Kaurismaki concibe un film completamente racional y objetivo sobre uno de los grandes problemas en Europa actualmente: la inmigración. Tema que es de frecuente planteo, al que no se le encuentra una solución y genera los mas fervientes odios de razas, etnias y religiones, acrecentamiento del margen entre pobreza y riqueza, y entre medio la costumbre y más importante vinculo que presenta este tema que es el ser humano, en un siglo donde la tecnología avanza de manera exponencial y socialmente no podemos solucionar problemáticas de vivienda, trabajo y economía...
Con el último trabajo del cineasta finlandés Aki Kaurismaki, (Un Hombre sin Pasado, Luces al Atradecer), se abrió en Buenos Aires la tercera edición de la semana del cine europeo. Esta vez con cinco films presentados en prestigioso Festival de Cannes. Le Havre, es un exquisito relato que denuncia la problemática de la inmigración clandestina en Europa, y la puerta abierta que esto deja, para que la discriminación y el rechazo sean naturalizados por la sociedad. Aspectos que no son solamente avalados por el estado, sino que son alimentados por un sistema que procura por todos los medios excluir y expulsar al “peligroso”...
Bienvenido al Mundo, Aki Kaurismaki La enorme filmografía de Aki Kaurismaki siempre se ha destacado por su diversidad. Diversidad cultural, diversidad de historias, personajes entrañables, melancólicos perdedores del frío finlandés. Estos personajes, la mayoría muy austeros, tienen comportamientos extraños, secos, pero cariñosos. En el cine de Kaurismaki, los gestos minimalistas se agrandan gracias al poder de la cámara. El director es un fanático del cine mudo estadounidense, el humor de Buster Keaton, el policial pop francés y la nouvelle vague...
Un compromiso con lo humano Quien recuerde al Kaurismaki de Un hombre sin pasado (2003) puede afirmar que los temas que le preocupan a este gran director finlandés son siempre los mismos: la marginación, el desempleo (en este caso la inmigración clandestina) por ende su trabajo está centrado en los estratos más bajos de la sociedad y en las situaciones límites que de ellos se derivan, para poder mostrar una visión particularmente realista de la sociedad, por lo general de su país. Como el Malku Peltola del citado film, el personaje y la historia que rodea a El puerto coloca en evidencia ciertas características negativas del hombre para transformarlas en un verdadero soplo de aire fresco, y enfrentarse con la inocencia y la bondad de sus personajes, que emergen de esa realidad como verdaderos sobrevivientes. Le Havre es uno de esos films que nos hace sentir que la solidaridad y el amor al prójimo, o sea la amistad verdadera son dos características esenciales con las cuales es posible combatir la injusticia y la maldad que se instala en el mundo. Si bien el tema que subyace es la inmigración clandestina, que de hecho es un tema actual, este termina siendo un pretexto que le va a permitir además rendirle un homenaje al cine. Esta vez, ese inmenso respeto por la humanidad de sus personajes tiene otro escenario geográfico, que no podía estar en otro lugar que no fuese Francia, simplemente porque es el referente del comienzo del cine. La historia gira alrededor de Marcel, (André Wilms) un hombre de unos 65 años, que trabaja como lustrabotas en el puerto, un empleo casi en extinción, al cual no se sabe como ha arribado. Ya que hay indicios de que en algún momento ha pertenecido a alguna esfera del arte, y que ahora lleva una vida apacible junto a su mujer Arletty(Katy Outinen), que lo que gana no le alcanza para sobrevivir, pero que vive en armonía consigo mismo y con los demás. De pronto esa existencia apacible se complica por el encuentro con un niño africano, que llega al puerto en un contenedor pero que logra escapar de la policía, paralelamente su mujer se enferma y debe permanecer en un hospital con un diagnóstico terminal, que no le es comunicado en profundidad. Marcel a pesar de ese contexto se apiada de ese joven y decide ayudarlo a reencontrarse con su madre en Londres, ya que su padre ha muerto. Mientras, un caricaturezco detective Monet interpretado por Jean-Pierre Darrousin, bien a lo Humphrey Bogart. le pisa los talones. Desde sus primeros planos donde esas sombras de pasajeros fuera de campo se proyectan en el espacio iniciático del séptimo arte, que representa el tren, El puerto es un homenaje al cine, pasando por la similitud del rostro del chico de Los cuatrocientos golpes, al rescate de Litle Bob, una gloria del rock star. El tono de fábula y el humor contribuyen a parodiar al cine negro, con un inspector que no se quita ni los anteojos, ni el sombrero y que ingresa al bar con una piña en la mano, que le acaba de dar alguien que supuestamente ha tenido alguna relación amorosa con él, mientras le pregunta que tanto quiere al que transgrede la ley protegiendo al niño. Fiel a una estética que apela a una fotografía impecable, el color y la música ocupan un nivel de relevancia muy posiblemente con la idea de contribuir a hacer de este film un canto a la esperanza y a la ilusión de vivir. Todos los personajes de Kaurismaki tienen y mantienen, aún en las peores circunstancias, esa dignidad a la cual ni la pobreza ni el sufrimiento amedrentan, como el abuelo en prisión que se define como el albino de la familia, o la esposa de Marcel en el hospital, que no desea que la vea en tratamiento y a la vez le pide que le traiga su vestido amarillo cuando termine con el mismo, como un personaje salido de la década de los 50. Ese tono de fábula es el que permite que los personajes entran y salgan de la realidad como sobrevivientes mediante la bondad de sus actos. – "Ya me curé, podemos volver a casa" - le dice Arletty a su marido. Y esto, que puede ser un milagro forma parte tanto la ética como del particular estilo de su director que enriquece no sólo al cine, sino a la vida. Publicado en Leedor el 7-03-2012
Luego de una gran cantidad de películas y de algunos cortometrajes, Aki Kaurismäki le regala al espectador una pequeña y honesta obra, en la que se exponen con objetividad y humor los problemas con la inmigración, uno de los conflictos más importantes de la sociedad europea actual.
La habitual magia del gran realizador finlandés Aki Kaurismäki es uno de los mejores directores de cine contemporáneo y quizás el más importante de los nacidos en Finlandia. Sus films crudos -que muchas veces no pasan de la hora y media de duración- se caracterizan por exhibir los diversos inconvenientes que pueden atravesar las relaciones humanas de una manera concisa y atrapante...
Le Havre, la ciudad de los milagros Se podría decir que a base de huevos, pan, vino y cigarrillos es lo que caracteriza a Marcel Marx, un poeta ahora dedicado a lustrar botas en Le Havre, una ciudad francesa portuaria. Sus bolsillos están vacíos del mismo modo que a su placard le falta ropa pero si alguien precisa ayuda él será el primero en dar una mano. Es increíble como los personajes creados por el director finlandés, Aki Kaurismäki, logran desde la inexpresividad facial, el tono monótono de la voz y la pasividad en los movimientos, trasmitir afecto. Son seres carentes de maldad que transitan sin motivaciones. En situación de bajos recursos se proyectan a ayudar a quién más lo necesite. Marx, que tiene deudas en todos los comercios de su barrio y con su esposa internada, decide ayudar a Idrissa, un refugiado africano que tiene que continuar su camino hasta Londres, y desde su empeño organiza un show para juntar plata. Cuando la mujer de Marcel es hospitalizada, el médico que la atiende -perfectamente interpretado por Pierre Étaix- le explica algo así como "solo un milagro la puede ayudar", en tanto que ella le responde: "Puede haber un milagro pero no en mi barrio". Pero si, en Le Havre los milagros se realizan porque estos personajes son sacados de un cuento. Todo se concreta mejor manera y nadie quiere lastimar a nadie, ni siquiera el inspector o el pequeño personaje de Jean-Pierre Léaud. Con un decorado acartonado y opaco, Kaurismäki rompe con esa frialdad generando momentos hermosos en esta tragedia con olor a mar. Pero considero que hay un desvío en el tono con el que venía trabajando el metraje siendo la escena donde Little Bob interpreta toda la canción.
Justicia poética El director de Luces al atardecer y El hombre sin pasado incursionó en territorio francés (con diálogos en ese idioma) y no sólo no perdió su impronta (el tono tragicómico, su predilección por el humor absurdo, el amor por sus queribles perdedores, sus retratos de los bajofondos y la bohemia) sino que también se permitió cuestionar con dureza la política represiva del gobierno galo respecto de la inmigración africana. En efecto, el film narra la historia de Marcel Marx (André Wilms, el mismo actor de La vie de bohème), un ex autor devenido lustrabotas (y cliente preferido de los bares) que ve cómo su esposa Arletty (Kati Outinen) se está muriendo de cáncer. Mientras tanto, conoce y da refugio a un niño (un inmigrante ilegal de Gabón que intenta llegar a Londres para reencontrarse con su madre), ante la intensa búsqueda de la policía de esa ciudad portuaria. Pero no todo el contexto es tan duro, ya que Marcel contará con el apoyo de Monet (Jean-Pierre Darroussin), un veterano y duro detective salido de un film-noir, pero que en verdad posee un corazón muy blando. En esta historia entrañable, romántica, tierna y humanista (con una vuelta de tuerca propia de un cuento de hadas) tienen muy simpáticas participaciones especiales varios mitos franceses como Jean-Pierre Léaud, Pierre Étaix y el cantante local Little Bob, que ofrece en pantalla una performance a puro rock. Una auténtica joya.
Siempre en clave humanista, Aki Kaurismäki (desde una perspectiva política) se aproximan a los conflictos más urgentes, pero también universales de Europa. El maestro finlandés deslumbró con la maravillosa El puerto, donde dirige su incorruptible mirada al corazón de la inmigración ilegal africana. Lejos de todo tremendismo y apelando a su característico humor distanciado, Kaurismäki aboga por otra realidad posible: un mundo habitado por gente humilde, trabajadora, honesta, valiente y enamorada. Un mundo en el que la solidaridad resplandece como un valor incuestionable y en el que el heroísmo, en clave anti-épica, encuentra su recompensa en la justicia poética.
Con El puerto, Kaurismäki viene a demostrar que no hay temas buenos o malos, que todo depende de la mirada del que filma. Inmigración ilegal, represión policial, marginalidad, enfermedades mortales; El puerto tenía todo para ser una película potencialmente nefasta. Pero el finlandés no es de esos misántropos que discursean cómodamente sobre los males de la sociedad: Kaurismki, a pesar de todo, confía en el mundo y en sus habitantes, y esa confianza se traduce en una puesta en escena que se resiste a ser un pretendido sucedáneo de la vida y apuesta fuerte a encontrar (y crear) la belleza allí donde otros directores se regodearían con la precariedad y la miseria.Esa fe del director se percibe en la manera con que pinta un barrio pobre de Le Havre y a sus vecinos: los colores y la luz, saturados y claramente artificiales (chillones, atractivos), parecen gritar en cada plano que se está ante una película. Por eso impresiona el fragmento de noticiero que se ve en un bar: esa estética televisiva, desprolija y agitada no entra en el horizonte cinematográfico de Kaurismäki. Decíamos confianza en el mundo. A contramano de la gran mayoría del cine actual, Kaurismäki no habla de individuos sino de vecinos. El grupo humano que acompaña a Marcel y lo ayuda aparece en múltiples ocasiones y lugares: la estación de tren donde trabaja el protagonista, el bar, la panadería, la calle, el hospital y el recital a beneficio. Ese estar en diferentes espacios signa el clima colectivo que reviste toda la película, y algunos de los momentos más logrados ocurren cuando un outsider se integra momentáneamente a esa cálida comunidad, como cuando Idrissa conoce finalmente a la esposa de Marcel, el inspector Monet avisa del peligro y ayuda en la fuga de Idrissa, o el solitario y deprimido Little Bob acepta tocar para colaborar con la causa. Los que disfruten (si es que tal cosa es posible) del cine de mercachifles como Iñárritu probablemente se sientan desorientados frente a El puerto. Una vez más, Kaurismäki abjura de cualquier pretensión de realismo al uso. Lo suyo no es la supuesta constatación de una idea profílmica (el mundo es un lugar terrible en el que solo hay sufrimiento) sino un comentario sobre la vida que solo puede enunciarse dentro de los límites del cine; el extrañamiento, lejos de proponer distancia y llamar a una reflexión desapasionada, hace que nos involucremos todavía más con las penas y los deseos de los personajes. El final, luminoso y esperanzador, habla de un cineasta en plena madurez que no necesita apelar a golpes bajos o lecciones de vida. En todo caso, si en El puerto hay algo parecido a una lección hay que buscarla en la manera en que el director construye un universo propio y toca temas de actualidad sin utilizarlos para generar impacto fácil, y en cómo observa a sus criaturas sin aplastarlas bajo la puesta en escena, siempre dejándoles el espacio necesario para que respiren y nos convenzan de la honestidad de su misión.
Donde habitan nuestras esperanzas La última película de Aki Kaurismäki, El Puerto (Le Havre, 2010) se suma al continuo interés del realizador finlandés en narrar a partir de elementos cotidianos y personajes tan comunes y marginales. Esta vez pone su punto de vista en el tema de la migración, que ha sido tratado por varios cineastas y que seguirá trayendo nuevas historias dada su enorme actualidad. En el noroeste de Francia, en la Alta Normandía, Marcel, un viejo vagabundo que trabaja como lustrabotas, recorre la ciudad cerca del puerto en busca de clientes. Vive debiendo dinero a un verdulero y a una panadera, sus únicos amigos, y siempre asiste a un pequeño bar donde se encuentra con otros vagabundos tan peculiares y bohemios como él. Ahí se cuentan historias sobre el pasado y beben toda la noche. Paralelamente a su mundo rutinario, siendo atendido por su esposa que hace todo por complacerlo, la policía y la cruz roja descubren un conteiner donde un grupo étnico proveniente del África viajaba, clandestinamente, con destino a Londres. Al ser descubiertos, un muchacho de dicho grupo se escapará, y entonces el comisario de la policía, caracterizado como Sherlock Holmes, tendrá la tarea de encontrarlo. Una película centrada en los detalles, en la relación de los personajes, en sus conversaciones, y en las promesas. Marcel accidentalmente encontrará a este muchacho de color en el puerto y decidirá ayudarlo y esconderlo en su casa. El Puerto jugando con los convencionalismos del género policial y de aventura, será pausada en los primeros planos y en las actuaciones casi teatrales que, por ser excesivas en su naturalidad, rozará con el humor. Un montaje de estilo documental y una puesta en escena por momentos onírica y con tintes metafísicos, mostrará los distintos avatares de Marcel, quien desde su mundo marginal, intentará ayudar al muchacho a llegar a Londres. Irá descubriendo, junto con el espectador, cómo vive una etnia africana en esa parte el mundo. El suspenso vendrá del enfrentamiento entre Marcel y el comisario, quién es ayudado por un personaje enigmático, caracterizado por Jean-Pierre Léaud. Sin embargo, Aki Kaurismäki de forma inteligente, construye un relato humanista, lleno de emoción. Y, habitado por personajes poseedores de una bondad oculta, pone al espacio de El Puerto como el lugar donde se cumplen todas las esperanzas.
El director finlandés Aki Kaurismaki es una extraña mezcla de Ettore Scola y Ed Wood, porque por un lado filma con un estilo –deliberadamente- estático, inexpresivo y lineal y por otro cuenta historias atrapantes y minimalistas pero que alcanzan a emocionar. Esto último sucede en El puerto, Le Havre en su título original, nombre que lleva un apacible y bello pueblo portuario situado al norte de Francia y con el que Kaurismaki arriba a su primera incursión en el cine de ese origen. Su sencilla y cristalina historia no impide que aborde la desoladora situación del inmigrante en terreno europeo, con un tono nostálgico propio de su estilo pero a la vez con gran frescura y dosis atenuadas de ese humor triste y casi negro que abunda en su filmografía, como por ejemplo en su anterior Luces al atardecer. Un niño africano que forma parte de un grupo de refugiados que llegan a ese puerto, entra en contacto con un pescador de malas costumbres que desafiará a su entorno al protegerlo, cumpliendo de alguna manera una postergada función paterna. Todos los personajes del film son intencionadamente estereotipados, y llegan a un espíritu solidario en el que hasta el villano inspector termina siendo querible. Humanismo y minimalismo integrados, dando lugar a una pieza sensible y singular.
El lustrabotas solidario Con su habitual laconismo y humor sutil, aunque con una fuerte mirada crítica el realizador finés Aki Kaurismäki entrega en su film más reciente El Puerto una fábula moral donde una comunidad de proletarios, liderados por el protagonista llamado –paradójicamente- Marcel Marx (André Wilms) se encargan de proteger a un niño refugiado Idrissa (Blondin Miguel) proveniente de Gabón, quien viaja de manera clandestina junto a otros coterráneos escondidos en un container hacia Londres pero la embarcación queda en Normandía y debe permanecer oculto en el barrio para no ser deportado ante las autoridades francesas que lo buscan incansablemente. Por su parte, el lustrabotas Marx vive con su esposa, quien debe internarse dada que su irreversible enfermedad necesita de cuidados médicos y sus posibilidades de supervivencia son casi nulas, a pesar de que el protagonista no sabe la gravedad del asunto y ocupa su tiempo en la ayuda de Idrissa, el niño refugiado, cuya madre se encuentra en Londres y lo espera. Kaurismäki apela a la sensibilidad del espectador para construir su colectivo social en el retrato costumbrista de sus parias consuetudinarios, a quienes imbuye de emoción. Si bien ese armado de los personajes lindantes con estereotipos aparece desde un enfoque humanista, la ironía arremete con ferocidad al explorar el flagelo de la inmigración ilegal desde el punto de vista de las víctimas y de la solidaridad de clase que va más allá del color de piel. Sin embargo, el registro elegido no es el melodrama social sino la sátira hacia ese género y en un segundo plano hacia la tendencia moderna del miserabilismo cinematográfico que explota con fines estéticos temáticas serias y siempre llama a la polémica, tanto en la crítica como en el público. El Puerto funciona desde el punto de vista narrativo como un fresco social de absoluta calidez bajo la mirada atenta de un director que asume una posición ideológica que se sostiene a fuerza de estilo y talento con un fuerte compromiso hacia la historia y los personajes. Por eso en su calidad de fábula y en su tono irreal se permite dejar todo tipo de injusticia o maldad en un fuera de campo constante para regalar finales felices como respuesta ante las duras políticas de inmigración y las evidentes ausencias de los Estados en la resolución de conflictos sociales. En esa galería variopinta de personajes que se cruzan en el derrotero del noble Marx pueden destacarse el inspector Monet (Jean-Pierre Darrousin), el vecino traidor encarnado por Jean-Pierre Léaud, entre otros, a los que debe sumarse el significativo aporte de una banda sonora que como es tradición en las películas de Aki Kaurismäki introduce tangos argentinos, que en la atmósfera melancólica que atraviesa sus mini universos sociales cada día suenan mejor.
Ante un hecho que nos quiebra y asusta, siempre hay otro que simultáneamente nos hace fuerte y nos permite luchar. El último filme del finlandés Aki Kaurismäki (El hombre sin pasado, La Vie de Bohéme) nos trae el panorama actual de Francia. En un pueblito portuario llamado Le Havre -también su título original- la inmigración es uno de los mayores problemas. En containers llegan habitualmente grupos de personas que intentan de alguna manera salvarse. Uno de ellos será Idrissa, un menor inmigrante africano que aspira poder cruzar el Canal de la Mancha y reencontrarse con su madre que vive allí. Su ángel salvador será Marcel Marx (André Wilmslow), un escritor bohemio que un día decide abandonar todo y llevar una vida simple, tranquila, sin pretensiones en esta ciudad donde vive con su mujer Arletty (Kati Outinen) y se mantiene a medias gracias a su trabajo como lustrabotas. Así de simple es la vida de Marcel, hasta que un día su mujer enferma terriblemente y se cruza con Issidra, que se encuentra escondido, entre asustado y muerto de hambre en el agua para evitar que lo capturen. Algo nace ahí que Marcel decide ayudarlo con una mano de sus vecinos, quienes juntos intentan recaudar el dinero suficiente para que el joven escape en un barco de manera ilegal. Punto aparte es el detective del puerto (una mezcla extraña de Sherlock Holmes con Inspector Gadget) que estará asechándolos todo el tiempo. El puerto es, realmente, una obra poética. La forma de introducir a los personajes, de permitirnos su apropiación y de sentirlos como parte de nuestra vida desde siempre es algo muy difícil de lograr y es algo que Kaurismäki obtiene en los primeros diez minutos de película. Imposible no sentir en Marcel un sentimiento de sencillez, humildad, sin pérdida del efecto de felicidad o tristeza. Imposible no querer al personaje incluso antes de decir un diálogo. Las imágenes dicen todo, en cada escena el director nos acerca más a los personajes, nos permite involucrarnos con ellos, nos permite quererlos. Ganadora del premio FIPRESCI en el último Festival de Cannes y nominada al Palma de Oro, El puerto es entretenida, fotográficamente impecable, emotiva y sorprendente. Una manera muy diferente de contar el gran problema de la inmigración en Francia, que ya hemos visto en el crudo filme de Sylvain George: Qu´ils reposent en révolte (des figures de guerres).
Una lágrima asomada yo no pude contener Una excepcional película sobre la solidaridad, con un humor absurdo. Las realizaciones de Aki Kaurismäki tienen como eje la esperanza o desesperanza, el amor, la humildad de sus protagonistas -que suelen ser personajes perdedores- y en su aspecto estilístico echa mano a un humor entre absurdo y tragicómico. El protagonista de El puerto ( Le Havre ) es Marcel Marx, un escritor que colgó la lapicera y decidió ganarse la vida -lo mal que puede- como lustrabotas en el puerto de Normandía, al norte de Francia. De su etapa de bohemia parisina no le queda más que los encuentros en el bar del pueblo, al que su esposa Arletty le permite ir a tomar “un aperitivo” luego de que él, algunos dirán con docilidad, otros como gesto de amor, le deje sobre el mantel de la mesa los euros que ganó pasando pomada a los zapatos de los que llegan en el tren de la tardecita. Si su vida resulta más o menos rutinaria -lo echan del frente de una zapatería cuando allí lleva su cajoncito, y se queja con el zapatero, al que trata de colega; suele tomar prestada una baguette en la panadería antes de ingresar a su casa- un hecho le dará un giro inesperado. Lo atractivo de la propuesta del director finlandés es que si el filme siguiera con la vida de Marcel y los suyos sería igualmente entretenido. Pero Kaurismäki hace que el protagonista se cruce con un niño, que ha llegado encerrado en un container ilegalmente, por supuesto, desde Africa, con destino a Londres, adonde quiere reencontrarse con su madre. Aquí, el director de la impar El hombre sin pasado mete las narices en un tema que hoy, en Europa, moviliza mucho. La inmigración ilegal, el racismo, enfrentados a la solidaridad. Todo el estilo Kaurismäki se filtra en cada plano, cada escena, cada línea de diálogo. A él le gusta rodar en interiores, y la iluminación es siempre dirigida -esto es, se resalta un personaje o un objeto, más que el contexto en el que se encuentra-. El mobiliario y la manera de relacionarse de los personajes parece salidos de los años ‘60. Y para hablar de los diálogos, uno ilumina el relato. Arletty, la esposa de Marcel, es internada. “¿No hay esperanza?”, le pregunta al médico. “Los milagros ocurren”, le responde, a lo que ella sin siquiera una mueca le espeta “No en mi vecindario”. Paso seguido, le pide que no le cuente la verdad de su enfermedad a su marido. “El es un gran chico”, le dice como toda explicación. Kaurismäki siente devoción por sus personajes. El inspector Monet (Jean-Pierre Darroussin), que está detrás del pequeño Idrissa, podría paracer un despiadado, pero demuestra tener un corazón tan noble como la perra (¡Laika!) de Marcel. El director elige incluir en la banda de sonido el tango Cuesta abajo , con la voz de Carlos Gardel, y a Pierre Etaix y Jean-Pierre Léaud en pequeños papeles. ¿Homenajes? Tal vez, en este filme sobre la identidad y la fidelidad a uno mismo.
Podrán cambiar la geografía y el idioma, pero el escenario del nuevo film de Aki Kaurismäki permanece inalterable. Sus personajes de siempre, esos eternos y entrañables perdedores dispuestos a renunciar a todo, con excepción de su dignidad, ya no viven en las desangeladas urbes del norte europeo. Ahora hablan en francés, residen junto al Mediterráneo, en un arrabal próximo al puerto de El Havre. Esta mudanza es la única novedad en un mundo en el que nada cambia. Al menos en apariencia, porque Kaurismäki parte -como es su costumbre- de una realidad en donde las penurias y las aflicciones se encarnan con triste persistencia en la piel de las mejores personas. Pero en esta ocasión, a contramano de anteriores planteos, su mirada profundamente humanista incluye visos de esperanza y de optimismo frente a la adversidad. De un lado aparece el maduro Marcel Marx (André Wilms, magnífico en su ascetismo), un escritor que sacrificó el éxito para conservar su obstinado espíritu bohemio y por eso sobrevive a duras penas lustrando zapatos y vive a la buena de Dios en una casucha junto con su cariñosa mujer, Arletty (la enternecedora Kati Outinen), que para colmo está enferma de cáncer. Del otro, un desvalido niño africano (Blondin Miguel, pura expresividad), que perdió todo en medio de una incierta y arriesgada travesía con destino final en Londres, donde vive su madre. Con la delicadeza y la sensibilidad de las que sólo son capaces los realizadores que tienen una mirada certera, precisa y coherente, Kaurismäki consigue que el espectador no pierda de vista las miserias materiales, morales y espirituales del mundo real. Pero al mismo tiempo nos conduce, con un espíritu en el que se mezclan la fábula y el cuento de hadas, a través de un viaje en el tiempo, hacia un cosmos ideal y nostálgico que protege a las víctimas de los abusos y les permite recuperar y compartir todos los rasgos de humanidad que la dura realidad cotidiana logró escamotearles. Esa convicción se refuerza con algunos detalles dignos de mención. Hay, por ejemplo, personajes cuyos nombres adquieren resonancia propia (con Marx y Arletty, aquella musa del cine de Marcel Carné, a la cabeza) y también una presencia decisiva de glorias del cine francés en distintas etapas, como Jean Pierre Léaud y Pierre Etaix No hay en Kaurismäki otra declaración que la de manifestar su fe y su confianza en la capacidad humana para reencontrarse con lo mejor de su esencia. Fiel a su identidad, el realizador finlandés elude la denuncia y el manifiesto político expreso. Prefiere dejar al descubierto lo que no le gusta (como el calvario que soportan los inmigrantes clandestinos) con las marcas y los signos de su genuino lenguaje cinematográfico, desde el humor surgido de la situación más absurda hasta la rara poesía que emana, increíblemente, de los personajes y las situaciones más asépticas y austeras. Kaurismäki nunca necesitó hablar y mostrar de más. Pero esta vez su proverbial sobriedad hace que los buenos, al final, tengan su premio. Una recompensa que puede adquirir ribetes de milagro en el más amplio sentido del término. También para el espectador, que contempla todo lo que ocurre con el corazón tibio y una tierna sonrisa en los labios.
Otra visita al planeta Aki En la ciudad normanda de Le Havre aparece abandonado un container con refugiados africanos, a uno de los cuales persigue la policía. Y, a través de la solidaridad vecinal, Kaurismäki deja que prevalezca el deseo de esperanza a toda costa. En la fonola del bar Le Moderne, ubicado en una esquina de barrio de la ciudad normanda de Le Havre, no se escucha pop francés, algún hit internacional o música de fusión árabe o africana, sino “Cuesta abajo”, de Gardel y Lepera. Y no cualquier versión, sino la original, la de los años ’30, dando la sensación de que la escena se alarga después en la vereda, nada más que para que la voz del Mudo pueda oírse un rato más. Allí termina de quedar claro, por si hacía falta, que Le Havre de Le Havre no es Le Havre, sino Le Havre de Aki Kaurismäki. Es posible que no haya en el cine contemporáneo un autor más fiel, más consecuente con el trazo de su firma que el creador de los Leningrad Cowboys, de Ariel, de Nubes pasajeras o de El hombre sin pasado. Como todas sus películas, El puerto (tal el título con que Le Havre se estrena en la Argentina) no transcurre en este mundo, sino en el planeta Aki. Sin embargo, de todas sus películas, El puerto es, seguramente, la que guarda una relación más notoria y visible con este mundo, en la medida en que aborda uno de esos temas que, en otra época, algún amante de los lugares comunes hubiera llamado “de candente actualidad”: el de los inmigrantes sin papeles de los países pobres. De esos a los que los gobiernos europeos quieren echar al mar. Nada más parecido a Helsinki (la Helsinki de Hamlet en el mundo de los negocios, La chica de la fábrica de fósforos y Luces al atardecer, al menos) que la pequeña ciudad normanda de El puerto. Las calles solitarias parecen las mismas. Las noches, los vecinos, las barras de los bares, el silencio imperante, también. Es el planeta Aki, con su gente parca y solitaria, sus rostros familiares, su caballerosidad a la antigua, sus perritos compañeros, sus autos, mueblería y gadgets como de los años ’50. Hasta los propios empleos son de otra época: el protagonista de El puerto, Marcel Marx (André Wilms, integrante de la troupe Kaurismäki desde La vie de Bohème, 1990), es zapatero, oficio casi tan extinto como el de deshollinador. El de El puerto es el barrio a la antigua, con su panadera, el almacenero, la dueña del bar y hasta el delator, que parece salido de El cuervo, de Clouzot (un Jean-Pierre Léaud cada día más triste). Tan a la antigua que (ver entrevista) ese barrio dejó de existir como tal en cuanto terminó el rodaje de El puerto. Pero ya en la primera escena, la aparición de un inmigrante asiático, vendedor ambulante con papeles falsos, anuncia que personajes de otro mundo se han inmiscuido, como fantasmas, en esa foto de medio siglo atrás. Unas escenas más adelante se suman a la foto un grupo de inmigrantes provenientes de Gabón, extraviados en un container, camino a Londres. “Armado y peligroso”, dicen las primeras planas de los diarios sobre el chico que escapa de la policía, y poco después se verán, en un noticiero de televisión, imágenes de la represión policial a un campamento de refugiados, a kilómetros de allí, en Calais. Una represión tan real que un documental exhibido el año pasado en el Bafici (Qu’ils reposent en révolte) está enteramente dedicado a ese episodio. El cine de Kaurismäki, que en su etapa clásica halló en el absurdo y en un romanticismo de fondo, cuidadosamente acidificado, vías de escape (o de consuelo) ante el fatalismo dominante, a partir de El hombre sin pasado, no por nada su película más vista, fue dejando entrar dosis de esperanza hasta entonces impensadas. Dando un paso más en ese sentido, la solidaridad vecinal de El puerto, la camaradería popular frente al despiadado poder político, el deseo de esperanza a toda costa –al precio del cuento de hadas– arrima el cine de Kaurismäki, caracterizado hasta ahora por su austeridad, ironía y pesimismo, a zonas que parecían muy distantes: la idealizada Marsella popular de Marius y Jeannette y otras películas de Robert Guédiguian (no por nada aparece aquí Jean-Pierre Darroussin, uno de sus iconos) y hasta la combativa Gran Bretaña proletaria de Ken Loach, a quien no casualmente el creador de los Leningrad Cowboys cita con asiduidad en entrevistas recientes. En paralelo con el costado social-solidario, El puerto narra una segunda historia: la de la relación amorosa entre el zapatero y su esposa (Kati Outinen, emblema definitivo del cine de Kaurismäki), que conduce de lleno a lo que podría llamarse “melodrama hospitalario”. A diferencia de melodramas previos (La muchacha de la fábrica de fósforos, Juha sobre todo), caracterizados por su seca crueldad, asoma aquí una corriente sentimental, que vincula a Kaurismäki con otro referente que parecía poco afín. Si su cine siempre fue, por su hierático estoicismo, keatoniano, la sentimentalidad de El puerto explica que el realizador más influyente sobre Kaurismäki sea en la actualidad, según él mismo ha confesado en entrevistas, el Chaplin de Luces de la ciudad o Candilejas. Pero la crudeza à la Bresson sigue estando. No sólo en la frontalidad de la cámara y los brazos frecuentemente caídos de sus personajes, sino en la búsqueda de pureza visual que lo lleva a relacionar objetos y miradas, en planos-detalle brutalmente fijos y por cortes abruptamente directos, para extraer de allí sentidos. Véase la primera escena, con su ecuación: mirada hacia abajo del protagonista + zapatillas de los paseantes + caja y pomadas de lustrar, que presenta en tres planos personaje y situación. O el otro sorprendente plano-detalle, que revela esa variante del “en casa de herrero, cuchillo de palo” que es un zapatero de zapatos sucios.
Un mundo menos peor, sin prejuicios La última obra del prestigioso director Aki Kaurismäki ganó un premio en el festival de Cannes del año pasado y ahora llega a nuestro país. Una mirada lúcida y sensible sobre el problema de la inmigración ilegal en Francia. Desde el comienzo mismo del cine existen todo tipo de películas en un amplio abanico que abarca a las extraordinarias, las ordinarias, las genialidades y las miserables, pero pocas que puedan entrar en la categoría de films felices. De esa hipotética lista forma parte El puerto. Presentada en el Festival de Cannes del año pasado y ganadora del Premio Fipresci de la crítica, el film de Aki Kaurismäki (Luces al atardecer, El hombre sin pasado) es una obra maestra que, como siempre en el director finlandés, centra su mirada en la problemática político-social, esta vez desde la inmigración ilegal africana en territorio francés. El drama de los desesperados que llegan a la opulenta Europa para construirse un futuro está contado a través de Marcel (André Wilms), un hombre ya mayor que en el film se sugiere que en el pasado fue escritor y que en el presente se gana la vida como lustrabotas en el puerto, y con las pocas monedas que logra reunir día a día vive dignamente con Arletty (Katy Outinen), su mujer, que arrastra una enfermedad terminal que oculta a su esposo. La apacible vida de Marcel, que parece satisfecho con su existencia, se divide entre el escaso trabajo, su hogar y un bar del barrio que alberga unos cuantos personajes curiosos, se trastoca cuando encuentra a un niño africano –“¿Estoy en Londres?”, le pregunta con el agua a la cintura al sorprendido Marcel, que almuerza en una escalinata en el puerto–, que llegó hacinado al país con otros miserables en un contenedor y escapó de las autoridades de migración. A partir de allí, Marcel da refugio al niño que intenta llegar a Inglaterra para reunirse con el resto de su familia, elude a un policía (Jean-Pierre Darrousin) en plan de film noir y divertidamente desproporcionado para la búsqueda de un indocumentado, mientras cuida a su mujer sin saber que está gravemente enferma. Y poco a poco, en ese barrio apartado de casitas bajas y gente humilde, empieza a surgir la solidaridad, el amor por el prójimo y una humanidad a prueba de los cinismos más blindados. Narrada en un tono de cuento de hadas, El puerto pone en aprietos la tarea de describir la felicidad que produce cada uno de los instantes que está en pantalla, donde las mejores cualidades del hombre emergen libres de todo prejuicio y cálculo, donde el humor, los homenajes a glorias del cine francés como Jean-Pierre Léaud y Pierre Étaix, conviven sin dificultad con la necesidad de retratar a varios, muchos personajes nobles que trabajan, se enamoran y hacen suyas las causas perdidas pero que creen justas.
Un muy eficaz cuento de hadas Indudablemente Kaurismäki permanece fiel a su estilo y a su temática. Y cada vez más, depura su obra sin abandonar su esencia. Esta vez entreteje la vida de un digno lustrabotas, su querible mujer, un pequeño inmigrante africano y una corte de vecinos solidarios, casi tan pobres como él. Unidos en un barrio portuario que parece salido de los filmes de René Clair ("Puerta de lilas" es un referente inmediato), teñidos de la soledad y pulcritud nórdica, Kaurismäki reúne sus excéntricos personajes. Monet (Jean-Pierre Darroussin) es escritor devenido lustrabotas, más cercano a la nobleza versallesca que a la aristocracia de la calle, el inspector obstinado emigró de las películas policiales más clásicas de la tradición francesa y los vecinos son una logia como los de Alex de la Iglesia en "La comunidad", pero con un objetivo altruista. Todo es una fábula maravillosa y nunca tan semejante a una obra de arte que dirigió un maestro casi olvidado llamado Vittorio De Sica. "El puerto" es también un cuento de hadas donde los pobres son angélicos como en "Milagro en Milán" y buscan el sol con alegría. APOYO SOLIDARIO El filme es un Aki Kaurismäki puro. Ascético, sensible, capaz de estremecer de emoción ante esa manifestación amorosa inmensa que adorna la mínima cena preparada por ese prodigio de expresividad llamada Kati Outinen. Este gran director finlandés es capaz de transformar un melodrama sórdido en un pequeño himno al amor y la solidaridad y matizarlo con increíbles grupos musicales que "muerden" el rock con entusiasmo sesentista. Como si esto fuera poco, transforma a esa pareja de la verdulería y la simpática panadera en algo así como un grupo de miembros de la Resistencia francesa, empecinados en apoyar a otro idealista, que juega todas sus cartas para defender a Idrissa (Blondin Miguel), el pequeño africano ilegal. Mínima, austera, emocional, con pequeños cameos de Jean Pierre Léaud ("Los 400 golpes") y Pierre Etaix ("El suspirante"), junto con una singular actuación de un profesional de más de cuarenta años de actuación en el cine francés, André Wilms. Rarezas sensibles que pocas veces entrega el cine de nuestros tiempos.
Una reflexión sobre Europa y los otros El director finlandés Aki Kaurismäki vuelve a los cines de Argentina con una historia situada en el puerto, con la mirada a lo que hay más allá del mar, a los que lo cruzan, a los rechazados en una Europa cíclica. El relato de Le Havre gira en torno a Marcel Marx (André Wilms), un escritor bohemio, que vive junto a su mujer en la ciudad portuaria que le da el título original al fim. Allí, este sexagenario con serios problemas económicos, adquiere el oficio de lustrabotas, por medio del cual conoce a un niño inmigrante (Blondin Miguel) que, por error del transporte en el que se escondió, terminó en esa pequeña ciudad finlandesa y no en la Londres anhelada. Cada fotograma del film es de colección Cada fotograma del film es de colección El gran Kaurismäki, responsable de joyas del cine contemporáneo como El hombre sin pasado o Juha, nos presenta este largometraje sobre la tolerancia, el sentimiento hacia el otro, la bohemia, las relaciones de pareja, el poder policial, la inmigración y, principalmente, sobre el estado (y el Estado) de las cosas en la Europa actual. Nada menos. El protagonista, que se cruza por casualidad a un niño inmigrante y lo ayuda a esquivar a la ley, transita un etapa de su vida con más baches y carencias que certezas y bases firmes. Un escritor en estado de retiro casi definitivo, con una mujer que lo espera pacientemente, con la comida lista, el corazón triste y una noticia oscura a punto de revelarse. Así, en una ruta de tránsito liviano pero impredecible es que el querible Marcel Marx que nos presenta Kaurismäki debe lidiar, además de consigo mismo, con la llegada de un nuevo ser a su vida de bohemia aletargada: un pequeño sin hogar ni "palenque ande ir a rascarse". No por nada uno de los pasajes de la película transcurre en un bar de mala muerte, con música de fondo a cargo de Carlos Gardel y su incontrastable "Cuesta abajo". La Europa expulsiva, caracterizada por personajes como Nicolás Sarkozy y Mariano Rajoy, o la cultura del ajuste perpetuo encarnada por Angela Merkel, está aquí retratada con colores y matices, principalmente en la excluyente presencia de su protagonista, pero también en la postal de esa ciudad portuaria que hace carne aquello de "pueblo chico infierno grande", en la orila de la ciudad, a un mar de distancia de cualquier otro lado. El realizador finlandés, además de la forma en que cuenta la historia, además de la creación de personajes con una riquísima cosmogonía propia, llevó a cabo una composición de cuadro que logra transformar cada fotograma en parte de un álbum de imágenes individuales que a su vez parecen contar otras historias. Algo así como la concreción del concepto "magia del cine".
El último film del director finlandés Aki Kaurismäki llega, como sucede con este tipo de películas, con un poco de atraso. Realizado en el 2010, participó en la edición 2011 del festival de Cannes, donde ganó el premio FIPRESCI. El Puerto es una historia simple, contada de modo sencillo, directo, sin vueltas. Diálogos con frases escuetas, pero mucho valor en las miradas y los pequeños gestos. Con una estética que remite a los film noir de los años cincuenta (el inspector hasta usa sobretodo y sombrero), Kaurismäki se mete sin embargo con un tema muy actual: la inmigración ilegal hacia Europa. En este caso, un contenedor queda varado en el puerto normando de Le Havre, su contenido: familias provenientes de Gabon, África, que viajaban con destino a Gran Bretaña. Uno de sus ocupantes, Idrissa (Blondin Miguel), un chico de unos 13 años, se escapa, y se cruza en el camino de nuestro héroe, Marcel Marx (André Wilms). Marcel es un escritor devenido en lustrabotas, oficio ingrato en este siglo XXI, dominado por la zapatilla, y el calzado de materiales “no-lustrables”. Marcel vive con su mujer, Arletty (Katy Outinen), en una relación que también remite a otras épocas, incluso marcadas en la vestimenta de ella en particular. Él trabaja, trae el dinero a casa y ella lo espera, junto al perro y con la cena lista. Mientras Arletty queda internada con un grave diagnóstico que elige esconder a su esposo, él se encontrará fortuitamente con Idrissa, y se hará cargo del destino del chico, con una hidalguía poco común en nuestra época. El tema de la inmigración no se limita al chico y su familia, sino que veremos que Arletty, y hasta el colega más cercano de Marx, Chang, también son inmigrantes, con sus tristes historias pasadas a cuestas. El escenario se completa con los personajes de este barrio portuario (ese donde, según Arletty, no ocurren milagros), que terminan de enmarcar esta historia de seres comunes y corrientes, simples y sin exigencias, ni entre ellos ni con la vida, capaces de una solidaridad a prueba de economías escasas y fuerzas del orden. Fuerzas representadas por el inspector Monet (Jean-Pierre Darroussin), hombre de gestos y expresiones severas, pero también dueño una ética personal poco frecuente. Se deja ver claramente el arte de Kaurismäki. Es notable el cuidado de cada escena, la mesura en las palabras y los silencios, los movimientos y las pausas, los primeros planos a los objetos y rostros que nos van narrando la historia. La música también nos transporta a otra época, a tal punto que hace falta que nombren el año de un vino para confirmar que la película transcurre en la actualidad. Un producto que resulta encantador, y muy valorable. Otra de esas excepciones cinematográficas que vale la pena aprovechar, ya que no abundan en cartelera.
Sin fronteras En el noroeste de Francia se encuentra Le Havre, una ciudad portuaria donde el viejo Marcel se gana la vida como lustrabotas. En la primera escena comprendemos que el hombre ha visto casi todo en su vida y ya nada lo sorprende, ni conmueve. Con esa mirada, la de aquellos que saben que no tienen por delante más que otro día para seguir peleándola, Marcel vive despreocupadamente con lo poco que gana, dinero que diariamente le entrega religiosamente a su esposa. Cierto día, en el puerto, la policía realiza un operativo en busca de inmigrantes ilegales. Adentro de un container encuentran a una familia completa proveniente de África. En medio del operativo un muchacho, alentado por su abuelo, consigue escapar de la requisa gracias a la inacción del inspector Monet -un estupendo Jean-Pierre Darrousin-, quien hace saber a sus subordinados que él no está para esta clase de operativos. Marcel y el muchacho no tardan en encontrarse, y el viejo en darle asilo con la complicidad de casi todos sus vecinos. Monet, al fin y al cabo un policía, está detrás de ellos, cerca. Así construye el director finlandés un cuentito amable, con toques de comedia, sin estridencias, con personajes lacónicos, casi inexpresivos, subordinados a una dirección tan personal como atemporal. Hay una pesquisa, un juego de gato y ratón que nos depara un final alejado de toda pretención moral ni mucho menos política, simplemente transcurre, como las cosas simples que encierran grandeza.
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La inmigración con acento escandinavo La nueva película del director finlandés Aki Kaurismäki fue mominada y resultó ganadora de varios premios internacionales, entre ellos el Premio FIPRESCI en el Festival de Cannes 2011. El film aborda un tema complejo y duro como es la inmigración africana en Europa, pero su mirada se detiene en la belleza de la condición humana. Le Havre significaba, antiguamente, "El puerto", un pintoresco lugar del noroeste de Francia, en el departamento de Sena Marítimo. Esta ciudad se llamó, en un principio, Franciscopolis en homenaje a Francisco I y en 2005 la Unesco inscribió el Centro reconstruido de El Havre en el Patrimonio Mundial de la Humanidad. Con este marco único, Kaurismäki se digna a recrear una pequeña historia, centrando la mirada en Marcel Marx, un escritor bohemio que se exilia voluntariamente en la ciudad y se convierte en un lustrabotas. Su metódica y rutinaria vida se ve afectada con la llegada de un niño del África, que es buscado por la policía del lugar como si fuera un peligroso asesino. Queda clara la intención del realizador, que coloca el acento en las miradas melancólicas, en los detalles del costumbrismo de la región, en los bares como Au Retour de la Mer y en los sólidos personajes. El puerto es un film pausado y se disfruta, lentamente, como un buen vino, con una baguette recién horneada y un Carlos Gardel de fondo.
Una película buena El cine del finlandés Aki Kaurismäki se reconoce: colores, tono, calma, mundo con límites precisos, una sabiduría que incluye el absurdo, un poco de tango y alguna otra música nostálgica y hasta algo de rock, humor con sordina. A estas alturas, una marca registrada ya hace rato. Conocí sus películas –junto con las de su hermano Mika, (antes se decía “el cine de los Kaurismaki”, aunque con el tiempo Aki, el menor, se destacó notablemente)– en un ciclo en la sala Lugones en los noventa. Las que más me gustaron de ese programa fueron La chica de la fábrica de fósforos y Yo alquilé a un asesino por contrato. Esta última estaba protagonizada por Jean-Pierre Léaud, es decir, el actor-ícono de la Nouvelle Vague, el actor de Truffaut, de Godard y hasta de la película que quizás haya marcado la muerte del movimiento, Le maman et la putain de Jean Eustache. Con Kaurismäki, Léaud también actuó, aunque no de protagonista, en La vie de bohème (1992). A esa película, filmada en París con una mezcla de actores franceses y finlandeses, seguramente se refiera el protagonista de El puerto (Le Havre) cuando habla de su vida pasada bohemia en París. El protagonista de Le Havre es Marcel Marx (André Wilms). En La vie de bohème, Wilms, uno de los “bohemios”, también se llamaba Marcel. Pero Le Havre no es sobre la bohemia, es sobre la bondad, la camaradería, que en la película se adueñan del pequeño mundo de los personajes: la bondad, la amabilidad como resistencia, la política como acción microscópica (este Marx es un zapatero, y no cree en eso de “zapatero, a tus zapatos”). Los pequeños gestos, las pequeñas ayudas: fundamentos de la vida comunitaria de un vecindario nada lujoso de la ciudad portuaria del norte de Francia del título original. La película combina un tema actual como el de la inmigración –ilegal y también desesperada, urgente– africana hacia Europa con un ambiente que no parece de esta época: hay teléfonos antiguos, nada (o poco) de tecnología “moderna”. Hay una referencia a un “error informático” y un llamado, malvado, desde un celular, irrupciones, interrupciones del fluir de la vida, una vida menos bohemia que llena de bonhomía. El llamado malvado lo hace Jean-Pierre Léaud, que en un brevísimo papel parece echar una sombra mitad siniestra y mitad risueña sobre su pasado como adolescente fugitivo en Los 400 golpes. Desson Howe, en el Washington Post, dijo en 1993 que “ver una película de Kaurismäki es haberlas visto todas, pero igual hay que verlas todas”. Sí, también hay que ver Le Havre, y aclaro que entre las últimas de Kaurismäki, El hombre sin pasado se me había hecho, y lo digo como defecto, “demasiado kaurismäkiana”, con demasiado automatismo autoral. Pero Le Havre es menos abigarrada, más aireada, y además de ser una buena película es una película buena. Algo más: hace algunas semanas escribí a favor de Los Vengadores y algunos de los comentaristas sacaron a relucir sus anteojeras estéticas al querer establecer que si a uno le gusta una película industrial de las caras aparentemente no le pueden gustar películas de autores prestigiosos o de jóvenes promesas que trabajan con presupuestos muy inferiores. En fin, no voy a explicar ahora la noción de autor, ni la de política de autor y tampoco la historia de los autores en la industria y su reconocimiento. Tampoco quiero explicarles nada a esos lectores, sólo quiero llamar la atención sobre la estrechez de miras, el tribunismo, la negación irracional de algo en función de la afirmación fanática de otra. A todo esto ayuda, por supuesto, términos pavotes como “cine pochoclero” o “cine arte”, meras etiquetas que –sin querer o queriendo, o sin querer queriendo– son dañinos y ayudan a obturar acercamientos más libres hacia un arte tan variado como es el cine, que es arte en Kaurismäki y es arte en Los Vengadores, entre infinidad de otras encarnaciones.
Aki Kaurismäki vuelve a sus perdedores hermosos. El director de El hombre sin pasado y Luces al atardecer ahora cuenta la historia de un veterano lustrabotas que quiere esconder a un chico africano que llegó como ilegal a la ciudad francesa del título original en un buque de carga. El puerto mantiene esos rasgos que convirtieron al menor de los Kaurismäki en un cineasta único: el humor absurdo en clave tragicómica y, sobre todo, esa rarísima cruza entre el tono distante y el más emotivo humanismo.
El prolífico director y guionista finlandés Aki Kaurismäki vuelve al ruedo en Le Havre con una historia minimalista llena de personajes entrañables y simpáticos, con un sentido del humor irónico y alegre que hace la película no pase desapercibida. Le Havre es una ciudad que se adapta perfectamente a la temática social de la historia, el conflicto de la inmigración, con su tradicional puerto de la clase obrera y la mezcla única de culturas francesas con un clima muy inglés. Con su extraña mirada llena de toques de comedia entremezclados con drama, Kaurismäki va hilando un cuento de hadas urbano que retrata con solidez una temática un tanto peliaguda. A pesar del difícil tópico a contar, el director nunca pierde ese estilo dulzón y juguetón al retratar una zona portuaria de clase baja que aparenta ser gris y descolorida. Lo hace con tonalidades claras y agradables, no solo en la fotografía y en la escenografía, sino también en la candidez de los habitantes del lugar, ya sea la panadera, el almacencero, la dueña del bar o los borrachos habituales. Dichos personajes que pueblan la zona del puerto encajan perfectamente en la trama con sus inquietas personalidades, rayanas en la obnubilación: André Wilms encarna con soltura al entrañable Marcel, un hombre que cualquiera se puede cruzar en la calle o tenerlo de vecino de enfrente; su esposa Arlette, un ángel vestido de mujer gana en expresión y dulzura gracias a la fantástica Kati Outinen y el joven Idrissa, el inmigrante ilegal, encuentra su perfecta personificación en un sensible Blondin Miguel. Cabe destacar también la apatía de Jean-Pierre Darroussin y su Inspector Monet, un personaje que por sus propios lineamientos no debería causar gracia pero Kaurismäki hace de él una marioneta andante. Le Havre es una película graciosa y alegre, que demuestra que todavía se puede tener esperanza en el prójimo y la raza humana toda. Puede ser muy poco realista en el sentido de mostrar la bondad de la gente, pero cualquier pelicula que tenga ese punto de vista como eje central es digna del reconocimiento.
CUENTO DE HADAS El finlandés Aki Kaurismaki es uno de los directores mimados por la crítica. Haga lo que haga, siempre será exaltado. Esta vez se muda a Francia con sus personajes, una galería de seres fracasados, derrotados, solos, distintos Y nos trae un cuento de hadas, lineal y lleno de buenas intenciones. Su cine es el de siempre: austero, básico, absurdo; también pesado, ingenuo y distante. Sus personajes son afectuosos pero van cuesta abajo. Y por eso suena Gardel en la radio para recordarnos que "que en el mundo no cabía/toda la humilde alegría/ de mi pobre corazón". Habla de la inmigración, de cómo Francia va cerrando sus fronteras, de los prejuicios y los miedos. Y dice que la solidaridad y la tolerancia pueden hacer milagros (cura a una enferma incurable y salva a un insalvable) y que sólo en las pequeñas historias y en los seres más simple todavía hay esperanza. Pero es tediosa, elemental, muy explicada. Y hasta con un policía reivindicado en un final que nos hace acordar a "Casablanca". Para muchos, una joya insuperable. Para otros -entre los que me incluyo- un cine hecho de poses, medio lánguido y algo artificioso.
Aki Kaurismäki, finlandés de impura cepa, es de esos nombres del cine que han encontrado la consagración en el gran circuito de festivales. Eso no implica nada, nunca -equivale a decir que una pelìcula es buena porque hace miles de millones- pero en el caso de Kaurismäki, es justo. Es de los pocos directores que han sabido combinar el mundo que lo rodea (esa Finlandia gris y rara), un ejercicio personal del cine -con esos planos que están, incluso en los momentos más dramáticops, al borde de la caricatura- y una profunda empatía con sus personajes. Ahí está como prueba la magistral El hombre sin pasado, o esta El puerto, que marca una continuidad -no una continuación- con aquel film. Aquí hay un escritor que se retira a trabajar de lustrabotas en la ciudad portuaria francesa de Le Havre y su relación con un chico refugiado africano. Dos forasteros en tierra extraña cuyo entrelazamiento no es ni automático ni forzado, y equilibra cada elemento dramático con una distancia justa que nos permite, también, ver el costado ridículo, asombroso o cómico de lo que nos rodea. Hay una puesta en escena de gran precisión (no hay nada de más) y el suspenso de saber cómo estas criaturas deciden comenzar de nuevo con sus vidas, buscar no una utopía (palabra que cada vez tiende más a marcar autoritarismos) sino el propio lugar modelado según las propias reglas. No es fácil conmover sin pegar debajo del cinturón, y aquí el finlandés lo hace con una palmada en el hombro jamás condescendiente.
El rufián melancólico Hay pocos directores que podrían salir airosos a partir de la utilización de citas cinéfilas tan dispares como Fassbinder, Bresson, Keaton, Capra, Truffaut y Buñuel. Sin embargo, hay uno que sí lo hace; es finlandés y se llama Aki Kaurismäki. Las primeras imágenes de El puerto son de una irresistible melancolía y, al mismo tiempo, nos colocan en el clima de la película con un delicado y preciso montaje: Marcel Marx, lustrabotas entrañable, se ve envuelto en una situación absurda propia del código gangsteril. Va de un lado al otro, con apenas tres o cuatro panes bajo el brazo que ha recogido por ahí, en algún negocio vecino, hasta llegar a su casa. A partir de allí, su vida se verá envuelta entre dos frentes dramáticos: el cuidado de un niño inmigrante ilegal de Gabón que intenta llegar a Londres para reencontrarse con su madre y la atención de su mujer, enferma de cáncer en el hospital. La trama bien podría conducir al disparate o a los bajos fondos del sentimentalismo más barato. No obstante, el perfecto equilibrio del realizador en la puesta en escena logra hacer convivir diversas fuentes genéricas (desde el melodrama hasta el policial) sin desenfrenos argumentales ni emociones fáciles, lejos de la trampa y del efectismo. En este sentido, hay en Kaurismäki un gesto muy inteligente de apropiación de la tradición cinematográfica en la que se formó (basta la inconfundible presencia del inmortal Jean-Pierre Léaud). Su paleta de colores opuestos y complementarios, propios de un manierismo clave en los setenta (que recuerdan a las relecturas melodramáticas de Sirk hechas por Fassbinder); las alusiones al cine silente a través de las miradas keatonianas de sus criaturas y de la aparición del genial Pierre Etaix encarnando a un médico; la ausencia de una psicología contaminante y explicativa, sumada a cierto despojamiento, que invocan al maestro Bresson; no impiden que esta película sea un eslabón fértil más de la filmografía del finlandés, una marca registrada en el mejor sentido de la palabra, una obra de autor que, además, añade y profundiza cada una de las constantes que aparecían en sus films anteriores. Por un lado, el humor como herramienta. Lejos de perderse en situaciones de risa forzada, ciertas líneas de diálogo y momentos donde la tensión es evidente, conviven para crear instantes inolvidables: bares con dos o tres locos perdidos entre música, alcohol y cigarrillos; miradas que se cruzan y la duración apenas extendida de los primeros planos para crear un efecto de extrañamiento, hecho que da lugar a otro elemento de privilegio: el absurdo. Kaurismäki se muestra en forma como un maestro en el arte de evitar el disparate. Su humor es reflexivo antes que banal y el sustituto perfecto para no caer en el mero realismo testimonial. Se da el lujo de establecer una denuncia solapada hacia las formas de discriminación del gobierno francés ante los inmigrantes sin resignar sus principios estéticos y su rigurosa construcción visual. Donde otros ponen palabras altisonantes, una mirada, un titular de diario o una canción son los signos que hacen visible el trasfondo terrible que enmarca la historia. Por el otro, los insertos musicales son otro rasgo inconfundible. La precisión para incluir temas musicales de estilos diversos es notable. La introducción del tango Cuesta abajo (ya utilizado en Yo alquilé un asesino por contrato, otra desopilante película de Aki) hasta un concierto de Little Bob, en su performance decadente de Elvis Presley, hablan de un evidente eclecticismo que se disfruta sin reparos. Al mismo tiempo, estamos ante uno de los cineastas que mejor trata a sus criaturas, de una humanidad impresionante y de una presencia cinematográfica como pocas. Basta examinar los rostros y los cuerpos de Marcel y los integrantes del vecindario para comprobarlo. El mismo protagonista es un niño grande, un aventurero a la fuerza, que hace frente a situaciones adversas para tapar su propia imposibilidad de insertarse laboralmente en un sistema que no lo contempla y que lo hace invisible. La grandeza de Marcel no está dada sólo por su cuerpo gigante sino por su inmensidad moral y la solidaridad que impregna en todos los personajes de ese entorno social tan entrañable. Esto último conduce al costado político de la película. La solidaridad es la única forma de sobrevivir en un mundo que excluye y lo que mantendrá juntos a los desclasados (además de los bares y la música) frente a la feroz globalización, con la enorme satisfacción (antes que felicidad) que otorga el compañerismo frente al individualismo. No hay en la película de Kausimäki televisores ni medios apabullantes, sólo espacios sociales o recitales, donde la gente se congrega, no se aísla. Su melancolía, tantas veces referida en el análisis de sus films, no es la de un director aniñado y llorón (tan común por estas tierras) sino un motivo de creación, de inspiración que nunca da lugar a la derrota. En una conversación en la sala del hospital, el médico le dice a la paciente que “puede haber un milagro”, a lo que ella responde “no en mi barrio”. Estas palabras cargadas de escepticismo y de resonancia social, son eclipsadas hacia el final donde Kaurismäki homenajea a Capra y a Qué bello es vivir. Es allí donde la fábula moral se hace presente y uno entiende que todavía hay esperanza.
Una de las obras fílmicas más humanas de los últimos tiempos Menos, es más. Escuchar esto tantas veces en mi otra profesión tiene más de una utilidad cuando se aplica en cualquier rama del arte. No tiene que ver con hacer poco, o despojarse de ademanes y ampulosidades pretenciosas, sino llegar a los extremos de la búsqueda para registrarlos y luego reducirlos hasta la expresión más conveniente. Menos, es más. En la cinematografía es más fácil caer en la tentación de recargar las explicaciones, la redundancia y el exceso de información (signo claro de la inseguridad de la propuesta) que en la simplificación. Hay un cuento de Kafka, titulado “El desaparecido”, en el cual un adolescente de 16 años huye a Estados Unidos e ingresa como inmigrante ilegal, no sin antes conocer a un trabajador (creo que era marinero) de un barco, con quien comienza algunas de las tantas peripecias que vive en el país del norte. Yendo y viniendo sin rumbo ni destino cierto pero, a la vez, influenciado por los distintos estratos humanos con los que se va encontrando. Es muy posible que Aki Kaurismäki halla leído ese cuento y lo referencia en “El puerto”, con la que participó en Cannes en 2011. Menos, es más. Kaurismäki lo sabe porque despoja a su obra de la influencia literaria kafkiana, y de todos los condimentos, para centrarse en la confección de una de las obras más humanas de los últimos tiempos, con la que establece su discurso e inquietud como artista en forma simple y sin eufemismos. Le Havre es en realidad el nombre de la ciudad donde transcurren los hechos. Marcel Marx (André Wilms) es un septuagenario limpiabotas que vive en su pequeño universo barrial donde el bar (con el tango y los muchachos), la panadería (de donde lleva fiado), el almacén, y su casa, funcionan casi como los confines de su necesaria, establecida, y bien ganada rutina. Sin ella Marcel no podría vivir. Es el hombre y su circunstancia. Uno de esos días (concepto perfectamente instalado y filmado con el protagonista haciendo un alto para almorzar), Marcel se ve extrapolado por dos nuevas circunstancia. Primero, su mujer Arletty (Kati Outinen) cae enferma, con internación incierta incluida. Segundo, conoce a Idrissa (Blondin Miguel), un chico senegalés en plena huida de la policía que lo busca por ser inmigrante ilegal, aunque su deseo es sólo pasar por Le Havre para completar su meta que es Londres, donde está radicada su madre. El director y guionista propone el crecimiento de una relación (lustrabotas–niño) a partir del decrecimiento de otra (marido–mujer). Todo bajo la estricta vigilancia del Inspector Monet (Jean-Pierre Darrousin) quien, eventualmente, será el personaje utilizado como catalizador para atar cabos narrativos (también parece un homenaje al inspector Renault de “Casablanca”, 1942). Un agregado más a todo este mundo es la presencia fantasmal del aparato del estado con su falta de tolerancia y políticas de inclusión. El director muestra a Monet recibiendo órdenes de sus superiores sentado en una silla en un despacho mirando fuera de campo. Como si el gobierno de turno fuera un monstruo omnipresente y poco humano. Claro, para lograr la fluidez del discurso y del excelente cine que genera, el realizador deja que los personajes y sus actitudes sean el vehículo de su observación profunda sobre la falta de solidaridad, compasión y humanidad de nuestro tiempo, aunque se ubique con pequeños guiños en los sesenta (tipografías de diarios, autos viejos, etc.) gracias a la dirección de arte y una fotografía que parece impregnada de melancolía. El Kaurismäki elige encuadres y acciones que por momentos parecen congeladas, como si a cada actitud antepusiera un microsegundo de reflexión. Menos es más, cuando los personajes de una película hablan poco, pero explican mucho más con sus actitudes. Así, “El puerto” abre la ventana a una historia bien contada y con un gran espacio dedicado a la reflexión sin banderas políticas, sin golpes bajos y sin rasgarse las vestiduras a favor de un discurso demagógico. Todo eso quedará en manos del espectador. Aki Kaurismäki lo hace todo bien simple para llegar a esta gran lección. Porque a veces, menos es más.
Una historia humana, tierna, romántica, delicada y llena de esperanza. Esta historia se desarrolla en la ciudad portuaria de “Le Havre”. Allí vive Marcel Marx (André Wilms), un escritor retirado y bohemio, lustrabotas, casado con Arletty (Kati Outinen), su vida es rutinaria, pasa un tiempo en el bar donde escucha tango, están sus amigos, sus compras en la panadería donde suele comprar a fiado, el almacén, y su casa, donde lo espera su amable esposa, pronto notamos que sin ella no podría vivir. En la zona los policías descubren un container con varios inmigrantes ilegales africanos, uno de ellos es un joven que logra huir. El protagonista va a la orilla de la costa para almorzar un sándwich, y de una forma muy extraña (como si fuera una sirena), este jovencito negro, tiene sumergido la mitad de su cuerpo, solo intercambian como dialogo gestos, mas tarde este le deja comida sin que nadie lo perciba una bolsita con comida. A raíz de esto su destino sufrirá algunos cambios: su esposa debe ser internada de urgencia, y este chico refugiado de África, que humanamente acobija en su casa, a quien le enseña el oficio de lustrabotas e intentará que viaje a Londres para reencontrarse con su madre y todos los vecinos del lugar en son de solidaridad los ayudan. Cuando nos debemos detener a reflexionar, pensar, y preguntarnos: ¿los milagros existen? , ¿Debemos tener esperanza? y ¿los sueños? El cineasta finlandés Aki Kaurismaki, (Un Hombre sin Pasado, Luces al Atradecer),denuncia los problemas de la inmigración clandestina en Europa, la discriminación, los rechazos de cierto sector de la sociedad, nos ofrece un relato con algo de humor, además es tierno, dulce e inteligente, contiene buenos planos, fotografía y un párrafo aparte para la música: Carlos Gardel y “Cuesta Abajo”, entre otros.
EL VASO MEDIO LLENO Simple y honesto El puerto, como lo indica su titulo original, se refiere a la ciudad portuaria francesa Le Havre, devastada por la segunda guerra mundial y reconstruida en parte según el modelo vigente moderno de esa época, lo que ofrece una mirada algo distinta al típico imaginario que tenemos de Francia. Los films de Kaurismaki siempre tienen la mirada puesta en la esferas más pobres. En El puerto, el protagonista Marcel Marx es un lustrador de zapatos, un adorable personaje que genera empatía en el espectador desde el comienzo. Además esta mirada se cruza con el tema complicado de la migración; en este caso son africanos que llegan encerrados en un conteiner al puerto de Le Havre, donde lapolicía los encuentra y los lleva a centros para inmigrantes. Idrissa, uno de los niños refugiados, logra escapar y se encuentra con Marcel. Él lo cuida mientras su esposa Arletty (la protagonista de La vendedora de fósforos y actriz fetiche del director) está hospitalizada por una grave enfermedad. Se nota que Kaurismaki protege a sus personajes y es generoso con ellos, dándoles la posibilidad de ser humanamente transparentes y nobles. Los demás personajes como la panadera, el verdulero y la dueña del bar son bondadosos y crean una burbuja contra un poder maligno intangible y fuera de campo. Ya sabemos que son pobres, humildes y trabajadores; pero en esta película el director no nos quiere mostrar el lado miserable sino captar otra emoción sin hacer de la pobreza algo pintoresco. Un personaje trascendental en el film es el perro del lustrador. Muchas veces aparece en escena en primeros planos dedicados a él, que sin decir palabra aporta a la narración, siendo una especie de "vouyerista" de las situaciones, haciendo que el espectador sienta simpatía e identificación con él. Los detalles del film lo hacen bello y lleno de símbolos, ya sea en la vestimenta (el vestido amarillo del reencuentro, los tantos planos detalles de zapatos, el planchar de la esposa), presentados de una manera que parece una critica al capitalismo y el consumismo. O las flores (el florecer del cerezo, las flores en casa de la panadera y sobretodo las flores rojas y amarillas en hospital) que a lo largo del film se les dedica un plano detalle a cada una de ellas- es el símbolo del amor en la pelicula. En cuanto a la fotografía es impecable, llena de color y texturas agradables a la vista, como la escena de Idrissa en casa de la panadera, con una decoración minimalista, en la que se encuentra sentado en el sillón sin hacer nada- parece un cuadro; o las escenas en el puerto, tomadas en plano general, en el cual se ve el panorama de Le Havre, donde el mar, el puerto, el detective, Marcel Marx e Idrissa generan contrastes de colores y movimientos suaves. Esta película está llena de imágenes que se quedan gravadas en la mente, gracias al juego de colores, encuadres muy bien pensados y sumado a la emoción de cada situación. Kaurismaki sabe manejar los tiempos, las miradas y las reflexiones sin generar aburrimiento: cada escena es delicada y sutil y los personajes son muy profundos, lo que permite deleitarnos con ellos: tienen un misterio que como espectador queremos descubrir. Se nota que hay una dirección clara hacia lo que se quiere decir y sabe los recursos para decirlo. El film trabaja también el humor y el toque surrealista, a pesar del tema tan político como la migración en Europa. Tiene momentos magníficos, como cuando el lustrador, con su mejor traje, viaja para conocer al abuelo de Idrissa que se encuentra en un campo para inmigrantes. Para que lo dejen entrar, dice que es el hermano albino de la familia (siendo muy francés y muy blanco) y apela al derecho civil (puede acusar de racista al encargado) momento irónico que también es capturado continuamente en el personaje del policía, estilo film noir, casi caricaturesco, a veces con rasgos cómicos (como la escena del ananá en el bar). También está la escena del músico y su novia cuando no puede cantar porque se peleó con ella, “el manager de su alma”. Gracias al lustrador se reconcilian y por varios segundos el director nos deja viendo como ellos se miran, en una especie de imagen congelada y actuada, que como espectador no estamos acostumbrados. Demarca la enunciación, generando esa risa desconcertante, pero que sin embargo por su simplicidad y honestidad no nos distancia de la historia. En estos momentos me acuerdo porque me gusta tanto Buenos Aires: una sala llenísima de un complejo comercial a las 6 de la tarde para ver a Kaurismaki, riéndose de su humor. No se trata de contar una ficción solo para entretener un rato, ni apela al sensacionalismo del tema ni a las emociones. Kaurismaki está muy consciente del dispositivo cinematográfico, nos hace jugar, emocionar, reír y llorar honestamente. Es una película con final feliz, pero no ingenua.
El talentoso director Aki Kaurismaki nos regala una fábula moral sobre un tema muy actual, la discriminación. Un grupo de vecinos luchan para que esa ponzoña no llegue a sus vidas y hacen todo lo posible desde sus modestas vidas para ayudar a un niño africano, inmigrante ilegal, que debe cruzar el Canal de la Mancha y llegar a Londres, donde está su madre. El durante es una delicia de actuación, situaciones aparentemente ingenuas, dolores y amores. Entrañable.
LA HUMANIDAD Sin perder belleza ni amabilidad el filme habla del flagelo de tener que migrar, abandonando el terruño y hasta la propia identidad en busca de un futuro. El puerto (Le Havre, 2011), la nueva película de Aki Kaurismaki es, antes que nada, un cuento audiovisual sobre el amor a la vida y al prójimo, el altruismo, el poder del colectivo organizado y la esperanza. Ambientada en Le Havre, una pequeña ciudad de Normandía que cuenta con el segundo puerto de Francia, el filme cuenta la historia de Marcel Marx, un personaje bohemio devenido en lustrabotas. Una sutil mezcla de burocracia y azar harán que Marcel conozca a Idrissa, un niño africano que viajaba dentro de un contenedor rumbo a Londres pero quedó varado en la ciudad. El niño intentará escapar a la policía migratoria para llegar finalmente a la capital inglesa y en ese arduo transitar Marcel será su principal aliado. Paralelamente Marcel y su esposa Arletty viven su propio drama, ella está enferma de gravedad pero esconde su verdadero estado de salud procurando un milagro para evitar que su marido se desmorone. Sin perder su amabilidad ni su belleza El puerto habla, entre otros temas, del flagelo que representa tener que migrar, abandonar el terruño y hasta la propia identidad procurando un futuro mejor. Curiosamente el mejor ejemplo de esta tragedia no es Idrissa sino Chang, un asiático amigo del protagonista que después de años de lidiar con migración y mediante un oneroso pago debió renunciar a su propia identidad para pasar a “ser” la persona que dice su nuevo documento. Kaurismaki tiene la inteligencia y la sensibilidad para vincular estas historias con las de migrantes que no tuvieron tanta suerte, como los compañeros de fuga de Idrissa que terminaron en un campo de refugiados. Pese a que, como corresponde para un mejor fluir del relato existe un antagonista empeñado en denunciar al joven africano ante migraciones, los personajes más y mejor desarrollados por el realizador finés son esencialmente bondadosos. Incluso van más allá de sus posibilidades materiales en el empeño por que Idrissa pueda llegar a Londres y reencontrarse con su madre. Le Havre es una de esas películas que no necesitan esconder las miserias del mundo para hacernos creer que ser generoso y altruista, hacer el bien sin mirar a quien, puede tener recompensas inesperadas que nos ayudan a creer que el mundo puede ser un lugar mejor… al fin y al cabo solo se trata de un cuento, y creer nunca está de más.
Al diablo la realidad ¿Se puede resumir en poco más de noventa minutos casi toda la cultura moderna de Occidente para dar un mensaje poético y esperanzador a la vez? El finlandés Aki Kaurismäki demuestra que sí, se puede. Ambientada en Le Havre, Francia, “El puerto” tiene como protagonistas a un puñado de seres cuasi marginales, que llevan un modo de vida extremadamente modesto, pero llamativamente digno. El personaje central es un hombre mayor que aparentemente sobrevive como lustrabotas callejero. ¿Su nombre?, Marcel Marx. Vive en una modesta casita, en una barriada muy parecida a cualquier villa suburbana argentina, con su mujer, Arletty, y una perra, Laika. Las costumbres cotidianas del matrimonio, con sus rituales y gestos, develan una educación y un buen gusto que contrastan con los limitadísimos recursos con que subsisten. Con breves pinceladas, Kaurismäki se las ingenia para mostrar el entorno y sus características, donde la violencia dice presente desde un principio, aunque también se ve contrarrestada por los fuertes lazos que se generan entre esos seres de oficios tan precarios como eternos. Músicos ambulantes, meseras, verduleros, panaderas, buscavidas varios y por supuesto, los omnipresentes policías. Con ese aire de cuento de hadas que el finlandés les imprime a sus películas, “El puerto” muestra cómo de repente la vida de Marcel sufrirá un cambio inesperado y profundo. Es testigo, sin querer, del hallazgo de un grupo de inmigrantes africanos en un contenedor depositado en el puerto por alguno de los barcos arribado recientemente. Los polizones son detenidos por la policía pero un adolescente logra escapar. El joven Idrissa lo único que quiere es llegar a Londres, donde está su madre. Su abuelo lo acompañó hasta allí y ahora sus destinos toman caminos diferentes. El anciano será recluido en un centro de refugiados y el pequeño, a la buena de Dios, tratará de cumplir con su objetivo. El caso despierta gran curiosidad en el ambiente y un revuelo constante de policías. Y por esas cosas, el muchachito termina en casa de Marcel, quien de golpe se encuentra solo porque su mujer tuvo que ser internada de urgencia por una grave enfermedad. A partir de allí, Marcel se multiplicará. Tendrá que hacerse cargo de varias cosas a la vez, pero se lo ve decidido y como fortalecido por la adversidad, que le da más responsabilidad y a la vez refuerza su sentido del deber y de la solidaridad. Talento y magia El sentimiento es contagioso y entre todos los vecinos consiguen ayudar a Idrissa y también darle una mano al hombre afectado por la enfermedad de su esposa. Y paso a paso, las cosas irán acomodándose de modo que se arribe a un final feliz, aunque sea momentáneamente feliz. Tanto, que un hombre que no expresa tener ninguna fe religiosa, termina creyendo en que los milagros existen y él ha sido tocado por esa gracia inexplicable. Kaurismaki lo hizo, una vez más. Con su talento y su magia, logra transmitir un mensaje pleno de sentido humanista que sin escamotear la dura realidad, eleva el pensamiento hacia realidades más espirituales y bellas, otorgándoles un sentido trascendente a las experiencias humanas, por más insignificantes que parezcan.
Como una fábula de nuestro tiempo A medida que transcurre la historia, se puede llegar a sentir que se va abriendo una ventana a un mundo en donde las pequeñas acciones cotidianas se elevan a categoría de acto poético. El mundo de los inmigrantes y los postergados. Tuve la infinita dicha de poder ver por primera vez este último film de Aki Kaurismäki a principios del mes de marzo de este año en el Encuentro Pinamar 2012. Y desde entonces, en más de una oportunidad, en mesas de cafés, en encuentros con amigos, en escritos varios, vengo citándolo y hasta el presente lo sigo considerando como el film más entrañable de todo este año. Más aún, ya figura en mi álbum personal de mis films más amados de la historia del cine. Tal vez no sea esta, desde lo profesional, la manera de iniciar una crítica de cine. Pero siento este oficio como una auténtica pasión, como una actividad que recorre el fluir de las emociones, en la que los textos y films se abrazan, discuten, se entregan y se vinculan de múltiples maneras. Ante un film como "El Puerto", definido por su autor como una "fábula de nuestro tiempo", a lo cual adhiero, uno puede llegar a sentir que se nos va abriendo una ventana a un mundo en donde las pequeñas acciones cotidianas se elevan a categoría de acto poético. Los actos de cada día, de estos personajes que habitan este barrio que orilla la zona de Le Havre, en la zona alta de Normandía, en este humilde barrio de casitas bajas, con sus artesanos y obreros, con su típico bar en el que una noche se podrá escuchar la voz de Carlos Gardel y que a más de uno los llevará a que se asomen los reflejos de los óleos de Quinquela Martín; esos pequeños actos que despuntan desde la mañana son captados con la impronta de la sonriente ternura de René Clair y la neblinosa mirada del origen nórdico de su realizador, quien ha elegido una gama de luces que por momentos le otorga un toque de irrealismo crepuscular a los instantes que acontecen. El plano de apertura del film nos presenta a Marcel Marx, un hombre que orilla los sesenta, alguna vez escritor allá en París, ahora, junto a otro amigo, ambos lustrabotas, esperando en sus funciones en un lugar de Le Havre, ante la llegada de los pasajeros. Esperan y este oficio ya parece ser de otro tiempo, bastan simplemente algunos planos detalles para confirmarlo. Marcel es un soñador, vive con su mujer Arletty y su perra Laika (pensemos en el significado de este nombre) en una modesta vivienda y pasa algunos momentos, feliz, junto a sus amigos en el bar. Y son ellos mismos los que parecen compartir ese mundo en el que aún pueden ser posibles las utopías. En ese pequeño lugar, transitado por la escritura de relatos orales, irrumpirá primero como sospecha y luego como manifestación inequívoca uno de los grandes dramas de nuestro tiempo, el que tantos gobiernos ultraconservadores tomaron como bandera para triunfar victoriosamente en las urnas, el que confirma una vez más el despojo y la exclusión: el de los inmigrantes que provienen de Africa y de Medio Oriente. Los llamados ilegales, por gran parte de los medios europeos. En un container, cerrado, que se eleva ante nuestros ojos y ante la mirada de las fuerzas policiales y enfermeros; en ese container desde donde partían llantos de bebé, un grupo de hombres y mujeres africanos de diferentes edades, capturado en un cerrado plano general, emblemático de nuestro tiempo, Aki Kaurismäki nos pide fijar nuestra mirada. Y en su interior, un niño que escapará de allí, ante la aprobación de sus mayores, burlando a las autoridades, escondiéndose, tratando de sobrevivir a lo largo de todo ese fatigoso día. Corriendo, como aquel niño Antoine Doinel, sobre el final de aquella obra maestra de Francois Truffaut del 59, "Los cuatrocientos golpes", interpretada por Jean Pierre Leaud. Y ahora es este mismo actor, ya en su veteranía, que se asume como el delator del barrio, que informa telefónicamente a las autoridades sobre este niño inmigrante africano, de nombre Idrissa, que corre por las calles y que en pocas horas mÓs conocerá a nuestro lustrabotas, en este cruce admirable que este film admirable nos propone, en el que se saludan y se estrechan las manos Vittorio De Sica, René Clair, Francois Truffaut, Ettore Scola, Jacques Tati y por cierto Pierre Etaix, actor que compone en este film al Dr.Becker. Si bien en el 2011 "Le Havre" formó parte de la selección oficial en el Festival de Cannes, el film de Aki Kaurismäki en esta oportunidad no obtuvo galardón alguno; por el contrario, la Palma de Oro fue para "El árbol de la vida" de Terrence Malick, obra que considero absolutamente olvidable por su postura conformista, conservadora y viciosamente new age. No obstante, el film que hoy recomendamos y recomendamos fue sí distinguido en numerosas muestras y en otros festivales como se puede hoy seguir en otros medios informativos. Cuesta creer, sin embargo, que algunas revistas hayan objetado de este film su apuesta a la creencia de "un concepto de utopía victoriosa" o "de la defensa de sus posturas idealistas". Con la llegada del niño africano, Idrissa, todo el barrio participará de su apoyo frente a la severa mirada de control policial. Pero el niño desea continuar el viaje. Y esto lo que lleva a una nueva campaña. La noche se enciende con el jazz, el rock y el soul y las promesas se abren como luego lo harán las flores del cerezo. Mientras tanto, alguien espera en un hospital y posiblemente la luz pueda virar hacia otro tono. En deslizamientos pausados que nos recuerdan algunos momentos de los más fascinantes melodramas clásicos, y basta sólo un cambio de luz y un nuevo fraseo musical para ello, "El Puerto" traza breves escenas de calibrado humor que nos llevan a sonreir ante el prodigio de lo espontáneo; ante ese guiño que se juega sobre la cubierta de la embarcación y de frente al bar que tanto nos recuerda a la mítica "Casablanca", en nombre del principio de una amistad; y con lágrimas en los ojos, de felicidad, ante esa solidaridad, ante todo esto que necesitamos, ante el reconocernos en el dolor del otro; como lo lograban los hermanos Dardenne en este film que vimos hace unos días en "El chico de la bicicleta", como nos lo ofrece Robert Guediguian en su último film, presentado el pasado martes en Cine Club, "Las nieves del Kilimanjaro".
Perdedores hermosos Marcel Marx, ex-escritor bohemio y alcohólico devenido lustrabotas de una ciudad portuaria se cruza, cuesta abajo en su rodada, con un niño africano que acaba de llegar en un container y busca reencontrarse con su madre. Ese es apenas el punto de partida con el que el director finlandés Aki Kaurismaki (Luces al atardecer, El hombre sin pasado) desarrolla su tan particular tragicomedia. Si bien la temática de la inmigración ilegal la acerca a propuestas vistas recientemente como Figuras de Guerra o la rosarina El gran río, lo que hace Kaurismaki solo es comparable con sus trabajos anteriores, por la manera de querer a los personajes y de contar con distanciado humor las historias más tristes. Un retrato muy humano de antihéroes que, a fuerza de ser solidarios, terminan llegando a buen puerto.
Publicada en la edición digital de la revista.
Publicada en la edición digital de la revista.
Tender la mano "Le Havre" o "El Puerto" es la película que debería haberse llevado la Palma de Oro en 2011. Ya está, lo dije. "El árbol de la vida" de Terrence Malick fue muy buena película y la disfruté, pero en comparación con este trabajo de Aki Kaurismäki nada tenía que hacer. El director finlandés saca lo mejor de sí para entregar cine puro, toma un género tan difícil como el de la comedia/drama y lo combina con denuncia política, una práctica común en el séptimo arte con la diferencia de que acá la técnica cinematográfica es impecable. La atmósfera que logra crear es poderosísima, capta la miseria material y la riqueza espiritual de sus protagonistas con absoluta belleza, invita a querer ser mejor sin golpes bajos ni sentimentalismos, alimenta el corazón del cinéfilo que por estos tiempos simpatiza con la fatalidad (me incluyo entre ellos) y oscuridad de las tramas menos inocentes. Para el espectador menos predispuesto puede no llegar a ser todo lo magnífica que me pareció a mí, pero estoy seguro que podrán disfrutarla de todas maneras y no sentirse que están frente al capricho de un artista loco al que le pintó experimentar con el cine y volcar sus excentricidades más bizarras en 90 minutos de film. Para el que no tiene idea acerca de la trama le cuento que la historia se centra en Marcel Marx, un artista parisino exiliado que actualmente se gana la vida como lustra botas en la ciudad portuaria de Le Havre, y su accidental encuentro con un niño inmigrante del continente africano al cual debe ayudar para que llegue a Londres y se reencuentre con sus familiares. En el medio, habrá un misterioso detective que seguirá sus pasos de cerca y con el que se producirán los mejores momentos en pantalla. Un obra bienintencionada que se filma buscando la atemporalidad, tratando de transmitir que sin importar donde, en qué época, de qué clase social, o en qué situación nos haya puesto la vida, siempre se pude tender una mano al otro y hacer de este mundo un lugar más feliz para habitar.
Figuras de la resistencia La solidaridad es un término tan gastado como el concepto de resistencia; usados sin discreción se vuelven exangües. Pero en El puerto no se dicen, se muestran, y de un modo tal que la ternura preside los actos de los personajes y la lógica de los planos. No hay muchas películas como esta pequeña obra maestra de Aki Kaurismäki. ¿De qué se trata? En principio, de la inmigración ilegal en Europa, en un tono no muy lejano del cuento de hadas, incluso hasta habrá un milagro, aun cuando el apellido del protagonista, un lustrabotas, no resulte simbólicamente inocente: Marx. Será él quien lidere la resistencia barrial frente a un sistema de persecución casi militar que funciona al norte de Francia, en Le Havre, en Calais, como si se tratara de una guerra difusa contra el extranjero. Aquí, un niño procedente de África, hallado en un contenedor junto con otros "muertos vivos", se ha escapado. En los diarios el intruso preadolescente ya casi parece tener vínculos con Al Qaeda, y habrá vecinos soplones, tal vez nostálgicos del régimen de Vichy, dispuestos a denunciar por teléfono el paradero del terrorista, sustitución ideológica del judío (lo que explica el anacronismo discreto de la puesta en escena: los teléfonos antiguos y la mixtura de autos antiguos y modernos). Marx, que trabaja con un vietnamita con residencia y casado con una finlandesa, es sensible a la suerte del niño. Le dará un sándwich, un techo, hasta juntará dinero organizando un concierto de rock para pagar el viaje clandestino que lleve al pequeño Idrissa a Londres, donde viven algunos de sus familiares. Mientras tanto, su mujer será hospitalizada: una enfermedad mortífera anida en su vientre. Pero El puerto, a pesar de lidiar con la xenofobia y la violencia de estado, jamás asfixia. Su paradójica austeridad expresionista opera un distanciamiento mágico sin anular la clarividencia. Los colores elegidos, los ocasionales compases musicales de Rautavaara, la (in)expresividad de sus intérpretes y el retrato amoroso de una comunidad en la que los humildes se organizan para ayudar a esa criatura peligrosa llegada de un continente desposeído se imponen a la naturaleza aciaga del tema. ¿Así se filma la utopía? El gran Kaurismäki, en un inclasificable estado de gracia, nos cuenta acerca del estado del mundo. De los planos iniciales de los zapatos de los transeúntes de una estación hasta el plano medio de un cerezo en flor, habrá pasado una hora y media: tiempo suficiente para volver a creer en el cine.
Los finlandeses Aki y Mikas Kaurismaki basaron su cine en criaturas marginales que sorprenden. Esta comedia agridulce la dirigió Aki en la ciudad-puerto de Le Havre, Francia, para una historia de perdedores que, a su manera, saben ganarse su lugar en el mundo. Marcel, un bohemio, escritor frustrado, pasados los 50 años sobrevive como lustrabotas en compañía de su perro. Su encuentro con el joven Bolodin, un refugiado que llegó de África, sin papeles, será providencial. El muchacho no quiere que lo deporten. Arrastra un pasado de horror. Marcel lo oculta y lo proteje de inmediato. Un sabueso implacable ronda la zona con ganas de hincarle el diente. Pero para Kaurismaki ningún personaje es del todo detestable. En algún momento, todos muestran su cara más solidaria. Las cosas se le complicarán a Marcel por la enfermedad de Arletty, su mujer. Hay critica a burócratas y funcionarios públicos, con humor sardónico.
Una fábula socialista Agosto será un mes de cine político en Córdoba. Al estreno de “Tierra de los Padres” y “Cuentas del Alma”, la próxima semana le seguirá la reposición de uno de los mejores filmes que haya dado el siglo que transitamos: “Figuras de la guerra”, de Sylvain George. Pero vale la pena anticiparnos a las novedades con el comentario de otra película que aún no ha llegado a nuestras salas (aunque está anunciada para las próximas semanas), destinada también a ubicarse entre lo mejor del año, ejemplo magnífico de la amplitud y vitalidad que puede tener esa categoría que mentamos al inicio de la nota: hablo de “El Puerto”, último opus de Aki Kaurismäki, acaso uno de los filmes más lúdicos y explícitamente políticos del director finlandés, un verdadero autor cinematográfico en el sentido clásico -y político- del término. Ocurre que a menudo se asocia el “cine político” (categoría que, reiteramos, es redundante porque todo cine lo es, ya que todo filme posee una visión del mundo, y del propio cine) con una estética realista, derivada de una búsqueda testimonial o de denuncia, lo contrario de lo que suele suceder en los filmes de Kaurismäki. El finlandés ha sabido construir un universo absolutamente propio, que aún con las múltiples referencias cinéfilas que contiene es siempre personalísimo, tanto que nos basta ver un par de planos de sus películas para identificar su autoría. Aquí, en su primera incursión fuera de Finlandia, Kaurismäki realiza además una apuesta doblemente desafiante: compone una fábula de tintes socialistas, que contiene una insólita cuota de optimismo para sus cánones cinematográficos, y al mismo tiempo aborda un tema tan acuciante y presente en Europa como es la inmigración ilegal, aunque sin banalizarlo. El resultado es Kaurismäki puro, un filme capaz de ofrecer una implacable lectura del mundo sin renunciar por ello a la esperanza, el humor o la belleza, o mejor a la simple posibilidad de soñar con otro estado de cosas posible. Los tres planos iniciales del filme sintetizan un estilo narrativo: lo primero serán los sonidos de una estación de trenes, pero el fundido a negro dará lugar a un plano medio de nuestro protagonista, un limpiabotas llamado Marcel Marx (André Wilms, que interpreta al mismo personaje de “La vida bohemia”), que acompañado por un inmigrante oriental mantiene su mirada fija en el piso. Le seguirá un plano de los pies de los transeúntes, que bastará para sugerir el anacronismo y la situación social de Marx: nadie usa ya zapatos, el oficio del lustrabotas pertenece a otro tiempo histórico (algo que enfatiza el tercer plano, que enfoca sus elementos de trabajo). La cámara volverá a Marcel, que sigue mirando al suelo hasta que aparece un cliente potencial, también un personaje de otro tiempo pues semeja un mafioso de cine clásico (que, efectivamente será asesinado poco después en fuera de campo). “Vámonos antes de que nos culpen a nosotros”, dirá Marcel y ése prólogo, que pertenece a otro filme, bastará para explicitar una lectura del mundo, las condiciones de una existencia. Como apunta Marcos Rodríguez en “El Amante”, ese corto policial conseguirá dejar sentada también una posición política y ética: Kaurismäki elige contar las vidas de aquellos que están en los márgenes, que apenas figurarían como extras en una película de género. Por eso, El Puerto será otra cosa, acaso una lúdica impugnación de ese estado del mundo, o una fábula sobre cómo la solidaridad de clase puede enfrentar las injusticias del sistema. Ocurre que Marx dará con un niño inmigrante de África, que escapó de una redada y quiere llegar a Londres: pese a su precaria situación económica, y a que tiene a su esposa internada, Marcel no dudará en albergar al joven y ayudarlo en su odisea. Lo acompañará su pequeña comunidad de vecinos (aunque nunca faltará un delator, el emblemático Jean-Pierre Léaud) y hasta el propio comisario a cargo del caso tendrá algunos gestos amistosos, aunque quizás oculte otras intensiones. Auténticamente popular y formalmente refinado, la lucidez política del filme podría pasar desapercibida por ese supuesto romanticismo social, aunque en realidad Kaurismäki mantiene su mirada crítica e inclemente del mundo. Véase si no el tratamiento que le dan los medios a la noticia: “¿Armado? ¿Será de Al Qaeda?” Titula un diario al informar del escape del joven; poco después, se mostrarán imágenes reales de los noticieros sobre las revueltas en Calais, cruce central para la inmigración africana (y objeto del documental de George citado al inicio). Si bien los poderosos quedarán fuera de campo, las consecuencias de sus acciones estarán siempre presentes, así como también los efectos de la injusta distribución del dinero (que cobrará un protagonismo inusitado en el filme). La estética pop de Kaurismäki, con esos colores vivos y esa fotografía que cruza ráfagas de luz en el plano para emular al cine clásico, servirá para acentuar también el carácter artificial de la fábula. Hasta el típico humor absurdo del director se encuentra atravesado por la situación de clase y se vuelve más negro aún: “Sólo cabe esperar un milagro”, le anuncia el médico a la mujer de Marx: “No en mi barrio”, le contesta Kati Outinen. Sólo el legendario pesimismo del director finlandés se encuentra dosificado, pero en este caso por una legítima y necesaria fe en la solidaridad de clase y en el humanismo intrínseco de los desplazados. Por Martín Iparraguirre
Publicada en la edición digital #2 de la revista.