Noir versus neo noir. En el comienzo de Inherent Vice, Anderson advierte a su público sobre el mundo surrealista paralelo que explorará a través de la utilización de luces de neón, melodías de sintetizador y diálogos en off demasiado cool. La estética elegida por Anderson tiene un peso importante a la hora de crear la atmósfera del film. Por otro lado, el desarrollo de varios subplots es ejecutado de manera tal que resulta interminable la aparición de nuevos personajes a lo largo del film, entre ellos, los encarnados por Josh Brolin, Benicio Del Toro, Eric Roberts, Owen Wilson, Maya Rudolph y el eximio Martin Short. A partir del pedido de una ex novia a Doc (Joaquin Phoenix), se desata una incesante búsqueda a cargo del detective. Esto genera la excusa necesaria para convertir al film en un neo noir con reminiscencias a los relatos de Elmore Leonard llevados a la pantalla grande como Rum Punch (Jackie Brown), Fear and Loathing in Las Vegas de Hunter S. Thompson e inclusive El Gran Lebowski. Doc debe investigar el rumor sobre el posible secuestro de un magnate (Eric Roberts) y dilucidar el interrogante que va creciendo a lo largo del film: ¿qué es el Colmillo de Oro? En paralelo, tanto el personaje principal como el espectador transitan caminos que resultan similares. El recorrido de un laberinto lleno de interrogantes, donde es posible perderse y volver a tomar el hilo conductor de la búsqueda, se repite una y otra vez. Este es un punto interesante del trabajo de Anderson que materializa este rasgo distintivo de la novela de Thomas Pynchon. Como destacaba, a lo largo Inherent Vice hay un desfile de personajes que aparecen y dejan una pista. La utilización de un cast numeroso remite al cine de Wes Anderson, a partir del ciclo culminado con su mejor film, Rushmore. Todos los personajes resultan simplones, dignos de una carcajada, en especial la actuación de Martin Short en un rol hilarante que gratifica con creces. Éste es el cómic relief que se destaca y resulta imprescindible en un producto como Inherent Vice. El trabajo de Joaquin Phoenix, si bien no desentona con el resto de las actuaciones, no está a la altura de su anterior dupla con Anderson en The Master. Mientras tanto, el rol de Josh Brolin es exagerado y repetitivo en comparación con otros trabajos que realizó. Resulta extraña una reversión del noir clásico en Inherent Vice, como si contar con los elementos básicos que componen el género pudiera siempre resultar satisfactorio.
Decepción y psicología conductista. Quizás duela reconocerlo pero resulta indudable que casi todos los grandes cineastas han tenido algún que otro desliz a lo largo de su derrotero, esa obra individual que los deja mal parados ya sea porque pone al descubierto los puntos flojos de su cosmovisión o debido a que simplemente nos acerca hacia un declive artístico asociado al fundamentalismo y/ o la indulgencia. Es momento de sincerarnos y aclarar que Vicio Propio (Inherent Vice, 2014) cae en ambas parcelas, lo que la posiciona como la película menos interesante de Paul Thomas Anderson y una frustración mayúscula, circunstancia que para colmo se ve intensificada gracias a que sus dos films anteriores habían sido los mejores de su carrera. Así las cosas, el “período Stanley Kubrick” sólo le duró dos entradas, Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) y The Master (2012), y a continuación retomó su “etapa Robert Altman”, aunque inspirándose en lo peor del mítico director. Basada en una novela de Thomas Pynchon, la historia gira alrededor de los devaneos de Larry Sportello (Joaquin Phoenix), un investigador privado bastante fumón que a principios de los 70 recibe la visita de Shasta Fay Hepworth (Katherine Waterston), una ex novia que le solicita ayuda para evitar que encierren en un manicomio a su actual pareja, el magnate inmobiliario Michael Z. Wolfmann (Eric Roberts), víctima de un complot pergeñado por su esposa y su amante. Por supuesto que las apariencias engañan y lo que comienza como una simpática mixtura de Barrio Chino (Chinatown, 1974) y El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) pronto muta en un delirio soporífero de 148 minutos en el que únicamente sobrevive el gesto de querer patear el tablero a pura revulsión, pero sin una propuesta a la altura de tan nobles pretensiones. Es paradójico que la tibieza procedimental de Anderson le impida volcar de lleno el convite hacia el diapasón surrealista (apenas si hay chispazos visuales vinculados a las drogas) y en su afán de ser fiel al material de origen no comprenda las necesidades del lenguaje cinematográfico (no hacía falta incluir todos los personajes del libro de Pynchon). En el desfile de encuentros del protagonista con los secundarios de turno van apareciendo destellos esporádicos de genialidad que lamentablemente terminan licuándose a medida que descubrimos que el humor es demasiado ingenuo y en esencia depende de las reacciones y “salidas” varias de Sportello, una especie de bufón que en ningún momento va más allá de la mera caricatura del toxicómano más previsible y chato. De hecho, durante el metraje el susodicho se mueve como un cachorro que está siendo adiestrado por su entorno vía técnicas conductistas, ya no sólo incapaz de obrar por cuenta propia sino también sin una personalidad realmente definida, que despierte una mínima empatía a ojos del espectador. Los principales problemas de la película se pueden resumir en la ausencia de un núcleo temático de peso y la pérdida de aquella destreza formal del director, hoy reconvertida en un esqueleto inerte en función del cual una misma escena se repite en loop como si se tratase de un estribillo quemado (una y otra vez diálogos aburridos abren una nueva línea de indagación que nos reconduce hacia un punto muerto narrativo). La pose arty y caprichosa de Anderson oculta una preocupante falta de ideas, como si estuviésemos ante una autoparodia estilística que pide a gritos ser considerada “irreverente”: el desencanto sólo se atenúa al sopesar la labor del elenco, el único bálsamo contra tanta dispersión…
De hippies, yerbas y enredos Difícil que una noticia que anuncie el lanzamiento de una nueva película de Paul Thomas Anderson pase desapercibida. Es que el director ha sabido diferenciarse con un estilo muy particular que, más allá de que pueda dividir aguas es, como mínimo, llamativo y cautivador. Inherent Vice representa su último trabajo hasta el momento y probablemente su peor cosecha. Lamentablemente la enrevesada y confusa historia que nos narra (basada en una novela de Thomas Pynchon) se desmigaja conforme los minutos transcurren, perdiendo fuerza de forma progresiva y haciéndose cada vez más densa. Joaquin Phoenix vuelve a encabezar el protagónico encarnando a un excéntrico detective privado llamado Larry Sportello que ante la visita y el pedido de su ex novia, se adentra en un caso bastante misterioso y complejo. El doc Sportello se mueve de un lado hacia otro (siempre bajo los efectos de la marihuana) descubriendo pistas y topándose en su camino con sujetos de toda calaña, viéndose envuelto en diferentes tipos de embrollos. Uno de los problemas principales de Inherent Vice surge de la decepción que percibe el espectador ante un producto que nada tiene que hacer en comparación con las obras anteriores que supo crear Paul Thomas Anderson. Por citar algunos ejemplos, se puede mencionar que el realizador californiano ha conseguido fascinar con aquel intenso e ingenioso film de historias cruzadas, denominado Magnolia y manteniendo al público hipnotizado pese a las más de tres horas de duración que poseía. También logró conquistarnos mostrando su capacidad para cambiar de matiz con Punch-Drunk Love, esa extrañísima y brillante comedia romántica en la que Adam Sandler nos regaló una de las mejores interpretaciones de su carrera. El grado de desilusión, entonces, es más alto precisamente por la expectativa que genera de antemano la exposición de cualquier labor que involucre a Anderson. Inherent Vice se vale de un reparto de lujo en donde Joaquin Phoenix se destaca demostrando una vez más su versatilidad. Josh Brolin acompaña de buena forma, constituyendo el dúo, posiblemente, uno de los puntos más fuertes de la película. Lo que se presenta como una narración intrigante comienza a desarmarse poco a poco bordeando lo tedioso y poniendo en riesgo la atención que el observador está dispuesto a prestar. Esta especie de comedia combinada con cine neo-noir sufre de momentos casi soporíferos, como asimismo ocurría en The Master, a diferencia de que la última mencionada sacaba provecho del plus que le otorgaba su peculiar dosis de magnetismo visual. La ambientación, el vestuario y el retrato de una sociedad corrompida en varios aspectos no alcanzan, más allá del tono satírico empleado, para entregarnos un producto convincente. Dos horas y media en las que sobran unos cuantos minutos, sobre todo por el modo elegido para exhibirnos los eventos. En el film hay lugar para que desfilen diversos personajes (y caras conocidas como Reese Witherspoon y Owen Wilson); también para que las cosas se tornen confusas en algunos pasajes. Muchos de estos elementos son los que no terminan de enganchar, de conectar, dejando un sabor más amargo de lo esperado, sobre todo por tratarse de una obra proveniente de un director de la magnitud de Paul Thomas Anderson. LO MEJOR: las actuaciones. Algunas secuencias aisladas. Rubro técnico. LO PEOR: el modo en que se narran los acontecimientos. El aire de pesadez se apodera en escala creciente del relato. Extensa en demasía. PUNTAJE: 4,6
Vicio propio es una película que, seguramente y lamentablemente, no atrapará ni fascinará a la mayoría de los espectadores, a pesar de su buena premisa. Su encanto radica más en la buena construcción de los personajes y en el numeroso desfile de actores de primera línea que en...
El posmodernismo o la lógica cultural de la nostalgia avanzada. Uno de los motivos de celebración, por el estreno de Vicio Propio, es que se trata de la primera transposición cinematográfica de un texto de Thomas Pynchon, autor de voluminosos libros, en los que la historia siempre se ubica majestuosamente como un trasfondo de primer plano de sus narraciones (ver El Arcoíris de la Gravedad, su novela más sofisticada). En Vicio Propio la mirada de época se posa sobre la contracultura del modernismo, en el final de los sesenta, en un escenario como la costa californiana, receptora de nuevos personajes, muchos de ellos en el camino de la mutación -precisamente- de ese modernismo a una hibridez, todavía no clarificada. La hibridez es nada menos que el posmodernismo; un proceso cultural incierto e impreciso en sus rasgos. En cierta forma, Pynchon y Paul Thomas Anderson (apropiador legítimo de la obra) se encargan -desde un formato ficcional- de delimitar cierto territorio pero sin la necesidad de arribar a respuestas tajantes al problema sobre la ausencia de rigurosidad en el posmodernismo. El protagonista de Vicio Propio es Doc Sportello (Joaquin Phoenix), un representante de esa mencionada contracultura de fines de los 60 y además detective privado en plan de ayudar a su ex en la búsqueda de su actual pareja, Mickey Wolffman, especulador inmobiliario multimillonario, desaparecido luego de pergeñar un plan redentor que destinara unas tierras a los pobres, desamparados y otras minorías marginadas, un plan horrífico para el FBI y otros conspiradores de la flamante administración Nixon. Anderson aboga, al igual que Pynchon, por la teoría de un estado omnipresente en la contracultura, como un observador siempre activo -ocasionalmente aquí- del comportamiento de estos seres: los hippies, quienes tenían ideas delirantes (y no tanto) sobre tecnología, ecología y demás cuestiones, que en un tiempo se convertirían en primordiales. Claro que la historia es la de un Phillip Marlowe moderno, encarnado por uno de estos estereotipos de esa época; un hippie saliente interpretado por el más unplugged de las versiones posibles de Joaquin Phoenix (a pesar de que el trailer de esta película insinúe lo contrario). Lo de saliente tiene que ver con el tránsito fronterizo entre un período y otro, la necesidad inconsciente de mutar, de pasar a un nuevo estadio cultural. La búsqueda laberíntica, de la que Anderson se pliega al texto fuente, se desdobla en varias salidas posibles y en vueltas -incluso- innecesarias para revelar el misterio pero que sí resultan fundamentales para la exposición topográfica costera de una California atiborrada de hippies salientes, surfers en auge y algunos rockeros que perdurarían un tiempo más. En Vicio Propio se tiende un manto de ensueño nostálgico sin la retórica virtuosa habitual de Paul Thomas Anderson, lo que se puede traducir en una autocensura necesaria del director de The Master porque la historia de Doc Sportello y su camino “heroico” no precisa de paneos violentos ni de zooms scorsesianos, más bien de unos encuadres estáticos y perfectos que componen una estrategia visual austera para el cine de este formidable autor, generando de todos modos una sobrecarga descriptiva y barroca (aquí sí podríamos determinar un rasgo retórico posmodernista). Sería muy sencillo tomar a Vicio Propio de las patas superficiales temáticas y trazarla como un intento neo noir de las estructuras detectivescas de la serie negra, de la misma manera que dejarse llevar por el humo de los alucinógenos que desfilan durante gran parte de las dos horas y media de su metraje y tildar, así, a esta película como una comedia policial hippie de enredos. Anderson transpone no solo la novela más celebrada y crítica de Pynchon, sino también un escenario impreciso, irónico y ondulante como las olas de Gordita Beach, el balneario ficticio en el que vive el querido Doc Sportello.
Un lisérgico y original giro a la clásica historia de detectives Cuando tenés a un director como Paul Thomas Anderson y a un escritor como Thomas Pynchon, podés estar seguro que hasta la más común y silvestre historia de detectives va a ser una visión definitivamente original. Armando Porro, Detective Privado En la década del ´70, Doc Sportello, un detective privado, recibe la visita de su ex novia, quien le pide el favor de investigar la desaparición de su novio, un rico –y casado—magnate de las bienes raíces. Los problemas surgirán cuando esta misma chica sea la que desaparezca y Doc sea acusado por la policía de tener algo que ver. Vicio Propio tiene todo lo que le necesita una policial de esta naturaleza. Lo que la hace original es el tratamiento de sus ingredientes, las actitudes de sus personajes, la comicidad en ciertas escenas y el giro increíblemente original de tomar a un narrador omnisciente y hacerlo participar de la acción, casi como una ruptura de la cuarta pared pero sin llegar a tal. La única desventaja, la única, que le encuentro es que le sobra media hora de duración. El conflicto principal y el secundario se resuelven a las dos horas de metraje, y si bien la media hora restante no es lo que se dice relleno, es un peso que arrastra. El ojo de quien mira Podríamos decir que Vicio Propio es la película en la que Paul Thomas Anderson más énfasis ha puesto en la dirección de actores. Hay escenas en donde hace un simple plano y contraplano, como cualquier director, pero hay otras en donde su confianza en el aspecto interpretativo es tal que simplemente se limita en acercar la cámara a los personajes conversando, lentamente y de un modo casi imperceptible, acentuando la tensión y la curiosidad del espectador. En el apartado interpretativo, tenemos logradas interpretaciones de Joaquin Phoenix, Katherine Waterston, Reese Witherspoon y Benicio Del Toro. Pero la actuaciones que más destacan del repertorio son las de Martin Short, y por supuesto la de Josh Brolin, naturalmente en escenas de contenido cómico. Conclusión Aunque conserva todos los ingredientes de una clásica novela de detectives, el viaje y exposición lisérgica de los personajes pueden llegar a hacer de Vicio Propio un poco inaccesible para el publico general, pero los cinéfilos, sobre todo los seguidores del cine de Paul Thomas Anderson, sabrán encontrarle sus virtudes.
Paul Thomas Anderson se ha convertido en uno de los cineastas más notables e interesantes del cine actual, con una filmografía cada vez más atractiva, con búsquedas de distinta complejidad y artificio. Podríamos decir que Anderson siempre se ha caracterizado por sacar lo mejor de los actores, hacernos ver facetas inesperadas, como Tom Cruise en Magnolia, Adam Sandler en Punch Drunk Love… sin mencionar a su actor fetiche Phillip Seymour Hoffman quien ha brillado en cada una de las cintas en las que participó, volviéndolas aún más interesantes. Su más reciente trabajo va incluso más allá de todo lo que su cine representó hasta el momento. Como nadie, se anima a llevar al cine una novela de Thomas Pynchon… y le sale muy bien. Los Ángeles, años 70, toneladas de droga y un magnate inmobiliario desaparecido. Doc Sportello (Joaquin Phoenix) es un delirante investigador privado que se ve inmerso en este retorcido laberinto que trata de enderezar. En el medio está metida Shasta Fey, su exnovia, también desaparecida, que asoma en su vida en forma de recuerdos que lo atormentan. Inherent Vice es, ante todo, una película harto barroca. Está cargada de personajes, historias, texturas, diálogos precipitados que por momento confunden, hasta que entendemos que el núcleo es uno solo y que tanto Pynchon como Anderson están jugando con nuestra mente, al igual que los escurridizos personajes se han propuesto jugar con la mente de Doc Sportello. El ritmo de la película es acumulativo; cuando pensamos que la situación está esclareciéndose, nuevos nudos y caracteres van sumándose al enredo. Toda esta sobrecarga audiovisual y narrativa, a su vez está recubierta por el constante humo denso de la marihuana que va nublando nuestros sentidos y de a poco vamos a cayendo rendidos dentro del universo del film, levitando entre los pasillos de estas “sub historias” y espiando a los neuróticos personajes. Joaquin Phoenix encarna uno de los papeles más contundentes de toda su carrera: en su mirada habita el humor, el cinismo, el amor frustrado, la incertidumbre y por supuesto, el cannabis. Todo condensado en una actitud que casi no muta en toda la cinta y con la que es imposible no empatizar. El desorden de su mente y sus emociones se traduce en su particular look y en su actitud irresistiblemente atractiva. Su historia de amor con Shasta Fey lo persigue como un fantasma erótico que lo cofunde y se convierte en una de sus pocas debilidades. La película cuenta con la música original de Jonny Greenwood y con brillantes apariciones de Neil Young. El vestuario, sumamente cuidado y atractivo, le valió una nominación al Oscar al igual que su guión adaptado. En relación a esto, la trillada discusión sobre si la película supera al libro o si lo respeta o cualquiera de esas tonterías, en este caso (en realidad en ningún caso) no tiene cabida. El universo enrevesado de Pynchon está representado en el film pero con una nueva mirada, con el sello inconfundible de Anderson donde las miserias humanas, el humor y el amor nunca pueden faltar. El film cuenta también con la presencia de Josh Brolin, Owen Wilson, Benicio del Toro, Reese Witherspoon, Jena Malone. Inherent Vice es una película de gran cinismo, que representa a una época a la perfección, sacando los trapitos al sol sin escrúpulos. El humor, la tragedia y la decadencia logran unirse de manera explosiva. Los personajes son una bomba de tiempo a punto de explotar, todos viviendo al borde, caminando vertiginosamente sobre los límites del sexo, las drogas, las mentiras y la mente de Doc.
Going To California with an aching in my heart El nuevo film de Paul Thomas Anderson es un gran viaje. Un recorrido por la California de fines del sesenta junto a Doc Sportello (Joaquin Phoenix) que nos introduce sin escalas a un mundo oscuro del cual desconocemos sus implicancias desde el principio, pero que se desarrolla con una profundidad que no parece tener fondo, en el cual encontramos respuestas limitadas que sugieren mucho más de lo efectivamente resuelven. Inherent Vice se basa en su libro homónimo de Thomas Pynchon, un conocido escritor norteamericano con una narrativa laberíntica y lisérgica. El film hace honor a las características del escritor, se trata de una ramificación de tramas, de personajes y de misterio que se desvela con el avance del film. Con ambientación en la época del Flower Power, los tiempos de romanticismo bajo el lema de cambiar al mundo, amor y paz, de todo eso en Inherent Vice solamente quedan las drogas, el trauma de Charles Manson todavía sigue rondando en el imaginario popular de la película. Nada parece limpio, Sportello es el detective hippie que debe investigar la desaparición de un promotor inmobiliario relacionado con su exnovia, en esa búsqueda descubre un mundo clandestino en el cual la comunidad afroamericana se relaciona con neo-nazis, la mafia china hace negocios con dentistas por la heroína de la forma menos pensada, junto a personajes cocainómanos, un policia conservador (Josh Brolin) que utiliza a Sportello en su conveniencia o un saxofonista que se creía desaparecido y está metido en un problema del cual no puede escapar (Owen Wilson). Todo eso es la fauna de personajes y situaciones que el protagonista debe lidiar para encontrar una respuesta. Una fotografía notable, muy buen elenco y actuaciones, una banda de sónido que acompaña muy bien (a cargo del gran Johnny Greenwood, de Radiohead), con una reminiscencia al cine noir y varias escenas notables, que van entre una comedia sutil, personajes delirantes, lo sensual y el dramatismo. No se trata de un film sencillo de seguir o comentar, hasta puede parecer pesado. Es necesario verla dos o más veces para entenderla un poco más, pero siempre queda algo sin descifrar. Cada personaje se queda con la solución que necesita, pero en definitiva mucho queda sin resolverse. No importa. En este caso el viaje es lo que atrae y lleva al espectador por ese laberinto con salidas paralelas.
Debo admitir que Paul Thomas Anderson no es santo de mi devoción, y su última película no me ofrece muchos elementos para cambiar de opinión. El director y guionista se mete con la adaptación de la novela homónima escrita por Thomas Pynchon publicada en 2009, una trama que roza la clásica novela negra, pero con la psicodélica y desvergonzada California de los albores de la década del setenta como escenario. Anderson saca el mejor provecho del relato de Pynchon que, admitámoslo, le calza como anillo al dedo a su característico estilo y a sus obras corales cargadas de talento actoral, una puesta en escena meticulosa y una increíble banda sonora al tono. A lo largo de 150 minutos (sí, un exceso, pero el tiempo necesario para desarrollar los mil y un recovecos argumentales de la novela), el realizador nos pasea por una trama con toques de humor, drama, romance, crimen y todas las sustancias alucinógenas que quieran. Lo que comienza siendo una comedia detectivesca con un trasfondo amoroso, pronto muta en algo más serio, violento y conspirativo, sin dejar por un momento la filosofía y la contemplación de lado. Fantasía y realidad se mezclan un poco, o mejor dicho, conviven sin problema y nos hacen dudar de la veracidad de lo que está pasando en la pantalla. Si es a propósito o no, ya no importa, porque parte de esa magia se pierde entre los incontables diálogos y la voz en off que guía la historia. Una verborragia incontenida, poética y metafísica (o tal vez sobreanalítica), que desconcierta en cierto punto y puede hacerle perder el hilo de la trama (así como el de cualquiera de las conversaciones) a cualquier espectador desprevenido. “Vicio Propio” (Inherent Vice, 2014) se deja llevar por los excesos (de toda clase), tanto fuera como dentro de la pantalla, y es ahí donde falla para la audiencia en general, no acostumbrada al estilo de Anderson o al de Pynchon. Larry ‘Doc’ Sportello (Joaquin Phoenix), un relajadísimo detective de Los Ángeles, queda metido hasta el cuello en un complot de secuestro cuando decide ayudar a su ex noviecita Shasta Fay (Katherine Waterston) y a su nuevo amante -el multimillonario Mickey Wolfmann (Eric Roberts)-, cuya esposa y su nuevo compañero amoroso andan con ganas de encerrar en un loquero para apropiarse de su fortuna. Pero el problema toma otros tintes cuando la chica desaparece y las investigaciones de Doc terminan implicándolo en otros asuntos, incluyendo el tráfico de drogas, grandes negocios inmobiliarios, mafiosos, hippies desaparecidos, la Hermandad Aria y una extraña clínica dental, un quilombo general donde empiezan a confluir muchos de sus casos. Doc tiene sus recursos, sus contactos y cierta ayuda por parte de su actual pareja Penny (Reese Witherspoon) y Sauncho Smilax, Esq. (Benicio del Toro), pero también tiene su némesis: Christian F. ‘Bigfoot’ Bjornsen, un detective de la policía de Los Ángeles que se la tiene bien jurada. Cada personaje deja su impronta, arquetipos de una historia tan enmarañada como alucinógena. Son encantadores, exagerados, símbolos de una época donde choca la libertad absoluta con el más estricto institucionalismo. También hay que sumar a Owen Wilson, Jena Malone, Joanna Newsom, Maya Rudolph y Martin Short, entre otros, pero tanto talento no alcanza para terminar de darle forma concreta a una obra que se queda a mitad de camino entre el absurdo de su protagonista y “filosófico” de su relato. Hablando mal y pronto: termina siendo un viaje bastante aburrido.
Las drogas y las mujeres Sin tratarse de una de las mejores películas de Paul Thomas Anderson, por supuesto muy lejos de las excelentes Petróleo Sangriento (2007) y The Master (2012), Vicio Propio (2014) explora los límites del cine alucinatorio y los del propio realizador a partir de la puesta a punto de la adaptación de una novela de Thomas Pynchon en la que la galería de personajes estrambóticos, por no decir freaks, atraviesa el universo interior del protagonista: una suerte de detective privado, fumón, encargado de resolver una serie de misterios de alcoba en torno a la repentina desaparición de un magnate de los bienes raíces, Michael Z. Wolffman (Eric Roberts), amante de la ex novia del detective, Shasta Fay Hepworth (Katerine Waterson), quien recurre a sus servicios para que la ayude a frustrar un plan orquestado por la esposa del magnate junto a su joven amante, que tiene por objeto encerrarlo en un manicomio para quedarse con toda su fortuna. Hasta ese punto uno no puede dejar de pensar en la atmósfera ambigua que sostenía, por ejemplo la película de los hermanos Coen El Gran Lebowsky (1998), desde el punto de vista de eliminar la frontera entre la realidad y la propia alucinación para conjugar esos elementos en un espacio y tiempo interno, no cronológico y no lineal. El problema básico del film de Paul Thomas Anderson radica en que esa conjunción de planos de realidades se aplica únicamente al derrotero errático y fumeta del propio detective Larry Sportello (Joaquín Phoenix), en plena sintonía con su ritmo parsimonioso y lentitud para desarrollar hipótesis o abrir líneas de investigación cuando la trama en sí por su grado de complejidad requiere mayor rigor que ese desparpajo incontrolable y por momentos tan digresivo como gratuito. Demasiado cotillón y artificio para que surjan en el seno de su poco ortodoxa investigación un puñado de situaciones absurdas y personajes funcionales a ese grado de absurdo, sin un peso específico que los separe de la mera circunstancialidad. Entre ellos, una serie de mujeres que irán apareciendo a lo largo de los 148 minutos con aportes mínimos de información para el espectador pero con la impronta de la sensualidad y toda la carga sexual reprimida (paradójico, pensando que la ambientación obedece a los años 70), siempre teniendo presente el punto de vista difuso del detective, para quien las mujeres y las drogas representan la misma tentación y por añadidura el vicio inherente (Inherent Vice) que pregona el título. Un vicio que por una parte no deja de ser un adecuado pretexto para dar rienda suelta a ideas locas que el director de Magnolia no alcanza a desarrollar con la eficacia esperada en él, además de apoyarse casi en un cien por cien en la ductilidad de Joaquín Phoenix para cargarle a sus espaldas el propio peso muerto de la falta de sustancia del relato, donde no hay, por ejemplo, diálogos brillantes y si el exceso de datos y palabras que desvían la atención de la torpe investigación; que suman nombres y personajes secundarios completamente irrelevantes pero lo más llamativo es que tampoco alcanza con el humor o la irreverencia permanente, recurso que no encuentra equilibro y sentido bajo las coordenadas del tono que predomina en el film. Desde el punto de vista de lo formal, se puede destacar la correcta ambientación de fines de los ’70 y la copia explícita de un estilo cinematográfico característico de la época, aunque ese detalle va en desmedro del propio estilo de Paul Thomas Anderson y le quita personalidad. Tal vez la incerteza de hacer coincidir a lo largo de las dos horas treinta el punto de vista del protagonista, nunca metódico ni racional, sino manipulado por las distintas voces que arrojan a velocidad rumores y pistas falsas, con el del propio espectador que no tiene acceso a las mismas drogas –por lo menos al momento del ver el film- conspire negativamente con la propuesta integral de mixturar elementos de film noir con apuntes y recursos a contracorriente de esta tendencia sin haber encontrado el recurso cinematográfico que mejor se ajuste a las pretensiones del cineasta como por ejemplo, la utilización de una voz en off expresamente literaria que no aporta nada a la trama.
La última película de acaso uno de los mejores directores de los últimos tiempos, Paul Thomas Anderson, puede ser descripta como un film psicodélico y lisérgico. El inconveniente comienza al intentar encasillarla en un género. Algo que quizás sencillamente no deberíamos intentar hacer. Hay quienes la han comparado con la hilarante y absurda El Gran Lebowski (1998), semejanza que hasta cierto punto es justa por la naturaleza de su argumento laberíntico y sobre todo por la afinidad de su protagonista principal con el "Dude" de los hermanos Coen. Pero a la vez sus tintes de misterio y suspenso la acercan más a films noir como The Long Goodbye (1973) e inclusive salvando las distancias y la época, al clásico basado en la novela de Raymond Chandler protagonizado por Humphrey Bogart, The Big Sleep (1946). Indiferente del género al que pueda pertenecer, la obra de Paul Thomas Anderson, al igual que la mayoría de sus películas, tiene un toque de autor que la hace simplemente distintiva e inimitable. Vicio inherente es laberíntica al punto de que por momentos se vuelve difícil de seguir con imágenes que se repiten, referencias hacia cosas que ya sabemos y luego menciones sobre personajes o acontecimientos que son presentados como algo a lo que supondríamos estar familiarizados pero sin embargo no tenemos la menor idea de qué nos están hablando. Hacia el final, todo parece encajar en su lugar. O quizás no. Pero el punto es que no hace falta. El argumento y los personajes no exigen una resolución tradicional. Nuevamente, al mejor estilo El Gran Lebowski, como espectadores pareciera que estamos siendo manipulados con una historia que en el fondo no importa ya que el verdadero goce está en seguir los pasos del Doc Sportello (Joaquin Phoenix) quien se pasea por Los Angeles investigando sobre la desaparición de su ex novia entre porro y porro. A lo largo de las más de dos horas de metraje nos encontramos acompañando a un personaje hundido en una ciudad tan brumosa como la perspectiva de su protagonista. Esta oda a un estilo de vida obsoleto como el de los hippies de los sesentas/setentas, tiene las dosis justas de melancolía, gracia y misterio. La psicodélicas desaventuras de su héroe nos trasladan a un época que bien podemos conocer por otros films similares. Pero por algún motivo, el director con su medido guion y su precisa y a la vez confusa ambientación logra crear una atmósfera que permite que vivamos el momento de un modo mucho más cercano que en otras oportunidades.
Crimen y drogas Cuando un director joven como Paul Thomas Anderson se corre de su zona de confort para explorar nuevas vertientes artísticas, es digno de aplausos. Y más aún cuando esa zona de confort le valió no solo un par de nominaciones sino un par de Oscars y demás estatuillas. Aunque “Vicio propio” no haya sido una película tan acabada como “Pozos de Ambición” o “Magnolia”, si entramos en ella con paciencia y pies de plomo, encontraremos que bien vale la pena. En esta ocasión Anderson adaptó la novela de Thomas Pynchon de mismo nombre (lo que le valió la nominación a mejor guión adaptado). Joaquín Phoenix interpreta a Larry Sportello, alias Doc, un investigador privado de la ficticia localidad californiana de Gordita Beach. Aunque su modesta pero bien ubicada casa frente al mar ha conocido tiempos mejores, él no parece pasarla mal. Encuentra de algún modo tiempo para trabajar entre droga y droga, hasta que su ex novia Shasta (Katherine Waterstone) le trae un caso para investigar. Su nuevo amante, un exitoso agente de bienes raíces, ha desaparecido y ella sospecha que su infiel esposa tuvo bastante que ver en eso. Vamos siguiendo los pasos de un Doc completamente duro mientras un escalón lleva a otro en su investigación. Además, un policía apodado Pie Grande (genialmente interpretado por Josh Brolin) le sopla la nuca esperando que se equivoque para arrestarlo. La química entre estos dos personajes tan opuestos funciona a la perfección, que por momentos decanta en comprensión e incluso complicidad. Mientras Doc sigue investigando, encontrará a cada paso miembros de un gran elenco que incluye a Benicio del Toro como su abogado, Reese Witherspoon como la fiscal, Owen Wilson y su esposa Jena Malone, Maya Rudolph, y Martín Short como un dentista drogadicto y pedófilo. Y es que por cierto mucho de lo que ocurre es un divertido delirio, cada vez más según avanza la historia. Aunque no carece de momentos graciosos, es más bien un absurdo y no teme explorar momentos de sensualidad. El problema es que la trama no deja de complicarse y esto llenará de interrogantes tanto al protagonista como a los espectadores. Y si es la idea que al final terminemos entendiendo todo con una revelación que nos haga suspirar de sorpresa, la verdad es que dicho objetivo no se cumple. Aunque la novela de Pynchon fue simplificada, lo cierto es que quizá debamos verla dos veces para entenderla. Lo mejor es la puesta en escena, que llevó la novela desde 1991 hasta 1970 para adaptarla a la época hippie. Desde los escenarios hasta la ropa, las costumbre o la forma hablar, todo el ambiente está muy bien logrado y la estética es sin duda setentosa. Las escenas que exploran la relación entre Doc y Pie Grande se llevan lo mejor, un policía con una aparentemente injustificada brutalidad que dejará mostrar un interior bastante diferente. Tampoco podemos dejar de hacer mención al aspecto musical, de cuya banda sonora se encarga el guitarrista de Radiohead, Jonny Greenwood, con grandes resultados. Buenas actuaciones (en especial entre los opuestos protagonistas) y buena cinematografía, pero al servicio de una historia más que confusa y con momentos de road movie. Aunque el final es genial, la cúspide entre la química de Phoenix y Brolin, falla al no dejarnos alguna revelación que nos termine de aclarar qué pasó con el caso y quien o quienes eran los culpables. Fuera de eso, todo está bastante bien en “Vicio Propio“, aunque no es una película tan bien acabada como otros exponentes dentro de la carrera de Anderson. Agustina Tajtelbaum
Cómo respetar los párrafos de Pynchon Joaquin Phoenix y Josh Brolin, entre otros, se lucen en una película que asume el desafío de trasladar una compleja obra literaria al cine: al cabo logra un vuelo propio que la independiza de la obra madre, sin por ello traicionar su esencia. Una “primera vez” esperada con ansiedad y algo de miedo por los lectores de Thomas Pynchon, Vicio propio lleva a la pantalla la letra impresa del autor de El arco iris de gravedad con respeto, imaginación y una necesaria dosis de autoconfianza. Inherent Vice tal vez sea la novela más trasladable (más “filmable”) de todas las escritas por Pynchon, pero ello no implica necesariamente que la historia de Doc, Shasta y Bigfoot –su tono, esa enorme personalidad, sus recovecos y resonancias– fuera fácilmente reconvertible en imágenes y sonidos. Mucho menos que la adaptación lograra un vuelo propio que seccionara el cordón umbilical, independizándola de la obra madre, sin por ello traicionar su esencia. Si el texto original es, entre otras muchas cosas, una relectura de la novela hardboiled pasada por el tamiz (lisérgico o fumado, ¿qué más da?) de una mirada desencantada sobre el fin de una era, la película de Paul Thomas Anderson retoma hitos y mitos del film noir clásico (y no tanto: los ecos de Barrio chino se escuchan en más de una ocasión) y los atraviesa de punta a punta con una flecha envenenada de imposibilidades personales, colectivas y narrativas.Lo esencial es inmutable: el investigador privado Doc Sportello recibe la visita de una ex, la flaquita y rubia Shasta, ansiosa por recibir ayuda ante lo que parece un típico caso detectivesco: un triángulo amoroso que puede en realidad ser cuadrilátero, la posibilidad de un chantaje, una tramoya criminal, sin dudas. De allí en más, después de una noche de pizza y porro, la cosa a Doc se le complica, como en cualquier aventura de sus padres putativos décadas antes. Un asesinato, la mala suerte de estar al lado del cadáver, una prostituta con pistas –que pueden ser falsas o no serlo–, la desaparición de un magnate y su amante, un puñado de nuevos clientes con encargos que se rozan, alambican y retuercen con el caso central. Y la Ley, personificada por el detective Christian “Bigfoot” Bjornsen, antítesis, némesis y complemento casi carnal de Doc, la otra cara de una misma, devaluada moneda.El guión del propio Anderson traslada y fija la narración central del libro –una narración inidentificable, inasible, ¿la de Pynchon?– a la voz de un personaje marginal pero de cierta relevancia: una amiga “del alma” y del alma (en el sentido espiritual de la palabra) de Doc, habitantes ambos de una Los Angeles circa 1970, ciudad que transita la resaca del hippismo, el amor libre y otras yerbas coterráneas y coetáneas con una pizca de orgullo, mucho cinismo y una fragilidad que se evidencia en cada vuelta de página. Un relato en off que describe y analiza, que aparece y desaparece, no tanto una voz experimentada –y mucho menos sabia– como esperanzada. Por momentos, el film toma prestadas líneas de diálogo y traslada literalmente colores, angustias y obsesiones; en otros, se vuelca a una reinterpretación de determinadas situaciones o elimina escenas completas (puede imaginarse, sin mucho esfuerzo, un primer corte del film de muchos más minutos que los 148 finales).Anderson recorre ese camino y sus miles de vericuetos con una morosidad constitutiva, marcada por planos extensos en los cuales la cámara describe lentamente –sea por traslado, paneo o zoom, movimientos muchas veces imperceptibles– a los personajes y a aquellos espacios que ocupan temporalmente. No menos delicada es la construcción de un tono sardónico, presente en la novela de Pynchon, que en pantalla puede confundirse con el de la comedia más visceral; tal vez esa sea la jugada más osada de Anderson. En ese cuidado por los detalles no es menor la elección del reparto, encabezado por Joaquin Phoenix (por momentos, su mirada transmite a la perfección esa mezcla de desconcierto y desamparo que late debajo de la capa exterior de dureza de Doc) y un Josh Brolin pulcramente afeitado que le impone al personaje de Bigfoot un peso específico indispensable. Acompañan, entre otros, Katherine Waterston, Reese Witherspoon, Owen Wilson y Benicio del Toro.Como en su anterior The Master y, fundamentalmente, en Boogie Nights – Noches de placer, Anderson se esfuerza por asir cierto espíritu de época por los bordes, obviando las superficies del diseño de producción –que, de todas formas, está presente, aunque nunca de manera expansiva o intrusiva– para concentrarse en los efectos colaterales sobre los personajes, las influencias directas e indirectas sobre formas de pensar, actuar, sentir y relacionarse con los congéneres. Por cada “groovy” y “far out” que surge de la boca de alguna víctima o victimario circunstancial, por cada fea construcción moderna erigida en cuadro, por cada objeto de utilería construido en falso acrílico, por cada tema musical de la precisa y sorpresivamente sutil banda de sonido hay un acontecimiento, banal o profundo, que describe un mundo en descomposición luego de la caída de las mil y una certidumbres. Que no es otro, en otras circunstancias y rodeado de otras tecnologías, que el mismo que habitamos aquí y ahora. Como si esos vicios redhibitorios del título original se escaparan a los saltos de la jerigonza leguleya para iluminar las tinieblas que habitan en el corazón humano. “¿O acaso el amor es más fuerte?”, podría afirmar de manera torva Bigfoot, luego de ingerir de manera poco elegante varios cientos de gramos de la más pura Santa Marta Gold.El guión de Anderson traslada y fija la narración a la voz de un personaje marginal pero de cierta relevancia.
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Vicio propio es la historia más accesible y comercial de Thomas Pynchon, un escritor cuya obra no acepta términos medios. A sus libros los amás o los odiás con furia visceral, no hay otra salida. La recepción de sus trabajos siempre dividieron las aguas entre los lectores y sus novelas se caracterizan por presentar tramas extremadamente complejas y rebuscadas que requieren mucha paciencia. No es sencillo terminar "El arco iris de gravedad", un libro muy denso de 800 páginas que no tiene un conflicto definido, sino centenares de tramas que giran en torno a un misil alemán de la Segunda Guerra Mundial. En Vicio propio nos encontramos con la historia más simple de este autor que brinda un relato policial muy influenciado por los trabajos de Ross Macdonald con el famoso detective Archer. La trama presenta además a uno de los personajes más atractivos de Pynchon como es Doc Sportello, una loca fusión entre el Dude de El gran Lebowski y el detective Sam Spade de Dashiell Hammett. El director Paul Thomas Anderson (Magnolia) ofrece una adaptación impecable de esta propuesta literaria, a tal punto que el film tiene la misma debilidad que la novela original. Tanto los personajes como el ambiente en el que se desenvuelven son fascinantes, pero la intriga policial que propone la trama es muy aburrida y eso me parece que le jugó en contra a Vicio propio en el cine y la literatura. Uno imagina al detective Doc Sportello en manos de un autor como Elmore Leonard y el resultado hubiera sido una fiesta. En un libro de Pynchon el protagonista es simplemente un hippie simpático. Si la obra literaria se alimentaba de los relatos de Ross Macdonald, el director Anderson le agregó una pisca de Hunter S. Thompson (Pánico y locura en Las Vegas) para desarrollar un policial lisérgico que trae al recuerdo las viejas producciones de Roger Corman relacionadas con el consumo del LSD. Me refiero a películas como The Trip (1967) o Psych-Out (1968) que se convirtieron en clásicos de la contracultura hippie de fines de los año ´60 y tuvieron una notable influencia en los aspectos visuales de Vicio propio. Anderson hizo un trabajo excepcional a la hora de recrear este período histórico en el que se desarrolla la trama y en este punto encontramos uno de los elementos más logrados de la película. Por otra parte, la interpretación de Joaquin Phoenix como Doc Sportello, junto con las participaciones de Josh Brolin y un brillante Martin Short (que merecía más tiempo en pantalla), lograron hacer llevadera una historia que es bastante pobre como propuesta policial y nunca termina de convencer. A diferencia de los últimos trabajos del director, Vicio propio jugó un poco más con diálogos y situaciones humorísticas que también contribuyeron a mitigar el tedio que genera la falta de un conflicto interesante. El trabajo de los actores en definitiva terminó siendo el principal gancho de esta producción que difícilmente será recordada entre las obras esenciales de Paul Thomas Anderson.
Un policial con una visión desencantada Joaquin Phoenix es Doc Sportello, el centro de la trama de la nueva aventura con el sello de Paul Thomas Anderson. A su alrededor desfilarán los más extraños personajes, con varios desvíos y fluctuaciones narrativas. El detective Philip Marlowe creado por Chandler recuperándose de los tres días de Woodstock, luego de disfrutar "Ball and Chain" por Janis Joplin. Así se lo ve a Doc Sportello (esa bestia actoral de Joaquim Phoenix) al comienzo de Vicio propio. Más adelante, estará más o menos estropeado de acuerdo a las idas y vueltas de la adaptación del libro de Thomas Pynchon que, por suerte, cayó en manos de Paul Thomas Anderson, un realizador al que los desafíos le caen más que bien. El viaje alucinógeno y las propuestas contraculturales parecen terminar y los años 70 muestran el orden establecido por la política de Nixon, la resaca de los crímenes del clan Manson, una policía de California (el ex imperio hippie) que muerde por todos lados y el consumo de drogas duras y blandas que sólo extienden por un rato el casi perimido sueño sesentista. Doc es el centro del relato pero alrededor suyo entran y salen personajes: sus ex (muchas), su ex preferida, su novia actual, su amigo y defensor, el cana que interpreta un genial Josh Brolin y el empresario que encarna un lascivo y excedido Martin Short en solo diez minutos, pero también, traficantes, músicos, hippones soplones de la policía, surfistas y un paraíso casi extinguido que no quiere despedirse para siempre. Vicio propio dura mucho (le sobran algunos minutos) pero en su conjunción de trama con detective como protagonista junto a un marco de época predeterminado pero nunca irónico (como sí ocurre en Pánico y locura en Las Vegas y El gran Lebowski) logra un particular crescendo dramático que se presenta a partir de desvíos y fluctuaciones narrativas. Ocurre que Anderson, a diferencia de otros títulos suyos, deja que la cámara desnude a sus personajes a través de planos estáticos, sin recurrir a violentos cortes en el montaje. Como si la historia y sus múltiples subtramas se ubicaran en esa última noche y fiesta que cierra la década del 70 en Boogie Nights, la estructura circular de Vicio propio refleja el ABC de una novela policial más allá de su autor: nada es lo que parece ser, todo es volver a empezar, docenas de personajes se acumulan en el relato, la policía se siente cómoda en su genealogía corrupta, las drogas van y vienen, el detective privado ostenta su pesimismo y, por si fuera poco, una voz en off (la de la arpista y compositora Joanna Newson, quien también actúa) poetiza, describe e ironiza sobre las situaciones. Y allí estará Sportello, al borde de la caricatura, como un personaje de Crumb, marcado por el consumo y por el deseo de mirar con los ojos cerrados. Y si es junto a Shasta (Katherine Waterston), en una día lluvioso con ambos descalzos y empapados, mucho mejor.
Tan ambiciosa como fallida. Paul Thomas Anderson es uno de los cineastas clave del cine estadounidense desde la década del noventa. Desde su ópera prima, Hard Eight, estaba claro que tenía una voz distintiva, talento y claridad para posicionarse en una tradición. Le siguieron Boogie Nights, Magnolia, Punch-Drunk Love, Petróleo sangriento y The Master. El suyo es un cine ambicioso, por momentos con delirios de grandeza inusuales, en la mayoría los casos con resultados exitosos. Anderson ha homenajeado con su cine a sus cineastas admirados; notoriamente a Martin Scorsese en Boogie Nights, a Robert Altman en Magnolia, a Stanley Kubrick en The Master. En Petróleo sangriento, además, se había animado a la transposición de Upton Sinclair. En esta película se anima otra vez con la literatura, en este caso nada menos que con Thomas Pynchon. Que las dos películas más fallidas del director sean justamente las dos basadas en novelas no debería llevarnos a unificar defectos. Los problemas de obviedad metafórica y grandilocuencia de Petróleo sangriento no son los de Vicio propio. La primera caía por una apuesta que ignoraba, por ejemplo, las enseñanzas delirantes de John Huston en El juez del patíbulo (1972) a la hora de contar temas conectados con el origen del siglo XX de los Estados Unidos. Vicio propio cae por su desdén por la fluidez, por su búsqueda infructuosa de "onda", por llamar la atención reiteradas veces y sin elaboración sobre las secuelas del fin del sueño de los sesenta. Por no encontrar nunca la veta policial, ni de comedia inusual, ni de muestrario freak de personajes interpretados por más de una decena de actores y actrices notorios. La voz narrativa evocativa, demasiado literaria, choca con la tenue farsa general y con el tour de force actoral de Joaquin Phoenix y sus ojos abiertos enfáticamente. El film cuenta vagamente la búsqueda por parte del investigadorhippie Doc Sportello (Phoenix) de su ex novia y de un millonario. Y malgasta referencias históricas -Panteras Negras, clan Manson- en meros suvenires. Desperdicia actores en líneas de artificio imposible y en situaciones que no encastran entre sí: cualquier secuencia puede seguir a cualquier otra. Eso no sería un problema a priori (hay muchas grandes películas con lógica episódica casi autónoma), pero aquí no hay imaginación delirante, ni siquiera los modestos logros de los trips bajo influencia de Pánico y locura en Las Vegas, y cada diálogo explicativo anodino, extenso y eternizado -notoriamente los de Phoenix con Martin Donovan, Del Toro y algunos con Josh Brolin- habla a las claras de que el juego quebrado narrativamente no es tal y que no se supo podar la literatura. Más allá de algunos buenos momentos de los actores -Witherspoon y Brolin pueden con cualquier cosa, evidentemente-, algunos encuadres con brillo propio y las habituales habilidades de musicalización del cine del director, Vicio propio es ejemplo cabal de película fallida y de caída desde las alturas.
Clima delirante Adaptación de la novela de Thomas Pynchon, crea una atmósfera absurda para contar el policial. Celebramos las profundidades del cine. Las de las tramas y las supratramas. Aunque Vicio propio, por su complejidad, no logre del todo ese cometido, el de crear una atmósfera absurda y contar a la vez un policial, sí se sumerge en esas aguas. Aguas que navegó antes Thomas Pynchon, autor de la novela homónima. Desafío que retoma Paul Thomas Anderson siguiendo al Doc Sportello (Joaquin Phoenix, de gran actuación) en su lisérgico derrotero como detective privado en la ciudad de Los Angeles, en los ‘70 en un mundo teñido por el surrealismo de Pynchon. Un llamado al cine arte. Al Doc Sportello, pariente cercano de The Dude, el personaje de Jeff Bridges en El gran Lebowski, lo traiciona la paranoia, apenas manejada con el consumo permanente de marihuana. Paranoia acrecentada cuando Shasta (Katherine Waterston) su infartante ex, requiere sus servicios para encontrar a su nuevo amante, un empresario inmobiliario que también sucumbe bajo el efecto de las drogas, y los planes maléficos de su mujer. Digamos que es una experiencia que excede el terreno cinematográfico, difícil de seguir por momentos, apuntada a un tipo de lector, de espectador, fascinado con los mundos paralelos que van tejiendo las palabras y las imágenes. Sobra ironía en este retrato empalagoso por el que desfilan personajes bien caracterizados. Algunos queribles, como el informante que interpreta Owen Wilson, a la par de bizarros policías devenidos en hippies, organizaciones secretas estrafalarias, y el sobrevuelo de Charles Manson y su “familia”, en una California donde reina la corrupción, y el sexo jamás consumado, pero siempre latente, en esas raras masajistas orientales. Y Sportello sueña, con un pasado de felicidad, idealizado en su conexión con Shasta, porque su presente está dominado por puras incoherencias. Y Anderson se dio el gusto, de adaptar por primera vez a Pynchon, que no dará su opinión, como jamás dio una entrevista. Que quede claro, toda fascinación que pueda provocar esta película, nada tendra que ver con la trama. La apuesta es a un clima delirante, perdido en el tiempo, en la mezcla setentista con vicios propios y ajenos. Y veremos en qué liga juega Anderson, y si esta muestra es sólo un vicio pasajero.
Aburre y confunde igual que el libro de Pynchon. Así como en "Petróleo sangriento" Paul Thomas Anderson tergiversó antojadiza y totalmente una riquísima novela de Upton Sinclair, ahora brinda un notable ejemplo de unión entre la novela original que ha tomado como referencia, y la película que la adapta. Ambas, es decir la película de Anderson y la novela de Thomas Pynchon, son un plomo. Largas, trabajosas, confusas, divagantes, carentes de nervio y de suspenso (eso que apelan al género policial). Tampoco muestran mayor novedad: esas penas del corazón, esa conciencia de lo podrido que está todo, ya las dijeron en su momento y de mejor modo muchos otros narradores. La acción, por así llamarla, transcurre en California, 1970. Terminan los coloridos 60, queda la resaca. El protagonista, un patilludo siempre fumado que la va de detective privado, recibe la inesperada visita de una rubia que alguna vez fue su gran amor, y podría serlo todavía. Pero ella ahora está enganchada con otro tipo, y ese tipo está en peligro por culpa de otra rubia. A partir de ahí, la cosa se amplía y se enreda con una variedad de personajes propios de aquella época y del género tomado como referencia, a lo largo de unos largos 148 minutos, sin un climax que compense el mal rato. Surgen allí, entre otras figuras, un hermano negro, el capo inmobiliario de origen judío protegido por motociclistas nazis, jóvenes veteranos, canas degradados, hippies, chantas, rockeros, drogones, veleros, un músico alcahuete, una organización secreta de dentistas, y más rubias. Y un detective de policía que aborrece a toda esa chusma pero soporta y a veces hasta le da una mano al detective patilludo. Entre ellos más o menos se entienden, son partes de una misma sociedad. Y para que el público más o menos entienda la trama, una narradora en off, con voz de gata morronga, va explicando quién es quién y a qué caja aporta. Lo explica en tiempo pasado, muy pasado, como para crear una sensación de pena por las ocasiones perdidas, y de nostalgia por las corrientes libertarias y/o libertinas de ese entonces. Cosa rara, si el director fuera otro, ya estarían los snobs de siempre clamando contra el off y las explicaciones. Pero el autor es Paul Thomas Anderson, ante el cual deliran. Dicen que ésta es "una de las películas más importantes e irrefutables del año", "la más audaz y divertida reflexión sobre el propio cine", llena de "guiños hilarantes, al ritmo de una frenética banda sonora", explican, por ejemplo, que "El retrato de Doc, su mirada estupefacta y estupefaciente hacia el mundo, desentierra el mito en su proceso de desmitificación", etcétera. La verdad, esos panegíricos son más divertidos que la película. A señalar, en breves apariciones, la ex actriz y productora porno Michelle "Belladonna" Sinclair (la hermana de un motociclista asesinado) y Eric Roberts (el millonario acechado). Katherine Waterston es la primera rubia. Una película mejor, y menos larga, sobre asunto similar es "El gran Lebowski", de los hermanos Coen.
BAJO EL HADO DE NEPTUNO Sería inútil intentar definir de qué va Inherent Vice. Sus coordenadas son difusas, sus personajes numerosos y complejos. Podemos arriesgar al menos una oración: Larry Sportello, un investigador privado, emprende la búsqueda de Mickey Wolfmann, multimillonario dedicado al negocio inmobiliario que desapareció sin dejar rastro. El pedido proviene de Shasta Fay, actual novia del empresario y exnovia de Larry. Esa será la excusa para zarpar de tierra firme e internarse en las aguas profundas de los Estados Unidos de principios de los setenta. Y si Paul Thomas Anderson decide arrancar su película filmando el mar (sí, otra vez el mar, como en The Master) por algo será. Su propuesta es decididamente oceánica, ambiciosa y turbia. La multiplicación de personajes secundarios y la aparición de numerosas subtramas generan la sensación de que este es un viaje a ninguna parte. Pero el director no es un improvisado y enseguida salta una idea a la conciencia, un faro que marca el norte: lo que importa en Inherent Vice no es lo que ocurre sino lo que no deja de ocurrir. “Eran tiempos astrológicamente peligrosos para los drogadictos” dice Sortilège, una de las criaturas de ese fenómeno contracultural antibélico que fue el hippismo y que nos introduce en la historia a modo de flashback. Inherent Vice es recuerdo, sueño, huella, testimonio de un trastornado movimiento new age que vino a proponer una aproximación relativista a la verdad. No una verdad sino verdades; no la luz de una única razón, sino el desconcierto ante muchas razones. Así, el Larry Sportello drogado y jipón de Joaquin Phoenix (en un papel que recuerda un poco a Jeff Bridges en El gran Lebowski) se topa, en su búsqueda, con personajes que no son lo que dicen ser: la policía protege pero persigue, los hippies luchan por la paz pero aceptan ser contratados por el Estado a modo de espías, el hospital cura pero encierra, la justicia es parcial. “Hecha la ley hecha la trampa”, se dirá. La fachada del edificio no se condice con lo que hay en el interior. Lo que no cesa es la apariencia: proliferan el maquillaje, los peinados, el disfraz, un Owen Wilson vestido ridículamente con un jardinero y camisa rosa hablando crípticamente en la niebla. Aparecer, parecer, desaparecer. Mientras los latinos, los chinos y otras minorías estafadas por los poderosos conviven con hermandades arias y sectas que abogan por la primacía del espíritu, en la tele desfilan Nixon y la guerra de Vietnam. Sortilège habla del rey de los Mares: Poseidón o Neptuno para los romanos. Sus conocimientos de astrología indican que es un planeta espiritual, que da acceso a la sensibilidad y a los sueños, a la inspiración pero también a la droga, a las experiencias de fusión y a las adicciones. Quizás funcione como símbolo del ocaso del orden. El ser se desdibuja. Síntoma de su época, la película de Paul Thomas Anderson reflexiona desde ese después que es nuestro tiempo. El fracaso de los movimientos instituyentes han dado a luz el paradigma de la complejidad. Desde allí habla su director y su película no puede ser más que un híbrido, un policial de enredos alucinado, contaminado por el lado B de las instituciones y por la inquietante música del siempre brillante Johnny Greenwood. Por suerte, entre tanta confusión, marihuana y cocaína, entre tanto niño sirviéndole whisky a su padre policía, entre tanta juventud nixoniana, el deseo viene al encuentro de Larry. El deseo, ese faro. No todo está perdido.
Existen pocos artistas estadounidenses, hoy en día, capaces de conseguir una coherencia narrativa y perfeccionismo en la realización de encuadres como Paul Thomas Anderson. La convergencia entre relato e imagen dan como resultado films, no solamente personales, sino que bordean la etiquetación de obra maestra. Recientemente, se filtró en las redes sociales un pequeño montaje que muestra el primer y el último encuadre de cada película. Es asombroso encontrar una simetría visual en los primeros y últimos segundos de cada película de Anderson que cita este montaje aficionado. Las escenas pueden empezar y terminar en sitios completamente distintos, pero hay una simetría plástica pocas veces vista. Anderson es un artesano meticuloso, un pintor del renacimiento con el intelecto de Leonardo Da Vinci o Stanley Kubrick. Pero a diferencia de los films del director de La naranja mecánica, envidiables de lo visual pero fríos en su contenido, la filmografía de Anderson consolida humor con diseño de personajes, dotando a sus obras de mayor calidez y empatía con el espectador. Pero a no confundirse. Así como hay directores más interesados por la transparencia y humanidad de sus historias, hay intelectuales, cínicos como Anderson que pretenden mostrar –básicamente porque el cine se muestra, no se narra oralmente- mucho más de lo que se cuenta. Anderson es discípulo de Kubrick y Robert Altman, pero bien podría ser un hijo no reconocido de Orson Welles. Después de verdaderas joyas cinematográficas, que lamentablemente, no lograron conciliar a las masas, pero en el futuro imagino van a ser objeto de estudio más profundo, como fueron Petróleo sangriento y The Master, Anderson intentó volver a sus raíces menos solemnes con Vicio propio. Y acá vale la pena una aclaración. No es que a las películas mencionadas les falte humor, pero son tan cínicas en su construcción que pocos recordarán escenas sutilmente ridículas en ambas películas. En Vicio… el ridículo está en primer plano. Anderson decide exprimir el lenguaje de Thomas Pynchon con una historia que se va complicando y delirando a medida que avanza. Podríamos citar como fuente narrativa a James Ellroy, padre contemporáneo de la novela noir y combinarla. Ahora imaginen que el narrador de esta historia fuera Hunter Thompson. Años ´70. Larry Sportello, un detective privado demasiado adicto a la marihuana y la cerveza, recibe la visita de una ex novia que sospecha que su actual pareja va a estar involucrado en un crimen. Sportello se pone a investigar y pronto su novia también desaparece sin dejar rastros. Las pistas lo llevan al protagonista a meterse en prostíbulos, antros de drogas, yates de actores famosos y otros sitios no menos exóticos. Anderson recurre a todos los clisés del género policial para retorcerlos absurdamente. Personajes, pasados de narcóticos, policías hiperviolentos, empresarios pedófilos y la cultura oriental se mezclan en una ciudad de Los Angeles hippie y adicta al flower power. locoxelcine-viciopropio Poco importan los retorcidos puntos de giro, un más absurdo que el anterior para el director. No se descuida un solo personaje ni una sola subtrama. Y sin embargo, lo que más se destaca es la composición pictórica de la imagen, la personalidad de un artista meticuloso, capaz de brindar en cada encuadre su mejor instinto para armonizar la plástica con la narración. No solamente es remarcable la fotografía de Robert Elswit –camarada ideal de Paul Thomas- sino también el diseño de vestuario y escenografía. La banda de sonido a cargo de Johnny Greenwood –miembro de Radiohead- ayuda a llevar al espectador por este viaje lisérgico a otra década, con otros códigos y lenguajes. Es muy buena la selección musical que acompaña la sonorización instrumental. El destacado elenco de grandes figuras, la mayoría en roles pequeños está a la altura del resto de la película. Desde el histriónico Josh Brolin hasta una contenida Reese Witherspoon, las participaciones secundarias, como siempre sucede en los films de Anderson, son maravillosas. Cuidado cada personaje en cada detalle. Pero es en Joaquin Pheonix que ha encontrado un alter ego. Un actor camaleónico y misterioso, que le aporta humanidad y ternura a su Doc Sportello. Es un chico enamorado, un detective comprometido, pero también un adicto, perdido en su mundo de adicciones. Sobrecargada de diálogos y nombres de personas y sitios, Vicio propio integra al espectador dentro de un laberinto satírico de la sociedad estadounidense de la década más liberal y controversial que vio el país. Probablemente no sea el film más redondo de su prolífico director. Algunas escenas se extienden demasiado y hacen perder un poco el hilo conductor. Un hilo conductor que concientemente, a Anderson no le importa abandonar por media hora, porque la trama es una mera excusa para desnudar un universo propio, lleno de vicios propios y placeres culpables. No hay dudas, que a medida que pasan los días, el film permite un análisis más interesante, y que como todos los trabajos de Anderson se convertirá en obra de culto. Paul Thomas Anderson, es el director del renacimiento, pero también sigue siendo el artista del futuro.
Adiós a las utopías Leí Inherent Vice (Vicio propio en la Argentina) en 2011, empujado por los rumores acerca de una posible transposición de la novela de Thomas Pynchon por parte de Paul Thomas Anderson. Por entonces, me encontraba realizando una investigación sobre el cine de Richard Linklater para un libro que no llegué a escribir. Durante meses, todo lo que leí o visioné, tuviese o no relación directa con la obra de Linklater, terminaba dirigiéndome hacia alguna película del realizador texano. Fue así como la lectura del siguiente pasaje de la novela de Pynchon me condujo directamente al universo de A Scanner Darkly (Una mirada a la oscuridad), la magnífica adaptación que realizó Linklater, en animación rotoscopiada, de la novela homónima de Philip K. Dick: “Si cuanto había existido en esta prerrevolución soñada estaba condenado, de hecho, a terminar, y si el pérfido mundo movido por el dinero acabaría reafirmando su control sobre todas esas vidas, que se creía con derecho a tocar, sobar e importunar, serían agentes como éstos, sumisos y silenciosos, los encargados del trabajo sucio, quienes se ocuparían de que así ocurriese”. Más allá del cúmulo de excéntricos personajes, giros imprevisibles y referencias a la cultura pop, Inherent Vice, de Pynchon, meditaba sobre la infiltración de los tentáculos del poder en el seno de la contracultura norteamericana de los años ‘60 –la novela transcurría entre finales de los '60 y principios de los '70–. Una reflexión vestida de testimonio confuso y alucinado, humorístico y fatalista, del ocaso de los sueños de libertad del hippismo. Inherent Vice, de P.T. Anderson, recupera ese tema central de la novela de Pynchon y lo sitúa en el trasfondo de una hilarante historia detectivesca en la que confluyen amoríos fatales, misterios que conducen a nuevos misterios, y una retahíla de figuras que componen un tupido mapa socio-cultural de una época y un lugar: policías adeptos a quebrantar los derechos civiles, hippies contratados por el Servicio Secreto para infiltrarse en movimientos contraculturales, juventudes nixonianas, hermandades arias, el recuerdo de los asesinatos de Charles Manson… Todo bien empaquetado en un relato más bien críptico que parece al mismo tiempo un viaje en montaña rusa y una travesía por el desierto. Cada giro de la trama resulta imprevisible –lo que, en cierto modo, acelera la acción–, pero cada episodio se despliega morosamente, con la cámara de Anderson –controlada por Robert Elswit, director de fotografía de Magnolia y Petróleo sangriento– formulando largos planos de acercamiento a personajes que mantienen conversaciones que parecen no ir a ningún lado. De hecho, si algo me ha sorprendido de las numerosas críticas que se han escrito sobre Inherent Vice, es la ausencia de toda referencia a La Maman et la Putain, la gran película de Jean Eustache sobre la resaca del Mayo del 68 francés. Si The Master, la anterior película de Anderson, arrancaba con la imagen de unas aguas arremolinadas en la estela de un buque –casi el diagrama perfecto para una película empeñada en surcar las espirales mentales de su protagonista–, Inherent Vice comienza con una imagen del mar tomada desde la costa, con el oleaje golpeando cadenciosa e implacablemente la playa. Y así es como funciona esta fiel y fascinante adaptación de la novela de Pynchon: como un oleaje que va borrando, a cada golpe de mar, a cada giro argumental, los surcos del relato. En este sentido, Inherent Vice puede considerarse un film casi radical, una deliciosa anomalía en el seno del cine industrial norteamericano (vale la pena recordar que la película está producida por Warner Bros.). Recuerdo muy pocas películas estadounidenses recientes que hayan apostado de una forma tan deliberada por romper una y otra vez todo atisbo de lógica causal (la tetralogía de la muerte de Gus Van Sant podría ser el precedente más cercano). Numerosos críticos han relacionado Inherent Vice con The Long Goodbye (Un adiós peligroso), de Robert Altman o El gran Lebowski, de los hermanos Coen; sin embargo, el film de Anderson es mucho más arriesgado en su proceder caótico y susurrante. Llegado un momento –por ejemplo, aquel en el que se nos muestra a "Bigfoot" Bjornsen (Josh Brolin) pateando una y otra vez, a cámara lenta, a "Doc" Sportello (Joaquin Phoenix)– el espectador debe asumir que “la historia” de Inherent Vice es lo de menos. La trama detectivesca funciona como una especie de gran Macguffin que Anderson utiliza para observar un universo bello y decadente en el que una serie de criaturas risibles y entrañables intentan prolongar un imposible sueño de lisergia hedonista. Y, claro, la criatura más fascinante del rebaño es el “Doc” Sportello interpretado por Phoenix: una versión algo infantilizada, alelada y condenadamente romántica del Philip Marlowe chandleriano. De entre las muchas píldoras de genio extravagante que pone en juego Phoenix, me quedo con la sutil dosis de ridícula vanidad con la que Sportello agita la cabeza para poner en su lugar su descuidada melena; un gesto que, por otra parte, me hace pensar en lo fantástico que habría estado Robert Downey Jr. –la primera elección de Anderson– en la piel de Sportello. Pero si hay una figura que caracteriza el halo melancólico y la audacia de Inherent Vice esa es la narradora del film, encarnada por la cantautora e intérprete de arpa Joanna Newsom, miembro de la escena del folk psicodélico contemporáneo. La primera singularidad de esta narradora –con la que Anderson feminiza la voz literaria de Pynchon– es que aparece y desaparece del relato de formas imprevistas. Además de escuchar su melosa voz (en off), la vemos surgir en pantalla como una médium tocada por visiones astrológicas. En una escena particularmente intrigante, Newsom se materializa en el coche de Sportello y diserta sobre el crepúsculo de la vieja California a manos de la avaricia inmobiliaria, para luego desaparecer súbitamente en lo que parece un simple contraplano. Newson bascula entre los roles de “narradora omnisciente” y “narradora observadora”, de forma parecida a como lo hacía Ricky Jay en Magnolia, aunque el golpe maestro está en los tiempos verbales que emplea Newson en su narración: un pretérito a veces perfecto y a veces imperfecto que derrama sobre el relato un torrente de melancolía. Una estrategia que remite lejana pero locuazmente al atrevido trabajo con la voz en off que llevó a cabo Hou Hsiao-hsien en la magistral Millennium Mambo. Es a través de las palabras de Newson –así como de la gestualidad crecientemente errática de un sensacional Josh Brolin en la piel del policía “Bigfoot” Bjornsen– que Anderson se permite las mayores licencias respecto al texto de Pynchon. Como cuando, en una de las cimas poéticas del film, la voz en off de Newson nos invita a confiar que “este barco bendito llegue a mejor puerto y sea redimido allí donde el destino de América fracasó y transpiró”.
Lindo lime Vicio Propio (Inherent Vice, 2014) es una fascinante película bellamente compuesta por Paul Thomas Anderson, un director a quien vale la pena seguir porque su trabajo cuando menos es siempre interesante. Es de lo mejor que ha producido Estados Unidos a nivel autoral en los últimos años, a la par de Christopher Nolan y David Fincher. Pero su nueva obra sufre el mismo problema que su última película, The Master (2012): presenta un mundo atractivo y enigmático, pero no se juega por consolidar una idea clara entorno a nada. La trama – adaptada de la novela homónima de Thomas Pynchon y ambientada a principios de los ‘70s – podría describirse como “film noir existencial”. Hay un detective de medio pelo (Joaquin Phoenix) y una fogosa damisela en apuros (Katherine Waterston), la cual desaparece al día siguiente de pedirle ayuda, como suelen hacer las damiselas. A grandes pinceladas, la película trata sobre los intentos del detective de encontrar a la chica. Pero Vicio Propio está hecha de grandes pinceladas, y al cabo de 2 horas y media la película se siente más un collage de ideas generales que una tesis con una dirección en particular. De alguna manera ésta es la versión seria de El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) de los hermanos Coen, la cual a su vez se inspira en El largo adiós (The Long Goodbye, 1973) de Robert Altman, basada en el relato homónimo de Raymond Chandler. Nuestro detective se la pasa merodeando por Los Ángeles, catando drogas y relacionándose con el elemento marginal de la sociedad. Su trayectoria tiene la consistencia de una pelota de pinball: rebota de una escena a otra sin motivo o conexión aparentes. En el camino se asocia con un zoológico de personajes cuyo rasgo distintivo es la ridícula conjunción entre su nombre, su profesión y su trastorno obsesivo-compulsivo: Pie Grande Bjornsen (Josh Brolin), policía con una curiosa fijación oral; Sauncho Smilax (Benicio Del Toro), abogado marítimo marca Gonzo; Coy Harlingen (Owen Wilson), saxofonista e informante policial; Rudy Blatnoyd (Martin Short), dentista narcotraficante; etc. Todo muy pintoresco en un nivel superficial. La película se la pasa introduciendo personajes hasta el final, pero nunca logra nada interesante con ellos. Altman reflexiona sobre el arcaísmo de los valores de antaño, los Coen ironizan con cariño. Nunca queda claro a qué apunta Anderson. Quizás quiere retratar el revés social que ocurrió a principios de los ‘70s, así como su anterior Boogie Nights: Noches de placer (1997) retrata el final de la era. Y su idea es presentar un mundo absurdo, lleno de inquietud y remordimiento existencial. Lo logra hasta cierto punto. El humor y el drama coexisten incómodamente, y hay una sensación de “pretensión” que le película jamás termina de conciliar con lo que tiene para mostrarnos. Paul Thomas Anderson nos demuestra nuevamente que es uno de los directores modernos más interesantes que ha sacado Hollywood en limpio, pero Vicio Propio parece más una tormenta de ideas que una película con una propuesta concreta. Deja la sensación de que podría haber sido algo magnífico en vez de meramente llamativo.
Nada te puede preparar para la experiencia que es Inherent Vice. No es lo que uno espera al ver el trailer, y todavía después de terminada quedan asuntos por resolver en la trama, de tan caótica y aderezada con hierbas y sustancias varias que resulta ser. Un segundo visionado se impone para cerrar los conflictos que hay desperdigados en la trama, pero lo que se puede decir a ciencia cierta es que Paul Thomas Anderson se marcó otra película totalmente extravagante y loca. De más está decir que la nueva película de Anderson no es para todos. Es muy fácil caer en la tentación de odiarla por su desestructurado centro narrativo, o dejarse llevar por la sensación de que la trama no va hacia ningún lado. Inherent Vice precisa de la concentración del espectador para hacerse llevadera o terminar aplastado por el innumerable desfile de estrellas que se prestan a la historia del escritor Thomas Pynchon, la cual se considera su novela más accesible. Ambientada soberbiamente tanto desde lo estético como desde el apartado visual y lo musical -la banda de sonido da escalofríos de lo bien construida que está-, el film propone una historia que involucra playas hippies, paranoia policial y sexualidad desbordante, todo un combo mezclado con drogas y psicodelia, con textos profundos e incoherentes que dan paso a una película dispersa y muy volátil. El universo de Pynchon choca fuertemente con el mundo de Anderson y el resultado es intrigante, pero algo carente de alma. La mezcla, el resultado final, es una trama ennrevesada, surrealismo a todo vapor y verborrea constante de personajes que entran y salen de escena como si fuese un sueño onírico. Si The Master les resultó pesada, el camino que sigue el director es el mismo, pero con el agregado de un toque de humor negro agitado en el mismo envase que un policial noir. Entre tanto extrañamiento entre personajes y situaciones absurdas, lo mejor de la propuesta es su elenco, encabezado por el actor fetiche de Anderson, Joaquin Phoenix, quien parece repetir siempre el mismo papel de perezoso y drogado pero que encaja perfecto con el ambiente de la historia. Junto a él, es toda una revelación la magia y el carisma que aporta Katherine Waterston, y el oficial recio de Josh Brolin, que se presta a grandes momentos de comedia durante la trama. Es casi imposible destacar al elenco coral reunido bajo el cartel andersoniano, pero destacan Benicio del Toro, Owen Wilson y Reese Witherspoon entre otros, formando un sólido núcleo actoral por el cual también vale la pena darle una chance al film. Inherent Vice es una película que no dejará indiferente y que será por demás valorada por los acérrimos seguidores del excéntrico director. En lo personal me quedo a medio camino, ya que el conglomerado de personajes y situaciones poco definidas hace que el resultado me sepa a poco, demasiado extraño e irregular aunque mantenga su elegancia. Hay que conectar con su trama desde el comienzo o el resto será un mal viaje lisérgico.
Crítica emitida por radio.
No hay que comprar lo que se vende Hay directores que realmente se creen la gran cosa. Basta con lograr un par de buenas pelis -lo cual es meritorio, claro que sí- y contar con la obsecuencia de un buen puñado de snobs para que se crean que lo pueden todo. Y ahí va el bueno de P. T. Anderson, dispuesto a escribir, producir y dirigir un filme basado nada menos que una obra de Thomas Pynchon. Desde el principio notamos que algo no está bien. El ritmo, el tono, los jactanciosos diálogos de los personajes pasados de falopa que deambulan por una California de principios de los setentas, no terminan de meternos en la trama. La ambientación es genial, el casting también, pero Anderson no decide el tono, ni sabe como narrarnos el cuento sin embrollarse de una forma que hacía tiempo no veíamos en un director profesional. Hay un detective hippie onda Wolverine que debe descubrir qué pasó con una chica que ha desaparecido. En el medio hay un millonario y un policía que odia a los hippies, y por ende al detective en cuestión. Y muchos nombres que van apareciendo en el relato, muchos, y situaciones que suman incoherencia. Mafia, sectas, traiciones. No caemos en la trampa tan burda que Anderson nos pone. La de usar al genial Joaquin Phoenix como elemento pirotécnico para sacudirnos el tedio que propone desde la pantalla. Sopor nos produce el relato al promediar la proyección, y es todo tan confuso que tal vez haya que estar tan fumado como el protagonista para encontrarle algún significado a todo esto. Pero no, gracias. Los que se despierten media hora antes del final se habrán evitado el disgusto y verán como todo cierra más ordenadamente en una historia que le debe bastante a los Coen, y -aunque lo pretenda- nada al buen policial negro que merece ser visto antes que esto.
Paul Thomas Anderson viene de entregarnos dos pelis geniales como "Petróleo Sangriento" y "The Master" para abrirle la puerta a "Vicio Propio", una peli que, siendo totalmente sincero, me aburrió demasiado. El elenco es soñado... Joaquin Phoenix, Josh Brolin y el resto que acompaña, Owen Wilson, Reese, Benicio y vaaaarios más que no logran lanzar el salvavidas necesario para que, por lo menos, las interminables conversaciones que tiene la película sean atractivas. Si tengo que destacar algo, es la música y la fotografía. Dos horas veintiocho minutos que te van a parecer interminables, pero como digo siempre, tenes que vivir la experiencia en carne propia. Mi única advertencia: andate bien dormido a la función.
Crítica emitida por radio.
Esta vez es Sean Penn quien, con mucho empeño y gimnasio, se mete en la piel del hombre de acción, con un director, Pierre Morel, que hizo “Búsqueda implacable”. Agente con conciencia, amores cruzados. Vertiginosa.
Vuelve Paul Thomas Anderson. Su última película, que apenas logró un par de nominaciones a los premios Oscars pasando muy desapercibida en la entrega, "Inherent Vice", es la primera adaptación que alguien se atreve a hacer de un libro de Thomas Pynchon. El director confía una vez más en Joaquin Phoenix (luego de su incomprendida “The Master”) al ponerlo al frente de un elenco tan curioso como atractivo: lo acompañan Josh Brolin, Owen Wilson, Benicio del Toro, Reese Whiterspoon y Katherine Waterston como la misteriosa y hermosa Shasta. Es el personaje de esta última la que desata la historia que cuenta la película, un cuento de detectives pero que se arriesga con un estilo visual lisérgico que intenta hacerle justicia a esa década que transcurre desde la segunda mitad de los 60s a principios de los 70'. Sabemos que si hay algo que no se le puede negar a Paul Thomas Anderson es su capacidad como director, sus movimientos de cámara siguiendo a algún personaje, el modo en que decide musicalizar prácticamente la historia, y además aquí escribe también el guión, basada en la homónima obra de Pynchon, literatura que se caracteriza por ser densa y laberíntica. Es probable que por esto, una de las decisiones fuertes es la de sumar una voz en off, en este caso la de Sortilege (Joanna Newsom), quien no sólo relata a veces aquello que ya estamos viendo en pantalla, sino que agrega un tono literario muchas veces citando textualmente líneas del libro original. Joaquin Phoenix demuestra una vez más que es un actor que todo lo puede, y nos regala un personaje por momentos más melancólico y contenido, y por otros, mucho más desaforado. El resto de los actores despliegan una interesante galería de personajes (Josh Brolin y Owen Wilson están especialmente bien), pero en algún momento la historia comienza a enredarse y a no se pone precisamente fácil para el espectador, sobre todo si a eso le sumamos la duración de la película: 148 minutos. Pero ya lo sabíamos, el cine de Paul Thomas Anderson no es para todo el mundo. Sin embargo aquel que sepa entrar en él seguramente pase un muy buen rato con él. Quizás, para quien les escribe, "Vicio Propio" esté entre lo más flojo del cine de un director que no entrega otra cosa que no sean obras maestras. El principal componente que no termina de funcionar es el guión, las muchas historias y personajes que desfilan y se amontonan por segmentos hasta tener que repensar quienes pasaron por cada escena... Por momentos delirante, por momentos más melancólica, "Puro Vicio" es una película sin dudas ambiciosa y de una calidad cinematográfica innegable. Es recargada y melosa, pero eso no deja de hacerla válida. Son varias las escenas que destacaría de esta película (si, las tiene), aunque confieso que no superó mis expectativas. Y quizás optaría por una escena casi final, más intimista, entre sus dos protagonistas, sensual y triste pero eso ya sería seguramente pedir demasiado.
Apenas salí de ver Vicio propio tuiteé “Embole mayúsculo Inherent Vice. Lo mejor es Josh Brolin que debería hacer de Boogie El Aceitoso alguna vez”, con esa liviandad propia del género “crítica cinematográfica en Twitter”, género que tiene la virtud de ser honesto y salir de las entrañas, pero que suele ser también bastante injusto. Quiero matizar, sin embargo, mi opinión original de que Vicio propio es un embole mayúsculo (aunque lo es). No queda inteligente juzgar a una película por cuánto lo entretuvo a uno, en primer lugar porque eso es algo muy subjetivo y también porque no siempre el objetivo de una película es el de entretener. Pero veamos. Vicio propio viene con la carga pesada de ser la primera adaptación cinematográfica de una novela del escurridizo y confuso escritor Thomas Pynchon y de estar dirigida por uno de los realizadores más personales de Hollywood: Paul Thomas Anderson. La historia está ambientada en California, años setenta, y está protagonizada por un detective privado que se la pasa fumando porro (Joaquin Phoenix) y que se cruza con diferentes personajes extravagantes en la búsqueda de una ex novia desaparecida (Katherine Waterston). Si hay algo que logra Anderson es sumergirnos en su mundo, en esa California años setenta que es SU California años setenta. Con una conjunción de planos cortos y diálogos largos, de cantidad de personajes que van entrando y saliendo de la trama sin demasiada explicación, Vicio propio termina siendo un viaje en el que a partir de cierto momento ya no importa demasiado quién es quién ni por qué pasa lo que pasa. Como si el espectador estuviera tan fumado como el protagonista, empieza a perder la memoria de corto plazo. Pero Vicio propio tampoco es una comedia fumona clásica, aunque tiene algunos momentos graciosos. Anderson se empeña en esquivar el lugar común y no apela a los típicos recursos artificiosos con planos raros o trucos visuales que remitan a lo onírico. Y aunque hay cierta estética de neón, más allá de la obvia de los títulos, el efecto de trip está logrado gracias a los diálogos, los personajes, la música y la ambientación. A lo que sí cede Anderson es al casting innecesariamente juguetón. Más allá de Phoenix y de un extraordinario Josh Brolin -como dije, una especie de Boogie El Aceitoso- pasan por ahí en papeles demasiado breves Eric Roberts, Maya Rudolph, Benicio del Toro, Owen Wilson, Reese Witherspoon, la actriz porno Belladonna, Martin Short y Martin Donovan, entre otros un poquito menos conocidos. Por momentos la película parece una sucesión de sketches desparejos (el de Short es muy divertido pero parece de otra película) sin demasiado sentido general. Pero, eso sí, esa estructura contribuye a la sensación de trip fumón en el que ya no nos acordamos por qué pasa lo que pasa. Si bien se puede festejar que Anderson no transe con un soundtrack demagogo ni explote las cualidades acrobáticas del montaje que le vimos en Magnolia, el resultado termina siendo agotador. Puede que esa fatiga que provoca sea la misma que provoca la poética de Pynchon, un tipo conocido por sus tramas y su prosa inasequibles.
Lo que podría ser una clásica novela de detectives llevada a la pantalla grande, termina siendo una joya fílmica y lisérgica, surgida de la mente y el arte inconmensurable de PAUL THOMAS ANDERSON. No estamos ante una película fácil, (ninguna de las dirigidas por Anderson lo es) pero es sin dudas, para los amantes del cine de autor, y los buscadores de experiencias fílmicas nuevas o extremas, es esta, la oportunidad de dejarse cautivar por una puesta en escena hipnótica, irreal, surrealista… a medio camino entre el cine de Lynch y Polanski, con un reparto monumental en el que JOAQUIN PHOENIX luce arrollador. Divertida e inquietante, para amar u odiar… sin medias tintas, sin grises, extraña, irresistible… fumona…
Promediando la narración en abismo de VICIO PROPIO, la narradora del filme hace algo bastante inusual no sólo en el marco de la película sino de la filmografía de Paul Thomas Anderson: explica el título. No, no dice que se basa en una novela de Thomas Pynchon, sino que va a su definición científica: “un vicio propio (o inherente) es la tendencia de los objetos físicos a deteriorarse a causa de la inestabilidad de sus componentes y no por agentes externos”. La expresión “vicio propio” es particularmente usada por las aseguradoras para no hacerse cargo de indemnizar por los daños que se producen en objetos debido a ese hecho. En la película de Anderson que lleva ese título –y en la novela de Pynchon también–, esa semilla autodestructiva puede ser una metáfora para tantas cosas que ni siquiera vale la pena resumirlas. Pero, fundamentalmente, si uno sigue la carrera del realizador, es obvio que ese “vicio” es una suerte de falla fundamental, constitutiva, del llamado sueño americano. A lo largo de sus siete películas –pero fundamentalmente en sus últimas tres, PETROLEO SANGRIENTO, THE MASTER y ésta–, Paul Thomas Anderson (de aquí en más, PTA) va trazando una suerte de trama oscura y paralela de los Estados Unidos que involucra desde la expropiación de tierras a fraudes económicos pasando por los fenómenos religiosos, todos ellos potenciales “vicios propios” del sistema. Si una nación o una cultura se autodestruyen por fallos inherentes a su propia constitución –vicios, siguiendo esa lógica, por los que nadie te va a indemnizar–, la película se convierte en un retrato de una época en la que el producto parecía estar a punto caramelo de su autogenerada extinción. Y no había nadie que pudiera ni quisiera hacerse cargo. inherent4A su manera, el título habla de la propia obra. Tanto Pynchon como Anderson son conscientes que el “film noir” tiene un vicio inherente y ellos no piensan devolverte el dinero si no estás satisfecho con el resultado. Ese “defecto” del género está en su propia lógica, en su encadenamiento caprichoso de hechos, situaciones y personajes que sirven más para pintar un momento y un lugar que para seguir con la tarjetita del realismo la concatenación de acontecimientos. Si pensamos, encima, que el cine negro tuvo su momento de gloria durante la última parte de la Segunda Guerra y años posteriores (vicio propio del sistema, Exhibit 1), su reencuentro y relectura en los ‘70 (post-Vietnam, post-hippismo, post-Altamont, Manson y el Verano del Amor) habla de la tarea detectivesca como una manera de lidiar con esa decepción: el objeto va a fallar, alguien intentará encontrar explicaciones y seguramente terminará perdido en su propio laberinto. A todo esto, VICIO PROPIO es una comedia. O una especie de comedia. A su modo, PTA trata de combinar los códigos y las tramas infernalmente esquivas de novelas de Chandler, Hammett y compañía (y películas como AL BORDE DEL ABISMO, LAURA o tantas otras) con el espíritu laid-back de la California de los ‘70, a mitad de camino entre las relecturas del género hechas por Robert Altman en UN ADIOS PELIGROSO (así se llamó aquí su adaptación de EL LARGO ADIOS, de Chandler) y la más delirante de los hermanos Coen en EL GRAN LEBOWSKI, cuya trama no era otra cosa que una versión lisérgica de la que tenía aquella gran película de Howard Hawks con Humphrey Bogart. inherent1No habrá resumen de trama aquí porque es, literalmente, imposible. A lo sumo, vale la pena saber que hay un detective privado drogón que responde al nombre de “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix lookeado como Neil Young circa “After the Gold Rush”) que recibe la visita de Shasta (Katherine Waterston, la hija del gran Sam Waterston) quien le avisa de una supuesta trama familiar para hacer declarar “loco” a un magnate con el que ella ahora está en pareja y quedarse con su dinero. Pronto, el millonario y Shasta desaparecerán. Y habrá un policía que odia a los hippies como a nada en el mundo (Josh Brolin), que lo perseguirá en casi todo momento. Y aparecerán otros, muchos personajes más, que irán llevando esa historia detectivesca a lugares imposibles en los que se mezclan prostitutas asiáticas, judíos neonazis, tráfico de drogas, barcos misteriosos, apropiación de tierras, saxofonistas espías, policías fetichistas, dentistas cocainómanos y unos cuántos etcéteras más. Uno tras otro, en la lógica imposible de la película, estos personajes irán presentándose o encontrándose con Doc e irán desviando la trama en una curva que nunca parece acabarse hasta que termina por dar la vuelta completa. Los consumos de Doc harán también pensar que ni él tiene muy en claro si lo que está sucediendo frente a sus ojos es real o parte de su lisérgica imaginación, por lo que su libretita de apuntes cobrará un significado entre aclaratorio y gracioso a lo largo de los eventos cada vez más absurdos que le toca vivir. Lo que une, claro, a esta imposible y azarosa marcha por los barrios y los personajes más extravagantes de Los Angeles en su época más extravagante, es el interés romántico de nuestro antihéroe, su necesidad de reencontrarse con Shasta, aquel amor ideal que (vicio propio del sistema, Exhibit 2) lo dejó con el corazón roto hace ya un tiempo. Ese es el corazón literal de la película, el que lleva al espectador a entregarse a los sucesos cada vez más absurdos imaginados por Pynchon y recreados cinematográficamente por Anderson. INHERENTUno de los grandes placeres de ver las películas de PTA es notar hasta que punto, formalmente, el hombre logra capturar el espíritu de lo que cuenta. Y no me refiero a diseño de producción, arte o maquillaje. Hay algo, si se quiere, misterioso en la puesta en escena de sus filmes que vuelven al espectador parte de ese mundo. Tal vez solo como Kubrick podía hacerlo, PTA tiene la hipnótica capacidad de transportar al espectador al universo de los personajes, hacerlos sentir tan perdidos como ellos pero igualmente parte de esos escenarios. Seguramente algunos espectadores se sentirán afuera de la propuesta, pero es innegable que ese poder de succión está ahí y siempre lo estuvo: Anderson nos llevó de discotecas californianas a pozos petroleros y de ahí a encuentros pseudo-religiosos no solo por sobreabundancia de detalles de época sino por poder de sugestión. Y cada vez más. Si al principio de su carrera nos separaba un poco de sus relatos por sus intentos de mostrar su pericia acrobática en la puesta en escena hoy eso ya ha desaparecido. VICIO PROPIO es un viaje más ácido que turístico, uno que pone al espectador en ese estado mitad somnolencia y mitad inconsciencia del protagonista y del mundo en el que vive. VICIO PROPIO es, finalmente, un nuevo capítulo en este retrato de self-made men que han tratado de surfear el sistema por sus bordes, perdiendo la mayor parte de las veces la chaveta en el proceso. Son vidas sin garantías ni indemnizaciones en un país –o una sociedad– que casi nunca suele hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, sino hasta mucho, demasiado tiempo después, cuando las transforma tardía y equívocamente en banderas de corrección política. Es, como BARRIO CHINO, un film noir sobre la imposibilidad de acceder a los significados de ciertos misterios, sean estos concretos (tráfico de drogas, desfalcos inmobiliarios, etc) o psicológicos, en un camino que lleva de vuelta, inevitablemente, a la gran frase final de aquel filme: “Olvidalo, Jake, es Chinatown”. Cámbienle el nombre y el barrio de Los Angeles, pero el sentido es el mismo y la película es igualmente extraordinaria.
Producto para cinéfilos donde sobresale la caracterización de Joaquin Phoenix Cuando empieza “Vicio propio” (“Inherent Vice”), séptimo largometraje de Paul Thomas Anderson, alguien menciona la actualidad del grupo musical “Country Joe and the Fish”. Ese solo dato permite ubicar que la historia, que gira alrededor del inspector privado Larry “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix), transcurre alrededor de 1970. Basta recordar que ese mismo año se estrenó “Woodstock”, donde el grupo nombrado era una de sus máximas atracciones. Es probable que la novela de Thomas Pynchon en que se basa la película contenga más precisiones sobre la fecha en que tiene lugar la extensa trama de casi 150 minutos del film. Pero al no haber leído el libro resulta difícil corroborarla y también juzgar la fidelidad del argumento al texto original. Conociendo la obra del realizador Anderson uno está dispuesto a pensar que no hubo mucha traición al extenso libro en que se basa. Y también que la duración algo desmedida de la película es producto de que se necesitaba bastante tiempo para poder presentar tantos personajes. Aunque quizás no todos los del libro estén fílmicamente representados. Pero el primer mérito a señalar es aun con la gran variedad y cantidad de caracteres el espectador no llega a confundirlos y ello pese a que muchos son “hippies” y hasta pueden parecerse. Hippy es Sportello quien no para de fumar e inhalar toda clase de drogas, con cierta preferencia por la marihuana. Pero también lo es en cierta medida Shasta (Katherine Waterson), una ex pareja que lo visita al inicio para pedirle una ayuda muy especial. Está saliendo con el magnate inmobiliario Michael Z. Wolfman, protagonizado por Eric Roberts. De paso si alguien consulta IMDB podrá observar con asombro que el hermano mayor de Julia aparece en más de 50 proyectos futuros, en filmación o ya listos y que tiene casi 400 “créditos” entre cine y series. Pero volviendo a Shasta digamos que su preocupación con Wolfman, es que la esposa de éste y un amante serían los responsables de su desaparición y su probable internación en un instituto psiquiátrico para sacárselo de encima. A poco hará su aparición “Bigfoot”, otro de los personajes importantes de esta historia, con múltiples ramificaciones. Personificado por Josh Brolin es lo que se dice un brusco teniente policial que tilda a “Doc” Sportello de “basura hippy”. Cuando ambos se cruzan el “What’s Up, Doc?” suena como un guiño cinéfilo y en verdad en la película los hay y muchos como la mención de Jimmy Wong Howe, sin duda refiriéndose al famoso director de fotografía chino que en Estados Unidos obtuvo dos Oscars (“La rosa tatuada”, “El indomable”). La galería de personajes incluye a Coy Harlingen, un “soplón” al que da vida Owen Wilson, en una caracterización bastante alejada de los cómicos o el Gil de “Medianoche en Paris”. Hay otros más episódicos como la fiscal Penny Kimball de Reese Witherspoon o el Esquire Sauncho Smilax de Benicio del Toro, pero uno que se lleva las palmas es el Dr Rudy Blatnoyd del instituto psiquiátrico, que personifica Martin Short. Hay también una gran cantidad de personajes femeninos como la dos chicas que reciben a Doc en el local “Quick Planet” y le ofrecen diversos servicios sexuales, haciéndole una demostración en vivo mientras que por detrás un cartel muestra los precios de las prestaciones (“old fashion fuck”, “2 girl fuck”, etc ,etc). “Vicio propio” desde su difícil título mismo, que aquí tiene que ver con las drogas y que en algún momento de las dos horas y media es explicado (referido al negocio de las compañías de seguros y a defectos que no se pueden evitar) no es un film para cualquier público. Ambientada en Los Angeles, por la misma desfilan nombres y personajes que fueron famosos como el clan Manson, la Panteras Negras o el mismo Nixon visto a través de un televisor mientras una voz femenina en off (la cantante Joanna Newson) hace de “narradora” a lo largo de toda la película. Requiere que el espectador se involucre desde el comienzo mismo y que no se distraiga mucho. Tiene a su favor que no es en nada convencional como tampoco lo son la mayoría de sus personajes. Joaquin Phoenix, que ya había estado en “The Master”, la película inmediatamente anterior de Anderson, es uno de los mayores atractivos. La banda sonora es muy rica en temas musicales de la década del ’70 y destaca dos composiciones magníficas de Neil Young (“Harvest”, “Journey through the Past”) y otras de Sam Cooke (“Wonderful World”), Minnie Ripperton o la canción japonés “Sukiyaki”. De todos modos lo nuevo de Paul Thomas Anderson no está entre lo mejor de su carrera y en tren de elegir nos quedamos con “Boogie NIghts – Noches de placer”, su segundo largometraje y primero en estrenarse localmente.
Pánico y consumo en California: excelente debut de "Vicio propio" en los cines El nuevo filme de Paul Thomas Anderson, confirma el genio brillante del director. Comentario y tráiler, acá. Era esta la mejor película estadounidense del año pasado y es por eso que no obtuvo ningún Oscar. En efecto, la séptima película de Paul Thomas Anderson confirma su genio: aventurado narrador y singular formalista, aquí vuelve sobre la estructura delirante y perversa de la cultura estadounidense, su especialidad. El período elegido, el crepúsculo del hippismo libertario, forma de hedonismo deleznable. En síntesis: después de la presunta liberación de los placeres corporales y psíquicos, la represión discreta se impone y el consumo es la única forma de vida. En la década de 1970 cambiaron las coordenadas simbólicas. He aquí una prueba. La línea argumental no sigue una trayectoria rectilínea. La figura geométrica del relato es indefinible, pues los saltos de continuidad en el tiempo y las elipsis son sistemáticos. Técnicamente, hay una puesta en abismo que se corresponde con un plano secuencia en el que el protagonista y su pretérita novia pasean bajo la lluvia. Hermosa secuencia. Pero la lógica narrativa parece en sí una puesta en abismo permanente. Aún así, la historia que cuenta Vicio propio se reduce a la búsqueda desesperada por parte de un investigador privado heterodoxo llamado Larry Doc Sportello de su exnovia. Ella ha desaparecido casi al mismo tiempo que un poderoso hombre de negocios, acaso su amante. A su vez, el detective Bigfoot investiga el caso y en principio sospecha de Doc. Hay más situaciones y personajes: hay soplones, amantes, una organización mafiosa llamada The Golden Fang e incluso un miembro de las Panteras Negras. La proliferación de personajes y situaciones es constitutiva del filme. Si en Pánico y locura en Las Vegas Terry Gilliam intentaba materializar grotescamente las percepciones lisérgicas provenientes de la literatura gonzo de Hunter. S. Thompson, Anderson se apropia de la novela homónima de Thomas Pychon a través de una operación mimética con el estado de asociación derivativo propio del origen literario. Es un procedimiento ideal para Anderson, cuya poética narrativa tiende siempre a la indeterminación. La modernidad del filme estriba en hacer sentir rítmicamente la suspensión y experiencia cognitiva de un cerebro embriagado de cannabis, y en la forma de relato que de ahí surge. Hay aquí escenas memorables que pasan volando pero dejan una huella. Es que los planos de Anderson sobreviven a la proyección. Pocos cineastas, como Orson Welles y David Lynch en el cine estadounidense, conocen el secreto del cine después del cine. Anderson pertenece a ese linaje. El cine es aquí una intensa actividad cerebral por otros medios.
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PERDIENDO EL CONTROL La lectura de Thomas Pynchon es lisérgica. No es un autor fácil para paladares débiles, sus libros en general hablan de conspiraciones, manejos políticos, manipulaciones de todo tipo. Son, en definitiva, libros fuertemente políticos. Habla (más bien escribe, porque es un tipo poco dado a la cosa pública) sobre EEUU, su historia, su devenir, el sueño americano, la desintegración de un país; casi siempre sus libros adquieren la forma de las conspiraciones como formas de la ficción que intentan explicar el mundo, su mundo desde el delirio y la paranoia. Su objetivo, pareciera ser, es buscar siempre y no encontrar nunca la esencia, el nudo, el eje, por eso, sus ficciones son laberínticas, descontroladas. Una literatura controvertida sostenida por un escritor controvertido que no da entrevistas, que se lo conoce apenas por un par de fotos de espaldas. Un tipo raro y brillante. Si para Borges la Historia universal es infamia y sueño, para Pynchon es una conspiración alucinada. No es inocente juntar estos dos escritores que comparten la mirada onírica, los juegos del lenguaje, las ironías, las formas laberínticas. Todo esto aparece en Vicio propio (la película) donde Paul Thomas Anderson retoma el estilo de la novela de Pynchon y le pone una desmesura de imágenes allí donde hubo palabras desmesuradas. Vicio propio / Inherent Vice, EE.UU., 2014 Como ya lo hiciera con la excelente The Master (2012) Anderson retoma el tema del delirio estadounidense, de las conspiraciones y los grupos de poder; esta vez de la mano de Pynchon. La transposición del libro es genial porque Anderson recrea la clave de la novela (si es que hay una): sus imágenes de ensueño, fundidas en el humo de la marihuana que hacen que la lectura de los setenta- setenta, sea alucinada, descontrolada. El tema de fondo de la película es, justamente, la mirada de ese hombre que al comienzo de la película se despierta de un sueño hippón, desesperanzado, rodeado de aroma a marihuana, que como Stephan Dedalus – el célebre protagonista del Ulises de Joyce- pareciera pensar que la historia es una pesadilla de la que intenta despertar. De hecho el protagonista el detective “Doc” Sportiello despierta varias veces a lo largo de la película. Ese primer despertar es acompañado por la presencia casi onírica de su ex mujer, su amor eterno quien acude a él porque está metida en un lío de hombres, de política, de conspiraciones, de paranoias. Ella es la típica femme fatal vestida con los vestidos de los sesenta, maquillada como en los sesenta que viene a enredar la desprolijamente hilvanada vida del detective. La época son los primeros 70. El lugar, una pequeña ciudad costera llamada “Gordita” sobre los márgenes de Los Ángeles. La narradora, una voz en off encantadora, que a veces aparece como un fantasma drogado en el medio del relato, poniéndole rostro a la voz que conduce la narración y otras veces aparece como la velada psicoanalista del detective. Quizá haya ahí también una lectura ácida (hablando del tema) sobre el psicoanálisis. ”Doc” Sportiello cuando habla con sus extraños informantes, también tiene una libretita y anota sus interpretaciones. Como ya se dijo tantas veces, tal vez, todo es una cuestión de interpretación, desde el libro, hasta la película, desde los personajes hasta los relatos que la película ofrece. Pero volviendo al tema de la narradora, ella cuenta desde el presente, opinando y entrometiéndose en los vericuetos del relato y es ella la que cierra, contando melancólicamente acerca del “mar del tiempo” y del destino fracasado de Norteamérica. También en esta inclusión existe un sustrato interesante, el pasado y el presente, dos relatos que se mezclan, se pisan, se entrelazan, se mienten y se afianzan. Una manera de revisar el concepto filosófico acerca del tiempo, su transcurrir, su devenir y con él el peso de la Historia; ésa, escrita con mayúscula: la Gran Historia Americana y su sueño sesentoso donde EEUU es la madre adicta y donde la California Vigilante te observa siempre, donde Vietnam fue una locura y se persiguen con la pesadilla Mason- y la otra, la pequeña historia personal e íntima, donde, por ejemplo, con un romántico plano secuencia bajo la lluvia se recrea una adicción y un amor o viceversa, o ¿es lo mismo? El tema de la película es el cruce siempre fatal, siempre imponente de la Historia con la historia, el choque de los vicios públicos con los vicios privados. Y por supuesto, el cruel avance del capitalismo, que arrasa con todo, con tierras, con propiedades, con ideas, con cuerpos. Es muy claro en la película que las mujeres son las que hacen avanzar el relato a fuerza de problematizarlo, de descontrolarlo; desde la narradora que lo abre y lo cierra, pasando por la ex novia que viene a contarle el conflicto al fiacoso detective, pasando por la mujer del magnate desaparecido y llegando hasta las prostitutas que le dan datos al detective. Este es el universo de las mujeres en el noire, aunque Vicio propio sea eso y mucho más. inherentvicetrailer19El gran Joaquín Phoenix es “Doc” Sportiello, un detective extraño, melancólicamente hippie, que ya empieza a extrañar una época que supone no volverá, un buen tipo, un poco ingenuo, gracioso y desconfiado, bohemio y fumón que vive en un ecosistema rodeado de marginales (no por nada es un pueblito a la vera del mar, un pueblo fronterizo). Moldeado por Anderson sobre la base de los detectives de las películas y de la literatura negra más clásica, “Doc”, aparece como el fantasma hippie de Marlow. Enfrente, el policía rudo llamado Bigfoot, que la película misma se encarga de alistarlo en las filas del macho, machísimo John Wayne, un tipo tosco , malo, que se jacta tanto de su aspereza como de sus hallazgos y a la vez no para de comer helados de una manera bastante sensual (¿).Genial es la escena donde “Doc” despierta (otra vez!!) de un golpe, en el piso, afuera de un prostíbulo, al lado de un cadáver y puede entrever, desde el piso, la llegada “muy cowboy” del policía con un casi ejercito detrás. Los pasajes más divertidos, como cuando Doc decide ponerse los “trapitos” en el pelo para cambiar su peinado (dicen por ahí que Pynchon dijo “no me canso de repetirlo: cambia de peinado, cambia de vida” pero seguramente sea, como en todos los mitos, una ambigua verdad). Ante esta escena es imposible no recordar al Monzón de ruleros en Soñar Soñar, personaje con el que Sportiello tiene algunas semejanzas (¿habrá visto Anderson Soñar Soñar?) O el diálogo que tienen frente a frente el policía y “Doc” donde los gestos obscenos intentan suplir las palabras, o la entrada de “Doc” al prostíbulo donde dos chicas ofrecen el combo sexual del día, o la hilarante conversación con la supuesta viuda de un delincuente drogón –Owen Wilson- que ha desaparecido. Estas escenas, entre otras, imprimen a la película de un clima irónico, mostrando el carácter más débil de sus personajes, más humano, mas delirante. EEUU es un delirio que a veces es trágico y a veces cómico. Las hermandades arias, las sectas, los grupos de policías corruptos, el contrabando de drogas, la corrupción, la prostitución, las desapariciones, las muertes que no se concretan –temas que no son nuevos para Anderson-; son todos motivos que aparecen en la película que, en algún momento, parece perder el control y no está mal que así sea. Todos pierden el control en Vicio propio: el relato se vuelve un anacoluto, que para, que se desvía, que va y viene y se abre y pareciera descontrolarse. Sus personajes son descontrolados, la historia es descontrolada; la puesta en escena de la película es un descontrol. Sobre un relato más bien clásico (no deja de ser en la superficie la clásica historia de un detective) Anderson dibuja una forma moderna, donde aparecen imágenes que se superponen y se funden, mapas sobre cabezas en viaje, una cámara que empieza una secuencia con unas banderitas rojas flameando sobre un cielo extremadamente celeste y termina, cíclicamente en el mismo lugar, saltos de eje, miradas a cámara. La película es una película fumada, alucinada, que se desvanece y vuelve a tomar forma, que se desvía y retoma el camino. La América de los 60 fue alucinada, desquiciada y cuando esa euforia se desvanece sus personajes quedan sin rumbo, como Doc Sportiello, como su melancólica ex, como la narradora que guía a Sportiello, como Owen Wilson en la piel de un drogadicto simpático buchón que dan por muerto pero está vivo en una especie de secta atravesada por el fantasma de Manson. Como en The Master, Anderson hace de nuevo una película genial. Esta vez de la mano de Pynchon –y los ecos eternos de El largo adiós de Raymond Chandler- y de nuevo con el protagonismo de Phoenix. Vicio propio es como un vicio, que te acompaña un tiempo largo después de verla, que no se puede dejar, que te da vuelta en la cabeza un tiempo largo, esas películas donde la música y las tramas y subtramas te transportan, como en una experiencia psicodélica y alucinada. Que hay que dejarla que te rebote en la cabeza, que se arme. Vicio propio termina, allí donde empieza, casi con el mismo plano. Un pedacito de mar entre dos edificios, pero la imagen del final se ve invadida lateralmente por autos. Cierta idea de progreso, la llegada fatal del capitalismo, el avance de la tecnología es reforzada por la aparición, tímida, de los autos. Pasa que, en definitiva Vicio propio también habla sobre una época que se fue, que se está escapando, una época donde el fuego se está extinguiendo – por eso tanto humo, tanto humo- y otra época que llega. Anderson marca, con sutileza pero con firmeza, melancólicamente, con poesía y con conspiraciones ficcionales y reales; el final de una cultura, de un modo de vida, de una ideología. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
Séptima película de Paul Thomas Anderson (en adelante PTA). Un director lineal (con partes sinuosas pero lineal al fin) en términos narrativos; pero de los más exquisitos exploradores de los recovecos mentales de sus personajes y por carácter transitivo del ser humano. Desde la butaca sus relatos parecen por momentos perder el hilo central, como vimos en “Magnolia” (1999) o en “Embriagado de amor” (2002); o irse por las ramas como en “Petróleo sangriento” (2007) o “The Master” (2012). Pero sólo parecen… Cada elemento, referencia geográfica, contextualización de época y cada acción de sus criaturas encontrará tarde o temprano la debida justificación, que además dará un peso específico a sus conflictos internos. De esos conflictos se nutren las historias que cuenta y no necesariamente porque los explique. Algunos están implícitos y se adivinan con sólo ver como hablan o caminan sus personajes (Tom Cruise en “Magnolia”, Daniel Day Lewis en “Petróleo sangriento”, todo el elenco de “Juegos de placer”, 1997). En “Vicio propio” se da una comunión de esas que se celebran mucho tiempo: un libro del gran novelista Thomas Pynchon, heredero lisérgico de la Generación Beat, se adapta por primera vez al cine y encuentra en Paul Thomas Anderson (segunda vez que no filma un guión original propio) su media naranja, su crema del café. Algo así como Mario Puzo–Francis Coppola. Después de ver este acercamiento uno ya imagina (entusiasmado) “Vineland” o “La subasta del lote 49” como proyecto en conjunto. Ninguna obra de éste realizador baja de las dos horas y cuarto como promedio. Estadísticamente no significa nada, pero da la casualidad que ninguno de sus personajes es precisamente un monumento a la transparencia, y paradójicamente es en esa opacidad en la cual se especializa en bucear tomándose el tiempo que considera rico y necesario (vuelva a ver “The Master”, sino). “Vicio Propio” se instala en 1970, en una imaginaria playa de California. Entramos en un cambio de década con la inexorable desaparición de los ideales hippies de los cuales sólo queda la cáscara y la forma de hablar, vestirse, escuchar música y drogarse. Se acerca el fin de la guerra de Vietnam, irritan los discursos de Nixon y, como nunca, la sociedad norteamericana se ve inmersa en un cambio modelo cultural que a la fuerza quitó varias capas de un conservadurismo ensombrecido por los asesinatos del clan Manson. Como siempre las grandes ciudades están a la vanguardia de estos cambios y Los Angeles está ahí, instalada en la burbuja. En esa burbuja de gente de plata, de dealers, de aturdimiento artístico, inmerso en fumaderos, y una autoridad policial instalada en la mano dura bien derecha. Allí, en los confines de poderes tanto en la “cúpula” como en el “sótano” de la cuidad, se mueve “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix). Doc es un detective de esos descriptos por Raymond Chandler o Dashiell Hammet; con la misma oscuridad pero descalzo y de día. Se mueve como pez en el agua en cualquier estrato. Un día aparece Shasta (Katherine Waterston), un viejo amor de Doc que le pide ayuda para encontrar a su actual novio misteriosamente desaparecido. Por ese inexplicable amor que todavía siente, por no poder soltar la imagen de esa mujer que le movió la estantería, el detective inicia el derrotero para encontrar a Mickey Wolfmann (Eric Roberts, un pope de los bienes raíces, de esos que uno no quiere conocer. No será fácil el camino. La película está narrada, sí; pero no por el protagonista, como suele suceder, sino por una conocida del mismo. Como si el espectador tuviera frente a sí a un soplón que va lanzando chimentos. “Vicio propio” posee una impronta de comedia mezclada con el policial negro, pero sobre todo un argumento en el cual los ‘70 y su magia ácida son el catalizador por definición de cada uno de los escenarios visitados por Doc. Es un tour por el lado B de la sociedad. Esa que casi nadie ve ni quiere ver. En ese camino irán apareciendo personajes singulares que impactan directamente en los giros argumentales de la historia. A la manera de micro escenas diluidas en sus extremos, iremos conociendo a distintos personajes y la electricidad que se provoca entre ellos. Bigfoot (Josh Brolin, impecable), una especie de gurú del fumo, o el abogado Sauncho Smilax, esq (Benicio Del Toro) quien se transformará en el proveedor de información necesaria para concatenar los hechos siguientes. PTA propone el ritmo de “Al borde del abismo” (1946) pero no siempre funciona convenientemente. La electricidad que se genera entre Doc y el resto tiene un chispazo y luego se diluye, otorgándole cierta arbitrariedad a cada micro escena, lo cual contribuye negativamente porque el espectador asimila que el primer impacto es por ver qué famoso está haciendo un cameo en lugar del personaje que éste encarna y que aporta a la trama. Salvo por eso y algún subrayado innecesario en la banda sonora, estamos frente a otro exponente del buen cine de autor que parte de la mente de uno de los mejores directores de cine de esta época.
Gran novela de Thomas Pynchon, y más que interesante (no “gran”) adaptación de Paul Thomas Anderson, uno de los realizadores más originales del Hollywood de hoy, a la pantalla. Aparente policial, aparente paisaje del mundo post sesentista, aparente comedia, Vicio… es sobre todo una galería de personajes excéntricos y, a la vez, totalmente posibles en los entresijos de unos Estados Unidos lisérgicos. Entre lo mejor de lo que va del año.
El Nuevo Escándalo Americano “Inherent Vice” arranca como una obra posmoderna de un anacronismo precioso entre el policial negro y las exploitation movies de los ’70, en perfecta sincronía argumental y visual entre el clásico hardboiled y la psicodelia de la década hippie. Los misterios y las pistas que van surgiendo dan lugar a un caso tan atrapante para el espectador como para su protagonista, el investigador privado Larry “Doc” Sportello, (encarnado por un siempre eficiente Joaquín Phoenix) y la trama se va complicando a medida que avanza, dejando dos cabos sueltos por cada uno atado. Al principio esta dinámica resulta interesante y llevadera, incluso divertida, pero de a poco se va tornando innecesariamente densa y estirada, y para cuando nos dimos cuenta la película ya tendría que haber terminado. La primera parte de este film brilla con una composición y ritmo impecables, prometiéndonos una de las películas del año. Pero hacia la segunda mitad se va revelando caprichosa y vaga, tornándose lentamente en una descabellada e incoherente versión de sí misma. Cuando ya nos acomodamos a un confortable estilo, Paul Thomas Anderson nos descoloca con un exceso de recursos y personajes que navegan al borde del capricho injustificable. Si soltar el timón de esa manera es una elección artística deliberada o no, es la cuestión. Podríamos deducir que lo es por ciertas pistas no tan sutiles hacia la última parte del film, pero si ese fuera el caso, en lugar de lograr el efecto deseado, parece una obra mal terminada, fruto de la desidia y no de una minuciosa intencionalidad que buscara inquietar al espectador. “Inherent Vice” es inclasificable, pero no de la mejor manera. Es un viaje agridulce que nos deja con la sensación de haber presenciado una obra genial a medias.
Planet Pynchon Thomas Pynchon es un nombre demasiado pesado para una adaptación; con tantos ribetes y personajes lisérgicos, sus novelas parecen imposibles de guionar. Por eso, en más de un sentido, este intento de Paul Thomas Anderson se emparenta con la versión fílmica de El almuerzo desnudo, el libro de William Burroughs llevado al cine por David Cronenberg. Los dos escritores de culto se relacionan con la contracultura de los sesenta y setenta, los dos son creadores de un lenguaje críptico y, en ambos casos, fueron adaptados con éxito. Fiel al estilo de Pynchon, el protagonista de Inherent Vice (nombre original del film y la novela en que este se basa) es Doc Sportello (Joaquin Phoenix), un investigador privado en una ficticia ciudad californiana de 1970, que es visitado por su ex novia Shasta (Katherine Waterston) para averiguar el paradero de su amante, el millonario Michael Wolfmann (Eric Roberts). La trama es simple, pero el resultado final, como todos los trabajos del novelista, excede la idea original con una acumulación de situaciones delirantes. Paul Thomas Anderson (a quien, de hecho, cita el propio Cronenberg en Map to the Stars como un director estrella) fue práctico para adaptar la novela a un guión comercial. De los muchos personajes que pueblan Vicio propio, el director eligió al detective Bigfoot Bjornsen (Josh Brolin) como antihéroe y complemento “duro” del hippie y bizarro Sportello, un personaje a mitad de camino entre Columbo y el Dude de El gran Lebowski, que es arrastrado por la ensortijada trama pero (y este es el mérito del film) nunca se muestra ajeno. Con Owen Wilson y Martin Short para acentuar el tono de comedia, Vicio propio es el film más gracioso de Anderson desde Boogie Nights. Y casi igual de grande.
Capas de cebolla El cine de Paul Thomas Anderson es enrevesado, complicado, es decir, con pliegues, con múltiples capas de sentido que se construyen como capas de cebolla. Sin embargo, cuantas más capas pelamos, más nos acercamos a lo inaccesible, a lo inasible. Centro y periferia Existe en su cine una línea narrativa principal, en general más bien tradicional y accesible (en este caso, la investigación del caso Mickey Wolfmann y Shasta Fay Hepworth), y otra línea plagada de ramificaciones que se van desprendiendo, con una narración bastante alejada de la estructura tradicional, que da lugar a una forma más alucinógena, atemporal y disruptiva (como también pasaba en The Master), ligada a cierta traducción de los estados internos de los personajes, menos asequible, si se quiere. Se trata de digresiones, acaso reflejos de la mente, sus procesos conscientes e inconscientes. En Vicio Propio (Inherent Vice), los espectadores nos colocamos como testigos oculares y sensoriales de los procesos mentales de Doc Sportello (Joaquin Phoenix), detective hippie fumón nostálgico y paranoico, con un caso para resolver y un pasado para procesar. Policial fumón El caso para resolver involucra individuos de lo más diversos y estrafalarios, y Doc se mueve entre ellos y esos mundos con la calma, el tacto y la pericia que su profesión de investigador privado le confiere a la vez que con el asombro y la cautela que le despiertan esos personajes, entre hippies fumones como él, prostitutas que comen coños, músicos surfers, groupies, policías del LAPD, el FBI, asistentes de fiscales, panteras negras, magnates inmobiliarios, clínicas psiquiátricas y dentistas extravagantes. El derrotero de Doc es externo e interno, dos caminos que se bifurcan hacia lugares distintos pero que se van tocando a medida que Doc avanza en su investigación y en su propio proceso introspectivo, relacionado a su pasado y a Shasta Fay (Katherine Waterston), sus recuerdos salpicados, la felicidad pasada. Duración Un rasgo notable en el cine de PTA es la duración de los planos, el encuadre perfecto que recorta justo lo que hay que ver y lo deja en pantalla un poco más de lo normal, tal vez unos segundos, tal vez un minuto, tiempo suficiente para otorgar una nueva capa de significación. El plano desde afuera del auto de Bigfoot (Josh Brolin), que lo capta comiendo la banana bañada en chocolate, con Doc en profundidad mirando con ojos aterrorizados el espectáculo, es un plano que dura más de lo esperado y nos mete a los espectadores en la piel de Doc. La duración genera entonces dos efectos; uno de extrañamiento, al hacernos parte de la mirada de Doc y experimentar lo que él siente, y uno humorístico; como también sucede en el humor con la repetición de un recurso (que por saturación provoca comicidad), la duración excesiva genera ese efecto humorístico, al estirar una situación y tornarla cómica por lo ridícula. Lo mismo ocurre con la escena en la casa de Hope Harlingen (Jena Malone), cuando ella le muestra a Doc la foto de Amethyst; de nuevo, la cámara se detiene en Joaquin Phoenix más de lo esperado y el resultado es extrañamiento (la situación y la expresión de Doc son disparatadas) y humor (cuando Doc grita y sigue mirando la foto). Además, esos planos largos y los planos secuencia provocan una sensación de ralentización del tiempo. Sentimos en todo momento, como quien le da a la María, que el tiempo transcurre más lento, que todo es más pausado y acompasado, como si estuviéramos adentro de la cabeza de Doc. Joaquin Esos planos que se prologan de más lo tienen como protagonista y centro a Doc, a un Joaquin Phoenix con ciertas mañas heredadas de Freddie Quell (el personaje que interpretara en The Master), aún medio encorvado y con un caminar ligeramente simiesco. Es que Joaquin Phoenix parece haber nacido para interpretar los papeles que PTA tan benévola y acertadamente le obsequia. La caracterización de Doc, las patillas tupidas, las camisas de bambula, el caminar cansino, los ojos inyectados o adormecidos, la mirada de displicencia cuando le miente a algunas de sus amantes y la de entrega y devoción cuando la contempla a Shasta, la picardía cuando saca su lado juguetón y la manera de rematar los chistes nos dan la sensación de que el guión se hace uno con él. La prosa de Pynchon se hace cuerpo y alma en JP, como si el actor fuera el mensajero inequívoco de su mente. Pynchon La voz dulce y angelical de Sortilege (Joanna Newsom), personaje convertido en voz en off omnisciente, es acaso el único vehículo posible para obsequiarnos un poco más de la exquisita prosa de Pynchon. Porque si no, qué queda para las descripciones pormenorizadas, las sensaciones físicas, la paranoia que invade la época y a los personajes, el fluir de la conciencia, la ironía no verbalizada, los soliloquios silenciosos, los estados internos, los recuerdos, la nostalgia. Sortilege está ahí para imbuirnos de sensaciones, para transportarnos de la mano junto a Doc, para recorrer la periferia, pelar capas y ver adónde llegamos. Si hay un lugar donde el cine de PTA y la literatura de Pynchon encuentran un punto de contacto es en la imposibilidad de hallar un centro más que el absoluto vacío. Es ahí cuando uno no puede pensar sino en Anderson como el perfecto interlocutor de Pynchon.
Todo es una puta locura Vicio propio, la última señal histriónica del talentoso Paul Thomas Anderson, confirma las virtudes del director, da nuevas muestras de su ambición y de una inteligencia capaz de hacer respirar la literatura de Thomas Pynchon sin resignar las posibilidades del dispositivo cinematográfico. Su política en torno a la adaptación o transposición está a la altura de directores como Cronenberg (pensemos en Crash o Naked lunch) o el Ferreri de Ordinaria locura en la incursión al universo de Bukowski. El ejercicio de filmar novelas imposibles a partir de la captación de una atmósfera particular, susceptible de ser amplificada en la pantalla, da cuenta de decisiones acertadas y arriesgadas. De todos modos, no hace falta que el pesado referente de la obra literaria se erija como un pedestal amenazante para evaluar los méritos propios del film de Anderson. El primero de ellos radica en la potencia creadora de sus imágenes, en la astucia con que plasma una idea, una sensación. Sin ir más lejos, cómo conciliar la forma con el contenido. En este sentido, el visionado es una experiencia similar a escuchar un largo tema psicodélico de Grateful Dead o Jefferson Airplane. Las nubes de humo que exhala el protagonista Doc Sportello (magistral Phoenix) parecen salir del rectángulo de la pantalla para proponernos el marco de un policial con los pies en la cabeza. Su trabajo como investigador depende más del instinto y del azar, que de la razón. Toma delirantes notas en una libreta a medida que le llegan pistas en este tablero pesadillesco. Así vemos, desde el comienzo, de qué manera los signos representativos del género en su versión negra son reformulados: la oficina improvisada cercana a la playa, alejada del típico escenario urbano, caótica; la figura de Doc con los ojos vidriosos no vende la estampa trajeada de un Marlowe precisamente; y la bella joven hippie que se acerca a pedir un favor está lejos de la fría femme fatale del legendario género. “Ser tonto y sordo es parte de mi trabajo” declara Sportello mientras fuma porros incesantemente. Y a medida que aumentan la intensidad y la trama laberíntica de su búsqueda, se incrementan proporcionalmente las pitadas. La cuestión de la verdad siempre será una utopía en el contexto de un país gobernado por Nixon, más allá de que hay demasiada sustancia para develar secretos. También, la narración en off a cargo de una mujer es otra vuelta de tuerca más posible al instalar un logos discursivo femenino y un tono sensual que se va armando como la historia misma. Es una voz espectral cuyas palabras también simulan estar afectadas por alguna sustancia o conocimiento astral. A partir de esa primera escena, y casi de manera imperceptible, Anderson nos sumerge en su compleja propuesta sin concesiones y nos ofrece algunos de los planos más generosos por su estética que el cine americano pueda darnos en años. El otro aspecto sobre el que insiste el director, como ya lo había anticipado en Petróleo sangriento y The Master, se basa en lo vincular entre los personajes masculinos. Josh Brolin interpreta a un policía impulsivo, Big Foot, violento y frustrado. Descarga su ira verbal y física contra un desprevenido Doc. Como suele ocurrir en los films de Anderson, nunca es una relación que transite carriles psicológicos estables y el contrapunto siempre encubre aristas. La diferencia entre ambos puede notarse en las mujeres que tienen al lado y en los espacios donde viven, pero no faltará algún puente que una sus acciones. Hay una conversación hacia el tramo final de la película que es un prodigio con pocas palabras y una muestra más de cómo incomodar a partir del distanciamiento, una de las armas secretas que mejor maneja el director. Se da en un momento que está a la altura de una de las frases que pronuncia un melancólico soplón: “todo es una puta locura”. Con locos como Anderson, el cine norteamericano actual respira saludablemente.
Doc, tirado en su sillón, fuma otro cigarro de marihuana. Su ropa desaliñada y veraniega y sus pómulos bronceados nos indican que muy cerca está la playa. Más concretamente, detrás de la casa que habita, desaliñada y veraniega como su ropa, se extiende el mar y su infinita sensación de libertad. La música acompaña excelentemente el clima. Hasta aquí, incipiente retrato de la época del amor libre y la experimentación de todo tipo. Excepto por el hecho de que Doc es un investigador privado y que su ex novia, luego de aparecerse de improviso en su casa y contarle un plan siniestro para hacer desaparecer a su nuevo novio, un magnate millonario, termina desapareciendo junto a él, quizás en un barco en altamar. En su séptima película, Paul Thomas Anderson decide llevar al cine la novela homónima de Thomas Pynchon, editada en 2009. Se podría decir que ambos comparten una estética similar en relación a la estimulación hiperbólica de todo tipo: en los diálogos frenéticos, en los personajes excéntricos, en la trama enmarañada y en el consumo de drogas. La historia, que oscila ambivalente entre la comedia y el policial, pareciera funcionar solo como una excusa para contar un clima, el de finales de los 60 y la decadencia de todas sus proclamas. Ya no se puede esconder la violencia que se hace carne en el narcotráfico, en las políticas belicistas y en los asesinos desquiciados como Charles Manson. Shasta, su gran amor, a quien todavía no logró olvidar, está en manos de quién sabe qué grupo de personajes siniestros. El “paz y amor” dura sólo segundos de película. Doc (Joaquin Phoenix), ante la desaparición de Shasta, deberá lidiar con un sinfín de personajes tanto o más excéntricos que él para llegar a la verdad. Su personalidad holgazana a lo Lebowsky le jugará una mala pasada en más de una ocasión. Su olfato detectivesco lo pondrá en riesgo otras tantas veces. El laberinto que debe sortear es indescifrable para el espectador, porque la narración se deshace en potenciales recorridos con múltiples personajes que entran y salen dejando huellas de historias paralelas inabordables. Quizás todo el entramado de situaciones exageradas y bizarras no es más que una excusa para captar de manera encarecidamente ambiciosa, como lo suele hacer Anderson, un estilo de vida que pereció hace tiempo. Tanto la estética como la música tienen un valor intrínseco más allá del relato. Los escenarios psicodélicos, el vestuario retro, los pasadizos oscuros e inundados de niebla, las fiestas diurnas en las piletas de las mansiones, las sectas, los grupos narcos, los prostíbulos de ruta, son parte de un rompecabezas que la misma velocidad de los acontecimientos impide armar. Entonces uno se queda con esos detalles, esos gestos, algunas buenas actuaciones, situaciones simpáticas, un sinfín de componentes sueltos que son los que en definitiva construyen la película. La historia en sí importa poco: da lo mismo haber comenzado por el final o por el medio. La resolución se da tan naturalmente como lo fue la instalación del conflicto. No hubo tiempo para asimilar la ruptura del orden establecido y tampoco lo hubo para el reordenamiento del mismo. Todo sucede fugaz en estas casi tres horas de película en las que pareciera que no sucede mucho, o que suceden tantas cosas que al final no sucede ninguna, o que lo que sucede, por más estruendoso que parezca en su superficie, es tan volátil que es difícil de aprehender. El vicio propio se define, en el universo de los seguros, como mala calidad, defecto o daño físico inherente a la naturaleza propia de los bienes o cosas aseguradas. En cierta medida, tanto los personajes como esa sociedad de la que forman parte, terminan siendo conscientes del daño intrínseco e irreparable. Una forma de vida, la de los 60, la del hipismo, de la marihuana y el amor libre, se está desvaneciendo por sus mismas contradicciones. Vicio propio es la alegoría del fin de una era.
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Un detective suelto en la Era de Acuario Paul Thomas Anderson estuvo nominado al Oscar por “Petróleo sangriento”, y se tomó cinco años hasta estrenar su siguiente filme, la sinuosa “The Master”, donde inició sociedad con Joaquin Phoenix (y de paso cargaba de forma semidirecta contra la Cienciología, el culto de Tom Cruise y John Travolta, entre tantas estrellas). En ese mismo año, 2012, Thomas Pynchon lanzó “Inherent Vice”, una novela extraña, destinada a encontrarse con esa veta sinuosa de Anderson: sinuosa y vintage, como en los tiempos de “Boogie Nights”. A Pynchon se le había ocurrido un policial negro ambientado en Los Ángeles pero en el año ‘70: son las postrimerías de la Era de Acuario, y los tiempos del amor libre, las drogas y el hippismo demoran en esas playas su partida, mientras que la sombra de Ronald Reagan levanta vuelo desde la gobernación del Estado. Matrices cruzadas ¿Cómo podría el director negarse a esa materia prima? Hollywood siempre amó los policiales negros surgidos en su propio terreno: de “Sunset Boulevard” a “Los Ángeles al desnudo”, pasando por “Barrio Chino” y “La Dalia Negra”. Probablemente en ningún lugar como la metrópolis californiana se cruzan el show business, la política, la mafia y los vicios. Y la marca del noir está en los nombres memorables de algunas damas: ¿cómo va a aspirar a algo un personaje llamado Penny Kimball (la siempre elegante Reese Witherspoon), cuando su rival en el corazón del protagonista se llama Shasta Fay Hepworth (adorable y seductora Katherine Waterston)? ¿Cómo no va a narrar la historia una cuasividente llamada Sortilège (la revelación de Joanna Newsom)? ¿Cómo el “PI” no va tener una secretaria llamada Petunia Leeway (simpática Maya Rudolph, esposa del realizador), o cruzarte con una niña inolvidable llamada Japonica Fenway (la vistosa Sasha Pieterse)? Pero acá el vicio parte del título (que en el original hace referencia a un término del derecho marítimo: algo que el seguro no cubre por las características de la carga). Las situaciones más inverosímiles están veladas por el humo de la marihuana, así que a lo accidentado de la trama (¿cómo funciona la mente de un detective fumado?) se le suman situaciones y tonos propios del humor de Judd Apatow y sus amigos y seguidores: quizá la presencia de Owen Wilson sea un link con eso (Scorsese puso a Seth Rogen en “El lobo del Wall Street” un poco por lo mismo). ¿Pero qué mayor homenaje a “Sunset Boulevard” hubo que “Mulholland Drive” de David Lynch? Algunos quisieron ver elementos alucinatorios u oníricos en “Vicio propio”, pero desde el vamos se destaca que Doc no consume heroína ni cosas raras. Lo que sí puede haber es cierta carga de elementos inverosímiles mezclada con objetos recurrentes: las tarjetas de crédito o los collares van dejando otro camino de rastros a seguir. Peripecias Pero el lector se dará cuenta de que no hemos hablado mucho de la historia. Es que tratar de resumir al menos una parte sería imposible. El comienzo es de manual: la ex novia del investigador viene a buscarlo para pedirle ayuda, mientras la mutua amiga funge de narradora en off. Shasta Fay luce diferente a sus tiempos hippies, puesto que ha devenido amante de un rico emprendedor inmobiliario, vinculado con motoqueros racistas (son tanto los tiempos de los Hell’s Angels como del Clan Manson, por cierto) y sabe que la esposa de éste y un amante planean sacarlo del medio para quedarse con todo. Cuando desaparezca tanto la chica como el magnate, Larry “Doc” Sportello (tal el nombre del héroe: un eficiente Joaquin Phoenix de patillas a lo Wolverine) empezará a buscar puntas de un caso que aparecen aquí y allá, involucrando al FBI y al Colmillo Dorado, un misterioso cartel que aúna la droga, las “reparaciones” y la recuperación. En el medio, personajes peculiares como el detective de la Policía Christian “Pie Grande” Bjornsen (el archienemigo de Doc, en manos de un lucido Josh Brolin), el abogado Sauncho Smilax (Benicio del Toro, de taquito) o el dentista Rudy Blatnoyd (alocado Martin Short), que complican al espectador al punto de que algunos abandonan la sala durante la proyección, algo azorados por la “falta de formato” y las idas y vueltas de la trama. Quizás la mejor actitud para verla sea reclinarse con cara de asombro como el fumado detective, esperando que cada recoveco nos traiga una nueva información, disfrutando del encuentro de cada situación o personaje. Tiempos dorados La fotografía de Robert Elswit busca poner el tono justo entre la soleada California y su vida nocturna de carteles de neón y neblinas oceánicas. La música de Jonny Greenwood coopera con las canciones de época para transportarnos a esa bisagra en la cultura estadounidense, algo que muy bien hace el equipo encabezado por el diseñador de producción David Crank (dirección de arte de Ruth De Jong, decoración de set de Amy Wells y vestuario por Mark Bridges): siempre tiene alguna trampa animar tiempos pasados pero recientes. En definitiva: una película para dejarse llevar, para encontrarse con los resabios de una era dorada, tan dorada como la piel de una chica sin corpiño en una playa de California, cuando el mundo era menos cínico.
EL ATRACTIVO DE LO INASIBLE Un ritmo caótico signa a Vicio propio (Inherent Vice, 2014), séptimo largometraje de Paul Thomas Anderson, adaptación de la novela homónima (2009) de Thomas Pynchon y una de las películas más esperadas del año. Los motivos de la espera ansiosa eran varios: por un lado, Paul Thomas Anderson viene posicionándose desde hace años como uno de los cineastas fundamentales de la escena contemporánea y, por lo tanto, tiene sentido que todas sus películas se esperen con excitación. Pero Vicio propio posee otras características que, ya antes de su estreno, la convertían en una curiosidad: Pynchon es conocido por sus novelas delirantes, de ritmo ágil, tramas abiertas y múltiples referencias culturales. La pregunta del millón era cómo iba a hacer Anderson para adaptar a Pynchon y salir airoso de la aventura. También se rumoreaba que con Vicio propio Anderson iba a volver más abiertamente al humor y que, al estar ambientada en los 70s, podía llegar a tener relación con ciertos policiales notables y rupturistas del período del New Hollywood. Tras esta contextualización informativa de rigor, pasemos a la película. Como ya señalaron varios críticos, en Vicio propio el desarrollo de la trama no es lo central. Es decir, en la película no se respeta cierta estructura tradicional del policial, donde el conflicto se resuelve progresivamente, o se persigue una suerte de clímax narrativo a medida que la trama se vuelve más cristalina y la tensión aumenta. Por el contrario, el ritmo no contribuye a construir un crescendo de tensión. Eso queda claro desde el comienzo: ya en el carácter ligeramente onírico de la primera escena, cuando Shasta (Katherine Waterston), ex pareja del protagonista (Larry “Doc” Sportello, interpretado por Joaquin Phoenix), lo visita para hacerle algunos comentarios misteriosos sobre su pareja actual y pedirle que investigue, resulta evidente que la subjetividad de Sportello impregnará a toda la película. El tono diluido de Vicio propio surge de que esa subjetividad se encuentra afectada por el consumo de distintas drogas. La cámara siempre está cerca de Sportello y, junto a él, vamos descubriendo la trama policial, que involucra a un centro de rehabilitación para drogadictos que es creado por narcotraficantes para así duplicar sus ganancias a través de un círculo vicioso. Sin embargo, a diferencia de ciertos policiales de los 70s, donde la droga está en la vereda de enfrente (y, si es eventualmente consumida por los policías o investigadores privados, sigue estando vinculada con la culpa, con aquello que no se debe hacer), en Vicio propio la droga es todo: es ese punto entre alucinación y cuelgue que impulsa a Sportello durante las dos horas y media de metraje y le permite procesar de distintas formas su soledad y su dolor por Shasta, su ex pareja en peligro, que todavía tiene en él un impacto emocional. La sola idea de una película construida desde la subjetividad de un consumidor de drogas llevó a que muchos la emparentaran, incluso desde antes de su estreno, con dos películas famosas de los 90s: Pánico y locura en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, Terry Gilliam, 1998) y, sobre todo, El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel y Ethan Coen, 1998). Tanto la expectativa de que Vicio propio estuviera emparentada de algún modo con estas películas, como la idea difundida de que se trataba de una comedia, dio como resultado que muchas personas se sintieran decepcionadas. El problema, como tantas otras veces, está más en las expectativas que en la película en sí. Vicio propio no es exactamente una comedia. Sí hay momentos cómicos aislados, y un tono absurdo general envuelve al film, pero su ritmo es quebrado, desconcierta, no fluye en una comicidad galopante, como sí ocurre en las otras películas mencionadas. Una de las sensaciones centrales que transmite Vicio propio es, justamente, desconcierto. Un desconcierto que está estrechamente vinculado con la geografía laberíntica de Los Angeles, con una humedad opresiva que hace que todo parezca cien veces más ridículo y pesado que lo que debería ser. En este sentido sí hay una relación tanto con un policial de los 70s como El largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973), como con El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), adaptación de Howard Hawks de la novela de Raymond Chandler, donde la lluvia, la neblina y la humedad californianas tienen un rol central en muchas de las escenas que transcurren en exteriores. La relación entre Vicio propio y El sueño eterno, en realidad, es doble porque, como se destacó en varias reseñas, ambas construyen un desamparo creciente, y ambas logran abrir sus tramas hasta puntos incómodos, generando la impresión de que el investigador se encuentra cada vez más lejos de la resolución de la intriga. Otro aspecto en el cual Vicio propio se distancia de la mayoría de los noirs y neo-noirs es que la trama de corrupción subyacente no suma oscuridad. En la película de Anderson el foco no reside en el clima envolvente y asfixiante, como ocurría en clásicos como Barrio chino (Chinatown, Roman Polanski, 1974) o Pacto de sangre (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), sino en un diálogo lúdico con esas películas. Tanto el mosaico de personajes delirantes como los destellos de comedia y la constante sensación de inverosimilitud que contiene al relato, son resultado de un afán revisionista que atenta contra la densidad típica del noir. Vicio propio refiere todo el tiempo al noir, lo señala, lo interroga, y ahí reside, justamente, la gran diferencia con El sueño eterno: Hawks filmó una película novedosa en un contexto clásico, mientras Anderson se distancia ferozmente de ese clasicismo, mirando con escepticismo al universo simbólico del policial. En lo que refiere a los vínculos con el resto de la filmografía de Anderson, Vicio propio no es ni una construcción coral como Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999), ni una exploración principalmente subjetiva como Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007). De las primeras, toma el regodeo en personajes estrambóticos. De las segundas, la estrecha relación entre la cámara y la perspectiva del protagonista. Con Petróleo sangriento (y con The Master (2012)) también comparte el intento por poner en diálogo a su personaje principal con el contexto sociohistórico en el cual transcurre el relato. La gran diferencia entre Vicio propio y sus predecesoras reside en su descontrol y allí reside, al mismo tiempo, una de sus principales fallas: si Anderson parecía sentirse a gusto en esa construcción milimétrica de la épica del individuo que es Petróleo sangriento, donde cada crescendo dramático parecía estar planificado hasta la locura, en Vicio propio la ligereza nunca termina de hacerse presente. La ligereza debe surgir de una aparente autonomía del relato; una suerte de vida propia que sí aparece en algunas novelas de Pynchon. Anderson, discípulo de Kubrick, no acierta en transmitir con éxito esa libertad. Hay un aspecto de la película que vuelve comprensibles tanto el anticlasicismo de Vicio propio, como su distanciamiento de El gran Lebowski (y de otro cineasta con el que, sorprendentemente, algunos críticos la compararon: Quentin Tarantino), y consiste en un rechazo contundente de lo icónico. Si cineastas como Wes Anderson, los hermanos Coen o Tarantino filman películas que pueden ser resumidas en un plano o una imagen fundamental, Paul Thomas Anderson busca que la clave de sus obras se encuentre en el conjunto. Ni el espíritu de “resumen de los tiempos” de Magnolia, ni la tristeza asordinada de Embriagado de amor, ni este viaje caótico que es Vicio propio pueden atraparse en un solo momento. Es justamente por eso que escenas como el consumo de cocaína en la oficina del dentista o la devoración de cannabis por parte del personaje de Josh Brolin resultan tan chocantes: porque cada personaje se relaciona con una figura clave de la estructura narrativa del policial y, a la vez, cada personaje se distancia de esa figura clásica a través de características humorísticas o psicóticas. Anderson corre todo el tiempo, simultáneamente, detrás del delirio y la belleza. Es este distanciamiento tanto de la iconografía clásica como de la iconografía bizarra lo que vuelve a Vicio propio una película complicada, difícil de asimilar, pero al mismo tiempo atractiva en su constante generación de extrañeza.
Rara y con esa incomodidad constante que es sello de PTA más unos gramos de “The Big Lebowski” y “Fear And Loathing In Las Vegas” pero conservando el espíritu de la novela de Pynchon que relataba -no sin melancolía- el fin de una era y porque no, de una ideología. No es solamente un film, es un experiencia de los sentidos donde la trama es una excusa para acompañar al personaje de Phoenix mientras ve su mundo morir. Humo en los pulmones y alcohol en el higado. Cruda y volada. Noir en colores.
Policial psicodélico para olvidar. Dentro del excentricismo que caracteriza a Anderson, hay buenas y malas propuestas, dependiendo del guión que le toque adaptar. Inherent Vice está a una distancia abrumadora de la mejor versión del director. Es una película aburrida, anodina e incoherente, que a duras penas logra terminarse de ver. No hay nada más irritante que una historia insustancial complicada. El hilo argumental de Inherent Vice se deshilacha en múltiples subtramas que no llevan a ningún lado, colmando la paciencia del espectador, quien apenas pasada una hora de película seguramente se sienta mareado y confundido entre tantos personajes inocuos y no mucho más que cháchara. La realidad es que la película carece de argumento, e intenta remediarlo mediante la incorporación de innumerables protagonistas y giros insensatos. La cinematografía de Anderson no ayuda a pasar el mal trago, porque los planos largos y los diálogos sostenidos no hacen más que agravar el aburrimiento cuando no existe profundidad argumental. Inherent Vice no es There will be blood, donde el mensaje es fulminante, sino más bien un thriller superficial que apela a una especie de “Dude Lebowski” en versión de detective para entretener a la audiencia. El resultado no está ni cerca de ser bueno. Me resulta difícil encontrarle algún atractivo a Inherent Vice. Es una película que intenta aparentar complejidad y profundidad, pero en realidad carece de ambas. Es una propuesta superflua de un director que suele tener el visto bueno de la crítica y no mucho más que eso.
Paul Thomas Anderson es uno de los mejores directores de cine que nos dieron los '90. Su sensibilidad detrás de las cámaras nos regaló grandes películas como Boogie Nights (1997) o Magnolia (1999). Es por este motivo, que cada estreno con su nombre impreso genera grandes expectativas. Vicio Propio (Inherent Vice) es un viaje sensorial por la California de 1970. La acción acontece en la localidad ficticia de Gordita Beach, en donde el detective hippie y fumanchero Larry "Doc" Sportello (Joaquin Phoenix) recibe la visita de Shasta Fay Hepworth (Katherine Waterston), una ex novia que le pide ayuda para encontrar a su actual pareja, un millonario de la zona que está desaparecido. Sin soltar el faso, "Doc" decide ayudarla y emprende una búsqueda que no le interesa a nadie, ni a Anderson, ya que desde ese preciso momento parece abandonar el relato lineal, y la película comienza a convertirse en una serie de escenas aparentemente inconexas en donde irán apareciendo decenas de personajes que llevarán a nuestro protagonista de aquí para allá. Cada avance en la investigación lo llevará a nuevas preguntas y a desenroscar nuevos casos en los que el investigador se verá inmiscuido. Recordemos que Vicio Propio es la primera adaptación al cine de una novela de Thomas Pynchon, escritor reconocido por la complejidad al pedo impresa en sus obras. Digamos que la trama central es completamente sosa, por lo que el autor se vale de otros elementos para enriquecerla. Volviendo a la película, algunas personas pueden decir que el guión es un poco flojo, que no lleva a ningún lado, que los personajes secundarios son excusas para meter algún que otro chiste. Y la verdad es que no estarían muy errados. Lo que esas personas tienen que entender, es que a la hora de adaptar esta novela, la motivación real de Anderson fue describir todas las sensaciones de una época en la historia norteamericana que, lentamente, iba dejando de existir. La ambientación, la música y el tratamiento de la imagen te llevan de excursión a esos años '70, que marcan de alguna manera, la muerte del Flower Power. El hippismo salió mal y eso se nota en toda la película. Joaquin Phoenix transmite una sensación de nostalgia ante los tiempos que corren. Este sentimiento se ve aumentado cuando contraponemos su papel con el de Josh Brolin (MIB III, Old Boy), quien interpreta al detective "Bigfoot" Bjornsen, que no pierde oportunidad de levantar y samarrear a la primera persona que vea con el pelo por debajo de los hombros. Mientras la película avanza, "Doc" se ve inmerso en muchas situaciones que poco tienen que ver con la premisa inicial de la película. Es acá donde brillan los personajes secundarios, representados por un verdadero dream team hollywoodense. Entre estos podemos nombrar a Owen Wilson (Zoolander, Midnight in Paris), quien representa a un ex saxofonista heroinómano, presuntamente muerto que es captado por los servicios secretos, o a Benicio del Toro (Snatch, The Usual Suspects), que interpreta al abogado de "Doc" y cuyos intereses se acercan más a tirar frases con groove que proteger a su cliente. Un papel imperdible, y poco aprovechado, es el del actor Martin Short (Mars Attacks!, Frankenweenie), que representa a un odontólogo completamente cocainómano con la líbido por el cielo. Otra actriz que deja su huella es la blonda Reese Witherspoon (Wild, Legally Blonde), cuya química con Phoenix ya pudimos disfrutar en la genial Walk The Line (2005). El mayor hallazgo de Anderson fue darse cuenta que la película pasa por ahí. Las interacciones entre estos actores marcan los puntos más altos de esta obra, generando todo tipo de situaciones ridículas e hilarantes. Esta es, probablemente, la película con mayores dosis de humor del director. Mi impresión final es que Vicio Propio va a ser una película que va a dividir a su audiencia. El film dura casi dos horas y media, y a primera vista, no parece tener muy claro a dónde quiere ir. Pero si uno se anima a ir un poco más allá de lo evidente (como Leon-O), va a ser recompensado con un viaje bien volado a los últimos esbozos de la era del "paz y amor". VEREDICTO: 7.5 - Could you be looovveed... Paul Thomas Anderson vuelve a las andadas con una película densa y difícil de digerir. Si te animás, te sugiero que te prendas uno y acompañes al carismático "Doc" Sportello en esta aventura por las calles de Gordita Beach. Yo me sumo.
Policial lisérgico sesentoso Bueno, Paul Thomas Anderson sigue haciendo de las suyas en cine y ofrece una desopilante historia policial en la que el investigador privado Doc Sportello (Joaquin Phoenix) debe resolver la enigmática desaparición del empresario judío neo nazi Michael Z. Wolfmann (Eric Roberts) Todo empieza con la visita de su ex pareja, Shasta Fay Hepworth (Katherine Waterston) quien le pide ayuda para encontrar a Wolfmann, su actual amante, el cual de encuentra en peligro por los viles planes de su esposa actual y el amante, quienes quieren quedarse con toda la riqueza del empresario. Las apariciones de Shasta no de son buen augurio y siempre le traen los problemas más variados a Doc. Dogas, sexo, asesinatos, estafas, política, policías excéntricos, más drogas, son algunos de los elementos fuertes de esta pócima que preparó Anderson para el disfrute de sus seguidores y el cine no convencional. Personalmente suelo disfrutar de su cine, aunque no podría decir que soy un fan. Me inclino más por su faceta dramática que por sus comedias y en particular creo que si bien esta es atractiva y entretiene, no es de sus mejores trabajos. Para el espectador que no lo conoce demasiado, es el director de películas como "Magnolia", "Petróleo Sangriento" y "Boogie Nights". Su narración no suele ser demasiado convencional y mezcla bastante los géneros. Sus trabajos no son para todo tipo de espectador. Los más conservadores generalmente no se copan con sus películas mientras que los más experimentados en distintos tipos de cine suelen gustar un poco más de sus propuestas. "Inherent Vice" en particular creo que es más lo que promete que lo que otorga en lo que a trama se refiere. Está demasiado concentrada en los personajes más que en la historia, sobre todo en el protagonista, Joaquin Phoenix, que ya sabemos es "la musa" de Anderson. Hay más énfasis en entregar un producto ondeado que en extrapolar la novela homónima de Thomas Pynchon. Algunos jugadores importantes en la trama aparecen y desaparecen de manera irregular, lo que le quita fuerza al relato. Por otro lado, la parte de la comedia está bastante bien aceitada y es lo que más funciona en la propuesta. Es como una especie de homenaje lisérgico y disparatado a los años 60s en la soleada California, musicalizado con un muy buen soundtrack. Una película para seguidores del director, la narración no tradicional y las películas "con onda". Los que nunca han viso un película de Paul Thomas Anderson, abstenerse.