Te amo, te odio, dame más Así como Pablo Trapero filmó con Ricardo Darín; Adrián Caetano lo hizo con Pablo Echarri, Lucrecia Martel optó alguna vez por Mercedes Morán y varios otros (Rodrigo Moreno, Santiago Loza, Ariel Rotter, el propio Caetano) eligieron a Julio Chávez, Daniel Burman cerró (al menos por ahora) su etapa "juvenil" con Daniel Hendler (Esperando al Mesías, El abrazo partido, Derecho de familia) para trabajar con actores más experimentados (Oscar Martínez y Cecilia Roth en El nido vacío; Antonio Gasalla y Graciela Borges ahora) y en propuestas con aspiraciones más masivas. Algunos podrán ver en esta tendencia de Burman y de varios de sus colegas generacionales de lo que alguna vez fue el Nuevo Cine Argentino un síntoma preocupante (los renovadores del ayer serían algo así como el establishment de hoy), pero yo lo veo como una evolución lógica, natural y hasta positiva. Es probable que todos esos y otros jóvenes (hoy ya no tan jóvenes) directores hayan hecho sus películas más arriesgadas en sus inicios(de todas maneras, las filmografías no son lineales y suelen deparar muchas sorpresas) y en la actualidad ya estén inmersos dentro de una producción más convencional, popular o como quiera denominársela. Pero, (me) pregunto: ¿No es mejor que los Burman, los Caetano o los Trapero, con su talento narrativo, con su inteligencia artística y con su sólido background técnico, sean quienes lideren hoy el cine industrial (perdón si el término molesta) en lugar de tantos veteranos realizadores que hacían un cine torpe, obvio, remanido y muchas veces hasta poco atractivo desde lo formal? ¿Por qué no buscamos que sean otros, los nuevos realizadores de hoy, quienes los releven en la experimantación? ¿Por qué pedir que Trapero siga haciendo un Mundo grúa, que Caetano continúe en la senda de Bolivia o que Burman vuelva a filmar con Hendler? Vamos al caso concreto de Burman y Dos hermanos. Me gustó mucho la trilogía que el director hizo con Hendler como alter-ego, más incluso que El nido vacío o que este nuevo film, pero celebro que sea Burman quien haya logado llevar a buen puerto una historia como ésta, que quizás esté en las antípodas del cine que más me interesa, pero que así y todo me resultó disfrutable. Creo que hay mucho mérito en el trabajo suyo como director. En otras manos (diría que en la inmensa mayoría de las manos) hubiese sido un proyecto con destino casi inevitable de fracaso. Hace no mucho tiempo se estrenó Esperando la carroza 2, una vergonzosa secuela de un clásico de ese cine costumbrista/grotesco que marcó a buena parte del cine de los '80. No creo que esta transposición de la novela Villa Laura, del escritor argentino (y periodista deportivo, y hermano del socio de Burman en la productora BD Cine) Sergio Dubcovsky pudiese haber caída tan bajo con ningún director detrás de cámara, pero la siempre hábil mano de Burman, su sólido criterio narrativo y su proverbial capacidad para la dirección de actores hacen que Dos hermanos no se salga prácticamente nunca (hay algún que otro pasaje forzado o unas pocas líneas de diálogo que resuenan ampulosas) de cauce. Susana (Graciela Borges) y Marcos (Antonio Gasalla) son hermanos, pero no se llevan nada bien. Ella lo manipula (por momentos lo maltrata) y él, con cierta resignación y docilidad, se deja mandonear. Ambos han tenido tiempos mejores (la decadencia no es tremenda, pero sí ostensible), Ella -avasallante hasta lo molesto- sobrevive con poco claras operaciones inmobiliarias; él -reprimido hasta lo patológico- se desvive por su madre (Elena Lucena) y tiene algún hobby como la orfebrería. No hay muchos elementos que los unen: uno de ellos, la admiración mutua, casi obsesiva, por Mirtha Legrand. Cuando la madre de ambos muere, Susana -una dama con demasiadas ínfulas, que coquetea con el alcoholismo y tiene no pocas deudas- decide vender la casa familiar y "empuja" a su hermano para que se traslade a un pueblito uruguayo denominado Villa Laura. Allí, en una vetusta pero atractiva casona junto al río, Marcos retomará su pasión por las artesanías en plata y se irá interesando por el teatro (y, más puntualmente, por su profesor, interpretado por Osmar Núñez). Con un reproche siempre listo en la punta de la lengua, Susana no estará contenta ni dispuesta a aceptar la nueva realidad de su hermano. Burman -que por primera vez en su carrera se arriesga con un material ajeno- se mete en temas complejos como la decadencia y la vejez, la soledad y la incomunicación, a partir de una relación entre hermanos al borde de lo enfermizo y lo sádico. Lo hace sin descuidar el humor (por momentos bastante negro) ni el buen gusto. El mérito reside aquí no sólo en lograr la empatía del espectador sino muy especialmente en haber sorteado los no pocos peligros que este material presentaba: entre ellos, caer en el estereotipo, en el maniqueismo y, por qué no, incluso en el ridículo. Estuve buena parte de la película esperande ver dónde y cómo trastabillaban Burman y sus dos omnipresentes intérpretes. El material no me resultaba fácil ni tranquilizador (admito que hasta me incomodaba un poco), pero reconozco que el resultado final es más que satisfactorio y la película ha crecido (sigue creciendo) en mi cabeza ya a 10 días de haberla visto. Celebro entonces -como sostuve más arriba- que Burman haya tomado el camino que más le plazca (aunque no sea el que yo hubiese deseado como espectador) y siga haciendo buen cine para los más diversos espectadores.
El cine retrovisor Los protagonismos de Antonio Gasalla –ausente de la pantalla grande desde Almejas y Mejillones (2000)- y Graciela Borges enmarcan a Dos hermanos (2010) como la obra con más aspiraciones comerciales que Daniel Burman pergeño en su interesante y variopinta filmografía. Basada en la novela Villa Laura, de su socio comercial en BD Cine, Sergio Dubcovsky, esta nueva faceta del director deja de lado los mejores rasgos que caracterizaban su cine. La trama gira en torno a la oscilante relación que mantienen los hermanos del título (Antonio Gasalla y Graciela Borges). Solteros y solitarios, entre la sumisión de él y las ínfulas palaciegas y aristocráticas de ella, el vínculo debe reconstruirse luego de la muerte de la madre (Elena Lucena). Las películas de Daniel Burman se caracterizaban por anclar la mirada hacia el futuro desde el presente geográfico (el barrio de Once) y temporal donde transcurría la existencia de ese alterego cinematográfico del director que interpretaba el actor uruguayo Daniel Hendler. Sólo en El abrazo partido (2003) se giraba la cabeza hacia atrás para zurcir las heridas paternas y de esta forma cimentar un futuro que hasta entonces lucía oscuro e incierto, búsqueda de la vocación inclusive. Ya con algo más de certidumbre, el tratamiento del personaje de Hendler en Derecho de Familia (2005) se corría hacia el temor por lo que vendrá, la consolidación laboral, la conformación de un familia y el legado físico y espiritual que perdure más allá del tiempo. Era un cine de especulaciones, de enfrentamientos entre presente y futuro. En El nido vacío (2008), el enfoque se desplazaba cuando el matrimonio de Leonardo (Oscar Martínez) y Marta (Cecilia Roth) se percata de que ese futuro que Hendler temía no sólo ya había llegado sino que, lento pero sin pausa, empezaba a formar parte del tiempo pretérito. La película planteaba una dicotomía entre las dos formas posibles reacciones frente a eso. Mientras Marta reinvertía el tiempo que dedicaba a sus hijos en ella misma, en el estudio y el cuidado físico; Leonardo no acepta la circunstancia temporal de la nueva condición de padre solitario. Como hombre aferrado a las formas y animal de costumbre, el apego a ese pasado idílico comienza a perseguirlo. Ella mantiene la vista hacia adelante; él, en cambio, avanza de cuerpo, pero no de espíritu. Y así llegamos a Dos hermanos, punto cúlmine de ese giro de 180º que inició en El nido vacío. Si allí se vislumbraba algún vestigio de apego a lo actual e inmediato, aquí se esfuma totalmente con este par de personajes demasiado anclados en el ayer, a los que poco parece importarles el porvenir, tendencia llevada al paroxismo con el fanatismo casi religioso por Mirtha Legrand y sus legendarios almuerzos. Es curioso ver cómo los diálogos de Marcos son siempre en pasado, son crónicas de tiempo obsoleto, irrepetible salvo en los enormes álbumes de fotos que amontona en el placard. Pero esta reversión del enfoque no es lo único que Burman trocó respecto a su filmografía ulterior. Ya sin el actor uruguayo, los roles protagónicos recaen, como en El nido vacío, en dos artistas con un enorme arraigo en el público mayoritario. Esa masividad que portan Antonio Gasalla y Graciela Borges se transforma en un arma de doble filo cuando los mohines, los gestos y los tonos de su persona amenazan con inmiscuirse en la construcción del personaje. Dos hermanos es quizá el final de una etapa cinematográfica de Daniel Burman. Qué deparará el futuro, a través de cristal analizará el paso del tiempo, con que miedos se enfrentarán sus criaturas y cómo lo harán son algunas preguntas que esperan respuesta.
Basada en la novela "Villa Laura", de Sergio Dubcovsky, Daniel Burman concibió su mejor film junto a "El abrazo partido". Se cuenta la historia de dos hermanos tan diferentes como patéticos. Marcos -orfebre y actor vocacional- vivió bajo el ala de su madre hasta que muere. Sometido y perdido, se reencuentra con Susana, diez años menor, avasallante y delirante. Los dos están solos, su relación es oscilante y no tardará en aflorar "los pases de facturas".
Los une el amor y el espanto Este crítico leyó la novela Villa Laura, de Sergio Dubcovsky, en 2005: recién se publicaba. Cinco años después, vio su adaptación cinematográfica, Dos hermanos, dirigida por Daniel Burman, y releyó el libro. Esta vez sintió que los protagonistas, Marcos y Susana, aquellos hermanos antitéticos y simbióticos, no podían ser otros -nunca habían sido otros- que Antonio Gasalla y Graciela Borges. Mérito de Burman, que los vio desde siempre, apostó por ellos (los directores jóvenes, en la Argentina, están obligados a justificar la contratación de estrellas) y tuvo pulso sereno para dirigirlos. Y mérito de la pareja protagónica, que no sólo encarnó a estos personajes en un nivel superlativo: los hizo bailar un pas de deux de atracción/repulsión en un microcosmos opresivo matizado por el humor: un universo, como el del cualquier otro amor, con reglas propias. La obra de Dubcovsky -delicada, íntima, tan carente de demagogia argumental como de esnobismos estilísticos- no se centra en los personajes y su vínculo: es ellos. Las circunstancias que atraviesan Marcos y Susana funcionan al servicio de esta matriz: la de descubrirnos sus interiores y sus modos de complementarse, sin subrayados ni obviedades. Burman -que escribió el guión con Dubcovsky- supo traducir la idea central: Dos hermanos es una película de personajes -no tiene elementos que nos distraigan de ellos- más que de trama, lo que no significa que sea tediosa, ni contemplativa ni meramente antropológica. Al contrario, está muy bien narrada: sin ir directamente, artificialmente, a las sensaciones: generándolas a través del retrato minucioso, las actuaciones, las puestas propicias. A pesar de sus rarezas, Marcos y Susana -dos seres que se atraen y repelen, opuestos pero necesitados el uno del otro, endogámicos- nos resultan cercanos. "Ninguno había elegido nacer dentro de ese cuerpo ni moldear el carácter con el estilo que les había sido conferido. Pero se sometían. Padecían una historia común", escribió Dubcovsky en Villa Laura. Observados de cerca, parecen personajes de drama; de cerca, de comedia. Burman dosificó ambos géneros con armas cinematográficas: puestas, manejo de planos, ambientación, fotografía, vestuario. El resultado: un filme con trasfondo ríspido, opresivo, pulido por la gracia y la sensibilidad contenida. Gasalla, en un papel distinto a los que le conocemos, interpreta -ya desde sus posturas- a un hombre que preferiría ser invisible. Un sesentón, orfebre y ajedrecista, modoso, atildado, frágil, delicado, pasivo, que vive en función de su madre (Elena Lucena) hasta que ella muere. Borges, en un papel que le sienta perfecto, hace de una aristócrata -acá, falsa aristócrata- venida a menos. Una mujer egocéntrica, extravagante, narcisista, patética, no sabemos hasta qué grado consciente de su perturbación, que ama, odia, cela, castra, a veces humilla a su hermano. Ella hace un trabajo centrífugo (capaz de provocar encono, piedad o gracia); él, centrípeto (que genera empatía). No pueden estar juntos ni separados: se profesan un amor enfermizo, asfixiante, posesivo. En manos de otro director, la película podría haber virado hacia el exaltado humor paródico, estilo Esperando la carroza, o hacia la emotividad crepuscular, estilo Elsa & Fred. Pero la séptima película de Burman transita caminos distintos, tan lejanos a las fórmulas de la masividad como a la experimentación que, casi como una obligación, demandan algunas elites. A veces se debate sobre los "riesgos" que asume un director. Desde que participó en Historias breves (1995), icono del recambio generacional en el cine argentino, Burman fue probando nuevos terrenos: no haber hecho variaciones de un mismo filme durante 15 años fue y es una forma de tomar riesgos; haber cambiado la forma de producción, también. Con los años, sus personajes fueron creciendo generacionalmente, pero los conflictos familiares siguieron siendo el eje de sus agridulces historias. En Dos hermanos son la columna vertebral, las partes y el todo.
Cuando todo queda en familia Daniel Burman dirige esta historia sobre dos hermanos, que interpretan Antonio Gasalla y Graciela Borges Separados durante años por diversas contingencias que ni ellos mismos pueden explicar, Marcos y Susana, dos hermanos de muy distinta forma de vida, vuelven a unirse en un triste momento de sus existencias. Ese momento es cuando muere la madre de ambos, alguien que tuvo a Marcos bajo su cepo protector y asfixiante durante mucho tiempo en tanto que Susana, de una personalidad tan avasallante como delirante, transitó su camino entre fiestas, desfiles de modas, reuniones de la alta sociedad y un fastuoso micromundo inventado por su necesidad de figurar. A los 64 años, y sin esa madre que lo tuvo a su lado siempre, a Marcos sólo le queda su jubilación y pasar las horas encerrado junto a sus herramientas de orfebre. Pero Susana lo obliga a dejar Buenos Aires para irse a vivir con ella a una semidestruida casa en un pequeño balneario uruguayo. En esta especie de exilio, Marcos tratará de buscar el placer y la quietud. La relación entre los dos hermanos oscila como un péndulo y día tras día ajustan cuentas pendientes y recuerdos mal guardados. Mientras Marcos se siente atraído por la labor del director de un elenco de aficionados que pondrá en escena la obra Edipo Rey , de Sófocles y por sus constantes partidas de ajedrez, ella prosigue con su vida de fingimientos y de mentiras dentro de una alta clase social a la que, en realidad, nunca perteneció. El guión, adaptado de una novela de Sergio Dubcovsky, posee una enorme ternura. El director Daniel Burman vuelve aquí, como en sus anteriores producciones, a demostrar que sabe imbuir a sus personajes de la exacta naturalidad que necesitan para poder transitar el camino de la existencia entre la amargura, los reproches, los perdones y las renuncias. El excelente trabajo de Graciela Borges, medido, inserto en la variedad de sus sentimientos y de sus culpas, y la no menos impecable labor de Antonio Gasalla, puesto en la piel de ese Marcos sometido a los caprichos de su hermana, configuran una pareja de notable naturalidad y gracia en esta historia de tristezas pero también de esperanzas. La fotografía y la música son otros de los logrados rubros de esta trama que, sin falso melodramatismo, llegará sin duda al corazón de los espectadores.
La reina desnuda y el peón esclavo Antes una película de escenas que un relato estructurado, las piezas que conforman el nuevo opus del director de El nido vacío son de calidad variable, pero se lucen tanto Gasalla como la Borges, en un papel que parece un prisma de toda su carrera. Suele verse en Daniel Burman al convencido abanderado de formas narrativas tradicionales, asentadas sobre la clásica estructura en tres actos, tono ligero y accesible, personajes redondeados y actores de peso. Todo ello vela una faceta menos visible pero muy presente en su cine: el gusto por el desvío narrativo, la ocurrencia ocasional, lo accesorio incluso. Dominante en la primera parte de su obra (el corto Niños envueltos, de Historias breves, los largos Un crisantemo estalla en Cincoesquinas y Todas las azafatas van al cielo), a partir de Esperando al Mesías (2000) esa opción narrativa cede a formas de relato más orgánicas: las de El abrazo partido, Derecho de familia y El nido vacío. Ahora, de modo sorpresivo, Dos hermanos parecería dar una vuelta atrás, para reinstalar en la obra de Burman aquel viejo gusto por lo fragmentario, la observación del detalle menor, lo colateral antes que lo central. Basada en la novela Villa Laura, de Sergio Dubcovsky, el guión de Dos hermanos, coescrito por Burman junto al autor (con colaboración de Marcelo Birmajer), le dedica menos atención al “hilo del relato” que al estudio de personajes. Y con él al juego, el cuerpo, el gesto de unos actores cuyo solo cartel demanda un plus de atención. Hay mucho mar de fondo entre Susana (Graciela Borges) y Marcos (Antonio Gasalla), capaces hasta de querer disimular su parentesco. La clase de persona que prefiere morderse la lengua antes que desatar algo ni remotamente parecido a un escándalo, Marcos es un orfebre sesentón, a quien el largo cuidado de la madre viuda y postrada (Elena Lucena, reapareciendo nada menos que a los 95 años) enseñó dosis parejas de resignación y represión. Tal vez haya ocasión, cuando ingrese a un grupo de teatro –dirigido por quien parecería su alma gemela o compañero perfecto– de sacar a la luz, por tardíos que parezcan, talentos y pasiones acallados durante (casi) toda una vida. Si en el curso del relato, Marcos pasa de la opacidad a una forma de brillo personal, Susana describe el recorrido inverso. Rodeada de un halo de falso esplendor, hecho a base de modelitos exclusivos (algunos de ellos robados) y sombreros ridículamente chic, Susana –que cuando habla intercala palabras en inglés y francés– desarrolla una actividad frenética, pero virtual. Parece estar siempre ocupada, usa mucho el celular, lleva la cartera llena de tarjetas personales, en las que se presenta ora como agente inmobiliaria, ora como broker o art dealer. Todo indica que esa hiperactividad es más imaginaria que real. Cuando la vida de Marcos quede como suspendida en el aire, ambos iniciarán una forma de convivencia –más parecida a la de una diva y su asistente esclavizado que a la de dos hermanos, pero convivencia al fin– que incluye el traslado de él a una casa familiar olvidada, en un aún más olvidado pueblito uruguayo. Tanto el autodescubrimiento tardío como el motivo del rey (la reina, en este caso) desnudo/a son tópicos que no constituyen mayor novedad. Advirtiéndolo tal vez, Burman prefiere diluir el eje narrativo y poner el acento en lo circunstancial. Antes una película de escenas que un relato fuertemente estructurado, las piezas que conforman Dos hermanos son de calidad variable. Las hay agudas, como las primeras de Susana en sus raids “inmobiliarios”, u otra en la que ella y Marcos se comportan, durante una recepción en una embajada, como las termitas del cuento homónimo de Isidoro Blaisten. Están las que rozan peligrosamente el lugar común, como las dedicadas al grupo de teatro “vocacional”, y las que se dejan arrastrar por la caricatura y el grotesco, como sucede en las dedicadas al cholulismo de los hermanos (sobre todo de Susana), obsesionados ambos con Mirtha Legrand. Si algunas ponen incómodo es porque esa es la intención, como ocurre en un velorio familiar, en el que Susana desciende hasta la sima misma de su narcisismo. Como de costumbre en Burman, los rubros técnicos son impecables, con una fotografía de cristalina luminosidad a cargo de Hugo Colace. Pero como se ha dicho, Dos hermanos es antes que nada una película de actores, y en ese punto es loable que no se haya convocado a Antonio Gasalla para parafrasear alguno de sus monstruos de mayor repercusión, sino antes bien para retomar una cuerda más interna y oscura, en línea con viejos personajes de su cosecha. Notoriamente, el oficinista implosivo de La tregua. Susana es, a su turno, una suerte de prisma borgeano (por Graciela, no Jorge Luis), que refleja tanto las ingenuas de los comienzos como las señoras bian de las películas de Raúl de la Torre. La larvada locura de la señorita Plasini en El dependiente, el carácter terminal de Pubis angelical y Monobloc, la densidad de la Mecha de La ciénaga... Es casi, más que un papel, la coronación ofrecida a una actriz que en medio siglo de carrera empezó siendo un rostro (lo sigue siendo, asombrosamente) y terminó convertida en una complejidad de infinitas capas.
Family Business Susana y Marcos son dos hermanos bastante diferentes entre sí, como es de prever (a los fines de la trama, claro está). Mientras Susana (Graciela Borges) transita a la deriva su madurez apetecible de soltera eterna realizando negocios quiméricos de manera compulsiva y bordeando la estafa, Marcos (Antonio Gasalla) se ocupa de la madre de ambos en los últimos días de su convalecencia. Marcos es un orfebre de mediano éxito, cuya vida pasó básicamente por cuidar a esa madre que casi no se mueve de la cama, y a su muerte, la ausencia inevitable de este factor de apego cambiará su vida de manera drástica, con una pequeña ayuda de Susana, que ansiosa por salvar una inversión importante de dinero lo convence de trasladarse al Uruguay. Es notable cómo al tiempo que se divide en dos flancos para atender de manera alternada a los no siempre coexistentes hermanos, el relato queda irremediablemente escindido en la clásica estructura de comedia y tragedia del teatro griego. No es casual, entonces, que Marcos se reencuentre a sí mismo en esta Villa Laura, un pueblo uruguayo con un modesto grupo de teatro cuyo director está empeñado en una revisión vanguardista del clásico "Edipo Rey", de Sófocles. En este redescubrimiento, la tragedia personal de Marcos queda aliviada o al menos sublimada en un arrebato de productividad laboral y de realización individual para el personaje, dejándolo del lado soleado de la vereda. En cambio, a la más heliocéntrica y despreocupada Susana le toca el lado de la sombra. Cada vez más aislada y sumida en el alcohol, no hace sino vivir en función del ocultamiento de un pasado que la avergüenza. En el transcurso de sus días, esa neurosis va borrando los límites de su propia identidad, la real; no esa construcción frívola que interpone entre sus penas y el mundo. Susana tiene mucho que descubrir de ese hermano menospreciado que también le resulta vergonzante. Con la pericia a la que ya nos acostumbró su cine, el realizador Daniel Burman explora el costado tragicómico de la relación de dos hermanos, retomando sus sempiternos temas familiares y apoyando con acierto la trama en los hombros de sus dos notables protagonistas. Los escenarios, locaciones y paisajes se vuelven, a fuerza de bellos y acertados, una parte imprescindible de la historia. Quizá si Burman no exudara cierto snobismo en la construcción remanida de situaciones y diálogos, si se acercara con menos vacilaciones al ángulo más humano de sus personajes en lugar de limitarlos al rincón de la ficción o acotarlos en el guión puro y duro, estaríamos frente a un verdadero tour de force actoral. Ojo: A no perderse la secuencia de créditos finales.
Dos estrellas vistas desde la distancia En su sexto film, Daniel Burman asume el riesgo de trabajar con grandes figuras para retratar la relación un par de personajes anclados en los setenta. Eludiendo el histrionismo y las imágenes significativas, arma su historia a partir de pequeñas viñetas. Hay películas que invitan con un equívoco; Dos hermanos, sexto largo de Daniel Burman, es una de ellas. Quien se guíe únicamente por el trailer creerá que se trata de una comedia dramática con dos personajes que están entre lo patético y lo ridículo. Y lo es, pero sólo en la superficie: la mejor descripción posible (como todo, tentativa) es la de un documental sobre cómo ciertos personajes, anclados en la estética del cine argentino de los 70, viven hoy. Con esa clave en mente, el film resulta un objeto curioso, un ensayo sobre la emoción. Se sabe: Burman no apela al histrionismo, al diálogo significativo, a las lágrimas o las risas en primer plano, a la estridencia. Su método para acercarse a lo que los personajes sienten y comunicarlo es siempre sesgado: los rodea, muestra lo que hacen, los deja al libre arbitrio del espectador. Aquí la historia parece simple: Susana (Graciela Borges) es una señora de unos cincuenta y pico, una tilinga de Barrio Norte que copia lo que cree que es el lujo y no tiene más que frases de desprecio para sus semejantes. Marcos (Antonio Gasalla), su hermano, es un hombre parco, pequeño, gris, dedicado por entero a cuidar a su madre, hasta que ella muere. Susana manipula la vida de ambos y Marcos permite esa manipulación, que lo lleva –contra su voluntad– a vivir en Uruguay, donde paradójicamente será él mismo, se enamorará de un hombre de su propia edad y construirá una módica felicidad que a Susana se le escapa, aunque logra aceptar la de su hermano. Sin embargo, “parece”: Susana y Marcos son personajes complejos de quienes no se sabe bien por qué han llegado a ser como son ni por qué son ahora como son. El secreto a descubrir es por qué sienten lo que sienten. Por qué tienen esa relación tensa, por qué Susana manipula, finge, inventa una vida de lujo que no existe; por qué Marcos deja de lado sus deseos para quedarse con su madre. Esos personajes, efectivamente anclados en los 70 (que sólo comparten un momento de comunicación cuando ven a Mirtha Legrand, cuando hablan de un tercero que parece al mismo tiempo un modelo), están en otro mundo. Uno de ellos logra comprenderlo, el otro no. La cuestión es que, para esto, Burman toma una distancia exagerada que diluye la emoción. A veces es apropiada: en el plano del velatorio de la madre, la tristeza de Marcos y la estolidez fingida de Susana tienen una profundidad que conmueve. En otras, no: los momentos de los ensayos, con su humor un poco ridículo, generan incomodidad, como si estuviéramos burlándonos de los personajes en lugar de compartir la gracia del momento. El problema del film es que Burman trató con estrellas. Y esas estrellas se perciben como tales antes que como las personas que el cineasta decidió retratar. En el caso de Graciela Borges, no se nota: realmente comprende dónde está la cámara y qué es lo que se espera de Susana, cuál es la pregunta de ese personaje. Realmente se comprende que ni ella misma sabe dónde termina la ficción en la que vive. En el caso de Gasalla, sí: las secuencias de su Marcos muestran a un gran actor, un tipo que sabe cómo es su personaje. Pero Gasalla tiene demasiado interiorizado otro personaje: Gasalla. Y entonces, un gesto de más, una palabra que no corresponde, rompen a Marcos en algunas de las mejores escenas. Marcos no diría: “Me estoy cagando”, como en ese pasillo tras colarse en una fiesta. Marcos callaría y se iría. Marcos no diría: “Sacá esos dedos” cuando le cierra la puerta en la cara a Susana, sino que se remitiría al silencio. Como si el actor no se animara a efectivamente ser otro –y demostrar que es todo lo bueno que es–, Marcos suele recortarse del film, a veces, para dejar solo a Gasalla haciendo un número conocido. Es una gran pena: hay un plano general hacia el final, con el personaje mirando el río, donde no sólo no habla, sino que se limita a pararse y mirar. El actor está en esa manera de poner la mano, en la posición, en el perfil casi a contraluz que permite ver cierto gesto nada sobreactuado, natural y transparente. Ese plano final es el resumen de un film que trata de hacer amable lo que naturalmente no lo es. Burman lo intentó: si no lo logró del todo al menos asumió el riesgo.
Los hermanos sean unidos Ante los padres, los hermanos pueden ser cómplices, celarse, apañarse, enfrentarse, disputarse atención, mantener un secreto. ¿Cómo continúa esa relación cuando esos progenitores/mediadores ya no están? Ese es el disparador de Villa Laura, la novela de Sergio Dubcovsky que Daniel Burman lleva al cine en Dos hermanos. Ya no hay en esta película, como en otras en la filmografía del director, indagaciones sobre la identidad judía, ni reflexiones generacionales. El acento no está puesto sobre la edad de los personajes, sino en su relación. Da lo mismo que tengan 60 o 15 años, la forma en la que se relacionan no se alteró con los años. Graciela Borges es Susana, la hermana menor, dominante, con fantasías de alcurnia y manipuladora. Antonio Gasalla es Marcos, abnegado Edipo de su madre, apacible, sentimental y silencioso. Tras la muerte de su madre, ella lo convence de mudarse a Villa Laura, Uruguay, un pueblito donde compró una vieja casona. Hijos sin hijos, antes los unía su madre y ahora, sentarse a ver Mirtha Legrand. En ambos casos, mujeres que les despiertan contradictorias emociones. El filme se presenta como el relato de un vínculo, cuya narración se mece como el barco que los lleva, una y otra vez, de Buenos Aires a Uruguay. Burman usa el humor en justa medida y expone esa relación en situaciones que exhiben cómo han sido y son los roles de cada uno. En este sentido, es sobre todo una película de actores, en la que las interpretaciones sostienen la arquitectura de escenas, desarrollo y climas. Graciela Borges se luce sólida con un personaje intenso, difícil, autoritario, de verborragia cruel y a la vez vulnerable. Gasalla, por su parte, contiene su histrionismo para encarnar a un hombre que debe reencontrarse con sí mismo en plena adultez. Mérito a la dirección de actores de Burman, que retrata con la minuciosidad de lo sencillo ese vínculo. Sin embargo, el acento en lo teatral por momentos deja a la deriva las potencialidades (y necesidades) cinematográficas de la historia.
Hermanos eran los de antes Luego de El nido vacío, el director Daniel Burman reúne en su nuevo film a dos íconos, uno del cine y, el otro, de la escena nacional: Graciela Borges y Antonio Gasalla. En este film, los intérpretes dan vida a dos hermanos que viven de manera conflictiva un vínculo de amor-odio que se acrecienta luego de la muerte de su madre (una excelente Elena Lucena). Basada en la novela Villa Laura, de Sergio Duvcovsky, la película de Burman se toma ciertas licencias con respecto al texto original, pero lo alimenta y explora el tema de la orfandad a través de dos personajes que se encuentran en las antípodas pero que se necesitan para sobrevivir. Esta historia transcurre en Carmelo (Uruguay) y luego se traslada a Buenos Aires. El mundo ficticio construido por Susana (Borges), sus delirios y actitudes, y la decadencia de una clase social que conoció un pasado mejor, es lo más destacado del relato. En tanto, su hermano Marcos (Gasalla) encuentra consuelo y oxígeno a través del teatro. Buena historia, con un desempeño magistral de Borges y logrados puntos dramáticos de Gasalla (la escena del velatorio). Burman se aleja de la temática de sus films anteriores.
El carisma de Antonio Gasalla y, sobre todo, de Graciela Borges consigue que lo nuevo de Daniel Burman funcione. Ellos son los dos hermanos del título y mantienen una dinámica complicada: ella, verborrágica, lo ataca todo el tiempo; él, en el mejor de los casos, la aguanta paciente y silencioso. Ese tira y afloje filial transforma a Dos hermanos en una película tan oscura como divertida, aun con un par de momentos demasiado crueles. Burman demuestra que sabe cómo moverse con la cámara dentro del terreno familiar, pero Dos hermanos confirma que estas últimas películas adultas del cineasta no tienen esa frescura innata al cine generacional de su “trilogía de Ariel”.
Viñetas para dos actores Hollywood aplica a menudo la fórmula de alternar parejas de actores famosos, insertándolas, como figuritas intercambiables, en películas donde el guión y todos los otros elementos que hacen al cine como medio de expresión son un simple relleno: la gente acudirá al cine a verlos a ellos. En el cine argentino reciente hay ejemplos de esta estrategia comercial: Guillermo Francella-Natalia Oreiro, Guillermo Francella-Araceli González, Araceli González-Pablo Echarri, Pablo Echárri-Mariano Martínez, y siguen las duplas. Puede decirse que, más allá de cuál ha sido el germen de este proyecto (basado en una novela de Sergio Dubcovsky, hermano de uno de los productores), Dos hermanos terminó siendo un producto sostenido en la presencia en pantalla de dos actores populares. El planteo es legítimo y recuerda a la reunión de otros dos buenos actores de importante trayectoria, Federico Luppi y Norma Aleandro, en Sol de otoño (1996, Eduardo Mignogna). Pero la historia de Dos hermanos se desenvuelve medio a los saltos, como viñetas, sin que se profundice demasiado ninguna de sus aristas. Los hermanos en cuestión son Susana, una señora excéntrica y manipuladora (Graciela Borges), y Marcos, un sesentón reprimido (Antonio Gasalla), quien, al parecer, ha vivido a la sombra de su madre (Elena Lucena, presente en el cine argentino desde los años ’30, muy digna aquí con sus 95 años). Hay equívocas operaciones inmobiliarias, idas y venidas entre Buenos Aires y un apacible pueblo uruguayo, encuentros de distinto tipo que permiten la aparición de otros personajes (desde una reunión de consorcio hasta un cumpleaños familiar), y una apelación no precisamente original al teatro como vía de emancipación. Ciertos apuntes irónicos no parecen haberse aprovechado a fondo, como los comentarios discriminatorios de Susana (que bien podría ser amiga de la Beba que Norma Aleandro interpretó en Cama adentro) o la obsesión de la familia por ver por TV a una figura emblemática del resguardo de las apariencias como Mirtha Legrand. Los conflictos familiares que asoman –nada livianos– se diluyen entre líneas de diálogo graciosas y las intervenciones siempre desatinadas de Susana. Eficaces toques musicales y algunas buenas ideas (el ruido de pasos que se mantiene con un cambio de escena, el giro tal vez onírico a la comedia musical como ocurría en El nido vacío) suman puntos a este film desparejo. Entre los méritos hay que señalar, también, el desempeño de Graciela Borges, algo exterior pero divertida, y con momentos –como cuando dialoga con una vieja amiga– en los que mirada y tonos de voz se ajustan acertadamente al estado de ánimo de su Susana en su costado más vulnerable. Antonio Gasalla, en cambio, recurre a sus tics habituales (ojos muy abiertos, la cabeza en movimiento) que remiten inmediatamente a sus criaturas para el teatro y la televisión. No es casual que, de sus varias participaciones en cine, la única celebrable haya sido la de Esperando la carroza, donde precisamente componía a uno de sus personajes. En tanto, a favor de Daniel Burman (1973, Buenos Aires), puede destacarse su interés por abordar la comedia dramática con nobleza, así como el hecho de ir dando forma (con películas como El abrazo partido, Derecho de familia y El nido vacío), a una obra que habla de la familia argentina sin el conservadorismo costumbrista de antaño (del que abreva bastante Juan José Campanella), animándose a explorar –aunque no demasiado, siempre cuidadoso de no ofender a nadie– las contradicciones y las zonas oscuras que anidan en su seno.
Si Hawking fuera al cine Villa Laura fue una novela corta que se publicó hace unos años y que si bien no fue un best seller, fue un éxito entre sus lectores que disfrutaron con esa novela que mostraba una relación patética entre dos hermanos mayores(un hombre y una mujer), que una vez muerta su anciana madre se ven obligados a convivir de cierta manera. La novela de Sergio Ducovsky es una demostración de gran manejo de climas tensos y de como una historia chica puede sostener un relato. Daniel Burman tomó esa novela y convocó para encarnar a los hermanos a dos figuras de indudable carisma: Graciela Borges y Antonio Gasalla. Dos hermanos es la transcripción fílmica de esa novela. Marcos (Antonio Gasalla) vive con Meneca (Elena Lucena) su nonagenaria madre y Susana (Graciela Borges) es la encargada de llevar adelante los negocios inmobiliarios de la familia. Cuando la historia empieza, la madre de ambos hermanos muere y Susana se encuentra obligada por sus extraños manejos inmobiliarios a comprar una casa en Villa Laura, un pueblo costero en Uruguay. Los dos hermanos viajan a conocer la casa y Marcos se instala en Villa Laura, donde se empieza a conectar con la gente del lugar y a inaugurar nuevas rutinas que reemplazan a las que tenía mientas vivía con la madre. Alejados entre sí los dos hermanos que hasta ese momento habían llevado adelante una relación simbiótica con roles bien repartidos, se ven lanzados a pensar existencias propias e independientes. Cada vez que uno visita al otro viven juntos pero la tensión aumenta en cada visita. Marcos, juega al ajedrez con un carpintero del lugar y se hace habitué de un grupo de teatro manejado por un director de fama internacional que busca pasar sus últimos años en ese pueblo donde su madre había nacido, pero nunca regresado, y decide montar una versión de Edipo, nada menos. No revelo mucho del argumento si digo que Marcos y ese director de teatro estaban destinados a entenderse. Susana sigue su vida un poco fuera de foco, en la Capital, es una señora paqueta bastante alcohólica que roba la correspondencia del vecino, que se pelea con el resto de la familia, que no da pie con bola en sus manejos económicos. La película esta armada alrededor de la gran Graciela Borges y del muy eficiente Antonio Gasalla: ese es su mérito y a la vez su lado flaco. El patetismo original de la novela se suaviza bastante, a la película le falta dramatismo y también le falta comedia, lo que la transforma en un poco anodina, más allá de las presencias magnéticas de los dos protagonistas, tan magnéticas que funcionan como dos agujeros negros que absorben todo lo que los rodea y se transforman de tal manera, que dejan de ser personajes de una historia para pasar a ser la razón de ser de la película.
Madurar Según Daniel Burman Soy gran seguidor del cine de Daniel Burman. Junto a Israel Adrián Caetano y Pablo Trapero fue uno de los estudiantes de Fundación Universidad del Cine que participó del proyecto colectivo, Historias Breves I en 1995 con apenas 22 años, gracias al corto: Niños Envueltos. Dicho título es irónico, teniendo en cuenta que las edades del ser humano, y los diferentes tipos de madurez, en cada edad es parte esencial de la filmografía de dicho director. Con apenas 25 años, se animó a filmar, probablemente, su película más extraña y difícil de etiquetar dentro de su carrera. Un Crisantemo Estalla en Cinco Esquinas es una fábula rural, nutrida de folclore y leyendas del interior del país. Un cuento que contiene, sin embargo los elementos que el director profundizaría en sus siguientes obras: un personaje en busca de una identidad, que se reencuentra con sus raíces y debe crecer de golpe. La religión y la filosofía formarán parte de su educación y provocarán que cuestione su misión, su venganza. Filmada en El Palmar de Entre Ríos, con una barroca fotografía de Esteban Sapir, Un Crisantemo, es una películas oscura, solemne y pretenciosa. Sus interpretaciones no son destacadas (especialmente José Luis Alfonzo), pero si la comparamos con la mayoría de las obras de mediados de los 90, nos damos cuenta, que se trata de un interesante relato, distinto a lo que se venía haciendo hasta el momento. Un Crisantemo… abriría las puertas al Nuevo Cine Argentino… Parece que en esos dos años que pasaron desde su ópera prima hasta Esperando al Mesías, Daniel Burman reflexionó más sobre lo que quería hacer en su vida. El tipo de cine que le interesaba. Que quería contar. Y ese impetuoso chico que se graduó de la FUC e hizo un film donde ponía su energía en crear la historia de un personaje igual de impetuoso, cargado de una furia ciega para estallar el mundo, se convirtió en un narrador original. Ya había pasado la infancia (Niños…) y la adolescencia (Crisantemo), ahora había que empezar a encontrar un rumbo en su vida… y proyectó todo sus sueños, miedos y frustaciones en Ariel (Daniel Hendler), un alter ego que iría cambiando de apellido y persona en sus siguiente films, pero en realidad seguía siendo el mismo chico caprichoso que debía encontrarle el sentido a la vida, ya sea como hijo, esposo o padre. Esta especie de Antoine Doinel que significó Ariel (siempre Hendler, que no solo hizo madurar al personaje sino también que le sirvió para crecer actoralmente, aún cuando algunos se terminen cansando de él) para Burman sirvió como transporte para reflexionar sobre cuestiones existenciales, pero a la vez comunes del ser humano, y especialmente en la sociedad, y clase media argentina. Al tiempo que Burman busca su identidad como realizador proyecta esa búsqueda a los protagonistas, y tanto autor como personajes experimentan, se confunden, se equivocan y tratan de enmendar los errores… y gracias a lo mágico que resulta el arte cinematográfico, al final, ambos realizador y sus criaturas, logran encontrar un final feliz y satisfactorio. Porque Esperando al Mesías es un film que está lejos de ser perfecto: la inclusión de puro capricho cinéfilo de actores extranjeros como Stefanía Sandrelli e Imanol Arias, sumado a la participación de Héctor Alterio, y una subtrama incongruente protagonizada por Enrique Piñeyro (antes de ganar reconocimiento por Whisky Romeo Zulu), distraían al espectador de la trama central: con humor cínico, ironía y un dejo de melancolía, Ariel era el verdadero protagonista de esta mirada particular sobre “crecer en Buenos Aires”. Pero si Ariel era un renegado del amor, Burman necesitaba crear un personaje que lograra vencer sus miedos, y volar hasta el fin del mundo para reivindicarlo. Quizás pocos imaginarían que Alfredo Casero sería el actor ideal para interpretar a este viudo que vuela a Tierra del Fuego para volver a enamorarse. Burman no tiene miedo de elegir a actores de gran renombre y darles una oportunidad en géneros que a primera vista parecen ajenos a lo que suelen hacer. Todas las Azafatas van al Cielo, es su obra más cursi y menos inspirada, pero a la vez es un relato honesto con escenas divertidas, melancólicas y fantasías (nunca faltan las fantasías, sueños y visiones en sus películas) memorables, como la escena de las azafatas haciendo striptease. La película no fue bien acogida por la crítica lamentablemente. La subvaloraron. Daniel Burman con tres obras, tenía un reconocimiento moderado todavía (a comparación de lo que se convertiría a posteriori) y era difícil encasillarlo como autor. Sus tres películas eran completamente diferentes visual y narrativamente una de otra. Como si fuera un veintiañero que está eligiendo que carrera seguir, después de haber empezado tres diferentes. Pero eso estaría a punto de cambiar. En 2004, Burman se dio cuenta que Esperando al Mesías había sido su obra más personal, y que tuvo mejor recepción de público y crítica. Era una película que consiguió por primera vez en mucho tiempo, que la gente, especialmente los porteños de clase media y la comunidad judía del centro de la ciudad se viera identificada, reflejada en la pantalla. Eso gustaba. Por eso, El Abrazo Partido (2004) contempla un antes y un después en su carrera. Un quiebre importante. Es irónico, pero pocos recuerdan que Todas las Azafatas vino entre Esperando… y El Abrazo. Y los memoriosos la consideran un tropiezo de su director. No opino igual. Si bien Esperando y El Abrazo comparten un personaje y universos similares, son muy diferentes una de otra, y Burman necesitaba de Todas las Azafatas para encontrar el patrón “definitivo” de su carrera. Ya se habría dado cuenta a esta altura que tiene un timing natural para la comedia, y que puede introducir elementos muy dramáticos, filosóficos y profundos de por medio, sin perder por eso la calidez de la historia y los personajes. Premiada en Berlín, significó el ahínco que necesitaba para seguir adelante. Ahora tenía el apoyo de la crítica y el público con solo 31 años. Pocos logran eso a tan corta edad. Y aun así no se trataba ni de un director populachero, ni conservador. Estaba convirtiéndose en un prodigioso autor. Nuevamente, la madurez y la búsqueda de la identidad, ya se trate dentro de una comunidad religiosa específica (como la judía) en un barrio que reúne mezcla de etnias (el once) como dentro del pilar de la sociedad (la familia). Este sería el tema de El Abrazo Partido. Nunca Burman abandona esa preocupación por el contexto socio económico que vivía el país en ese momento. Y eso es fundamental para lograr el equilibrio que busca entre lo personal y lo nacional. A partir de El Abrazo, la figura de Burman se agrandaría dentro de la industria: la productora BD Cine (junto a Diego Dubcovsky) empezaría a ser un nido donde jóvenes cineastas pueden desarrollar sus primeras obras (como Anahí Berneri o Ezequiel Acuña), y él mismo ayudaría a fomentar debates sobre el cine nacional debería crecer para llegar a ser una industria nuevamente. Fue uno de los ideólogos de la marca “Cine Argentino”, del portal del mismo nombre, y de construir el Arte Cinema en la calle Salta. Pero no dejaría de lado, su obra cinematográfica personal. El número par, le cae bien a Burman. Sus obras se estrenan cada dos años exactos. Es un director regular. Ha filmado 7 películas en 12 años. Realmente envidiable tal regularidad con la manera que se hace cine en Argentina. Con Derecho de Familia, que cierra la trilogía Ariel-Hendler, logra su obra más redonda hasta la fecha. Logra conciliar estética con historia, personajes con contexto, humor con drama, alejándose de la solemnidad y ampulosidad de sus primeras tres películas para centrarse en lo importante, en qué se quiere contar. No hay excesos, no hay carcajadas pero tampoco lágrimas. Una película cuasi – perfecta. Otra obra muy personal. Gracias a Derechos, se cierra una edad de Burman. Arien (Antoine) ha crecido, ha madurado, se ha convertido en padre y esposo ejemplar, se concilió con su padre (aun siendo diferentes personajes y diferentes actores, la relación de Ariel con cada uno de ellos es parecida). Ha cumplido los dictámenes de la religión judía, los mandamientos. Ahora hay que pasar a otra edad. El Nido Vacío proyecta a Burman como un director maduro, adulto, con cuestionamientos sobre el porvenir. En ese alter ego que significa el personaje de Leonardo (excepcional Oscar Martinez) están las dudas del después… las fantasías, los miedos, de que pasa cuando ese “estado de bienestar” de una pareja que empieza cuando el hijo empieza las clases, hasta que abandona el “hogar”, se termina. Difícilmente a Burman le toque todavía llegar a esa etapa. Pero las dudas afloran, y cuando se llega a la “madurez de edad”, empiezan los deseos de rejuvenecimiento. El Nido parece haber sido filmada ya por un veterano. A nivel visual se trata de la película más prolija, aunque Burman no pierde por completo la identidad. Hay movimientos con cámara en mano, hay primeros planos y conversaciones en off, pero ahora algo cambió. Burman no es el futuro del cine sino el presente. En El Nido, Daniel cambió a su primer director de fotografía, Ramiro Civita, por el veterano Hugo Colace. Señal de que su búsqueda visual necesitaba otro tono conjunto a la madurez de actores y personajes elegidos (aunque conservan su identidad los encuadres) Sus comedias dramáticas (El Nido es la más ligera en cuanto dramatismo, la más optimista, alegre, divertida denotativamente) se comparan con las de Campanella. Pero mientras que el flamante ganador del Oscar, siempre expone todo su discurso, romanticismo, conservadurismo cinematográfico de la forma más obvia y explícita posible, brindando todas las respuestas al espectador, Burman siempre se guarda cartas, tanto en lo literal como lo implícito, y no da información de más. Siempre deja abierto un capítulo para que lo termine de rellenar el espectador. ¿Acaso no es fantástico encontrar un autor que no de todas las respuestas, pero a la vez se juegue por hacer algo que sea atractivo para un público masivo? En algún momento lo supo hacer Bielinsky, pero Burman supo consolidarlo también. No, a la altura intelectual del director de Nueve Reinas, pero sí con su propio estilo y firma. El cine de Burman, a diferencia de Campanella, no busca conciliar, gustar a todo el mundo, pero al final lo logra. El Nido Vacío fue otra satisfactoria experiencia del universo Burman. Crecer Según Daniel Burman Es raro encontrar un autor que decida tener una filmografía cronológica, en donde los protagonistas de sus historias sumen años conjunto a los del director. Su primer corto incluye Niños (al menos en el título, ya que no pude verlo porque ni figura en youtube) y con Dos Hermanos entra en la vejez. Si bien es cierto que no es una obra original suya (sino de una novela del hermano de su socio) se puede incluir perfectamente en su filmografía y encuadra en esta cronología / análisis de las edades del hombre. Conciente o inconscientemente, Dos Hermanos debía sí o sí venir consecutivamente a El Nido… Nuevamente el quiebre definitivo de una familia al fallecer un integrante esencial de la misma es el punto de partida de la película, y la búsqueda de los protagonistas por encontrarse, madurar y encarar nuevamente su vida, sin “esa” persona, que era pilar fundamental de su funcionamiento orgánico (lo mismo sucedía en Un Cristantemo, Esperando… Todas las Azafatas y en El Nido, la partida de la hija es simbólica. En El Abrazo y Derecho, el quiebre se da en la incorporación de un miembro, que estuvo ausente, ya sea un padre o un hijo respectivamente). Pero esta vez el punto de vista es más oscuro, pesimista y melancólico. Se puede decir sin duda alguna, que se trata de la película más triste de Burman, aún cuando no haya ni una escena que trate de generar una emoción lacrimógena. Es muy difícil encarar un drama tan oscuro y no pretender caer en efectismos baratos. Porque si en Esperando y Todas las Azafatas se generaban “esos” molestos momentos sensibles, cursis, románticos utópicos, en Dos Hermanos esa emoción es contenida por la melancolía reprimida de los personajes, por la excelente destreza de los intérpretes, quizás en sus mejores y más logradas actuaciones cinematográficas, por la fría personalidad de los mismos, el humor negro, y una tensión que parece que va a explotar… y por suerte, no lo hace. Nunca en toda su filmografía, Burman incluyó un personaje tan siniestro (ni siquiera en Un Crisantemo) ni odioso como lo es Susana (Graciela Borges a la medida), Hipócrita, mentirosa, falsa, desposta, superficial, xenófoba, homofóbica, soberbia, egocéntrica, ladrona, insegura, pero al final… querible. Es un personaje construido y pensado a la perfección tanto desde la interpretación sutil y sobreactuada a la vez, como desde el diseño de vestuario. Todo es muy cuidado. Nunca Burman construyó un personaje femenino tan meticuloso como lo es Susana. Marcos, su hermano (magnífico Gasalla: austero, reprimido, tímido, profundo expresivamente en los momentos dramáticos, y sacando a relucir sus personajes televisivos en las breves escenas humorísticas que Marcos le permite), quien ha vivido la mayor parte de su vida, cuidando a su madre, es lo opuesto: humilde, reflexivo, sumiso. La química entre ellos no es buena (Gasalla y Borges no la tienen tampoco, lo cual es otro acierto del casting). Susana manipula demagógicamente a Marcos, lo subestima, maltrata y tortura constantemente, sin llegar la relación Bette Davis / Joan Crawford de ¿Qué Pasó con Baby Jane? Pero el nivel de crueldad es similar. El castigo, los celos porque Marcos trata de construir su vida en un nuevo lugar (que irónicamente le otorga ella), en otro país incluso, llevan a Susana a sublevar a su propio hermano. La revancha de Marcos será encontrar un grupo de teatro, y un profesor en Villa Laura especialmente, que le brinden la oportunidad de ser “alguien”, aún a una edad “madura”. El profesor (brillante Osmar Nuñez) que si bien Burman no lo hace explícito ni obvio ni subrayado, es tan chanta, hipócrita y soberbio como Susana, está representando una puesta moderna (y risible) de Edipo Rey. La relación de Marcos con su madre guarda connotaciones con la historia de Sófocles obviamente y él hará lo imposible por sacar adelante la obra, aun con la inaptitud del profesor, por el cual también se siente atraído en otro contexto que Burman, inteligentemente lo maneja con sutileza, dejando todo implícito, en apenas unos gestos, unas miradas, un par de palabras. Mientras que Marcos madura y se da cuenta que puede encontrar otra compañía que no sea su madre y su hermana, esta, entra en un vacío espiritual que le provocan tener fantasías (al menos desde mi punto de vista) con un supuesto vecino. La realidad es que ambos son personajes extremadamente solitarios, que solamente se tienen el uno al otro, y de esta forma tienen que aguantarse, y amarse a su manera. Nostálgica, melancólica, tristemente divertida y cínica, Dos Hermanos es un nuevo paso adelante en la carrera de Burman que confirma que está en su mejor etapa desde Derecho de Familia. Se trata sobre una reflexión sobre el paso del tiempo, sobre una clase social rencorosa, oculta por máscaras y apariencias. La realidad argentina está manejada con sutileza pero está presente constantemente. Hay que poner mucha atención a detalles que hablan más sobre la relación que lo que Burman explica: el hecho de que lo que una a la familia, sea la “admiración” por Mirtha Legrand no parece casual. Hay simetrías diplomáticamente no explicadas entre la relación de las mellizas Legrand con mamá Neneca – Tía Lara (ambas interpretadas bellísimamente por Elena Lucena a los 95 años) y la relación Marcos – Susana. Detalle no menor son los vestuarios y peinados de Borges que remiten a las películas que filmó con el fallecido Raúl de la Torre. La película entera contiene un aire del cine argentino de los años ’60 y ’70 tanto por los objetos como por estos personajes que se han quedado en el tiempo, como dos chicos que se negaron a crecer hasta ahora que su madre murió. Inclusive la banda sonora remite a películas nacionales de esos años (un coro de chicos cantando de fondo suena a película de Torre Nilsson, Olivera o Ayala, o de un “giallo” italiano). Es cierto que no es una película perfecta. Por momentos las idas y vueltas de Buenos Aires a Villa Laura y viceversa se vuelven repetitivas y monótonas. La narración se alarga en algunas escenas que parecen interminables. El ritmo se resiente. Otras mantienen muy bien la tensión (el cumpleaños de Lara). Se trata de una obra más densa y pesada. Los chistes no son demasiado efectivos, pero tampoco hay que buscarlos. Probablemente esta vez, Burman no genere tanta identificación y asimilación con el público, y se trate de una película en la que trató de mantener una mayor distancia estética. Solo hay primeros planos en movimiento en la primer escena. La relación padre-hijo le siente mejor que la relación entre hermanos. Hay subtramas relacionadas con las divisiones de bienes que no se profundizan demasiado y algunos personajes que pasan sin pena ni gloria. El final se precipita un poco, pero a la vez es más coherente con los finales del resto de sus películas, que con el verdadero desenlace pesimista que merecía esta obra. Pero el producto final es muy digno y profundo. Da pie a la reflexión y discusión acerca de cual es la importancia de la familia como modelo, hoy en día. Hay reminiscencia cinéfilas a Un Día Muy Particular de Ettore Scola (con la dupla Loren – Mastroianni), ya sea por el carácter de los personajes como por la frialdad estética. Se nota la diferencia que le impone Colace a la fotografía que la que le daba Civita. A la vez no faltan algunos caprichos típicos del realizador como incluir sueños engañosos, visiones ambiguas, una sutil crítica a las escuelas de teatro amateur, y sobretodo, como broche final, un número musical al estilo Broadway (esta vez fue “Putting on th Ritz” de Irving Berlin, pero en El Nido Vacío fue el Bolero de Ravel en el Abasto, o las escenas de “rikudim” en Esperando… y El Abrazo). En su búsqueda por una identidad y madurez cinematográfica (los TEMAS de su filmografía tan particular) Daniel Burman ha demostrado a lo largo de su carrera que se puede ser un autor versátil, original, a veces comercial, introvertido y extrovertido, usar a los géneros como excusa para reflexionar sobre las etapas de la vida, y al igual que los finales de sus películas, lograr complacer y autocomplacerse. Que el paso de los años lo convirtió en un realizador que filma como si tuviese 20 películas en su haber y superara los 60 años de edad (a nivel de sabiduría). Con Dos Hermanos confirma su estatus como uno de los mejores directores de su generación, un gran director de actores, un autor, un narrador, un novelista (es innegable que todas sus películas tienen una estructura visiblemente episódica), un artista completo, que ya sabe lo que quiere, como lo quiere, porque lo quiere y a quién le quiere contar sus fábulas con moraleja no explícita. Al que no le guste que Burman nos deje la puerta abierta, que vaya ver a Campanella, que la cierra y, encima… nos deja afuera.
Que no se entere mamá Varias razones acompañan las expectativas cuando de un estreno de Daniel Burman se trata, porque dentro del ámbito local este director -que apareció como uno de los referentes obligados a la hora de hablar del nuevo cine argentino- logró amalgamar, con el correr de los años y siete películas a cuestas, en su estilo cinematográfico tanto rasgos de aquel movimiento renovador como elementos y códigos de un cine más de tipo industrial con un modo de producción propio, siempre atento a las demandas del mercado aunque sin someterse íntegramente a sus modas y caprichos. Dos hermanos, último opus del realizador de El abrazo partido, quizás sea el exponente más acabado para avizorar hacia dónde puede encaminarse -a partir de ahora- el cine de Daniel Burman, debido a que el director tomó el desafío de adentrarse en una temática de mayor espectro y profundidad (ya se vislumbraba en El nido vacío) que aquella que atravesaba su universo costumbrista con fuerte acentuación en elementos y tradiciones judías que claramente comienza con Esperando al mesías. No es un dato anecdótico tampoco haber tomado de referencia un texto ajeno como la novela" Villa Laura" de Sergio Dubcovsky, más precisamente a sus dos protagonistas, para desarrollar una historia de amores, dependencias, celos, odios y secretos que emergen a la superficie luego de la muerte de la madre (Elena Lucena, pura vitalidad) de Marcos (Antonio Gasalla en el mejor papel de su carrera cinematográfica) y Susana (Graciela Borges, brillante). Desde el primer minuto queda clara la relación utilitarista entre la manipuladora y ventajera Susana para con el resignado hermano Marcos, quien en una acalorada reunión de consorcio (donde su hermana es blanco de las críticas) se presenta en sociedad y la defiende. Luego, se despide de ella para cumplir su rol de hijo abnegado al cuidado de su madre Neneca, confirmando en su desplazamiento corporal el arrastre y cansancio acumulado durante mucho tiempo pero enfatizando silenciosamente esa suerte de obediencia debida tácita de los mandatos. Mientras, Susana se encarga de cerrar operaciones inmobiliarias de dudosa procedencia; esquiva con picardía las deudas y persiste en sostener la parodia de una mujer exitosa -en clara decadencia- a quien ya le pasó el cuarto de hora. Por eso, la muerte de Neneca resulta tan movilizante para los dos hermanos, quienes comienzan a experimentar cada uno desde su lugar la ausencia, la soledad y la incerteza del futuro si es que aún queda algo por recomponer o terminar definitivamente. En ese difícil terreno de incertidumbre se para con oficio e intuición el cineasta tomándose el tiempo justo para construir a fuerza de sutiles matices a sus protagonistas que se adueñan de la trama de inmediato y sin grandilocuencia. Y ese es un mérito compartido entre los actores y el director por saber dirigirlos, así como por la confianza dispensada para no caer en los estereotipos o las sobreactuaciones tan tentadoras para este tipo de roles. Si hay algo que prevalece a lo largo del film es la sensación de verosimilitud, credibilidad y verdad de los personajes. No faltan las dosis de humor negro, las escenas de intensa carga dramática y la atmósfera intimista que caracteriza al cine de Burman, quien saca a relucir su capacidad narrativa con una enorme carga emocional sin derrapar hacia las pendientes del sentimentalismo para concretar una película para un público masivo que no se traiciona a sí misma y transmite vitalidad y melancolía por un lado; homenajea -quizá sin proponérselo- a íconos indiscutibles del cine argentino como Lucena, Borges y Legrand desde un lugar nostálgico más que reivindicador.
La mejor película de Daniel Burman no deja de ser una obra en esencia fallida y carente de encanto. Resulta muy hilarante que el realizador todavía no pueda armonizar su típica ensalada compuesta por el melodrama familiar, la comedia costumbrista, los “modismos Woody Allen” y una estructura narrativa deudora del Hollywood clásico. Por supuesto Antonio Gasalla y Graciela Borges están bien pero tampoco hacen milagros. El cómico arrastrará un público televisivo que se confunde fácil, la crítica obsecuente continuará en lo suyo y unos cuantos saldrán ofuscados de la sala por un final increíblemente simplón. Es que estamos hablando de otro de esos cineastas argentinos que no saben construir proyectos para el mercado local, sólo por una cuestión de percepción cultural films de esta cepa pueden ser premiados en los distintos festivales internacionales...
El cine de Daniel Burman (“El abrazo partido”, “Derecho de familia”), se mueve casi siempre en torno de las relaciones familiares. Afectos guardados celosamente, viejos resentimientos, secretos pugnando por salir a la luz, conforman un mapa que habla de carencias y necesidades. Para Burman la familia es, a la vez, una fatalidad y la posibilidad de crecer. Por momentos, una trampa y, más allá una liberación, si conseguimos escapar a los estereotipos que nos imponen. El director parte de la novela de Sergio Dubcovsky, “Villa Laura”, para seguir el itinerario de Marcos (A. Gasalla), un orfebre refinado, que ha vivido 60 años bajo la sombra protectora de su madre, y cree empezar a liberarse cuando ella muere. Presionado, sin embargo, por asuntos familiares no resueltos, deberá cambiar Buenos Aires por un minúsculo balneario uruguayo. Marcos se ha movido siempre entre la sumisión y el silencio, y ahora deberá enfrentar a su hermana menor, de personalidad avasallante. Queda claro que ambos, transitados por la soledad, se necesitan pero al mismo tiempo no se soportan. En apariencia, son el agua y el aceite. Marcos, más sometido que nunca, ve que se aleja esa libertad tan deseada. Hay demasiadas cuentas pendientes entre esos dos. Y acaso, estén buscando la manera de poder mirarse de manera nueva. Para un duelo semejante, Burman eligió a dos intérpretes formidables. Mientras Gasalla se maneja en un medio tono contenido, Graciela Borges es un torbellino de retos y reproches. Les llevará tiempo enterarse de cuánto se necesitan.
Interrogantes del redactor al iniciar una crítica sobre el film a desarrollar, Dos Hermanos. ¿Iniciar la crítica mencionando a Daniel Burman, su director; Graciela Borges o Antonio Gasalla, protagonistas ambos, o hacer referencia al Nuevo Cine Nacional? Debido a que el film engloba la interacción de los mencionados vitalmente, y su director es considerado como uno de los iniciadores del movimiento anteriormente destacado, mi interrogante se solucionará intentando no mencionar en ésta crítica absolutamente a ninguno de los que aquí he destacado, de ésta manera, restamos complicidades, comparaciones con trabajos previos, actuaciones “a medida” y un rol dramático con resabios apartados de un capo cómico. Preferiblemente, como habría de ocurrirme mientras miraba el film, de gran nostalgia, parto el inicio de éste relato con mención a Elena Lucena, actriz con más de noventa años, interpreta roles duales, según mi parecer, los que crean los mejores momentos del film, como madre de los hermanos del título y tía de los mismos, utilizando la herramienta cinematográfica de constituir dos mujeres de rasgos similares, generan las disfunciones, excesos, remordimientos, avatares, carencias y eventuales comportamientos en sus ya crecidos hijos. Con poca duración en pantalla, sus roles son tan significativos que acompañan a las acciones concientemente de todo lo acahecido en el film, es por ellas que sus hijos son como son. Hijo. retraído, abusado psicológicamente por su hermana, pintón de joven, defensor de valores familiares, atento y respetuoso de los mayores, decidió suplantar su vida de viajes y destrezas teatrales, por vivir a cuestas de su madre, atendiéndola aún cuando ésta no estaba enferma, vivir bajo la sombra de sus polleras, remembranzas a Edipo, obra de importancia en el film y destacada. Una persona cuya necesidad de vivir ha aparecido tardíamente, ha sido feliz esporádicamente según sus palabras, pero con duraciones mínimas. Hija. Mentirosa, embustera, aristócrata, estafadora, relacionada laboralmente al ambito inmobiliario, se lleva el mundo por delante sin importar a quien deja o pisa en el camino, sin importar si éstos son cercanos, familiares, enemigos, amigos, para ella, todos son iguales. De exhuberante elegancia, confabuladora, elige sus negocios como presas de una cacería, carente de abilidades salvo para las trampas. La atención de su madre la delega a su hermano, a quien no puede ver ni dejar triunfar ya que no hay espacio para dos ganadores en la misma familia. Hechas las menciones. Ahora el film. Dos Hermanos es un largo que evoca a la nostalgia principalmente, la melancolía generada por la vejez, las personas que viven a través de otros sin darse cuenta que el tiempo pasa y rápido. Son numerosas las menciones al programa televisivo de almuerzos que realiza Mirtha Legrand, una diva, estrella de la época de oro del cine nacional, cuando contábamos con una industria cinematográfica importante en nuestro país. Muchas personas, al igual que los hermanos, en gran parte se enteran de lo que ocurre diariamente en su ambiente, país y sociedad, gracias a tan frívolas acotaciones realizadas en el programa de TV. Las palabras de Mirtha son sagradas. Un acontecimiento penoso para la diva recae en ellos como si ellos mismos lo vivieran y palparan. El fallecimiento de la madre, deviene en la venta de la propiedad familiar, donde Marcos, su hijo, convivía. Una nueva propiedad, situada en Uruguay, por el simple hecho de que Susana, su hermana, habia señado como característico en ella, traslada a Marcos a una región desconocida para él, tranquila, donde gracias a empeñarse positivamente a hacer algo, conoce un taller de teatro donde estarían iniciando los preparativos para llevar Edipo Rey a las tablas (¡!). Uno tras otro suceso, mejorar y desmejoran constantemente la relación entre hermanos, arbitrariamente similares y distintos a la vez, desconectados uno del otro, emprendiendo un largo y tardío inicio de reconocimiento entre ambos. El film rota entre escenas como lo es su comienzo, al igual que en El Nido Vacío, con una vitalidad fenomenal, encuadrada en primeros planos de los involucrados, la discusión de Martinez en aquella es similar a la de una reunión de consorcios donde se esbozan los comportamientos de los protagonistas, con eficaz y mordaz efectividad. En contrapunto con esas escenas memorables, Dos Hermanos, rota constantemente entre géneros, quiere imponer señales de comedia abruptamente donde no hay lugar para las mismas, el planteo del film es muy triste, cerrado y sofocador como para dar lugar a aquellas fugaces reacciones del capo cómico. Si bien es algo menor, no queda claro, salvo por escenas donde vemos a la pareja tomar una embarcación, si estos residen en su pais natal o en su nueva propiedad en Villa Laura. Los rubros técnicos son muy cuidados, asi como la personificación, vestimenta y maquillaje de la hermana. Contamos con una coreografía en titulos finales, innecesaria, escasa de climas, que, solamente es valor agregado y ayuda a considerar si es factible que el director tenga pendiente concretar a futuro un proyecto musical. Un director cuyos proyectos, por lo taquilleros que han logrado ser, los valores culturales, religiosos y temáticas que han abarcado, han tenido aval asegurado al momento de poder ser ideados.
Una sombra ya pronto serás Hay una escena notable en Dos hermanos. Marcos (Antonio Gasalla) charla con su profesor de teatro (Osmar Núñez) mientras es observado por Susana (Graciela Borges), su hermana. A ella la vimos antes interrumpir innumerable cantidad de veces a su hermano, mandonearlo, controlarlo. Pero esta vez entiende que ese es el espacio de Marcos, opta por callarse y retirarse. Se va bajando una escalera, su presencia física se hace sombra y esta termina esfumándose. Ese instante es asombroso porque define un momento de los personajes a partir de las herramientas que brinda el cine, y lejos de las palabras. Porque a veces, cuando hablan de más, los personajes de Daniel Burman suelen ser demasiado obvios. Antes, la misma Susana en un teatro había visto fascinada a su hermano. La escena conmueve hasta que sucede lo que todos esperábamos que no suceda: ella dice con orgullo a alguien que tiene al lado “es mi hermano”. Ese instante es innecesario por dos motivos: primero, porque hace obvio lo que las imágenes ya habían demostrado; segundo, porque sólo tiene como función el chiste. Y la construcción de ese gag quiebra un instante cinematográfico. Pero, además, ese instante sirve también para comprobar los límites del cine de Burman, escena que se repite un poco de aquella de Derecho de familia en la que Hendler veía emocionado a su hijo mientras actuaba en la escuela. También ese final era arruinado por una línea de diálogo de más. Dos hermanos es el nuevo film del director de El abrazo partido, con el que sigue alejándose de las películas generacionales que hacía con Hendler. Pero aquí aplicarse a una novela de Sergio Dubcovsky -Villa Laura- le permite estar mucho más acertado que con la anterior El nido vacío, guionada por él, y donde buceaba en la vida de padres a los que los hijos comienzan a írseles. Allí se lo notaba perdido, además, evidenciando como nunca su cercanía con Woody Allen. Aquí se hace cargo de la historia de dos hermanos -Borges y Gasalla- a los que la muerte de su madre acerca más y donde surgen conflictos respecto del vínculo que han construido: él, sumiso y manejable; ella, controladora y falseando un status que no tiene. Decíamos que los personajes de Burman son mejores cuando no hablan que cuando dicen. No es que no construya diálogos inteligentes, pero a veces son demasiado explícitos con sus sentimientos. Y, además, es curiosa esta virtud cuando tampoco su cine sobresale desde lo formal: de hecho, por momentos parece bastante televisivo. Sin embargo Burman resalta en cómo organiza los espacios. En él, lo que destaca es la observación: un vestuario, un aplique en una pared, un diario, un gesto, todo lo que compone a los personajes permite dilucidar más de esas vidas que lo que ellos mismos pueden significar. Su cine es un cine material, de clase media. Así son sus conflictos. Y no hay culpa en eso. Para nada. Eso es lo que hace de sus películas obras transparentes, sin moralinas ni enseñanzas de vida. A lo sumo lo que muestra son vidas en un pasaje de cambio y siempre a partir de la pérdida. Lo que no falta, obviamente, es cierta tristeza. Y Dos hermanos, a pesar de un autocontrol excesivo sobre las emociones, es su película más triste. Aquella sombra de Susana no es la única que se cierne sobre el relato: hay varias, algunas incluso externas a la propia película. Por un lado tenemos a Marcos y las sombras de su madre y de su hermana; por otra parte, a Susana y las sombras de la buena vida y el falso status; y tenemos a los dos hermanos, quienes frente al televisor -que, claro, arroja sombras sobre nuestra cara- se derriten por el glamour de plástico de Mirtha Legrand y sus almuerzos. Pero hay una sombra mucho más potente y esa es la de los propios Gasalla y Borges, que con su magnetismo de estrellas pasean ante la cámara de Burman, que las más de las veces los retrata con cuidado, afecto y devoción. Precisamente Dos hermanos es una película sobre la devoción, sobre el cuidado hacia el otro -o la falta de él, en el caso de Susana- y las consecuencias que eso genera. Las consecuencias de cada sombra son diferentes y hacen variar los resultados de una película tan interesante como irregular. En Marcos se comprende ese mutismo casi crónico en la incidencia que han tenido su madre y su hermana, lo que lo ha llevado casi a relegar todos sus sentimientos. Más allá del protagonismo compartido, en Dos hermanos los cambios más notorios y mejor construidos los atraviesa su personaje: es el que logra convertirse en alguien luego del silencio. En cambio, Susana es un personaje más incompleto, es más cáscara que interior. Rodeada de tics, tan propios de ella como de Graciela Borges, por momentos no se comprende de dónde surge esa necesidad de jugar a las apariencias. Es más, hay instantes en los que su vulgaridad parece más propia de un film de los Coen, en los que antes que la comprensión funciona la burla. Pero en las otras sombras, las de las luminarias que protagonizan el film, habría que buscar algunas de las explicaciones de una película que no termina de redondearse. Por momentos Gasalla no puede dejar de ser Gasalla. Y por momentos, Burman no puede dejar de construir a Borges como otra cosa que no sea la Borges. El final, con esos hermanos enmarcados en un haz de luz, se parece a la veneración, habla más de un punto de vista sobre el divismo y una devoción alejada de cualquier posibilidad de reflexión: hay en el film una cierta sensibilidad que a veces, cuando se malinterpreta, es perjudicial porque se parece a la parálisis del que adora sin poder darle mayores dimensiones al objeto que aprecia. De hecho parte de la imposibilidad de ahondar en las emociones tiene que ver con la cercanía respetuosa con la que el director se acerca a sus actores: respeto que, en este caso, aleja de la calidez que se pide a gritos en una película que habla de los afectos. La última de las sombras en Dos hermanos es la de la propia vida. Nunca como aquí Burman se acercó tanto a una idea de la muerte: Marcos y Susana, luego de los choques y las consecuencias de las acciones, se descubren como seres en paz con el de al lado y consigo mismo, preparados para afrontar lo que se viene. Que no es otra cosa que la propia extinción. No por nada terminan mirando el mar, brazo con brazo, en un plano que resume el camino que cada personaje transitó durante el film. Él, más firme; ella llegando y tomándolo del brazo, acompañándolo. Ese final, sutil y elegante, dice más que aquel “es mi hermano” verbalizado por Susana. Es el que pone en primera plana al cineasta, ese que ha comenzado a correr algunos riesgos en su cine y del que, hay que decirlo, comenzamos a extrañarle un poco la energía de sus primeras películas.
Una relación repleta de amor y odio Los personajes que interpretan Graciela Borges y Antonio Gasalla son reconocibles y entrañables. La trama tiene algunos momentos de excesiva reiteración, junto a otras escenas logradas, en las que se manifiesta la elipsis y los juegos. En sintonía con la programación del cine El Cairo, que este mes repone la filmografía completa del director Daniel Burman, se ha estrenado su último film, Dos hermanos que ya, desde hace algunos meses, viene despertando grandes expectativas, en principio por la participación en el mismo de dos descollantes figuras de la escena argentina, Graciela Borges y Antonio Gasalla. En clave de comedia dramática, y en torno a uno de los identificables tópicos del cine de Burman como lo es el de los vínculos familiares, ya toda una constante en su cine, Dos hermanos nos presenta un juego de caracteres opuestos que despiertan momentos de esperado humor y de acentuado dramatismo. Si bien ambos actores recorren desde sus personajes tipos que fueron definiendo su trayectoria, no obstante, verlos, despierta un grato placer. Enfrentados desde la misma infancia, y ahora ubicados en el umbral de una situación límite, Susana y Marcos, los roles que ambos interpretan, presentan marcas que nos llevan a recordar a tantos otros personajes; pero presentados, ahora, desde el guiño irónico, en ese vaivén que no sólo pendula geográficamente sino que acerca y aleja a sus protagonistas. Ante un público expectante y que corona la proyección con aplausos, como últimamente suele escucharse ante la visión de algunos films argentinos, Dos hermanos nos presenta una narración que, desde mi punto de vista, presenta marcados puntos de desarticulación entre la primera y última parte del film, pudiendo haber observado lo que suele denominarse "exceso de reiteraciones"; lo que lleva, lamentablemente, a atender sólo a previsibles reacciones y tics de sus personajes. Sí, en cambio destaco, el trabajo de elipsis de la primera parte del film que adquiere un punto máximo de síntesis, por su economía narrativa, en la secuencia del oficio fúnebre y que igualmente se manifiesta en ese jugar a escuchar lo que se dice del otro lado de la pared; imagen que nos lleva a la que se puede ver en el mismo afiche. En ambas, Burman, a mi parecer, ofrece los mejores momentos del film. De la misma manera es conveniente esperar hasta el final final. Ya que los títulos de presentación, toda una divertida secuencia epílogo, se pueden calificar como un gran hallazgo y que permiten marcar un cierto viraje en la lectura del film; ya que define un espacio de representación y artificio, en clave de juego escénico y al ritmo del tap.
Fraternidad Película humana, que no duda en criticar a su propio público potencial, y aprovecha el talento y el carisma de sus estrellas, Antonio Gasalla y Graciela Borges. Susana y Marcos son hermanos. Adultos que han pasado la cincuentena. Adultos que no han sabido hacer de su vida lo que querían. Por acción u omisión. Ya escudándose en una falsa posición de sostén económico que procura alivianar la manipulación y la culpa, una; ya amparándose en la abnegación y la entrega filial para no ceder a la “tentación”, el otro. Marcos se quedó a cuidar a su madre. Susana se casó, se divorció y maneja una agenda propia de la entrepreneur que ansía ser pero no es. Se quieren pero también guardan conflictos, resquemores, reproches que ya los (con)forman y a los que se habituaron: ella a sacar a relucir, él a agachar la cabeza y escuchar. Cuando la madre muera, la posibilidad de que la situación se cristalice aún más es propicia, pero los mismos movimientos que se llevan a cabo para asentar los roles de los hermanos serán también los que los lleven al cambio. La relación de dominación que ambas mujeres -madre y hermana- ejercen sobre Marcos se irá diluyendo con la muerte de una y la lejanía impuesta por la otra en ese exilio uruguayo (una casa enorme, medio derruida, sin teléfono, en un pueblo pequeñísimo) y Susana verá cómo la vida que no tiene se le presenta sin avisar al perder el ejercicio cotidiano del control. Burman se vuelve a internar en Dos hermanos (basada en la novela Villa Laura de Sergio Dubcovsky) en las relaciones familiares, pero ahora dando cuenta de ese período de la vida en el que uno supone que ya nada más puede ocurrirle, que no hay modificación posible, que sólo queda transcurrir hacia el (mejor) final. Y lo hace con la elegancia y la inteligencia que lo caracterizan. Con personajes complejos que trabajan los estereotipos y los quiebran y un guión que amalgama el humor y la melancolía, sorteando el melodrama, el costumbrismo o el grotesco, evitando el trazo grueso o el remarcar conceptos a través de los diálogos. Es indudable que el director sabe que los nombres de Graciela Borges y Antonio Gasalla aportan más que las muy buenas actuaciones que entregan, consciente del star system nacional -y con el agregado de la adoración que los mismos personajes profesan por Mirtha Legrand-, se ofrece una lectura que atraviesa la película y aporta una ironía mordaz y vitriólica sobre el divismo, la construcción de las estrellas, las figuras populares y la misma popularidad. La otra cara de la moneda, un reverso donde observar la vida que se aparenta, la que se vive para el otro, la eterna figuración y el vivir de los recuerdos añorando el tiempo ido, vivir de lo que fuimos y ya no. Burman se construye, en contraposición a Campanella, en un director que apelando al mismo espectador (clase media ¿con ínfulas?), evita la condescendencia y la palmada en el hombro. Ambos muestran los dones y las miserias de su público pero mientras el oscarizado los apaña y avala sus agachadas compensadas por su buena voluntad y mejores intenciones, el creador de El abrazo partido los expone y no los salva del horror de hacerse cargo. Aunque los personajes deban intentar amoldarse al cambio, ya la vida no vivida es irrecuperable, el tiempo perdido insalvable y la luz que vemos en el horizonte, es luz, sí, pero de un atardecer inevitable. Ambos muestran los dones y las miserias de su público pero mientras el oscarizado los apaña y avala sus agachadas compensadas por su buena voluntad y mejores intenciones, el creador de El abrazo partido los expone y no los salva del horror de hacerse cargo. Aunque los personajes deban intentar amoldarse al cambio, ya la vida no vivida es irrecuperable, el tiempo perdido insalvable y la luz que vemos en el horizonte, es luz, sí, pero de un atardecer inevitable.
Los hermanos sean unidos. Daniel Burman tiene la capacidad de proponer historias simples, donde el estado de situación de sus personajes las conforman interesantes, eso ha pasado con "Esperando al mesías", "El abrazo partido", "Derecho de familia" y "El nido vacío", ergo este director sabe narrar situaciones y anécdotas que siempre nos son en mayor o menor medida casi excluyentemente propias. Aquí estos dos hermanos que componen Antonio Gasalla y Graciela Borges, no hacen más que demostrar registros cotidianos, que hemos sufrido o espiado en gente cercana a nosotros. Quién no ha vivido esas relaciones amables por momentos y por otros patéticas..? A partir de la muerte de la madre -que como se verá en el rol de Gasalla tuvo una gravitancia única-, la relacion entre este hombre de profesión orfebre y su hermana, personaje con ciertos lados oscuros, que nunca se sabe bien que intenciones jodidas tendrá, dedicándose a negocios inmobiliarios poco claros, a robar correspondencia de los vecinos, o colarse en cuanto agasajo pueda, robándose incluso parte del lunch y champagne, bueno entre ambos cobrará cierto desvío esta relación. Ella lo instala casi obligadamente en un pueblo costero uruguayo, donde él primero descubrirá un mundo nuevo de posibilidades entre las cuales se cuenta meterse de actor en un grupo de teatro local, todo trayendo hasta cierto posible distanciamiento familiar. Los tires y aflojes de la pareja tienen la base sólida en las maravillosas actuaciones de ambos actores, Gasalla poco aprovechado en el cine realiza una labor estupenda llena de matices con gestos, miradas, risas, muecas de sobriedad y certifica que puede ser siempre algo más que "Mamá Cora", la Borges en su edad borda una increíble actuación, su rostro amado de siempre por la cámara, ahora en la madurez, no se queda atrás y da talentosidad. Genuino duelo de titanes cuando en sus roles juegan escenas inolvidables como las del velatorio, o la de intentar oir a través de las paredes a sus vecinos, o cuando se cuelan en un agasajo en la Embajada de Brasil, o sacándose chispas en otro festejo familiar, y hasta la fascinación cholula -heredada de su madre- por la mitológica Mirta Legrand. Si, nada tan simple y a la vez más traido de los pelos que estos dos hermanos en su relación, la cual el público podrá gozar a pleno como me sucedió a mi al verla. En definitiva, se habla de cierta soledad del alma humana, que a la postre parece dejar en ellos una puerta por abrir, por donde quizás surgan otras relaciones externas. El cine de Burman es nada complejo, nada intelectualoide, ni mucho menos rebuscado, festejemos eso. Tenemos un director imprescindible. Y que grandes actores!
Un (auto) contradictorio éxito argentino Dos hermanos, el séptimo largometraje de Daniel Burman es, en algún sentido, una propuesta digna de atención. No, no es una gran película. Pero es uno de los intentos más extremos ?sino el más? de lograr algo parecido a un cine mainstream local hecho por alguien de la generación de Historias breves (Burman dirigió el corto Niños envueltos). Es decir, hecho por alguien que formó parte de uno de los hitos de la renovación del cine argentino, y que cada vez más busca por el lado de algo que podría denominarse un profesionalismo apto para públicos progresivamente mayores (en número, y tal vez hasta en edad). ¿Es Dos hermanos, con Graciela Borges y Antonio Gasalla (que regresa al cine luego de una década), una buena película? No estoy seguro. O, mejor dicho, sí y no. Dos hermanos ?el número clave es el del título? son dos películas: una buena y una mala. Y, además, una exitosa en términos de público. (No deja de ser un mérito del nuevo cine argentino que ahora estas películas con estrellas y con aspiraciones masivas se escuchen y se vean bien; pero ese es un tema para otra nota.) Vamos a la mala película, que se concentra sobre todo en la primera mitad, en la que los actores parecen dirigir la película, y en la que la construcción del andamiaje de la película se impone hasta con cierta violencia sobre las acciones de los personajes. Explico lo de los actores: en esta primera parte, pródiga en planos cerrados, los cortes de montaje están sobre gestos (algunos demasiado “de catálogo”) que evidencian con demasiada explicitud el sentimiento, la actitud, la psicología de los personajes. Corte / el gesto / corte. Poco de respiración, poco de tiempo genuinamente cinematográfico. Como si los actores le hubieran dicho a la cámara que se encendiera para el gesto y luego se apagara porque ya no hay nada más que mostrar que no sea el actor y su esforzado trabajo. Un ejemplo notorio de esto es el fundido a negro (un poco apurado, un poco televisivo) luego de la muerte de la madre de Marcos (Gasalla) y Susana (Borges). Explico lo del andamiaje: mientras se suceden planos con demasiada carga actoral, la música de Nico Cota está demasiado presente, y esa omnipresencia la vuelve sobreexplicativa, hasta molesta. Un ejemplo extremo de esto es cuando Marcos, ya en la casa de Villa Laura, toma un long play para ponerlo en el tocadiscos. La película no nos deja escuchar la música que pone Marcos sino que nos invade con la música incidental. En esa doble imposición de ciertos elementos de la construcción del relato por sobre la propia respiración de los personajes, y de las actuaciones por sobre la narración, naufraga la primera parte de Dos hermanos. Vamos a la buena película, que está concentrada sobre todo a partir de la muy ajustada (en timing, en coordinación de las actuaciones) secuencia del cumpleaños de la Tía Lala (interpretada por Elena Lucena que, en esta película dual por todos lados, hace dos personajes). En esa secuencia actúa fugaz y refulgentemente Rita Cortese, y parece inyectarle energía a una película a esas alturas un poco lánguida. Luego del cumpleaños, el conflicto entre Marcos y Susana estalla, los personajes se reconcentran, y Borges y Gasalla demuestran ?una vez más? que son verdaderos actores de cine, que pueden actuar con movimientos sutiles, con presencia, con carisma, confiando en la cámara y no atosigándola. Y Burman narra con secuencias más largas, más reposadas, más concentradas en contar una historia que en machacarnos con el retrato de los personajes. Y ese reposo, esa tranquilidad, casi podría decirse esa libertad, le hace muy bien a Dos hermanos. Le insufla cine, le insufla vida. Justamente es sobre el final que un personaje vuelve a tomar un long play. Y esta vez escuchamos la música que decide poner.
El trabajo de hormiga, según Burman. Si bien no se trata de un guión original, sino de una adaptación de Villa Laura (Sergio Dubcovsky, 2005), realizada conjuntamente por Daniel Burman, Marcelo Birmajer y el autor de la novela (quien es hermano del socio de Burman en la productora que financió el proyecto), pueden reconocerse en Dos Hermanos características muy propias del director de El Abrazo Partido. Desde el inicio, la película se va desarrollando de manera muy sutil, en un ir y venir de situaciones de variada dimensión: algunas fuertes y fundamentales, como la muerte de la anciana madre, el eslabón que unía a los hermanos, al menos en los papeles; otras simples, mínimas, como gestionar el roaming de un teléfono celular. Eso sí, a no confundir simpleza con trivialidad, ya que en estas historias hasta lo más pequeño puede alcanzar enorme trascendencia en el devenir de los personajes. Y es así que, Susana (Graciela Borges) y su hermano mayor, al que no por casualidad siempre llama “Marquitos” (Antonio Gasalla), se encausan en la continuidad de sus existencias de adultos solitarios y de su relación de hermandad, con una pesada herencia de memorias y cosas por decir. Si bien se los verá juntos ocasionalmente, viendo almuerzos de Mirtha Legrand que parecen transmitidos las 24 hs, o robando canapés, sus evidentes diferencias (Susana, soberbia y verborrágica frente al mundo, al punto de volverse insoportable; Marcos, dócil y apacible, con un constante aire de resignación) los pondrán en orillas opuestas del río: ella en su departamento de Buenos Aires, él en una vieja casona de la pequeña Villa Laura, Uruguay. Marcos se irá adaptando a su nueva vida en tierra yorugua y Susana tratará de seguir como si nada en su entreverada cotidianeidad porteña, pero cruzará el río para entrometerse en la vida de su hermano, tratando de evitar “que haga el ridículo”. Hará falta estar atentos, valorar cada detalle, para encontrar los pequeños gestos que conducirán al final. Quisiera ser claro en esto, la peli no me conmovió, y apenas si logró sacarme un par de risas, pero tampoco me dejó el vacío de un filme pasatista. Su agudeza reside en ser capaz de generar una reflexión y/o un sentimiento, sin grandes golpes de efecto. Hay que decirlo, no es una película para quienes buscan ampulosas demostraciones o ritmos vertiginosos, pero si se cumple la única exigencia de ver sin juzgar de antemano y dejarse llevar por la empatía que los personajes generan (principalmente el hermano bueno, es decir, Marcos), el final será recibido como el cierre de una historia revelada con gran sutileza, un verdadero trabajo de hormiga. Sobre las actuaciones habría mucho que decir, Burman se destaca por ser un excelente director de actores. En este caso, admito que fui a ver el filme con cierto temor, ya que no había tenido buenas experiencias con personajes masculinos de Gasalla en cine (entre otros, no me había agradado el empleado administrativo claustrofóbico que construyó para La Tregua). Y al principio, al ver, y sobre todo al oír, al intérprete de Mamá Cora me costó separar el personaje de esta comedia dramática de sus clásicos personajes televisivos, de parodias, farsas y café concert. Pero, al menos en mi caso, la separación tuvo lugar a poco de avanzada la historia. Bastó escuchar un diálogo con la voz un poco quebrada, algo simple, casi mundano, un par de frases que nada tenían de divertido ni de irónico, ni menos aun de inteligente, un par de cosas que cualquiera hubiera podido decir. Fue entonces que Marcos se volvió posible, humano, y se despegó por el resto de la película de sus hilarantes sombras de otros géneros. Aclaro que, en el transcurso de la historia hubo otras incursiones cómicas de Gasalla, pero ya estaban justificadas, no me hicieron ruido, sino que fueron parte del mundo creado por Burman. Acerca de la interpretación de Graciela Borges, solo puedo decir que me pareció muy lograda, el suyo era un duro personaje, por momentos deleznable, que por otra parte siempre mantenía latente su fragilidad, y lo resolvió sin baches. No creo justo achacarle que “el personaje se le parece” o que “siempre interpreta personajes similares”, después de todo, la cuestión es que Susana funciona a la perfección en esta historia. Las otras discusiones son tema para un análisis mucho más profundo, algo que excede por lejos los objetivos de este comentario. Sobre la iluminación, podemos decir que hay interesantes climas, penumbras en la casa materna donde Marcos cumple su rol de escudo, brillantes habitaciones en los onerosos inmuebles que Susana “finge” querer alquilar, intensos contraluces con vista al Río de la Plata y profundas oscuridades en mediodías de persianas bajas en el departamento. De la puesta en cámara, los decorados y la música, como de la totalidad del filme en su conjunto, puedo sintetizar diciendo que están concebidos como una compleja simplicidad (sepan disculpar la paradoja de segunda, pero así lo creo). Todavía no he podido definir qué es la belleza, pero sé que esto se le acerca bastante.
Estamos frente al trabajo más maduro e inteligente que Daniel Burman ha dirigido en su carrera y no por lograr mimetizar sus intenciones en dos excelentes actores, sino por lograr encarar cada escena planteada desde diferentes perspectivas y desviaciones, homogeneizando increíblemente el drama con un delicado y desbordante humor.
Marcos (Antonio Gasalla) ha vivido toda su vida con su madre, Neneca (Elena Lucena), con la cual mantiene un fuerte lazo. Ambos son dependientes el uno del otro. Susana (Graciela Borges), la otra hija de esta mujer de más de 90 años, tiene una personalidad totalmente diferente a la de Marcos. Es independiente, avasalladora, vive centrada en su vida y en lo que le pasa a ella, y casi ni se relaciona con su hermano y su madre. Pero cuando Neneca muere, Marcos deberá buscar una nueva razón para su existencia. Volverá a sus viejas pasiones y se verá obligado a retomar su vínculo con su hermana, con la cual mantendrá una relación de amor-odio que es el meollo de esta película. Dos hermanos trata una historia común, cotidiana, con la que la mayoría puede sentirse identificado. Porque cualquier persona seguramente habrá vivido alguna vez (o habrá visto vivir a alguien) aquella situación en la cual una relación asfixiante termina convirtiéndose en la razón principal de la vida de una persona, en parte por obligación, y en parte porque acaba siendo una elección propia. Dependencia mutua, de ambos lados. Y eso mismo le pasa a Marcos, que cuando se encuentra a él mismo que ya no debe vivir más a cuentas de nadie, busca a alguien nuevo de quien depender. Esa figura la encuentra en su hermana. Pero Susana tiene una personalidad totalmente distinta de la de su madre. Es ventajista, mentirosa, celosa e intrometida. Todas las cualidades necesarias para que Marcos se de cuenta de que ha llegado la hora de liberarse y retomar viejas pasiones: el teatro, la orfebrería, el amor. Ésta película es una adaptación de la novela Villa Laura de Sergio Dubcovsky, quien históricamente ha sido socio y productor de Burman. La impronta de este director está presente en todo momento. Es una película muy Burman: su temática, su ritmo, sus diálogos. La cuestión de la relación madre-hijo atraviesa la película de cabo a rabo y se transforma en su lei moti. Además de la historia principal de Marcos con su madre que lo marca como persona, tenemos que la obra de teatro en la cual participa el personaje de Gasalla es, casualmente, Edipo Rey. Sumado a esto, qué mejor ícono de las madres fanáticas de sus hijos y nietos que Mirtha Legrand, de la cual Marcos es un gran seguidor. En cuanto a las interpretaciones, esta película ha obtenido un resultado muy extraño. Creo que nadie puede dudar de los dotes actorales de Antonio Gasalla, pero la realidad es que en Dos hermanos se lo encuentra desencajado. Es difícil darse cuenta de cuáles pueden ser las razones. Quizás la falta de tránsito de éste actor por el cine, quizás porque el género dramático no concuerda con su estilo. Gasalla mismo admitió que hacer esta película significaba todo un desafío porque debía enfrentarse a dos cuestiones poco transitadas por él: el drama y el cine. Un desafío más grande aún debe haber sido para Burman, un director de 36 años, de dirigir a estos dos gigantes del cine, y de lograr la adaptación de uno de ellos a situaciones distintas en las cuales brilla. Lo cierto es que yo me quedé con muchas ganas de seguir viendo a Gasalla en el cine. Creo que es uno de los grandes actores que nos ha dado nuestro país.
Edipo sigue mirando el mundo La película es la adaptación cinematográfica de la novela "Villa Laura", de Sergio Dubcovsky, publicada en 2005 por Beatriz Viterbo Editora. En el pasaje al lenguaje audiovisual se produce una síntesis inevitable y cambian ciertos detalles, pero el retrato de los personajes y la relación entre los protagonistas permanece casi intacta, incluso con frases textuales del libro. Marcos (Gasalla en el filme) carga en la novela con los siguientes adjetivos: "Delicado, culto, sensible, solidario, miedoso, ciclotímico, abierto, necesitado, conversador, criticón...". Es un artesano y orfebre que en sus sesenta, tras la muerte de su madre, se reencuentra con su hermana, quien lo "invita" a mudarse a un pueblito uruguayo. Con respecto a Susana (Graciela Borges) Dubcovsky expresa: "Las discusiones que Susana iniciaba no tenían lógica, ni siquiera una razón de fondo. Cualquier programa o situación que no la incluyera -una partida de ajedrez en un bar, en este caso- abría en ella una herida profunda, que buscaba cicatrizar con insultos y escándalos". Las actuaciones La construcción del personaje de Borges remite por momentos a su participación en "La ciénaga", de Lucrecia Martel, donde también interpreta a una mujer que se debate entre la distinción y la decadencia. Pero en "Dos hermanos" logra ir más allá, y llega a provocar un rechazo visceral, aunque también empatía. Gasalla brilla en el marcado contraste. Lejos del histrionismo de sus personajes del teatro o la TV, su "Marcos" camina entre la resignación y el silencio, y potencia la "excentricidad" de su compañera. El director Como en "El nido vacío" Burman vuelve a poner su mirada en el universo de las intimidades, de las relaciones. En este caso dos hermanos que se eligen, se padecen, se complementan, se conocen, se desconocen, se descubren, tienen un pasado común y un presente en el que huyen de la soledad. También remiten al largometraje anterior la elección de actores reconocidos y el nivel de producción, quizá como los aspectos más comerciales del filme (junto con el esfuerzo publicitario). Sin embargo "Dos hermanos" no es una película lineal, es un filme que siembra interrogantes más que certezas (lo cual es saludable), expone a sus personajes con un análisis interesante, y brinda un humor sutil y disfrutable. La obra de teatro dentro de la película Edipo Rey, ni más ni menos. Sucede que Marcos se incorpora a la compañía teatral de Villa Laura, y pasan dos cosas: vivencia cierta conexión con el entusiasta director, y, en los ensayos pronuncia con emoción, elocuencia y naturalidad las palabras que relatan la tragedia del hijo-amante de Yocasta... Sin embargo en el estreno Edipo tarda en llegar, y Marcos salva la situación haciendo reír al público y dando lugar al music hall. Por Marcelo Milman Curiosidades El "roaming" (lo que permite usar los celulares en el extranjero) es un elemento clave en la película.
Hace unos cuantos años, teníamos las primeras noticias de Burman. No muchas ni muy bien diseminadas. En verdad, su película Un crisantemo estalla en cinco esquinas pasó desapercibida para casi todo el mundo pero pareció establecer para lo iniciados la cifra a partir de la cual se debían leer sus películas posteriores. Había algo en germen allí que era a la vez incómodo y fascinante. La impensable partitura de Burman, una combinación de acordes extraterrestres extrañamente engarzados bajo soles folclóricos y míticos de la Pampa Húmeda, no se adaptaba fácilmente a cualquier paladar. Ni falta que hacía. Una cosa era segura por aquel entonces: nadie necesitaba una película así, tan arrogante, tan espléndidamente alejada de cualquier modismo al uso, tan ambiciosa en el escándalo de su desmesura como bellamente fallida en su terminación. Nadie entendía qué pretendía hacer Burman, y acaso el propio director se descubrió de pronto a sí mismo trastabillando en el barro de la senda que empezaba a trazarse. Se imponían vientos de cambio, solo faltaba saber hacía adónde soplaban. Trabajador incansable, el hombre puso enseguida manos a la obra dispuesto a probar una cuerda por completo diferente, un “run for cover” quizás; una zona provisionalmente a resguardo en la que la cuestión judía, por ser parte fundamental de su propia biografía, podía servir de aliciente y eficaz estímulo. Esperando al Mesías funcionó como preparación y lanzamiento de su díptico más celebrado, con Daniel Hendler haciendo de nexo entre el cine todavía deshilachado del director (la profusión de historias de esa película no terminaba de cerrar del todo) y aquel otro irreductiblemente urbano y anclado en la clase media en el que se inscriben El abrazo partido y Derecho de familia, acaso sus dos películas más redondas, amables y, en cierto modo, insubstanciales. Películas, también, sobre jóvenes que asumen con dolor los signos de su adultez, las dos mostraban a un director en la cima de su capacidad para construir diálogos a veces perfectos y en la eficiente dirección de actores para sostenerlos. Pero hay algo demasiado habilidoso en ellas, como si Burman hubiera encontrado una veta largamente buscada y se dedicara entonces a revolear con alegre displicencia pepitas brillantes al aire en la convicción de que todas ellas son de oro puro. En cambio en su siguiente película, El nido vacío, los gruesos costurones del relato bien a la vista, sus desarreglos y convenciones mal esparcidas y distribuidas, no impedían sin embargo que se apreciara del todo el riesgo que el director, en un nuevo golpe de timón, pretendía imprimirle a su cine. Ya no quería más jóvenes en sus películas sino la impudicia de una madurez insatisfecha y ligeramente desamparada, una planicie humana desolada a la que se agregaba, como un bien semoviente, el dilema de la creación artística minando el ánimo del personaje protagonista. El arte como salvación o desasosiego, entonces. Dos hermanos trae de vuelta al arte pero desembarca prácticamente a las puertas de la vejez de sus personajes. Como un eco de su película de consorcio El abrazo partido, la primera escena se abre sobre un creciente parloteo de vecinos (copropietarios) que discuten y que precede a la imagen, debajo del fondo negro de la pantalla. Es un cálido comienzo, con gran timing para la comedia, en el que se aprecia el estilo que el director ha desarrollado en los últimos años, es la marca y el certificado de calidad que rubrica cada trabajo de Burman. Pero como en cualquiera de sus películas, la risa nunca está sola sino que suele ser la contrapartida de la pena y el desamparo. Dos hermanos tiene a dos estrellas como protagonistas (Graciela Borges y Antonio Gasalla, los hermanos de marras), que son el vehículo para varias escenas cómicas pero también representan, en su carácter de estrellas, precisamente, la conciencia no exenta de potencial irónico de la película. Gasalla vuelve al cine después de varios años de proverbial ausencia. Su personaje es un solterón que pierde a su madre a los pocos minutos de empezar la película. Sólo tiene en el mundo a su hermana, una estafadora de poca monta que oculta detrás de su actitud altiva y avasallante una añoranza por tiempos de esplendor y holgadez familiar. Confinado casi a la fuerza por su hermana que se lo quiere sacar de encima en una casa vieja de Villa Laura, Uruguay, el personaje de Gasalla se dedica a la orfebrería y, súbitamente atraído por un dramaturgo del pueblo, le agarra enseguida el gustito al teatro vocacional. Pero resulta que al poco tiempo el personaje de Borges descubre que está tan solo como su hermano y las inofensivas trapisondas con las que se procura una fachada a la altura de sus ínfulas resultan cada vez más patéticas e inconducentes. Claramente desbalanceada, Dos hermanos refulge en el notable uso de las elipsis (una especialidad de la casa) y por momentos se pierde en la cuerda demasiado gruesa que pulsan sus intérpretes en más de una escena que parece descendiente directa de un sketch de televisión (la del cocktail, por ejemplo, en donde encima la mención a Mirtha se vuelve maníaca y sabotea su propio fuerza). En lugar de una comedia alegre y ligera sobre cómo ese par un poco grotesco se las apaña para sobrevivir en un mundo hostil, Burman parece ensayar un discurso sobre el carácter rehabilitador del arte en el que la presencia tutelar de Mirtha Legrand, la madre muerta y la Yocasta de Sófocles pasan a conformar una insólita constelación en la que el pasado y el presente, la vida y el arte, se ven inopinadamente enhebrados. Burman demuestra a esta altura que se esfuerza a cada paso para que su cine no pierda su apariencia de objeto industrial irreprochable. Ese esmero termina despojándolo de todo misterio pero no lo priva de ofrecer breves, volátiles resplandores a modo de compensación.
AL OTRO LADO DEL RÍO En su séptima película, Daniel Burman explora el mundo de dos hermanos mayores (Antonio Gasalla y Graciela Borges) y el particular vínculo de amor y odio que han establecido durante su vida. Film melancólico y crepuscular, Dos hermanos no está exento de algunos momentos de humor y simpatía. La actuación de ambos protagonistas es descollante en esta adaptación de la novela Villa Laura, escrita por Sergio Dubcovsky. El cine de Daniel Burman es un caso especial dentro de nuestra cinematografía. Por un lado es un representante auténtico del cine argentino de la generación de fines de los 90, aquel que provocó notorios cambios en nuestro cine, y por el otro es un director cuya obra posee fuertes conexiones con las formas más clásicas y conocidas del cine clásico nacional. Su filmografía fue volviéndose cada día un poco más popular y su forma de filmar fue ganando efectividad y clasicismo, dos caraterísticas que no le han impedido a su vez realizar algunos juegos que bordean la modernidad. En Dos hermanos Burman explora una etapa del ser humano que no había sido centro de sus films anteriores: la vejez. Mientras que en films como El abrazo partido, Esperando al Mesías y Derecho de familia los jóvenes son los protagonistas, aun con la salvedad de que en está última y en El nido vacío ya se manifiesta el tema de la asunción de la adultez y de la crisis frente al crecimiento de los hijos adolescentes, en Dos hermanos los protagonistas ya rondan los sesenta y setenta años. Cabe remarcar que el director no solo da este salto en la cronología de la vida, sino que también tiene la sensibilidad suficiente como para hacer que la estética del film, sus tiempos, su humor y hasta su romanticismo resulten acordes a dos personajes de esa edad y no a la edad propia. Mientras que la mirada es la de un joven, el desarrollo y el perfil de los personajes están bien controlados para representar a los protagonistas. Y como siempre en Burman, la simpleza de la superficie no es más que eso, la superficie. Este vínculo entre hermanos solitarios, posiblemente destinados desde la niñez a quedarse juntos, está lleno de hallazgos que abarcan toda la gama posible dentro de la elección de tono y estilo elegidas por el director. No es casual, y de hecho es la virtud que hace la diferencia, la elección de ambos actores. No podría ser más efectivo el casting si se trata de elegir a actores profesionales, es decir, verdaderos actores. Antonio Gasalla realiza el mejor papel de su carrera en cine y aunque lo hemos visto actuar durante muchos años en televisión, no hay que dejarse engañar, es justamente lo que ya sabemos de él lo que potencia los matices de su papel. Lo mismo ocurre con Graciela Borges, la máxima estrella del cine argentino de los últimos cincuenta años. Desde su debut en Una cita con la vida, dirigida por el último director clásico, Hugo Del Carril, hasta sus maravillosos trabajos en La ciénaga y Monobloc, Borges no ha perdido jamás su estatus de estrella y su fotogenia insuperable. Actriz fetiche de Leopoldo Torre Nilsson y de Raúl De La Torre, “la Borges” ha demostrado y demuestra acá que es un animal de cine, una estrella en estado puro, pero también una actriz de primer nivel. Entre el hermano gay apocado, dedicado de forma significativa al paciente oficio de ser orfebre y la hermana diva venida a menos, aferrada a un glamour de perfil alto que ya no existe, se genera un vínculo doloroso, cruel, una dinámica que los une y los separa, como el Río de la Plata une y separa las dos orillas de Argentina y Uruguay. La teatralidad de muchas situaciones no es forzada y se ve bien declarada por el hecho de que hay una obra de teatro en el centro del film, de la misma forma que el hecho de que sea sobre Edipo la obra ya no hace necesario decir más nada sobre el tema. Pero más allá de todo lo que ocurre en la película, incluyendo sendas historias de amor, la línea que conduce al final va a encontrar a los dos hermanos juntos. Ni la belleza de ese amor maduro que encuentra él, ni la simpatía de ese enamoramiento glamoroso de ella (no podía sentirse atraída por nadie salvo que, como hace, le encontrara un parecido con alguien famoso) podrán torcer un destino en común, un vínculo que no se apaga y que es de por vida. Ser hermanos no es algo que se pueda elegir y en el crepúsculo de la vida –y del film– la sangre que los une puede más que cualquier cuenta pendiente o enfrentamiento.
Daniel Burman logra desde la dirección un estrecho diálogo con el espectador. El eje de tan buena relación seguramente esté en múltiples factores de los cuales destacamos tres: las excelentes actuaciones (especialmente Graciela Borges, que sigue regalando una presencia visual contundente), una historia que vuelve a hacer pie en el meollo de las relaciones parentales, conflictivas, necesarias y sobre todo, universales, y un buen ritmo cinematográfico que no cansa en las múltiples idas y vueltas del relato. La historia se centra en la microfísica de las complejas relaciones de dos hermanos, que a su vez se entrelazan con toda una constelación mayor de padres, tía, primxs y hasta vecinos. Cuestiones de poder entre ambos protagonistas, pequeñas victorias o derrotas cotidianas, nexos indisolubles, búsquedas personales, balances, tomas de consciencia e inconsciencia, y hasta el gesto de reconocimiento de la tragedia griega marcan los caminos que ellos transitan hacia uno y otro lado del charco, entre Buenos Aires y Uruguay, ya que la trama habla de distancias y cercanías físicas también. Algo atractivo en el planteo es el juego irónico hacia el star system local y el amor por las estrellas, en este caso hacia la figura de Mirtha Legrand, sus películas y sus almuerzos. Este lugar de cholula en Graciela Borges además de acentuar el paso de comedia que teje la película tiene sabor a guiño paródico. También la escena post-final (acompañando a los créditos y cuando la película ya concluyó), con cierto aire a Slumdog Millonaire, muy fresca, es un detalle de music hall que se aprecia y cae como broche a toda la historia, Edipo incluido. Una película que está muy bien filmada, con una experimentada dirección de actores y sutilezas que se aplauden en el encuentro y desencuentro permanente de estos hermanos, logra llegarle a la gente que sigue buscando, y al parecer encuentra, en la opción nacional un cine representativo que lo conmueva. Cine argentino 2010 Quizás El secreto de sus ojos haya abierto las puertas y estemos atravesando una buena racha que empieza a proyectar también un nivel distinto para los directores de esta generación del llamado Nuevo Cine Argentino. En años anteriores pudimos ver un fenómeno de taquilla parecido al de Dos hermanos con productos muy apegados a la televisión, como el caso de Un novio para mi mujer, donde un especialista en contar ficciones de nulo riesgo para el pensamiento crítico como Adrián Suar ponía en la pantalla un producto similar al de sus ofertas televisivas, con el resultado de largas colas en los cines. En este caso no hay sostén de entretenimiento masivo. Sí hay un Antonio Gasalla fortalecido por el éxito teatral que viene de liderar, y una Graciela Borges que bien puede seguir ostentando el rótulo de gran diva argentina. Dos hermanos vuelve a conectar muy bien con el gran público. En este sentido, los datos que el INCAA ha hecho circular entre la crítica periodística son auspiciosos: “Estrenada el 1 de abril contó con (entre el jueves 1 y el domingo 4) 119.329 espectadores en 62 salas. Se calcula que un promedio de 1925 espectadores por sala fueron a verla en todo el país”. El año pasado vivimos el efecto tsunami de El secreto de sus ojos, éxito de taquilla y éxito de ventas en dvd´s formato doméstico (por no mencionar en las copias ilegales que se vendieron y se venden en parques y esquinas por centenares). En este caso, cabe agregar que los tres factores que mencionamos al comienzo de la nota (historia, actuaciones y ritmo cinematográfico) son relevantes sobre todo porque otros estrenos de este primer trimestre anunciados con grandes expectativas no corrieron la misma suerte. Por ejemplo la película Paco, que emplea muy buenos recursos técnicos y un importante casting, para un tema central en el discurso de los medios, pero que no ha recibido el lugar del público que se supone debería. En resumen, esperamos ver que en los próximos estrenos (se aproxima el turno de Eva y Lola, de Sabrina Farji, entre otras) las producciones argentinas multipliquen esta sensación de confianza de los espectadores argentinos para con su cine.
Lo mejor, lejos, es la interpretación de Antonio Gasalla, que me pareció brillante. Los sentimientos que transmite sin decir palabra alguna, el modo de hablar, y el modo en que se despegó de sus personajes habituales de comedia, hace que la película...
Las dos costas de la vida Refugiados en la solemnidad casi esclavisada del seno materno, Marcos (brillante Antonio Gasalla) y Susana (genial, aunque caricaturizada, Graciela Borges) viven dos vidas distintas. El primero en una tranquilidad que roza lo insulso, introvertido y opacado por los divagues de grandeza de la segunda. Ambos son distintos, y ambos encararán la muerte de Neneca (tierna y bella en su papel, Elena Lucena) de maneras diferentes. Daniel Burman retoma el tópico de las problemáticas familiares excéntricas, cayendo en los lugares cómicos y en los costumbrismos regionales, aunque abunda muchísima calidad dialogal, en parte por las excelentes interpretaciones de los dos protagonistas. Esta es una historia que uno sigue sumido en una verosimilitud elogiable, y un ritmo narrativo que no es perfecto ni grandioso, pero tampoco es irreprochable. Sorprende la elegancia con la que Burman escapa al esteorotipo, acudiendo a Gasalla y Borges -más un reparto que está muy bien en general- para englobar la tarea con una frutillita en el postre. La dirección del realizador de El abrazo partido no es que sea la gran cosa tampoco. Es que uno se pierde en la emotividad de las escenas en que Marcos pierde la mirada en la nostalgia de la casa de su madre, o Susana hace de las suyas con sus dudosos negocios inmobiliarios (un chasco tras otro). "El roaming, Susana, no tengo el roaming". Genial. La fotografía del film es muy bonita. Las secuencias en que ambos hermanos cruzan el río para ir de Buenos Aires a Villa Laura están muy bien iluminadas, a comparación de lo que uno acostumbra en los proyectos nacionales en cuanto a los rodajes en exteriores. El sol es puro, como la actitud de Marcos, mientras que Susana prefiere la oscura comodidad del interior del yate mientras degusta "calentitos" y satisface su paulatino alcoholismo con champagne y wisky importado. Eso, y ni hablar de la toma final frente al "mar" según ella, y en verdad el "río" según él. El contraste entre ciudad y pueblo-balneario es interesantísima, sobre todo desde la construcción psicológica de ambos personajes. El hecho de que uno termine en Uruguay y la otra se quede en su delirio de la Capital Federal no es detalle menor; todo sale de la reacción ante la pérdida materna, y la reestructuración del complejo de Edipo vista desde esa obra de teatro de los adultos. Quizás se desinfla hacia el final, lo que la vuelve bastante desilusionante. Y quizás uno hubiese querido más gags de Antonio, quien supo deleitarnos con grandes personajes como la Mamá Cora o la empleada doméstica. Pero esta cinta no es para reír. Quizás arranque un par de sonrisas, pero no es una comedia, como algunas fichas técnicas lo insinuan. No, es un drama familiar, muy bien retratado y encarnado por dos protagonistas descomunales. Cada detalle de su andar es digno de aplausos, aunque el conjunto que hace al todo no termine por convencer debidamente. Pero bueno, por lo menos no "hace el ridículo".
Apelando a un registro poco explorado en su filmografía, Daniel Burman logra con Dos Hermanos una pieza singular, en la que revisa el desgastado vínculo entre una pareja de hermanos en un tono de comedia agridulce. Si bien no es un género absolutamente ajeno a su estilo, el director de El nido vacío aborda aquí una vertiente de humor grotesco y costumbrista, cercana acaso a Jacobo Langser. En películas como Esperando al Mesías, El abrazo partido (que siguen siendo sus obras mayores) y Derecho de Familia los toques de humor y comedia se internaban en mundos judaicos, judiciales y afectivos, mientras que aquí ofrece una impronta diferente, acaso más familiera, pero también dotada de finas observaciones acerca de la soledad. El fallecimiento de la madre de ambos desencadenará en el arranque del film un exilio en la otra orilla y una convivencia conflictiva, plagada de miserias, resentimientos, cuestiones nunca aclaradas, odios y amores encontrados. Aún así, más allá de un par de momentos de cierto patetismo, el film nunca alcanza clímax dramáticos de consideración. Que quizás no eran necesarios, porque también es cierto que Dos Hermanos posee una tónica contemplativa, que trata con mordacidad a sus criaturas pero sin desnudarlas con crudeza. Las clases de teatro a cargo de Mario (un preciso Osmar Nuñez) son un capítulo aparte en el film, y muestran una verdadera galería de personajes y situaciones. La mixtura de dos estrellas del calibre de Antonio Gasalla y Graciela Borges, con sus peculiaridades expresivas a las que suman algunos matices, se vuelve una apuesta atrayente. Un bellísimo plano final en el marco de ese pequeño balneario uruguayo y unos cuantos inserts en los títulos finales aportan gratificaciones extras al espectador.
El director argentino Daniel Burman, pasó de la contundente “trilogía de los Ariel” (con protagonista en proceso madurativo, inmerso en la comunidad judía de Buenos Aires y con evidentes ribetes autobiográficos) a El nido vacío, un término medio entre la comedia dramática familiar más universal y la que sólo Burman podía concebir. Ahora, con su siguiente película, Dos hermanos, se desprende definitivamente de su experiencia o de su fantasía personal (estaba claro con la anterior que Burman imaginaba, desde su primera paternidad, cómo se reconstruye el sujeto una vez que los hijos se van de la casa) para pasar a un film familiar con el que toda la gente mayor pudiera identificarse. Al ver la película, está claro que Burman es un agudo observador de las personas, con todas sus virtudes y sus miserias. Burman sabe encontrar en la gente aquello que le sirve para sus relatos y sus personajes. En este caso ha logrado componer dos caracteres diametralmente diferentes y enfrentarlos en una pieza que encuentra en el ejercicio de poder de un personaje hacia el otro (de Susana hacia Marcos), la punta del ovillo de un conflicto familiar que, conforme se desarrolla la trama, se irá resolviendo. El otro aspecto esencial del trabajo de Burman se encuentra, naturalmente, en la dirección de actores. Si en el caso de El nido vacío se valió de una dupla con una historia de pareja televisiva que quedó grabada en la memoria de los argentinos, en Dos hermanos trabaja con dos nombres fuertes de la cultura nacional, Graciela Borges, una de las pocas estrellas, sino la única, del cine argentino de los sesenta que aún se encuentra en actividad, y Antonio Gasalla, con amplísima trayectoria como cómico televisivo y teatral, y prácticamente ningún personaje en cine capaz de exponer su talento. Burman los emplea en dos personajes que captan lo mejor de uno y de otro, y salvo algunos mohines graciosos, es difícil encontrar, principalmente en Marcos, el germen de los papeles habituales de Gasalla en sus comedias. Cuando vemos Dos hermanos, especialmente los argentinos, que conocemos de sobra a estos dos actores, conseguimos despegarnos de Borges y Gasalla y ver en ellos a Susana y a Marcos. Este trabajo compositivo se vale más de un elaborado perfil de personajes que de una trama capaz de sostenerlos y enfrentarlos con habilidad. Burman logra exponer el conflicto pero éste finalmente se desluce en su desarrollo, con muchas escenas que resienten la trama y algunas disgresiones que intentan darle un respiro al enfrentamiento entre la mitómana y dominante Susana y el triste y apocado Marcos, pero que se encuentran desconectados de los personajes. Ejemplos de esto son la escena en la que Marcos comienza a robar comida de una recepción, un momento gracioso pero que no se sostiene ni muestra una faceta del personaje que luego se retome, o el musical con los créditos finales. Cuando Burman insertó un musical en El nido vacío lo hizo amparándose en una fantasía del protagonista, en Dos hermanos esta escena divorciada de la película (no podría decirse que pertenezca a ella, porque aparece como un mero condimento de los créditos) sólo parece mostrar el interés del director por el musical, algo raro en un director que no se caracterizó nunca por colocar escenas alejadas de la naturaleza de sus personajes. Lo que puede deducirse es que Burman intentó, y por momentos logró, conectarse con las preocupaciones y los reencuentros afectivos en el mundo de la tercera edad, pero en muchos momentos la extensión de un conflicto que se deshilacha a medida que transcurre la trama, hasta resolverse por algún recuerdo pequeño reelaborado en el presente, demuestran que Burman está lejos de poder identificarse con esos personajes, y comprender su naturaleza a través de esa identificación. La edad, en este caso, le ha jugado en contra, y es por eso que ha condimentado la película con escenas que no encuentran asidero dentro del conflicto y de los personajes. Curiosamente (o no tan curiosamente, dados los nombres que protagonizan y la fuerte campaña promocional), esta película sorprendió en taquilla en su estreno local, y probablemente haya sido el mayor éxito de Burman en salas argentinas. Conociendo la dedicación y el empeño que Burman le pone a sus obras, es muy probable que no se quede con lo que le dictan las cifras y entienda que esta propuesta exhibe más fallas en su construcción que sus anteriores filmes, principalmente aquellos más cercanos a la experiencia de vida del realizador, que a diferencia de Dos hermanos, ostentaban con orgullo su potente autenticidad.
Tras haber comentado "Carancho" hace pocos días, en donde describí mis sentimientos por el cine nacional, decidí darle una oportunidad al nuevo trabajo de Daniel Burman, otro de los pocos directores argentinos que me permito ver. Ninguno de sus anteriores trabajos ("El Nido Vacío", "Derecho de Familia", "El Abrazo Partido") me parecieron gran cosa, pero considerando el bajo nivel cinematográfico que solemos tener en nuestro país, Burman fácilmente se destaca. Como ya he dicho anteriormente, este no es un cine por el que pagaría una entrada, por eso, sin prestar atención a las muy buenas críticas que recibió por parte de la prensa, esperé a verla en la comodidad de mi hogar. En "Dos Hermanos", no fue únicamente el director el que me atrajo, sino la posibilidad de ver a Antonio Gasalla en un rol dramático, algo distinto y poco común. Gasalla nunca tuvo una carrera interesante en el cine, más allá de su gran trabajo en la genial "Esperando a la Carroza", por eso seguramente este papel representó un desafío para el reconocido actor de comedia. Junto a Graciela Borges interpretan a dos hermanos con una conflictiva relación de amor-odio, quienes se acercan tras la muerte de su madre. Esta relación es el punto fuerte del relato y, gracias a sus interpretaciones, lo que mantiene a flote la película. Las escenas más logradas son las que ambos comparten, entre ellas la del velorio, el coctel y el cumpleaños, donde se marca el contraste entre sus personalidades opuestas. Resulta difícil definirla dentro de un sólo género, diría que es un drama con un poco de humor negro. Una historia un tanto deprimente, con momentos densos que aburrirán a más de uno, que tiene como principal acierto la elección de estos dos actores para sus roles principales. Graciela Borges, como una mujer manipuladora y ventajista, y Antonio Gasalla, como un hombre sensible y dominado, construyen dos personajes interesantes dentro de un relato que no ofrece mucho más.
Dos hermanos levanta vuelo en el momento en que Susana (Graciela Borges) empieza a cansarse del disfraz que la hace odiosa. Mientras su hermano Marcos (Antonio Gasalla) aprende a tallarse un lugarcito en el mundo, Susana se ciñe aún más a las paredes de su atolladero existencial. Entonces la vemos recluirse en su casa, en bata y con el whisky en la mano, lejos de la siniestra careta kitsch. La vemos real. Alguna foto asoma por allí, en donde se la ve abrazada a un hombre del que nada sabremos (es la clase de discreción que se agradece). Quizás alguna vez Susana fue feliz. Cuando la película se vuelve realmente áspera, Daniel Burman gana contundencia y cercanía. Pero para llegar a ese punto tuvimos que atravesar más de una hora de cine hecho a reglamento, un film algo desvaído solo sostenido por dos presencias que son mucho más que la historia. (Hay que reconocer que Gasalla está muy bien, mientras que la Borges está sencillamente magnífica.) Ella es opresora y finge una alcurnia que no tiene; él se resigna a acompañarla y quererla como puede. Detrás de ambos personajes se acumulan décadas de soledad, orgullos dañados y deseos cajoneados, un pasado que el guión apenas esboza y que sin embargo pesa mucho, al punto de borronear los pasos de comedia. Burman busca el gag pero sólo produce algunas sonrisas amargas, ya que aquí no bulle la espontaneidad que destilan otros trabajos suyos como Derecho de familia o El nido vacío. Es que en Dos hermanos se intuye una negrura larvaria que el director no se atreve a investigar por completo, tal vez porque la necesidad de liviandad es más fuerte. O rentable.
COMO LOS PIMPINELA... PERO SIN MÚSICA “Dos hermanos” no es la mejor película de Daniel Burman ("Esperando al Mesías", "El abrazo partido", "Derecho de familia", "El nido vacío") y sí es la primera que no está basada en una idea propia. Esta vez, el director argentino ha decidido adaptar a la pantalla grande la novela de Sergio Dubcovsky (hermano de su socio Daniel): “Villa Laura”. La novela cuenta, con cierta sutileza, una historia sencilla y convencional, y la película no renueva considerablemente la mirada de su autor. Dos hermanos son los protagonistas, un hombre y una mujer maduros, solteros, sexagenarios, que, al perder a su madre, encuentran que se tienen el uno al otro, y no precisamente es una idea que les agrade demasiado. El filme de Burman es una buena excusa para seguir indagando en el pequeño (pero inmenso, valga la contrariedad) universo de los vínculos familiares, como lo ha hecho en toda su filmografía. Éste se recuesta en la descripción de la relación de estos dos seres solitarios, disímiles, antagónicos, que se aman y se odian a la vez. Marcos y Susana se comportan casi adolescentemente, pareciendo volver hacia atrás en el tiempo, cuando vivían juntos como hermanos, con mamá y papá. Y así, se pelean, se putean, se aborrecen, pero también se confabulan con fines comunes (como cuando se roban la comida del cóctel de la embajada, a la que no fueron invitados, por supuesto). Una de las mejores escenas pertenece, justamente, a la imagen elegida para el afiche promocional del filme: Susana y Marcos, con sendos vasos apoyados entre la pared y la oreja, intentando escuchar a los vecinos, se “chicanean” y se pasan facturas de cosas del pasado, simulando que lo están escuchando detrás de la pared. Al apoyarse en los personajes, el guión requiere de actuaciones sólidas, atrayentes, consumadas… Graciela Borges y Antonio Gasalla resultan una combinación realmente llamativa para el espectador argentino; ambos tienen un curriculum más que importante en el cine y la escena nacional, respectivamente. Sin embargo, a pesar de ejercer su oficio con grandeza, no parecen ser los mejores trabajos de cada uno de ellos. Si bien ella entrega un personaje casi a su medida, su eterna voz ronca parece no permitirle hacer otra cosa (a pesar del intento – fallido - de su humilde Perla en el filme “Las manos”). En el caso de él, por momentos deja deslizar algunos tonos de voz de sus televisivos personajes femeninos, pero en general parece entregarse más a la mano de su director, y ofrece un Marcos débil, disciplinado, pollerudo, frágil, delicado, casi invisible ante la omnipresencia de su hermana que, cuando le grita “¡Maricón!”, se rebela (a su modo) y deja de hablarle, logrando cambiar los papeles en la enfermiza relación. A pesar de que el elemento narrativo, vital para toda historia audiovisual, aquí aparece a cuentagotas, “Dos hermanos” se disfruta por la presencia de sus dos estrellas, viendo cómo se relacionan y cómo reaccionan uno con(tra) el otro.
Esos anudados lazos familiares Dos hermanos se detiene en seres con muy poco en común, pero que sólo se tienen el uno al otro. Para su nueva película, Dos hermanos, el director Daniel Burman eligió volver sobre una de las temáticas que mejor le sientan: las relaciones de familia. El reencuentro de los dos hermanos del título está marcado por la necesidad del otro, un quiebre a sus vidas solitarias y monótonas. Vida sin rumbo la de ella, Susana (Graciela Borges), robando la correspondencia de su vecino y buscando siempre la forma de ganar algo de dinero, pero que un día se ve obligada a incluir en su cotidianeidad a su hermano Marcos (Antonio Gasalla), quien hasta ese momento no hacía más que cuidar a su madre (Elena Lucena). Hermanos muy distintos pero con la misma dependencia, que se tienen más que el uno al otro y que sólo comparten una admiración mutua por Mirtha Legrand (un guiño divertido para el espectador). Un reencuentro que sirve para reflotar heridas y redescubrirse. Un relato agridulce -como la vida misma- que muestra las miserias humanas pero también como siempre se puede volver a empezar y cuantas vidas caben en una. Una historia con un sólido guión y diálogos desopilantes que marcan la vuelta al cine de dos grandes actores -Borges y Gasalla-, bien dispuestos a brindar interpretaciones memorables.
Dos hermanos es una historia sencilla, una historia de dos hermanos totalmente diferentes que puede reconocerse en muchas otras historias. Susana (Graciela Borges) es una odiosa solterona cuyo pasatiempo es señar departamentos y casas que no hacen más que acarrearle incontables deudas. Su personalidad es totalmente quejosa, absorbente y negativa. Marcos (Antonio Gasalla) es otro solterón cuya vida baila alrededor de su madre. Es orfebre, reservado, correcto, un hijo ejemplar. Su personalidad es hiper tolerante y sumisa. Pero un día mamá Neneca fallece y estos dos seres solitarios, que como cualquier par de hermanos se odian y se aman por igual, deberán aprender que como dice el dicho "la familia no se elige, se soporta" y en ese soportarse es donde la historia, de amor después de todo, mejor funciona acompañada por un par de actores que sorprenden. Gasalla logra por fin dejar un poco de lado sus personajes tragicómicos para brindar un adulto perdido después de la muerte de su madre, pero dispuesto a seguir adelante. Con algún que otro guiño a sus tonos tan conocidos de antaño, su Marcos es un verdadero sexagenario que impulsado por su hermana a vivir en el Uruguay descubre de pronto en la vida retirada y tranquila la oportunidad de cambiar su vida, dedicarse al teatro, encontrar la estabilidad emocional. Graciela Borges se come literalmente la pantalla dándole alma a esta mujer llena de ínfulas y aires de alta alcurnia capaz de robar la correspondencia del departamento vecino para sonsacar invitaciones a eventos y alterada por los ruidos molestos que provienen de ese mismo departamento abandonado. Los hermanos en un evento robando comida! Burman no pierde esa meticulosa habilidad de lograr escenas y ambientes que quedan en la memoria. Esa Susana diciendo "Este velorio es un fracaso", pinta sin necesidad de grandes pretenciones dramáticas a todo el personaje. Al mismo tiempo que Marcos habla entrecortado y sin mirar a su hermana mientras las lágrimas le resbalan por la cara.Esta es una de las primeras películas que el joven director adapta de una novela, Villa Laura de Diego Dubcovsky, con colaboración en el guión de Marcelo Birmajer. Una historia en la que podrían verse unos cuantos puntos en común con esa libre adaptación de Edipo Rey que Marcos ensaya en el grupo teatral del pueblo y la que no carece de momentos graciosos, pocos pero efectivos, emotivos aunque no melodramáticos, contundentes pero lejos de los golpes bajos. Por lejos una de las mejores escenas es aquella en que desesperada por los ruidos del departamento lindante, Susana invita a Marcos a escuchar con vasos de por medio lo que pasa detrás de esas paredes para terminar jugando un juego más bien cruel donde cada uno termina echándose en cara los favoritismos y recuerdos felices e infelices de la infancia. No, de eso no escucho nada! Resumiendo, Dos hermanos podrá no considerarse una de las mejores y más logradas películas de Burman, como he leído por ahí aunque a mí personalmente es la que más me ha gustado hasta ahora de las que vi. Recomendable para aquellos que quieran tener un panzazo de talento actoral y para los que gusten de historias sencillas con grandes escenas.
Personajes familiares y conflictos cotidianos en una entretenida realización Daniel Burman vuelve después de “El nido vacío” (2008) a contarnos una historia agri-dulce. Este realizador de recordados filmes (“Un crisantemo estalla en cinco esquinas” (1999), “Todas las azafatas van al cielo” (2002), “El abrazo partido” (2004), “Derecho de familia (2006)”, entre otras) nos plantea la historia de dos hermanos. Antonio Gasalla en un persdonaje diferente al que nos tiene acostumbrados y una estupenda e histriónica Graciela Borges componen a estos hermanos que van por la vida amándose y odiándose. Todo ocurre a partir de la muerte de la madre. Su hermana quiere ocupar el lugar de su progenitora y mandar en la vida de su hermano que vivía, y eras dominado, con su madre. A partir de aquí se suceden situaciones que de disparatadas no tienen nada. En esta producción de Burman todo es creíble. Los exteriores en Uruguay, los gags con Mirtha Legrand (incorporada desde el aparato de televisión en sus almuerzos), y las situaciones tragicómicas que se suceden a partir de conflictos familiares, logran llevar adelante una muy entretenida realización que nos refleja la vida de muchos grupos familiares con detectables perfiles individuales. Cualquiera que vea este filme va a sentirse identificado con alguna situación. Estos dos hermanos no son muy diferentes a los que pueden vivir en cualquier barrio de Buenos Aires
Congelados en el tiempo La trama gira en torno de la oscilante relación entre dos hermanos, interpretados por Graciela Borges y Antonio Gasalla, solterones sin hijos, que han pasado largamente los cincuenta. Desde la secuencia inicial, la del consorcio reunido para debatir sobre cómo participarán el fallecimiento de un inquilino, ya aparece la marca de Burman en la sutilidad para manejar el humor negro y la habilidad para captar lo cómico en situaciones cotidianas y reconocibles. Esa secuencia sirve también para presentar a los hermanos y sus diferentes formas de actuar en la vida. De caracteres muy distintos (ella es avasallante y manipuladora; él, sumiso y discreto). Están unidos por la presencia de la madre y algunos ritos en común, como la devoción por Mirtha Legrand. Susana (Borges) está siempre entrometiéndose en la vida de los demás, empezando por su hermano y siguiendo por sus vecinos, a los que les lee la correspondencia o escucha a través de las paredes. A diferencia de la conducta exterior de su hermana, Marcos (Gasalla) es introvertido pero mucho más profundo. Ha vivido dedicado al cuidado de una madre anciana (Elena Lucena). Tímido y reservado, es muy hábil con artesanías delicadas como la orfebrería. Aunque no se lo mencione directamente, se deduce que ninguno de los dos ha trabajado en forma dependiente, sino vivido de rentas hasta este presente de vertiginoso achicamiento social, tan bien reflejado últimamente por el cine en películas como “Cama adentro”, donde Norma Aleandro hace malabares para pagar la cuenta de su mucama. Susana y Marcos frecuentan lugares socialmente elevados, donde ella reparte tarjetas de su emprendimiento inmobiliario unipersonal (seña casas con poco dinero para luego intermediar en las comisiones de las ventas). Las situaciones risibles se generan en el contraste de las apariencias, porque tratan de sobrevivir con la mayor dignidad, aunque no se privan de robar bocaditos de los lunchs ni de expresarse vulgarmente, cuando nadie los escucha ni los ve. Una clase en extinción Esta historia encierra el registro afectuoso de un mundo en retirada. Se nota tanto en el mobiliario como en los peinados y el vestuario de Graciela Borges, que remiten a varias décadas atrás. Un look de sombreros y tailleurs, entre ridículo y decadente, que siempre la actriz lleva con elegancia. Los diálogos de Marcos y Susana remiten obsesivamente al pasado. Ella, que se mueve en forma independiente como agente inmobiliaria, reitera los argumentos que valorizan a las propiedades antiguas: “las paredes de 30 centímetros en vez de las de cartulina de ahora y los herrajes originarios”. En esta historia, Burman se arriesga por primera vez con un material ajeno, la novela “Villa Laura” del escritor argentino Sergio Dubcovsky, aunque la trama le permite abordar un tema preferido como son las etapas de la vida, en este caso, el umbral de la vejez. El vínculo se ve puesto a prueba por el cimbronazo que representa la muerte de la madre (una Elena Lucena que ha declarado 95 años en la vida real). Niños congelados en el tiempo, hermanos solitarios que sólo cuentan el uno con el otro, ambos tendrán que recomponer sus vidas, lo que implica un abanico de situaciones tragicómicas, que será transitado con sutil ironía y un dejo melancólico. Al venderse la propiedad materna, la hermana resuelve que el mejor destino para Marcos puede estar en una casona antigua de un pueblito uruguayo, donde no parecen haber llegado los destructores efectos de la globalización. Y hacia allí lo empuja y, aunque en principio lo abandona, retornará cuando vea que realmente la vida de Marcos empieza a quedar fuera de su control. “Dos hermanos” transcurre como si algo siempre estuviera a punto de estallar- sin embargo no hay desbordes, salvo algún que otro pasaje o algunas líneas de diálogo que pueden sonar un poco retóricas. A pesar de la trama que no es fácil ni tranquilizadora, la calidez de la historia y sus protagonistas logra imponerse. Los aspectos dramáticos son vencidos por la comedia, así como la tragedia de “Edipo Rey” -de la que se representan algunos fragmentos- deviene en efectos cómicos que desembocan en un espectáculo musical al estilo Broadway, reservado como broche de lujo para el final. Con mucho oficio, evitando excesos, sin carcajadas pero tampoco lágrimas, “Dos hermanos” revela a un director maduro que sabe lo que quiere contar y cómo contarlo, entregando una película básicamente disfrutable.