Redención Antes de enfrentarse a Dolor y gloria conviene volver al final de la película inmediatamente anterior de Pedro Almodóvar, Julieta (2016), en el que el personaje del título recibía por fin una carta de su hija Antía, desaparecida desde hacía doce años. La carta, leída en off, relataba un suceso profundamente traumático, la muerte de un hijo, y cómo este hecho había provocado que Antía reconsiderase su postura frente a su madre, a la que culpaba indirectamente de la muerte de su padre. Una pérdida era la causa de su alejamiento, otra pérdida abría la puerta a la reconciliación. Como en El sur (Víctor Erice, 1983), película con la que Julieta comparte una modulación similar de la voz narrativa, incluso el recurso muy deus ex machina de una carta que desatasca el conflicto y que tiene un efecto liberador, Almodóvar deja en suspenso este reencuentro, abandonando a Julieta y Leonardo mientras conducen por un paisaje alpino. Dolor y gloria no tiene como eje ninguna pérdida, pero sí un largo y complejo proceso de reconciliación, la de un director maduro, Salvador Mallo (Antonio Banderas), con su pasado y con las personas de su entorno, las que lo han acompañado en sus peripecias vitales y en su carrera artística, a las que siente que ha defraudado. El cine español ha demostrado en el último año una querencia un tanto insólita por la figura del artista en pleno bloqueo creativo, ya sea la cantante que Nawja Nimri interpreta tanto en Quién te cantará, de Carlos Vermut, como en El árbol de la sangre, de Julio Médem, o el cineasta que Almodóvar retrata como un doble casi exacto de sí mismo, medio retirado por culpa de los múltiples dolores que lo atenazan. La estructura de Dolor y gloria puede ser la de un film testamentario, el retrato de un artista cuyo cuerpo ha envejecido prematuramente y al que ya solo le queda hacer las paces con los suyos y consigo mismo antes de abandonar el mundo. En efecto, Salvador Mallo se reencuentra primero con el actor de uno de sus primeros éxitos, Alberto Crespo (Asier Etxeandía), con el que había roto treinta años atrás, luego con el amor de su juventud, Federico (Leonardo Sbaraglia), con el que no ha vuelto a mantener contacto desde 1985, para finalmente, en forma de flashback, volver a revivir los últimos días de su madre (Julieta Serrano) y los reproches que todavía lo atormentan. Podría decirse que el último eslabón de este ajuste de cuentas con el pasado es el propio Salvador, acuciado por las enfermedades, esos dolores que intenta mitigar con un cóctel de ansiolíticos y paliativos y, tras su encuentro con Alberto, también con heroína. La estructura, decía, puede ser la de un film testamentario, pero Dolor y gloria no narra tanto una despedida como una suerte de renacimiento o, en sentido estricto, un proceso de redención. Todos estos personajes del pasado tienen algo de fantasmas, de figuras oníricas, algo que se cumple totalmente en el caso de la madre. Su personaje es en realidad la coprotagonista de la película, pues toda una sucesión de flashbacks nos devuelven a la infancia de Salvador (ahora Asier Flores) y su relación con su madre (ahora Penélope Cruz) durante la etapa en la que vivían en una casa-cueva de Paterna (Valencia). El sentido último de estas escenas se desvelará en la secuencia final posibilitando una relectura alternativa de toda la película. La gran paradoja es cómo este recurso metanarrativo acaba convirtiéndose en un argumento profundamente emotivo, quizás porque, como en Julieta, evita comprometerse en innecesarias explicaciones y la imagen de la claqueta final basta para suturar las diferentes partes de la película, ese constante ir y venir entre pasado y presente, entre la realidad y el imaginario creativo. También porque marca una definitiva vuelta a la vida que, ahora lo sabemos, se había ido sustanciando a medida que se sucedían esos reencuentros con el pasado, todos ellos, en realidad, detonantes de actos creativos: gracias al contacto con Alberto este pone en escena La adicción, lo que da pie al reencuentro con Federico; el hallazgo accidental de una acuarela hace que Salvador rememore una insolación infantil causada antes por el cuerpo desnudo del pintor y albañil (César Vicente) que por la exposición a la luz solar, pero es el desencadenante para que se siente de nuevo a escribir un guión titulado El primer deseo. El monólogo teatral con su evocación de los años de la Movida madrileña o la película dentro de la película retoman esos temas y elementos que han constituido la esencia del cine de Almodóvar, aquello que podríamos identificar como lo almodovariano. Esta operación de reciclaje recuerda en buena medida la practicada en Volver (2006), un retorno a los orígenes, a ese gen almodovariano, después de una película poco satisfactoria en lo comercial, entonces La mala educación (2004, la película inmediatamente posterior a sus dos mayores éxitos internacionales: Todo sobre mi madre y Hable con ella, de 1999 y 2002), ahora Julieta. El contraste de Dolor y gloria con esta última es notable, más que nada porque Julieta constituye el giro más radical en toda la carrera de Almodóvar, cuyo manierismo formal y nivel de autoexorcismo de sus fantasmas personales había alcanzado su cénit con La piel que habito (2011). Si Los amantes pasajeros (2013) le sirvió para soltar lastre y desgranar todos aquellos chistes que no tenían cabida en sus barrocos melodramas psicoanalíticos, en Julieta conseguía emerger un Almodóvar nuevo. Como fuere, puede que gracias al referente literario que le proporcionaba Alice Munro (por más que esta no fuese la primera adaptación de su carrera), lo cierto es en Julieta apenas se vislumbraban las huellas de lo almodovariano, una película sin desvíos humorísticos y en la que el drama no dejaba en ningún momento que asomase su sublimación, es decir, el melodrama. Todo ello derivaba en una transparencia narrativa que no sé si se podría denominar “clásica”, pero, como sucede con las últimas películas de Clint Eastwood (y La mula sería un buen ejemplo), parece el producto de una destilación estilística que ha conducido a una suerte de ascetismo en el que Almodóvar se ha despojado de cualquier tentación retórica. Lo verdaderamente sorprendente es que el estilo de Julieta haya conseguido sobrevivir dentro de una propuesta narrativa que no solo se construye en torno a lo almodovariano, sino que se configura como un autorretrato que en ningún momento pretende ocultar o siquiera disimular su condición, como si quisiese testar ese nuevo estilo en los materiales de toda la vida. Si ese cine que culminaba en La piel que habito hablaba del propio cineasta a través de intrincados mecanismos formales y narrativos, Dolor y gloria lo hace de una forma más directa, dejando que el relato fluya con naturalidad gracias a un guión muy controlado que logra equilibrar los diferentes tiempos narrativos y camuflar la indiscutible complejidad de su estructura. Sin el subterfugio de la ficción y en primera persona, Almodóvar se confiesa, sincera y expone a través del personaje de Salvador. No solo son sus temas, es su propia casa, sus objetos y sus gustos literarios, cinematográficos o musicales; también sus dolores. Y, a través de la caracterización de Banderas, es su pelo y su barba, sus gestos los que en algún momento rozan lo impúdico y pueden provocar hasta una cierta incomodidad cuando nos imaginamos al cineasta moldeando su autorretrato a partir de la materia prima que le proporciona el actor. Pero, incluso en los momentos que se aproxima a la autoparodia y que son también los más complacientes (la secuencia de la Filmoteca, lastrada en buena medida por el personaje de Julián López, o algunas réplicas marca de la casa y por eso mismo demasiado autoindulgentes), la portentosa interpretación de Banderas acaba por eclipsar buena parte de las demás virtudes de la película, hasta el punto qué se puede llegar a sospechar que toda la construcción narrativa está al servicio de su caracterización, que la finalidad de la propia película no es otra que encumbrar al actor y, a través de él, al personaje, a ese Salvador Mallo bajo cuya máscara (apenas) se oculta Pedro Almodóvar. Todo autorretrato tiene algo de gesto narcisista y Dolor y gloria es la demostración definitiva.
Lo primero que sorprende de Dolor y gloria es su aparente sencillez. Tras una serie de películas en las que Almodóvar le disputaba a Brian de Palma el céretro de los relatos enrevesados, de las historias interconectadas, llenas de cajones secretos ligados entre sí y construidos con manos de orfebre, he aquí una película que, de pronto, parece cristalina como el agua del río que la inicia. O, tal vez, increíblemente gaseosa. Como lo es esa familia, extraña y reducida, de películas de recuerdos ligados a una casa. Dos ejemplos: la hamletiana Morir, dormir, tal vez soñar (Manuel Mur Oti), o la más sacramental Visita o memorias y confesiones (Manoel de Oliveira). Y no creo que sea casualidad que Almodóvar haya, como se comenta, buscado recrear exactamente su apartamento para diseñar el de Salvador Mallo (Antonio Banderas). Porque, al igual que en esas dos películas, los flashbacks no parecen aquí, como cabría esperar, enhebrados en una compleja construcción, sino más bien como el fruto de resortes aleatorios, en un viaje flotante y opiáceo por el memory lane ficcional del cineasta. Creo, en realidad, que Dolor y gloria es mucho más compleja de lo que parece, sólo que la complejidad es liviana, fluida, no pesa más que la ficción. Me explico relatando un momento clave: el personaje de Salvador se ha reconciliado con el actor protagonista de una vieja película suya, y éste descubre un guion que nunca filmó, una confesión íntima sobre un gran amor pasado, destruido por las drogas. Salvador le permitirá tomarlo y adaptarlo, en forma de monólogo, al teatro. Ese será el único momento de la película en el que cambiemos de punto de vista: tras seguir las deambulaciones de Antonio Banderas y sus recuerdos, de pronto, éste sale de la película. O mejor: sigue en ella, pero de prestado: es su narración la que se encarna en otro cuerpo. Y, en ese momento, en ese teatro, entre los espectadores y frente a ese otro cuerpo se encontrará, por casualidad, el amor perdido del relato (Leonardo Sbaraglia). Todos esos recuerdos invocados hasta entonces en la película por la cabeza de Salvador, de pronto, son invocados por el cuerpo de otro personaje que les da voz, y es ese momento el que hace que, al fin, el pasado se presente en la película, Leonardo en casa de Antonio, el verbo hecho carne. En un movimiento que parece totalmente natural (un personaje lee algo que otro ha escrito), el giro que Almodóvar opera en su narración y en la construcción de su película es mucho más radical que el más brillante giro temporal de La piel que habito o La mala educación. Esa naturalidad aparente a todos los niveles, posiblemente provocada tras la decepción plástica de Julieta (en una entrevista de Almodóvar que pude realizar con Álvaro Arroba, este contaba su frustración en esa película por rodar en digital: “yo soy como un pintor que coloca colores no en un lienzo, sino ante una cámara, y sin celuloide, no sé qué sucede a mi materia”), casi milagrosamente, se encuentra puesta al servicio de Antonio Banderas. Resumir lo que Banderas hace aquí como actor llevaría demasiado espacio: intérprete de una versión posible de Almodóvar, increíblemente preciso en los ritmos, denso en la palabra, grácil en los movimientos, es casi un tipo de interpretación inaudita en el cine español. Su capacidad creativa es tal que nos da la sensación, por momentos, de que los actores frente a él resultan buenos gracias a él, que hay algo en el espacio que él crea que convierte en válido y emotivo cualquier gesto que pueda tener enfrente. De ahí que los trazos del cineasta parezcan más discretos, más cotidianos: incluso el giro final, que podría recordar al de Vida en sombras (Llobet-Gracia) o, por ejemplo, a El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami), resulta menos vertiginoso y revelador que estos. Hasta la ruptura fluye, aquí. Sin que esto signifique que no haya momentos de genio de puesta en escena (la fiebre del Salvador niño ante el cuerpo desnudo del joven obrero en su casa) y de concepción del relato (el encuentro de retrato de Salvador que ese mismo obrero había hecho: si el guion no filmado invocará al amante perdido, este dibujo, desaparecido, invocará al arte, al cine). Esa idea del dibujo perdido, es una de las grandes ideas literarias Dolor y gloria. Pero es interesante pensar a qué se parecería ese libro, dónde podría inscribirse esta película en la literatura castellana. Hemos hablado de las confesiones, pero no se trata tanto de eso aquí; la película es demasiado amable con un personaje protagonista constantemente presentado como víctima (de sus propios excesos, pero víctima inocente), aquejado de numerosos dolores físicos (la película resulta la materialización de ese espectro que acecha el cine de Almodóvar y presente en prácticamente todas sus películas, llenas de hospitales, de enfermedad, de visitas a doctores, dentistas…). Tampoco se trata pues de una autoficción, en el sentido estricto de la palabra. Habría que buscar, creo, en un tipo de literatura melancólica, incluso pesimista. Por qué no en aquella idea que definió la gran escritora Ana María Matute respecto a la forma de escribir algunos de sus libros más autobriográficos: “Vivimos sólo una vez, pero morimos muchas, yo he pasado varias muertes, ya en mi vida”. Y creo que ahí se encuentra el genio literario de Dolor y gloria. Almodóvar no habla de sí mismo, sino de un Almodóvar que murió, y que quedó atrás, de un personaje del que puede por lo tanto hablar como si fuera otro. Aquello que vivió fue real, y los cuerpos de sus actores lo manifiestan para él. Pero si se ha podido llamar “pequeña muerte” al orgasmo, a la ruptura amorosa podríamos llamarla “gran muerte”: es de ese hombre sin vida que habla la película, el que reanima y describe Salvador, el que encarna y crea Banderas.
El gran tema de Dolor y gloria es el deseo, el nombre propio de la productora de Almodóvar. O, dicho de otro modo: es la restitución del deseo, a propósito de la evocación de su descubrimiento inicial y de un momento ulterior en la vida del personaje interpretado por Banderas en que el deseo y el amor fueron de la mano. El filme tiene sus sorpresas, y el plano final redefine todo lo visto, como también vindica al director español como un verdadero maestro. Solamente un gran cineasta puede retener su secreto hasta el último suspiro de una película. Lo que hace aquí Almodóvar es fantástico.
Todo sobre mi madre.Crítica de “Dolor y Gloria”. CRITICA, ESTRENOS, INTERNACIONAL La vida intrauterina donde el ser humano está bajo el cobijo de la progenitora estará presente desde el inicio de la película y rondará toda la trama que según lo ha dicho el propio director Pedro Almodóvar el argumento está compuesto por gran parte de la vida del cineasta manchego. La primera escena del film abre con la imagen de Antonio Banderas que acá interpreta a Salvador Mallo, un director de cine en la madurez sentado en un sillón bajo el agua de una piscina mostrando una marca de una operación que lo atraviesa en forma vertical desde el cuello hasta el ombligo. En el film retrata en su comienzo una emotiva escena donde la madre interpretada por Penélope Cruz junto con otras vecinas lavan las prendas en el río en tablas de madera mientras comienzan a cantar “A tu vera” formando una coreografía al tender las sábanas. Otra de las partes de la niñez de Mallo entrañables la constituye donde le enseña a escribir a un pintor analfabeto tomándole la mano estableciendo una metáfora diciendo que escribir es una manera de dibujar. La realización avanza y retrocede en forma permanente donde en el tiempo presente Mallo que a diferencia de Almodovar ya no filma, quiere volver a presentar a raíz de una retrospectiva de su obra más de 30 años de su estreno el film “Sabor” que es la excusa para retomar la relación con el actor principal de la trama, personificado por el vasco Asier Etxandia, que estaba hace ya más de tres décadas peleado. Luego parece un gran amor que emerge del pasado en el ahora que es encarnado por un brillante Leonardo Sbaraglia, con escenas cortas pero potentes y conmovedoras. Las partes donde charla con su madre en la época más actual son un pase de facturas donde el personaje de Banderas le reprocha el no haber sido el hijo que ella esperaba simplemente por ser como es . Cabe destacar que Banderas ganó el Premio al Mejor Actor en la reciente última edición del Festival de Cannes, que logra una composición minuciosa de su rol. La vida de Mallo regresa también de alguna manera al seno materno lugar de la vida que brinda cobijo sin pedir nada a cambio. Puntaje: 10 (diez)
A muy poco tiempo de haber competido por la Palma de Oro en Cannes y de haberle valido el premio de Mejor Actor a su protagonista en el mismo festival, nos llega lo nuevo de una de las grandes voces del cine no solo hispano o europeo sino mundial. Antonio Banderas protagoniza a un director de cine que se encuentra luchando contra su retiro obligado por cuestiones de salud. Varios dolores corporales y mentales lo vienen aquejando, haciéndole imposible realizar el cine que tanto lo llena. El disparador de la historia será una propuesta para presentar uno de sus antiguos éxitos, con el problema de que no se habla con su actor protagónico desde el estreno de la cinta hace ya más de tres décadas. Lamentablemente, ambos están reacios a reconectarse y afortunadamente pueden recurrir a algo de droga “medicinal” para hacerlo más sencillo. Como es costumbre en los trabajos de Almodóvar, podemos disfrutar de un elenco ecléctico repleto de grandes actuaciones. Acompañando a Banderas se encuentran nombres que podrán no ser tan conocidos por la mayoría y que entregan espléndidos rendimientos, como Asier Etxeandia en el papel del complicado actor y Nora Navas como la asistente del director. Aunque también tiene nombres muy familiares para todos, como lo son Cecilia Roth, Leonardo Sbaraglia y Penélope Cruz como la madre de la versión infantil de nuestro protagonista. Y es que la cinta fluye entre el presente, los recuerdos del director y las experiencia que va a ir construyendo mediante empiece a meter el pie en las aguas de las drogas, los amores pasados, las nuevas oportunidades y los dolores que se rehúsa a procesar. La película comienza con Banderas enlistando las varias dolencias, tanto físicas como mentales, que aquejan a su personaje pero durante el desarrollo del film veremos cómo intenta sobrevivirlas hasta llegar al punto en el que debe aceptar y de alguna manera enfrentar aquellas que no se atrevió ni a nombrar en un principio. El del cineasta español es siempre un cine familiar, celebrado y sentido. “Dolor y Gloria” no desentona para nada con el resto de su filmografía, y ofrece una gran alternativa para todo aquel dispuesto a pasar un buen rato en las reflexiones de una de las voces más valiosas de la industria contemporánea.
Mi vida en el cine No soy de aquellos a quienes el “basado en hechos reales” le añade algo de valor a una película; incluso tampoco si esa conexión con la realidad tiene que ver con la propia vida del realizador. De hecho, le escapo a los biopics y tampoco me interesa demasiado el cotilleo o lo que tiene que ver con la vida personal de la gente de cine, más allá de la pantalla. Poniendo en pantalla retazos de su deriva vital un realizador puede hacer buenas o malas películas (más allá de que en todas, de una u otra manera ello aquella impronta o influencia estará siempre presente). Basta pensar en otra película de Almodóvar en la que la auto-referencia era bien clara, La mala educación (2004), y su casi unánime rechazo por parte de la crítica (soy de los pocos por aquí que la ha defendido y sigue haciéndolo), para verificar que esa relación, que ese vínculo, es solo un dato al que puede prestársele o no atención, pero nada indica sobre las bondades o méritos de la obra. Si Dolor y gloria (2019) entra directo al podio de las mejores películas del director de La ley del deseo, Tacones lejanos y Todo sobre mi madre, no es en modo alguno por demérito de una obra que en su totalidad resulta valiosa, personal, interesante, sino porque logra ser indisoluble, intrínsecamente almodovariana, sin recurrir a esos artilugios con los que el sello del autorismo sirve para ocultar la reiteración, la autocomplacencia y la comodidad del plagio a sí mismo. La historia está contada en dos tiempos. En la actualidad, el director de cine protagonista de la narración, aquejado en sus actuales cincuentitantos por múltiples dolencias, está un poco alejado de todo; la Filmoteca está por estrenar la copia restaurada de una película suya de hace 30 años, y eso le permite volver a ponerse en contacto con el actor de ese film, con quien está peleado desde entonces. Por otra parte, ya desde el inicio, en el que la ensoñación de un flotario lo remonta al pasado, vemos apuntes de su niñez, sus primeros deseos y (quien sabe) el germen de otra película. Cine y teatro, placer y sufrimiento, sexo y drogas, el amor y la potente presencia de la madre, todos tópicos perennes en el cine de Almodóvar en un remolino que (como sucede siempre con él) es casi imposible de enumerar. Hay algo menos de delirio en las vueltas de tuerca (quizás por esa relación con “los hechos reales”), pero sólo un poco; ya sabemos que en la España donde el surrealismo y el esperpento forman parte del cotidiano, aquel delirio asumido con tanta resignación como gracia es tan natural como el respirar. Por eso mismo no tiene sentido reseñar la trama. Con lo dicho creo que uno puede hacerse una idea. Por lo demás, siempre nos interesa más el cómo que el qué. La elegancia con la que Almodóvar combina tiempos y colores, y la maestría para dirigir actores (Antonio Banderas y Penélope Cruz están simplemente perfectos; y son actores, que salvo cuando son dirigidos por Almodóvar, casi nunca lo están) nos dejan literalmente en un estado parecido al éxtasis. La composición de Banderas permite que suframos con él sus dolencias, su amaneramiento nunca resulta excesivo y si bien la barba entrecana hace que en algún perfil adivinemos el del Gran Pedro, lo suyo no es la mímesis estúpida ni intento superficial de imitación. Una gran película que cuando termina hace que uno tenga la sensación de que recién empieza, que se quede con ganas de más, que podría seguir viendo una hora más, y otra, y otra. Así de buena es Dolor y gloria.
Un "autohomenaje" estructurado a manera de un confesionario en el que quedan expuestos los sufrimientos y recuerdos de Salvador Mallo -Antonio Banderas-, un director de cine en el ocaso, a través de sus lazos afectivos. Pedro Almodóvar regresa después de Julieta -2016- con esta mirada dolorosa, en cuerpo y alma de su alterego, y expone sin tapujos el mundo interior del protagonista que combate a diario sus dolencias físicas, se reencuentra con el actor del filme que realizó treinta dos años atrás -"Tus ojos la ven distinta. La película es la misma", le dice la amiga encarnada por Cecilia Roth- y comienza a probar heroína para calmar sus males. Dolor y gloria habla además del proceso creativo y de los afectos que marcaron su vida, para bien y para mal: su madre Jacinta -Penélope Cruz- lavando a orillas del río en la década del sesenta y criando sola al pequeño que aguarda con ansias la llegada del cine al pueblo; el cura que lo aprobó como voz principal del coro y la presencia de un albañil al que le enseñó a escribir. A partir del presente incierto dominado por la soledad, Salvador también se reencuentra con Federico -Leonardo Sbaraglia-, su antigua pareja, mientras intenta volver a escribir y filmar porque es lo único que lo hace feliz. El relato, que alterna presente y pasado, los años sesenta y ochenta, no pierde la oportunidad de espiar el mundo del "cine dentro del cine" y de reencontrarse con sus afectos primarios en Paterna, un pueblo de Valencia. Almodóvar entrega una película humana y directa, sin el estilo rimbombante de trabajos anteriores. El deseo y el perdón aparecen como pilares de esta nueva propuesta avalada por un convincente Banderas -ganador como "mejor actor" en el último Festival de Cannes-como el Salvador vencido por los padecimientos que le provoca su columna y la operación a la que debe someterse. La piscina, al comienzo, funciona como un bálsamo ante tanta penuria en este drama que lo redime y le permite volver a empezar.
La evolución de un autor En Dolor y Gloria (2019) desembocan muchas de las obsesiones de Pedro Almodóvar y por añadidura mucho de su vida. Cuánto hay de real no importa, su vida la viene contando desde hace mucho, pero el hecho de que vuelva a usar a un director gay de protagonista -como en La Ley del Deseo (1987), hace más de treinta años- la vuelve otra autobiografía marica instantánea. Su alter ego es Salvador Mallo, un Banderas que la rompe toda como nunca antes ni con Almodóvar ni con nadie, y que invierte su rol de la mencionada película del 87. En la primera escena lo vemos sumergido en una pileta, sin respirar, tal como el cadáver que nos narra Sunset Boulevard (1950); pero él está vivo y un poco escondido en su guarida decorada con cuadros reales de Almodóvar, tal como se refugiaba Norma Desmond en su mansión. “¿Si no vas a dirigir películas qué vas a hacer?” le preguntan; “vivir”, responde. Pero su vida está en pausa, por un lado, como en una terapia infinita con la mente puesta en un eterno retorno de los recuerdos de la niñez, y, por otro, con la melancolía latente de un amor truncado. “A mi hijo le diría que primero haga guita y después se drogue, yo lo hice así, me volví adicto de grande”, dijo alguna vez en una entrevista Fat Mike, cantante de NOFX y adicto de viejo; el derrotero de Salvador es similar, prueba la heroína canoso y exitoso, y el caballo, una droga que te baja al subsuelo, paradójicamente lo levanta, lo saca de la pausa, le sirve como catalizadora de esos momentos de diván en los que revive su niñez al mismo tiempo que lo saca del bloqueo y la migraña, males que también padecía Guido Anselmi de 8½ (1963), otra de las tantas películas que se acomodan en el álbum de Dolor y Gloria como si fueran las figuritas del Hollywood de Oro que Salvador coleccionaba de pibe. Otro evento catalizador de su sacudón es una reposición de una vieja película suya que hace que al director lo inunden las dudas de sus viejas creaciones y se encuentre con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el protagonista de una de las ficciones dentro de la ficción; figura central del relato y el que le convida el caballín sin la jeringa que solemos ver en cine, sino en papel metalizado para que se lo fume en pipa. Tal como pasó con Tarantino y Los Ocho más Odiados (The Hatefull Eight, 2015), lo de Almodóvar con Dolor y Gloria pareciera la cima de una evolución. Como si todas sus obras, algo de su espíritu kitsch, su pulso pop, las enfermedades, las pastas, las madres (acá de nuevo Penélope Cruz y Julieta Serrano) y la cinefilia, se superpusieran en un tetris de carne e ideas estético-ideológicas. En la ficción revisa una obra lejana tal como en Dolor y Gloria revisa y revisita La Ley del Deseo en un juego de metalenguaje y autoficción más totalizador y satisfactorio que sus recientes y también muy buenas Julieta o La Piel que Habito.
Salvador Mallo es un director famoso y de culto en España, pese a que ya van varios años que no filma nada. Cuando el re estreno de uno de sus clásicos se lanza, el realizador deberá solucionar viejas riñas con sus actores, mientras se sumerge en un mar de vicios, al mismo tiempo que empieza a re visionar su infancia; momento clave para su filmografía. Luego de que varios quedaran en shock ante el triunfo de Antonio Banderas como Mejor Actor en Cannes, el plus que tuvo de forma inmediata Dolor y gloria (lo nuevo de Almodóvar) fue instantáneo. Y no para menos; toda obra del realizador español es para celebrar, y más aún cuando viene con el hype de haber conseguido un premio. Como ya se venía diciendo, Dolor y gloriaes una película bastante personal, ya que Almodóvar reconoció que abarca una etapa de su vida, y que Antonio Banderascasi que interpreta a una versión de sí mismo siendo un poco más joven. Lo cual nos lleva, a ver una película bastante cargada de metalenguaje y no solo a una retrospectiva de la vida de su autor. El cine hablando del propio cine nos ha dado alguna de las mejores películas, y estamos ante uno de esos casos. En ese sentido, los que son ajenos a la filmografía de Almodóvar, pueden ver esta propuesta sin miedo a no entender el lenguaje del director. Con esto también nos referimos al humor. Sobreentendemos que la mayoría ya sabe qué tipo de gags veremos, pero así y todo vale la pena aclarar, que son todos en base a diálogos, y en especial, a respuestas acidas de los personajes; que son totalmente grises y con varios matices que los vuelven humanos y cercanos. Dolor y gloria quizás pase desapercibida en la taquilla argentina; pero podemos asegurar, de que es uno de los estrenos más sólidos vistos en los últimos meses; ya sea de cine comercial o de cine de autor. Con una propuesta apta para todo público y no para sus fans más de nicho, Almodóvar vuelve a mostrar porque es uno de los realizadores contemporáneos más importantes.
Lejos ya definitivamente del estilo de comedia alocada y audaz, de sus historias de pasión arrancadas del bolero, que tomo su apellido como estilo, este film de Almodovar, cerca del drama y lo confesional es profundo y conmovedor. El mismo se ha encargado de contar que es su film más autobiográfico pero también que su pudor no le permite el total apego a su vida, que luego de comenzar con su mundo íntimo dejo volar su imaginación. Quizás por eso esta película se siente tan hondamente cercana a su íntimo mundo creativo, abismalmente crudo en cuanto a sus dolores físicos, confidente al máximo. Y además eligió al mejor alter ego, a un Antonio Banderas que imita con delicadeza sus gestos, su peinado, su estilo para expresar, quizás en su mejor trabajo profesional, por el que ganó el premio al mejor actor en el último festival de Cannes. A ese hombre bloqueado en su trabajo, demasiado pendiente de sus problemas de salud, que descubre nuevas adicciones, la vida le reserva sorpresas: comprobar que sus films envejecen bien, reconciliarse con su madre, por no ser el hijo que ella esperaba que fuera, reencontrarse con quienes tanto influyeron en su vida lejos de enojos y dolores, cerrar una historia antigua, reencontrarse con la creación. Esos son los temas que aborda este director tan personal, que homenajea Lucrecia Martel y a Mina, a Marilyn y Chávela Vargas siempre. Pero además demuestra su solidez como autor y director, y se permite algunas genialidades. Como mostrar el despertar del deseo de manera tan intensa, el que conoce sus leyes. O con una escena final sencillamente única y significativa que puede permitirle negar todo en su precioso artificio o entregarse por completo en un juego que se llama cine y vida, mezclado definitivamente, por un participante experto. No se pierda esta película.
Salvador Mallo (Antonio Banderas) es un director semi retirado con un montón de dolencias físicas y una operación de columna en su haber, además de quejarse de dolores de cabeza, espalda, cuello, entre otras, que le impiden trabajar. Antes de lo que él cree, será su despedida de éste mundo, quiere reconciliarse con la gente con la que no ha quedado bien, y como hay una restrospectiva de su película “Sabor”, protagonizada por Alberto Crespo (Asier Etxeandía), con el que había había quedado en malos términos desde hace treinta años, que mejor idea que comenzar por él para sanar... también tenía cuentas pendientes con Federico (Leonardo Sbaraglia) su ex pareja, con quien no había vuelto a hablar desde 1985, (de hecho él se volvió a Buenos Aires), y luego la figura más importante: su madre Jacinta, primero en la piel de Penélope Cruz exquisita, viviendo su niñez y juventud en la más extrema pobreza, habitando una “casa-cueva” en Paterna, Valencia, hasta su vejez interpretada por la ocurente y quejosa Julieta Serrano. Todos estos encuentros le permiten perdonar y perdonarse, llevándolo a un estado de paz consigo mismo. Su Salvador niño en los años 60’ es interpretado de manera natural e impecable por Asier Flores quien logra una gran composición. Parece una película simple, pero tiene su complejidad, no en cuanto a su comprensión, sino en todos los temas que toca, la identidad, lo que somos, el aceptarnos, la familia, el dinero y quiénes son los que están a nuestro lado en los momentos clave. Por eso corresponde felicitar al director de antemano, porque hace un trabajo exhaustivo con los actores, es una película que atrapa por las actuaciones, no hay efectos que sumen ni nada grandilocuente y eso es lo mejor que tiene “Dolor y Gloria”, la entrega de cada en ésta historia de vida, de conexión entre seres humanos, de lucha, de encuentros y desencuentros, algo melancólica (Salvador tiene esa mirada durante todo el film) con un elenco maravilloso (recordemos que Antonio Banderas se alzó con la Palma como Mejor Actor en el último Festival de Cannes) , Mercedes (Nora Navas) es su asistente, conmovedor, que baila al son de uno de los mejores directores que tenemos en la actualidad. Hay varias sorpresas, que como es mi costumbre, no voy a spoilear, como la escena del obrero, la del dibujo y tantas otras, quiero que las vean ustedes. https://www.youtube.com/watch?v=K0mGbwHViYk DIRECCIÓN: Pedro Almodóvar. ACTORES: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia. ACTORES SECUNDARIOS: Cecilia Roth, Nora Navas, Agustín Almodóvar. GUION: Pedro Almodóvar. FOTOGRAFIA: José Luis Alcaine. MÚSICA: Alberto Iglesias. GENERO: Drama . ORIGEN: España. DURACION: 114 Minutos CALIFICACION: Apta mayores de 16 años DISTRIBUIDORA: UIP FORMATOS: 2D. ESTRENO: 06 de Junio de 2019 Me gusta Comentar
Reencuentro con el mejor Pedro Las reaccciones en Cannes estaban justificadas: el film del manchego, especie de memoria íntima, es una cumbre en su carrera. Los créditos iniciales de Dolor y gloria se imprimen sobre un fondo en el que se dibujan figuras amorfas, cuyos movimientos se repiten a intervalos regulares. La secuencia remite al efecto de los caleidoscopios, aunque aquí se percibe un burbujeo interno que rompe con las dos dimensiones, como si en las entrañas de la pantalla hubiera un magma haciendo presión para liberar su energía. Liberación interior: eso es la última película de Pedro Almodóvar, que llega a la Argentina luego de un consenso que en Cannes la declaró como su mejor trabajo en años. ¿Diez? ¿Veinte? ¿O acaso será el opus máximo de su trayectoria? Cada quien tendrá su opinión sobre el manchego, pero pocas veces antes puso en diálogo de forma tan descarnada, tan visceral, tan honesta sus obsesiones cinematográficas con su largo y por momentos tortuoso derrotero artístico y personal. Aquellas burbujas, entonces, como el síntoma del torrente sanguíneo de un corazón que pide abrirse ante los ojos del mundo. Dolor y gloria bien podría ser la puesta de las memorias del director, una ficción que entrevera lo real y lo imaginado, lo profesional y lo personal, hasta volverlo indisoluble. Película testamentaria, es producto de la madurez de un realizador que se sabe viejo y empieza a pensar sobre el fin de su carrera y su propia vida. Imposible no ver en cada elemento de la puesta, en cada vuelta de ese guión con lubricación perfecta, la huella de Almodóvar: todo remite a sus trabajos, a su forma de pensar y entender los vínculos humanos y el deseo, temas centrales de su obra. Hasta el protagonista está hecho a su imagen y semejanza: Salvador Mallo es un director surgido en los albores de la movida madrileña y de enorme éxito en años posteriores, interpretado por Antonio Banderas, en su séptima colaboración con Almodóvar. La diferencia es que si éste sigue filmando y produciendo, Mallo vive recluido, acompañado por posters de películas y dolores crónicos que lo inmovilizan. Una inmovilidad física y artística, en tanto hace años dejó los sets y ahora se deja invadir por los recuerdos. No parece casual que la primera escena lo encuentre en una pileta mientras el relato viaja hasta su niñez para mostrarlo junto a su madre (Penélope Cruz) lavando ropa a la vera de un río. Como en Roma, de Adolfo Aristarain, otra película de tintes crepusculares y confesionales, el agua opera como símbolo de pureza e inocencia, a la vez que evocadora de la infancia y la figura materna primero, y de los momentos que puntearon su vida después. La evocación se acentuará tras una invitación de la Filmoteca de Madrid para presentar una copia restaurada de Sabor, que 32 años atrás abrió las puertas de la fama. Eso lo llevará a reencontrarse con el actor Alberto Crespo (Asier Etxeandia), que después de aquel protagónico cortó relación con el director. Entre ambos habrá una fumata blanca como símbolo de paz, en lo que será la primera de varias postas reconciliatorias. Una de ellas es francamente conmovedora: el cruce con una ex pareja (Leonardo Sbaraglia) que va a su departamento luego de ver en el guión de un unipersonal de Crespo la recreación de esa relación. La escena tiene un intimismo y visceralidad notable y es, quizás, la cúspide de la carrera de Banderas, que se fue de Cannes con un merecidísimo premio a Mejor Actor. “El buen actor no es el que llora, sino aquél capaz de contener las lágrimas”, dice Mallo. Banderas derrama algunas lágrimas. Pero lo suyo es una angustia contenida que trasciende lo espiritual para volverse un estado constitutivo, algo enquistado en el cuerpo machacado de su personaje. Sin él sería imposible que Dolor y gloria fuera una experiencia física, una película que duele.
“Dolor y gloria”, de Pedro Almodóvar Por Jorge Bernárdez Salvador (Antonio Banderas) es director de cine, tiene fama y prestigio pero hace rato que no filma nada. Está paralizado artísticamente pero también en la vida. Hace tres años murió la madre y Salvador admite que aún no ha terminado el duelo por esa pérdida, un quebranto anímico que está acompañado por dolores inaguantables surgidos de una lesión en la columna vertebral aún cuando ya sufrió una operación. Así que el director se mantiene en pie con una dosis importante de calmantes de distinto tipo que se toma todos juntos, haciendo un puré de pastillas que toma con un vaso de yogur como si fuera una especie de Rocky Balboa en ruinas. Pero el negocio del cine no lo olvida y en el comienzo del relato Salvador se encuentra preparando una retrospectiva y de paso trata de subsanar algo que lleva años sin arreglarse, porque una de sus películas más importante Sabor, además de dejarle prestigio le dejó una pelea que a esta altura es legendaria para el mundo del espectáculo con el protagonista de aquella película Alberto Crespo (Esier Etxeandia). Salvador llama a Crespo y lo visita después de treinta años sin hablarse. El actor entregado al consumo de heroína apenas puede creer que el realizador lo esté visitando, así que el reencuentro es emotivo y todo parece acomodarse. En la reunión el director le pide a su viejo amigo que lo provea de heroína y ahí empieza una especie de secuencia que lo sume al protagonista en el consumo de la droga. No es que Salvador fuera cuidadoso pero aquellos días de la movida madrileña, cuando el director y el actor de Sabor eran jóvenes y las jornadas transcurrían entre hachis y cocaína. Almodovar volvió con una película que remite a alguna de sus buenas películas del pasado (La ley del deseo, por ejemplo) usa esta vez a Banderas como alter ego y se dedica a contar una historia de dolor, de reencuentro, de duelo y de redención. Todos los elementos de eso que se llama “Almodovariano” están presentes, pero lejos de ser usados para auto celebrarse, Almodovar decide hacer cine del mejor y lo hace apoyándose en los actores. Antonio Banderas se pone en la piel de Salvador y lo hace desde la postura corporal, sus movimientos son los de un hombre que atraviesa un momento de dolor y de revisión de su vida, la de Banderas es una actuación extraordinaria. Pero también se luce Penélope Cruz, que interpreta a la madre de Salvador cuando este era pequeño y Leonardo Sbaraglia como un antiguo amante, que reaparece para que este pueda cerrar toda una etapa de la vida. Dolor y Gloria es la película de un Almodovar maduro que no cae en la trampa de filmar para los adictos a su cine y así logra que la película trascienda su propia filmografía para convertirse en un evento que vale la pena no dejar pasar. Un cine adulto, profundo y al ritmo colocado de la heroína que hace que todo sea más lento, un poco alucinógeno y profundo. DOLOR Y GLORIA Dolor y gloria. España, 2019. Dirección y Guión: Pedro Almodóvar. Intérprets: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Cecilia Roth, Raúl Arévalo, Nora Navas, Agustín Almodóvar, Julieta Serrano, Eva Martín. Producción: Agustín Almodóvar y Esther García. Distribuidora: UIP. Duración: 113 minutos.
Luego de varios años fuera de la pantalla grande el magnífico director de cine español, Pedro Almodóvar, vuelve con una película emotiva y un poco personal que fue ovacionada en Cannes y otros festivales de cine no solo por la dirección sino también por las grandes interpretaciones. "Dolor y gloria" narra la historia de Salvador Mallo interpretado por Antonio Banderas (ganador como mejor actor en Cannes), un director que ha conocido épocas doradas en su trayectoria pero hoy está prácticamente retirado y luchando contra insoportables dolores de espalda y cabeza que lo han sumido además en una profunda depresión que lo inmovilizó en más de un sentido. A medida que el film va transcurriendo nos vamos encontrando con un drama biográfico que está muy bien contado y toca distintos matices a partir de los personajes. Narrando los hechos desde el pasado hasta el presente logra contar una historia dura y emotiva, poderosa e íntima a la vez. Algunos datos interesantes son los cameos que presenta el director y los aportes nacionales que nos encontramos durante la película. Algunos de ellos y quizás los más importantes son el papel de Leonardo Sbaraglia quien interpreta a un ex amante de salvador, junto con una participación especial de Cecilia Roth. Pero no son los únicos ya que Rosalía, Susi Sánchez, Raúl Arévalo o Julián López, son otras de las figuras que se hacen presentes en la cinta. No sólo la parte más visual y fotográfica de la película está cuidada, sino que el nivel de sonoridad se trató con mucho cuidado y acompaña en distintos planos sonoros toda la trama. El señor Almodóvar creó una pieza de montaje que roza la perfección. Los encuadres bien balanceados y una colorimetría con colores vivos y llamativos hacen de ésta una obra cinematográfica más para sumar la colección personal del director. En conclusión "Dolor y gloria" funciona y desde todos los aspectos. No hay que dejar de verla ya que incluso podría decirse está convirtiéndose en un clásico no solo del cine español sino que también de la cinematográfica internacional. Veremos qué le depara el futuro, mientras tanto es perfecta para disfrutar en cualquier momento. Por Keila Ayala
Dolor y gloria no es la primera película en la que Pedro Almodóvar hace una referencia frontal hacia su propia vida, pero sí parece ser la más clara y abarcadora de todas en su tono autobiográfico. Si se observa con detenimiento toda su obra, lo autobiográfico aparece una y otra vez, por momento con sutileza, por momentos de forma clara. Como ocurre con muchos directores que recuerdan su pasado, la libertad para inventar y cambiar ese pasado es total e imposible de chequear, es solo el tono y la forma en la que se vuelve sobre aquellos años lo que le da a la película la sensación de honestidad y en definitiva –lo único importante- su valor artístico. En Dolor y gloria Almodóvar elige como protagonista a Salvador Mallo, un director de cine veterano que parece haber dejado atrás sus mejores años. Con problemas físicos y emocionales, solo le quedan una vida sin problemas económicos y recuerdos del pasado. A partir de ese presente la película viaja a lo largo de varios flashbacks por la infancia de Salvador, en particular la relación con su madre, pero poco a poco termina mostrando también el motor más grande de toda la obra del realizador: el deseo. Almodóvar elije para el papel protagónico a Antonio Banderas, un actor que inició su carrera casi al mismo tiempo y junto con el director. No se necesita más que haber visto a Pedro Almodóvar una vez para darse cuenta que Banderas está interpretándolo, incluyendo su aspecto físico, no sólo las obsesiones que ha tenido a lo largo de toda su carrera. Almodóvar y Banderas, como el director y su actor en la película, tuvieron un largo período (veintiún años) sin trabajar juntos, desde ¡Átame! (1990) hasta su reencuentro en La piel que habito (2011). Quienes conozcan profundidad la obra de Pedro Almodóvar disfrutarán y se emocionarán mucho con la historia, en gran parte porque en esta película termina de aportar piezas del rompecabezas que el director ha ido construyendo desde 1980 hasta la actualidad. Aunque fluyen de forma clásica y clara, hay docenas de datos biográficos de su vida, de sus comienzos, de las drogas, de sus primeros films, de su éxito, su infancia, sus amores, la relación con su madre y su enorme amor por el cine clásico como gran tabla de salvación y motor para seguir adelante. También su estética, sus colores, sus gustos literarios, su música, incluso su preocupación siempre presente por los temas médicos. Desde Hable con ella, la película más melancólica de toda su obra, el director mostró el dolor que le produjo la muerte de su madre. Una vez más: aun sin conocer la vida privada de Almodóvar la conexión Hable con ella con Dolor y gloria es clara. Aquí la película dedicada gran parte de su tiempo a revisar el vínculo madre e hijo, los sacrificios, el esfuerzo, la decepción y el amor a lo largo de los años. Para interpretar a Jacinta, la madre de Salvador, Almodóvar eligió a dos actrices habituales en su cine: Penélope Cruz y Julieta Serrano, según la época del relato. Doña Paquita, así se llamaba la verdadera madre del director, apareció en muchos de sus films a lo largo de los años. También su hermano Agustín aparece haciendo cameos, otro pequeño elemento de familiaridad que acompañó durante décadas al director. Se podría decir que la película es demasiado autoindulgente pero que sea amable con su protagonista no necesariamente es algo malo. No es una película sobre los defectos del personaje sino sobre sus angustias, su pena, su dolor, sus heridas abiertas, sus amores. No tiene elementos pretenciosos, sino más bien lo contrario. Quienes hemos seguido al director desde hace décadas podemos confirmar estas ideas que la película igualmente expresa. No hay que ser Almodóvar para tener ese universo interior o para comprender también como la salud y el paso de los años también influye nuestro estado de ánimo y nuestra vida cotidiana. Es genuinamente emocionante Dolor y gloria y es una declaración a corazón abierto de las ideas de su director. Incluso Antonio Banderas, el protagonista, intenta y consigue desaparecer para convertirse en Salvador Mallo. Hasta los detalles más pequeños que pueden no gustarle al espectador, claramente responden a un nivel de autenticidad y entrega propias de Pedro Almodóvar, un director que hace casi cuarenta años que viene escribiendo su propia página dentro de la historia del cine.
Salvador no filma más, los dolores que lo aquejan se lo impiden. Pero sus dolencias van más allá de la espalda paralizada o las migrañas: tiene el alma rota. Dolor y Gloria es la nueva película de Pedro Almodóvar, un drama profundamente humano que habla de la vejez, las añoranzas y los recuerdos de una forma magistral, sin perder el humor. Una verdadera obra maestra.
La última película de Pedro Almodóvar es un drama personal y reposado con una soberbia actuación de Antonio Banderas. Salvador Mallo (Banderas) es un director de cine que ha conocido la fama pero hace tiempo ya que no filma. Las enfermedades que padece y la muerte de su madre parecen haberlo vuelto un ser ermitaño y poco social. La proyección restaurada por la Filmoteca de Sabor, una de sus primeras obras, lo pone inesperadamente en movimiento y ese regreso lo reúne con gente que hace tiempo no ve y especialmente con su propio pasado. Dolor y gloria, la película número 21 de Almodóvar (tal como firma, ya apenas sólo un apellido que lo distingue), encuentra al manchego más sosegado y tranquilo en su mirada sobre su mundo y sobre sí mismo. El director construye una autoficción -así se la denomina dentro de la misma película- con retazos de su vida y su filmografía pero también con una decisión ficcional pura. Sería un error perderse en leer o descifrar claves que den cuenta de a quiénes se refiere o si son reales todas las situaciones que se van desarrollando. Es cine y el verosímil buscado emociona con las mejores armas. Lo que no es poco. Filmada con una clasicidad como ya no se estila y sin dejar de lado los toques autorales que ya son marca reconocida, Dolor y gloria transita, mediante flashbacks, la infancia de un niño diferente en tiempos franquistas y en provincias; a partir de diálogos y recuerdos enunciados, los ’80 libres y enloquecidos; y el presente de disputas callejeras, mendicidad e inmigrantes, todo con una mirada reposada y minimalista. Sin desbordes melodramáticos ni ritmos frenéticos pero con una sensibilidad siempre a flor de piel. Más que un ajuste de cuentas consigo mismo y sus decisiones (¿de Almodóvar, de Mallo?), o con su madre o con un amor inolvidable, lo que se impone es menos una reconciliación que una aceptación con lo hecho, que no olvida las marcas que ello le ha provocado y hasta se permite el humor, pero lo que sí ha abandonado, totalmente, es el enojo, la ira y la rabia que eran, no niego que justificadamente, los motores de otros filmes (por ejemplo La mala educación). El tono sereno predominante no desecha la fuerza de un soundtrack exquisito de Alberto Iglesias (que además incluye canciones de Mina, Chavela Vargas y hasta una versión de A tu vera realizada por Rosalía y Penélope Cruz), y se luce y consigue todo su poderío en un Antonio Banderas que hace del gesto y el detalle los pilares de una actuación descollante y reveladora por la que se alzó con el premio a Mejor Actor en Cannes (¿será el comienzo de su carrera al Oscar?). Acompañado, además, de un elenco superlativo. Una película sensible y reflexiva que divierte y emociona, bellamente filmada y actuada soberbiamente. Sin duda, uno de los títulos del año.
Hay tiempos para la reflexión y cuando Salvador Mallo, director exitoso, se da cuenta que puede estar cerca del final, muchos momentos de su vida parecen invadirlo como exigiéndole explicaciones. Ahora que no puede volcarse en una película como en los buenos tiempos, escribir lo compensa y los recuerdos parecen hacer fila desde la lejana infancia valenciana, con esa madre imborrable y un cuadro de alegrías más allá de la pobreza. ¡Y cómo pasó el tiempo! Casi a las corridas. La vida lo compensa con espacio para comprenderse un poco más, para comparar acciones y pensamientos que interfirieron en sus relaciones, cortaron algunas y lo obligaron a conductas de las que puede estar arrepentido ahora que la salud falla y muchos de los que quiso ya no están. Hasta parece que la vida le da otra oportunidad al devolverle a uno de esos enemigos con los que uno establece una relación sólida como pocas (Asier Etxeandia) y el amor que no perduró (Leonardo Sbaraglia). Almodóvar pinta momentos de su vida con las letras de la ficción, desde los amores frustrados hasta los iluminados de una madre cantora a orillas del río (Penélope Cruz), desde los efluvios de la droga hasta el reencuentro con la escritura, el amor y el cine, su pasión. Filme con todo el hedonismo de un amante del placer y todo el sufrimiento del que siente tan fuerte el deseo como la necesidad de castigo. MEMORIA EN IMAGENES El gran manchego se da un baño de memoria como el Saura de los mejores tiempos y convoca fantasmas alrededor, cerrando una ronda que incluyó clásicos como "La ley del Deseo", "La mala educación" o "Volver". Y lo hace invitando a sus amigos de la vida: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Cecilia Roth, Juan Gatti con sus animaciones iniciales, y creadores que con sus obras decoran el piso de Salvador Mallo (Maruja Mallo, Miguel Navarro, Manolo Quejido). Si Almodóvar no puede olvidar a los amigos, tampoco su amor por la música. Así hay canciones en "Dolor y gloria" que recuerdan una España íntima ("A tu vera") cantada por Lola Flores, o la increíble "Come Sinfonía" de Pino Donaggio, con toda la melancolía de ese sueño de amor compartido entonado por Mina y que invita, como la canción, ""a cerrar los ojos en compañía"". Una arriesgada película Almodóvar, sin Pepi, Luci y Bom, pero con un Banderas ideal en el papel del alter ego del director y dos profundas imágenes de una sola madre: Penélope Cruz y Julieta Serrano.
El esperado nuevo film de Pedro Almodóvar, "Dolor y gloria", es una exploración presumiblemente autobiográfica, para la cual juntó a un dream team personal; consiguiendo un nuevo punto de altura dentro de su excelsa filmografía. ¿De qué manera puede abordarse la figura de alguien como Pedro Almodóvar? ¿El realizador vivo más importante de España y uno de los más importantes de habla hispana? ¿El estandarte fílmico de la movida española del destape post franquista? ¿Uno de los referentes LGBT+ más importantes del mundo del cine? ¿Pedro, el que creó un séquito artístico cuasi familiar con el que se rodea cada vez que decide encarar una nueva película? Es Almodóvar, uno de los directores más personales que se nos pueda ocurrir. No sólo es personal porque en cada una de sus más de veinte películas (sin contar cortos) deja una huella artística imborrable e ineludible. Es personal, porque, de un modo u otro, pareciera que cada film suyo, es un pedacito de un pseudo diario íntimo, o un cuaderno de anotaciones en el que hace catarsis de ideas y pensamientos. Desde Folle... folle... fólleme Tim! Cada nueva película es una llave a un lugar de su mente, y su corazón. Ahora, "Dolor y gloria", esperadísima como cada vez que el manchego anuncia que se sentará otra vez en la silla de director, ofrece una nueva entrada; una nueva llave. A diferencia de las anteriores," Dolor y gloria" parece ser la llave maestra, esa que abre todas las puertas; o el capítulo recopilatorio de esa diario/cuaderno. No queremos pensar que se trata de un epílogo. Más que nunca, Almodóvar abre su corazón, sin hacerlo directamente, pareciera poner en pantalla mucho de su propia historia; mucho de su ser, ideas, e idiosincrasia. Recorre mucho de su filmografía, y de lo que popularmente sabemos de él. Es un drama evocativo, como no podía se de otro modo; pero también es una comedia con desenfado, como no podía de otro modo. Salvador Mallo (Antonio Banderas) es un director de cine autoretirado, que vive de sus glorias, y bajo las sombras de una película propia que lo marcó en más de un sentido, "Sabor". Paralelamente, iremos recorriendo dos líneas temporales, el presente, y el pasado, con Salvador como niño (Asier Flores), criado en la pobreza por una madre (Penélope Cruz) que, a su modo, dio todo por ese niño; y una figura paterna (Raúl Arévalo) cuasi ausente. Los paralelismos entre un período y otro flotan sin necesidad de ser remarcados, el espectador deberá armar en su cabeza el hilo que une un momento con el otro, el aleteo de esa mariposa en el pasado que influye en el presente. Salvador y Jacinta, la madre; buscan el refugio de ese padre/marido, que les consigue una lugar en las cuevas, al que ella convertirá a puro tesón en un hogar para su hijo. En la actualidad, Salvador vive sin necesidades económicas, con una asistente (Nora Navas), una encargada de las labores del hogar (Rosalía), y dolores físicos – y de los otros – que lo aquejan. Está recluido en ese hogar, alejado de la luz pública, rechazando invitaciones de presentaciones varias. Esa prisión en que se convirtieron sus recuerdos, de niño fue la escuela católica a la que Jacinta tuvo que dejar que fuera para darle algún tipo de educación, sin saber qué era lo que hacía. Redujo a un niño inteligente, con una capacidad educacional potente; en un ignorante, un condenado, un director de cine. La escuela descubrió sus dotes vocales que a la larga no aprovechó, pero que sirvieron para apartarlo del conocimiento. Eso sí, hay algo que ninguna escuela, ni iglesia, ni represión logró; sus impulsos sexo afectivos hacia otros hombres. A lo largo de las casi dos horas de "Dolor y gloria", Salvador tendrá diferentes encuentros que se articulan como capítulos sin ser expuestos. La remasterización y reposición como film de culto de "Sabor" le marca de algún modo que es tiempo de reconciliación, de dejar atrás y seguir ¿será cierto? Lo primero que impacta aquí, es la elección del elenco protagónico, con dos figuras que son sus niños más mimados; aquellos a los que él apadrinó, les dio alas para que después vuelen hacia una meca extranjera. Antonio y Penélope son la elección más correcta de "Dolor y gloria". ¿Los vieron caminar a los tres juntos en la alfombra roja de Cannes? Son como una familia, de esas que se eligen, no de las que se imponen. Mamá Pedro con sus niños. Eso mismo transmite esta cinta. Es recurrente leer y escuchar que tanto el actor de "Átame", como la actriz de "Volver"; cuando se fueron a Hollywood, jamás pudieron recrear ni un poquito del inmenso talento que demuestran en España. Bueno, "Dolor y gloria" es españolísima. Esa España de la infancia, de mujeres abnegadas, de sombras que se funden sobre un sol que no de tregua y se cuela en cualquier recoveco de la cueva. Una España orillera, sudorosa, estridente, de tradiciones y contrastes internos entre el rigor y la expresión; atraviesa el cuerpo de Penélope Cruz que logra un registro que sólo alcanza cuando se encuentra bajo las órdenes de Pedro. Penélope es ímpetu, fuerza férrea, pecho y fuego. Una madre dura y cariñosa a la vez, aunque cariñosa no siempre signifique expresiva de ese sentimiento, o comprensiva. En Cruz se traslucen muchas mujeres un país, una cultura. Banderas tiene, lejos, sus mejores actuaciones de la mano de Almodóvar; y aquí sin dudas alcanza la que muy posiblemente sea la mejor de su extensa carrera. Ese premio a mejor actor en Cannes está más que merecido. Pose, gestos, decir, sentir. Antonio se para los pelitos y pone los ojos de huevo como Pedro, y las impresiones se confunden. Es una figura triste, frágil, y potente a la vez, que vive y sufre por amor de todo tipo. No es fácil ponerle el cuerpo a Salvador y su travesía de encuentros, y Banderas nunca flaquea, siempre está exacto y manteniendo química con cada uno de sus parteneires. La misma química que Pedro Almodóvar tiene con sus chiques. Por ahí pasan Leonardo Sbaraglia, intenso, pasional, titubeante, preciso, con una de las mejores escenas de la película. La citada Nora Navas, contenedora, la compañera fiel. Otras dos integrantes de la familia Almodóvar, Julieta Serrano, Jacinta ya mayor, y es ella, la Serrano como Almodóvar sabe retratarla, tan severa como querible, ida y adorable; y Cecilia Roth, que bien podría auto interpretarse, con una escena muy pequeña pero que le sirve para dejar su colorida huella, siempre fue una diva entre las chicas Almodóvar. A Agustín, el hermano, como siempre, le aguarda una gran aparición especial. A los Asier vale mencionarlos aparte. Asier Flores es pura ternura, un niño despierto como esos que el director siempre consigue. Con un puñado de escenas para el recuerdo le alcanzan para ser aplaudido. Asier Etxeandia es Alberto Crespo, el amigo y el rencor de Salvador, el protagonista de Sabor, de alguna forma quien marca el quiebre; consigue una química muy sólida, cómplice con banderas, se sabe que no serán parejas, porque son amigos. "Dolor y gloria" tiene todos los ingredientes para zambullirse en el melodrama barato; y logra salir indemne. Tan emotiva como pura, si logra arrancarnos lágrimas (que lo hará), serán sinceras, honestas, y no necesariamente penosas. Ninguna escena o vuelta está preparada con la sóla función de entrar en el llanto de telenovela, "Dolor y gloria" es la vida misma. Posee también momentos de comedia sutil, ácida y aguda, escandalosa, de chusmerío; es Almodóvar. Como todo film de su director, a los diálogos articulados con maestría, le suma un lenguaje visual rabioso; lleno de contrastes y detalles. Alguien como Pedro no podía quedarse afuera de la coyuntura feminista actual, y nada de andarse como disimulado, tremenda frase en mural en el centro de un plano largo. Todo lo que rodea a Salvador habla, desde su ropa, sus lentes, y los adornos de su casa y la de Alberto; dan muchas ganas de ver esa Sabor. Que "Roma" de Alfonso Cuarón sí, que "Roma" no; con no más de diez minutos de intervención de la empleada doméstica compuesta por Rosalía, le alcanza para superar al extenso film del mexicano. La posición de escucha en las conversaciones, sus frases, y un delantal; esta Rosita marca cancha. "Dolor y gloria" es un film para saborear, para emocionarse y llorar, para conmovernos, reírnos, y dejar volar nuestros recuerdos. Pedro Almodóvar se pone en carne viva, juntó a parte de su familia para que lo conozcamos un poco más, y así, tan abierto como es, nos lleva también a que nos planteemos nosotros mismos frente a nuestras relaciones y nuestro pasado. No es fácil decirlo, pero estamos ante uno de los mejores films dramáticos del director. "Dolor y gloria" es una película que no se olvida.
Almodóvar y una acertada desnudez del alma. Aquellos con una considerable cuota de cinefilia hemos oído decir, habitualmente de una película norteamericana, el «No Pain, No Glory»: sin dolor no hay gloria. Lo que uno podría asumir como una frase hecha y –en términos cinematográficos– clichada, es en realidad la manera más adecuada de resumir esta travesía que vamos a asumir. Una travesía en la que Pedro Almodóvar no asume una idea de sí mismo o una base de sí mismo (como fue el caso de La Mala Educación), sino que directamente es él mismo. Dolor y Gloria es, en lo necesario a la narración, un viaje de punto A y punto B en la formación de un creador, pero es principalmente incisiva con las consecuencias del después: cuando se llegó a la cima y se empieza a hacer cuentas de lo que quedó no en muy buenos términos de ese camino recorrido. Del Dolor a la Gloria, y las consecuencias de su viaje ¿Cómo se pasa de un estado a otro?, ¿de dónde viene esa fuerza? Como en todo emprendimiento artístico, o por lo menos aquel que vale la pena, viene de uno mismo, se origina a partir del mismo creador. Lo que vivió, cómo ve el mundo, lo que lo hace amar, reír y llorar. La palabra Original es habitualmente asociada a algo que nunca antes se vio, pero si profundizamos en su raíz, proviene de la palabra Origen: el lugar donde se inicia todo o más bien donde se originó una idea, ese de donde le vino a un cineasta. Y nada más original que su lugar de origen, valga la redundancia, ese lugar donde todo empezó para él como ser humano. En Dolor y Gloria, el dolor en cuestión es la lucha entre el ideal del pasado con el pasado verdadero, repartiéndose en tres líneas temporales que se pasan la posta de modo muy sutil, casi al extremo de poder decir que el personaje de la madre del Salvador Mallo encarnado por Antonio Banderas es, en sus dos vertientes temporales, los luchadores que se baten en este ring. El pasado idealizado, como elige recordarlo el protagonista, representado en la versión encarnada por Penélope Cruz, y el pasado verdadero, que lo confronta, representado en la versión encarnada por Julieta Serrano. Dolor y Gloria va mucho más al fondo de las vivencias del director que en La Mala Educacion. Al punto que solo por la manera de vestir del protagonista, si se la coteja con fotos públicas, ya da un indicio inequívoco que se trata incuestionablemente de un alter ego del director. Esto dicho asumiendo todo riesgo de cholulismo. Uno no puede evitar reconocer en el personaje de Mercedes a su eterna productora, Esther García. Uno no puede evitar reconocer en la subtrama con el personaje de Alberto, la pelea y posterior reconciliación con Carmen Maura. Si es la realidad o la interpretación del espectador, eso solo lo sabe Almodóvar, pero algo es claro: uno escribe de lo que sabe, y cuando uno se pone a sí mismo en lo que hace, no solo se le presta su ser a los personajes, sino también el universo que le rodea y a quienes habitan en él. De una u otra manera, no se puede negar que todos y cada uno de los personajes en Dolor y Gloria están vivos y son dueños de una humanidad cautivante, y con eso Almodóvar ya gana. En La Mala Educacion uno no podía evitar preguntarse dónde terminaba Enrique Goded y empezaba Pedro Almodóvar. Dolor y Gloria nos encuentra con esa misma pregunta, llevándola más lejos. ¿Dónde termina Salvador Mallo y donde empieza Pedro Almodóvar? O ¿Salvador Mallo es Pedro Almodóvar? Con cada minuto de emoción, de sinceramiento, esos signos de pregunta en la oración siguen presentes pero más difusos. Es ese personalismo tan valiente y desvergonzado lo que hace que la película se quede con uno tiempo después de terminar la función. Antonio Banderas encarna a este director avejentado, transmitiendo un cansancio que se vuelve clave en la construcción de su personaje. Su trabajo con la voz y la dificultad para agacharse o moverse, no solo denotan un cansancio físico, sino un cansancio espiritual. Porque esta gloria no vino sola: ese cansancio es una dura mochila que el personaje acarrea, y el conflicto del film es cómo ese peso lo está obligando a ceder, lo está debilitando. Es algo que deberá confrontar, para juzgarse… y perdonarse.
Cada nueva película de Pedro Almodóvar es como un evento cinéfilo, una fiesta para la cinematografía internacional y para sus fans y admiradores, que supo cosechar a lo largo de una vasta y singular carrera. En este caso, su último opus, “DOLOR Y GLORIA” cuenta la historia de Salvador Mallo, un prestigioso y reconocido director de cine que hace ya cuatro años que no filma. Está completamente bloqueado desde que ha muerto su madre, momento en el que el dolor parece haberse apoderado de él: un dolor que ataca no solamente su cuerpo, sino también su alma. Con un tono completamente confesional e intimista, Mallo (claro alter ego de Pedro Almodóvar desde las primeras escenas) sentirá la presencia del pasado, de su niñez, de los amores que han dejado heridas aún abiertas y se sucederán los diferentes recuerdos que se van presentando con un fuerte impacto en su presente. Estos viejos “fantasmas” lo invitan a Salvador a realizar un permanente balance de su vida, ocasión que Almodóvar aprovechará como vehículo perfecto para plantear también una especie de balance / resumen / retrospectiva de su carrera, dentro de la misma película y no deja lugar a dudas en el tono completamente autoreferencial de su relato. Evoca a un tiempo como el de su niñez, donde todo parecía estar en calma y donde se respiraba un cierto aire de felicidad y es entonces como “DOLOR Y GLORIA” no sólo se construye como una revisión del pasado mirado desde el presente –el famoso aquí y ahora- sino que se convierte en una (implícita?) evocación a la infancia, a la figura de su madre y al descubrimiento de sus grandes pasiones. La soledad en la que Salvador está inmerso, sus problemas psíquicos –una absoluta depresión e insatisfacción permanente- y sus problemas físicos, no le permiten volver a rodar y participar activamente de un set de filmación. Pero comienza a (re)conectarse nuevamente con el mundo del cine cuando recibe una invitación de la cinemateca para asistir a una muestra en donde se presentará su película “Sabor” ícono del cine de fines de los ´80, en copia restaurada y será el principal disparador para ese viaje “revisionista” con su pasado. Desde aquel 1986, momento en que había dirigido esa película, jamás volvió a verse ni a hablar con su protagonista con el que habían tenido un estrecho vínculo. Reafirmando esta necesidad de retomar los lazos de otros tiempos, de otras vidas dentro de esa misma vida, Salvador va a la búsqueda de Alberto Crespo (un muy buen trabajo de Asier Exteandía, un actor de una importante carrera en la televisión española, quien tiene a su cargo uno de los monólogos más potentes de la película) y a partir de este reencuentro, el diálogo entre el pasado y el presente fluirá continuamente y será el eje central de este nuevo trabajo de construcción de un universo almodovariano dentro de la filmografía del propio Almodóvar. A pocos minutos de película aparece en una breve intervención Cecilia Roth (chica Almodóvar ícono de sus primeras realizaciones y protagonista de una de sus realizaciones más reconocidas y más maduras como “Todo sobre mi madre”) con lo que comienza un guiño cómplice a la platea. Y para los amantes de los elencos soñados, Pedro deslumbra con las pequeñas apariciones dentro del relato para lo que ha convocado a grandes figuras como Susi Sánchez (la excelente actriz que cumple el rol de la madre en “La enfermedad del Domingo”), Raúl Arévalo (a quien vimos en “Mi Obra maestra” “La isla desierta” el thriller “Cien años de perdón” y que había participado del film de Almodóvar “Los amantes pasajeros”), Pedro Casablanc (de las recientes “Viaje al cuarto de una madre” y “Superlópez”) y César Vicente –Eduardo, el albañil- que es la síntesis perfecta de lo que podría ser un chico Almodóvar de hoy en día, remixando a aquellos personajes ochentosos, homoeróticos, que exudaban testoterona en “La ley del deseo”. Siguiendo con los guiños, elige para contar la historia a un elenco que remite casi instintivamente a toda su filmografía y llama poderosamente la atención el increíble parecido que logra Nora Navas (“La adopción” “El ciudadano ilustre” y “Felices 140” de Gracia Querejeta, entre otras) como la secretaria personal de Salvador, con la Carmen Maura que acompañó a Almodóvar en su época de mayor expansión. Allí están encarnando a su madre, por un lado, en la época de su niñez, una preciosa y potente Penélope Cruz a la que la cámara del manchego la adora de una forma tal, que logra unas interpretaciones memorables, y luego, Julieta Serrano (eterna colaboradora desde “Mujeres al borde de un ataque de nervios”) en la otra punta del relato, de la que el tendrá que aprender a despedirse; esa madre que tiene claro hasta la ropa y la forma en que quiere que sea su funeral. Leonardo Sbaraglia tiene una breve intervención pero en un papel importante dentro de la historia, pero “DOLOR Y GLORIA” no sería la misma película sin Antonio Banderas en un rol protagónico excluyente. Uno de sus actores fetiches, desde “Matador” pasando por “Atame” y de excelente lucimiento en “La piel que habito”, no hay otra posible elección para este relato con tintes autobiográficos, esta biografía ficcionalizada en la que Pedro elige desnudarse y que Banderas plasma en pantalla impecablemente. Le pone el cuerpo a un personaje complejo, jugando permanentemente al filo y al que logra encontrarle la esencia desde la primera escena. Además de rodearse de un elenco de lujo, los rubros técnicos construyen con enorme cantidad de detalles los escenarios perfectos para la historia, con una destreza técnica particularmente destacable con una especial mención para los climas que logra generar un exquisito diseño de arte -sobre todo en los pasajes en donde referencia a su niñez-, y particularmente aquellas filmadas en las cuevas de Paterna, una localidad muy cercana a Valencia, influenciada por el arte morisco que da lugar a las escenas más luminosas y bellas de “DOLOR Y GLORIA”. Para quienes hemos seguido la filmografía de Almodóvar desde sus primeras películas nos será fácil hacer ese recorrido íntimo y personal que oficia de compendio de su obra y descubrir ecos de “La mala educación” en lo relativo a la niñez, la Iglesia y la sexualidad escondida, “Los abrazos rotos” en ese juego del alter ego del director, de la pasión por el cine y de la recomposición frente al dolor y esa fuerte figura maternal como aparece en “Volver” –efecto que se multiplica al estar Penélope Cruz, casi espejándose en su propia creación-. Alejado completamente del ritmo de comedia de “Los amantes pasajeros”, “Mujeres al borde de un ataque de nervios” o “Laberinto de Pasiones” pero también despegado por completo del esquema del melodrama que encuentra siempre presente en sus mejores creaciones para este particular momento de su carrera elige innovar. E intencionalmente dejar que el peso del relato recaiga en manos de un personaje masculino –después de haberse sumergido como pocos directores lo hacen, en el mundo femenino y contar con mujeres protagonistas potentes como en “Julieta” “Todo sobre mi madre” “Hable con ella” o “La flor de mi secreto”- y acierta tanto en su fuerza como en la elección de Banderas para este nuevo filme. Aunque haya algunos momentos donde la sobreabundancia de diálogos pueden hacer algo moroso el desarrollo del relato, cualquier pequeña imperfección dentro de “DOLOR Y GLORIA” será perdonada cuando una última escena nos emocione por completo y nos vuelva a dar el verdadero sentido de los relatos, de los cuentos que los directores nos cuentan en cada fotograma… y sabemos que Almodóvar tiene un talento particular para abrazarnos en cada una de sus historias.
Dolor y gloria narra la historia de Salvador Mallo (Antonio Banderas, en la que muy probablemente sea las mejores actuación de su carrera como un claro alter-ego almodovariano), un director que ha conocido épocas de gloria y hoy está prácticamente retirado, mientras lucha -entre otros flagelos- contra insoportables dolores en la espalda y la cabeza que lo han sumido además en una profunda depresión que lo ha inmovilizado en más de un sentido. A partir de la presentación en la Filmoteca de Madrid de una copia restaurada de Sabor, un film suyo rodado 32 años atrás y revalorizado como un clásico, se reencuentra con Alberto Crespo (Asier Etxeandia en plan Eusebiop Poncela), a quien no había visto desde aquel caótico rodaje. A pesar de las viejas peleas, ambos empiezan a compartir algunos proyectos laborales (como un monólogo escrito por Salvador que Alberto monta solo en un pequeño teatro off), pero también el uso de heroína (todo un tema para la generación de la “movida” española). Dolor y gloria es una historia dura y emotiva, poderosa e intimista a la vez, que aborda cuestiones como la degradación física, la vejez, la relectura y resignificación de distintos momentos clave de la vida personal (desde las experiencias iniciáticas de la infancia hasta la forma de lidiar con la muerte de la madre) y la posibilidad de reencontrarse con los demás y con uno mismo. Si esta descripción parece propia de un libro de autoayuda, lo cierto es que Almodóvar aborda estas temáticas con sutileza, austeridad emocional, múltiples matices y una inteligencia que ubican a Dolor y gloria entre las mejores películas de su dilatada carrera que ya supera las cuatro décadas. Un film de una solidez, una precisión y una convicción insoslayables (con algo de Ocho y medio, de Federico Fellini, y un homenaje a la lejana Arrebato, de Iván Zulueta) a cargo de un director en plena madurez artística. Aunque Almodóvar ha sido elogiado desde siempre por sus incursiones en el universo femenino, esta suerte de cierre del tríptico sobre las desventuras de directores de cine que iniciara con La ley del deseo y La mala educación lo muestra igual de sensible en su retrato de las contradicciones internas, los miedos, las angustias y los traumas de los hombres cuando la madurez ya se confunde con los primeros indicios de una vejez que trae aparejados achaques físicos y miserias psicológicas. Como dato de color, la película -un nostálgico canto al amor maternal, al poder del cine y a los amores perdidos- tiene múltiples conexiones con la Argentina: desde el esencial papel de Sbaraglia (un ex amante de Salvador durante tres años en su juventud) hasta una participación especial de Cecilia Roth, el diseño de Juan Gatti, la dirección de arte de María Clara Notari y hasta un fragmento de La niña santa, de Lucrecia Martel, que los protagonistas ven en televisión. Y es precisamente el Salvador ya cincuentón de Sbaraglia quien regala con un beso apasionado al Salvador de Banderas uno de los momentos más intensos de una conmovedora, inolvidable película que se ubica con contundencia entre lo mejor de una flimografía almodovariana que ya supera los 20 largometrajes.
El realizador manchego Pedro Almodóvar (en septiembre cumple 70) regresó al drama, no al melodrama, ni al thriller ni la comedia. Dolor y gloria es un filme, como se dice, de tintes autobiográficos. El propio realizador de Julieta, al preguntársele si es sobre su vida, dice “no” y “sí”. Salvador Mallo (el nombre es una suerte de anagrama de Almodóvar) es un cineasta en su ocaso, que tiene encuentros, casuales, la mayoría, con quienes lo marcaron en su vida. Aquejado por depresión y dolores físicos, va y viene en la mente hasta su mismísima infancia, con su madre (Penélope Cruz), pero son más los dolores del alma los que lo siguen afectando. La línea que separa la vida real de la ficción (la “autoficción”, como le dice su madre cuando Salvador es adulto -Julieta Serrano-) es sumamente difusa. A los cameos de su hermano y productor Agustín y su pareja, Almodóvar le suma el volver a trabajar con actores que ha querido siempre (Antonio Banderas como su alter ego, Cruz, Serrano, Cecilia Roth en una breve escena) y menciones muy conocidas a su vida. Aunque no sólo no esté retirado, parece que con Dolor y gloria quiere cerrar una etapa, o al menos disipar fantasmas del pasado. Curando las heridas. Está la relación homosexual de Salvador con una pareja adicta a las drogas, Federico (Leonardo Sbaraglia), con quien vivió tres años en los ’80, y con el actor al que odió por una película y a quien no volvió a ver en tres décadas (Asier Etxeandia), y con las drogas -algo que el cineasta desmiente una y otra vez-. Todo en un arco intimista, transmitiendo una tranquilidad y serenidad -no desasosiego- impensadas en el realizador de La piel que habito. Mirar a Banderas es verlo a Almodóvar. No sólo se ha camuflado en él, sus expresiones, sus gestos -y sus ropas- nos llevan a reconocer al director en la pantalla. Es posible que ésta sea una de las mejores actuaciones del malagueño, con quien Almodóvar rodó ya ocho películas -alguna imborrable, como La ley del deseo-. Y muy merecido ha tenido el premio a la mejor interpretación masculina en el reciente Festival de Cannes. Dolor y gloria es un filme sobre el amor, en todas sus formas y manifestaciones, sobre el dolor, el perdón y la reconciliación. Hay quienes necesitan expiar, purificarse: quizás Almodóvar haya sentido necesario transformarlo en el cine. Y es una película que seguro disfrutarán, si cabe la expresión, quienes son sus fieles seguidores.
La mejor película de Pedro Almodóvar en mucho tiempo es también la demostración cabal del talento de Antonio Banderas a la hora de componer personajes con aristas y múltiples detalles. El actor malagueño encarna a Salvador Mallo, un cineasta retirado desde hace bastante tiempo, primer indicio de que los posibles componentes autobiográficos deDolor y gloria tienen sus límites: el director de La ley del deseo y¡Átame! nunca cejó en su movimiento creativo. La vida cotidiana de Salvador está aquejada por las mil y una dolencias físicas y psicológicas: a unos terribles dolores de cabeza y de espalda se les suman unos extraños atragantamientos y la posibilidad siempre latente de la depresión. La historia lo encuentra discutiendo los detalles de una presentación especial de su largometraje "Sabor", producido tres décadas atrás y recientemente restaurado por la Filmoteca Española, punto de arranque de un acercamiento con el actor protagónico de esa película -con quien no ha tenido contacto desde aquellos tiempos, consecuencia de un desaire- y la primera y tardía relación con el "caballo", la heroína, esa sustancia ubicua en tiempos de juventud, durante la movida madrileña de la cual formó parte. No será el único reencuentro, físico o emocional: los recuerdos de infancia junto a sus padres en un pueblo blanco de Valencia, la compleja relación con su madre, el retorno de un amante signado por las casualidades, la posibilidad de retomar la carrera, son algunos de los elementos que movilizan la historia y sus reverberaciones. Resulta difícil no reconocer enDolor y gloria una suerte de 8 ½almodovariano, un repaso y puesta a punto de ese universo artístico que, a fuerza de presencia y personalidad, ha transformado un nombre propio en adjetivo. En esta ocasión, el realizador ha optado sabiamente por un tono reposado, melancólico, con escasos tintes humorísticos. De estructura imbricada pero siempre diáfana, el relato circula hacia atrás y hacia adelante, va y viene en el tiempo, dibujando con cada nueva escena otra capa del protagonista. No faltan momentos genuinamente emotivos: si bien la idea de melodrama -tantas veces acariciado por el manchego- está disponible entre los pliegues para quien quiera encontrarla, las instancias más emotivas de la película no son tanto consecuencia de los excesos sentimentales como de la comprensión de las complejidades del alma humana. ¿Alma humana? "Los días que tengo dos o más dolores creo en Dios; aquellos en los que solamente me afecta uno solo soy ateo", afirma Salvador, palabras más, palabras menos, respecto de sus afinidades religiosas. De una gran elegancia y clasicismo formales, Dolor y gloria termina de cerrar el círculo durante las escenas finales. Es entonces cuando la vida real y la ficción, el universo artístico y el cotidiano, los recuerdos vívidos y la fantasía creativa terminan de darle forma a una estupenda parábola sobre la vida, la muerte, el arte, la pasión, las pérdidas, el duelo y varias cosas más. Temas grandes, gigantes, transitados con simpleza y humildad, sin solemnidades ni impostaciones. Los últimos dos planos de la película, de una contagiosa luminosidad, perfectos en su simpleza y más potentes aún por esa razón, reelaboran la idea de obra-testamento e indican el camino de un palpable resurgimiento.
Como otros autores cinematográficos -es decir, artistas que no solo filman sus películas, sino que además las firman-, Pedro Almodóvar ha trabajado en su carrera con muchos elementos autobiográficos. Y en Dolor y gloria, además, como lo hicieron antes François Truffaut en La noche americana, Federico Fellini en Fellini 8½, Woody Allen en Recuerdos y el propio Almodóvar en La ley del deseo y La mala educación, pone como protagonista del relato a un director de cine de nombre Salvador Mallo, interpretado por Antonio Banderas, que recibió el premio al mejor actor en la reciente edición del Festival de Cannes. Se hizo justicia con Banderas, porque aquí logra algo tremendamente difícil: trabajar como un equilibrista en un acto de extrema dificultad y, gracias a su prestancia (algo así como una respiración exacta y un temple carismático), logra que esa necesidad de balancearse no se note jamás. El equilibrio de Banderas es crucial para "hacer de Almodóvar" -con todas las aclaraciones de ficcionalización, etcétera, que también hacía Truffaut-, un Almodóvar, claro, mucho más lindo, como también hacía Fellini con sus alter ego. Dolor y gloria tiene algo así como una construcción genial, equilibrada (también Almodóvar sabe caminar por la soga) y abreva de formas diversas en la ya enorme filmografía anterior del director. Esta es una película autoral desde tantos ángulos -no faltan los colores alejados de las sutilezas, los decorados, las mujeres fuertes- que podría haberse convertido en un film paquidérmico. Pero la astucia de Almodóvar está en las dosis (y eso quizá se espeje en la forma de presentar, otra vez, la heroína, "la droga de la movida") de cada elemento: el dolor ante los achaques, el ego, las dificultades creativas, el pasado (o, mejor, los pasados), el lugar del arte, el deseo y el amor. Almodóvar exhibe pleno control de sus facultades como creador, y demuestra que puede aprovechar el potencial de su obra pasada con una madurez notable, con una visión de notable eficacia. Dolor y gloria es una película admirable, una futura referencia ineludible para estudiar el cine de Almodóvar. Pero madurez, control, astucia y eficacia no eran las características destacables de películas como Átame y Matador: pasionales, sanguíneas, inolvidables y contundentes aún con su falta de equilibrio (o justamente debido a ella), esas que supimos amar con menor admiración por la genialidad y con mayor deseo.
Los buenos y malos deseos de Almodóvar El film, protagonizado por Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz y Leonardo Sbaraglia, narra la vida de un director de cine que padece dolores de todo tipo. Con el paso del tiempo se reencuentra con el valor que tiene una película que hizo hace 32 años. Pedro Almodóvar es uno de los cineastas españoles más reconocidos y queridos en nuestro país. El amor por su cine -vale la pena la aclaración en una industria donde hay cada vez menos arte y más “producción”- es correspondido en Argentina por los cinéfilos, y al mismo tiempo, Pedro siempre demostró gran respeto y cariño por nuestro séptimo arte y los grandes actores locales que han participado de sus filmes. Es por eso que la noticia del reconocimiento de “Dolor y gloria” en Cannes fue motivo de celebración en el ambiente nacional. Tan sólo tres semanas después, la nueva obra de Almodóvar llega a nuestras salas. El filme nos presenta a Salvador Mallo (Antonio Banderas), un director de cine renombrado y hombre solitario, que padece dolores de todo tipo. Con el paso del tiempo se reencuentra con el valor que tiene una película que hizo hace 32 años. Se contacta con el protagonista Alberto Crespo (Asier Etxeandia), quien le guarda mucho rencor, y fuman la pipa de la paz con un poco de heroína. Mientras viajan, Alberto descubre un texto muy íntimo de Mallo y le admite que le gustaría adaptarlo para hacer una obra de teatro. Tras dudarlo mucho, Salvador decide darle los derechos a Crespo para que la interprete, y por alguna casualidad, llega al teatro Federico (Leonardo Sbaraglia), un ex amante de Mallo, que reconoce de inmediato la historia que reaparecerá en su vida. A Salvador lo vemos luchar con sus dolores con esta nueva droga que descubrió, y también como el niño que fue, con una infancia pobre pero llena de amor junto a su madre (Penélope Cruz). El filme es una suerte de autobiografía ficcionada de Pedro Almodóvar, pero que, a pesar de la referencia propia constante, funciona todo el tiempo, independientemente de su origen real: emociona con el amor, sensibiliza con los dolores, y golpea con las derrotas y defectos. El realizador se las arregla para crear un mundo del que puede disfrutar tanto el que no conoce nada de la filmografía del español como el que lo abrazó en cada una de sus películas. El Deseo es el nombre que lleva su productora. Esa pulsión, a veces desconocida, otras prohibida y sólo en ocasiones permitida, también se involucra fuertemente en la vida y especialmente esta película del español. Almodóvar siempre es intimista, e intenta pintar emociones con las que todos se puedan identificar. Si bien siempre tuvo un marco de identidad, una huella de autor imposible de pasar por alto, aquí decidió traspolar todo aquello que sintió a lo largo de su vida en el papel de Antonio Banderas, quien, afortunadamente, estuvo a la altura de la situación y ya resuena como un gran aspirante a premios, incluido el Oscar.
Un extraordinario Antonio Banderas en el mejor trabajo de su vida. Aunque uno se resista, a la larga se termina rindiendo ante al menos alguna película de Pedro Almodóvar, un tío que ha alcanzado la cima de su arte y que puede resolver cualquier problema técnico –o estético– que le presente el cine. Dicho de otro modo, puede hacer lo que quiera. Y desde hace un tiempo ha transformado sus películas en un álbum autobiográfico. “Dolor y gloria” está más cerca de la fallida “Los abrazos rotos” pero el grado de precisión emocional, la amabilidad con la que Almodóvar construye al protagonista (un extraordinario Antonio Banderas, en el mejor trabajo de toda su carrera aunque suene a lugar común) y la aparición de un humor con sordina, más alejado de la ironía que en, por ejemplo, el final de “La piel que habito” hacen del film eso que sólo un gran cineasta logra: un pedazo de vida.
Semiconfesional, depuradora, ésta debe ser una de las obras más arriesgadas, y a la vez más clasicistas, de Pedro Almodóvar. Arriesgada, porque parece contarnos a través de un personaje (justamente un director de cine) ciertas cosas íntimas de las que nunca habló en público: la tentación de la heroína para aliviar los sufrimientos físicos que vienen con la edad, la enojosa reconciliación con un actor de viejos tiempos, un intenso y penoso amor de juventud, o el primer y sofocante deslumbramiento ante el cuerpo desnudo de un hombre, siendo apenas un niño. Y clasicista, porque aplica el modelo de otros tantos directores que han contado algo de sí mismos enlazando recuerdos, anécdotas y figuras reconocibles, metáforas visuales y tiempo presente, hasta llegar a la catarsis, y lo aplica de modo aparentemente calmo, equilibrado, como quien ya está en edad de balance. Sólo unos breves relatos en primera persona amenazan con salirse del estilo asumido, y no molestan. Al contrario, uno de ellos se convierte en pieza de representación a través de la cual se hilvanan dos capítulos, y dos planos de la historia, en forma natural, de extraña emoción, que sólo Almodóvar puede hacer sin que parezca algo forzado. Asier Etxeandia y Leo Sbaraglia interpretan esa parte, difícil, y reveladora. Ese es otro atractivo de la película: la calidad de su elenco. Es admirable, y más que compleja, la actuación de Antonio Banderas, totalmente alejada de lo que le conocemos. Preciosa, la de Penélope Cruz, la madre joven, caminando como camina una mujer de pueblo junto al niño Asier Flores, buena revelación. Y entrañable la de Julieta Serrano, la madre anciana, con una mirada y unos diálogos sencillos que calan hondo. Diálogos que el autor habría querido mantener en la vida real, según ha comentado en entrevistas. El arte permite esas compensaciones. Como imaginar un momento de plenitud de la madre joven tendiendo las sábanas entre los arbustos mientras canta con otras mujeres eso de “a la vera, siempre a la verita tuya”. Y pintar las “cuevas” de Paterna más lindas de lo que eran en aquel entonces. O poner al hermano, Agustín Almodóvar, haciendo de cura frente a un imposible coro de niños. Gran acierto, por primera vez en el mundo un productor de cine parece solo un angelical e inocente curita tocando el piano (esa clase de piano).
Pedro Almodóvar se pone más autorreferencial que de costumbre con esta dramedia que mezcla ficción y realidad, sin dudas, una de sus mejores películas. Todo artista (sea de la disciplina que sea) siente, en algún momento de su vida y su carrera, la necesidad de exteriorizar su propia historia, sus influencias y esas experiencias que lo convirtieron en lo que es, consciente o inconscientemente. Pedro Almodóvar lo fue haciendo con destellos a lo largo de casi toda su filmografía, pero ninguna de sus películas se siente tan personal y particular como “Dolor y Gloria” (2019), que acaba de pasar por la competencia oficial del Festival de Cine de Cannes, recolectando premios a Mejor Actor para Antonio Banderas y Mejor Banda Sonora para Alberto Iglesias. No alcanzan los halagos cuando se trata de la historia de Salvador Mallo (Banderas), reconocido y aclamado realizador cinematográfico que, debido a varias dolencias físicas (pero también psicológicas), no siente los impulsos de volver a plantarse detrás de las cámaras por el momento. Sus días pasan en soledad y oscuridad -para hacerle frente a las migrañas-, pero también en retrospección, cuando los recuerdos de la infancia y la juventud llegan desordenados para acompañarlo. Así, entre flashes, vamos descubriendo su niñez en Paterna (Valencia), su relación con su madre Jacinta (Penélope Cruz), su acercamiento y enamoramiento por el séptimo arte, su prodigio para la escritura y la música, su desdén por la iglesia. De a poco, podemos ir descifrando a ese pequeño (interpretado por Asier Flores) que hoy enfrenta sus seis décadas con muchos miedos, fobias y ganas de enmendar algunos errores cuando la filmoteca de Madrid viene a ofrecerle una función especial con el reestreno de su primera película, “Sabor”. El problema es que Mallo no se habla con su protagonista, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), desde hace más de treinta años, una falta que quiere subsanar en medio de este “viejazo” que atraviesa. El reencuentro sorprende a los dos hombres, abre algunas heridas y rencores, pero también nuevas experiencias para Salvador que, después de evitarlo por muchos años (de ahí las diferencias con el actor), decide sumergirse en el mundo de las drogas pesadas (hablamos de heroína), un poco para mitigar sus dolores y otro tanto para entender este trance adormecedor que provocó más de un conflicto con su primer gran amor, en una Madrid desbordada en la década del ochenta. Mallo se rehúsa a compartir sus escritos, hermosas piezas que recopilan estos momentos de su vida y funcionan como cable a tierra, pero de apoco va cediendo, dejando que Crespo convierta una de ellas en un dramático unipersonal teatral que va a seguir extendiendo las brechas entre el pasado y el presente. “Dolor y Gloria” es una de las películas más sinceras y directas del realizador español. Claro que mantiene su sello personal y su atención a cada uno de los detalles que componen el cuadro (los colores, la música, la puesta en escena, la posición de la cámara), pero hay algo que se da y nos llega de manera más natural, que se aleja de sus artificios, (melo)dramatismos y extravagancias más frecuentes. Imposible determinar cuánto hay de autorreferencial en cada una de estas imágenes, pero como Mulder, queremos creer, y aceptar que el realizador atravesó gran parte de esta vida fascinante La palabra que utiliza el realizador para definir esta obra es “autoficción”, un relato que va mezclando hechos reales y ficticios, creando un hermoso entramado, imposible de desenmarañar, posiblemente, incluso para él mismo. Y quien mejor que Antonio Banderas para convertirse en su alter ego, un personaje que jamás exagera sus padecimientos, ni se convierte en víctima de su propia historia. Una que se guarda una última sorpresa bajo la manga, que termina llenando cualquier alma y corazón cinéfilo. Banderas y Cruz están en su mejor elemento cuando trabajan bajo las órdenes de Almodóvar. Lo de Etxeandia es un gran hallazgo (tiene una carrera más prominente en la pantalla chica), y siempre se disfruta la presencia de Cecilia Roth (¿haciendo de sí misma?) y un Leonardo Sbaraglia que viene a arrancarnos lágrimas y suspiros. A Pedro no se le escapa nada, ni los contrastes entre las callecitas de la actual Madrid y los paisajes de la infancia del protagonista en la década del sesenta, hasta su incondicional apoyo a la causa feminista, una lucha que se potenció tras “El caso de la Manada”. Todo está ahí y confluye de manera perfecta entre el drama, el humor y todo lo que está en medio (¿lo agridulce?), porque “Dolor y Gloria” juega con los matices y nunca con los extremos, como otros films del director. Se puede pensar esta película como la “Roma” (2018) de Almodóvar, aunque igual hay un abismo entre ambas obras y sus realizadores, pero es la personalidad y la autenticidad que se desprende, lo que más atrae y conmueve de esta historia.
Dolor y Gloria: Sin el cine, mi vida no tiene sentido. Lo nuevo de Pedro Almodóvar está lleno de cosas que el cineasta quiso decir pero nunca dijo sobre sí mismo. Tras una película que parece sencilla, se encuentra una historia autorreferencial, compleja pero de fácil acceso y repleta de recursos metanarrativos. Cada nueva obra de Almodóvar revoluciona el cine actual, por lo menos en el ámbito europeo y, parece ser, que su película más personal, directa y dolorosa, no es la excepción. La misma nos muestra a un director de cine, afligido por terribles dolores, tanto físicos como emocionales, que lo tienen en el final de su carrera, o quizás de su vida también. Así comienza un camino retrospectivo en el que se reencuentra, en el presente y en los recuerdos, con personas y momentos importantísimos de su historia. El autor se propone mostrar su vida protagonizada por el sufrimiento, los dolores crónicos, los reencuentros, los recuerdos, las pérdidas, las compañías y la necesidad de redención. Pedro Almodóvar presenta la obra más personal de su carrera, tratando la autoficción de manera intensa pero sin caer en el egocentrismo extremo. El autor se desnuda sin reparo alguno, cuenta cosas que nunca había contado, desde una ficción muy cuidada que se mezcla con sus propios recuerdos. La historia narra la vida de Salvador Mallo, un cineasta que vivió la gloria en los 80´s y que ahora, en un stop creativo debido a unos terribles dolores crónicos, recibe la invitación de la Cinemateca de Madrid para proyectar su película “Sabor”, hecha 32 años atrás (lo cual es una clara reminiscencia a “La ley del Deseo”, el film de Almodóvar que cumple 32 años también). Charla con Cecilia Roth (que sólo tiene ese cameo) y se contacta con el actor de esa película, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), con quien estuvo peleado desde esa filmación. En ese reencuentro, Salvador prueba la heroína y la comienza a consumir para aliviar sus constantes dolores. Ese consumo, que se torna habitual, lo hace rememorar a su madre cuando él era sólo un niño, durante la etapa en la que vivían en una casa-cueva de Paterna, su amor por la literatura y su primer fantasía sexual, lo que se intercala con los recuerdos más recientes de su madre, cuando la cuidó en sus últimos días de vida. Además, también se reencuentra con el amor de su juventud, Federico (Leonardo Sbaraglia). Es el retrato de una persona a la que le queda hacer las paces con los suyos y consigo mismo, como un proceso de redención. Los personajes tienen mucho de onírico, donde el caso de la madre es el más representativo, que hace que en las escenas finales, uno se pueda replantear toda la película. Así, no explica en demasía, dejando librado a la imaginación del espectador lo que realmente sucedió a partir de esos recursos metanarrativos, que tanto gustan al director. Antonio Banderas hace del ‘alter ego’ de Almodóvar. Ganador de la Palma de Oro al Mejor Actor, interpreta al cineasta en una versión ficcionada, con movimientos suaves, tic nerviosos, formas de vestir y densos diálogos, con una pasión que denota su devoción por la actuación en el cine español y el amor que existe entre el director y Banderas (ya trabajaron juntos en 6 películas). Asier Etxeandia tiene un monólogo teatral que, además de emocionar hasta las lágrimas, se convertirá en un discurso clásico en el cine almodovariano. Penélope Cruz, es la madre de Salvador cuando éste es pequeño. La actriz que siempre hace de madre en las películas de Almodóvar, logra emocionar hasta las lágrimas con su interpretación. Julieta Serrano es su madre en los últimos años. La historia fluye naturalmente gracias a un guion muy trabajado, alivianando la compleja estructura de la película. Almodóvar se expone a través de Salvador en un todo: el departamento es igual a la casa del autor (dicen), los dolores crónicos que padece, la vestimenta, la saturación en la paleta de colores, los gustos cinematográficos (aparece “La niña santa” de Lucrecia Martel en la TV). “Dolor y Gloria” es una película dura, pasional, emotiva y dolorosa que toca temas en profundidad, permitiendo distintas lecturas, como el dolor, el ocaso de una carrera y la redención. Propiamente, es el alma de Almodóvar, tratada con una estética simple y una narrativa dual, entre lo real y lo onírico, entre el final y el renacer, que sólo los grandes pueden lograr. Esta película demuestra que todo artista es un poco narcisista y lo fácil que es agarrarse fuerte del dolor, cuando la gloria está a la misma distancia.
En el ocaso nace el deseo de volver a la infancia. Dolor y Gloria, producida por El deseo y distribuida por Sony Pictures, nos cuenta la historia de Salvador Mallo, director de cine galardonado que rememora su vida a partir de recuerdos y reencuentros; su madre, el amor, el silencio, el miedo y la pérdida. Salvador (Antonio Banderas, en uno de los mejores papeles de su extensa carrera) padece múltiples enfermedades corporales y mentales que lo sumieron en una profunda depresión y soledad. Luego de 32 años, la filmoteca de Madrid restaura los fotogramas de uno de sus films más galardonados, “El sabor”, logrando con esto reactivar el contacto con el actor principal (Asier Etxeandia) con quien no tenía vínculo desde entonces; Salvador comparte un trabajo personal con él e incursiona en el consumo de la heroína. Dolor y Gloria posee múltiples matices, del dolor mismo de llevar la vida adelante, del abandono de un amor (Leonardo Sbaraglia), de crecer en medio de la hostilidad y cuidar a una madre (Penélope Cruz) hasta el último día. Referido a la buena relación que tiene con Argentina, el director optó por hacer partícipes a muchos de nuestros artistas: Leonardo Sbaraglia, como ya había mencionado, Cecilia Roth como una vieja amiga, el arte de Clara Notari, el diseño de Juan Gatti y un fragmento de La niña santa. Sin duda es uno de los films más maduros del director español.
Vuelve él, el más grande director español de los últimos 40 años con un personalísimo viaje por su universo, un mundo de dolor y gloria, como anticipa el título, pero también de mentiras, recuerdos, amor, pasión y la convicción que todo es mejor cuando uno sale del cine luego de ver una película suya. Antonio Banderas deslumbra al espectador en su rol de Almodovar, tan mimetizado con él que asusta y sorprende.
Azul, rojo y blanco. En la primera escena del nuevo opus de Pedro Almodóvar, vemos a Salvador (Antonio Banderas) sumergido en una piscina, en posición de ¿reposo? el cuerpo de Banderas suspendido está desplazado de algo que predomina: el azul, no sólo del agua de la piscina sino del color de la tristeza y entonces salir a la superficie para encontrar el resuello, la exhalación que aporte la cuota de vitalidad y ese aire que renueva abre el rumbo al flashback para encontrarnos con una escena absolutamente pictórica, revestida de una de las mayores potencialidades que generan las mujeres en las películas del manchego. Basta con verlas lavar la ropa a mano, con diálogos exquisitos en su cotidiana labor, para terminar cantando porque pese a todo hay que celebrar. De ese comienzo tan abrumador pasamos a la melancolía del cinéfilo y a la película más autorreferencial de Pedro Almodóvar, donde Antonio Banderas no lo imita, juega el rol que más le gusta a un actor y lo hace tan suyo que realmente merece premios. Cannes -creo- es el comienzo porque el español que ya había trabajado en otras etapas almodovarianas genera todo aquello que una película tan honesta requiere. El tópico que atraviesa Dolor y Gloria (tal vez a esta altura de la filmografía del director de Carne trémula una declaración de principios que lo definen) es la ausencia del deseo. Vivir sin deseo es morir de a poco, y para un cineasta no rodar, dejar de escribir, de recrear esos pretextos para hablar de sí mismo escondido como un niño en la impunidad saludable de la ficción, es algo parecido a transitar la agonía del deseo. La memoria también tergiversa y entonces el recuerdo vuelve camuflado en un largo flashback, que dispara subtramas donde todo el universo de Pedro Almodóvar se entrelaza y los colores marcan los estados de ánimo del protagonista para pintar el alma en ese rojo furioso que no sólo es pasión también es ira, o en el blanco que más que la ausencia del color es la representación del vacío. Si se piensa en universos de Almodóvar, tal vez uno de los pocos directores que más se explique desde su cine, es imposible no recaer en el vínculo madre-hijo en la presencia-ausencia de un padre y en lo masculino como ese motor del deseo. El cuerpo en Salvador más que un santuario es un verdadero calvario y el cine la posibilidad de no escuchar al cuerpo cuando gime, se contorsiona o deteriora. Sumergido, tanto el cuerpo como Salvador para que el silencio abrume, en el comienzo, sale a la superficie para volver a empezar y allí el doble viaje, el de la cabeza desde adentro del recuerdo y el del cuerpo y el corazón herido bien afuera para que la mirada del otro reconecte el circuito con el deseo. Pero si se trata de cine, Pedro Almodóvar lo vive no como el erudito que repite fórmulas a modo de homenaje sino como esa indescifrable energía que transita por el pasado y la memoria de ese pasado para sanar la deuda del presente. Historias de amor y despecho que se concentran en la columna vertebral de este opus, con secundarios muy bien elegidos como Leonardo Sbaraglia, a quien le bastan dos escenas para lucirse, no ocurre lo mismo con otra actriz de la vieja guardia como Cecilia Roth, por citar los extremos. Ambos dirigidos perfectamente en una gran película y con ese plus de mezclas que pueden ir de la comedia absurda al melodrama más clásico; de la honestidad rabiosa al desgarro del alma cuando nada alcanza hasta que vuelva esa chispa que enciende, esa brisa de verano en pleno invierno, ese misterio que hace impredecible cualquier final cuando del otro lado no se especula con la generosidad del espectador.
"El Deseo" Después de tres años desde su regreso al melodrama de madre con Julieta (2016), Pedro Almodóvar nos presenta una película totalmente diferente: Dolor y Gloria (2019), estrenada en el reciente Festival de Cannes. Una interesante y conmovedora historia imperdible para ser contemplada dignamente en una sala de cine. Por Denise Pieniazek “Por suerte, la naturaleza me ha dotado de una curiosidad irracional hasta para las cosas más nimias. Eso me salva. La curiosidad es lo único que me mantiene a flote. Todo lo demás me hunde. Ah! Y la vocación. No sé si sería capaz de vivir sin ella" Pedro Almodóvar Desde el sistema de créditos Pedro Almodóvar, suele adentrarnos en el clima del filme, Dolor y Gloria (2019) no es una excepción a ello, sólo que en este caso no entenderemos el significado del fluir de la pintura líquida de los mismos hasta el final de la película (comprenderemos luego que la pintura y su materialidad tiene que ver con el “primer deseo” del protagonista). Dolor y Gloria narra de forma anacrónica la vida de un director de cine –Salvador Mallo- interpretado sentida y convincentemente por Antonio Banderas. Salvador es reconocido y exitoso, aunque se encuentra en un periodo de estancamiento, se supone que es por “dolores físicos y del alma”, pero mediante la inteligente dosificación de la información que realiza el guionista y director del largometraje entenderemos que lo que necesitaba recuperar era la pasión. El relato inicia con Salvador sumergido en una pileta y a continuación un primer flashback producto de su pensamiento, un primer recuerdo de su infancia (o aparente flashback pues en este relato éste recueros poseerá un doble estatuto de recuerdo y representación). Ese zambullirse en el agua en el que vuelve a su infancia, no es casual porque seguramente es una metáfora del vientre maternal. La película si bien no es un melodrama de madre como otros de los filmes de Almodóvar, posee algunos rasgos del mismo como la importancia del personaje de la madre del director en su vida. Además, cuenta con algunos elementos del melodrama genérico como el paso por el hospital -también presente en Hable con ella (2002) y Todo Sobre mi Madre (1999) o la secuencia de las imágenes radiográficas, es decir la cuestión de la enfermedad. Sin embargo, hay una reescritura o ruptura fundamental con la regla máxima del género y a su vez varios momentos cómicos. Respecto a lo mencionado anteriormente en cuanto al vínculo maternal, el paralelismo es inevitable: hay varios elementos que permiten pensar a Mallo como un alter-ego de Almodóvar incluso de forma más íntima que en otras obras suyas en las que también aparecían directores de cine La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004). Su amor por el cine se traslada a su personaje, el gesto de coleccionar las figuritas de estrellas femeninas de cine clásico. Así como también la transmigración de su infancia, una madre con carácter y fuerte y su apego con ella. Retomando el argumento, a partir de allí a través del punto de vista de Salvador, la enunciación alternará entre el pasado y el presente. Por ende, el pasado y el presente parecen homologarse como un todo en el cuerpo de nuestro protagonista quien dejará que transitemos junto a él su reconciliación con el pasado. En dicho sentido, inicialmente pensaremos que esta fragmentación y rememoración de los recuerdos corresponde al cercano fin de su vida tal como sucede salvando las distancias en Frida, naturaleza viva (Paul Leduc, 1986), película sobre la artista plástica Frida Kahlo que también padecía de dolores corporales y del alma como Salvador. Un primer recuerdo, de un niño rodeado de mujeres junto a su madre interpretada por Penélope Cruz –otra vez encarnando un rol maternal como en Volver (2006) otra de sus películas situada en La Mancha, ciudad natal de Almodóvar- permite vincular una vez más a Salvador, con su creador volviendo Dolor y Gloria cada vez más personal, sin llegar a lo autobiográfico. Además de otras similitudes como la pasión de ambos por el cine y la escritura, el coleccionismo de obras de arte y su expresa homosexualidad. Después de “volver” de cada recuerdo y el vínculo de éste con su presente, Salvador no es el mismo. El devenir y estatuto del personaje están armoniosamente y al mismo tiempo dinámicamente articulados, con sutiles vueltas de tuerca constantes, pues todo el filme en sí mismo consiste en conocer al protagonista, al mismo tiempo que él mismo se conozca. Dolor y Gloria como bien sintetiza su título, oscila entre constantes antagonismos que atraviesan el sentir del protagonista y funcionan dialécticamente: Eros (pulsión de vida) y Thanatos (pulsión de muerte), pasado y presente, niñez y adultez. Todo el relato puede sintetizarse en una mirada distinta de Salvador sobre su pasado, como cuando volvemos a ver una película, le otorga otro sentido. Primero las marcas de la infancia, luego el ego laboral, un amor que no se ha olvidado, y finalmente el duelo para después de todo eso recuperar el deseo. Al igual que el título del filme hay otros aglutinadores de sentido como los nombres de las creaciones de Salvador su exitosa película “Sabor” (cuya estética del afiche remite a Luis Buñuel cuya estética, a su vez, remite al estilo de algunos posters de filmes de Buñuel mixturado con un estilo Pop Art), “Adicción” (por los excesos y las intensidades) y “El primer deseo”. Este último es fundamental, pues puede leerse de forma literal como el primer despertar sexual del personaje o como el deseo, la pasión por la vocación artística de Salvador, como el mismo dice “sin rodar mi vida carece de sentido”. Palabras similares a la cita con la que comienza dicha crítica que permiten una vez más pensar a Salvador como una extensión de Almodóvar, recordemos que su productora se llama “El Deseo”. Ese “deseo” que hace que con solo ver un fotograma y ver la oposición entre el celeste y el rojo de la estridente y personal ambientación sepamos que una película es suya. Porque sus historias y su estética siempre llevan el sello de originalidad Pedro Almodóvar. Así como también esas sutiles metáforas en la que el techo de la sala de espera del hospital y su enrejado, es igual al cuadriculado de la única abertura cenital de la casa de la infancia de Salvador. En consecuencia, mediante este juego de vaivenes temporales y estructurales estamos frente a un relato cíclico que en su desenlace vuelve al inicio y sin embargo este no es igual, esta resignificado. Lo cíclico como metáfora de la vida, pero también de un devenir, debido a que el solitario y apesadumbrado Salvador ya no será el mismo y tampoco nosotros después de tan conmovedora y bien contada historia.
Es difícil saber si Dolor y Gloria sería una película tan buena sin tomar en cuenta su carácter cuasiautorreferencial. En primer lugar, porque la analogía entre Salvador Mallo (Antonio Banderas emocionante, inolvidable) y el propio Almodóvar es indudablemente buscada: desde lo conceptual, lo narrativo y lo estético, la película alude a todo lo que sabemos del director. En segundo lugar, porque todo lo que conocemos de Almodóvar lo sabemos a través de sus películas y del “personaje” público que ha construido a lo largo de los años: lo que él decide mostrar al mundo de su interioridad. Sobre el regreso a esa ficción que hacemos de nosotros mismos, sobre la experiencia vital como materia prima del arte pero a la vez siempre esquiva, filtrada, amasada de acuerdo a una percepción personal que tiene que ver con el paso del tiempo, se estructura, extrañísima y zigzagueante, Dolor y gloria. Y, a la vez, se trata de una idea que Almodóvar sigue con férrea convicción. La película establece entre la vida y el cine una perpetua simbiosis en constante conflicto: el cine necesita a la vida para nutrirse, pero el cine puede terminar devorándola; cuando el cine se devora a la vida, no queda nada para contar y sobrevienen el dolor y la tristeza. Es claro que la experiencia de Dolor y gloria no tiene nada que ver con su punto de partida, que solo promete un tópico ya remanido: Salvador Mallo, un director de cine apoltronado en su departamento burgués, desmotivado del cine y aquejado por los muchos dolores físicos que padece, recibe la noticia de que su primera película, Sabor, se proyectará en la cinemateca de Madrid. Tanto él como su actor principal, Alberto Crespo (Asier Exteandia), quedaron en malos términos luego del rodaje de aquella película y no han vuelto a hablarse en treinta años. El ofrecimiento de la cinemateca de que presenten juntos la película precipita el reencuentro y despierta en Salvador el ansia por recuperar el tiempo perdido, que adoptará matices preocupantes en su insistencia por el consumo excesivo de heroína. A sus torpezas a la hora de recuperar el ímpetu juvenil se suman la imágenes propias de la infancia de Salvador, una niñez muy humilde marcada por dos descubrimientos fundamentales: el de su pasión por la literatura de ficción y el deseo sexual por un albañil analfabeto al cual le enseña a leer. El relato se construye en el fluido ir y venir entre aquel pasado de descubrimiento y el hastío de la vida adulta, que el cineasta descuidó en su camino a consagrarse. Almodóvar consigue revestir las situaciones más predecibles de una gracia y una originalidad provenientes de una mirada a corazón abierto, directa, que exuda honestidad y va al hueso. Almodóvar huye de la pose, de lo solemne, es sentimental de la manera más desvergonzada posible y en eso conmueve más allá del cine. Dolor y gloria es una película llena de diálogos profusos y narraciones orales: más allá de que el giro final brinda una sólida fundamentación de este contar sin mostrar que se apodera de la pantalla en largos pasajes, hay en estos relatos orales un carácter inmersivo, íntimo, vital: un estilo confesional que, en una película que es una apología de la ficción como una manera de procesar la experiencia vital, adquiere una honestidad y una fuerza tremendas. No son pocas las similitudes con 8 1/2 (la sinopsis sería casi la misma). La principal diferencia radica en el tratamiento del vínculo entre el director y su vocación: un vínculo que está lejos de lo ameno y de cualquier idea asociada a lo curativo. Salvador Mallo es un adicto que, cuando no filma, sufre por la abstinencia. La experiencia con la heroína es una de las reiteradas analogías con la droga que la película propone: el deseo de filmar es desesperado, el no saber qué es fuente permanente de angustia. Sobre el viaje de regreso a esa ficción que hacemos de nosotros mismos trata Dolor y gloria: para reunirse con el cine hay que atravesar un reencuentro con la vida, y el reencuentro con la vida necesita redescubrir el deseo. Sobre ese reencuentro se arremolina Dolor y gloria, como la pintura líquida alrededor de un rectángulo (que luego se revelará como una pantalla) en los hermosísimos crédito de apertura.
Salvador Mallo es un director de cine entrado en años que como Marcello Mastroiani en 8 ½ (Federico Fellini – 1963) no le surgen ideas para una nueva obra y recuerda su vida pasada. También al igual que Nanni Moretti en Caro Diario (1993), va de médico en médico realizándose análisis para curar sus dolencias. Pedro Almodóvar, en su madurez, se regala una autobiografía en una película de hombres: los protagonistas, los primeros planos, los amores, los besos y hasta los desnudos son de ellos. Los créditos iniciales son un laberinto colorido de líneas ondulantes, al estilo Van Gogh, como reflejo de las migrañas que aquejan al protagonista y de los recónditos recovecos de su mente que traen a la superficie imágenes de su niñez. En el inicio se lo ve a Banderas (Mallo) sumergido en una piscina con todas las connotaciones de liberación y purificación que trae aparejada una inmersión. Acaso un homenaje a La Niña Santa (Lucrecia Martel – 2004), cuyas imágenes son reproducidas más tarde en un televisor. A partir de allí comienzan las rememoraciones y los reencuentros con personajes que sellaron su vida: su madre, el primer deseo, su gran pasión de juventud, un actor con el que tiene un vínculo de amor y odio, una amiga incondicional. En el desarrollo desfilan sus grandes amigos y colaboradores de siempre como Cecilia Roth, en una breve pero acertada intervención, Julieta Serrano, la superiora de Entre tinieblas (1983) y los incondicionales Penélope Cruz y Antonio Banderas (premiado en Cannes por su gran labor). A ellos se les suman los debutantes bajo la batuta del director manchego, Leonardo Sbaraglia, Nora Navas y Asier Etxeandia. Todos impecables en la actuación. Tres escenas sobresalen por sobre el resto. Por su dimensión actoral, el monólogo a cargo del personaje que representa Etxeandia mientras representa la obra que le escribió Salvador, es un “tour de force” merecedor de los mayores elogios. El reencuentro del director luego de más de treinta años con su viejo amor, Sbaraglia, por sus connotaciones emotivas que aluden a la nostalgia y a las penas del corazón. Por último, las sucesivas secuencias junto a su madre previas a su muerte, por los diálogos chispeantes en las cuales se entremezclan pases de factura y situaciones bizarras no exentas de humor. Dolor, por los achaques que trae aparejada la vejez y gloria por los éxitos pasados, es un recorrido por la filmografía y las temáticas del director de La ley del deseo. Están presentes el abuso de las drogas, la homosexualidad, la figura de la madre, la estricta educación religiosa, el color como forma de expresión (El departamento de Mallo tan recargado bordeando lo kitsch) y hasta el infaltable bolero, en este caso a cargo de Chavela Vargas. Almodóvar al ciento por ciento con el toque de calidad y particularidad que lo caracteriza. Valoración: Muy buena
Una película a puro Almodóvar: melodrama del mejor (ese que sabe exagerar y sin embargo despierta la empatía; ese que construye memorables guiños de humor mientras sacamos los pañuelos de los bolsillos), colores primarios plenos, guiños autoreferenciales, close-ups que revelan la emoción de actores icónicos. Sí, es una vez más Almodóvar sobre Almódóvar, un Almodóvar maduro como el barbado Antonio Banderas que seduce, conmueve y enternece encarnando a Salvador Mallo, un director que ya no filma, paralizado por sus dolencias (mostradas en un despliegue de efectos digitales) y sus adicciones. Con esta reflexión sobre las desventuras de directores de cine como él, Almodóvar parece completar así una suerte de trilogía junto a La ley del deseo y La mala educación. Los personajes que vuelven del pasado, los recuerdos de su infancia que se entremezclan con alucinaciones, nos muestran la vulnerabilidad de Salvador ante la realidad de envejecer que el éxito no logra amortiguar. La trama se apoya en actuaciones excelentes de Antonio Banderas (que le valió el premio a mejor actor en Cannes), Leonardo Sbaraglia, Penélope Cruz, Asier Etxeandia y Nora Navas. Una película sobre hacer películas, que juega con los límites de la ficción y la memoria. ¿Cuál es la película que estamos mirando? ¿Cuáles de las líneas narrativas que se superponen como capas de hojaldre son las que podemos identificar sobre el argumento de esta peli? Cuanto más prestamos atención a los detalles (el color de los ojos de los personajes, una frase repetida, la intervención instrumental de alguna actriz favorita del director, una escena de La niña santa de Lucrecia Martel en un televisor…) más nos deleitamos con la multiplicidad de sentidos. Pero el cine es imagen, y de eso Almodóvar sabe mucho, y nos deja su sello distintivo en escenas memorables, como el reencuentro entre Salvador y un añorado amante (en la piel de Leonardo Sbaraglia) que es una narrativa en sí misma, un punto de inflexión a partir del cual el dolor puede, todavía, llevar a la gloria. Reseña de CLAUDIA FERRADAS para www.ociopatas.com
A pesar de que en las últimas décadas haya caído en desuso el concepto de "autor" como sinónimo de director con impronta propia, lo cierto es que a nivel mundial aún perduran realizadores con marcas temáticas y formales distintivas que atraviesan sus filmografías. Desde Lucrecia Martel a Hirokazu Koreeda, pasando por Clint Eastwood o Quentin Tarantino, hablamos de artistas que siguen un permanente camino de evolución, profundizando sus universos cinematográficos a medida que las arrugas van avanzando sobre sus rostros. Algunos otros, como Tim Burton, quedan bajo la sombra del esplendor de su pasado, replicando un estilo visual inconfundible, pero sin alcanzar las cimas de sentimiento de sus orígenes. Con Dolor y gloria, Pedro Almodóvar viene de compertir por la Palma de Oro en el Festival de Cannes, premio principal que pierde por sexta vez en dicho certamen. A punto de cumplir 70 años, el manchego no solo conquista una obra maestra en la que resume con absoluto refinamiento los tópicos que ha desarrollado a lo largo de más de cuatro décadas, sino que da en la tecla con su película más elevada y cercana. Al igual que en títulos como La ley del deseo y La mala educación, nuevamente un director de cine ocupa el centro de la escena. Salvador Mayo (Antonio Banderas) es un aclamado realizador que vive encerrado en su elegante departamento, preso de diversas dolencias y trastornos de salud. Una invitación de la Filmoteca de Madrid para proyectar su ópera prima en versión restaurada a 32 años de su estreno, será el detonante para que este hombre inicie un periplo de reencuentros que van más allá de la idea de saldar cuentas con el pasado. El piso que habita Salvador fue prácticamente calcado del mismísimo hogar de Almodóvar. De hecho, los cuadros colgados en las paredes son las obras que Pedro tiene en su casa. Por supuesto, el asunto autorreferencial no se agota en uno de los escenarios de Dolor y gloria. La película entera está atravesada por los planteos medulares de su creador. El deseo, el vínculo madre/hijo, el deterioro físico y el envejecimiento; son algunos de los temas que vuelve a poner en órbita el cineasta español más aclamado a nivel internacional. Pero a diferencia de otros tiempos, en los que ese abordaje aparecía teñido de pretensiones y hasta de cierta arrogancia, este nuevo film se erige como una experiencia absolutamente conmovedora, que tiende puentes hacia esa platea que ha seguido incondicionalmente la obra de aquel desfachatado agitador que emergió en tiempos de "la movida madrileña", y que hoy lejos de transitar el letargo del personaje central de su nueva obra; ha ganado la madurez suficiente como para amalgamar una variada paleta de conflictos desde un pulso tan honesto como sensible. Varios teóricos sostienen que la diferencia entre el nostálgico y el melancólico radica en que el primero está anclado en una era de oro que quedó atrás en el pasado, mientras que el segundo observa con cierta añoranza algunos acontecimientos distantes en el tiempo, pero desde una perspectiva que siempre está ubicada en el presente. Dolor y gloria, con sus flashbacks y reencuentros, logra desplazarse desde la nostalgia a la melancolía. Estamos frente a una película de absoluta precisión e inmensa profundidad, que fluye con unos niveles de calidez cada vez más ausentes en el panorama del cine actual. Como un artesano que atravesó el umbral de la sabiduría, Almodóvar ya no necesita de ningún despliegue de altanería. Hoy lo suyo consiste en entretejer un relato cristalino que le regala a su público una generosa cantidad de escenas inolvidables, y a sus protagonistas un puñado de momentos que quedarán marcados a fuego en sus carreras actorales. El trabajo de Antonio Banderas, muy merecido ganador del premio a Mejor actor en el Festival de Cannes, es de un linaje descomunal. Una de las interpretaciones más viscerales que haya dado el cine en los últimos tiempos, con un dominio de los tiempos y la mirada, que hace que más allá de la centralidad de su personaje, el resto del elenco termine brillando a la par de él. El abrazo entre el director que interpreta y un ex novio al que no ve desde hace décadas (superlativo Leonardo Sbaraglia), es uno de los tantos instantes que traspasan la pantalla en este sentido relato confesional. Más allá de que Dolor y gloria cuenta con una logradísima concisión narrativa en la que no sobra ni un diálogo ni una escena, también hay que destacar un par de puntos para nada menores. Uno tiene que ver con el hecho de que Almódovar recupera algunos pasajes de juguetona comicidad, como el que acompaña a la mencionada presentación de la ópera prima de Salvador Mallo. Y otro con el desafío de mostrar el despertar sexual de un niño, en tiempos en que la corrección política dominante ha llevado a que la mayoría de los autores esquiven estos temas. Esa pulsión, ese primer deseo, es retratado con una magistral mixtura en la que convergen el erotismo y la mirada poética. En absoluto estado de gracia, Pedro concibe su film más noble e inmanente. La confirmación de que aquel joven que coqueteaba con la estridencia y la desmesura kitsch, supo transitar hacia la madurez y el clasicismo manteniendo siempre en foco su distintiva sensibilidad. Dolor y gloria / España / 2019 / 114 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Pedro Almodóvar / Con: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Cecilia Roth, Nora Navas, Julieta Serrano, Raúl Arévalo.
DON’T LOOK BACK IN ANGER Si en su anterior película, Julieta, Pedro Almodóvar ya daba pistas de una bienvenida madurez, con la que dejaba atrás viejas obsesiones formales y estéticas para centrarse puramente en el relato y en las exigencias narrativas, en su último opus, Dolor y gloria, el cineasta español no deja de sorprender con un regreso a sus formas recurrentes pero desde una mirada clásica y sin los desbordes a los que nos tenía acostumbrados (y no hablamos de desbordes desde un punto de vista peyorativo, ya volveremos a eso). Si el cine -o lo cinematográfico-, por acción u omisión, siempre está presente en las películas de Almodóvar, no lo es menos aquí: el protagonista es Salvador Mallo (Antonio Banderas), un cineasta que atraviesa un proceso depresivo alimentado tanto por una acumulación de dolencias físicas y psicológicas, como por la reciente muerte de su madre. La posibilidad de reestrenar un viejo film suyo en la Cinemateca y de reencontrarse con algunas personas de su pasado, pero fundamentalmente con una infancia que vuelve en forma de recuerdos, pone a Mallo en el lugar del que intenta saldar algunas deudas y encontrar la paz consigo mismo. Y pone a Almodóvar, por cuanto entendemos a Dolor y gloria como un relato indudablemente autobiográfico, como un director capaz de mirarse el ombligo con absoluta honestidad. Dolor y gloria es una de esas películas que son más difíciles de lograr de lo que parece a simple vista. Son tantas las líneas que podemos trazar entre lo que ocurre ahí y la vida del propio director, que el relato bien podría haber ingresado sin problemas en un territorio de lo más barroco o confuso. De hecho, el propio Almodóvar de La mala educación intentó lo mismo con algunas complicaciones. Pero esta etapa de Almodóvar es tan reposada, tan clásica si se quiere, especialmente luego de ese esperpéntico regreso a sus orígenes que fue Los amantes pasajeros, que no hay lugar para la confusión: Dolor y gloria avanza con una tersura que desarma, utiliza saltos temporales precisos y recurre a lo autorreferencial sin caer en lo narcisista, tal vez el mayor peligro que corría la película empezando por el look alter ego que encarna Banderas. Entonces entendemos a la película como un espejo del director, pero como uno que se anima a deformar la imagen y a reconstruirla con absoluto libre albedrío. El fantasma de Almodóvar atraviesa la película, pero nunca lo devora (y lo fantasmagórico es clave en el film, tanto en la sombra eterna que es el cine desde un punto de vista inmaterial como los recuerdos vaporosos del protagonista surgidos a raíz de algunas sustancias). En Dolor y gloria hay libertad, incluso de los mandatos de la estructura dramática. Decíamos de los desbordes del cine de Almodóvar, que eran también marca en el orillo. Eso por lo que reconocíamos sus películas con sólo ver un plano, vuelve a estar presente aquí: los colores primarios en vestuario y diseño de interiores, el melodrama como ética y estética de los vínculos entre los personajes, las mujeres fuertes y apasionadas, las pasiones como un laberinto arrebatador. Todo esto está, decíamos, pero también es cierto que lo está en un plano mucho menos recargado. Almodóvar elige entonces, en una película que habla de él mismo, desvanecer los elementos que han constituido su cine, su “marca autoral”, para volverlos menos chirriantes. Con la sabiduría de un viejo, Almodóvar se hace presente sin volverse una caricatura, y comprende que al fin de cuentas la esencia es lo que importa. El director español deja de gritarnos a la cara tal vez por primera vez, para susurrarnos al oído, para contarnos su historia al oído. Y sin dejar de ser Almodóvar. Ese viaje del autor es el mismo que emprende, al fin de cuentas, Salvador Mallo (lo de Banderas es descomunal, hay que decirlo). Que emprende y que aprende. Porque si hay algo clave en Dolor y gloria es el aprendizaje de poder mirar atrás sin estar enojado. La mesura, la amabilidad, el humor y la claridad de esta película maravillosa (el montaje de escenas compartidas entre Mallo y su madre en el hospital son la síntesis de todo esto) no hacen otra cosa que volver materia una sucesión de sentimientos. Como al protagonista, el cine nos ha salvado. Otra vez.
Luego de haber integrado la Selección Oficial de Cannes (en donde Antonio Banderas se alzó con el premio al Mejor Actor), se estrenó el último opus de Pedro Almodóvar, Dolor y gloria (2019), considerada -con toda justicia- como una de sus mejores películas. - Publicidad - La primera imagen de Dolor y gloria nos presenta a Salvador Mallo (Banderas) sentado y sumergido en una piscina. La quietud -veremos con el correr del metraje- lo acompaña aún fuera del agua. Aquejado por múltiples dolores, Mallo ha visto su carrera como cineasta agotarse, quedarse anclada en los títulos que lo convirtieron en un artista valioso. Hasta que un día el pasado golpea su puerta: la Cinemateca lo busca para rendirle un homenaje, a partir de la exhibición de Sabor, una de sus primeras películas. Dubitativo al comienzo, finalmente decide presentarse luego de la proyección para dar un coloquio, pero para eso debe reencontrarse con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el actor que protagonizó aquel film. El detalle –no menor, por cierto- es que con él las cosas terminaron muy mal. “Desavenencias artísticas” que los alejaron e hicieron que no se volvieran a dirigir palabra. Treinta años atrás. Dolor y gloria se conecta temáticamente con La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004), dos películas que también hacían foco en el derrotero de un cineasta. Las tres tienen como epicentro el deseo (nombre de la productora de los hermanos Almodóvar y Esther García) en sus múltiples estadios: desde la infancia (con el descubrimiento del placer merced a la contemplación del otro), la adultez joven y el acercamiento de la vejez, en donde -a partir de los recuerdos y del tránsito por el arte- el placer perdido puede ser recuperado. Desde este punto de vista, tal vez Dolor y gloria sea la película más proustiana del director de Todo sobre mi madre (1999). Con esta última también guarda puntos de conexión, vinculados al tiempo en el que el personaje protagónico formó su personalidad y sus afinidades afectivas, en una niñez austera que lo encontró rodeado de mujeres. La presencia de la madre (compuesta aquí por Penélope Cruz) retorna también en la adultez, en uno de los flashbacks más justificados en términos dramáticos de toda su carrera. Almodóvar encuentra en esta película (que tiene mucho de sinfonía, porque cada elemento resulta significativo y entabla un vínculo sensorial con el entorno) un equilibrio notable. Por un lado, recupera su pasión por el melodrama sin dejar de sellar su estilo en cada fotograma (están, claros, esos acordes tan almodovarianos y la predilección por los colores primarios), pero por otra parte se contiene en pos de no correrse de la subjetividad de su criatura. Banderas está estupendamente bien; preciso, sobrio cuando debe estarlo y más álgido cuando el dolor o el placer tocan su cuerpo. Pero sería injusto no decir que está estupendamente bien dirigido. Con esa economía (gestual, pero también de puesta), la película entrega secuencias conmovedoras, como por ejemplo la inicial (de gesta lorquiana), en donde un grupo de mujeres cantan mientras lavan la ropa en la orilla del río; o el momento del reencuentro de Mallo con un ex amante interpretado por Leonardo Sbaraglia, una muestra de cómo puede haber erotismo a flor de piel sin necesidad de exponer cuerpos al desnudo. Dolor y gloria resulta, finalmente, un film hecho de reminiscencias, de segundas oportunidades, pero también de “autoficciones” (como se dice en determinado momento) que ligan inevitablemente a Mallo con su creador, Almodóvar, un realizador que también supo vivir y explotar la “movida” y coquetear con el infierno de los excesos. Es también un relato sobre cómo instalarse –pese a todo- en la cordura, aún cuando debajo haya un volcán a punto de estallar. Como dice el personaje de Banderas a su otrora enemigo, “no es mejor actor el que llora, sino el que logra contener las lágrimas”; una máxima que bien podría graficar la esencia de esta delicada y sentida película.
La historia está contando en dos tiempos, va y viene casi en todo momento mostrando a Salvador Mallo de niño y de adulto (Asier Flores – su dulzura y su amor traspasa la pantalla y Antonio Banderas en un trabajo honesto y en su octava actuación en una película del director), resultando el relato intimista y poético. Jacinta es la madre de Salvador (Penélope Cruz, esta esplendida) una mujer fuerte, luchadora, enérgica, de buen corazón y que da todo para que su hijo Salvador crezca bien y en familia. Para que estén todos juntos deben vivir en calles de polvo y piedra, en una casa subterránea, el lugar es poco acogedor, pero el niño es un soñador y en una de sus aberturas elogia la vista panorámica de un cielo bello visto desde ese pozo. Salvador Mallo llega a ser un director de cine reconocido, en la actualidad hace mucho que dejó de rodar y sufre de terribles dolores: migrañas, fuerte molestias en su espalda, algunos problemas psicológicos y emocionales (ansiedad, soledad, depresión, pánicos nocturnos y angustias). Todo se potencia cuando es invitado por la Filmoteca Española a presentar la versión restaurada de Sabor y se ve obligado a encontrarse después de 32 años con el protagonista de dicho film Alberto Crespo (El vasco Asier Etxeandia) con quien quedaron enemistados y de forma simbólica fuma la paz. Con tintes autobiográficos el director señala su amor por el cine, sus dudas, sus temores, sus dolores, sus placeres, sus primeros deseos, el amor de su juventud Federico (Leonardo Sbaraglia de muy buena interpretación), al que no pudo sacar de su adicción. A lo largo del film marca lo importante que fue su infancia y de manera muy emotiva se ve la relación con su madre (le hace un homenaje a ella y a las mujeres), la muerte de esta y sus arrepentimientos como hijo (Penélope Cruz cuando era niño y de adulto es Julieta Serrano, quien tiene otro color de ojos, ambas se destacan en sus interpretaciones). Esta cinta es ver cine dentro del cine, con escenas memorables, mantiene todos sus toques almodovarianos, tiene metáforas y símbolos, trabajan varios actores que ya estuvieron en otras historias, hay confesiones, enternece, conmueve y muestra como es vivir con el dolor y la gloria. Vuelve a contar con la banda sonora del compositor Alberto Iglesias y es una invitación a conocer un poco su intimidad desde la butaca de cine.
Leí por ahí que la primera media hora de Dolor y Gloria, la nueva de Almodóvar, es la más aburrida. Sí. Algo de eso hay. Después de una escena atractiva de lavanderas en el río y música, Dolor y gloria se abre con un hombre metido dentro de una pileta, en rehabilitación, y a los pocos minutos unos gráficos enumeran la serie de dolencias físicas que lo aquejan. Salvador Mallo, que funciona como alter ego de Almodóvar, es un director de cine que está inactivo porque una cirugía de columna reciente, sumada al duelo por la muerte de su madre, le impiden rodar. A Almodóvar le interesa particularmente construir al detalle esa vida que de pronto se ordena alrededor de la dificultad: a Salvador (un Antonio Banderas maduro y preciso) se lo ve calzándose unos mocasines sin agacharse porque una artrodesis lumbar se lo impide, entrando a un taxi con un movimiento pausado, incómodo, o tomando un cóctel diario de pastillas. Se trata de una vida aburrida, improductiva, en la que el cuerpo pasa a primer plano y ocupa demasiado espacio. Pero Almodóvar elige encarar su película sobre el dolor desde un lugar que se enuncia claramente un rato después, cuando se dice que el mejor actor no es el que sabe llorar sino el que sabe contener las lágrimas. Hay algo del desborde, de derramar el dolor en un llanto, que no le interesa a Almodóvar en esta película. Algo cambió, quizás porque se trata de un director que llegó a los setenta años, y el dramatismo más exasperado de películas anteriores (no así de Julieta, que se parece a Dolor y gloria en este punto, si bien todavía estaba el primer plano de rostro femenino por el que rueda una lágrima) dio lugar a un trabajo mesurado con los grandes dolores, tanto físicos como emocionales, que atraviesan una vida. A partir del reencuentro con el actor que fue protagonista de su primera película, se hacen presentes en la vida de Salvador los amores pasados, desde su madre hasta el hombre que más quiso, y también la posibilidad de encontrar alivio en la heroína. La pregunta que se le presenta al protagonista es qué hacer con el dolor, o los dolores, y sobre todo cómo hacer para seguir creando, para que el dolor no lo ocupe todo y haga que la vida pierda sentido. Pero ninguna de las vías posibles que explora la película parece ideal; hay un ejercicio de interrupción constante en todo lo que podría implicar cierto alivio, desde el consumo de heroína hasta la noche de sexo que deseamos y no se nos concede. Cualquier descarga, cualquier reparación, está vedada: tanto en el encuentro de Mallo con un ex amante (Leonardo Sbaraglia), que es una escena magistral de calidez y emoción contenida, como en las conversaciones de Mallo con su madre ya vieja y a punto de morir, donde le dice cosas como “te he decepcionado solo por ser quien era”, no hay respuesta, ni descarga, ni nada que amortigüe lo hiriente de la frase. Solo los personajes sintiendo el dolor hasta el fondo frente a la cámara, registrando con gestos mínimos el impacto de una verdad que, en películas anteriores de Almodóvar, hubiera estallado en un grito hecho canción. Pero aquí, hasta la voz cascada de Chavela Vargas se corta casi de modo brechtiano, y produce el efecto de algo así como el melodrama trabajando en contra de sí mismo, por así decirlo, en un equilibrio tenso. Dolor y gloria es consciente del berretín de contar la propia vida -e incluso hay un chiste precioso al respecto- pero nada ingenua, sino más bien sabia: no basta con eso, no basta ni con la nostalgia ni con la belleza ni con que a lxs espectadorxs les importe porque se trata de Almodóvar. Es preciso encontrar una forma. Y la del cine dentro del cine, en este caso, funciona de modo sofisticado. Un ejemplo nada más: la única escena sobre la que la película vuelve dos veces no es adorable, ni deseable, ni feliz. Son un niño y su madre que pasan la noche en una estación, como dos vagabundos. Él sabe que la molesta; ella lo abriga pero está fastidiada. Y sin embargo, porque la película fue a la vejez de esa madre y ese hijo y volvió y los vimos darse y lamentarse hasta el último minuto de lo que no pudieron darse, la escena es un milagro de vida vivida que está allí para mostrar quizás, entre las miles de cosas que muestra la película, que el dolor también puede ser un tesoro.
Reflexiones existenciales de un creador sobre el mundo contemporáneo No hace falta presentar a Pedro Almodóvar a esta altura del partido y, sin embargo, aún los más fanáticos seguidores de su filmografía tendrán una razón más para amarlo, disfrutarlo y acaso redescubrirlo. Por otro lado, si todavía queda alguien que no haya visto nunca una película del castellano-manchego encontrará el motivo principal para, luego de ver “Dolor y gloria”, ir corriendo a buscar su filmografía: estar frente a la obra de un enorme director de cine. Tener presente en la memoria todos sus opus, recordarlos, recorrerlos; es como estar frente a un gran mural contemporáneo y kitsch en donde los colores, los personajes, las historias, son el gran happening de las miserias y virtudes humanas. Todo está ahí. El sexo libre, el tabú, las obsesiones de la gente, la droga, las chicas grotescas, los tipos inescrupulosos, la vergüenza absurda, la rabia, el matrimonio divorciado de los mandatos, y España, por supuesto, su gran aldea con la que pinta el mundo. A más de cuarenta años de su opera prima, cuando el franquismo empezaba a ser herida expuesta, Pedro Almodóvar salía al cruce como abanderado de la contra cultura, y mientras José Luis Garci plasmaba la gran reflexión de todos los tiempos en “Solos en la madrugada” (1978), del mismo lado y sin tapujos ni concesiones llegaba esa “Folle… folle… fólleme Tim!” (1978), filmada en Súper 8. Un alzamiento contra el moralismo hipócrita de una sociedad que estaba despertando a nuevas libertades. A punto de cumplir 70, el creador no necesita reinventarse porque claramente ha estado varias veces adelantado a su momento, pero sí necesitaba, a juzgar por que transmite en esta última pieza, parar la vorágine que se vive en su cine y reflexionar sobre su vida, su recorrido, los viejos amores y rencores, la soledad y ver si con todo eso se puede construir una mirada hacia adelante. Luego de títulos dentro de una placa blanca con fondos caleidoscópicos, “Dolor y gloria” abre con un presente. Salvador (Antonio Banderas) está sumergido en una pileta como parte de una terapia de reconstrucción física. En paneo vertical vemos una cicatriz que recorre casi toda su espalda a la altura de la espina dorsal. La estructura sobre la cual se yergue el ser humano está dañada en su interior. Tan dañada como el alma. Sumergido ahí en ese útero voluntario, el recuerdo lo lleva a su niñez. A la orilla de un río acompañando a su madre (Penélope Cruz) y otras mujeres al oficio de lavanderas que canturrean la tradición. Sobre este ping pong entre su niñez y su estado actual es donde se apoya un relato que de a poco nos va mostrando la radiografía espiritual de un hombre que básicamente se ha quedado solo por propia voluntad. Hace mucho tiempo que no ejerce su profesión de director de cine, entronizado por crítica y fanáticos como un director de culto, pero el lanzamiento de una copia restaurada de un de sus mayores éxitos comienzan a relacionarlo con ese pasado sobre el cual se construyó su aquí y ahora. Vuelve a tomar contacto con su actor protagonista (Asier Etxeandia) con quien está distanciado a muerte, una vieja amiga (Cecilia Roth) que le indica cómo encontrarlo y como consecuencia de las decisiones artísticas habrá un reencuentro con algún viejo amor. La puesta en escena del director es un fabuloso resumen de la estética pastiche y ecléctica que ya es su marca registrada. Todas las concesiones valen. Los personajes se sientan en alrededor de una mesa para hablar y el encuadre no puede sino relacionarse con el estudiante de cine que fue y ahora celebra lo aprendido proponiéndolo otra vez. Ruptura de ejes y planos conjuntos a media luz conviven armónicamente con un primer plano oblicuo o animación de la anatomía humana en clave de documental sobre enfermedades crónicas. Y por supuesto el infaltable rojo carmesí en una cocina o un living. Ese rojo que tanto le gusta al autor de “Matador” (1986) y que siendo el color característico de la pasión, sirve esta vez para contrastar a un hombre desapasionado de la vida. Cine en estado puro se propone en “Dolor y gloria” porque el desarrollo del título, que por poco no parece referirse a dos personajes, tiene hasta coloraturas muy definidas entre el blanco del recuerdo y lo sombrío del ahora. Si la búsqueda estética tiene su punto alto en el equilibro entre el drama y el melodrama con un humor agridulce, es gracias al modo de ver la vida a través del lente, sí; pero le debe casi todo al trabajo actoral. En su noveno proyecto a lo largo de más de treinta años, Antonio Banderas y Pedro Almodóvar alcanzan tal vez uno de los mayores grados de madurez entre director y actor que puedan haberse visto en la historia del cine español. La profundidad del trabajo en cámara no solamente excede lo autobiográfico con un material que convierte al protagonista en una suerte de avatar del creador; también es la versión en carne viva del alma de Almodóvar. El vínculo entre ambos se convierte en arte simbiótico. Tal vez no se pueda pensar en otro actor para este papel porque solamente conociéndose tanto mutuamente es que se podría llegar a ese nivel de conexión. Lejos de la exacerbada y exagerada gestualidad de su carrera Hollywoodense, Banderas se conecta con una sutileza corporal notable que le brinda a su personaje matices de expresiva melancolía. Toda la secuencia de un reencuentro con un amigo (Leonardo Sbaraglia) es para sacarse el sombrero. “Dolor y gloria” es una vía directa a la reflexión a partir la de la exposición cruda de los planteos existenciales. Los diálogos y situaciones van horadando el alma de éste personaje hasta dejarla expuesta en su alucinante soledad. Acaso porque toda la gloria que esta pudiese alcanzar, no es sino conviviendo con el dolor de transformarla
Van treinta y seis rodajes. Podría llegar a parecer que éste es ya de los últimos, pero Almodóvar está en plena forma y esplendor. Luego de varios títulos, quizá no tan potentes como los de los años 90, rescata lo mejor de cada rasgo de su cine y nos trae una gran historia sobre un director que ha sabido tener fama pero que está pasando por una crisis existencial. Salvador Mallo (Antonio Banderas) es el director de “Sabor”, film que hace 32 años hizo despegar su carrera. Cuando lo convocan desde la Filmoteca Española para proyectarla y que él junto al protagonista Alberto Cuevas (Asier Etxeandía) asistan al coloquio posterior, Salvador lo busca a pesar de no hablarse durante todo ese tiempo. El reencuentro tiene algo de tragicómico y la introducción de Salvador a la heroína (el “caballo”, dicho coloquialmente). Sus diversos problemas de salud hallan un alivio al encontrarse con esta droga, en los que somos testigos de recortes de infancia, la vida en el pueblo y el nacimiento del primer deseo. Su historia con Federico Delgado (Leonardo Sbaraglia) halla su cierre cuando se encuentran de manera fortuita en Madrid, en la que Alberto interpreta el texto “La adicción”, de Salvador. Federico se reconoce en él. Tuvieron tres años de relación en su juventud pero Federico ahora está casado con hijos, viviendo en Argentina. Su reencuentro es apasionado y emocionante. Mercedes (Nora Navas) es su asistente, que lo apoya en todo, sigue su agenda y lo acompaña al médico. Es un personaje clave, similar a muchos secundarios de peso en su filmografía, como lo han sido Loles León y Rossy de Palma. Salvador niño mantiene una hermosa relación con su madre Jacinta (Penélope Cruz), en la que ella le abre los ojos frente a la ventaja que tiene ante a los demás en el pueblo. Salvador enseña a Eduardo, el albañil, a leer y escribir y, a cambio, él termina de arreglar la cocina. Eduardo hace un dibujo de Salvador en una bolsa de cal y éste, por azar o conexión cósmica, vuelve a Mallo treinta y dos años después. Su madre en la vejez (Julieta Serrano), como suele suceder entre la gente mayor, no se guarda nada. Aquí el personaje de Jacinta nos recuerda a Irene (Carmen Maura) en “Volver”, de 2006, una mujer de época con unos valores intachables. Le reprocha a Salvador que no ha sido un buen hijo, que sufrió mucho la soledad. El agua como elemento purificador está presente desde la secuencia inicial en la que Salvador está sumergido en una pileta rememorando su infancia en el río, donde las mujeres lavaban la ropa y cantaban, hasta la palangana en la que se lava Eduardo (César Vicente), donde la inocencia termina perdiéndose definitivamente. La vida de Salvador es una narración de varias capas que van relatando sus relaciones más significativas, hasta destrabar esa crisis y volver al ruedo. Era necesario reconciliarse con los grandes amores de su vida pero sobre todo con él mismo. Las interpretaciones de Penélope Cruz junto a Raúl Arévalo en las escenas de comedia costumbrista son enternecedoras, evocando el neorrealismo italiano. Julieta Serrano, ya en su vejez, le aporta una dosis de hiperrealismo a su interpretación en esta etapa de la vida tan compleja. Probablemente lo más destacable de la interpretación de Banderas es que dejamos de ver al actor para ver al personaje, al que se le escapan gestos y manierismos absolutamente almodovarianos. Leonardo Sbaraglia sorprende en el papel de ex amante en una entregada interpretación, cruda y apasionada. Por su parte, Asier Etxeandía es el encargado de interpretar al aliado de Salvador, que nos recuerda al Eusebio Poncela de “Martín (Hache)” (Aristarain,1997) por su arrollador encanto para conseguir lo que quiere. El diseño de Juan Gatti de toda la cartelería es inconfundible, junto a la banda sonora original de Alberto Iglesias, siempre aliados del director. La ambientación es de una típica casa Almodóvar: decoración kitsch, paredes colmadas de cuadros, lámparas retro, cerámicas catalanas y una paleta de colores vibrantes. Los floreros que aparecen por toda la casa formaron parte de una exhibición fotográfica “Bodegones Almodóvar”, en la Fresh Gallery de Madrid en 2018. El vestuario, colorido, amplio, ochentoso y algo psicodélico es, probablemente una de sus marcas de estilo más reconocibles. Como tema principal de la película, el manchego escogió “Come sinfonia”, (1961) de Mina Mazzini, una exquisita y melancólica canción para retratar la infancia del protagonista en Paterna (Valencia) y, como es costumbre hace años, se incluye la música de Chavela Vargas para recordar el desgarro del amor romántico. Desde aquella cueva de Paterna, Salvador y su madre miran al cielo, esperando un futuro mejor. La figura del padre apenas aparece, para resaltar que era la mujer quien llevaba las riendas de la familia. Esto está presente en toda la filmografía del director. El director ha declarado que no se trata de una película autobiográfica, pero hay muchos puntos en común con su experiencia de vida: su trayectoria como director, su vida en Madrid, sus relaciones con los actores. No así la relación con su madre ni las enfermedades que aquí se retratan, si bien hay similitudes. Quizá esto no se trate aún de una despedida. Aquí se trata de volver a la vida, sin rencores.
Del arte y otros demonios Rodeado de obras de arte. Así es como pasa sus días Salvador Mallo, director de cine y protagonista de la última película de Pedro Almodóvar. Fuera de su zona de confort, el melodrama tragicómico, en este largometraje el cineasta inclina la balanza hacia el drama, en sintonía con Julieta, su antecesora, y se aleja definitivamente del vuelo acrobático en clave de comedia que significó Los amantes pasajeros. El arte como catarsis o como un túnel que se atraviesa para pasar de un estado emocional a uno superador no es tema nuevo en la filmografía del manchego, que desde La piel que habito dio a este tópico un lugar más corpóreo. En Dolor y gloria la tesis es bastante clara: mediante una obra de teatro, un boceto, una película y, fundamentalmente, a través de la escritura, ese “don” que tiene desde chico, el protagonista logra descomprimir sus trabas emocionales pasadas y cambiar su presente. Salvador vuelve a ver Sabor años después de su estreno porque le proponen una proyección. Este evento posibilita una reconciliación con el actor protagónico de su opera prima, a quien luego cede un guion autobiográfico para una puesta teatral que incidentalmente da lugar al reencuentro con su primer amor. Esta catarata de sucesos afortunados sacude al personaje y lo sacan de su abandono frente al dolor físico y también de su parálisis emotiva. El encuentro fortuito con el retrato de un niño dispara en Salvador memorias de la infancia: cantar, escribir cartas, el pueblo, su despertar sexual. Una vez más el arte aparece como un catalizador. Si primero apresuró al protagonista para que construyera un futuro fuera de la enfermedad paralizante (que hasta ese momento definía su existencia), ahora lo demora en las semblanzas de su infancia para que recuerde qué fue lo que amó de la vida en las primeras horas. La compañera en este viaje de redescubrimiento es la madre, el arquetipo almodovariano por excelencia. Es así que, después de ocuparse de sus dolencias físicas, Salvador recupera su pasión y vuelve a un set a hacer cine. La escena final de Dolor y Gloria nos informa al mismo tiempo no solo que el protagonista logró rodar una película sino que Almodóvar, una vez más, como en La mala educación, ofreció la ficción como si fuera realidad y, a cambio de que se le perdone esta mentira piadosa, revela el artilugio en el plano que cierra el film. Con el golpe seco de la claqueta, como un péndulo que al quedarse quieto pierde su poder hipnótico, los dos personajes de esta escena de clausura, madre e hijo, son despojados del encantador halo de la representación para convertirse en simples actores que han terminado de interpretar. Al mismo tiempo, el espectador también sufre un cambio de estatuto: ahora sabe que mucho de lo que vio previamente forma parte de una película dentro de otra película. Almodóvar enreda la madeja entre ficción y realidad. Las secuencias que corresponden a la película que Salvador está rodando son más efectistas, los núcleos narrativos son claros, el montaje sitúa en tiempos y espacios determinados a los personajes. En cambio, las de la vida cotidiana de Salvador resultan más difusas, el escenario siempre es en interiores, las acciones son reiterativas, los diálogos fútiles. La sensación es la de pasar el tiempo como un continuo, casi sin cambios ni inflexiones. Más atractivo que el debate sobre si Dolor y Gloria es o no una autobiografía de la vida del director es pensar en otro teorema que sostiene la película, que es que el verdadero motor de la realidad es la ficción. En un diálogo Salvador asegura: “Sin rodar, mi vida carece de sentido”. En tiempos de consumos audiovisuales maratónicos y plataformas de video parece pertinente una pregunta: ¿será que no existe vida posible sin la ficción?
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Dolor y gloria es la nueva película del director de cine y guionista español Pedro Almodóvar, la vigesimoprimera de su extensa filmografía, de la que se destacan títulos como Mujeres al borde de un ataque de nervios, Tacones lejanos, Todo sobre mi madre o Volver, siendo Julieta de 2016 su última realización. En esta ocasión el cineasta español cuenta con varios de sus actores tradicionales, como Antonio Banderas, Penélope Cruz o Cecilia Roth, más algunos con los que no había trabajado previamente, como los casos de Leonardo Sbaraglia o Nora Navas. La historia de Dolor y gloria gira en torno a la vida de Salvador Mallo (Banderas), un director de cine en su ocaso, deteriorado mayormente por una sumatoria de problemas físicos. Algunos de ellos fuertemente vinculados a sucesos de su infancia, la cual parece estar más presente que nunca, sumado a una serie de eventos acontecidos en las décadas siguientes que también comienzan a aflorar. Una de las razones es la restauración de Sabor, un filme que realizó 30 años atrás, y que representó en su momento el distanciamiento con Alberto (Asier Etxeandia), quien además de ser protagonista de este, era su amigo. El paso del tiempo lleva a la reflexión a Salvador, quien decide reencontrarse con Alberto, hacer las pases, e invitarlo a la presentación de la restauración de la película en cuestión. Pese a parecer una buena idea en su concepción previa, los problemas de la actualidad de Salvador, sumado a aquellos no resueltos del pasado, y la dura instancia y complejidad de afrontarlos, no le serán gratos en absoluto. Podemos decir, en algún sentido, que Dolor y gloria se puede dividir en dos partes; en la inicial, Almodóvar presenta tanto a un personaje central, como a una trama sumamente interesantes, valiéndose de todos los recursos a su alcance para hacerlo, para mostrarnos con claridad el momento que pasa el protagonista, y la serie de conflictos que lo aquejan. Intercalando su presente, con sucesos de su infancia, Almodóvar nos cuenta la vida de Salvador Mallo, aquello que más lo marcó en sus primeros años, y la realidad que vive en la actualidad. La dinámica es exacta, ya que sin apuros, ni lagunas, nos introduce en un relato convincente, demostrando aquello que sabe hacer más que bien. Los problemas afloran en la segunda parte, donde el realizador español por momentos hace agua, algo que, al menos bajo mi entendimiento, le viene pasando en sus últimos largometrajes. Por un lado no puede escapar de sus fantasmas, de ciertos elementos que siempre usó, y que además de hacer su cine repetitivo, resultan innecesarios para la construcción misma del entramado de la historia, sin obviar que en la actualidad tienen menos valor que el que pudieran haber tenido hace 20 o 30 años. A su vez todo lo referido al desenlace no termina de ser convincente, y sobre su segunda parte se hace por momentos densa y un poco sosa, carente de sustancia. Esto no quita el valor de su primera mitad, pero no deja de ser un inconveniente, y que a la vez deja un sabor amargo, que hace sentir a uno que las mejores realizaciones de Almodóvar fueron hace tiempo, y que en esta década (por lo menos a mi) ninguna de las hechas terminan de convencer.
En casi 70 años de vida y más de 40 años de trayectoria luminosa como director cinematográfico, Pedro Almodóvar se ha definido para el cine como un autor radical de la posmodernidad hispana. Este es su filme número veintidós, y aquí volvemos sobre el pliego de un relato de corte crepuscular, una ficcionalización que funciona como revisión nostálgica de la propia vida del director manchego, en el cuerpo de su fantasmático alter ego junto al universo de esos personajes históricos que parecen como represando al presente. El argumento se focaliza en la edad madura del director imaginario Salvador Mallo – que se expresa con precisión en la piel de Antonio Banderas – y el devenir de los hechos es todo lo que gira en torno a sus padecimientos físicos y sus angustias emocionales durante esta etapa de su vida. En el presente cotidiano lo azotan los dolores que agobian su cuerpo, su espalda y su cabeza parecen ser el epicentro del mal. Vive como un solitario, sin actividad creativa que lo conecte con la fuerza vital, solo logra conectarse de a momentos, alucinatorios, con su más lejano pasado y su acción es recordar, como si esto fuera un paliativo magistral. Así se presentan las imágenes de su infancia de pueblo y su madre, que aparecen como trozos de sueño o recuerdo idealizante blanco como las sábanas que las mujeres lavan a la vera del río. Pero el pasado de su carrera vuelve sobre él cuando se presenta el reestreno de unos de sus filmes iniciáticos, aquí llamado ficcionalmente “Sabor”, pero que podría remitirnos a La ley del deseo o hasta el mismísimo Matador del director español. La proyección de ese filme “Sabor”, presentado en el relato como un clásico del cine español, es la motivación que lleva a Salvador a reencontrarse con el actor que había protagonizado aquella película, pero que por algunos enojos del pasado y rencores no resueltos Mallo había alejado de su vida y de su carrera. A partir del reencuentro con su actor, Alberto Crespo caracterizado por el impecable Asier Etxeandia, Salvador comienza el viaje profundo hacia su pasado, y este procedimiento tiene varias aristas. Por un lado comienza a consumir heroína, droga que el actor históricamente consume, y eso le permite paliar sus dolores físicos regalándole el viaje alucinatorio que le abre la puerta a los recuerdos de su infancia y de sus primeros amores: su madre, las estrellas de Hollywood, las novelas y el despertar del deseo sexual hacia los hombres. Al mismo tiempo otro viaje hacia lo vivido tiempo atrás va de la mano de un texto crudamente autobiográfico autoría de Salvador Mallo, que Alberto Crespo toma para recrear un pequeño monólogo teatral. Desde ese juego de llevar a la ficción su confesión biográfica se abre otro abanico de vivencias que vuelven al presente. Esta arista se conecta con otro “reencuentro”, el del ex amante de Mallo que ve la obra representada y se descubre en el personaje central del texto. Así busca reencontrarse una vez más con Salvador, aquel antiguo amor de su juventud y así el pasado sigue rasgando al presente, haciendo de él una serie de retazos de lo ausente. Los padecimientos físicos, son también, un espejo del pasado que se hace presente, pero en el cuerpo. El costo de las vivencias que ese cuerpo ha sostenido, el dolor de lo perdido, las angustias vueltas migrañas o dolor e inmovilidad. Todo el filme y sus tramas son las de un pasado que regresa, que vuelve una y otra vez sobre el mundo de este hombre solitario y cargado de nostalgias que padece su calvario, el de una vida hecha pero aún inconclusa. De la huella que llevan los últimos filmes de Almodóvar hay un surtido de pequeños placeres, el arte, los colores, la luz, las obras pictóricas que engalanan con exquisitez los espacios. La armonía de los encuadres, la precisión del montaje, algún pasaje musical como el de la copla “A la vera”, eso y sus inferencias a textos literarios sugerentes, no faltan en esta película crepuscular. Aún cuando la hondura de sus emociones no llegue demasiado lejos sus marcas de estilo no se pierden y alguna destilan esa belleza cuidada que en los últimos años Almodóvar ha sabido darle a sus filmes. El uso integrado de los dos planos del relato, el recuerdo alucinado y el presente se ensamblan con soltura haciendo de este recurso un imbricado fluido y hasta casi natural de la misma organicidad del filme. Ahora bien, hay justamente en el final del filme una resignificación acerca del sentido último que tienen estos aparentes recuerdos alucinatorios, un plano clave que en esta historia modifica el significado de la obra total. Pues si el valor de esos estados de la memoria solo parecen conectarse con la muerte y el temor al olvido, ahora ese juego con los recuerdos nos conectan (casi como en Ocho y medio de Federico Fellini) con la capacidad que tiene un artista de volver la muerte en vida. Es poco novedoso decir que Dolor y Gloria es parte de su trilogía auto referencial, o digamos autobiográfica claramente, pero esto no la hace ni más gloriosa ni menos valiosa. Paga el costo de saberse biográfica y, como todo narrador que habla en directo con sus propios monstruos aún no domesticados, puede pecar de quedar en las formas aparentes sin llegar demasiado profundo ni entrar en las vísceras de ese dolor y de esa gloria que tanto atormentan al magistral Antonio Banderas. El calvario de Salvador Mallo no me atraviesa el alma, pero es innegable que la tarea de construcción y puesta en escena que lleva adelante Antonio Banderas es de una cuidada angustia, elegante ensoñación y sugerido dolor haciendo del alter ego de Pedro Almodóvar un retrato impecable. Algunas imágenes seguramente nos quedan flotando en la memoria y, aún con los pocos riesgos que el manchego toma en este filme, algo de su sabor a nostalgia hispana nos queda dando vueltas en la boca. Por Victoria Leven @LevenVictoria
“Me gustan los Beatles y Almodóvar”. No se puede hacer más nada al respecto con gustos tan paganos. ¿Cuántas palabras pueden abarcar un universo tan infinito como el lenguaje de Almodóvar? ¿Puede un cineasta hacernos tener variaciones nuevas sobre sentimientos tan conocidos? “Dolor y gloria” entra por completo como una panorámica. Fusión de las artes, juego de soy y no soy. Nos centramos, apenas comienza, en un director de cine más deprimido de lo que se puede estar. Pero siempre con esperanza. Flashbacks de su niñez, el pueblo, la sexualidad, el calor. Dolor en colores y comicidad. Un viejo rencor con un actor (podría ser cualquiera al fin y al cabo) con quien trabajó e hizo un éxito, lo lleva a destrabar este desastre paralizado. ¿Quién no ha estado así?. Siempre la mujer, madonna, madre, refugio. ¿Autobiografía? Siempre una expresión artística lo es, no indaguemos más. Antonio Banderas creó un personaje puramente físico. A partir de este cuerpo que necesita sanar, nos cuenta esta historia. Magnífica actuación. Una película para ver más de una vez, para identificarse más de una vez. Todos podemos llegar a identificarnos en algún momento de este pedazo de vida de alguien, de uno, de otro. Esta amante almodovariana la recomienda hasta decir basta.
No me gusta la autoficción, dice un personaje, en una escena particularmente emotiva de Dolor y gloria, la última, y más descarnadamente personal, película de Pedro Almodóvar. Que puede entenderse como una especie de autoficción cinematográfica, en uno de los múltiples meta-juegos que propone. Entre lo biográfico y lo imaginario, entre lo confesional y lo universal. Es la historia de Salvador Mallo (un extraordinario Antonio Banderas, profundo y vulnerable). Mallo es un director de cine al que hace un tiempo le pasó el cuarto de hora. En su piso de Madrid, todo colores y estética pop, almodovariano, el hombre se dedica a leer y a convalecer, entregado a una neurosis hipocondríaca y depresiva. No tiene ganas de nada. Casi se arrastra, moviéndose achacoso, hasta la casa de un viejo amigo actor, con el que no se ve desde que se pelearon, treinta años atrás. Lo empujan los pocos que lo rodean porque tienen una excusa para sacarlo de su ostracismo: la presentación de una versión restaurada de su película, ahora de culto, Sabor. Almodóvar se rodeó de amigos para contar esta historia tan pegada a la suya. Algunos que, como los protagonistas, estuvieron distanciados del manchego durante largo tiempo, como el diseñador argentino Juan Gatti, a cargo de gráficas y animaciones. O Cecilia Roth, que tiene un breve papel al principio, como link para ese reencuentro. Puede pensarse que casi todos los personajes, junto al efecto de la droga que consume, operan como gatillo para que se abran capas de vida del protagonista. Mientras Mallo hace su viaje introspectivo: Dolor y gloria va y viene entre su pasado, su infancia, y este presente en pausa. Está escrita, además de con una gran carga emotiva, con inteligencia y sutileza. Las escenas de hoy y ayer como piezas que encajarán en e rompecabezas de una biografía en continuado. Una vida que aún sucede, aunque no parezca, y tiene capítulos por llenar. Hay en ese relato momentos de gran belleza. Desde la primera imagen, con las lavanderas que cantan en el río (Rosalía, una de ellas). A la revelación del primer deseo, en una casa cueva donde el calor del verano marea. Mientras el guión baraja secuencias como cartas, en las que los recuerdos se mezclan con el azar. Como el que hace aparecer a un viejo amante (Leonardo Sbaraglia), acaso para despertar ciertas zonas muertas del protagonista. Pero no conviene, no hay que contar más. Si se lo piensa como autohomenaje, Dolor y gloria es uno que entrega exactamente eso. Y que después de La mala educación o La ley del deseo, en las que Almodóvar también ajustaba cuentas con su pasado, llega más lejos. Ahí donde duele.
Almodóvar vuelve a hablar de sí mismo, pero en esta oportunidad lo hace desde el autorretrato más expuesto de todos. Aquí no acciona la denuncia de “La mala educación” ni pone el foco en el vértigo sexual de “La ley del deseo”, pero “Dolor y gloria” atraviesa toda su historia de vida, desde su infancia precaria en los tiempos en que vivía en una casa-cueva en aquel pequeño pueblo de España hasta este presente de estrella del cine, a la vanguardia del séptimo arte de Europa y del mundo. Para hablar de sí mismo con mayor libertad y menos pudores, lo ideal es usar una máscara apropiada. Con el nombre de Salvador Mallo y a través de una composición inmejorable de Antonio Banderas, este cineasta repasa ese derrotero de niño inteligente -que tenía la habilidad de enseñarle a escribir a un albañil analfabeto- con una sensibilidad tan abierta que no podía evitar movilizarse cuando lo veía bañarse a ese mismo hombre dentro de su casa. En ese devenir, Mallo/Almodóvar revisará sus principales vínculos afectivos. Primero será su madre, interpretada por Penélope Cruz y Julieta Serrano en las distintas etapas; también una ex pareja que ahora es heterosexual (Leonardo Sbaraglia, impecable) y un actor protagónico de una película suya con quien no se hablaba hace 32 años. Pero también hará foco en sus interminables problemas de salud y su adicción a las drogas en una mirada sin complacencias pero lejos de la autocondena. Aunque falten más planos almodovarianos de su sello, el filme toma vuelo con las actuaciones sensibles, los diálogos inteligentes y un cierre brillante con un guiño al cine dentro del cine. En síntesis, una película para quienes aman la filmografía de Almodóvar, pero también para quienes lo desconocen y quieren saber los porqué de su vuelo creativo.
En una pileta, bajo un tipo de soledad esencial, un hombre permanece sumergido en el agua. Y así, en estado de sumersión, ajeno a la realidad que lo circunda, ese hombre tan solo recuerda. La concisa primera escena de Dolor y gloria (2019), la extraordinaria nueva película de Pedro Almodóvar (Mujeres al borde de un ataque de nervios, 1988; ¡Átame!, 1990; La flor de mi secreto, 1995; Todo sobre mi madre, 1999; Volver, 2006) es perfecta. Y lo es porque señala con absoluta eficacia, mediante un gran poder de condensación simbólica, la circunstancia anímica que atraviesa el protagonista, un reconocido y premiado director de cine que se encuentra, precisamente, inmerso en una profunda depresión. La puesta en escena del film de Almodóvar conservará hasta el último plano, casi como nunca en su extensa filmografía, una precisión asombrosa, sin perder por eso fluidez narrativa ni sensibilidad. Todo lo contrario. Desde el comienzo, desde esa primera escena, el cineasta español conquista una forma magnifica para significar, a partir de la contundencia de una imagen, un trastorno psíquico y sus consecuencias, tanto físicas como mentales. Sobre todo, la influencia emocional que dicha alteración de la conciencia suscita. La película trabajará durante su desarrollo sobre distintas variantes de esa forma inaugural. El estado de ánimo determina el presente de Salvador Mallo (Antonio Banderas). Un cineasta que no filma, que no escribe. Apocado, deambula en una encantadora casa en penumbras, como si fuera una cueva sombría, dolorido por fuertes padecimientos físicos. Una escena brillante por su sobriedad le alcanza a Almodóvar para describir la (pre) disposición del personaje a caer bajo un régimen sufriente de enfermedades diversas que hacen centro en un punto neurálgico de su cuerpo, la unidad exacta de su dolor: la vértebra principal. A la deriva entonces, librado casi por completo a sus recuerdos, a los reenvíos que impone su memoria, el relato propone un pasaje dialéctico de una instancia a otra, del presente abismado del personaje a las breves evocaciones de su pasado. Es admirable el manejo de los tiempos narrativos. Lo antedicho: el trabajo de la puesta en escena es, en su conjunto, notable. Hay en esta película un tratamiento magistral del color. La depresión promoverá en Salvador la recuperación –en plan de reconstrucción imaginaria, tal como trabaja la memoria– de escenas de su infancia. En particular, de aquellas que tienen como centro afectivo la relación amorosa –y conflictiva– con su madre, encargada de sobrellevar sola y con mucho esfuerzo una crianza limitada por un contexto económico adverso. A su vez, la educación en un bachillerato religioso, la profusión lectora, la temprana pasión por el cine, la emergencia afiebrada del deseo. Circunstancias diversas trasladan al protagonista hacia otros recuerdos. El reencuentro con conflictos pretéritos no resueltos, con intensas historias de amor. Ciertas sustancias le permitirán reiniciar –sumergirse una y otra vez– el desplazamiento retrospectivo. Reminiscencias de su biografía como fundamento organizador de la trama. Marca reconocible del cineasta: la vinculación entre una trayectoria vital y su materialización creativa. Dolor y gloria expone, acaso como ninguna otra de sus películas, la capacidad narrativa de Almodóvar. Al mismo tiempo, revela una evidencia indiscutible: la actuación de Antonio Banderas es sorprendente. La contención de sus gestos, su mirada, el tono de su voz. Banderas logra una caracterización amorosa y emocionante, siempre ajustada, de un hombre que experimenta una crisis profunda, pero que encuentra justo allí, en el tránsito mismo de la tristeza, una oportunidad de emerger y lograr, después de todo, trascenderla.
Pedro Almodóvar concreta, en “Dolor y gloria” su película más autorreferencial. El director manchego regresa a la gran pantalla luego de 3 años de ausencia, su última incursión había sido en la exquisita “Julieta” (2016). Esta etapa de su carrera encuentra a un Almodóvar reflexivo, sutil y dispuesto a hurgar en los intersticios de su memoria. Sabemos que los recuerdos a veces pueden traicionarnos… En “Dolor y gloria”, el realizador manchego pone en marcha una poderosa maquinaria intertextual: film y metafilm, realidad y ficción, recreación biográfica y referencias contextuales, coyuntura política y social, guiños literarios, musicales y cinéfilos. Almodóvar ambienta la historia en el mundo del negocio cinematográfico e inunda la pantalla de colores estridentes y chillones, decoración rocambolesca y kitsch y vestuario tan estrambótico como elegante, al tiempo que nos cuenta varias historias en paralelo. Sabe dirigir Antonio Banderas vomo nadie, extrayendo del actor español el talento que suele malgastar en sus incursiones en el cine de habla inglesa. Antonio, sin estridencias ni forzar en lo más mínimo su registro dramático, se convierte en Pedro, en su realidad espejada, en su alter ego. Nos brinda una actuación poderosa, a través de la radiografía de un director frustrado, inseguro de de su arte, viviendo de los despojos de un éxito pasado y vetusto, sumido en sus adicciones y enfrentando una espiral autodestructiva el cual parece no encontrar escapatoria. Al tiempo que reconstruye los pedazos rotos de su ser, busca recuperar la inspiración para eludir el síndrome de la página en blanco (una pesadilla para todo autor) y poder finalizar una especie de obra maldita. A través de este cuadro de situación, “Dolor y Gloria” se permite reflexionar sobre el cruel paso del tiempo en las otrora estrellas del celuloide. Buceando en las profundidades de su propia esencia, la película se convierte en un loable ejercicio intelectual sobre el dolor físico, acaso un primordial disparador traumático. Indudablemente constreñido en una cárcel mental, que aprisiona recuerdos, inhibiciones, privaciones y mandatos, el Almodóvar que habita en Salvador Mallo (el personaje de Banderas) nos habla del dolor que se manifiesta en el cuerpo, como una cruel condena, como un ineludible estímulo-respuesta de aquello que atormenta la mente. Lograda metáfora para llegar a la gloria aliándose del dolor. O exorcizándolo. Quizás, lo dolorosamente bello de la gloria. Tal vez, lo bellamente doloroso de la exposición, el éxito y la codicia. Pecados de fama. Salvador se calza su propia corona de espinas y peregrina en su cotidiano padecer. Antaño creador prolífico de mundos de ficción, se ve imposibilitado de poner en orden su propia vida. Se enfrenta a sus manías, huye de sus fantasmas, trafica droga barata con dealers inmigrantes y merodea barrios bajos. Son horas de autodestrucción. Un coctel de pastillas y unos chinos en Madrid, quizás, puedan aliviar la pena. Recuerda el descubrimiento de su identidad sexual como un hecho traumático y, de modo fortuito, un amor del pasado no resuelto -recreado en un memorable pasaje junto al personaje qué con absoluta precisión interpreta Leo Sbaraglia- lo sacude en su faz más íntima. Bajo un cambio de registro, alterando la temporalidad, Almodóvar decide sondear en la humilde infancia de un joven, en un pequeño pueblo español de comienzos de los ’60, a la pesquisa de rastros que nos ayuden a comprender la génesis del quebranto que aqueja a Salvador. Así, aparecerá la fuerte presencia de su madre (la siempre radiante Penélope Cruz), su precoz sensibilidad artística siendo niño y una evidente ausencia paternal. A través de un relato alterno, la película nos cuenta dos tiempos históricos en la vida de Salvador: el director de cine que busca resucitar su carrera al tiempo que hacer las paces con su pasado, en un ejercicio introspectivo que persigue establecer un orden lógico a su caótica existencia, como si de ordenar piezas de un rompecabezas se tratara. Al respecto, el autor de “Carne Trémula” (1996) se guarda un as bajo la manga: el descubrimiento de un cuadro firmado en su reverso -a modo de dedicatoria- funciona como un efecto dominó, otorgando a la búsqueda existencial del personaje interpretado por Banderas un cierre circular. Colocándonos como espectadores desde su misma perspectiva y punto de focalización, Almodóvar consigue un perfecto pase de magia, deslumbrándonos con su habilidad para articular los sentidos del artificio cinematográfico, echando mano a un recurso bajo cuya revelación puede comprenderse la total existencia de nuestro amedrentado héroe. Los retazos del maestro ibérico se reservan para el final un par de referencias cúlmines: la conversación que el personaje de Salvador entabla con su madre anciana refiere directamente a un acontecimiento qué el propio Pedro viviera con su madre -Dominga- en los últimos instantes de su vida, previo al estreno de “Todo sobre mi madre” (1999). Este conmovedor homenaje maternal se enlaza con la escena final, que nos devuelve -con profundo espíritu neorrealista- una íntima secuencia entre la madre y el joven-niño de mirada deslumbrada: las aspiraciones y fantasías de éste como anhelo de vida. Acción. Corte. Un hábil juego de planos coloca a los protagonistas como despojados elementos dentro de un rodaje cinematográfico; cine dentro del cine. Almodóvar ama al cine y respira mundos de celuloide, poniendo en marcha su eterna fábrica de sueños. El abrupto desenlace sacude nuestro interior interrogándonos acerca de lo que acabamos de presenciar: los bordes de la realidad se desintegran, entregándose a la deliciosa travesía de está profunda y magistral gema almodovariana. Tomando una página del libro de “La noche americana” (1973), de F. Truffaut, este inagotable cineasta reformula la máxima explorada por tantos exponentes del sub-género: burlarse de las fútiles manías del oficio cinematográfico, revelando su atribulado e inseguro ser interior. Bravo Pedro.
La película más personal y autobiográfica del realizador de “Atame” muestra al protagonista, un cineasta afligido físicamente después de una operación, reencontrándose –en el presente o vía recuerdos– con personas que fueron importantes en su vida. Una película dolorosa y directa, casi confesional. Lo primero que atraviesa la pantalla es el dolor. Uno sabe, en cierto modo, que la película es bastante autobiográfica pero no sabe cuánto, de qué modo, en qué. Y la imagen de Antonio Banderas flotando en una piscina mostrando las marcas de las que –creo yo– son sus operaciones a corazón dan también a entender que no solo vamos a hablar del cineasta que él encarna (esta versión franca de Amodóvar llamado Salvador Mallo) sino del propio actor. O de sus dolores compartidos. En la película más directa del director de VOLVER nos queda claro de entrada, en una metáfora que quizás no sea demasiado sutil pero que sí marca el territorio, que estamos ante un relato a corazón abierto. Y que no hay vuelta atrás ni forma de escaparle al sufrimiento. La película de Almodóvar recoge el guante de otros maestros del cine, especialmente europeos, que han intentado en ciertos momentos de sus carreras, hacer una suerte de memoir de varios momentos que marcaron su vida. Aquí el juego (o la memoir) es doble o si se quiere triple. Almodóvar filma a Banderas claramente haciendo del director un tiempo atrás (no busquen relaciones biográficas exactas, los tiempos no coinciden, pero los modos del actor son idénticos) en el que una operación de columna lo ha dejado sin posibilidades de filmar y ni siquiera de sentarse a pensar y escribir a futuro. Está sufriendo todo tipo de dolores y traumas que el propio film describe en una serie de imágenes y animaciones que casi serían risueñas de no ser tan terribles. El tipo tiene todas las aflicciones del mundo. Mallo, al menos. Seguramente Almodóvar comparte varias. Antonio Banderas En pleno parate creativo, la invitación de la Cinemateca de Madrid a mostrar una película suya de 32 años atrás, SABOR (que, parece bastante obvio, es en “la vida real”, LA LEY DEL DESEO) lo lleva a rever ciertos momentos de su pasado. Primero se contacta –a través de una charla con Cecilia Roth, en breve cameo que arranca con la autorreferencia– con el actor de aquel film, Alberto Crespo (Asier Etxeandia, quizás “versionando” a Eusebio Poncela), con quien está peleado desde entonces. Es que se llevaron muy mal en el rodaje y no han vuelto a hablar. El problema, dice Salvador, es que el actor hizo lo que quiso y jamás interpretó lo que él le pedía. Pronto se entenderá porqué y aquí entra a jugar un segundo elemento: las drogas. DOLOR Y GLORIA habla de drogas pero en un sentido muy distinto al que se hablaba en las películas de los ’80 del propio Pedro. Aquí se trata de potentes combos que Salvador utiliza para calmar lo que, en principio, parecen dolores físicos, en especial los de su columna operada. Con Alberto prueba, por primera vez dice, heroína. Y luego lo veremos en su casa hacer un literal puré de medicamentos para calmar su cadena de dolencias. Pero la heroína funciona aquí también como disparador de una segunda memoir (la primera es la que estamos viendo) en la que Mallo rememora su infancia con su madre (Penélope Cruz). Y allí aparecen sus penurias económicas y sacrificios, su complicada educación religiosa, su pasión por el cine y la literatura, y un primer deseo sexual. Penélope Cruz Esos recuerdos se van intercalando con el presente en crisis de Mallo, quien sigue revisitando otros momentos de su vida (con la madre, pero mucho después) y se reencuentra con otros personajes de su pasado (uno de ellos muy bien encarnado por Leonardo Sbaraglia), siempre acompañado por su fiel y sacrificada asistente que lo lleva de médico en médico y trata de reencauzar su vida, que parece haberse detenido en una suerte de estado de repaso permanente, un hombre excesivamente medicado que no hace más que echarse a rememorar su pasado sin casi salir de su casa. Banderas (que en sí mismo es una autorreferencia al cine de Pedro) hace una versión de este medicado Almodóvar en modismos, vestuarios y habla, pero va más allá de la imitación obvia. Y también los demás elementos de la vida de Mallo están casi calcados de la de Pedro: los posters y títulos de sus películas son idénticos a los suyos, al parecer su casa es igual y hasta tiene los mismos cuadros. Y es asumible que buena parte del resto de lo que sucede y se ve en DOLOR Y GLORIA tiene mucho de esta “autoficción” de la que el propio realizador ha hablado en entrevistas. Muchas veces Almodóvar ha hablado de sí mismo y de su familia en su cine (de hecho, su madre ya anciana se queja de eso en un flashback), pero nunca ha sido tan descarnado y directo. Antonio Banderas y Julieta Serrano Lo que más llama la atención en la película es que no tiene ninguna de las complejas vueltas narrativas de gran parte del cine suyo y hasta estéticamente es un tanto menos estilizada, en especial en la parte del presente narrativo, ya que los flashbacks sí son un tanto más “almodovarianos” si se quiere. La puesta en escena es más plana, menos afectada, más sencilla y simple, por momentos casi “japonesa” en el sentido Ozu del término. Conversaciones se mezclan con recuerdos, intimidades del pasado se combinan con anécdotas simpáticas del presente (la escena de la charla en la Cinemateca es un gran momento humorístico, lo mismo que verlo mirar LA NIÑA SANTA tras consumir heroína) pero el tono general es pesadumbroso, casi funéreo, con un aroma de desazón que recorre todo el metraje. Es el retrato de un hombre cansado, dolorido y desesperanzado, que lidia con sus imposibilidades físicas y traumas psicológicos. Y si bien trata, a su modo, de salir de ellas y poder volver a la actividad, no le estaría resultando sencillo hacerlo. El dolor, parece, está siempre más a mano que la gloria.
por Nahuel Tulian “Un viaje a la nostalgia” En marzo de 2019, se lanzaba la nueva película del español Pedro Almodóvar, contando así con más de 20 filmografías en su haber, destacadas como La mala educación, (2004), Volver (2006) o "La piel que habito",(2011). En esta lleva cabo la dirección y el guión, consiguiendo así múltiples nominaciones por todo el mundo, entre ellas, mejor película extranjera en los Oscars 2020. Este film trae consigo una carga emocional por parte del director, la cual se puede sentir como algo muy personal que él mismo quiere transmitir, y es ese paso inexorable del tiempo junto con todo lo que ello conlleva. Dolor y gloria (2019), nos presenta a Salvador Mallo (Antonio Banderas), un director muy exitoso que ya pasa por sus años de caída. Durante el film se proyectan momentos de su niñez, cómo nace su amor por el cine, cómo fué la relación con su madre (Penélope Cruz), su primer amor y también mezclando estos “flashbacks” con reencuentros de personas importantes de su pasado, así también se muestra el presente de Salvador, múltiples problemas físicos, psicológicos y una vía de escape poco convencional a los problemas, aun así se observa que él nunca ha dejado de escribir, siendo este el impulsor a seguir con su vida y sobrellevar el dolor. La película, cuenta con unos diálogos excelentes, todos con su debida relevancia para entender más y más al personaje interpretado por Antonio Banderas. La dirección se centra en Salvador Mallo, contando todo lo que ocurre a su alrededor y dentro de su cabeza, esto nos lleva a dejar en claro y contextualizar el porqué de sus acciones en todo momento. Su narrativa puede que sea de tránsito lento en la primera hora de película pero luego levanta de una manera excelente. Lleva muy bien el humor y los momentos de tristeza silenciosa que puede padecer el personaje, llevando a destacar el papel de Banderas, nominado al Oscar por mejor actor entre otros y ganador en el festival de Cannes como mejor actor, lo que muestra en pantalla su personaje es genuino, es creíble. El personaje padece de cierto dolores musculares y en todo momento los recrea. Se destaca a la mayor parte del elenco, no obstante la interpretación de Penélope Cruz es admirable, junto a Alberto Crespo (Asier Etxeandia) y el excelente aporte de Leonardo Sbaraglia que en los pocos minutos que posee, le ofrece un resignificado a la trama. Se puede destacar la dirección de fotografía, a cargo de José Luis Alcaine, que explota muy bien la luminosidad y los contrastes de colores con sus escenarios, sin dudas le ofrece a la película una identidad propia en este punto. "Dolor y gloria es una película nostálgica, que despierta nuestros miedos y olvidos. Despierta nuestra creatividad y nos hace replantear el camino conseguido. Y como este camino deja huella para bien o para mal, éste mismo es recurrente y afecta de alguna forma nuestro presente, es la posibilidad de poder darle un cierre a los ciclos que parecen nunca cerrar."