitre baja un par de escalones con respecto a sus obras anteriores, la multipremiada El Estudiante (2011) y el mediometraje experimental Los Posibles (2013), cumplimentando un trabajo correcto aunque un tanto abúlico a nivel emocional. El esquema general parece combinar la fórmula de la víctima piadosa, en la línea de Lars von Trier, y el credo de Ken Loach, en concordancia con la “justicia social” y demás mitos del pasado. El director sale airoso de la difícil tarea de esquivar la asociación automática entre pobreza, violencia y animalización comunal, logro que se alcanza -paradójicamente- mediante la construcción de una protagonista que no despierta empatía. El personaje de Fonzi no sólo perdona a sus agresores sino que por momentos se comporta más como un robot que como un ser humano, dentro de un cuadro narrativo que funciona bajo el doble precepto del viaje del outsider a una cultura extraña y esa especie de obligación intrínseca de llevar hasta las últimas consecuencias la ideología redentora del típico burgués progre, el cual gusta de poner la otra mejilla ante los envites del mundo circundante. Más allá de la poca vitalidad del tópico de turno y las contradicciones varias de la óptica elegida, la película se destaca por su prolijidad, la fotografía de Gustavo Biazzi y el maravilloso desempeño de Oscar Martínez como Fernando, el padre juez de la joven…
Las máscaras del progresismo. La Patota (2015) es el tercer opus del galardonado director Santiago Mitre, que tras el éxito de su ópera prima El Estudiante (2011) y su último film Los Posibles (2013), indaga en las contradicciones del progresismo a través de una situación límite. La película está basada en la obra homónima dirigida por Daniel Tinayne, escrita por Eduardo Borrás y protagonizada por Mirtha Legrand. En esta oportunidad el guión de Mariano Llinás y Mitre intenta poner en duda los valores de las confusas ideas del progresismo, una ambivalente calificación en la que se engloban conceptos de izquierda relativos a la igualdad, la libertad y la justicia, que promueven reformas respecto de diversos temas como el feminismo y el ecologismo. En esta nueva versión, una joven abogada interpretada por Dolores Fonzi decide ir a una escuela de Misiones en un proyecto de alfabetización política en una zona de bajos recursos. Allí debe asumir una tarea pedagógica en un ambiente hostil que no comprende y en el que le resulta imposible encontrar un canal y un código de comunicación. Ante esta situación, la película da cuenta de la necesitad de Paulina, la joven idealista, de poner el cuerpo a la militancia social a través de la intervención territorial y colocando en primer plano el choque de clases, vía escenas de gran valor estético. Uno de los pilares de la obra es la extraordinaria fotografía de Gustavo Biazzi, quien ya había trabajado con Mitre en El Estudiante. Aquí retrata la selva como espacio impenetrable y brutal donde reina la violencia y la ferocidad, y a la vez que pone la cámara en pequeños objetos que dejan entrever la posición social. Mientras que la selva funciona como metáfora sobre la pobreza y los estudiantes que no reconocen la autoridad de la joven docente, un edificio abandonado, a medio construir, representa a Paulina, la inocente abogada que quiere comprender y vivir la pobreza con sus ideas aún en desarrollo, sentando sus bases, con la selva alrededor, rodeándola. La actuación de Dolores Fonzi queda opacada por la extraordinaria labor de Oscar Martínez que personifica al padre de Paulina, un avezado militante político y social de ideas de izquierda devenido juez que cuestiona las decisiones de su hija con algo de cinismo y de paternalismo sobreprotector. Especialmente debido al carisma de Oscar Martínez y a un guión que pone todo su arsenal en los diálogos, lo mejor del film son las discusiones en las que Paulina y su padre batallan airadamente sobre las decisiones que la chica está tomando sobre su vida, dejando entrever en las mismas las diferencias entre las ideas progresistas y la militancia que pone el cuerpo y queda en el medio de los conflictos inherentes a la comunidad y la desigualdad. Con gran maestría Mitre logra así lo que se propone, que es crear una historia que cuestiona todos los discursos del progresismo a través de una confrontación extrema solicitando del espectador una toma de posición ante la situación general de violencia social.
Los Salvajes La Patota llegará a los cines argentinos habiendo recibido dos galardones en el último Festival de Cannes: el Gran Premio de la Semana de la Crítica y el de la Federación Internacional de Críticos de Cine (FIPRESCI). Oportuna en su estreno, también lo hará a días de una marcha de concientización nacional respecto al número alarmante de femicidios que ocurren en el país. Todo indica, entonces, que se convertirá en un objeto de debate. Más allá de los grandes méritos que tiene este nuevo film de Santiago Mitre, realizador de la aclamada El Estudiante, parecería que su destino es el de ser discutida por el rol que toma la víctima, uno tan chocante que se impone sobre la calidad total de la obra. Como si el mensaje tuviera una potencia suficiente como para derruir el medio que lo promueve. Una remake de la producción homónima de Daniel Tinayre, encabezada por Mirtha Legrand en 1960, supone una actualización notable y pertinente a los tiempos que corren. Su narrativa fragmentada posa el foco sobre los distintos actores de la historia, lo que brinda al espectador un entendimiento único y pleno sobre los hechos. Cada punto de vista echa luz sobre una porción del argumento que queda a oscuras para otro personaje. Tensa y magnética, se desarrolla con un pulso vibrante que corta la respiración e impide sacar los ojos de la pantalla. Al igual que con su celebrado film del 2011, Mitre otra vez expone un entramado absorbente acompasado al ritmo de diálogos filosos, escritos en conjunto con Mariano Llinás, de una fotografía de Gustavo Biazzi que eleva la calidad de todo lo que se ve y de una edición trepidante que lleva el sello de Delfina Castagnino. La Patota es, al igual que lo fue El Estudiante, una lección contundente sobre lo que puede ser el cine argentino. Una mirada crítica sobre problemáticas locales, pero llevada adelante con un profesionalismo tal que le da las herramientas para competir con producciones de presupuesto incomparable. Una que indigna y moviliza en su justa representación de cómo las instituciones estatales lidian con un caso de violación. Una que permite a Oscar Martínez lucirse en cada aparición, con una actuación compleja y emotiva que está en los niveles más altos de su carrera, y a la que no le pierden el paso ni Dolores Fonzi ni Esteban Lamothe, a quien la televisión trata de encasillar en cierto tipo de rol, pero que en pantalla grande puede mostrar un rango mayor. Toda la potencia fílmica de La Patota, no obstante, es puesta a prueba durante el tercer acto. Mitre y Llinás no tropiezan con la piedra de la original, de plantear el salvajismo como un rasgo inherente de las clases bajas. Sin embargo, su mirada de la violencia como producto de la sociedad peca de academicista y pone en jaque el papel de la víctima. Paulina actúa en contra de todo sentido común y no pareciera que la imposibilidad de ponerse en el lugar del otro sea suficiente como para aceptar sin más sus acciones. Ella busca no traicionar sus ideales y con eso el director logra una tarea que a todas luces sería imposible: la incapacidad de sentir empatía por una mujer que sufrió un delito atroz. Si el objetivo era elevar una reflexión de parte del público, la tarea está cumplida con creces. Incluso antes de abandonar la sala es que se empiezan a plantear objeciones. Lo que en su desarrollo era hipnótico, pasa a ser asfixiante. Una tras otra, las decisiones de Paulina chocan y estallan en el espectador, que sufre una mixtura de sensaciones que no son del todo positivas. Lo que se devoraba con los ojos empieza a ser cuestionado. Se entiende perfectamente su visión de la Justicia, pero no se puede hacer más que argumentar en contra de ella.
Que el cielo la juzgue Cincuenta y cinco años después del estreno de la original, dirigida por Daniel Tynaire y protagonizada por Mirtha Legrand, llega la nueva versión realizada por Santiago Mitre y coproducida por Axel Kuschevatsky y el nieto de quien supo ser la Verónica Lake del cine clásico argentino. La nueva película del director que en 2011 sorprendió con su ópera prima consagratoria, El Estudiante, viene con mucho viento en la camiseta. Tras haber ganado como mejor película en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, se llevó el premio FIPRESCI de la crítica internacional y no resulta para nada extraño que, luego del sorpresivo éxito de crítica y de público que obtuvo su primer largometraje, La Patota sea uno de los estrenos argentinos más esperados del año. Sin embargo, hay algo en el remake homónimo del clásico de 1960 que no terminamos de entender, y es que Mitre se empeña en que odiemos a la protagonista, o al menos en que la segunda mitad de la película no estemos de su lado. Pero empecemos por el principio: el plano secuencia inicial muestra una discusión tensa y a la vez afectuosa entre Paulina, una abogada que decide abandonar su doctorado para irse a formar parte de un programa de ayuda humanitaria en Posadas como maestra rural, y su padre juez. Se trata de una escena en la que intentamos ponernos del lado de la hija, de empatizar con ella y con sus ideales, algo que más tarde ya no será posible, porque apenas pasados unos minutos del hecho traumático que le ocurre en el primer tercio de la película, se produce un cambio bastante brusco y de ahí en más, Paulina nos pone en un lugar bastante incómodo como espectadores: a medida que avanza el metraje la entendemos cada vez menos y nos distanciamos cada vez más. La Patota pertenece a ese grupo de películas que plantean más preguntas que respuestas. Por ejemplo, resulta extraño que un personaje cuyo único móvil pareciera ser su gran voluntad humanitaria, termine despojado de cualquier rastro de humanidad, anulando así la posibilidad de lograr una conexión o algún tipo de cercanía con el espectador, que va perdiendo la paciencia hasta el punto de querer zarandearla para que acepte lo que la propia lógica de su personaje le indica que debe hacer: buscar justicia. Las acciones de Paulina, cada vez más inexplicables y exasperantes, parecieran no coincidir con nuestras expectativas (ni con las que exige el relato), y el único justificativo que la película ofrece para intentar apaciguar nuestra falta de satisfacción justiciera es que ella diga: “Nadie que no haya pasado por esto puede entender cómo me siento”. A la imposibilidad de crear un vínculo entre el personaje y el espectador, se le suma otro problema que afecta seriamente la credibilidad del relato, sobre todo teniendo en cuenta que el director se toma el tiempo necesario para detenerse y mostrar a su protagonista realizándose los estudios médicos y escuchando atentamente las indicaciones de rutina luego de haber sido brutalmente atacada por la patota. Incluso le mandan hacerse un chequeo para descartar el contagio de enfermedades venéreas. Hasta vemos que le recetan pastillas para el dolor. Pero, ¿acaso nadie se detuvo a pensar que si se habla de una violación, debería plantearse como algo primordial la prevención del embarazo? ¿Cómo es que pasado un mes y medio de la violación, la noticia aparece como una sorpresa, tanto para los personajes como para el espectador, en una escena donde ella vomita mientras mantiene una charla con su novio? Sin embargo, este giro incomprensible tiene su coartada en una escena al comienzo de la película en la cual Paulina y su novio (Esteban Lamothe, esa bestia de cine contenida que no se deja encasillar en ningún rol), pasaban la noche en una camioneta y había un plano dedicado exclusivamente a mostrar el momento en el que el muchacho saca un preservativo para ponerse antes de consumar el acto en cuestión. Un plano absolutamente prescindible e innecesario que pretende validar ese embarazo “sorpresivo” a toda costa (re)marcando de la forma más anti cinematográfica posible la diferencia entre el novio y el violador. Y si entramos de lleno en el último tramo del metraje, cuando llega el momento en el que Paulina debe decidir si abortar o tener al bebé, las cosas se vuelven aún más confusas: en medio de una conversación padre-hija sobre el asunto, ella le confiesa que si el padre del bebé hubiera sido su (ex) novio, lo hubiese abortado. Mientras tanto, la abogada sigue convencida de tenerlo le pese a quien le pese durante lo que resta de película. Una película que está siempre atentando contra todo razonamiento lógico. El mensaje (la desigualdad de clases, la violencia como producto de la sociedad y asociada a la pobreza y varios etcéteras) termina anteponiéndose al relato –la prueba es que cerca del final la escena de la violación ha quedado completamente desdibujada y perdida en los enrosques y desajustes narrativos–, dejando en segundo plano la gran potencia fílmica de la película sin poder hacer más que plantearnos algunas objeciones. Más allá de todas las cuestiones mencionadas, que no son menores, la película cuenta con un notable manejo de los puntos de vista y saca adelante varias escenas con diálogos puramente discursivos que hubiesen resultado muy difíciles de sostener de no haber contado con los actores adecuados para hacerles frente.
Santiago Mitre, director de El Estudiante, vuelve con esta remake que obtuvo el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) en Cannes. Una banda guaraní A más de medio siglo de la película de Daniel Tinayre, Santiago Mitre busca repensar La Patota y nos entrega, luego de la distinguida El Estudiante, esta remake que parece prometedora. Paulina (Dolores Fonzi) es una abogada recién recibida con una inquebrantable consciencia social y en pos de un proyecto decide volver a su tierra natal, Misiones, a dictar clases de derecho a los que menos tienen y conocen sobre sus derechos. Su padre, Fernando (Oscar Martinez), se opone a esta decisión pero Paulina decide seguir adelante. Luego de algunas dificultosas clases y carencia para conectarse con la gente de allí, Paulina vuelve una noche a su casa y es violada por un grupo de lugareños. Ante el dramático hecho, ella decide seguir adelante con todo y bajar los brazos. De patota sólo el título Es sabido que una remake es algo propio de un cine industrializado que, con el fin de atraer a los nostalgiosos, cinéfilos e incautos, copia o resignifica aquella obra memorable y/o exitosa. Este término es común de escuchar o leer por nuestros días, aunque es singular y hasta anómalo encontrarlo dentro de la producción nacional ya que no pertenecemos a un sistema industrializado. La Patota es una remake de una de las mejores películas de Daniel Tinayre y éste es uno de los atractivos más marcados en lo que respecta a su difusión y prensa, a lo que se suma su mérito en Cannes y la continúa mención en televisión por parte de la ahora geronte protagonista de la versión original. Sin embargo, a diferencia de lo mencionado en el anterior párrafo, La Patota -la de 1960- no es una obra que haya quedado en la memoria de los espectadores argentinos, ni se ha transformado en una película de culto, pese a lo que se transmite continuamente cada vez que se promociona este film. Entiendo que al ser una remake se conserve el título original de la película por cuestiones comerciales, pero sinceramente carece de sentido en esta nueva versión porque ya no es una patota, no se cometen actos vandálicos asiduamente como se hace referencia en la original y menos nos encontramos en los arrabales. La Patota podría haber tenido tranquilamente otro título porque en esta adaptación a cargo de Santiago Mitre y Mariano Llinás se esfumó dentro de la narración el concepto, se descentralizó y lo que antes ocurría en los límites de la ciudad, ahora sucede en la provincia de Misiones donde ese grupo interino que viola a una porteñita bien, no están organizados ni son amantes de la rebeldía sino que se conocen entre sí por el simple hecho de ser pocos habitantes y cada tanto toman una birra para ahogar la injusticia social en la que se encuentran sumergidos. Otro punto dentro de esta adaptación que difiere de la original es la trascendencia de la relación padre-hija (Oscar Martinez y Dolores Fonzi), vínculo que formaba parte de una subtrama en la de Tinayre, y es el punto de partida de la narración comenzando con un diálogo muy logrado, tanto de guión como actoralmente, presentando un dilema sobre las convicciones e ideologías sobre problemáticas sociales y que será el tema central de La Patota. Ahora bien, dejando de lado las comparaciones y tomando el guión de La Patota se encontrarán con, lo que creo yo, aciertos y desaciertos. Por un lado veremos una historia sólida con diálogos bien construidos, como dije antes, y una narración casi cíclica que comienza y termina con una discusión padre e hija, aunque hay un recurso narrativo que se utiliza sólo una vez al comienzo del segundo acto, de manera forzada, y que además no se repite más en el resto de la película. Este recurso es un cambio de punto de vista desde la llegada al lugar de la nueva profesora hasta la violación, comenzando con Paulina (Dolores Fonzi) y luego continuando con los integrantes de esta proto-patota. Por último y quizás lo más polémico y original de La Patota es que pese a haber una violación, la injusticia social y la desigualdad en la que viven los miembros de la patota, tiene un peso drámatico mayor al ultraje sufrido por el personaje de Dolores Fonzi. Lo que desencadena que la protagonista, firme ante sus convicciones por medio del raciocinio, se insensibilice cortando toda empatía que pudo haber generado con el espectador desde el inicio de la película. Conclusión La Patota es una película que generó expectativas en el público gracias a la prensa que tiene y su premisa como remake, lo cual es original para nuestro cine, a lo que se debe sumar un tema sólido, buenas actuaciones y una estética destacable, sin embargo ya sea por falencias narrativas o decisiones temáticas del autor no termina siendo un film que pueda satisfacer al espectador. De todas formas, si cuentan con el dinero y el tiempo, siempre es enriquecedor que vayan a las salas y saquen sus propias conclusiones.
Creer o reventar Tras ganar el Gran Premio de la Semana de la Crítica y el galardón de la FIPRESCI en el Festival de Cannes, se estrena el esperado segundo largometraje en solitario del director de El estudiante. La primera escena de La patota (un plano-secuencia de ocho minutos) podría ser perfectamente la continuación de El estudiante. Claro que no se trata de una asamblea universitaria en la Facultad de Ciencias Sociales sino de la charla (igual de descarnada y llena de cínicas chicanas) entre un influyente juez (Oscar Martínez) y su hija Paulina (Dolores Fonzi), que ha decidido abandonar su promisoria carrera judicial (abogada con doctorado) para embarcarse en un proyecto como maestra rural en la zona más profunda y desfavorecida de Misiones para dictar unos talleres de formación política. ¿Cuáles son los motivos que llevan a una mujer brillante, moderna e independiente a dejarlo todo y emprender un viaje en semejantes condiciones? ¿Acto de rebeldía, voluntarismo, militancia, hartazgo frente a una vida demasiado previsible? El diálogo (in)tenso entre padre-hija deja en claro que las contradicciones generacionales, los muy diferentes puntos de vista de cada personaje y los postulados de la corrección política estarán en el centro del debate, provocando y obligando al espectador a que se replantee una y otra vez sus convicciones, sus certezas. Porque La patota es no sólo una película política al igual El estudiante sino también una propuesta incómoda, capaz de dejar perplejo al espectador ante cada uno de sus conflictos (muchos de ellos extremos), pero también por cómo los personajes (sobre todo el de Paulina) absorben y reaccionan frente a los hechos que enfrentan. Así, por momentos, uno se siente o se ubica más cerca del “reaccionario, conservador y resentido” (sic) del padre que de la chica joven, bella y feminista. Inspirado en el clásico que Daniel Tinayre rodó en 1960 con Mirtha Legrand (hay algunas semejanzas generales, un par de tomas en “homenaje” y una locación principal –un edificio no terminado y abandonado– que se repite), el film de Mitre coescrito con Mariano Llinás desarticula la veta más religiosa del original para convertirse, en cambio, en un desafiante ensayo sobre las convicciones más intelectuales que místicas. ¿Cómo reaccionar frente a un hecho tan duro como una violación seguida de embarazo? La patota se arriesga con un juego pendular en el que podemos empatizar con y a los pocos segundos rechazar por completo a Paulina (a sus decisiones, a sus acciones y a sus omisiones). ¿Se trata de una necesidad íntima de perdonar o aceptar una desgracia por culpa, lástima o compasión ante las profundas injusticias sociales y las diferencias de clase? Cuando para ella se abre un abanico que podría ser más tranquilizador (un aborto, ayuda profesional y el castigo a los culpables de semejante acto de violencia y humillación) la película se torna cada vez más inquietante y desafiante para el público con dilemas éticos y morales que, otra vez, remiten a la mencionada El estudiante. Más allá de algunos pasajes donde el uso de la cámara en mano pegada a los personajes (un recurso bien dardenniano) transmite la precariedad y urgencia de la situación y del buen aprovechamiento de las locaciones naturales, La patota es, sobre todo, una película de actores. Sobre ellos (especialmente sobre la heroína/mártir que interpreta Fonzi, pero también sobre las contundentes apariciones de Martínez) descansa y se sostiene la potencia dramática –y por momentos emocional– de un film que desperdicia un poco a los personajes secundarios (los integrantes de la patota, el ex novio de Paulina que interpreta Esteban Lamothe) y que tiene algunas escenas (y varios diálogos y usos de la voz en off) que resultan demasiado forzados y didácticos, como para justificar exclusivamente ciertas vueltas de tuerca o reacciones posteriores. De todas maneras, más allá de esos pequeños pasajes que le quitan un poco de fluidez y credibilidad al relato, La patota resulta una película audaz e inteligente (maneja muy bien las diferentes lógicas de cada personaje), características que en el cine industrial (porque esta apuesta está alejada de los estándares de la producción independiente de bajo presupuesto) no abundan. “La patota” de Mitre, Llinás y compañía lo hizo de nuevo…
Desde ella La remake del film homónimo dirigido por Daniel Tinayre en 1960, puede pensarse como un extenso primer plano de su protagonista Paulina (Dolores Fonzi). La seguimos a ella de cerca durante todo el relato pero sin entrar jamás en su cabeza. Descifrar su interior, sus dilemas, será la clave de la película adaptada por Santiago Mitre y Mariano Llinás, que fue premiada en el 68 Festival de Cannes. El relato abre con un extenso y áspero diálogo inicial en plano secuencia, que mantiene la abogada Paulina (Fonzi) con su padre, el juez Fernando Vidal (Oscar Martínez). Ella construyó su identidad desde la oposición a la idea de justicia institucionalizada que representa el hombre, ineficaz ante sus ojos en su capacidad transformadora. Por tal razón deja su promisoria carrera de abogada para irse a trabajar de maestra rural para un programa de alfabetización en un marginal barrio de la provincia de Misiones. Paulina y sus ideales chocan con la realidad: La diferencia de idioma y de clase social primero, la corren de la utopía burguesa imaginada, hasta la violación propiciada por la patota del título después. La Patota (2015) es una película diseñada desde y para la clase media. Desde ese lugar plantea los discursos burgueses y sus ansias de cambio social, uno utópico (transformador), el otro apegado a las normas (conservador y legitimado). En la diferencia de posturas ideológicas (de poder, de justicia) se centra el relato, dejando a los destinatarios de tales acciones en otro espacio. La realidad a transformar aparece siempre en segundo plano, de fondo, inclusive fuera de foco. No es la intención del film la denuncia, sino socavar en el conflicto interno de su personaje principal. Vemos en el film un marcado uso de los puntos de vistas, claramente contrapuestos y focalizados en Paulina -y su padre en menor medida- desde la primera escena. Si bien es cierto que en un momento la mirada reposa en el punto de vista del violador, no será para graficar su visión sino simplemente para darle humanidad al personaje y evitar caer en la estigmatización de los victimarios. Se nota incluso forzada la necesidad del director Santiago Mitre de evadir la esquematización de situaciones haciendo foco en la complejidad de las mismas, abriendo el abanico de posibilidades interpretativas sin dar jamás una solución al conflicto. Estamos ante un cine descriptivo más que narrativo (la gran diferencia con la original), que rodea a los personajes observándolos sin entrar de lleno en sus pensamientos. De este modo, se busca la reflexión del espectador que debe enfrentase a sus propios dilemas morales, tocando puntos sensibles por el trasfondo del tema abarcado. Mitre realiza un juego de temporalidades (también estaban en la película protagonizada por Mirtha Legrand, aunque con intenciones netamente narrativas), al saltar y volver sobre el tiempo narrado con el fin de retomar el hecho conflictivo desde diferentes ángulos. Este recurso recupera la complejidad del caso y le da matices a las decisiones de Paulina, quién se piensa a sí misma como una víctima común accionando de manera extraordinaria. Ninguno de los personajes comprende su actitud ante el abuso, se trata entonces de respetar las decisiones ajenas por más incomprensibles que parezcan. Una interesante nueva versión de La patota (1960) que se hace eco de los debates políticos contemporáneos y las distintas reacciones ante un hecho de inseguridad y violencia de género, con su posterior reclamo de justicia. Sin nunca dar soluciones pero generando la discusión al respecto.
La ley y el orden Luego de su paso por el Festival de Cannes –donde ganó el Gran Premio de la Semana de la Crítica y el premio que otorga FIPRESCI– llega a nuestros cines, la segunda película de Santiago Mitre, director de la aclamada El Estudiante. La patota surgió, tal como ha admitido su director en diversas entrevistas, como un proyecto por encargo de parte de Telefé para que el realizador adaptara la remake del film original de los años sesenta dirigido por Daniel Tinayre. Sin embargo, luego de algunas charlas, se decidió que Mitre fuera el director y co guionista junto a Mariano Llinás (Historias Extraordinarias), hecho no menor, que influyó directamente en el enfoque e impronta política que el nuevo film emana. La patota comienza con un plano secuencia de unos diez minutos en el que vemos a Paulina (Dolores Fonzi) discutir con su padre (un brillante Oscar Martínez) sobre una decisión que la joven está a punto de tomar. Ella es abogada y se encuentra realizando un posgrado en Buenos Aires que planea interrumpir para irse a Misiones a dar clases de algo parecido a Educación Cívica y formar parte de un programa educativo con el que viene colaborando hace tiempo. Sin embargo su padre tiene otros planes y espera que Paulina siga sus pasos y haga carrera dentro del poder judicial, para así convertirse en una imponente jueza. Debate mediante, ella le reprocha su pseudo progresismo burgués, ya que él cree que se puede colaborar a distancia o que ella puede ser más útil para ese proyecto, si asciende y consigue un puesto poderoso. No llegan a un acuerdo, porque la muchacha está convencida que los cambios se logran estando en el lugar, y decide poner el cuerpo en su lucha y su convicción político-social. Una vez en Misiones, Paulina debe sortear varios obstáculos como lograr que los alumnos presten atención y participen en clase, además de –al menos intentar- generar cierta empatía con ellos. Una noche en un regreso a casa en moto luego de una cena con otra docente y amiga, un grupo de lugareños la intercepta ferozmente y la viola. A partir de este hecho, el film comienza a abrir el juego a diferentes puntos de vista. Si hasta ahora el relato había sido contado desde la perspectiva de la protagonista, en este momento comienzan a mostrarse dentro de la narración, diferentes puntos de vistas, entre ellos el del personaje de Martínez, y el de Ciro, líder de la patota y violador de Paulina. Poco a poco, el film se vuelve cada vez más enigmático para el espectador, en especial porque las actitudes de la joven abogada, se tornan inquietantes e inesperadas. A partir de la violación, y las consecuencias que ésta genera, Fernando (Oscar Martínez) quiere encontrar y condenar a los culpables a como de lugar, porque él es un hombre que se rige ante todo por la ley, por SU ley, y por las posibilidades –y conexiones políticas- que su poder como juez le otorgan. Pero Paulina no piensa igual, ya que cree que ante la situación vivida no hay posible ayuda de la ley – no al menos en los términos en que ella define justicia y ley- por lo que pide que la dejen actuar y decidir sobre su vida y su cuerpo, como ella desee. Mientras que los personajes secundarios –el ex novio de Paulina, su tía, y su compañera de trabajo- comienzan a dar distintos consejos a la joven víctima sobre como accionar, ya que pareciera que nadie entiende muy bien, por que ella permanece en su trabajo y decide no denunciar a los agresores –pese a conocer sus identidades-. Desde aquí, el film dispara una serie de dilemas éticos y morales que en mayor o menor medida, terminan interpelando al espectador, y generando que éste cuestione una y otra vez sus convicciones pre establecidas. A la par que se transmite una idea acerca de la violencia como fruto de la desigualdad de clases y de falta oportunidades que la sociedad misma crea. En definitiva, La patota resulta un film polémico de principio a fin, con una historia fuerte e impactante –más allá de algunos huecos narrativos dentro del guión, y de la poca presencia en escena de precisamente “la patota”- que se sostiene principalmente por las notables actuaciones de Fonzi y Martínez, y por la excelente dirección de actores a la que Mitre nos tiene acostumbrados, más allá de la también memorable labor de fotografía a cargo de Gustavo Biazzi.
Mientras en Hollywood especialmente abundan, en la industria nacional es difícil escuchar la palabra “remake”. Tras la aclamada “El Estudiante”, Santiago Mitre presenta otra película incómoda y con fuerte contenido social y político, desde un punto de vista específico de la clase media. “La patota” no es sólo la remake de la película de Daniel Tinayre de 1960 protagonizada por Mirtha Legrand, es una excusa para retratar diferentes posturas sobre temas como la violencia de género y el sentido de justicia, tan presentes como siempre. Dolores Fonzi es la encargada de interpretar a Paulina (nombre además que se le da al film a nivel internacional), una joven que tras terminar su carrera decide no sólo darle la espalda a su padre, interpretado por Oscar Martínez, y la idea de futuro que él creía tener para ella, sino que cree que para realmente cambiarle la vida a alguien lo mejor que puede hacer es irse a trabajar como maestra rural a una empobrecida zona de Misiones. Pero la hostilidad de su grupo de alumnos no es más que un pequeño augurio de lo que le va a suceder luego. Tras regresar una noche sola en una moto prestada a su casa, una patota de muchachos la detienen y uno de ellos la viola. A partir de allí, ella no se queda quieta. Hace la denuncia, donde se tiene bancar preguntas incómodas y fuera de lugar. Pero de a poco es ella quien nos hace sentir incómodos a nosotros. El film toma principalmente el punto de vista de esta joven que decide no ser víctima pero tampoco se sabe una heroína. Hay algún momento en que se apela a la repetición desde los ojos de alguien más, incluso del violador. Las dos posturas ideológicas contrapuestas del film se plantean de manera brillante ya en su escena inicial, un plano secuencia que retrata un diálogo filoso entre padre e hija. Los actores dicen sus líneas y exponen sus ideas de una manera muy natural, más allá de lo notablemente trabajado del diálogo. “La patota” es una película incómoda, y sin dudas esto está generado con una fuerte intención. No obstante el no lograr empatizar con una protagonista que toma decisiones que casi nadie cree que tomaría en sus mismos zapatos, genera una distancia que compromete a un espectador más cerca de ponerse en el lugar del padre que en el de su protagonista. En el medio, algunos personajes secundarios intentan aportar a la historia pero en general están bastante desdibujados, uno de ellos el novio al que interpreta Esteban Lamothe. Mitre presenta una película bien actuada, bien dirigida y bien escrita, más allá de algunos puntos flojos como el mencionado con varios de los personajes secundarios. El film que pasó por Cannes de manera exitosa, llevándose el premio de la Crítica, es un producto audaz y prolijo. “La patota” juega a inquietarnos, a incomodarnos y la verdad es que lo logra.
Es difícil hablar de “La Patota” (Argentina, 2015) como película y no como objeto político que invita a un debate posterior. Santiago Mitre en su segunda película consigue algo que pocos realizadores han logrado y con una carrera tan corta, la de provocar, sugerir e invitar a un análisis post proyección que excede la propuesta cinematográfica. Porque en la historia de Paulina (Dolores Fonzi), una joven abogada, que decide escapar de su zona de confort para dedicarse a una práctica mucho más enriquecedora para ella, la de formar ciudadanos en un lugar marginado, hay un estado de época emergente tan vigente que escapa de los cánones con los que el cine nacional trabaja con recurrencia. Paulina conoce a otro, se introduce en su mundo, es casi una antropóloga en un viaje de conocimiento que buscará darle respuestas a las que hasta el momento ha intentado darle la sociedad, su entorno, su clase económica, su padre (Oscar Martinez), su novio (Esteban Lamothe) y cada persona con la que se relacionó en su corta vida. Ella es un ejemplo de cómo nada puede determinar algo, rompiendo esquemas y fórmulas, alejándose de teorías que, para citar sólo a Pierre Bourdieu, hablaban de una pertenencia inamovible a un grupo con el consiguiente consumo de sus bienes y productos. Paulina busca otra cosa. Quiere, al igual que en el pasado lo hizo su padre, trabajar en las bases, para poder así empoderar a los más débiles y crecer ella como formadora, escapándole al estereotipo de abogada de estudio que sólo lucra a fuerza de determinar la inocencia o culpabilidad ajena. Y Mitre va contando este proceso lentamente. Con mucho plano detalle. Con mucho silencio. Con mucho de contemplar sin juzgar. Porque para eso estará el espectador. Capaz de juzgar desde la primera escena a Paulina, su entorno, y su nuevo grupo social. Una primera parte del filme explorará a Paulina y su nuevo entorno. Sin extrañamiento, al contrario, con una cercanía que sorprende y deslumbra. Con una capacidad de relatar la cotidianeidad del grupo al que ella se acerca a enseñar impactante. La tensión irá in crescendo cuando conoceremos a algunos miembros del grupo, que a través de ejercer su poder coercitivo va conformando un espacio de violencia contenida en el que Paulina caerá sin quererlo ni imaginarlo. El segundo tramo del filme es más introspectivo y bucea en el después de Paulina. Un después lleno de incertidumbres, principalmente de quienes la rodean ante la inesperada decisión, o no, de ella ante lo sucedido, y del hacerse cargo de algo que nadie esperaba que fuera de esa manera. La película a través del racconto y el flashback cuenta desde diferentes puntos de vista los hechos, a partir de Paulina, del padre, de algún miembro de la patota, para concluir con imágenes sobre qué pasó antes y después del encuentro violento entre la abogada y el grupo. Dolores Fonzi es la estrella de la película, con una interpretación que deslumbra desde el primer momento que aparece en escena, porque a través de la contención con la que enuncia cada uno de los diálogos va conformando el espacio ideal para que la propuesta del film, política, emotiva, necesaria, compasiva, nos hable de una urgencia frente a la violencia y una posible vía de escape y de comprensión frente a la misma.
Entre lo justo y lo moral En la escena de apertura de La patota, encontramos a Oscar Martínez, en la piel de un prestigioso juez de la nación, que discute con su hija Paulina, Dolores Fonzi, acerca de su prometedor futuro como abogada. Paulina le plantea a su padre que desea postergar dicha carrera para tomar las riendas de un proyecto en una escuela rural en Misiones como profesora de formación política. Varias cosas quedan a las claras en este plano secuencia de casi diez minutos: el talento de ambos actores, la química entre ellos y cómo, a pesar de tratarse de una discusión normal de padre e hija, la película ya plantea las posiciones de cada uno, pero siempre entendiendo que lo más importante es el respeto por las decisiones del otro. Con estos conceptos de choques de pensamientos generacionales es con lo que La patota queda marcada a fuego. Cada vuelta de tuerca conlleva el peso de la opinión de cada personaje, la violación que sufre Paulina es sólo la excusa para entrar en el tira y afloje que quieren imponer los personajes. Su padre, el juez, entiende que tiene que llevar a la justicia a los culpables, Esteban Lamothe, en la piel del novio de Paulina -con un polémico acento norteño- busca venganza por mano propia y Paulina, la única opinión que debería importar, busca algo más. Es aquí donde el film logra incomodar hasta sus últimas consecuencias al espectador. Las pinceladas de Daniel Tinayre junto a Mirtha Legrand en su versión original de 1960 son sólo excusas que toman Santiago Mitre junto a Mariano llinás para aggiornar el film a temáticas crudas, pero reales, dejando un edificio a medio terminar abandonado y algunas tomas específicas como homenaje. La patota logra hacer bailar al espectador entre sus personajes. En todo momento logra encontrarse identificado con cualquiera de los personajes, lo que está garantizado es que durante la extensión del film esta posición va a verse mutada constantemente, debido al derrotero de eventos que sufre Paulina. Su violación, luego confirmación de embarazo y la negativa ante levantar una denuncia, hacen explotar a cada uno de los personajes con sus puntos de vista y esto es lo que predomina en el film del director de El estudiante (2011). Párrafo aparte para el perfecto timing que tuvo la película al ser estrenada muy cerca de la marcha multitudinaria en la plaza Congreso por el #NiUnaMenos, donde su personaje principal, Dolores Fonzi, pone en juego todos sus derechos como mujer y confirma que si no es la mejor, debería estar en el top 5 de todas las actrices nacionales.
Nueva versión laica de una fábula cristiana El segundo largo del director de El estudiante, remake de la película de Daniel Tinayre, no deja de funcionar como una respuesta a lo que la original proponía no sólo desde lo temático, sino también en términos de puesta en escena. No es difícil hablar de La patota, segundo largometraje de Santiago Mitre después de El estudiante (2011), sin hacer referencias profundas a su carácter de reescritura de la película homónima de 1960. Sin embargo, hacerlo resulta interesante y oportuno por varias razones. Primero porque la original es un clásico dirigido por uno de los directores clásicos del cine nacional, Daniel Tinayre, y protagonizada por una de las pocas divas que dio nuestro cine, Mirtha Legrand. Luego, porque los temas que la película abordaba 55 años atrás de manera increíblemente explícita siguen siendo, más que nunca, los temas del día. Para confirmar esa urgencia temática basta recordar que el estreno de esta película, en la que la violación de la protagonista por parte de varios hombres y su posterior embarazo ocupan el centro dramático, se da a dos semanas de la multitudinaria marcha que, bajo el lema Ni una menos, convocó a miles de personas para manifestarse en contra de la violencia contra las mujeres. Pero también desde lo cinematográfico, porque el propio Mitre y Mariano Llinás, su coguionista, se han encargado de explicitar el diálogo entre las dos películas, haciendo que muchos de los detalles de esta nueva versión funcionen como respuestas o reacciones a lo que la original proponía no sólo desde lo temático, sino también en términos de puesta en escena.Para empezar es inevitable mencionar que ambos relatos y la conducta de sus protagonistas se sostienen en un fondo no sólo religioso, sino eminentemente católico, que en la película de Tinayre era manifiesto: la cita inicial del Evangelio en la que Cristo invita a perdonar setenta veces siete es el indicio más notable, pero hay muchos más. Aunque las referencias más gráficas fueron expurgadas en la versión de Mitre, hay al menos dos que no pudieron eludirse. La más evidente es el carácter de fábula cristiana de la historia, en la que Paulina, una profesora de zonas carenciadas violada por sus alumnos, asume por propia voluntad el rol de cordero que se ofrece a sí mismo en sacrificio, para purgar con su sufrimiento los pecados de la humanidad. Porque lo que la protagonista se propone cargando con el dolor del ultraje y el embarazo indeseado que se niega a interrumpir, no es otra cosa que un intento por compensar las inequidades e iniquidades de un sistema que empuja de la pobreza a la marginalidad y de ahí al delito. Pero tampoco se ha podido evitar un detalle mucho más sutil: las múltiples cruces que conforman la estructura del ominoso edificio en construcción en donde tiene lugar la violación, que le dan a la escena y al escenario su carácter de calvario. Un elemento simbólico que en la película de Tinayre aparecía con más claridad, apoyado por la presencia espectral de unas estatuas que parecían sacadas de un cementerio, y que ha conseguido colarse por entre los estrictos filtros laicos puestos en acción para esta versión modelo 2015.Otro cambio interesante es la profesión desde la cual Paulina llega a su vocación de docente de emergencia. Si en la original lo hacía como profesora para dar clases de filosofía, en la nueva lo hace como abogada para enseñar educación cívica. Ese cambio de la filosofía al derecho opera también en el punto de vista que las películas asumen en el planteo de sus temas. Así, en la de 1960 desigualdad y justicia eran abordadas en tanto ideas y de ese modo todo conflicto era pasible de racionalizarse. La actitud de Paulina de salvar a sus agresores pasaba por una cuestión ética (la dicotomía del bien y el mal), que hacía posible la redención de los criminales / pecadores y un final feliz para todos, permitiendo que quienes causaban el problema fueran parte de la solución. En la nueva la discusión pasa por el derecho antes que por la justicia. “Cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, sino culpables”, dice Paulina a su padre juez (Dolores Fonzi y Oscar Martínez, notables ambos) y esa mirada desde el derecho vuelve a la discusión más concreta, acorde a los tiempos que corren, y permite articular el relato en un círculo de víctimas contra víctimas. El derecho a la igualdad de condiciones; el de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos; el de la vida para los chicos por nacer o el de la sociedad de juzgar a quien transgrede sus normas son algunas discusiones que la película abre pero no cierra.Las escenas finales son paradigmáticas respecto del cambio de punto de vista que una y otra película han elegido. En la de Tinayre los agresores caminan a la madrugada ya libres de culpa; la cámara fija los toma de espaldas mientras se alejan bajo un puente y se pierden en la luz al otro lado, una clara alegoría de redención que sostiene el color cristiano de todo el film. En las antípodas, en La patota de Mitre la que camina es Paulina. La cámara se mueve delante de ella cerrándole el paso, tomándola de frente en un plano medio cada vez más apretado que nunca permite al espectador saber hacia dónde va. Mientras tanto cae la tarde y la escena se va poniendo cada vez más oscura. Cada uno puede elegir una de las muchas alegorías que tienen lugar en esa representación que cierra la historia.Previo a eso, Mitre se empeña en repetir el discutido plano final de El estudiante, poniendo en escena una elegante declaración de principios. Pero no es lo único que se reitera dentro de la obra del director. El tratamiento que da sobre todo a la escena de la violación –gráfico, incómodo y sostenido–, recuerda los excesos en el retrato de la violencia ya vistos en Elefante Blanco, dirigida por Pablo Trapero, sí, pero con guión de Mitre junto a Martín Mauregui y Alejandro Fadel. En ambos casos los directores eligen desconocer la existencia (y el poder) del fuera de campo –algo que un cineasta clásico como Tinayre tuvo la delicadeza no olvidar– para impactar de manera agresiva sobre el espectador, haciendo que el via crucis de Paulina se convierta, además, en un espectáculo público.
Los salvajes y la dama en una versión libre Santiago Mitre ubica la trama, de esta remake del film de Tinayre, en un lugar infrecuente para el cine argentino actual. Dolores Fonzi y Oscar Martínez, en notables interpretaciones, se valen de mínimos gestos para transmitir ideas. Cuatro años atrás El estudiante abrió la puerta de la polémica con su modelo narrativo y temático que se sustentaba en la crítica a la militancia política en las universidades. Fue la presentación a solas de Santiago Mitre, quien ahora duplica la apuesta con una versión muy libre de La patota, concebida hace más de medio siglo por un buen director como Daniel Tinayre a través de un argumento excedido de mensajes moralistas y religiosos. Pero la nueva historia de Mitre construye una mirada actual que alude a la política de estos días, a la justicia como termómetro de la sociedad, a un caso límite de violación llevado al extremo en cuanto a sus consecuencias y dispares opiniones sobre el tema. Desde el plano secuencia inicial donde el padre juez (Oscar Martínez) discute con su hija Paulina (Dolores Fonzi), abogada doctorada que decide romper el mandato paterno y educar como maestra rural en Misiones, desde esos casi diez minutos enfáticos por el uso de la cámara en mano junto a los textos que profieren los actores, Mitre ubica su trama en un lugar de tensión infrecuente para el cine argentino de los últimos años. En esas cuestiones que basculan entre el mensaje explícito con tufillo reaccionario ("¿Es una monarquía?, pregunta Paulina a los alumnos en la primera clase de "educación cívica") y las múltiples miradas que el film propone sobre la posterior violación que padecerá la protagonista, La patota adquiere el rango de "película de tesis" donde el espectador, cada uno con su opinión "política", mirará con disgusto o no aquello que se expresa desde las imágenes. Por lo tanto, ¿es un film político? Sí, entre otras posibles definiciones. También, se está frente a un debate de ideas que se transfiere por vía del discurso directo (la escena final discursiva y contundente entre el padre y la hija) o de manera subliminal (el cuerpo de Pamela pasa a ser el leiv motiv en la última parte del film). Mitre, astuto cineasta, confía en la exposición del conflicto, en la convergencia de la verdad con la (in)justicia, en la decisión final que le corresponderá a Paulina. Y allí, justamente, lo político se mezcla con la denuncia, dicha a viva vox, en exceso enunciativa. Para que el relato fluya desde diferentes puntos de vista (los alumnos, el novio de Paulina, el padre, la hija, el paisaje con sus habitantes que también formulan una opinión), Mitre cuenta con las notables composiciones de Fonzi y Martínez, valiéndose ambos de mínimos gestos para transmitir ideas. Ideas a un pasito de la expresión ideológica que plantearían un dilema a futuro: ¿Se está frente al nacimiento de un cine "mitrista"?
Riguroso alegato político Para Santiago Mitre, el desafío que representaba la remake de La patota, película de Daniel Tinayre estrenada a inicios de los 60, no era menor. Pasar de la independencia absoluta de su película anterior -El estudiante, una experiencia exitosa en términos cinematográficos y comerciales- a una megaproducción empujada por un poderoso canal de televisión abierta parecía una jugada riesgosa. Pero Mitre la enfrentó con convicción e ideas. Escribió un guión sólido y elocuente con Mariano Llinás, apostó por la fluidez narrativa y la claridad argumental sin subestimar al espectador, incluso asumiendo la decisión de incomodarlo con un tema espinoso -una profesional de clase acomodada que toma una determinación inesperada luego de sufrir una violación- y trocando la problemática religiosa que tiñe la historia original por el contenido político, un giro que redundó en mayor vigor, espesor y actualidad. El trabajo en la dirección de actores de Mitre en la película es ejemplar: es muy notorio en las dos potentes discusiones ideológicas transformadas en extraordinarios duelos actorales entre Dolores Fonzi y Oscar Martínez, que puntúan el relato en el inicio (un virtuoso plano secuencia de ocho minutos) y cerca del epílogo. También en la fortaleza de los secundarios (Esteban Lamothe, Verónica Llinás y especialmente Laura López Moyano, quien logra delinear en breves intervenciones un personaje de conmovedora humanidad). La patota es una película oscura, amarga, que pendula entre la violencia latente y la explícita. Igual que El estudiante, revela el cariz político que Mitre desea imprimirle a su cine (su próximo proyecto es una historia que se desarrolla en una cumbre presidencial en Chile) y encuentra en Dolores Fonzi a su motor más evidente. Concentrada de principio a fin, rigurosa en cada gesto, Fonzi dota a su Paulina de elocuencia y misterio, de acuerdo a la exigencia de cada escena, y la carga de tozudez y verdad. Como señala con inteligencia y sagacidad el poeta y periodista Martín Rodríguez en una muy buena nota publicada por la revista online Panamá, su personaje saca el cuerpo del territorio de libertad que su clase y posición le garantizan y lo recoloca en lo social, decide replicar el derrotero de miles de mujeres para las que el aborto es una alternativa vedada. Esa determinación, que luce exótica y fuera de cauce en relación con las expectativas que la rodean, es puramente política. Y también invita a acompañarla en ese agudo plano final que la exhibe solitaria, caminando con valentía y entereza hacia su propio destino sin que nadie ni nada pueda detenerla.
Hay que entenderla Paulina, el personaje de Dolores Fonzi, merece la atención y no el juzgamiento del espectador. Si bien, como El estudiante, La patota es un filme político, y social, la historia comienza a la inversa. No es un joven del interior que se inserta en el mundo universitario, sino que es una joven de ciudad que va a una escuela de campo. Y lejos de hacer un estudio de campo, Paulina vivirá en carne propia las desigualdades, pero con sus convicciones inamovibles. La patota está inspirada libérrimamente en la película de Daniel Tinayre de 1960, con Mirtha Legrand, pero sería un error creer que lo religioso y místico está ausente, porque Paulina está por tener una suerte de conversión. A la Paulina que crearon Santiago Mitre y Mariano Llinás en el guión deberían entenderla más que juzgarla. La clave está en ese plano secuencia de ocho minutos con que abre, y que merece un párrafo aparte. Si la primera escena es la que marca un tono en una película, Mitre decidió enfrentar los pensamientos, las convicciones (término éste que es ineludible en estos personajes, una y otra vez) y los sentimientos de Paulina y su padre juez, en un desafío dialéctico elocuente y cínico. Hay chicanas, y hay tozudez, pero Mitre hace que el debate político y social sea creíble. Piense el lector en cuántas películas ha tenido esa oportunidad y verá que La patota ya va aclimatándolo para lo que vendrá. No está construida como un drama en el que la violencia hacia la protagonista sea el centro, porque donde Mitre afila el lente es en las resoluciones que Paulina quiere tomar. La violación viene seguida de un embarazo. Mitre pone al espectador constantemente en guardia, incomodándolo con los planteos morales. Por aquello de que a Paulina convendría entenderla antes que juzgarla, son sus encuentros/enfrentamientos con su padre los que más rispidez y tensión, pero mejor resultado obtienen en pantalla. Así, el eje está en Paulina y no en la patota y sus integrantes individualmente. No es que no tengan su peso en el relato, pero Mitre la privilegió, no eligió el costado amarillento o si se quiere hasta de thriller, porque lo que su película busca es la reflexión, no la aceptación. Idealismos políticos, militancia, las apariencias, el adaptarse o no a las reglas, la posición de un padre ante su hija, la necesidad de justicia, el revanchismo, el poder y la solidaridad, todo se conjuga en el filme, en el que Dolores Fonzi interpreta y no actúa, y Oscar Martínez da la bravura que el rol necesitaba. Porque sus personajes obedecen al principio de acción y reacción. No es La patota un “filme de actores”, pero los necesita, y Mitre supo dirigirlos. Tal vez el papel del novio de Paulina (Esteban Lamothe, protagonista de El estudiante y cara repetida, pero no gastada, del cine nacional en los últimos meses), como el del líder de la patota hubieran merecido algo más de desarrollo. O la presentación en la escuela de Paulina, contada desde dos puntos de vista, pudieron tener mejor resolución. Pero son formalismos, y lo que prima en La patota es el debate, entre generaciones, pero también el interno que deja al espectador con un gusto amargo... hasta que elucubre acerca del perdón, y la culpa.
Santiago Mitre, el talentoso director y coguionista con Mariano Llinás de esta nueva versión del film de Daniel Tinayre, escrito por Eduardo Borras. Queda parte de la anécdota, pero aquí todo se vuelve mas áspero, polémico, incómodo para el espectador, un film que provocará muchas charlas posteriores. Con gran rigor dramático, con una Dolores Fonzi de poderosa entrega, un Oscar Martínez dueño del punto de vista más entendible, ese padre y esa hija son el eje de una posición ética, convicciones políticas, hecha de amor, locura y determinación. Hay que verla.
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PAULINA La patota es la remake del film del mismo nombre dirigido por Daniel Tinayre y protagonizado por Mirtha Legrand en 1960. Las comparaciones podrán ser odiosas, sí, y en muchos aspectos son también inútiles, pero también son una buena excusa para hablar de dos grandes películas, como en este caso. Comparar al film de Mitre con el de Tinayre es un simple ejercicio para marcar que una remake puede ser una película muy distinta al original, a pesar de mantener muchos elementos dramáticos en común, incluso los principales. El cine argentino hace mucho tiempo que ha dejado atrás la idea de la remake y es curioso que haya vuelto de esta manera brillante. En La patota, dirigida por Daniel Tinayre, la protagonista se aferraba a la religión. La religión la hacía fuerte, le daba certeza. Todo el film era religioso y Paulina es una santa, esta idea la trabajó nuevamente Tinayre en Bajo un mismo rostro, dos años más tarde. Pero en el film del 2015 la religión ya no está. Paulina no habla de religión, Paulina habla de política. A lo que se aferra ella es a su ideología. Esa diferencia hace que la película se vuelva apasionante, incluso para los que creemos que la versión de 1960 es excelente. La patotade 1960 tenía certezas, la del año 2015 ya no las tiene. ¿No las tiene? El mundo que describe Mitre es muy diferente, su protagonista es diferente. En el plano secuencia inicial que posee el film, Paulina discute con su padre acerca de una decisión que ha tomado. Ella en lugar de afianzar una carrera segura como abogada en Buenos Aires decide quedarse en su provincia y dar clases en una escuela alejada de la ciudad. El padre cuestiona políticamente esta decisión, pero sus argumentos se mezclan con sus deseos de padre de que ella tenga una carrera más tradicional y segura en Buenos Aires. Dos generaciones preocupadas por la política, pero con miradas diferentes. Miradas diferentes que también han dado la edad. La juventud política del padre ha quedado atrás, como también su idealismo. Pero, insisto en esto, también habla como padre. La patota tiene una estética coherente con el film anterior de Santiago Mitre, El estudiante, lejos de la factura industrial lavada de los grandes éxitos del cine argentino de los últimos años, pero no por eso menos efectiva, por supuesto. Cámara en mano, nerviosa, tratando de seguir a los personajes como si no supiera a donde van a ir. Pero también planos muy expresivos, una buena utilización de los planos abiertos, un uso del lenguaje del cine a pleno, más allá de que en la película hay muchas escenas con largos diálogos. Particularmente logrados son los saltos temporales que permiten armar el relato completo al repetir escenas desde otro punto de vista. Sin lujos llamativos La patota consigue plantarse con firmeza a la hora de contar la historia. La estética del film es tan importante como su contenido, aun cuando el debate político que el relato contiene se transforme en objeto de muchas notas y discusiones más cercanas al contenido que a la forma. Paulina es como Roque, el protagonista de El estudiante en lo que refiere a su firmeza y su tenacidad, así como también su libertad de criterio, para bien o para mal. Paulina se transforma en víctima en un momento del relato pero eso no la debilita, su reacción no es políticamente correcta y tampoco es reaccionaria. Su búsqueda no cesa con el ataque que sufre, al contrario. Si la religión daba certezas en el film de Tinayre, acá la ideología política aumenta la incertidumbre. Pero la incertidumbre no apaga a Paulina, al contrario, la sostiene y le permite seguir avanzando. La película de Santiago Mitre no nos elige un lugar para estar, no nos dice a donde debemos mirar. Los argumentos del padre y la hija se explican claramente y ambos de forma creíble y atendible. Sin embargo, el principio feminista de “mi cuerpo, mi decisión” sí se sostiene a lo largo de toda la trama. Y no solo por feminista, sino como elemento primordial de la condición humana. Paulina es una heroína feminista por mantener la soberanía sobre su cuerpo y su mente, pero si fuera un hombre las ideas serían las mismas. La coyuntura social que vivimos le da a la violencia de género una comprensible prioridad en la agenda, pero la película tiene una mirada sobre la libertad del individuo en general. Paulina al final representa la victoria de una persona que se mantiene firme, como Roque, el protagonista del film anterior de Mitre. En el plano final de ambos films se observa el corazón mismo de los personajes. No es un mundo de certezas, no es un mundo seguro ni confiable, pero el aprendizaje continúa y los personajes encaran lo que viene con renovada fuerza.
Mantener los ideales Paulina (Dolores Fonzi) es una jóven abogada que decide abandonar su carrera en tribunales, y un doctorado en derecho, para formar parte de un plan educativo en una de las zonas más marginadas de Misiones. Su padre (Oscar Martínez), un prestigioso juez, no puede comprender la decisión de su hija de abandonar una promisoria carrera para ser maestra rural. Así de simple ve él las cosas; padre e hija discuten, las razones van y vienen. La hija lo tilda de hipócrita por ser un progre incapaz de meterse en el barro, y él la considera una burguesa ilusa que no tiene idea de lo que está haciendo, y que ese no es el lugar desde donde debe ayudar. Así, con fuertes argumentos y planteo social mediante, comienza esta historia. Paulina deja todo y llega al aula donde cree que podrá hacer algo significativo por los demás. Apenas un par de días después, es violada por un grupo de jovenes del lugar, algunos de ellos alumnos de su clase. Este hecho, violento y atroz, lejos de hacerla desistir de su nueva vida, lejos de destrozar sus ideas, la encierra en una burbuja donde parece no poder reaccionar ni sentir nada. No hay en ella desesperación ni deseos de venganza, cumple con todos los pasos que dicta la ley, hace la denuncia, sabe todo lo que van a preguntarle y responde con corrección. Su reacción, o su falta de ella, es lo que incomoda al espectador, cuesta entender qué le pasa, y finalmente se comprende que su ideología está por encima de sus sentimientos. Ella cree que sus atacantes están en inferioridad de condiciones ante la ley; la falta de justicia y la desigualdad social parecen ser más fuertes en su cabeza que su propio dolor o humillación, quiere para ellos un trato justo, y no quiere privilegios por ser hija de un juez. Es dificil sentir empatía con la protagonista, comprenderla, podemos entrar al cine sintiéndonos las personas más progres del mundo, e inevitablemente en algún momento de esta película nos vamos a encontrar teniendo algún pensamiento realmente reaccionario. Esta historia despojada, cruel, con una estética cercana al documental, nos muestra la desigualdad en imágenes, mientras los personajes con sus intelectualizados diálogos nos pasean de un extremo al otro, de lo politicamente correcto a lo realista, del idealismo a "las cosas son así". Oscar Martínez conmueve con una interpretación excelente de un juez ético y moralmente sólido, pero que no dudaría en utilizar los recursos a su alcance para que su hija tenga justicia; siente dolor por lo que le ha pasado y desesperación por la forma en que ella reacciona ante los hechos. Dolorez Fonzi no termina de lograr solidez en su personaje, y por momentos cuesta creer lo que dice en sus largos diálogos. "La Patota" es una película que por sobre todas las cosas incomoda e interpela al espectador, le obliga a plantearse hasta qué punto se pueden mantener las convicciones, ¿Seríamos capaces de mantener nuestras ideas en una situación tan violenta como la que enfrenta la protagonista? O por el contrario ¿sus ideas son tan extremas que no la dejan ver la realidad?
Tinayre la tenía más clara Como ya es sabido, ésta es una versión aggiornada de una historia moral que ya pasa el medio siglo, pero todavía tiene sentido. La escribió Eduardo Borrás, exiliado español, guionista habitual de Hugo del Carril, y la filmó Daniel Tinayre en el año del sesquicentenario de la Revolución de Mayo, 1960, con Mirtha Legrand recién treintañera. En esa historia, una mujer idealista se acerca a un colegio nocturno para enseñar algo medio abstruso para los alumnos, filosofía, y es sorpresivamente violada por un grupo de jóvenes, probablemente de la comunidad, que la dejan embarazada. Aun así, ella insiste en seguir cumpliendo su labor educativa en ese lugar. Incluso llega a enfrentarse con su padre, que es un juez retirado, y con las autoridades del colegio. Le va mal, pero al menos esos jóvenes reflexionan sobre el daño que le han hecho, se arrepienten y la ayudan. Eso, en la historia original de 1960. ¿Reflexionarán y se arrepentirán los jóvenes de esta nueva versión? ¿Alguien les inculcará responsabilidad y sentimiento de culpa? Pero antes, ¿qué piensa enseñarles la profesora? ¿Desde qué posición social mira a los alumnos? ¿Llega a comunicarse con ellos, como al fin se comunicaba la anterior? ¿Y por qué decide continuar con su embarazo y con su cargo? La anterior lo hacía por su formación religiosa y sentimiento social. En la nueva versión escrita por Santiago Mitre y Mariano Llinás poco después del Bicentenario, ambientada en las afueras de Posadas, Misiones, el personaje principal (Dolores Fonzi) es una joven abogada, hija de un juez en actividad, decidida a poner en práctica un proyecto de enseñanza de derechos políticos en las escuelas. No lo hace por vocación docente, sino por el "qué dirán" de otros miembros del proyecto, a quienes, dicho sea de paso, jamás tendremos el gusto de conocer. Hay una discusión muy interesante al comienzo, sobre el distinto compromiso político de dos generaciones, donde el padre le pide argumentaciones y ella sólo emplea chicanas. En otros diálogos (ninguno de ese nivel), agregará desplantes y empecinamientos. Tampoco se entiende con los destinatarios del proyecto. Tal como quiere enseñarlo, sin ninguna habilidad didáctica, los chicos no le encuentran sentido (¿cómo, según dice, el educador va a ser empleado del educando?), no le reconocen autoridad y, además, la rechazan por "caté, algo así como "finoli" en guaraní. Se quedan cortos. Ella es "iyag", agria, antipática, en guaraní, "iyarhel" en yopará, amén de "pytaguá, forastera. En la educación popular politizada, que es lo que pretende, lo suyo viene con atraso. Ignora las pautas de la "Pedagogía del oprimido", de Paulo Freire, abc del asunto desde hace también más de medio siglo. En síntesis, lo suyo es árido, contraproducente, y más dañino que el paternalismo que le reprocha a su padre. Pero esas consideraciones quizá queden como materia de discusión para militantes actuales de cualquier signo, si es que discuten algo constructivo en sus reuniones. Como en su anterior "El estudiante", Santiago Mitre pone a la vista las limitaciones de los nuevos "salvadores de la Patria" y deja que el público opine. Y va todavía más allá en la segunda parte del film, cuando pasa lo que pasa y la víctima se emperra en proteger a sus victimarios, acusando a la Policía y demás instituciones del Estado por razones tal vez ideológicas, algo que el público común no querrá entenderle. No lo entiende ni siquiera el padre. Los alumnos le dirían "akahatá, cabeza dura. Las feministas le dirán cosas peores. Sin embargo, lo suyo es coherente con un pensamiento impuesto en los últimos tiempos entre algunos que quieren salvar el mundo aun a pesar de sí mismos y del propio mundo. Coherente, y difícil de acompañar. Ése es el sentido de la toma final, y eso es lo que cuenta Mitre, con algunos juegos modernosos de tiempo y lugar, y una entretenida secuencia con policías de métodos medievales, brutos al cuadrado, pero eficaces. Particularmente elogiables las caracterizaciones de Oscar Martínez en el papel que antes hizo José Cibrián, y Cristian Salguero como el jefe del grupo (un actor misionero, padre de familia, cuyo rostro conviene tener en cuenta para nuevas películas). Luego, Esteban Lamothe con tonada y peinado nuevo en rol de novio malquerido, y Laura López Moyano como la docente que ayuda a la nueva. Para discutir, entre otras cosas, la frase "Cuando hay pobres en el medio, la Justicia no busca la verdad, busca culpables", frase clasista y demagógica bastante peligrosa. Para rever, y apreciar de nuevo más allá de su estilo envejecido, "La patota" de 1960.
Lo primero es lo primero... Aplausos para Santiago Mitre (no vamos a ser menos que el festival de Cannes). Ahora continúo... Santiago, director de "El Estudiante" (2011), se abre camino con "La Patota", peli original de 1960, dirigida por Daniel Tinayre y protagonizada por la genial de Mirtha Legrand, que en esta nueva versión, la vas a poder disfrutar bajo la actuación de la talentosa y siempre hermosa de Dolores Fonzi, quien a mi parecer, entrega una de sus mejores actuaciones en pantalla grande. La acompaña el gran Oscar Martínez, quienes en conjunto son la dupla explosiva de "La Patota". Hablando de la historia... Sí, es fuerte; ¿políticamente correcta o incorrecta? eso lo decidirás vos porque seguramente dé lugar a debate a la salida del cine, y ese es el plus de este tipo de pelis. La fotografía, las puestas de cámara, el relato, las actuaciones y las decisiones que se tomaron en el todo final, son un "sí rotundo" a que ya mismo saques la entrada. Con seguridad será una de las enviadas a los premios Oscar dentro de unos meses. ¡No te la pierdas! ¡Yo te avisé!
Después de ganar la semana de la crítica en Cannes, se estrena La Patota de Santiago Mitre (El Estudiante), con Dolores Fonzi, Esteban Lamothe y Oscar Martinez. Paulina es una joven abogada con una carrera floreciente en Buenos Aires que elige volver a su ciudad natal. Su padre, Fernando, es un destacado juez. En contra de la voluntad de Fernando, Paulina decide dar clases en una escuela suburbana como parte de un programa de inclusión. Una noche, luego de la segunda semana de trabajo, es brutalmente atacada por una patota. Ante la mirada atónita de quienes la rodean, Paulina decide volver a trabajar a la escuela, en el barrio donde fue atacada, sin imaginar que los responsables están más cerca de lo que sospecha. La patota tiene su estreno en un mes donde el femicidio es un tema latente en el país, pero para analizar su argumento es necesario separarla de la realidad y analizarla en su contexto; siendo este uno de los temas principales que generará la controversia en diversos medios. Desde su comienzo el eje de la historia gira en torno a Paulina, el film abre y “cierra” con ella. Y es gracias a la excelente actuación de Dolores Fonzi que se mantiene el relato. Oscar Martinez construye un padre forzado y cuestionable, pero funcional al guión y es el personaje que se pone en contraposición a Fonzi. El drama se inicia con el dialogo de un padre a una hija, desde que Paulina toma la decisión de ir a trabajar a Misiones hasta las consecuencias de su ataque y las posturas sociales y políticas que chocan entre ambos personajes. El único momento en que el punto de vista cambia es para construir el camino de la patota; alterando narrativamente el tiempo lineal de la historia. Aunque breve, el protagonismo que se le da al grupo de jóvenes, genera la ambigüedad en la postura de decisión por parte del espectador frente a las decisiones de Paulina.
La aparición de Santiago Mitre en el cine nacional es bastante inusual y, por eso mismo, bienvenida. Si el llamado Nuevo Cine Argentino parecía tener una debilidad era su temor a enfrentarse con los Grandes Temas, especialmente los ligados a la política. Era entendible: la generación que empezó a hacer cine en los ’90 venía de sobrevivir a una serie de películas que, en los años ’80, parecían más dictados telefónicos sobre temas del momento que, bueno, que películas. Más allá de la justificación lógica de ese momento ligado al acceso democrático tras la dictadura, son muy pocas las películas de esos años que perduran por sus valores cinematográficos. El NCA de entonces eligió “opinar” políticamente desde la sutileza (LA CIENAGA, EL CUSTODIO), de manera tangencial (PIZZA, BIRRA, FASO, EL BONAERENSE) o bien ignorándola por completo (sobran los ejemplos). Si durante los ’90 la “culpa” fue esa herencia ochentosa, durante la década siguiente –digamos, a partir de 2003– fue que los cineastas se volvieron cada vez más “alineados” políticamente a las distintas vertientes del kirchnerismo por convencimiento ideológico real o, acaso, por temor a quedar fuera de un sistema de subsidios, premios y concursos. Lo cierto es que, por uno u otro motivo, el cine argentino de los últimos 20 años fue pocas veces directamente político. lapatoa2Flash-forward a EL ESTUDIANTE, de 2010, una película que parece echar por tierra todas esas limitaciones. Es un cine nuevo, ágil, moderno y clásico a la vez, pero más que nada es uno que se atreve a volver a mencionar al “elefante” en el medio de la habitación: la Argentina es un país politizado y las universidades son el lugar donde se cuecen esos futuros dirigentes nacionales. Mitre se metía a fondo en ese mundo y salía de ahí con un protagonista modificado, ese que logró entrar al mundo de los pasillos, escritorios y arreglos y decidió parar la pelota en el momento justo. O en el que a él le pareció “límite”. LA PATOTA es, en cierto modo, una continuación de esas temáticas, solo que llevadas al cuerpo, a lo personal y a decisiones también importantes que tienen que ver con los límites que manejamos y los que manejan los otros. A diferencia del personaje de Lamothe en EL ESTUDIANTE, Paulina es una chica preparada para ese mundo. En cierto sentido, podría ser tranquilamente una versión del personaje de Romina Paula (se llama Paulina, ¿ok?), con un muy elocuente manejo del discurso militante y una confianza y seguridad en sí misma sorprendentes. Paulina está estudiando para un doctorado en abogacía y se espera que siga el camino de su padre, un reconocido e influyente juez. Pero, de entrada, en una escena de casi diez minutos filmada en plano secuencia donde queda claramente expuesto (acaso demasiado claramente) el conflicto entre ambos personajes, Paulina decide dejar el doctorado y ser parte directa de un programa de educación en escuelas rurales de las zonas más pobres de Misiones en lugar de quedarse, como aconseja su padre, manejando el programa detrás de escritorios y siguiendo con su carrera. El considera que los verdaderos cambios se hacen desde los puestos de poder. Ella quiere meterse en el barro. la_patota_nuevaLA PATOTA es, como se sabe, una remake de un filme de 1960 de Daniel Tinayre. Su punto de partida narrativo es conocido y similar, llevando a la maestra de turno a dar clases en una escuela de bajos recursos en donde la situación se le vuelve más complicada de lo que pensaba. Primero, por el desinterés de los alumnos en lo que tiene para enseñar (en este caso, lo que Paulina da es una clase de algo parecido a Educación Cívica en versión Laurent Cantet) y, segundo, porque en una noche en la que Paulina vuelve en moto un poco alcoholizada de una reunión con una amiga, es parada por “la patota” en cuestión y violada. Mitre establece dos puntos de vista y dos líneas narrativas paralelas para contar la historia. Hasta la violación llegamos con el punto de vista de Paulina, para luego contar la situación de Ciro (el “violador”) previa a ese momento, con sus propios conflictos (una “amigovia” que lo deja bastante perturbado) hasta llegar de vuelta a la violación, apreciada en esa reiteración con más detalle (pero jamás de manera morbosa) y como una suerte de evento en el que la confusión se mezcla con el alcohol, los celos y la bronca. Ciro no es alumno de Paulina –los demás, sí– y el uso de una remera y una moto similares a los de su “novia” disparan el conflicto. A046R5H6Para llegar al nudo dramático crucial de LA PATOTA habría que revelar cuestiones de la trama que no deberían ser adelantadas por más que exista una película previa que fue similar en ese sentido. No hablaré de eso aquí (aunque veo que varios colegas sí lo han hecho) y los invitaré a debatirlo en unos spoiler-free comments porque, claramente, es un asunto que invita al debate, especialmente en esta época en la que casualmente en la Argentina el tema de la violencia de género cobró una presencia mediática tan inusitada como bienvenida. Lo que sí me interesa es analizar cómo trata Mitre –y el guión que escribió con Mariano Llinás– los cruces entre lo político, lo físico y lo ético. En especial, su visión del concepto de Justicia. Hay algo curioso en la relación ideológica entre esta película y EL ESTUDIANTE. Si bien hay una nueva puesta en escena del conflicto entre los dirigentes políticos que prefieren los manejos turbios y los arreglos de poder, y los jóvenes que, en este caso más obviamente que allí, ponen el cuerpo en los sectores sociales donde entienden que se necesita, allí el límite parecía estar marcado por la Ley. Dicho de otra manera: podemos discutir cuál actitud es la mejor o peor a tener ante un conflicto determinado, pero la Ley era una línea que nuestro protagonista no quería cruzar. Era el lado oscuro, allá donde no hay límites sobre qué se puede o no hacer. En LA PATOTA es, más bien, todo lo contrario. Paulina entiende que la Justicia no está a la altura de las circunstancias ni de su situación y decide pasarla por alto, creyendo que su decisión es más certera en función de las circunstancias. Hay algo de extraño “iluminismo” o de delirio entre mesiánico y militante en el comportamiento de Paulina, y el filme da la impresión que se pone de su lado, que sostiene sus decisiones aún cuando no parecen ni justas ni lógicas. lapatotaPero ahí es donde el filme se vuelve doblemente interesante, ya que casi todos los coprotagonistas parecen tener opiniones sobre lo que le pasó a Paulina y lo que debería hacer al respecto que tienden a sonar más lógicas que las que ella va tomando. Y Mitre los pone a todos en igualdad de condiciones. ¿Es Paulina una heroína o enloqueció por completo? ¿Sus decisiones tienen sentido o son completamente absurdas? La película no lo dice claramente, pero toma partido por algo que podríamos definir como la “autodeterminación” de la protagonista: es su cuerpo, es su vida, tiene el derecho a tomar la decisión que le parezca con eso, más allá que en su mundo –tanto hombres como mujeres, aquí se excede la cuestión de género en un punto– le digan que está equivocada o que no la entienden. Acaso involuntariamente, ahí la película retoma más de lo que parece las ideas centrales del original de Tinayre: las convicciones políticas de Paulina son muy similares a las religiosas de Paula (Mirtha Legrand en aquel filme). Hay una suerte de fundamentalismo que iguala a ambas protagonistas de una manera un tanto provocativa: ¿se puede entender a la militancia política como algo cercano a la devoción religiosa? ¿Son sus metas, sus búsquedas y slogans finalmente más similares de lo que parecen a las de, digamos, la Biblia, pese a estar aparentemente en zonas opuestas y hasta enfrentadas del espectro político? ¿Hay más ceguera que sensatez en esa tozudez de ser firme a ciertas ideas/convicciones políticas y/o religiosas cuando el mundo nos muestra que tal vez no sean del todo coherentes? lapatotafonzilamotheLA PATOTA plantea todas estas cuestiones, pero a diferencia de EL ESTUDIANTE no da respuestas. O, si las da, son más sinuosas y abiertas a las interpretaciones. De todos modos, una película es mucho más que sus lecturas ideológicas (al menos esa es mi forma de ver el cine) y en casi todos los aspectos del filme Mitre demuestra ser uno de los grandes directores argentinos de esta época: su dirección de actores es acaso la mejor del cine nacional actual, mientras que su combinación entre una narración clásica, realista y ciertos desvíos propios que revelan la marca autoral lo hacen superar al propio Pablo Trapero en su mismo (o similar) territorio, aún cuando por momentos –como pasa también en el cine del realizador para el que coescribió varios guiones– sea un poco “lagunero” en algunas cuestiones narrativas, o excesivamente circular. No es una película perfecta LA PATOTA, pero sí una provocativa y frontal, que respeta la inteligencia del espectador y lo hace enfrentarse a sus propias convicciones, miedos y dudas. Si bien es visualmente impecable, el peso de la película recae más en los actores que en otra cosa, y aquí es donde Dolores Fonzi, literalmente, la rompe. Otra de esas actrices de las nuevas generaciones (digamos, menores de 40) que entiende que menos es más, que una mirada potente, un rostro crispado y un cuerpo permanentemente tenso pueden más que mil mohínes, también debe lidiar con un texto largo y complejo, que internaliza de una manera impecable al punto que uno imagina que Fonzi debe ser una persona de largas sobremesas discutiendo sobre “la problemática del campo social” o cosas similares… Oscar Martínez no se le queda atrás y en sus apariciones contundentes expresa la frustración y la bronca mezclada con una cierta admiración respecto al comportamiento de su hija. Lo mismo pasa con Laura López Moyano y el resto del elenco: a todos Mitre da su momento y todos entregan una verdad que puede convencer al espectador aún más que la de la propia Paulina. Pero, al fin y al cabo, es su cuerpo, es su vida, es su “llamado”. Y entre el mesianismo religioso y las convicciones de buena parte de la militancia política –de Jesús hasta hoy– las diferencias siempre fueron bastante sutiles. Si me preguntan a mí, para lidiar con eso debería estar la Justicia. Mitre prefiere también cuestionarla y toma la sabia decisión de abrirle la pregunta a los espectadores…
Poner el cuerpo La patota abre y cierra con dos escenas largas de diálogo entre Paulina (Dolores Fonzi) y su padre (Oscar Martínez), en las que discuten asuntos políticos pero no en el plano abstracto sino en el concreto de lo personal: cómo la política influye en ellos y hasta en sus cuerpos. Como sucedía en El estudiante, Santiago Mitre logra escribir diálogos que ilustran conceptos políticos complejos –en este caso con la ayuda de Mariano Llinás– y dirigir a sus actores para que los interpreten con una verosimilitud sorprendente. En la primera escena, filmada con un plano secuencia, sabemos que Paulina es una promisoria abogada, hija de un juez de la provincia de Buenos Aires que de joven perteneció a agrupaciones de izquierda y ahora abandonó aquellas utopías y es un pragmático que intenta “cambiar las cosas” desde su lugar, sin heroísmo. Pero Paulina es joven e idealista y le comunica que quiere abandonar su doctorado y su carrera y poner el cuerpo: quiere irse a dar clases de política a una escuela rural del interior. La película nos sumerge de entrada en el conflicto ideológico y nos interpela. No recuerdo otra película que ponga en marcha el intelecto del espectador con tanta intensidad y tan pronto como La patota, pero no para interpretar lo que pasa –que es cristalino– sino para analizar, discutir, pensar los temas que aborda. Tanto Paulina como su padre tienen un punto. De acuerdo a la ideología de cada uno, el espectador coincidirá más con uno o con otro, pero irá de la mano del texto recorriendo los barrios del pensamiento, ponderando los argumentos de los dos. Después de este prólogo extraordinario empieza la película, los hechos de la película. Paulina, efectivamente, se va a dar clases a la escuela rural y una noche, volviendo de la casa de una amiga en moto, es violada por una patota. Y el conflicto central es qué hace ella con eso que le pasa, con eso que le hicieron, y qué hacen su padre y su novio (Esteban Lamothe). Es difícil profundizar el análisis sin caer en el terreno del espoiler, pero creo que puedo decir que Paulina no quiere denunciar a sus atacantes porque, fiel a sus ideas progresistas, considera que ellos son tan víctimas como ella; su padre y su novio, en cambio, no comparten ni comprenden esta actitud. El espectador no quedará indiferente y no hubo pocos que salieron del cine irritados, pero el texto está planteado con tanta inteligencia que alienta polémicas que por otra parte son muy actuales: el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo aún cuando esa decisión a un hombre –a un padre, a un novio– le parezca monstruosa, hasta qué punto la violencia de género es un tema individual y hasta qué punto es social, y muchos más. Evidentemente Mitre tiene esa antena que le transmite lo que decir, como cantaba Charly García, porque de la misma manera que El estudiante fue filmada en la Universidad de Buenos Aires en los días de la muerte de Néstor Kirchner y logró capturar todo ese ambiente, La patota se estrena en un momento en el que los temas de género y en particular la violencia contra la mujer están en la agenda pública como nunca. Tanto El estudiante como La patota estimulan el debate pero sin dejar de jugársela. El final de El estudiante –Roque diciendo que no, como los héroes que dicen “no” cuando todos dicen “sí"– es jugado y el de La patota –ese diálogo último y las imágenes durante los títulos finales– también. La patota es una remake de una película dirigida por Daniel Tinayre y escrita por el español Eduardo Borrás, en la que Paulina (interpretada por Mirtha Legrand) no enseña política sino filosofía y la ideología que la mueve tampoco es política sino religiosa. Se pueden decir mil cosas acerca de La patota de Santiago Mitre: yo me quedo con la idea de que el progresismo de Paulina-Fonzi se parece mucho a la religión.
La joven Paulina con una promisoria carrera en el Poder Judicial, decide abandonar la comodidad de su rutina para establecerse en Misiones como maestra rural. Su padre, de profesión juez está en contra de su decisión, pero poco puede hacer para persuadirla, ella está convencida que la lucha por cambiar la vida de las personas se hace desde abajo y no detrás de un escritorio. Busca dar el ejemplo a sus pares, pero no será algo fácil. El desagrado y la indiferencia inicial de su grupo de alumnos dará paso a un violento suceso contra su integridad corporal producto de resentimientos y confusiones. Tras una intensa secuencia inicial donde se plantean en un rico debate intelectual las posiciones ideológicas de Paulina y su padre, somos testigos de una historia que parece ser conocida por todos, la de la maestra con buenas intenciones en una escuela de alumnos marginados y desafiantes, ya vimos Mentes Peligrosas, y encima Dolores Fonzi tiene un aire a Michelle Pfeiffer, pero la película no va por ahí. Luego viene el horror, el ataque sexual de La Patota y podemos pensar que la trama va a tomar el camino de la venganza, pero nuevamente estamos mal orientados. Ahí radica el gran acierto de la película de Santiago Mitre (el mismo de El Estudiante), alejándose de los tópicos habituales para enfocarse en el martirio íntimo y personal que carga la víctima, en un primer momento desde el manoseo administrativo de los investigadores, que con cada pregunta parecen juzgarla y hacerla responsable del hecho, y luego, aun más inquietante, desde el tipo de reacción de Paulina contra sus victimarios. El cine de Mitre es provocador e incita al debate tocando temas sensibles de nuestra sociedad. El guion está diseñado deliberadamente para generar controversias, algunas situaciones son capturadas desde distintos puntos de vista, en un recurso que se asemeja al de Gus Van Sant en Elephant, para darnos diversos elementos para juzgar las acciones posteriores de cada personaje. Bajo ese dispositivo La Patota se convierte en uno de esos viejos libros de “Elige tu Aventura”, pero aquí, cada acción y reacción de los protagonistas, puede disparar distintas sensaciones en cada uno de los espectadores, algunos podrán sentir compasión, otros indignación, algunos mucha bronca y hasta quizás comprensión. Una película incomoda y desafiante para los que busquen un cine listo para digerir. La Patota, que es una revisión de una historia que tiene más de 50 años, en la Argentina de hoy, y bajo la pluma de Mitre-Llinas, vuelve más vigente y obligatoria que nunca.
Hay películas que ponen a prueba al espectador. Sea por temáticas o escenas que pueden resultar incómodas, provocan odios y amores (amores hacia el riesgo artístico, claro), pero nunca la indiferencia, y generan discusiones incluso con uno mismo. Estas obras incluyen historias dramáticas con violencia y dilemas morales. La Patota es un muy buen ejemplo. Luego de recibirse de abogada, Paulina (Dolores Fonzi) opta por no ejercer y llevar a cabo una iniciativa diferente: se muda a un barrio humilde de Misiones para dar clases en un colegio secundario. Durante las primeras horas aprenderá a adaptarse en un mundo nada similar a la vida acomodada de Buenos Aires. Una noche, llegando de lo de una colega, es interceptada por una banda de muchachos y no logra impedir ser violada por uno de ellos. Sin embargo, en vez de irse de ese lugar y hacer lo imposible por olvidar el horror vivido y dejar todo en manos de la policía, Paulina decide quedarse y enfrentar la situación a su manera. Para empezar, no actúa en contra de sus agresores. La película es una remake del film de 1960 dirigido por Daniel Tinayre. En aquella ocasión, Mirtha Legrand era Paulina, quien sufría un ultraje en un barrio marginal bonaerense. En esta adaptación, Santiago Mitre y el coguionista Mariano Llinás trasladan la acción a otra provincia y a la actualidad, pero conservan la esencia y nunca descuidan el clima (el escenario de la violación es idéntico), algo a lo que Tinayre le daba importancia. Por supuesto, Mitre y su equipo le agregan crudeza, tensión, complejidad, realismo y crítica social (la corrupción y la intolerancia, a la orden del día), lo que le otorga su propia personalidad y la aleja del estilo melodramático de antaño. Un tono que ya caracterizaba a El Estudiante, ópera prima del director. Los pasos de Paulina desconciertan a quienes la rodean y también al público que la venía acompañando hasta el momento. No permanece como víctima (algo tan visto en films con violaciones), pero tampoco elije el camino de la venganza. Habrá otros factores que conviene no revelar en este texto. Aunque ya venía haciendo bastante cine, y de calidad, Dolores Fonzi aquí tenía la responsabilidad de sostener el film con un papel difícil, y está a la altura del desafío. Su actuación es contenida, pero sabe transmitir diferentes sentimientos mediante los ojos. No menos intenso es el trabajo de Oscar Martínez como su padre, un juez que simboliza el prejuicio de la elite acomodada contra las clases bajas: no comprende el proceder de la hija, pudiendo mover hilos para castigar severamente a los culpables. Esteban Lamothe es creíble como el novio misionero de Paulina, y en su corta intervención, Verónica Llinás muestra pinceladas de su talento en el rol de una tía de la protagonista. La revelación pasa por el debutante Cristian Salguero como Ciro, el responsable de atacar a la chica. Su participación y la de otros lugareños suman a la idea de autenticidad. Generará compasión, bronca, desconcierto, amargura, indignación, pero La Patota es una película potente e indispensable, que ya se ganó un lugar como tema de discusión a la salida de la sala y en cada ámbito cotidiano.
It is the social and moral point of view of director Santiago Mitre’s award-winning film La patota what turns the protagonist, a victim of rape, into someone who goes beyond commonly established notions of crime and justice. In spite of having suffered an enormous degree of violence, Mitre’s strong heroine believes that said violence should not be used as a response to crime. Paulina (Dolores Fonzi) is a socially aware young lawyer with a flourishing practice and an even more promising law career. Her father, Fernando (Oscar Martínez) is a renowned judge who cares deeply for her and wants her to have a highly-rank position in the law profession. It would seem that father and daughter had always agreed on how she was to develop her career, but now an unexpected change of plans has taken place. Paulina wants to quit both the Ph.D. she’s pursuing and her practice in order to become a rural school teacher in the outskirts of Posadas, the city where she was born, near the Paraguay-Brazil border in the province of Misiones. To her, teaching destitute students would mean making a true commitment in a manner she finds more tangible and down to earth. However, her father finds it to be a rather naive hippie-like fantasy and tries to convince her through any means not to do so. Even so, Paulina’s strong wilfulness and self-assurance prevail. So she travels to Posadas to take up the position as rural teacher and starts with her lessons on citizenship issues and politics right away — despite her students’ hostility and apathy. But she won’t give up easily. Eventually, she befriends a colleague, Laura (Laura López Moyano) with whom she spends time after work. One night, after meeting Laura, Paulina returns home on a motorbike and, all of a sudden, she’s ambushed and attacked by a gang of five youths. And one of them rapes her. From then on, La patota unfolds in an unsettling and daring manner that will surely prove very thought-provoking to viewers. For starters, Paulina turns into the exact opposite of the usual victim of an assault, because not long after the rape, she resolutely goes back to work — although her father and an old boyfriend don’t want her to — and ultimately starts to realize that her attackers, whom she actually didn’t see that clearly, might actually be students in her class — except for the one who actually raped her. Furthermore, she also decides not to identify them once the police have arrested them thanks to her father’s somewhat unlawful intervention. As is well known, Santiago Mitre’s La patota is a remake of the 1960 Argentine classic of the same name, directed by Daniel Tinayre and starring local diva Mirtha Legrand. And while a number of elements have been changed, you could say that this new version has preserved quite a bit of the essence of the original. More to the point, Mitre’s film set tongues wagging during its presentation at the Cannes Film Festival earlier this year, where it snatched the top prize of the Critics Week sidebar and a FIPRESCI award for the parallel sections. The lead character in Mitre’s remake, now embodied in a riveting performance by Dolores Fonzi, comes across as a very singular person that would rather seek the truth — meaning perhaps why she was raped — and deal with the attack in a way that is perplexing to those around her. She’s not to hand them to forces of law and order. As she puts it: “When the poor are involved, justice would rather look for the guilty parties than for the truth”, to which she adds: “What happened to me is the result of a world that creates nothing but violence.” And it’s not that she’s a liberal bleeding heart, for her convictions come out of a far more profound place. Following Paulina’s line of thought, just because the attackers are poor and outcasts, they have almost no chance of getting a fair trial — in fact, when she’s asked to identify them, it is plainly clear they had already been beaten up by the police. And this is when La patota is to be understood more in allegorical terms than literal ones. As is the case with Les fils, by the Dardenne brothers — which, according to Mitre, is one of the films he took as a reference to approach Paulina’s ordeal — La patota doesn’t ask viewers to empathize or necessarily understand the reasons why she does what she does. In allegorical terms, their decisions can be representative of a human understanding of conflicts that are rooted in far more complex stances where politics, social injustice, a biased legal system and brutality mingle to ill-fated effect. It’s not about forgiveness and redemption either — as the original version was. That would’ve been too easy to digest. In fact, some of Paulina’s thoughts and beliefs are clearly enunciated, but most of what goes on inside her remains inscrutable. That’s why La patota is the type of film that doesn’t give any answers, but instead poses questions that are hard to answer — and I mean that in a good way. Like Mitre’s previous films, El estudiante and Los posibles, his new outing is extremely well shot in all regards, from cinematography to sound design, from the mise-en-scene to the editing. And the narrative structure that goes back and forth in time as it alternates points of view is an achievement that surely adds to the overall intrigue of one compelling feature. Production notes La patota / Paulina (Argentina, 2015). Directed by Santiago Mitre. Written by Santiago Mitre, Mariano Llinás, based on the film La Patota, written by Eduardo Borras, directed by Daniel Tinayre. With Dolores Fonzi, Cristian Salguero, Esteban Lamothe, Oscar Martínez, Verónica Llinás, Laura Lopez Moyano. Cinematography: Gustavo Biazzi. Editing: Delfina Castagnino, Leandro Aste, Joana Collier. Running time: 103 minutes.
La patota (Argentina / Francia / Brasil – 2015) Dirección: Santiago Mitre / Guión: Mariano Llinás y Santiago Mitre, basado en el original de Eduardo Borrás / Fotografía: Gustavo Biazzi / Música: Nicolás Varchauski / Edición: Delfina Castagnino, Leandro Aste y Joana Collier / Dirección de arte: Micaela Saiegh / Intérpretes: Dolores Fonzi, Oscar Martínez, Esteban Lamothe y Verónica Llinás / Duración: 102 minutos. ECOS DE PROVOCACIÓN Ya en 1960 La patota llegó para revolucionar un cine nacional que venía acostumbrado a la fórmula repetida de un star system importado y tardío; en 2015, Santiago Mitre retoma la película para redoblar la apuesta, y en una remake recordar aquel gesto provocativo de su antecesora. Salvando las distancias estilísticas, procedimentales y temporales (obviamente), ambas irrumpen en la escena como piedras en el zapato, y como llamado de atención social a una masa de humanidad que debe salir de su zona de confort al enfrentarse a una problemática muy actual: la violencia injustificada hacía las mujeres y la corrupción. En el comienzo fue Mirtha Legrand, hoy es Dolores Fonzi quien se pone en la piel de Paulina, una joven abogada de clase media alta que decide dejar su carrera en la justicia para dedicarse a vivenciar la experiencia de la necesidad, la pobreza estructural y la humildad en un pueblo alejado de Posadas, Misiones. Los dos polos sociales antagónicos se unen por un hilo imaginario a través de esta muchacha con agallas cuya única motivación es la de provocar un verdadero cambio en la sociedad. Con la frente en alto y una decisión firme como estandarte, Paulina deja la ciudad para internarse en las profundidades de la tierra colorada y todo su folclore. Lejos de tomar una posición distante Paulina establece conexiones fraternales con el entorno, sin olvidar, por supuesto, su rol de comunicadora y docente. Pero su voluntad de intentar igualar lo que la sociedad ha separado, repentinamente la ubican en el lugar de la víctima. En el camino de vuelta desde la casa de su amiga, un grupo de jóvenes la interceptan y en los alrededores de un viejo elefante blanco, es abusada sexualmente. ¿Dónde quedará ahora su vocación social? ¿Cómo seguir después del ultraje? Es curioso, pero lo que justamente resalta La patota, es la vía por la cuál su protagonista experimenta su estado de resiliencia. Mitre dijo que una de las ideas principales de tomar el desafío de realizar remakes es la de generar un efecto potenciador con respecto a la versión original. Además de propenderle un estilo propio, lo que más entusiasma es la posibilidad de poder retomar una historia y re ubicarla en la contemporaneidad, crear una nueva interpretación. Porque el núcleo dramático se conoce, sin embargo la innovación viene de la mano de un conjunto de decisiones estéticas que se amalgaman a la estructura narrativa cuando Mitre propone un interesante juego visual que muestra las dos caras de un mismo hecho. Por un lado el grupo de jóvenes, y el acercamiento hacía la intención de querer indagar (si se pudiera) los motivos de la violación; y por el otro, la mirada de Paulina, que si bien, es la víctima pronto adquiere un rol sorprendente que es, definitivamente, el tópico central de esta nueva realización de La patota. La reflexión versa, entonces, en la singularidad de cada versión y su nivel de transgresión adecuado a la coyuntura social, cultural y política de cada época. Por eso, lo interesante es poder descubrir la seña particular de cada una y tomarse el tiempo de parar y pensar cosas como por ejemplo, qué se estará haciendo mal si aún en 2015 hay que seguir educando a la sociedad en lo que a materia de derechos humanos se refiere, incluyendo los derechos de las mujeres. Resulta engorroso, pero lo cierto es que la modernidad del siglo XXI parece sólo haber alcanzado a la tecnología pero no a la mentalidad. Se agradece que el cine, desde el arte, pueda disparar el motor del pensamiento y dar cuenta que alcanzar cambios es ejercicio de todos los días. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
Perdonar aunque duela Últimamente, y por culpa de Hollywood, cada vez que los cinéfilos vemos la palabra remake nos da un poco de escozor y motivos hay de sobra; pero en el caso de La Patota esto funciona distinto y de alguna manera, llega para dar un poco de esperanza sobre futuras nuevas versiones de películas clásicas. El film original fue realizado en 1960 por Daniel Tinayre y la protagonista era Mirtha Legrand. El contexto social era muy distinto al actual: la mujer recién estaba comenzando a conquistar sus derechos, por lo que una historia como esta, era algo innovador para el cine de ese entonces y también lo era para Legrand, quien hasta el momento sólo había protagonizado historias banales. Por otra parte, en la película de Tinayre se pone en juego la moral católica, como un intento de conquistar al público más conservador de esa época. En esta nueva versión, dirigida por Santiago Mitre, nos encontramos con varias similitudes pero también con las diferencias necesarias para adaptar el argumento a la actualidad, lo que también hace que el espectador pueda llegar a empatizar más rápido con las situaciones que se plantean. Esta vez, la moral católica desaparece y lo que se pone en juego es la moral política y social. Paulina (Dolores Fonzi) es quien lleva a adelante su bandera por intentar cambiar la sociedad (o por lo menos una porción de ella) mediante la educación y manteniendo esta premisa aún luego de sufrir una violación por parte de un grupo de chicos que concurren a su clase. El protagónico de Dolores Fonzi es uno de los puntos más fuertes de la película. Su actuación deja en claro cómo fue creciendo actoralmente y que puede pasar casi cualquier desafío. Otro actor a destacar es Oscar Martínez, quien hace de Fernando, padre de Paulina y juez de la Nación, quien se encontrará en una encrucijada potente cuando tiene que decidir como juez, pero a la vez, tiene que escuchar cuáles son los deseos de su hija, aunque vayan en contra de todos sus principios. Ambos protagonistas tienen actuaciones estupendas y compenetradas por completo con los personajes. Desde la parte visual se puede destacar una excelente fotografía de Gustavo Biazzi, además de los paisajes de la selva misionera, pero de todas formas, el guion es el que se lleva todos los galardones. Por momentos es incómodo y pone al espectador a debatir internamente en dónde se pararía ante una situación como la que vive la protagonista o como la que le toca a su padre. También el debate se puede centrar en si nos encontramos delante de una víctima cegada o de una mujer con los ovarios bien puestos que se desafía a sí misma, pero que no busca venganza. Santiago Mitre logró, una vez más, captar al público con La patota y eligió una buena historia para contar desde su visión. Ojalá sirva de ejemplo para las próximas producciones que quieran rescatar esas joyitas que el cine nos supo dar.
Después del abismo “La patota” confirma el talento de Santiago Mitre, que vuelve con interrogantes similares a los de “El estudiante”, ahora en la remake del filme de Daniel Tinayre. Primero con El estudiante (2011) y ahora con La patota, Santiago Mitre se instala como un cineasta de la ambigüedad y la inteligencia. Pero si el protagonista de la primera era un emblema del pragmatismo político, en La patota Paulina lo es de la convicción moral, que adopta dimensiones trágicas. Dolores Fonzi interpreta a una joven abogada que se adentra en la Misiones profunda para dar clases a jóvenes marginales a contramano de los consejos de su padre (Oscar Martínez), un conservador que quiere llevarla hacia los privilegios de clase en un largo y virtuoso primer plano secuencia. La entrada de Paulina en el escenario empobrecido es errática y patética, y la lengua guaraní no hace sino subrayar su cándida extranjería. Lo que en un principio parece una sátira cínica sobre los peligros de una militancia inocente, se tuerce por completo cuando Paulina es violada por una “patota” de aserraderos de la zona (en una escena incómoda pero breve narrada desde una perspectiva doble), que así como marca el punto extremo de su caída la expulsa hacia un más allá distanciado de los personajes secundarios. Lejos de arrastrar al filme a las aguas llanas del policial (a pesar de la violación, juzgado de pueblo, policías y detenciones), el ataque padecido por Paulina opera en ella un desclase que la libera de su condición así como de la posibilidad de integrarse al medio, soledad acentuada por su incomprendida negación a abortar. La ambigüedad del filme de Mitre –apropiación-remake de La patota (1960) de Daniel Tinayre, que narraba una historia similar aunque de connotaciones religiosas– yace en esa superposición narrativa en la que conviven la sagaz mirada sociológica y la hondura de un drama metafísico (apuntalado por la gran actuación de Fonzi), el escenario atemporal y el contemporáneo, la temática clásica y la posmoderna, la ley y la moral. La patota es también un sagaz desclase fílmico de películas socialmente ingenuas como Ciudad de Dios o Elefante blanco (guionada por el mismo Mitre) con el precio de volverse ensimismada, hermética y oscura como su heroína. “La justicia no busca la verdad, busca culpables” o “Este hijo es el resultado de una realidad que ni yo ni vos entendemos”, le dice Paulina a su padre, y con ello resume el planteo filosóficamente urgente de una película solo en principio realista, pero también la prueba de que todo dilema sobre la otredad conduce a un abismo para el que no caben palabras o discusiones, solo la voluntad. Paulina, más cercana a las heroínas radicales del cine de los hermanos Dardenne que a las protagonistas cotidianas del reciente cine argentino, persigue ya no la asistencia social sino la verdad con mayúsculas. No hay aproximación a la verdad (léase comprensión, sensibilidad, empatía) sin una iniciación al dolor, la humillación, la degradación, es la sugerencia inquietante de La patota. Pero esa autoconciencia también es dudosa ya que no puede dejar de pensarse como un artificio, el resultado de una estudiada nivelación de fuerzas, de una herencia cinematográfica, política y filosófica asumida al detalle. Sospecha que no hace sino sumar otro nivel más al cine decididamente evasivo de Mitre, que ante la posibilidad de mostrar la cara prefiere decir “no”.
Perdonar es divino La escena inicial, un intenso y largo plano, define tema y personajes. Paulina, joven abogada, le explica a su padre que quiere volver a Misiones a enseñar educación cívica en una escuelita rural. El padre es juez y trata de disuadirla. Idealismo y pragmatismo confrontan allí. Y seguirán confrontando. “Quiero ponerle el cuerpo a esta experiencia”, dice Paulina. Y demostrará que lo de poner el cuerpo no es una metáfora. La historia es conocida: se va a la escuelita, la violan, pero ella asume el espíritu sacrificial de la buena católica para seguir adelante. No condena a sus victimarios, no los denuncia, se agarra a ese ultraje para darle más contenido a una entrega que parece purificarla. Y al saberse embarazada, la mezcla de culpa y ofrenda le ilumina el camino hacia un incomprensible perdón. Paulina siente que a los violadores también son víctimas, que ellos también ponen el cuerpo (Paulina es violada y ellos son golpeados en la comisaría) y que es la injusta realidad la que en alguna forma los iguala. De nada valen los argumentos de ese padre. Tampoco la posición de su novio. Para ella, su decisión es un desafío, una manera de interpelar un mandato social. ¿Es lógico lo que hace? Santiago Mitre dio algunas pistas: “Decidimos que así como no había que juzgarla tampoco había que entenderla, sino acompañarla”. Y esa forma de poner el cuerpo acaba siendo para ella una toma de conciencia y un acto libertario. “Vos sos víctima no heroína”, le dice el padre. Pero ella siente que el perdón es una fuente de afirmación y que el ultraje quizá sea la manera de ponerse a tono con el lugar que ha elegido. Film sólido, fuerte, que tiene en Dolores Fonzi una intérprete estupenda y en Oscar Martínez un compañero a su altura. Que no descuida ni una escena ni un detalle, que está bien dialogado y bien ambientado. Es intenso y creíble este drama de conciencia que invita a la reflexión. Paulina fue a evangelizar y terminó crucificada. Pero decide seguir adelante. Así termina.
El debate, a la fuerza No deja de ser curiosa en el marco de la producción audiovisual argentina la recurrencia a una remake, especialmente cuando hay pocos films alumbrados con la categoría de culto o de clásico que permanezcan en la memoria de los espectadores y “precisen” una reescritura o aggiornamiento. No digo que esté mal, sino que es infrecuente, y en todo caso será saludable por este medio la reinstalación de viejos films para que las nuevas generaciones de espectadores se acerquen a la historia del cine nacional. Ahora bien, detrás de esta operación de reinstalación de un film imaginamos que existe una toma de decisiones en torno a qué película recuperar, más aún en un mercado virginal en este tipo de propuestas. Y ahí es donde comienzan los problemas de La patota, reescritura del film de Daniel Tinayre de 1960 que hablaba de una violación y de aquello que giraba alrededor de las decisiones de los involucrados, porque el film de Santiago Mitre se impone como un film de debate (sin ingenuidad, en un contexto histórico y político donde la violencia contra la mujer se instaló como tema), y esa imposición luce forzada y carente de vuelo cinematográfico. La patota 2015 es una película que busca provocar, también a partir de las decisiones de sus personajes, pero que desde su precario armado se convierte antes que en una película escandalosa, en una caprichosa. Sería interesante pensar primero la idea de “patota”, mucho más arraigada en los 60’s donde Tinayre imaginó su película a partir del guión de Eduardo Borrás. La patota, como concepto estético vinculado con lo cinematográfico -incluso lo musical-, es algo decididamente urbano, relacionado con las grandes ciudades y con grupos donde lo vandálico está presente, como ruptura de ciertas conductas y normas sociales establecidas. Lo que vemos en esta versión de Mitre lejos está de ser una patota, básicamente porque desconocemos (más allá de algunas imágenes de ilustración que nos ubican a los personajes en tiempo y lugar) la dinámica de ese grupo que termina violando a Paulina, la protagonista. La única secuencia en la que los vemos actuar como grupo, antes del acto en cuestión, es la contemplación de un engaño amoroso que desencadenaría la tragedia, y donde los códigos entre los protagonistas se imponen a la fuerza, en un registro donde lo animal y primitivo se aplica (un poco en la senda Trapero). Si se me permite el barbarismo, en esa secuencia los personajes están más cerca de los monos de El planeta de los simios que de un drama realista de connotaciones sociales como el que se quiere imponer. El problema de este dibujo que hace Mitre, junto a su guionista Mariano Llinás, es cómo se termina pensando a la pobreza y los sectores marginales, cómo se ejemplifican sus actos y motivaciones, y cómo eso termina inhabilitando el debate principal del film. Lo que parece a simple vista un debate semántico sobre el sentido de la palabra “patota”, termina siendo más trascendente y lacerante para la película. La principal decisión de los creadores de la remake es quitar la explicitud del velo religioso en la mirada del original, y trasladar el debate hacia lo político y hacia la noción divergente de justicia que tienen Paulina (Dolores Fonzi) y su padre, el juez influyente (Oscar Martínez). Por eso, el debate se aleja de la moralidad cristiana (no del todo, eso está claro y tiene que ver con algunos giros que va tomando la historia hacia su final) y se acerca más al pragmatismo de pensar cómo castigamos los delitos y crímenes, algo que tiene la dimensión de lo urgente en el estómago de los argentinos. Y ahí retomamos el problema fundante de La patota. Si queremos plantear este debate entre esas dos miradas antitéticas, es necesario construir un escenario donde la complejidad habilite las dos miradas, el cruce entre ellas y la posterior reflexión del espectador. Y La patota no lo hace porque el origen de ese conflicto es deliberadamente inhumano: el otro que construye el film, el violador y el agresor, no merecen demasiado análisis en la forma en que la película los mira. Cuando el imaginario progresista se posa sobre lo social, el tipo de delito que abarca tiene que ver con otras instancias donde la desigualdad y la exclusión operan de otras formas; cuando hablamos de violaciones y violencia contra la mujer, la injerencia es cultural y entran a jugar otras motivaciones vinculadas con lo psicológico y las patologías. Y más allá de que Mitre y Llinás quieran hacer como que no opinan, que imponen dos miradas centrales (la de la hija y la del padre) que quedan a merced del espectador, lo cierto es que la otra línea inevitable en todo film, la de lo narrativo, es totalmente perjudicial para el personaje de Paulina: porque su cruzada cuasi mística no encuentra un sustento lógico desde la construcción cinematográfica, y acerca su punto de vista más a lo antojadizo que a lo coherente dentro de un marco de ideas y conceptos políticos. Lo que demuestra esta versión de Mitre es la imposibilidad de reescribir el original de Tinayre. O, al menos, la total reescritura de la que sería necesaria. Sólo cuando el drama incorpora la moralidad cristiana y el sentido sacrificial-religioso del personaje de Paulina (y Tinayre lo tenía mucho más claro si pensamos en un clima de época), es cuando se interpreta mejor la motivación de la protagonista. Pero aquí busca eludirse esa posibilidad, lo que sumado a la distancia con que la cámara la toma (más allá de la dardeniana puesta en escena), hace que Paulina se nos convierta antes que en un enigma que nos deja pensando, en algo incomprensible que nunca asimilaremos. La patota hubiera necesitado además de lo que tiene (notables actuaciones de Fonzi y Martínez, y un virtuoso plano secuencia al comienzo), un acercamiento a esos agresores y violadores como para que el debate tuviera sentido. Y, de hecho, cualquier película que parte del objetivo de sembrar la discusión no puede ser más que presa de su propia vacuidad, y de su tiempo.
Relativismo militante Muchos colegas consideran oportuno el estreno de La Patota, remake más que libre del clásico de Daniel Tynaire de 1960 y protagonizado por Mirtha Legrand, al exponer la coincidencia coyuntural con un tema que ha tomado a la opinión pública en estas últimas semanas relacionado con la violencia de género y su consecuencia más atroz, el femicidio. La vinculación -atendible y no especulativa- se sustenta al encontrar en la anécdota planteada por el propio director, junto a su co-guionista Mariano Llinás, léase la violación de una maestra por un grupo de lugareños entre los que se encuentran sus propios alumnos y sus derivaciones éticas y morales frente al entorno, al establecer vasos comunicantes con las miles de historias de mujeres víctimas de la violencia de los hombres. Ahora bien, La Patota no pretende desde su tesis cinematográfica visibilizar la violencia de género a partir del acto de vejación sufrido por su protagonista Paulina, interpretada de manera soberbia por Dolores Fonzi , tanto desde lo corporal como en lo que hace a la reducción de gestos ampulosos para generar desde las micro expresiones de su rostro e inflexiones de voz, un personaje complejo y tridimensional. Tampoco era un objetivo del film original de los años 60 la denuncia social sino la exposición cruda entre lo concreto y lo abstracto o más precisamente entre la realidad y la interpretación subjetiva de la realidad. La redención de la religiosidad ante la situación extrema de la víctima Mirtha Legrand, quien enseñaba Filosofía y tenía enormes convicciones religiosas, en la película del 2015 se transforma en el peso de la ideología a la hora de enfrentarse con la realidad.¿Puede la ideología alterar la percepción de la realidad y reducirla al terreno del dogmatismo que esquiva al supuesto discurso reaccionario o políticamente incorrecto cuando es exactamente lo mismo que lo que ataca? Pensemos en una religión, más allá de la fe, el armazón ideológico detrás de los fundamentos inatacables existe en la idea del bien y del mal. Es válido, desde este punto de vista, sostener de manera argumentativa que la ideología política funciona de la misma manera que una religión, por ejemplo al definir qué es la justicia, o más complicado aún qué es justo. Bajo este criterio relativo pendula la tesis cinematográfica de esta película marcadamente política, la cual se encarga desde sus ideas de abrir un abanico de preguntas sobre los dilemas éticos, pero también de confrontar lo discursivo y abstracto con el barro de lo inexplicable, de lo inteligible desde la lógica racional para poner el cuerpo, al igual que su protagonista, al debate generacional sobre la justicia y la manera de entender la acción política como motor de cambio social. Ya en El estudiante, debut de Santiago Mitre, se exploraba la militancia desde las filas de la Universidad y se la despojaba y desmenuzaba de todo tipo de romanticismo ante los tejes y manejes internos de aquellos que tenían más poder sobre el estudiantado y también allí se cuestionaba cuál era el valor de la ideología en la toma de decisiones individuales que afectaban a grupos. En ese sentido, el comienzo de La Patota en un plano secuencia donde desde el guión se plantea la brecha generacional pero también la inexpugnable relación entre un padre (Oscar Martínez, brillante) y una hija sobrevuelan chicanas para defender ideologías: la idealista de impartir educación cívica en el interior de la Misiones profunda y así abandonar un doctorado en Derecho que con el correr del tiempo podría significar una verdadera chance de hacer política desde el poder contra la mirada cínica de aquel que se vio derrotado ante la utopía de luchar por un mundo más justo, quien paradójicamente es Juez. Ante esos dos ejes conceptuales , la idea abstracta de justicia se entronca con la dominancia de una clase sobre otra y se resume en una excelente línea a cargo de Paulina que reza que cuando se trata de pobres la justicia no busca la verdad sino busca culpables. Pero si las víctimas están de los dos lados ese argumento se desvanece. El cuestionamiento de este film entonces pone al espectador en un lugar incómodo si se deja arrastrar por el hecho de la violación de la protagonista y su extraña manera de reaccionar al defender sus convicciones ante la perplejidad de todo un entorno que actúa en su nombre. La distancia con que Santiago Mitre aborda el dilema contrasta con la elegida desde la puesta en escena al partir el relato cronológicamente y mostrar la situación que detona el conflicto central tanto desde el punto de vista de Paulina como de su violador, sin juzgar, pero aproximado a sus cuerpos, rostros, a veces a las espaldas como Gus Van Sant lo hiciera en Elephant y otras con planos generales donde por ejemplo la selva misionera transmite la ferocidad del lugar o el edificio abandonado una metáfora contundente que en toda región del país habrá un elefante blanco, un proyecto de cambio social sepultado en el barro de la realidad, ese que Dolores Fonzi transita desde el primer minuto pero que prefiere percibir de otra manera.
Civilización y barbarie No deja de ser interesante la idea de transponer un argumento abordado por el cine argentino décadas atrás, enfrentándolo al paso del tiempo y los inevitables cambios sociales y culturales, si bien todo indicaría que un aceitado policial como No abras nunca esa puerta (1952, Carlos Hugo Christensen) o una divertida sátira como El negoción (1959, Simón Feldman) parecerían, en principio, más atractivos que La patota (1960), melodramática película escrita por Eduardo Borrás y dirigida por Daniel Tinayre. No es la primera vez que esto se hace, pero hasta ahora habían sido sólo remakes de films pasatistas o basados en obras teatrales (como Los muchachos de antes no usaban gomina o Así es la vida). La patota 2015 llega a las salas gracias al apoyo de productores importantes, un par de premios en una sección paralela del Festival de Cannes y un sostén mediático significativo, incluyendo el apoyo de un canal abierto como Telefé y las recomendaciones de la propia Mirtha Legrand (protagonista del original). Lo primero que puede decirse es que el film no está a la altura del módico revuelo que va levantando a su paso, mostrándose más como una displicente provocación que como drama testimonial o relato de suspenso de ribetes policiales, a los que podría haber apuntado. Hay algo de ese cine que seduce en festivales (aquella Bailarina en la oscuridad de Von Trier, la Rosetta de los Dardenne), en cuanto a proponerle al espectador una protagonista incómoda que –con motivaciones comprensibles o no– esquiva posibles soluciones a sus problemas. Tal vez lo mejor sea cotejar La patota de Tinayre-Borrás con la de Santiago Mitre (escrita por el propio Mitre junto a Mariano Llinás), para encontrarle valores y deméritos a esta nueva versión. LO NUEVO Y LO CONOCIDO. La manera con la que se han aggiornado algunos elementos del original parece atinada: a la protagonista se la ve ahora menos débil y resignada, no hay frases sobreimpresas que subrayen un mensaje aleccionador al comenzar o terminar el film, ni canciones fuera de tono, ni un desenlace folletinesco y moralista. Hay momentos en los que la cámara consigue cierta intensidad (como cuando se desata la caza de los culpables), así como no puede objetarse la solvencia de Dolores Fonzi, Oscar Martínez y Esteban Lamothe en la interpretación de sus respectivos personajes. Pero esos esfuerzos se desdibujan dentro de un planteo estético errático, con la cámara en movimiento registrando planos cercanos y nutridas conversaciones que recuerdan el estilo al que nos tienen acostumbrados los unitarios televisivos (rasgos ya presentes en la sobrevalorada película anterior de Mitre, El estudiante). Elude la bajada de línea característica del tan repudiado cine argentino de los ’80, pero repite vicios de aquélla época: máximas sobre pobreza o justicia disparadas como dardos al paso (la charla con la tía en el bosque y las conversaciones en torno a la democracia en el aula son claros ejemplos), escasa confianza en la elocuencia de las imágenes, una que otra secuencia violenta como demostración de cine adulto. CIVILIZACIÓN VS. BARBARIE. En el film de Tinayre la acción transcurría enteramente en Buenos Aires y los jóvenes que atacaban a la profesora bienintencionada eran marginales que buscaban aprovecharse de otra mujer. Aquí son estudiantes y un obrero misioneros de mirada desconfiada, por lo que el enfrentamiento se da, finalmente, entre la joven ilustrada que llega de la gran ciudad y un grupo de muchachos del interior. En el original había una búsqueda sincera de acercamiento de ella hacia sus alumnos, que daba –convencionalmente– sus frutos hacia el final; aquí la mujer nunca tiene a mano una sonrisa o una expresión de afecto hacia los jóvenes (no hacia quienes la violaron, lo cual sería comprensible, sino hacia sus alumnos en general): se diría que los defiende llevada por un principio autoimpuesto, pero sin sentimientos. De hecho, en el film de Tinayre aquéllos tenían más peso, incluyendo el que escapaba arrepentido (Walter Vidarte), en tanto acá parecen animaless salvajes que actúan sólo empujados por el instinto y el rencor (por eso pierde sentido el título, acertadamente cambiado en el exterior por el de Paulina). Precisamente en 1960 se estrenaba también una ópera prima que miraba sin condescendencia a chicos del interior, con quienes el docente lograba una convivencia fructífera y el aprendizaje era mutuo (Shunko, de Lautaro Murúa). Claro que la imagen de un maestro rural no es igual que la de una abogada progresista, aunque aquél era a todas luces menos paternalista que esta chica de rulos y ceño fruncido. POR QUÉ, PARA QUÉ. La Paulina encarnada por Mirtha Legrand tenía motivos religiosos para llevar adelante esa especie de desafío personal, sufría como un Cristo o como una santa para salvar a su prójimo. Las reacciones de la Paulina de Dolores Fonzi, en cambio, no responden a una convicción religiosa ni tampoco a una militancia política definida: no queda claro por qué se opone al poder de su padre juez y de la Policía pero no al que naturalmente ejerce ella misma como profesora (algún alumno se lo hace notar, pero la película enseguida pasa a otra cosa), tampoco su idea de delito ni ese individualismo que se contradice con sus proyectos colectivistas. Desde un comienzo, lo suyo parece más producto del capricho de una hija única mimada que la puesta en práctica de certezas ideológicas. LA FUERZA DE LO IRREAL. En el film de Tinayre se respiraba ese clima morboso propio de su mejor cine, gracias a la luz espesa de Antonio Merayo, un aire pesadillesco de ecos expresionistas –parecía transcurrir durante una larga y densa noche– y la voz en off de la protagonista cubriéndolo todo de miedos y fantasmas. Por delante de su afectación y moralina, en aquella producción de Argentina Sono Film latía una idea clara del cine como aventura o experiencia vinculada a lo irreal y reprimido. La patota de ahora, en cambio, se sujeta (como El estudiante) a un realismo desangelado, que curiosamente le escapa a la denuncia. Basta comparar la secuencia de la violación: aunque ahora la sociedad autoriza a exponer de manera más gráfica lo que antes se eludía por pudor, en la película de Tinayre el recodo regado de esculturas de cementerio y la penetrante música de Lucio Milena (que seguía resonando a lo largo del film como un lamento) hacían de ese momento algo desesperante, en tanto en la de Mitre está filmada apresurdamente, como suelen registrarse sucesos escabrosos para un noticiario de televisión o para ser subidos a youtube. Los intentos de contar situaciones desde distintos puntos de vista quedan en el vacío, en tanto el edificio en construcción en el lugar es sólo un guiño al original. Salirse del clisé narrativo de la búsqueda del delincuente para su posterior apresamiento y castigo, así como poner en duda la imagen de indefensión de la mujer ultrajada, son propósitos estimables y ambiciosos, pero no bastan. Además, a esta remake de La patota se la ve –como a su protagonista– demasiado interesada en demostrar que es lista y políticamente incorrecta.
Crítica emitida por radio.
Hacer una remake en la Argentina no es cosa fácil, especialmente cuando nuestro acervo cinematográfico está descuidado, destrozado o directamente perdido. El film original de Daniel Tinayre donde una maestra (entonces Mirtha Legrand) era violada por una patota -integrada por sus propios alumnos-, era entonces un melodrama que iba más allá del contexto social de su época. Santiago Mitre, después de su brillante El estudiante, intenta en parte ese camino y, en parte, el opuesto. Por una parte, narra la historia de esta nueva maestra en un ambiente desfavorecido con la convicción de que la ficción vale por sí misma (y por la gigantesca Dolores Fonzi). Por el otro, no puede eludir que este mundo es diferente del de 1959, y que el trabajo social no se ve de la misma manera que entonces, que todo se ha vuelto mucho más difuso y discutible salvo la violencia que sufre la protagonista. Es entonces donde la película, narrativamente concisa, bascula un poco, tantea caminos y a veces se atasca. Pero, repitamos, está Fonzi que empuja hacia adelante la historia con la fuerza de una locomotora.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
No solamente hay cierto prurito que molesta en demasía en relación al discurso que termina instalando el filme, que lo hace no sólo muy cuestionable sino que en, cuanto a su construcción, hay un punto de inflexión que lo desarrollado hasta ese momento, bien, regular o mal, se desarma como un castillo de naipes: la escena en que la victima enfrenta a su victimario. Dando la sensación de que el director intenta engañar / burlarse del espectador. Paulina (Dolores Fonzi) finaliza esa escena cuando se despide diciéndole, sin especificar donde… “te espero mañana a las 5 de la tarde”… Segundos después, tiempo suficiente para que todos digan ¿dónde?!, él responde… “¿Dónde?”… y Paulina dice…”Ahí”… Haciendo referencia al lugar donde ocurrieron los hechos. El punto es que la misma escena comienza cuando Ciro (Cristian Salguero), en el momento de la llegada de Paulina, la interroga preguntándole…”¿Qué haces acá?”… incriminándose al dar por hecho que la conoce, situación que no se había vislumbrado con anterioridad. El personaje, entonces, no es sólo un violento de baja condición económica, con características físicas que lo determinan como descendiente de los originarios pobladores de la zona, un pobre oriundo de la provincia de Misiones, casi o analfabeto, obrero de un aserradero, sino que así lo instala como de muy poca inteligencia. Lo que al final devendrá como una pobre victima de la sociedad violenta, de la que Paulina se hace cargo por pertenecer a ella, por pertenecer a una diferente clase social, con más recursos y posibilidades. Digamos que a Ciro, según el análisis de Paulina, casi como que se lo puede perdonar por su condición de pobre inculto, lo mismo que molestó sobremanera en la novela llevada la cine, “El Lector”, escrita por Bernhard Schlink, y dirigida Stephen Daldry en 2008, en el que Hanna es casi empaticamente perdonada de sus actos de inmoralidad, cruzadas por delitos de lesa humanidad, más allá de la obediencia debida (¿de vida?) por ser analfabeta. El no ser letrado, ni enciclopedista, no saber leer ni escribir en español, no es condición “sine qua non” para no diferenciar lo inmoral, pues la educación pasa además por otros carriles, lo que se manifiestan a diario con su cosmovisión, con su respeto a la naturaleza y a todos los seres vivos, los descendientes de los pueblos originarios de América. Esto denota que el director Santiago Mitre, tal cual hizo en su opera prima “El Estudiante” (2011), vuelve a incurrir en varias de las máximas que siempre se aclara mientras se está estudiando la carrera de cine: Primero, nunca filmes algo de un mundo que desconoces, sin antes haber investigado más allá de las necesidades; Segundo, tenés que conocer muy bien a tus personajes antes de empezar a filmar, o sea, construirlos, desarrollarlos, darles carnadura, estructura. Muy poco de eso ocurre en este caso, ya que también en cuanto al personaje de Paulina se denota una muy labil elaboración. Los carteles publicitarios en la vía pública promocionan el filme en la figura del padre y la hija, Fernando (Oscar Martínez) y Paulina, el cartel reza: “Él busca a los culpables, ella quiere saber la verdad”. En la historia ella fue violada, queda embarazada, producto de esa violación, ergo el embarazo no es buscado, menos deseado. ¿Hay otra verdad? ¿Quienes son los culpables? A partir de una pura displicencia u otro horror de producción: ella lo sabe. Entonces ¿También se están burlando del espectador? Tiene además, como producto terminado, algunos pequeños deslices que se podrían dejar pasar por alto sino existiese ese alegato nefasto. Trabajado todo desde distintos puntos de vista y cortes temporales, pero sin una coherencia interna, tratando de imitar a Tarantino, pero no tiene la minuciosidad del director estadounidense, por lo que el retorno de un corte temporal puede terminar en un punto de vista de un personaje que no participa, de allí el estado confusional que provoca para que al final el espectador ordene linealmente por sus propios meritos, pero durante la proyección es todo un revuelto gramajo. Los recursos narrativos utilizados parecen ser más por un poder ejercerlos, que un deber instaurado a partir de las necesidades del texto y del diseño del relato. Los mencionados anteriormente, junto al manejo de la cámara, la voz en off, el fuera de campo, no aparecen justificados. Como dato importante a tener en cuenta es que ésta producción es una remake del realizado por Daniel Tinayre en 1960, con Mirta Legrand encabezando el elenco, y se iba constituyendo a partir de tres pilares: la culpa, el perdón y la redención. La primero, instalada en los delincuentes por la protagonista que enfrenta a diario a sus violadores, ya que uno de ellos se lo confiesa; el segundo, ejercido también por la protagonista sobre ellos y la redención de ella misma, pues el texto estaba cruzado por una visión católica ortodoxa a ultranza, hace más de 50 años. En la nueva versión, todo esto desaparece. Paulina es una joven abogada cursando el doctorado Buenos Aires, que elige retornar a su ciudad natal, donde Fernando, su padre, es un destacado juez. Más allá del deseo de Fernando, Paulina decide dar clases de pensamiento político en una escuela dentro de un asentamiento suburbano, como parte de un programa de inclusión ¿militante? Una noche, retornando de la casa de su amiga, es brutalmente atacada y violada por una patota. Luego de un tiempo escaso para su recuperación, Paulina resuelve retomar su trabajo en la escuela, en el barrio donde fue atacada, ante el desconcierto de su padre. Es en este deambular en que la victima se enfrenta a cuestionamientos morales, la puesta en acción de la ética de enfrentarse como victima o sacrificarse. A pesar del naturalismo que la actriz le imprime a su personaje, su postura de mártir raya con lo inverosímil, más que nada por sus decires y acciones en contraposición de lo que debería estipularse por la nefasta violencia de genero, junto a lo discriminativo del texto sobre los perpetradores. Los personajes que componen la patota parecen figurativos por su poco desarrollo, lo mismo ocurre con otros personajes laterales a la historia. Pero el personaje que debería cobrar importancia se va desdibujando hasta desaparecer, es el novio de Paulina, Alberto (Esteban Lamothe), bien presentado pero poco desarrollado, lo que tampoco ayuda a la performance de éste actor de moda, ya que vuelve a repetir gestos petrificados, con el agregado del manejo del acento, indeciso entre optar por si es argentino o el paraguayo, por lo que no resulta creíble. En la actuación de Dolores Fonzi y Oscar Martinez descansa el peso dramático de esta producción nacional, las escenas que comparten son de alto vuelo, pero no alcanza. En cuanto al discurso que instala, veamos cual es la reacción de la gente que organizó hace unos días la marcha de “NI UNA MENOS”.
La redención es puramente individual Con la actuación de la notable Dolores Fonzi, la película de Santiago Mitre transforma el peregrinar de la protagonista en la exposición de un Vía Crucis y excluye la actuación de la ley, como otros films argentinos contemporáneos. Un once de agosto de 1960 se estrenaba en nuestro país otro de los esperados films de Daniel Tinayre, La patota, nombre asociado ya desde fines de los años cuarenta al de su principal actriz y compañera, Mirtha Legrand. Tinayre, nacido en Francia en 1910, es considerado junto a Torre Nilsson, Carlos Hugo Christensen, Mario Soffici y ese primer Fernando Ayala, otro de los grandes nombres de nuestra cinematografía de aquellos años. Y su larga trayectoria lo caracteriza por su gran conocimiento del policial y del melodrama. Rever hoy La patota de Tinayre, ya un clásico del cine argentino, (se puede ver completa por YouTube, a partir de una emisión de "Función privada) lleva a redescubrir a un realizador de fuerte marca autoral, en la composición de los encuadres, en el tratamiento de la psicología de los personajes, en las atmósferas nocturnas. Y en numerosos films, tales como La Patota, Deshonra, Extraña ternura, El rufián, Bajo un mismo rostro, además de su última obra, La Mary, es el mundo de los suburbios, el de personajes marginales, el que ocupa el centro de atención de su indagadora mirada. A partir de La patota, entonces, estrenada a pocos días de la marcha que tuvo lugar en contra de toda violencia de género, su realizador y co guionista, Santiago Mitre, en este su segundo film, tras la notoriedad alcanzada por El estudiante, permite reconocer algunos elementos en la trama argumental del film de Daniel Tinayre, cuyo guión lleva la firma de Eduardo Borrás. A diferencia del estreno de esta semana, producido en parte por Telefé y por la destacada labor profesional de Lita Stantic, el film de inicios de los sesenta se abría, tras una secuencia que se juega en los bordes de una situación de alarma, con una cita bíblica del libro de San Mateo, capítulo XVIII, versículos 21 y 22, que va a orientar la lectura del film hacia la situación del perdón y la redención cristiana. Algunos críticos, entonces, desde la secuencia final, señalaban el carácter de moraleja del film, a partir de la actitud de aquella patota que comenzará a experimentar remordimiento ante la vejación cometida. Y más aún, ante las palabras que escuchamos de la boca del personaje que interpreta el recordado Alberto Argibay, quien junto a Walter Vidarte, Luis Medina Castro, Milagros de la Vega, José Cibrian y Floren Delbene, integran el cartel actoral de este film que merece reverse. Mirtha Legrand pasa a componer a una profesora que en una escuela nocturna vivirá la experiencia aterradora de una violación. Su nombre es Paulina y desde su condición de mujer hospitalizada, tras el terrible ultraje, el film se va construyendo como un doloroso flash back. Paulina es también el nombre del personaje que asume con fiereza Dolores Fonzi en esta nueva versión. Graduada en Derecho, sin embargo, no desea quedarse junto a su padre, reconocido en el ámbito jurídico, en la Capital. Afirma su militancia en el deseo de participar en los programas ministeriales y por ello, no ya como abogada, sino como docente en "Formación Cívica," decide partir hacia la ciudad de Posadas. Su personaje es el que nos lleva a interrogarnos. Su decisión, su obstinada manera de seguir adelante, tras esa violación que su director, Santiago Mitre --a diferencia del film de Tinayre--, subraya de manera directa frente a nuestros ojos, va dejando fuera de campo al funcionamiento de la ley. En su deseo de denunciar la injusticia social, la humillación y la violencia policial, decide, por ella misma, hacer caso omiso de un reconocimiento de sus agresores y seguir avanzando con la mirada puesta en una suerte de redención individual; llevando en sus espaldas el peso de un silencio, la carga de un dolor que asume, desde lo social, como propios. Tal como lo va a señalar el padre, rol que compone sensiblemente Oscar Martínez, dejando al descubierto su actitud declaradamente mesiánica. Actitud que nos lleva a nosotros a preguntarnos sobre sus decisiones, tanto respecto a sus negativas como el de ese embarazo forzado. El film de Santiago Mitre, premiado en dos secciones en el último Festival de Cannes, transforma el peregrinar de la protagonista en la exposición de un Vía Crucis, que no contempla, por parte de ella, la necesidad de la actuación de la ley; ni de una toma de conciencia manifiesta de parte de los agresores. Toda una afirmación en algunos grandes títulos del cine argentino de las dos última décadas (así lo considero) muy taquilleros: Nueve reinas, de Fabian Bielinsky; El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella; Relatos salvajes, de Damián Szifron, que no plantean una mirada crítica sobre la estafa, la corrupción, el crimen, la venganza por mano propia ni los delitos. A diferencia de notables films europeos, recomendados por el realizador a su equipo, tales como Europa 51, de Roberto Rossellini, White material, de Claire Denis y El Hijo, de Jean Luc y Pierre Dardenne, esta particular remake de Santiago Mitre elude toda referencia a la ambigüedad de pensamientos de la protagonista para reafirmar lo que es una única e irrevocable conducta y reafirmación inmediata, de explícito rango individualista; siendo ahora, ella misma, la dadora y garante del Perdón.
Paulina (Dolores Fonzi) discute con su padre (Oscar Martínez) sobre su decisión de irse a dar clases a una escuela rural en Misiones. Él intenta disuadirla, con argumentos como su futuro promisorio en el poder judicial, un doctorado carísimo en curso y su capacidad e inteligencia que la hacen estar sobre calificada para el trabajo. Enseguida, viene la reacción por oposición de ella, que lo califica y lo ubica en el otro extremo: “reaccionario, conservador, clasista, elitista”. La película se vale de estas posiciones antagónicas para construir su dualidad y la nuestra: de un lado, el padre y la sociedad (nosotros, los espectadores, incluidos); del otro, ella y su postura, que nos resulta absolutamente lejana y extrema. Y el punto de vista partido refuerza esta dualidad. Primero, la historia contada desde el punto de vista de ella. Después, los mismos acontecimientos desde la óptica del padre, de los violadores, del novio, con el asombro y la incredulidad de cada uno que es también la nuestra. Ahí mismo comienza el problema de los interrogantes que van a surcar el resto del relato: ¿para qué se toman las decisiones narrativas que se toman en La Patota? Y, en todo caso, ¿qué correlato tienen con el mundo que nos presenta? Paulina parte de una posición tomada y ya es consciente de entrada de que va a hacer cualquier cosa para sostenerla, incluso llegar a niveles ridículos de los que ni ella puede dar cuenta. Paulina se somete voluntariamente a un proceso de transformación, a una metamorfosis social y física que parece motivada por sus convicciones progresistas y por su necesidad cuasi pueril de enfrentar ciertos prejuicios, más que nada (si no exclusivamente), los paternos. Ahí en donde la película de Tinayre la contraposición de los discursos de padre e hija estaba dado por concepciones del mundo que los rodeaba (y por los intentos de comprender sus horrores), aquí se convierte en una arbitrariedad, un ánimo ridículo de llevar la contra: nuevamente la duda, ¿desde dónde cuestiona lo que cuestiona la película de Mitre? Paulina se muda. Empieza a dar clases en una escuela. Es rechazada pero sigue intentando encajar. Se hace amiga de la gente local. Deja a su novio. Es violada por un grupo de pibes. No los denuncia. Los identifica e intenta entenderlos y escucharlos. Queda embarazada y decide no abortar. Se muda con su amiga, también maestra de escuela. Se aleja de su padre y de todo su entorno. Incluso su aspecto físico cambia. Se vuelve más sucia, más desprolija, más fea, más descuidada, como si acaso para llevar la transformación al límite hubiera que simbiotizarse con el ambiente, con el entorno. De a poco parece que el cuestionamiento se transformara –al menos desde el interior del personaje– en una aventura absurda: una suerte de provocación de clase. En algún punto del proceso de transformación voluntaria, Paulina deja de actuar con convicciones, con ideas, y pasa a ser una suerte de luchadora mesiánica (como le dice su padre) por una cruzada que solo ella enarbola. Ni los propios violadores la entienden. Sus acciones son tan disparatadas que la sensación es que estamos frente a una desquiciada, frente a una nena bien con culpa de clase que necesita lavar esa culpa y enfrentar a un padre que ella tilda de reaccionario. Y, de esta forma, el contraste con la película original es más violento: lo que en aquella era conciencia de mundo a través de la religión (como instrumento de perdón y confesión), en ésta es una suerte de revelación, un sincericidio de una progresista imbécil enlodada en un conflicto con papi. Paulina dice que si denuncia a los violadores, como son pobres y no le importan a nadie, lo único que puede pasar es que los castiguen y que no haya justicia, y que todo lo que pasó es consecuencia de un sistema violento que solo genera más violencia. Para los pobres hay castigo pero no justicia. ¿La inclusión de la escena del castigo a los violadores pretende acaso mostrar que Paulina tiene razón, que la justicia solo busca castigar a los pobres? ¿se termina así justificando su comportamiento y condenando al padre que los manda a buscar? Pareciera como si la película no tolerara una sola contradicción pero, paso a paso, surgieran nuevas. Después viene otro punto interesante. El padre le pregunta: “si te hubiera violado tu novio una noche borracho, ¿abortarías?” Y ella dice que sí. Ahí está el derrape definitivo. No se trata de una persona que lucha por la vida en todas sus formas y aboga contra la violencia en todas sus formas (o, como en la original, que la decisión de no abortar estaba relacionada con un tema de religión), se trata de una persona que solo denuncia la violencia cuando es direccionada hacia cierto grupo social. Pero la corrección política del espectador promedio hace que el odio a las clases dominantes parezca simpático y eventualmente más tolerable. La Patota se vale de posiciones antagónicas para construir su dualidad y la nuestra. Ella no quiere justicia: intenta hablar con el violador pero, frente a la negativa de éste, no hace nada; quiere tener el hijo porque es lo que le tocó, porque no va a intervenir de ninguna forma en el curso de los acontecimientos; se muda con su amiga porque es más fácil vivir con ella (que apenas la cuestiona, en lo que es una relación homosexual apenas insinuada) que enfrentar a su padre, que hace lo posible por entenderla pero llora de impotencia frente a la situación. Paulina no quiere lograr nada, solo enuncia ciertas cuestiones con la mayor de las liviandades y adopta una actitud pasiva frente a lo que vive. Esa transformación, esa metamorfosis extrema solo puede darse cuando se suspende cualquier criterio y cualquier lógica. Pero Mitre no es Dreyer, y lo suyo no es un vía crucis. Y, si lo fuera, resultaría una parodia progresista. Eso es lo que incomoda, y el acierto (o no) de la película va en esa dirección: no hay forma de sentir empatía con Paulina, ni siquiera ganas de tratar de entender lo que pasa por su cabeza. La película la reduce a una simple imbécil fanatizada por una cruzada inexistente, pueril, infantil, inconsciente de sus acciones y, como tal, impune. La única empatía posible es con el padre, acaso el mayor damnificado de todos, inútil frente a una hija absolutamente alienada. Y, de nuevo, me pregunto ¿el objeto de la película es mostrarla como una imbécil y hacer una crítica al progresismo bobo o, en ese plano final con ella caminando sola, intentar darle un aire de salvadora, de heroína, inmersa en un mundo reaccionario que no la comprende? No termino de entender la ideología subyacente pero siento que la película tampoco lo tiene en claro. O simula una duda desde el extraordinario cinismo de su falsa corrección: si hay una crítica a un sistema o si simplemente estamos frente al retrato individual de una idiota fanática y desquiciada es algo que poco importa. La cobardía de no asumir un riesgo parece ser un buen atractivo en los festivales.
El dilema del respeto y la comprensión Inspirado en el film homónimo de 1961 -dirigido por Daniel Tinayre con Mirtha Legrand como protagonista- Santiago Mitre hace esta remake que, conservando la temática de la primera y el conflicto central de la protagonista, construye un relato que va exponiendo los hechos pero sin juzgarlos, casi como un objeto de debate que busca la reflexión del espectador. Esta nueva versión se centra en Paulina, una joven abogada, con fuertes convicciones políticas, que decide dejar su promisoria carrera judicial para emprender un proyecto como maestra rural en una zona desfavorecida de la provincia de Misiones.Pero poco después de su llegada Paulina es violada por una banda de jóvenes, entre los cuales se encuentran algunos de sus alumnos, pero a pesar del traumático suceso y sus consecuencias, Paulina decide mantenerse firme en sus convicciones y continuar con sus metas. Desde el comienzo, con un logrado plano secuencia en el que padre -gran interpretación de Oscar Martinez- e hija dialogan intensamente exponiendo sus posturas ideológicas y contradicciones generacionales, Mitre propone -al igual que en su film anterior El estudiante- un conjunto de dilemas éticos y morales sobre la justicia, la política, y del derecho al libre albedrio de sus protagonistas. Al igual que en la primera, aquí también se hace foco en el ultraje padecido por el personaje principal, interpretado por Dolores Fonzi, y se indaga sobre las profundas injusticias sociales y diferencias de clase en la que se encuentran sumergidos los miembros de la patota, pero a diferencia de su antecesora, no es la denuncia ni el juzgamiento lo que pregona sino exponer los hechos desde los diferentes puntos de vista y observar los personajes sin entrar en sus pensamientos, dejando al publico sacar sus reflexiones e instaurando el debate. El punto mas cuestionable del film reside en las decisiones de la protagonista, cuya visión de la justicia e igualdad social son fácilmente comprensibles -se compartan o no- por el espectador, pero la irracionalidad de sus decisiones -inverosímiles dentro del contexto planteado y ante una experiencia tan traumática- e inmutabilidad ante los hechos, rompe la empatía que el público pueda haber tenido con ella y quita credibilidad al relato. Independientemente de su historia y desarrollo, La patota es una película que instaura el debate y promueve, por parte de su realizador, una clara premisa: respetar las decisiones ajenas por más incomprensibles que parezcan.
Una historia inquietante y con dos excelentes actuaciones de Fonzi y Martínez. La historia gira en torno a Paulina Vidal (Dolores Fonzi) una joven y exitosa abogada con una carrera en ascenso. Su padre es un hombre viudo y severo además de un importante juez y su nombre es Fernando (Oscar Martínez. Cuando ella le comunica que decidió dar clases en una escuela suburbana en Misiones y formar parte de un programa de inclusión este se niega rotundamente y considera que puede seguir creciendo profesionalmente en Buenos Aires. Aquí vemos un plano secuencia de unos nueve minutos en un intenso y acalorado diálogo sobre la sociedad y la política en el que se destaca un muy interesante duelo actoral entre Martínez y Fonzi. También se enfrenta a su novio Alberto (Esteban Lamothe, interpreta con solvencia) quien tampoco comparte sus ideas, pero a ella no le interesa demasiado ya que no está enamorada. Contra viento y marea se instala en la selva misionera para dictar sus clases de formación política y derechos humanos, sus alumnos son muchachones que no la respetan mucho, hablan en clase y por lo general en guaraní, se burlan un poco y hasta se pelean en clase. Entabla un linda amistad con Laura (Laura López Moyano) comparte momentos entrañables y comprometidos. Laura a veces le presta su moto y una noche mientras regresa, un grupo de jóvenes que la confunde con Vivi (Andrea Quattrocchi), es brutalmente atacada y violada, queda embarazada y decide no abortar. Este hecho se ve de manera similar, pero en la versión original ocurre en un edificio abandonado. En la versión actual ocurre en un lugar donde se ve un edificio parecido al de su antecesora y la escena de la violación esta visibilizada. Pasaron 55 años del estreno de “La patota” de Daniel Tinayre cuya protagonista era su esposa Mirtha Legrand que interpretaba a Paulina, una maestra, hija de un juez que eligió dar clases en una escuela donde la violan y queda embarazada. Ahora llega la adaptación libre del director Santiago Mitre (“El estudiante”), que dirigió a su pareja Dolores Fonzi (casualmente ambos directores dirigen a sus correspondientes parejas). Aquí Paulina intenta mantenerse entera pese al terrible hecho, no se muestra débil, ni se victimiza, todo lo vive de una manera muy especial, alguno de los espectadores no la van a comprender demasiado, te invita más a que la acompañen. Acá no se plantea tanto lo religioso como su antecesora, está más presente lo humano, la política, la marginalidad, la violencia, la ética, la corrupción y el tema del aborto. Se tocan varios temas: judiciales, políticos, sociales y es una historia un tanto perturbadora. Un gran trabajo de cámara y fotografía de Gustavo Biazzi (“Réimon”). Muy bien actuada por Fonzi en todo su desarrollo, no vamos a descubrir nada pero una vez más una gran actuación de Oscar Martínez momentos desgarradores y muy fuerte; los actores secundarios aportan un buen trabajo. Cabe mencionar que este filme que en Cannes ganó La Semana de la Crítica y el premio Fipresci.
La patota venía desde su misma concepción precedida por una voluntad “polémica” que buscaba sin embargo despegarse de la paradójica sombra de su predecesora (a la que invoca desde el título pero está lejos de ser un “clásico” a reivindicar), como si no confiara en su propia respetabilidad o en las virtudes puramente cinematográficas con que afronta ese lance. Pero no se trata tanto de que la película homónima de Daniel Tinayre sea imposible de obviar como turbio antecedente, sino de que La patota de Mitre la sigue con más fidelidad de la que está dispuesta a asumir. Recordemos que Tinayre fue un realizador que, a pesar de su gusto por la fotografía sugestiva y la puesta en escena sofisticada, derivó sin entusiasmo pero sin pausa en una suerte de explotation de qualité. Si con Deshonra (acaso la película más taquillera del cine argentino) inauguraba el género que haría las delicias de los valijeros en los ochenta con subproductos como Atrapadas, con La patota se aproximaría al por entonces incipiente dúo Bo-Sarli al poner en escena la violación de su mujer en la vida real, la inmortal Mirtha Legrand que hoy posa en la promoción de esta remake producida por su nieto, con Dolores Fonzi salvando con su propia convicción actoral los devaneos de esa “maestrita de los obreros”: en la lucha entre los ideales y la realidad, dice La patota de ayer y hoy, solo se puede ser consecuente asumiendo esa brecha como inzanjable (y haciendo el papel del progresista bobo que tanto gustan satirizar los asumidos cínicos). Pero Mitre no es un cínico sino un cineasta (política y estéticamente) “correcto” que juega a no serlo sin propasar sus propios límites. El problema de La patota es que está tan atada a la premisa de Tinayre como a su título original: no es solo que todo gire en torno a la justificación de la extraña actitud de su protagonista, sino que la película misma se vuelve un mero andamiaje construido alrededor de la (in)necesaria escena de la violación y sus consecuencias. En ambos casos, con una trampa argumental evidente: cruzar el ultraje con su (in)esperado resultado. Y en ambos casos la excusa es una suerte de vocación “mística”, que podía sostener un final feliz hace medio siglo pero no alcanza, ni con laicización y final abierto mediante, para que no chirríe hoy. Metido en la camisa de fuerza de Tinayre, Mitre intenta aggiornar La patota a la sensibilidad moderna y (merced al tratamiento dardennesco del inflexible punto de vista de su protagonista) asume, con profesionalismo pero también con temor y temblor, el consabido ademán de verter vino nuevo en odre viejo. Basta ver como transforma las clases de Paulina, que de impartir Psicología (tema afín a su más comprensible “comprensión” de los bajos fondos) en esta versión pasa a dar un curso de “formación política” que desnuda las contradicciones del director (y su coguionista Mariano Llinás) antes que las del personaje, quien parece tener –para decirlo en criollo– un corso a contramano. Pues es notablemente inverosímil que una militante (capaz de echarle en cara a su padre su militancia en el PCR, partido que desconoce la mayoría de los espectadores pero cuya mención funciona como contraseña de diálogo “político” en film idem) le diga a sus educandos que es su “empleada” (solo le faltó agregar “a la que ustedes le pagan el sueldo” para completar un kit del cualunquismo reaccionario), o asumir la democracia como una cuestión de “reglas” y no de contrato (con la consiguiente puesta en cuestión de las mismas por una clase que hace bien en rebelarse ante tanta inconsistencia). Se trata de una distanciada visión de “la política” de claro cuño liberal (en el sentido más oscuro y argentino de esa buena palabra): es eso lo que la vuelve lejana a pesar de su continua explicitación, y no la tensión presente en cada (encuentro de) clase. La patota juega a extremar todos los presupuestos en busca del conflicto (ese lugar común del guionista y el politólogo). Pero no hacía falta irse hasta Misiones para encontrar esa dificultad de comprensión (esos alumnos que hablan su propia lengua): si se quería escapar al “imaginario de la marginalidad” del conurbano bonaerense (“hoy cristalizado en el cine argentino” dice Mitre en una entrevista, como si el cine de Campusano fuera igual al de Trapero, por ejemplo), lo único que se logra aportar como novedad son “los paisajes únicos que proveen la selva y la tierra roja”. Pero el malón sigue tan indiferenciado como lo plantea el viejo título (la película nos descubre a “los salvajes” mirando fijamente a su futura presa desde una colina, como parte del paisaje), tan silencioso como en Los posibles. (1) Salvo por “el jefe”, un obrero que parece ofrecer un contrapunto al personaje de Paulina, que la película hace literal al adoptar su punto de vista para volver a contar la situación previa a la violación, elaborando una justificación paternalista, psicologista, o simplemente absurda (su reacción vendría dada por el rencor hacia una mujer que lo dejó, cuya moto monta Paulina…). (2). Una vez más, el punto ciego de Mitre está precisamente en aquello que (a)parece en primer plano: si en El estudiante era “la política”, aquí es “el Otro”. La patota asume a rajatabla el punto de vista de su protagonista pero a la vez no termina de asumir su mirada de género y clase. Y, como su protagonista, parece demasiado segura (aunque nunca quede claro, ni siquiera para ella misma, por qué hace lo que hace. (3) Como si desoyera la sensatez que el mismo guión pone en boca de todos los personajes menos el que elige seguir ciegamente (el padre, la psicóloga, la amiga que le dice desde el inicio “no les tengas lástima”), la película debe sostener lo insostenible al adherirse a su protagonista excluyente (no en vano la versión internacional de la película lleva su nombre): Mitre asume que La patota se centra en la “convicción” de su personaje (4), pero evidentemente no se trata de la convicción política según Max Weber (esa ética opuesta a la de la responsabilidad) sino del mero “mesianismo”, como afirma el personaje del padre, quien sí aplica de principio a fin una lógica política: “argumentame”, le dice a Paulina, que obviamente no puede explicar sus determinaciones y simplemente las encarna. Ese redentorismo sacrificial se relaciona con el martirologio setentista de cierta izquierda radicalizada (no la del PCR, precisamente, que era distanciadamente maoísta). Pero aquí ni siquiera hay algún atisbo de racionalidad política puesta en juego, sino la evidente confusión entre el derecho a la determinación personal (en el caso del aborto) y la justificación de la impunidad (en el caso de la violación). (5) Y la justificación “política” que enarbola Paulina es precisamente el binarismo donde la política acaba: si solo queda optar entre los apremios ilegales o la impunidad, lo único que resta asumir es el fracaso mismo de la política. Esa es la dimensión profundamente conservadora del “liberalismo” entendido de modo fanático, en la que el personaje de Paulina termina cayendo como heroína iluminada. En cualquier Estado moderno, no importa lo que opine la víctima sobre su victimario (da lo mismo si quiere lincharlo o perdonarlo, digamos): la Justicia (como institución, no como ideal) no puede estar en discusión, aunque no siempre esté bien aplicada su ley. En todo caso, se trata de una discusión sobre el sistema penal (su consuetudinario clasismo) y no sobre el sistema judicial, sin el que volveríamos a la selva (como ese edificio ominoso que se deja ganar por la naturaleza, en otra deuda a la imaginación de Tinayre). Pero a la película no le interesa esa discusión pública, sino el drama íntimo. El drama “blanco”, digamos, haciendo juego con las almas bellas de Fonzi-Legrand, reunidas bajo el mismo rostro de ángeles desnudos, que son una proyección de los Grandes Dilemas morales de su clase. Se trata del “¿qué harías si…?” que Paulina y su padre juegan en su diálogo final, como en el viejo teatro ibseniano, que no se rompe con planos secuencia o finales abiertos, porque las cartas están marcadas de entrada (¿queda algún espectador que no sepa desde la primera escena que Paulina se rebela, y que finalmente será libre de juzgarla quien esté libre de pecado?). Mitre ha hablado del Rossellini de Europa 51 (y habría mucho para decir del equívoco que introdujo en el cine moderno la adoración incondicional de los films del matrimonio Rossellini-Bergman vía la Nouvelle Vague, o acaso de todo el Rossellini más abiertamente milagrero), pero bajo esa cita venerable se encuentra algo más cercano al consabido Tinayre: los films de Fernando Ayala, que de sus inicios prometedores derivó finalmente hacia El arreglo (en su mejor versión del drama de la convicción) o Sobredosis (en la peor). No en vano Ayala había sido reconocido por aquel primer NCA como uno de sus iniciadores, en los mismos tiempos en que Tinayre usaba a los mismos actores para ilustrar su patota sesentista (como nos recuerda Fernando Martín Peña, la imagen de esos jóvenes violando a la gran estrella resume lo que la industria pensaba de esos marginales). Para cuando Tinayre filma su última película (La Mary, otro retrato de una obsesión que solo era una excusa para mostrar las dotes no precisamente actorales de Susana Gimenez), Ayala ya estaba en franca decadencia, continuando la saga de películas sobre hoteles-alojamiento iniciada por el mismo Tinayre con La cigarra no es un bicho. Probablemente hoy esa integración de lo que alguna vez fue un Nuevo Cine Argentino en lo más conservador de la industria no presente rasgos tan evidentes, ya que buena parte del nuevo NCA nace con una impronta no tan lejana a ese cine, al que usualmente se limita a pulir con esmero digno de mejores cometidos. Esa es la diferencia entre las óperas primas de hace veinte años y las que podemos apreciar de un tiempo a esta parte, con buena parte de aquel NCA ya convertido en parte del sistema. De hecho El estudiante –la presentación en sociedad de Mitre– bien podría haber sido producida por Telefé, aunque la joven promesa siga respondiendo “No” con la misma ambigüedad que su protagonista. (6) Notas: 1. “Si la película se propusiera plantear en serio un dilema político, la salida narrativa del duelo argumentativo en que están enfrascados padre e hija tiene que conducir al pueblo. Política sin pueblo es cualunquismo (y ahí se paralizaba El estudiante). Desde el punto de vista dramatúrgico, lo mismo: lo único que puede romper el encierro dialéctico de los antagonistas es la aparición de un tercero. El ‘objeto’ de los desvelos de Paulina, eso de lo que su padre quiere alejarse: el pueblo. Es ahí y no en la oposición moralista entre pragmatismo e idealismo donde se juega la política de la película. (…) ¿Cómo filmar al pueblo? Si no antecediera el contrato que exige que Paulina tiene que ser violada, la película jugaría ahí la posibilidad de complejizar la discusión inicial, de someterla al principio de realidad. Pero Fonzi tiene que ser violada, tal como lo fue Legrand hace más de 50 años. (…) La patota violadora no es siquiera una patota sino más bien una horda. Si digo ‘horda’ para referirme al grupo de los violadores es porque, curiosamente para una película que los menta desde su título, no es capaz de forjarlo como un grupo de personajes dramáticamente diferenciados. La visión que la película propone del universo popular es un amasijo de violencia primordial en el que prevalecen las pulsiones animales. (…) Nadie, ni ella ni ellos puede tirar un puente hacia el otro, con lo que la política queda esencialmente negada.” Oscar Cuervo, “La patota”, en www.tallerlaotra.blogspot.com.ar, 24 de junio de 2015. 2. “En la versión de Mitre la violación estaba destinada a una chica de la misma clase que a lo sumo era culpable de ser mujer y de gustarle el sexo. Porque al sexo legal, decente y con forro que tiene Paulina con su novio de hace quince años se contrapone en la película, como una provocación, el sexo de los pobres, la chica que arrodillada le chupa la pija a un brasileño”. Marina Yuszczuk, “La decisión de Paulina”, en Pagina12,19 de julio de 2015. 3. Paulina cita a su violador en el lugar del crimen. No se entiende por qué no le dice ahí mismo lo que tiene para decir, ni que sería lo que necesita decir. Finalmente, es el silencio lo que termina también por definir a su personaje, como si después de someternos a largas conversaciones que ponen en escena posiciones asumidas de antemano (como el plano secuencia inicial), la película asumiera que solo queda en pie la mudez habitual en el NCA. 4. “Decidimos que así como no había que juzgarla tampoco había que entenderla, sino acompañarla. Convertirla en este personaje que interpela, que va en contra de su moral de clase. (…) Me interesa el potencial de algo que es interpelador, problemático, que genera pensamiento, y reflexión moral. Creo que La patota es una película muy moral.” Entrevista de Mariano Kairuz, “En memoria de Paulina”, Página12, 7 de junio de 2015. 5. “En un momento, el padre le pregunta a su hija si, en caso de que quien la hubiera violado fuera su propio novio, no hubiera decidido hacerse un aborto. ‘Sí’, responde ella. Es claro: el problema no es la violación, sino haber sido violada por pobres. Discriminación positiva. El aborto está bien si la violación viene de la clase media, pero si la que viola es la clase baja, quien viola ya no es una persona sino el producto de un mundo injusto. Los espermas que llegaron hasta el útero de Paulina no son los de un individuo, sino los de una figura, un representante de clase”, dice Marcos Rodríguez en un texto que analiza con precisión “el habla de la ideología” en La patota: http://www.hacerselacritica.com/derecho-al-aborto-la-patota-por-marcos-rodriguez/ 6. Como resume Marcos Vieytes: “Santiago Mitre forma parte del giro hacia la industria –estructuras narrativas y de producción convencionales- que se observa entre algunos ‘independientes’ como Pablo Trapero o Mariano Llinás en su faceta de guionista. No sólo como director, también es uno de los guionistas de las últimas películas de Trapero en las que ese giro se viene llevando claramente a cabo. El internacionalismo al que aspira ese cine por razones lógicas de mercado suele ser estética y políticamente convencional. Me recuerda el humanismo conservador de las películas liberales de los ‘70 en EE.UU. (las de Alan Pakula, por ejemplo) sin claras señas de identidad ligadas al género puro y duro, a la izquierda (ni hablar de ambas cosas juntas, como en John Carpenter) o tan siquiera al liberalismo propiamente dicho. Suelen ser películas preparadas para que todo espectador quepa en ellas, con puntos de identificación para la mayor cantidad de público posible, como Relatos salvajes. (…) En estos dramas burgueses cuando no pequeño burgueses –clase a la que pertenecemos la mayor parte de los realizadores y del público- políticamente correctos se tratan los temas que interesan al ciudadano urbano medio tensando las cuerdas del conflicto de modo tal que exploten opiniones y lugares comunes sobre la realidad más o menos cercana pero sin incomodar profundamente a nadie, cortar el hilo narrativo conductor o poner en riesgo la identificación. (…) Esperemos que no se circunscriban a los dramas salomónicos en los que se ‘promedian’ (el término es de Mitre en una entrevista reciente) puntos de vista supuestamente antagónicos, para llegar a un acuerdo tranquilizador para las partes de una mera estructura binaria o a una pseudoelección tranquilizante para el espectador que en el transcurso de la película ha podido ver ‘el otro lado’ de la cosa.” http://www.hacerselacritica.com/fragmentos-de-un-diario-critico-virtual-vii-por-marcos-vieytes/
La verdad en tiempos coléricos La flamante remake del clásico de Daniel Tinayre, justifica la actualización de su propuesta, que incorpora la actualidad de su propio tiempo y a su vez interpela hasta qué punto nos hemos desacostumbrado a los dilemas éticos y su consecuente dialéctica para defender ideas y consecuencias. La película arranca con un largo plano secuencia que registra una descarnada discusión entre puntos de vista de los principales protagonistas. El relato abre con un áspero diálogo entre la joven Paulina (Fonzi), recién recibida de abogada, y su padre, un juez de notoria trayectoria (Oscar Martínez) que espera de ella la continuación de una carrera en el ámbito del derecho, donde se le abren todas las puertas. Sin embargo, la joven ya tiene una decisión tomada al respecto: abandonar su especialización y regresar a Misiones, su tierra natal, para integrarse en un proyecto docente con jóvenes estudiantes de zonas marginales. Su padre se opone a esta decisión, pero Paulina decide seguir adelante. Ya en zona semirrural, con los aserraderos que permanentemente reciben árboles extraídos de una selva cada vez menos verde, Paulina y sus ideales chocan con la realidad: la diferencia de idioma y de clase social son apenas el inicio de una tarea ardua que se complicará cuando un grupo de jóvenes jornaleros la confunden con una prostituta y es víctima de una emboscada y agresión sexual. Contra la corriente La película de Mitre toca puntos sensibles por el trasfondo del tema abarcado que no ocupa el primer plano pero cuenta y mucho. Santiago Mitre realiza un juego de temporalidades que también estaban en la película original: interrumpir y volver sobre el tiempo narrado, con el fin de retomar el hecho conflictivo desde diferentes ángulos. Este recurso refleja la complejidad del caso y permite diferenciar móviles y motivaciones. La nueva versión se hace eco de los debates políticos contemporáneos y las distintas reacciones ante un hecho de violencia de género, con su posterior reclamo de justicia, generando posiciones encontradas. Al respecto, el film opera contra la idea de venganza que tan opuestamente canaliza otro film argentino reciente como Relatos Salvajes. Es que “La patota” no sólo es una película política sino también una propuesta desconcertante, que puede dejar perplejo al espectador a la luz del irritado sentimiento social del ojo por ojo y diente por diente. Expectativas El planteo central es ante todo un conflicto ético, distante por igual del puro misticismo y del melodrama. La película se torna cada vez más inquietante y desafiante de la mano de su protagonista. Plantea las ansias de cambio social, poniendo el cuerpo y la voluntad transformadora. Del otro lado, se acentúan las normas que conservan y legitiman. En la diferencia de posturas ideológicas se centra el relato. Cuando la heroína se convierte en víctima, como lo remarca su padre juez, todos esperan una justicia equiparada al castigo. Sabemos que Paulina no cree en la justicia institucionalizada, que desconfía de su capacidad, porque “no busca la verdad sino culpables” -afirma- y en la expectativa acerca de si su convicción permanecerá irreductible, se sostiene el suspenso. Con un tema sólido, buenas actuaciones y una estética que llena los ojos de buen cine, “La patota” se mira sin respiro hasta desembocar en un largo plano final memorable y sin palabras, que refuerza ese punto de vista que avanza de frente y nos enfrenta, con la fuerza de las convicciones.
Prefiero el rumor del mar La crítica es una respuesta. Y también es una pregunta, según el caso. Individual. Hasta habría que escribir con mayor frecuencia en primera persona. Esa posición, ya sea una afirmación, una duda o una negativa, puede estar más o menos en sintonía con el consenso. Pocas veces estuve tan en desacuerdo con la recepción crítica de los estrenos como con tres del jueves 18 de junio. Bajo el mismo cielo de Cameron Crowe me pareció mucho mejor que al promedio local y mundial. Sobre ella escribí una nota y una crítica. Las otras dos son dos películas presentadas en Cannes, pero que vi en Buenos Aires. Una es Intensa-mente de Pete Docter y Ronaldo Del Carmen -pero se estila decir “de Pixar”-, sobre la que escribí acá (Link) y la otra es La patota de Santiago Mitre. Y son dos películas que me gustan mucho menos que al promedio de la crítica, tanto local como extranjera. La patota. Debo ser yo el desajustado. Me parece muy buena la original de Daniel Tinayre de 1960 con Mirtha Legrand, pero de esta remake apenas puedo destacar las actuaciones de Dolores Fonzi (Paulina) y de Oscar Martínez (Fernando), que por momentos tienen que hacer frente a diálogos que se me hacen imposibles, sobre todo cuando están ellos dos juntos, como dos entidades que vociferan sus propios esquemas mentales de un nivel de abstracción inverosímil. Aún así, los actores mantienen un decoro gestual encomiable. Sobre el resto, sinceramente, y con lo mucho que me gustan El estudiante y las películas del co guionista Mariano Llinás (las dirigidas por él y la mayoría de las que participó), no logro entender los elogios, los premios, la celebración. El personaje de Paulina se me presenta con un nivel de locura rayano en la estupidez y el sinsentido. La película -que debió llamarse Paulina, como en el extranjero, porque “La patota” es engañoso- no lo juzga. Se casa con él, lo sostiene, lo reivindica en plano casi épico, aún cuando sus argumentos se desploman ante nosotros; el cortocircuito se (me) produce porque La patota pretende presentar a Paulina como un personaje argumentativo, casi en modo de argumentación constante, y no aspira a ser una película sobre una santa en estado de delirio, a lo que se acercaba la versión de Tinayre con sus planos casi estampitas del rostro de Legrand, o un film de personajes fronterizos como los que suele presentar Bruno Dumont. Para entrar en mayores detalles hay que revelar situaciones argumentales importantes de la resolución, así que estén advertidos. Hay una línea de diálogo por el final que establece que el culpable, o los culpables, han sufrido injusticias, y Paulina entonces -o sin entonces- no los denuncia, miente y no los reconoce en la línea de sospechosos (el “no” del final del Estudiante, pero lo que hace constante en un director no necesariamente funciona de la misma manera). La película ni trabaja sobre las mentadas injusticias, y además ¿injusticia/violación/ah, ok? OK, decisión de Paulina. Sobre lo que hacen o dejan de hacer los personajes, y sobre la política y las visiones de la película, e incluso sobre la comparación con la original, leí cuatro críticas en contra con las que estoy en buena medida de acuerdo y que recomiendo. Son estas de Marcos Rodríguez, Mex Faliero, Oscar Cuervo, y Elena D’Aquila. Quiero agregar otros ángulos de debilidad de La patota, que creo que se derivan de su visión general sobre la versión original, sobre las implicancias políticas de las acciones de sus personajes y sobre su construcción y presentación. La patota, y esto me desconcierta aún más, avanza con atajos estructurales e informativos de una debilidad extrema. Por ejemplo el sexo con preservativo -subrayado en un plano detalle- de Paulina con su novio para explicar luego el embarazo (solución de elaboración precaria al adaptar al día de hoy la virginidad del personaje de Legrand de hace 45 años). O el novio Alberto (Esteban Lamothe), que tiene una entidad vaporosa y es un personaje difícil de sostener, tanto él como su relación con Paulina, pero que a la vez funciona como una fuente de información mecánica. O el cruce de Fernando a Paraguay para ver a Alberto sin otro objetivo aparente que enterarse, de forma artificialmente casual, de un dato clave para que el relato, por fin, avance a su tramo final, en el que pone en escena otra vez y ahora de forma especular el enfrentamiento entre padre e hija, o mejor dicho entre estas entidades que se han anotado en el papel como padre e hija. En varias críticas a favor leí como objeción que la película se estira en su parte central, o que se empantana; es lógico, es un riesgo de este tipo de propuestas programáticas, que descansan más en personajes-ideas que en personajes con móviles. (Se pueden lograr grandes películas de personajes que argumentan y argumentan constantemente pero con móviles, ahí están Cuestión de honor y Frost/Nixon, y en el cine argentino Nueve reinas). La patota no establece móviles, ni relaciones, sobrevuela y no enfrenta el dolor, ni el crimen, ni la idea de justicia, ni la responsabilidad social, ni la idea de dejar conscientemente libres a delincuentes, ni las diferencias de clase, ni la vocación por la enseñanza, ni avanza en la construcción de los personajes más allá de Paulina y su padre, todo en nombre de “la libertad” de su protagonista, del progresivo abandono de su personalidad o de su humanidad para convertirse en una mera idea interpretada por una bella y buena actriz de cine (de hecho, algunos de los temas de La patota estaban con mayor sutileza en otra película con Fonzi como El campo de Hernán Belón). La patota se convierte en una de esas películas de tesis, de las que el nuevo cine argentino ya no solía hacer (y que Tinayre tampoco, a pesar de la leyenda final de su Patota). Una de esas películas que invitan a debatir qué es lo que hace el personaje, ¿está bien, está mal, está más o menos? Y, según parece, a admirar el supuesto respeto de la película por su propio personaje. Es una película de tesis hecha con astucia: meterse con el personaje es un problema porque el personaje es entendido como libre e indómito, y su dolor se presenta como intransferible. Y es astuta por su mezcla de temas importantes y por su aparente juego con el punto de vista (juego parcial, desbalanceado, porque al comparar con los patoteros de Tinayre estos son apenas extras). Y me interrumpo y me digo que el personaje tal otra cosa. Pero no. Prefiero el cine, el rumor del mar y la maltratada película de Cameron Crowe.
LA PATOTA (02) INVASIÓN image5536ed59353634.21656759 Por Marcela Gamberini Vemos su rostro de frente mientras su padre camina a su alrededor tratando de comprender lo que dice Paulina. Este juez, progresista de palabra, comprometido con hilvanes con los pueblos marginales y sus planes de difusión de derechos, muestra su desacuerdo. Sin embargo, Paulina, ella, esa mujer ya ha tomado una decisión. Irá de profesora a un pueblo del interior de Posadas, limítrofe con el Paraguay. Este posicionamiento de Paulina la marcará durante toda la película. Ella en la frontera, entre dos territorios, entre dos clases, entre dos idiomas, enredada en las burocracias de las instituciones sociales. Ella adentro, con su padre en ese inicio de palabras cruzadas, de frases fuertes, de decisiones tomadas, ya pone en juego cierta economía simbólica del poder. Paulina es una nómade. Hay en la película un buscarse constantemente en los recorridos por las tierras coloradas, en esos entrar y salir de la casa paterna, en esos cigarrillos fumados afuera, a campo abierto, en los escalones de la escuela, en el patio de la casa de la amiga. El de Paulina es un devenir constante, una búsqueda de algo que no sabemos muy bien qué es pero que implica cierta resistencia a lo establecido. Santiago Mitre filma a Paulina todo el tiempo: su rostro puebla la pantalla, sus miradas y sus gestos, austeros y económicos dicen más que sus palabras. A veces primeros planos, a veces en tomas lejanas, Paulina hace de cada plano una referencia visual ineludible. En esto se parece a La mujer de los perros y la magnífica actuación de Verónica Llinás. Mujeres que asumen con dignidad la primera persona y deambulan; se mueven en los límites tanto territoriales como lingüísticos. Las dos, sobre el final, sentirán cierta liberación. La patota, Santiago Mitre, Argentina, 2015 ¿Puede alguien entender la herida que se abre, dolorosamente, cuando el cuerpo de una mujer es avasallado, es penetrado, es violentado? Y no sólo por un acto sexual no acordado, sino por convicciones ajenas, por ideas trasplantadas, por opiniones que no son las propias, por una moral envuelta en preconceptos, en los que dirán, en los rumores. Incluso, cuando el cuerpo de una mujer es invadido por las ideas de clase, de una clase privilegiada a la que Paulina pertenece y por las ideas de la clase a la que es ajena. Paulina se ve invadida, su cuerpo es invadido por la clase baja, más popular, aquella que ejerce su poder hablando en guaraní para que Paulina no entienda y la otra, esa clase que en la voz del padre (y de las instituciones que la rodean) no logrará acercarse a su hija, esa violencia que es de clase y también es patriarcal. Mitre da cuenta de este cerrojo que se ejerce sobre Paulina con sus planos siempre cortos cuando están padre e hija en pantalla, cuando ella declara en la comisaría, cuando despliega su relato frente a la terapeuta. Paulina está encerrada en un espacio que no le es propio. Su andar físico, corporal por esos espacios que le son ambiguos, que no le pertenecen, ni la casa paterna, ni la selva misionera marcará su descubrimiento del mundo, la violencia, la invasión. La zona más interesante de la película comienza a desplegarse cuando Paulina le dice al padre en el diálogo inicial: “¿dónde pongo el cuerpo?” Y ese es el dilema de la película, que no es solo moral sino que es profundamente ético. Es la ética de una mujer que siente invadido no sólo su cuerpo físico sino su cuerpo social, aquel al que ha pertenecido de la mano de su padre y éste al que voluntariamente accede pero no puede entender. El cuerpo de Paulina es la película en sí misma, esa mujer y esa película que necesitan ver dos veces la escena de la violación para girar el punto de vista, que necesitan hablar con sus agresores aunque no vayan, que necesita alejarse y acercarse en planos cerrados y lejanos, que necesitan sobre todo construirse un relato que por suerte no maneja soluciones psicológicas sino íntimas y personales. La violencia del acto sexual no está en el acto mismo de la violación sino en el modo en que Mitre combina sus imágenes. La violación está planteada con una toma lejana que acerca a veces, solo para escuchar las quejas de Paulina, una parte de su cuerpo, las manos de sus agresores, pero la violencia más fuerte es la que se ejerce después, producto del montaje. A esta secuencia le sigue otra en el corazón del aserradero, los ruidos y las caídas de los troncos, los hachazos, sugieren una violencia que, en definitiva, es inenarrable. Esta es la violencia del entorno, la violencia de esos jóvenes en esa selva que no es sólo la misionera, sino que es la violencia que muestra las miserias del mundo. La negativa de Paulina se ubica en el medio de esa grieta que separa esos dos mundos: las clases sociales, el campo y la ciudad, la instrucción y el analfabetismo, el español y el guaraní, los hombres y las mujeres. El mundo íntimo, privado, imperante de una ética inquebrantable choca con el mundo social, moral, político, institucional. Ese es el desastre que la película plantea y sobre el que Paulina tiene que decidir, sola, ella, su cuerpo violentado y su cabeza, su panza, su exterior y su interior. Ella tensa con su cuerpo y con su decisión estas dicotomías hasta hacerlas estallar en esa escena final donde Mitre, magistralmente, vuelve al principio. Su rostro invade la pantalla, su caminata sin rumbo pero hacia adelante deja atrás las lúgubres luces de un pueblo o de una cuidad o de una selva, de una ideología (o de varias), de preconceptos, de maniobras políticas. Nadie entenderá a Paulina que irá a contrapelo de pedidos de justicia, de resarcimientos morales o de expiación de culpas. La suya es una respuesta íntima porque nadie está dentro de su cuerpo, de su panza, de su cabeza. No hace falta entenderla, no responde a explicaciones racionales. Eso es lo que hace Mitre, la acompaña en un papel que Dolores Fonzi resuelve magistralmente. Su cara, sus ojos, sus manos expresan lo que no puede expresar con palabras, la fuerza de una decisión que no esconde cierta oscuridad o fragilidad. Si Mirtha Legrand en la versión original de la película se resguardaba en la religión, en el misticismo y en la idea del perdón redentor (tal vez características de la época, reafirmadas por cierta mirada misógina de Daniel Tinayre sobre sus personajes), en este caso Fonzi se repliega sobre ella misma para salvarse de la violencia que se le ha ejercido, violencia que no es sólo física, sino institucional, legal, policíaca y psicológica. Paulina no busca redención, ni perdón, ni siquiera justicia; sólo, desblindando el cerrojo patriarcal, institucional, jurídico, psicológico, que es la verdadera patota; ella hace valer su ética, los derechos de su cuerpo y de su conciencia. Logra sacar su cuerpo de la selva de lo social, de lo civilizatorio, de las instituciones y más allá de alegatos en pro o en contra de los abortos, de la violencia ejercida sobre las mujeres (debate tan actual). Paulina se aleja, no sabemos hacia donde, no sabemos cómo, pero ya nada más importa. Sólo importa su decisión implacable, la decisión de una mujer comprometida con sus propias convicciones. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
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PORQUE QUIERO ¿Qué emoción estaba al mando cuando Paulina dijo “ya estoy acá y quiero seguir”? El modelo mental de Inside Out hace agua a la hora de explicar la elección de la protagonista de La patota. El segundo film en solitario de Santiago Mitre puede pensarse como un paréntesis entre dos diálogos en los que Dolores Fonzi y Oscar Martínez se potencian para entregar quizás las mejores interpretaciones de sus respectivas carreras. Ganadora del Gran Premio de la Semana de la Crítica en el Festival de Cannes y del galardón de la FIPRESCI, La patota cuenta la historia de Paulina, una abogada que decide abandonar su carrera judicial para ser maestra rural en el interior de Misiones. Su tarea: dictar talleres de formación política en una escuela de pocos recursos. Al igual que con El estudiante, Mitre no solo no oculta el carácter político de su obra sino que lo explicita durante el primer intercambio de ideas entre Paulina y su padre. El espectador es llamado a implicarse desde el arranque. Tanto en el aspecto formal como en su contenido, el cine de Mitre remite al de los hermanos Dardenne (especialmente a esa obra magnífica que es El hijo) y, al igual que ellos, incomoda por medio de la inteligencia y no desde la provocación. Retrata con eficacia no solo un cuerpo sino los cuerpos, no solo una patota sino las patotas, no solo una violencia sino las violencias que atraviesan la institución jurídica, educativa, policial y familiar. En un sentido opuesto a Inside Out, Mitre no cierra sino que abre el juego. Los lugares de la víctima y el victimario (¡al fin!) se problematizan. Las certezas se tambalean porque no hay un cosmos ideal al que regresar. Volver atrás es un imposible. Lo único que queda claro es que Paulina, como Perséfone, es captada por el inframundo para volverse Reina de su propio deseo, para decir que sí y subvertir el orden establecido, cueste lo que cueste, caiga quien caiga.//?z
La mujer sin cabeza Casi todas las críticas de La Patota hablan del plano secuencia inicial, ese que muestra a Paulina y a su padre discutiendo. Pero casi ninguna menciona una escena brevísima que resulta tanto o más importante que esa discusión un poco ruidosa: la de Paulina yendo al carnaval con su novio y una pareja amiga. Allí hay un plano fugaz que, de alguna forma, pareciera anticipar todo lo que está por venir: mientras que Alberto (el novio) se mezcla con la gente y encuentra sin mayores complicaciones su lugar en las gradas, Paulina mira para los costados con una sonrisa desencajada; su expresión es la de alguien irremediablemente perdido, confundido, que no alcanza a comprender lo que pasa a su alrededor. Esa mirada extraviada será el gesto más reconocible del personaje, acaso su único gesto auténtico, frente a sus inflamados discursos progresistas de chica que fue a la facultad o a su impostura de maestra escolar. Paulina está partida en dos, y la película replica esa condición a través de distintos recursos: la Paulina polémica y comprometida se expresa a través de la palabra, mientras que la otra, la que trata de acercarse a un universo desconocido, opta por el silencio y habla (o balbucea) mayormente con el cuerpo. La primera es apenas una fachada, una máscara que la segunda se coloca para justificar su curiosa incursión en un pueblito carenciado de Misiones. El personaje pareciera sumergirse en ese mundo y abrirse completamente a él, esperando conseguir tal vez alguna clase de entendimiento. Paulina intuye que la realidad es algo demasiado espeso como para poder apresarlo mediante la razón, entonces toma partido por una estrategia mucho más visceral: hay que meterse de lleno en ese espacio marginal habitado por seres condenados. En ese zambullirse no parece haber ninguna clase de conciencia social operando de fondo: la Paulina que discute con su papá, que argumenta segura, que chicanea, no es la misma que recorre las calles de tierra mirado con fruición a su alrededor, vacía de toda certidumbre. En el fondo, La patota no es otra cosa que el relato de alguien que camina y mira, que trata de aprehender el funcionamiento secreto de un espacio nuevo. Es por lo menos sorprendente que la mayoría de las críticas hagan una lectura temática de la película, como si lo único que hubiera para comentar fuera la violación y posterior reacción de la protagonista. La película podrá ser cualquier cosa menos una película de tema: justamente, a diferencia de ese cine, La patota no ofrece certezas, no cartografía el mundo, al contrario, lo que plantea es que lo real puede llegar a ser demasiado ambiguo y huidizo como para reducirlo a una o dos explicaciones racionales. En ese sentido, no podría ser más distinta a la película anterior de Santiago Mitre: El estudiante contaba la historia de un extranjero que arribaba a un mundo nuevo, el de la política universitaria, para descubrir sus reglas, interiorizarlas y finalmente utilizarlas en su provecho. La patota, en cambio, muestra a una chica desfasada, que no logra dar con la cifra de ese pueblo (el punto intermedio entre las dos es, claro, Los posibles, donde Mitre parece haberse iniciado en un cine de observación que se acerca y rodea a su objeto sin forzarlo). La película muestra una escena previa a la violación que, si bien Paulina no presencia, no hace más que reafirmar su desfase sugiriendo que el ataque es un hecho aleatorio, tanto un descargo de bronca y de celos como una acción que surge espontáneamente y que se dispara, en realidad, por una equivocación. No hay ninguna justificación ahí, ninguna conmiseración, ningún juicio, solo una secuencia de decisiones que se precipita demasiado rápido como para que los responsables evalúen sus actos; al igual que su protagonista, la película tampoco presume ningún saber sobre los habitantes del lugar, no los encasilla ni disecciona, no les cuelga etiquetas. La rebelión de Paulina respecto de su papá y su carrera de abogada tiene un motivo obvio: la justicia es un marco que viene a encuadrar el mundo, a explicarlo y a regular sus funcionamientos. Paulina necesita sumergirse en ese universo sin la red que le proporciona lo legal, por eso no quiere hacer la denuncia: en la violencia padecida se juega algo íntimo de ese lugar, un signo profundo que debe procesarse internamente, sin la intervención de la justicia. Después de tanta incomprensión y ambigüedad, para la lógica de la protagonista la violación y el posterior embarazo son como una suerte de respuesta: ese entorno pareciera, finalmente, comunicarse con ella, abrirle sus puertas y empujarla dentro de sí, marcarla; como si la violación fuera lo más parecido a una verdadera experiencia de esa tierra que el personaje pudiera llegar a adquirir. La patota demuestra una sensibilidad notable para narrar el trayecto sinuoso de Paulina. La película imita a su vez la actitud de su protagonista: no juzga, no trata de explicar al personaje y sus acciones a partir de la psicología. En esto, La patota es un cine esencialmente moderno, que privilegia la exploración por sobre cualquier seguridad narrativa y que no trata de agotar el misterio de su relato. El enojo de muchos críticos y del público respecto de la reacción inesperada e inexplicable de Paulina seguramente esté relacionado con esa modernidad que se niega a dar respuestas, que no quiere contar una historia “verosímil” ni hacer nada parecido a una película “de tema”. Esos reclamos pueden sonar un poco reaccionarios, como si al cine no le estuviera permitido jugar con la indefinición, como si siempre hubiera que dar cuenta detalladamente de ciertas dimensiones narrativas, sociales, éticas; como si las películas no sirvieran para otra cosa que para discutir sobre temas en la oficina al día siguiente. Pero es en esa reticencia y en esa ambigüedad que radica la fuerza de La patota, en su capacidad para seguir a su protagonista desde lejos, siempre colocando un signo de pregunta entre ella y la cámara. Así las cosas, la película exhibe un pulso bastante torpe para los diálogos y los conflictos, sobre todo en aquellos que se dan entre Paulina y el padre (Oscar Martínez, en una actuación enorme). Cuando la película pone palabras en la boca de Dolores Fonzi estas suenan pobres, rudimentarias, como meros instrumentos para levantar alguna clase de debate, un choque de posturas (generacionales, políticas, sociales). Son los momentos concesivos de la película, un salvavidas narrativo que el guion le arroja a un público posiblemente desorientado. La discusión final, en la que se vociferan consignas huecas y frases hechas (“cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, busca culpables”), resume esa dificultad. Durante esas escenas, en las que los actores ponen el cuerpo lo mejor que pueden, la solidaridad del espectador está con el personaje de Oscar Martínez, que habla con claridad y cordura: nos parecemos un poco a él, demandamos a Paulina una respuesta, una justificación racional de sus decisiones. Ella, con su retórica encendida y pendenciera, de clase de CBC, no trata de explicar sus actos sino de disimular una especie de ánimo, de disposición bastante más difícil de nombrar. En el fondo, Paulina sigue siendo aquella chica perdida del carnaval, que está sola aunque la acompañe el novio, que nada tiene que ver con todo y con todos los que se reúnen allí, pero que igual trata de mezclarse.
Polémica en el Cine Estamos ante una curiosa "remake", algo que es infrecuente en el cine nacional, en esta caso una nueva mirada, actual hacia un tema social latente, pese a que desde el filme original (La Patota, 1960) de Daniel Tinayre, han pasado décadas y mucha agua bajo los puentes. La situación crítica de sufrir el personaje principal (Paulina, una docente), una tremenda vejación por parte de un grupo de marginales, antes eran muchachos de un colegio nocturno en la periferia porteña, hoy alumnos de una escuela humilde en tierras misioneras. Basándose en aquél exitoso drama, muy comentado y exaltado en tiempos de su estreno, aunque también víctima de palos de alguna crítica exigente, el director Santiago Mitre -el mismo de la destacada "El Estudiante" del 2011- retoma ahora la versión remozada, distinta de la temprana peli que protagonizara Mirta Legrand. Junto al guionista Mariano Llinás han trabajado para estos tiempos que corren si bien la misma idea, optando por cambiar ciertas aristas de la trama y el personaje central, aquella era un católica extrema y parecía solo buscar la redención cristiana, puesto que si bien tambien tenía visos de cine sensacionalista como usaba el recordado realizador de "Deshonra", El Rufián" y "La Mary", para que cada filme suyo fuese un éxito en la taquilla y sobradamente comercial, se intentaba mostrar un final moralista, reflexivo, algo también frecuente en la filmografía del prolífico Enrique Carreras. Aquí no hay moralina, sino una constante lectura acerca de la injusticia social, logrando que Dolores Fonzi -terrible buena actriz y rostro relevante- de a ratos parezca lograr una total empatía con el espectador. Ayer era conformar el concepto religioso de la Expiación, hoy se politiza el tema, el cual está dado en las numerosas charlas y discusiones entre Paulina y su padre Juez (Oscar Martínez), y eso es quizás lo que oxigene plenamente la historia, que hay que decirlo no posee golpes abajos (Qué hubiese pasado si la dirigía Adrian Gaetano por ejemplo...?). Un filme que logra quizás desestabilizar al público poco precavido que irá a buscar morbo, y que sirve si -en cambio- para que otros salgan de verla y la discutan por largo rato, que eso suele ser la pasta base del buen cine. Ver y discutirla.
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Teniendo una carrera ya bastante consolidada, Santiago Mitre encara la remake de La patota (Daniel Tinayre, 1960). Muy bien recibida por la crítica y con aire actual y contundente, Dolores Fonzi se pone en la piel de Paulina, una abogada que decide ir a Posadas para dedicarse a la actividad social. Desde la primera escena ya encontramos la centralidad que tendrá el aspecto jurídico: ella y su padre (juez) debatiendo desde un paradigma judicial sobre su arriesgada decisión, resaltando la fuerza de las palabras y la argumentación. Oscar Martínez interpreta a este padre pseudo progresista que lleva como bandera el avance profesional, el escalar posiciones y una visión bastante acotada y clásica de la justicia. Paulina, con una actitud rebelde desde el principio hasta el final (lo cual la vuelve un poco monótona), está en una importante búsqueda de la verdad: una verdad sobre ella misma, sobre lo que realmente significa justicia, intentando derribar los anquilosados cánones jurídicos que parecen condecirse cada vez menos con la realidad. Paulina se instala en Posadas, frente a los peros de su padre y su novio. Se dispone a ser maestra de Formación democrática utilizando métodos poco usuales que confunden un poco a los alumnos acostumbrados a la mano dura de los docentes. Pese a las dificultades que le supone ser la maestra nueva, joven y desconocida, Paulina mantiene una actitud perseverante, incluso después de ser víctima de una violación conjunta. A partir de este hecho, decide no constituirse a sí misma como víctima, por el contrario, busca la verdad, intenta entender, esquivando los métodos de la justicia que ella juzga inútiles. Desde esa matriz el film pone en cuestión tanto los métodos de enseñanza, los contenidos y el adoctrinamiento que se vive dentro de las aulas, como los métodos de la justicia, que busca incriminar y castigar sin reparar en el conocimiento real de la causa ni en el deseo de la víctima. Si bien es un mensaje bastante simple y directo, es el registro que maneja todo el film: las denuncias son claras, concisas y nada queda entre grises. Con las características de un juicio, el espectador funciona como juez, compartiendo razones tanto con Paulina como con su padre. Los delincuentes ya no son tan delincuentes por momentos; así, lo que queda entre grises es nuestra posición, que va oscilando a medida que el relato de Paulina avanza. Al mismo tiempo se denuncia el avasallamiento deliberado que ejerce el poder sobre el cuerpo de la mujer, el machismo latente en la acción de los violadores y de la justicia y el nulo reparo sobre las condiciones del caso; estableciendo una visión única y déspota de justica. Muy interesante resulta la reflexión de Paulina sobre su tragedia: lo que le sucedió no es casual, es parte del mundo real y de un sistema de injusticia y penalidad violenta alimentado y sostenido por la sociedad toda. Los procedimientos tradicionales de la justicia tienden a invisibilizar cuestiones claves, buscando chivos expiatorios que le sirven para mantener un orden precario y de cartón. Paulina busca entender, se hace cargo de la experiencia y del dolor, intenta eliminar su condición de víctima, se visibiliza y se enfrenta a sus agresores, fuera del sistema judicial, fuera de los recintos policiales… en el mismo espacio del delito, desde el diálogo y la igualdad, eliminando la noción de castigo, busca la verdad.
Santiago Mitre, director de la película, es conocido por su brillante trabajo de El Estudiante, un film político donde la historia gira sobre su protagonista. En La Patota nos encontramos con un concepto bastante parecido, la historia gira entorno a Paulina. En cambio en su versión original, dirigida por Daniel Tinayre y protagonizada por Mirtha Legrand, la historia tiene como eje el acto de violacion y sus culpables. La Patota es un film político muy bien logrado que nos cuenta la vida de Paulina (Dolores Fonzi), una abogada que reside en Buenos Aires con una exitosa carrera en el ambiente, pero decide volver a Misiones, su provincia natal, a iniciar proyectos de inclusión y educación en pueblos rurales de la zona. Su padre Fernando (Oscar Martinez), juez de la nación, se opone desde un principio a los deseos de su hija aunque sabe que nada puede detenerla de sus objetivos. Paulina se choca con la realidad que viven las personas en el interior de la provincia y trata de aportar todo lo que ella puede, con el apoyo de su casi ausente novio Alberto (Esteban Lamothe). En su segunda semana de trabajo, viviendo aún la adaptación a la zona, en el medio de la noche es atacada y violada por una patota que sin ir muy lejos la conforman sus propios alumnos a los que les da clases. Ahí es cuando la película toma su concepto, dando un hincapié a la personalidad de Paulina en su búsqueda de igualdad y compresión a los pobres y no de justicia por los culpables. Pero también es el momento en donde el personaje de Dolores Fonzi no toma su vida como prioridad y deja al espectador en una posición incomoda, que esta bien hacer y que no esta bien. Pero en ese juicio de moral entran las decisiones que realiza Paulina y deja en un desconcierto total y desilusión tanto a su padre como a su novio y como a todo el público. Para ser un remake de una película del cine argentino clásico es prolija y no se escapa de la historia original, Mitre supo encontrar la manera de adaptar un film tan conmovedor para que produzca el mismo efecto en el presente. El compromiso y la caracterización de los actores también es algo de apreciar aunque nos quedemos con ganas de que desarrolle más el personaje de Lamothe y quizás los orígenes de Paulina. La patota es una película con una historia dura y que su protagonista lo enfrenta de una manera que nadie lo haría, ni con todo el coraje del mundo, pero que nos llama a la reflexión propia sobre la situación en los puntos mas ocultos del país.
Una pregunta obligada para cualquier cineasta es cómo filmar un diálogo, un encuentro verbal entre dos personajes. En el esquema clásico esa situación se resuelve a partir de una dinámica que combina, con mayor o menor pericia, el plano general y el juego plano-contraplano. En otras tradiciones (e incluso en algunos cineastas vinculados con el cine clásico), las decisiones pueden ser distintas, desde el sostenimiento de un plano fijo que encierra a los personajes involucrados por el rato que dura la escena, hasta la elección de un plano-secuencia en movimiento, una coreografía plástica alrededor de (o entre) los interlocutores. Hay un subgénero de películas que se asientan en la manera en que la palabra devela una serie de argumentos y que podríamos definir como “cine de juicios”. Se desarrollan principalmente en un tribunal y sus protagonistas, según el sistema judicial, son abogados, jueces, jurados, acusados y acusadores. Los intercambios se alejan del diálogo amable y se instalan en el duelo verbal. La patota podría encuadrarse dentro de este subgénero, a pesar de que gran parte de su entramado se desarrolla fuera de un tribunal. Sus dos protagonistas son personas de la ley, una abogada -recién recibida e inmersa en un doctorado- y un juez, con el añadido de que la primera es hija del segundo. Los momentos más relevantes son aquellos en los que ambos, Paulina y Fernando discuten, sostienen o esquivan argumentos. Las discusiones giran siempre en torno de las decisiones que Paulina toma y que su padre, en general, desaprueba. Paulina quiere viajar a un pueblo muy pobre de Misiones donde habita una población importante de inmigrantes paraguayos para participar, “poniendo el cuerpo”, de un programa de “Difusión de derechos” del cual ella es una de las principales responsables. Su padre le dice que está sobrecalificada para esa tarea, que debería estar coordinando el programa y que pierde el tiempo simulando ser una “maestrita rural”. Todo esto se discute en la primera escena, articulada como si fuera una especie de interrogatorio en el que Paulina intenta convencer al juez-padre. Mitre no plantea una organización tradicional a partir del esquema plano-contraplano sino que mueve su cámara entre ambos personajes construyendo, con eficacia, un plano secuencia que anula la oposición que se establecería en otra distribución visual. La escena siguiente nos muestra a Paulina mientras responde a un interrogatorio menos suelto que el anterior a través del cual nos enteramos de su viaje a Misiones y de la violación que allí sufrió, sólo que ahora la cámara se concentra sobre su rostro y deja en fuera de campo a quienes la interrogan. La elección es clara: la película será sobre ella y sus decisiones. La elipsis que implica el paso de la primera escena a la segunda también es una decisión importante, aunque innecesaria: suprime los acontecimientos que luego retoma en su totalidad para revestirlos de un clima trágico, como si el hecho terrible hubiera sido inevitable. Lo importante es lo que le pasa a Paulina y las decisiones que toma: volver a trabajar en el colegio a pesar de que sospecha de algunos alumnos, sostener el embarazo que genera la violación y, cuando llega el momento, absolver a los jóvenes de cualquier castigo. Si muchos afirman que estamos frente a una película de tesis se debe a que Mitre acompaña las decisiones de su protagonista como si fueran axiomas que conducen a una conclusión final. Desde la primera escena se pone en juego una oposición que atravesará toda la película: la dicotomía entre un romanticismo ingenuo y un pragmatismo cínico. La misma oposición está presente en El estudiante, la primera película en solitario de Santiago Mitre, aunque desde la tensión entre una “nueva” y una “vieja” política. Tanto en aquella como en esta los personajes no son personajes, son posiciones. Fuera de esa dicotomía hay un actor fundamental: los extraños que hablan un idioma incomprensible (fíjense cómo la película asume una posición al no subtitular los diálogos que mantienen los jóvenes cuando hablan guaraní). Cuando la película los muestra por primera vez parecen zombies parados arriba de una loma, entes vacíos que esperan la señal de un hechicero para activar el movimiento. Paulina, en cambio, es algo más que una heroína con una convicción y un estoicismo a prueba de balas. Si parece inalcanzable es porque su superioridad no es sólo intelectual o moral sino también espiritual, es un ángel con el poder de perdonar (la escena en la que la amiga y compañera de colegio le ruega a Paulina que la perdone, simplemente por no comprender sus decisiones, roza el delirio místico). Paulina establece un diagnóstico: el mundo es violento, burocrático, la policía es corrupta y “cuando hay pobres en el medio la Justicia no busca justicia sino culpables”. Y decide iniciar un camino propio, al margen de la ley, una especie de justicia por mano propia pero sin violencia física. La idea última de que toda experiencia es intransferible, que pone en palabras la misma Paulina cuando se queda sin argumentos, genera un callejón sin salida: no hay nada que el espectador pueda hacer más que limitarse a ser un observador pasivo. Pero estar frente a un personaje no es lo mismo que estar frente a una persona, sobre todo si viene revestido de una serie de atributos que lo convierten en un ejemplo universal. Allí está la trampa de La patota: las decisiones de Paulina son indiscutibles (porque son personales) pero tienen la pretensión de un deber ser. La gran diferencia entre esta nueva versión y la original de Daniel Tinayre es que aquella asentaba una buena parte del peso en las imágenes –que dejaban a la violación en fuera de campo- mientras que esta lo hace en lo que dicen los personajes. Mientras aquella se desarrollaba en Buenos Aires, esta lo hace en Misiones, un desplazamiento que sólo podría comprenderse por la extrañeza que sienten los que viven en las grandes ciudades frente a ese territorio inexplorado llamado “el interior”. Por lo demás, las dos comparten el mismo conservadurismo. Mitre demuestra que es un gran narrador a pesar de cierta redundancia (las escenas que se repiten, sin razón, desde otro punto de vista) y de una alteración un tanto gratuita de los tiempos, y que trabaja muy bien con los actores (Dolores Fonzi y Óscar Martínez están son muy sólidos). El problema de La patota es que no encuentra matices ni zonas confusas, sólo encrucijadas discursivas que, en algún momento, quizás pongan al espectador en una situación de duda. Mitre reconoce a la política como campo de tensiones y disensos pero se refugia en la conciencia individual en contra de la justicia social y eso hace que el encuentro con los otros, incluso desde la diferencia, sea imposible. Tener conciencia de clase no es lo mismo que tener culpa de clase. La primera puede ser un punto de partida, la segunda es siempre un punto muerto.