Pocas veces uno tiene la oportunidad de experimentar la genialidad de una peli presentada por su director in situ. Eso nos paso a nosotros ya que Alta Peli tuvo la suerte de ser de las primeras personas en Argentina en ver “Elefante Blanco”. Pudimos disfrutarla en el evento VISTA, gracias a Ultracine. La peli arranca fiera, fiera! En el corazón del Amazonas en el medio de una matanza que parece étnica-social. Alguien sobrevive a la matanza arrastrándose en el barro, algo que a la postre se le hará carne. Es el Padre Gerónimo (Jeremie Renier), quien tras ser rescatado del medio de la nada por el Padre Julián (Ricardo Darin) y “terminada” su labor eclesiástica en el amazonas, comenzara su trabajo inserto en la parroquia de la Villa 31. Elefante Blanco es un hospital diagramado, aprobado, semi-construido y abandonado por varios gobiernos argentinos, y es quien provee cierta sombra y refugio a la Villa 31, territorio exclusivo no de las drogas, no de la marginalidad, si no del Padre Mujica. Difunto padre militante cuyo asesinato nunca fue esclarecido, una especie de santo local en todo sentido. Luz de esperanza donde aparentemente no la hay. Completa el triangulo (¿amoroso?) Luciana (Martina Gusman), trabajadora social y amiga del Padre Julián, quien tiene una visión especial de los problemas de índole social. Tendrá una relación poco común con el Padre Gerónimo que extrañamente se sentirá orgánica y para nada incomoda. La peli nos plantea que Julián se está muriendo, algo que queda claro en el primer plano de la peli, no les estoy espoileando nada. Y como la frase de la peli dice, “sueño con morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos” es exactamente lo que el Padre Julián hace. El tema como siempre está en el cómo. La peli es cruda y fuerte por donde se la mire, mostrando la dinámica de la villa en carne viva y en primer plano, pero ¡ojo!, hay mucha diferencia con otras películas que abordan esta temática. Generalmente no se hace más que reproducir lo que los noticieros nos muestran, porque es a lo que la gente que no vive o convive con la villa está acostumbrada. No, acá Pablo Trapero, nos mete ahí, y se siente orgánico, fluye. La vida en la villa es un organismo en sí mismo, y con sus cosas malas, buenas, deplorables, maravillosas y repudiables simplemente fluye, vive, esta ahí. Y grita por atención, y clama de dolor, y está harta de no ser vista por las verdaderas razones, y está harta de ser vista por las razones equivocadas. Quizás una de las escenas que más me impacto, es una escenita muy chiquita pero genial. Julián, Gerónimo y un tercer párroco rezan el rosario, en la calma de la noche, cuando nada pasa, cuando hay un minuto de tranquilidad. Suponemos que es porque es de noche, pero no. Un paneo nos va a mostrar la amodorrada noche de la villa con un sonido uniforme en cada casa, no hay tiros, no hay gritos, todas las casas ven la televisión y se escucha a un conocido conductor televisivo, llevar adelante su programa. Ese es el culto de la villa, ese es el momento de rezar, para Julián, para los habitantes de “la 31?. Nos va a meter no solo en el camino de Gerónimo a ser quien va a terminar siendo, si no que nos lleva de paseo por las necesidades y pequeños milagros que la villa necesita. Gente bañada en la ¿infinita? Fé de Julián y Gerónimo, el ¿infinito? coraje y empuje de Luciana. Donde las buenas intenciones están a la orden del día; grupos de ayuda a adictos al paco, gente construyendo y levantando sus propias casas, financiadas por el gobierno y la curia. Se van a ver envueltas en el tifón de la burocracia, los manejos propios de las bandas que manejan la droga en la villa y las recaídas. La Fé no alcanza, el coraje no alcanza. La villa 31 requiere acciones. Tomar posiciones incomodas y muchas veces no del todo correctas. Gerónimo va a dudar, Julián va a dudar, Luciana va a dudar, es que este Elefante Blanco es casi imposible de llevar para los hombros de solo tres personas, es demasiado pesado. Realmente no quiero ahondar demasiado en la trama, porque es una experiencia única a nivel cinematográfico argentino. Una película que retrate una realidad social de esta manera, tan real, tan cercana, tan humana vale la pena verla y vivirla junto con los personajes. Al tiempo que los personajes la viven. Trapero no nos lleva de la mano, nos empuja y nos mete de prepo en estas calles. Y es su mayor logro. No somos espectadores a salvo de lo que pasa del otro lado de la pantalla, estamos metidos emocionalmente con lo que pasa, tenemos fe, la perdemos, sufrimos, tenemos miedo. Y por sobre todo, no estamos para nada a salvo. Porque Pablo Trapero nos metió allí. Técnicamente la película para mi es brillante, una producción excelente y una fotografía aun mejor hacen que uno se encuentre disfrutando de un atardecer bañando los techos de la villa. La actuación de Darin, es obviamente, brillante. Solida, real, convincente. y además habla un perfecto francés. Jeremie Renier también cumple con creces su rol, para nada simple y bien complicado, y hasta se me antoja ajeno a su idiosincrasia, cosa que sin dudas ayudo a construir el rol. Martina Gusman completa el trio principal sin defraudar, y quizás opacada por sus compañeros de reparto, no porque no sea bueno lo de ella, todo lo contrario, si no por lo genial de Darin y Renier. Por otro lado la gente que habita “la 31? es real, se siente real, y lo mejor es que no cae en lugares comunes y estereotipados. Y eso es genial. CONCLUSION No puedo enfatizar lo suficiente cuanto NECESITAMOS ir a ver “Elefante Blanco”, es casi anecdótico que esta sea la primer película argentina con el sello de “Alta Peli”. Es una Alta Peli con todas las letras, y eso esta bueno, pero lo realmente importante es no perdérsela, no dejar de verla y recomendarla. Porque necesitamos ver esta parte de nuestro espejo, esa que no nos gusta o no queremos ver. Y acá es donde necesito aclarar que no soy para nada adepto a las películas argentinas de corte social. Pero “Elefante Blanco” es OTRA COSA, es más que eso, no es un refrito de diarios o canales sensacionalistas. “Elefante Blanco” es el otro, parado frente a uno, mirándonos a los ojos, para nunca, nunca más apartar la mirada. Cuesta mantenerle la mirada, y justamente de eso se trata… de devolverle la mirada… Es lo menos que podemos hacer…
Pablo Trapero es uno de los realizadores más talentosos de la Argentina, un director que se consolida cada vez más como un presentador de la dura realidad que se vive en el país. Lo hizo con El Bonaerense, lo repitió en Leonera y Carancho, y vuelve a por más con Elefante Blanco, su última y quizás mejor película al momento. Fuerte y difícil de digerir, se trata de una concisa y ejemplar radiografía de la situación que se atraviesa. Elefante Blanco no pierde tiempo introduciéndonos en su cruda historia cuando vemos a uno de sus protagonistas escapando a través de una espesa jungla, para ver momentos después como un grupo de soldados acaba con la vida de los habitantes de la aldea a sangre fría. Y eso es lo mínimo que tiene para ofrecer en cuanto a violencia... Dicho protagonista es Nicolás, un joven cura belga en plena misión religiosa en el Amazonas. A su rescate viene el padre Julián, un amigo de hace años, quien lo lleva donde reside, una iglesia en el medio de una de las villas mas peligrosas de Buenos Aires, para que se acople a la tarea que allí se encuentra realizando con esfuerzo. Los dos curas no están solos porque Luciana, una joven asistente social, se encuenta asignada al lugar e intenta también con todas sus fuerzas auxiliar a los que no tienen nada. Toda la película cuenta el punto de vista de ellos tres, tres personas totalmente diferentes, con distintas ópticas de la vida, pero con un objetivo en común: ayudar. No será un trabajo fácil, porque ciertas personas no quieren esa asistencia, y terminan complicando su tarea humanitaria, empujándolos hasta sus propios límites. El trío protagonista no es unidimensional, tienen aristas bien humanas y sus actitudes no son en blanco y negro, sino que tienen muchos matices, tienen fe en lo que hacen, pero ciertas situaciones los abruman y los llenan de ira, los hacen querer tirar todo por la borda, pero no lo hacen, siguen en su labor, aunque les cueste todo los que han logrado obtener. Ricardo Darín ya cumple en piloto automático con una actuación simple pero comprometida, así como también vuelve a brillar con simpleza Martina Gusmán como la mirada femenina del film. Quien se destaca es el menos conocido Jérémie Renier, el extranjero, el ojo prestado, el joven que hace todo impulsivamente, desde el corazón. Trapero vuelve a lucirse, no tanto en el guión, como en la dirección de la película: metiéndose nuevamente con el sector más marginal de la sociedad, logra retratar de una forma asombrosamente real qué significa vivir en una villa. Por momentos el ambiente se siente tan real que la barrera de la ficción se trasciende y pareciera que uno está viendo un documental por las imágenes tan feroces y crudas que se presencian. Si el cineasta quería impresionar, con Elefante Blanco lo ha logrado, ha creado una película con una mirada incisiva y demoledora, que se queda pegada en las retinas por días, y deja una sensación de desasosiego inenarrable. Una obra de culto, made in Argentina.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Desde los márgenes Pablo Trapero se ha caracterizado a lo largo de toda una obra, que comenzó en 1999 con Mundo grúa, en ser uno de los pocos directores argentinos en poder trasladar a la pantalla grande temas marginales desde un costado masivo-industrial, y en Elefante blanco (2012) lo reconfirma superándose a si mismo. Julián (Ricardo Darín) y Nicolás ( el belga Jérémie Renier) son dos curas de los denominados villeros, o sea aquellos que misionan dentro de un barrio marginal. Junto a ellos está Luciana (Martina Gusmán), una asistente social que abandonó su vida para ayudar a los demás. La propuesta de Elefante blanco es, a partir de estos tres personajes, abrir un abanico de historias para poner en crisis diferentes temas como la fe y la religión, el deber y el hacer, el amor y la pasión, la duda y la convicción, tópicos que no siempre van tomados de la mano y que en este caso se convierten en antinomias. Trapero, es un director al que no se puede acusar de no mantener una coherencia a lo largo de su filmografía. En ella no se juzga los actos de sus personajes sino que se los observa, se los muestra sin maquillaje, con sus errores y aciertos, como seres humanos que son y con el derecho a equivocarse para volver a empezar. En Elefante blanco la duda es lo que los azota y lo que los lleva al límite de sus situaciones. Hay quienes darán la vida por la causa y quienes traicionaran lo más sagrado pero desde un razonamiento que, del que estando de acuerdo o no, resultará válida dentro del contexto que se la muestra. Si hay una virtud estética para resaltar, más allá de la espectacularidad visual con la que se retrata el espacio, es la no estilización de la violencia. A diferencia de films como Tropa de Élite (2007) o Amores Perros (2000) en los que se utilizaban una serie de recursos estéticos para convertir lo feo en bello, Trapero maneja un registro más documental en el que a través de una imagen sucia, algo movida, evita la abyección aunque no por eso descuida la composición de cada plano magistralmente iluminado por el DF Guillermo Nieto. En Elefante blanco no hay ningún tipo de concesiones, ni para los personajes ni para el espectador. Es un cine marginal en el que se pone a prueba tanto a los uno como a los otros. A los personajes sobre lo que les toca vivir y al espectador por lo que le toca ver. Imágenes crudas de un mundo ajeno, en muchos casos, pero que podemos encontrar mirando la tele, leyendo el diario o a la vuelta de cada esquina. Más allá del gusto personal de cada uno, Elefante blanco es una gran película que sigue la línea ideológica de un director que sin traicionarse a si mismo filma desde los márgenes un cine para todos. La masividad no es mala si no hay traición y Pablo Trapero sigue siendo fiel a su idea de un cine popular hecho con calidad y con un perfil industrial.
Tomada como película cuyas imágenes crudas y descorazonadas se graban en la retina y la convierten en afectado proyector de futuras remembranzas, Elefante Blanco empieza y termina de la misma manera: sin diálogos. Tomada como reflejo de una tragedia cotidiana -las villas miseria-, la última película de Pablo Trapero empieza y termina, otra vez, de la misma manera: mal. La exhibición de atrocidades de Trapero elude cualquier introito verbal y va directo a los bifes cuando Julián -el “cura villero” interpretado por Darín- y Gerónimo -Jérémie Renier, -conocido por sus roles en La Promesa y El Niño, ambas de los hermanos Dardenne- el misionero francés recién llegado del Amazonas, se despiertan sobresaltados y resignados al mismo tiempo. De fondo, los disparos y la inconfundible voz de Pity Álvarez (a esta altura del partido, un meta discurso sobre el reviente) inauguran a puro rocanrol otro día en Ciudad Oculta y, el título de la película, con sus letras monstruosas e imponentes, se superpone a una mole de cemento (una construcción semi-abandonada, originalmente pensada por el socialista Alfredo Palacios en 1937 para ser el hospital más grande de Latinoamérica), lo que da como resultado un arranque de esos que patean culos y hacen mover el piecito. Hay promesa de acción y Elefante Blanco la cumple con golpes directos al medio del estómago. La miseria extrema escenificada por Trapero denota su singular capacidad autoral de aprehender mundos casi siempre inexpugnables, campos cerrados cuyas líneas de fuerza absorben a quienes se acercan a él, anulando la efectividad de todo análisis externo y objetivador. En cada película del cineasta bonaerense se advierte un rechazo de los sujetos colectivos abstractos y preconcebidos en pos de transitar los oscuros meandros de un microcosmos determinado. De vez en cuando, el campo visual impuesto por la cámara permite advertir algo del “afuera”, como esos autos modernos que recorren las autopistas lindantes a la villa, pero sólo por medio de planos generales, de yuxtaposiciones dentro del cuadro. La diégesis impone un carácter férreo, equivalente a su trama de criaturas que nunca ceden. Más que entregar certezas, Elefante Blanco siembra interrogantes en (y entre) sus personajes. Julián es presentado como un cura bondadoso y comprometido, un digno heredero del Padre Mugica (a quien le es dedicada la película), aunque siempre dentro del protocolo eclesiástico. Distintos parecen ser los pensamientos de Gerónimo y de la asistente social Luciana (Martina Guzmán), más flexibles y combativos. El hecho de no saber demasiado acerca del pasado de este trío protagónico (excepto que ambos hombres provienen de familias acomodadas) implica un acierto en el relato, puesto que los emparenta más profundamente con la sordidez de su aquí y su ahora, con ese presente kamikaze que eligieron para sus vidas. No hay nada más que la intensidad palpable de las acciones, y está bien que así sea. Sin duda alguna, Trapero es un realista, el más realista (y talentoso) de los directores surgidos de aquella generación que forjó, allá lejos en plena década del 90, esa corriente denominada Nuevo Cine Argentino. Por el horror de lo que muestra, entonces, ésta es su obra más dura y visceral. El travelling que sigue a Gerónimo en su misión de rescatar un cadáver luego del enfrentamiento entre dos clanes de narcos constituye un ejemplo claro de tal contundencia. Frente a la abyección estética de programas televisivos como Policías en Acción, Elefante Blanco aborda con una sobriedad tajante la más salvaje de nuestras realidades sociales. Algo que, en estos tiempos violentos y absurdos, no es poca cosa.
En el Ojo de la Tormenta Thierry Frémaux afirmó recientemente que el cine argentino estaba al borde del suicidio y que el único que lograba diferenciarse era Pablo Trapero. Este comentario recibió muchas críticas. Algunos enfatizaron el hecho de que Frémaux y Trapero son amigos, que el director de Carancho se ha vuelto un abonado a Cannes, que Frémaux solo ve un tipo de cine argentino. Todo puede ser cierto. Pero hay algo innegable. A Pablo Trapero le sobra coraje artístico y siempre va a la búsqueda de nuevos desafíos. El cine de Trapero se agrandó. De la humildad de Mundo Grúa, pasó por El Bonaerense (su mejor película hasta la fecha), siguió con Familia Rodante y llegó hasta Nacido y Criado. En ese transcurso de su filmografía, se notaba un Trapero que empezaba a buscar un estilo, una estética, una temática que, por un lado, lo identificara como autor pero, por el otro, no lo encasillara en un estilo único y cerrado. En esta etapa –podría decirse- más experimental de su filmografía, vemos un gran esfuerzo por explorar el lenguaje audiovisual y superarse. Si en Mundo Grúa vemos un análisis del obrero desde su punto de vista, sin caer en lugares comunes y con un lenguaje parecido al neorrealismo, en El Bonaerense nos encontramos con un policial seco, reflexivo y distinto. Con Familia Rodante quiso probar suerte con la comedia dramática pero el resultado fue desigual. Lo mismo con Nacido y Criado, acaso una de las películas más meticulosas en lo que respecta a utilización de material fílmico (70 mm), con una puesta en escena hipnótica. Estos trabajos, desiguales pero igualmente interesantes, permitieron que Trapero madurara como cineasta. Esta evolución fue paralela a la de su mujer, Martina Gusman, en el rol de actriz. La unión de ambos permitió que desarrollaran dos films más brutales en su concepción narrativa y cinematográfica: Leonera y Carancho. Ambas posibilitarían que Trapero tuviese otro nombre, que fuese un autor internacional a tener en cuenta. Y acaso, la unión entre el primer Trapero y este último, más jugado en términos de producción, dan como resultado Elefante Blanco, una producción a la altura de grandes obras épicas latinas o europeas en donde confluyen el drama, la acción y, a la vez, el retrato de una realidad social. Quizá gracias a la repercusión de Ciudad de Dios o Amores Perros, es posible que hoy en Argentina se concrete una obra como Elefante Blanco. Por suerte, la película de Trapero es mucho menos manipuladora, demagógica e hipócrita que las obras de González Iñarritú o Meirelles. Sin embargo, en su pretensión y ambición, también deja al descubierto algunas falencias narrativas que, si bien no terminan manchando el resultado final, pueden llegar a hacer ruido en una reflexión pos-visionado. Elefante… toma como protagonista al Padre Nicolás, un cura belga que, tras sobrevivir en una masacre dentro una tribu en la selva amazónica, es rescatado por el Padre Julián, un cura argentino que trabaja en Villa Lugano, donde queda el famoso Elefante Blanco, un hospital que iba a ser el más grande de Latinoamérica, abandonado en su construcción por los diversos gobiernos de turno. Dentro de la Villa, ambos curas deberán enfrentarse con los problemas de drogas de los adolescentes, los continuos cruces con la policía federal y los inconvenientes económicos para construir viviendas que están avaladas por la Iglesia Católica. Como es de prever, los protagonistas continuamente cuestionan su propia fe (cómo puede, por ejemplo, existir un Dios en un sitio tan violento) y ponen en duda que lo que están haciendo termine sirviendo para algo, o incluso que estén del lado correcto. No solamente ellos tienen estas dudas; también hay dos voluntarios sociales -Juliana y Cruz- que continuamente piensan si deben seguir o no trabajando en aquel lugar olvidado por los gobiernos. Teniendo en cuenta esta trama, no es muy difícil ver una inspiración directa de la figura del padre Mujica (el sacerdote luchador y de izquierda que vivía en villas). Acaso uno de los problemas mayores del film es que son demasiadas subtramas en una sola, haciendo excesivo lo que Trapero desea contar. Esto hace que su duración de casi dos horas termine quedando corta. Y si bien el personaje de Nicolás tiene un excelente desarrollo y profundidad emotiva, se va perdiendo en el avance de las diferentes historias. Hay demasiadas cosas para contar en esta película: los chicos que pueden encontrar una salida, el enfrentamiento entre pandillas locales, la intromisión de la policía, las obras que desarrolla la iglesia, la influencia de estos “padres villeros”, el lugar de los asistentes locales; todo esto sumado al desarrollo de las relaciones entre los protagonistas mismos. Hay por lo menos dos subtramas que están de más en el film y no se resuelven. Si las hubiesen omitido, la película sería mucho más concreta y redonda. Sin embargo, esto no quita que la película sea atrapante, entretenida, movilizadora. Hay varios factores ajenos a lo narrativo que permiten que Elefante Blanco sea, quizás, la película nacional más interesante para analizar en los últimos años. En especial en lo que respecta al análisis del punto de vista y de la estilización visual. Respecto del primero, al igual que en gran parte de su filmografía, Trapero toma el punto de vista de la persona que entra en una nueva comunidad. En este caso, Nicolás y su infiltración que le permite a Trapero situar la cámara en el centro de acción: el Elefante Blanco. Ese siniestro esqueleto donde pueden dormir tanto los curas como los adictos al Paco. A través del personaje de Julián, vamos conociendo los diversos parajes y personajes dentro de la Villa, sintiendo una constante tensión en cada puerta que se abre, cada persona que pasa corriendo al lado de los protagonistas. Pero así como Trapero no obvia el costado más violento y policial, tampoco deja de lado la parte humana, la contradicción, los sueños y los deseos de la gente. La manera en que ellos viven, tratan de salir adelante y se preocupan por lo suyo. La película incluso termina preguntándose si no son mucho peores los que viven fuera de la Villa que dentro de ella. El segundo aspecto para destacar es la impresionante puesta en escena. Trapero recorre todo el Elefante Blanco y los pasillos de la Villa con extensos planos secuencia, filmados con steady cam, que siguen a los personajes. Esto, además de permitir construir la geografía de la villa, permite que el espectador sea un testigo, un habitante más de ese espacio. Es increíble, desde este punto de vista, la precisión de los movimientos, la coordinación, la tensión que se vive. La presentación dentro del Elefante Blanco seguramente sea el más extenso plano secuencia filmado en la historia cinematográfica argentina. Guillermo Nieto, director de fotografía y cámara, logra superarse a sí mismo con este trabajo. Primero por la calidad que tiene cada imagen, la nitidez; el aporte del grano en ciertas escenas y, a la vez, el arriesgado trabajo que supone iluminar cada espacio de la villa en forma distinta, teniendo en cuenta que no va a haber cortes en el medio. En cada escena no sucede una sola cosa, sino decenas. Algunas confluyen en la trama central, otras, no, pero ayudan a comprender cómo suceden las cosas dentro del mismo barrio. Por este motivo, es muy destacado el montaje, ágil y dinámico, acompañado por la banda de sonido de Michael Nyman, que contiene pasajes de tensión a cargo de coros eclesiásticos, que hacen recordar a la música de Ennio Morricone para La Misión. El colaborador habitual de Peter Greenaway (también compositor de La Lección de Piano y Gattaca, entre otras) sorprende por la manera en que se integra sonoramente al contexto villero. Es extraño cómo pueden convivir en un mismo sitio el barroquismo de Nyman con el rock del Pity Álvarez. Trapero pone detalle a cada historia que está detrás de la principal. Cada una suma verosímil a la hora de construir este micromundo con su crudeza y naturalidad. En este sentido, las interpretaciones de los actores de la Escuela de la Villa (su lenguaje, sus movimientos) son imprescindibles para generar verosímil y crear un clima de naturalidad. Aportan mucho las actuaciones de personajes secundarios como Walter Jacob, Mauricio Minetti y fundamentalmente, Martina Gusman. Tres actores que parecen inmersos en el entorno de la villa como lo estará, con el correr del metraje, Jeremie Renier (mejor que en las películas de los Dardenne, sin desbordar y contenido, siempre verosímil), que a la media hora nos olvidamos de que es belga e incluso un actor, y lo que vemos es un cura envuelto en un contexto socio político al que trata de imponerse. La pieza más irregular es Ricardo Darín. La gran figura del cine nacional tiene excelentes momentos, muy creíbles, y otros en lo que parece tener otro código de actuación, más obvio, menos contenido, similar al de la televisión. Pienso que Ricardo es versátil y busca no caer en su propio estereotipo pero, por momentos, su actuación se vuelve demasiado "artificial", demasiado asociada a personajes que interpretó en otras películas previamente, y esto termina contrastando mucho con el registro actoral realista del resto del elenco. Aunque tiene sus desniveles narrativos y no todas las subtramas cierran perfectamente, el esfuerzo, la intención, la crítica y la posición que toma Trapero con esta obra es claro. Es verdad que está pensada para que en otros países el público no se sienta expulsados de los códigos nacionales, pero lo que muestra es suficiente para crear una crítica, que no se tira contra ningún partido específico, pero que apunta, a la vez, a la historia, al abandono y corrupción, y a cómo las consecuencias de lo que no se hizo se incrementan cada día. Potente en sus imágenes, reflexiva, intensa. Elefante Blanco logra un retrato cultural y social que no debe pasar inadvertido y que debería provocar la discusión entre los protagonistas, organismos estatales y privados. ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver? A pesar de no ser tan sólida a nivel narrativo, tener algunos errores y golpes bajos innecesarios, la octava obra de Trapero lo consolida como realizador y confirma que las palabras de Frémaux no se refieren tanto a que una película sea mejor o peor, sino a que Trapero es un director que busca nuevos desafíos y que tiene la osadía de llevarlos al extremo y, especialmente, de concretarlos. Con la crudeza que lo caracteriza, esa impulsiva capacidad de pasar violentamente de un primer plano a uno general y quedar así ante una escena clave, rehusándose a incrementar clima y tensión, Trapero se perfecciona, se mantiene fiel a otros trabajos pasados (especialmente al tono y estilo de El Bonaerense y Leonera) y homenajea, de paso, a un grupo de personas que buscan mejorar un poco este mundo con honestidad y fe. Aunque suene inverosímil, esas personas existen
Más corazón que odio Luego de Carancho (un film de género, un cuasi policial negro con un gran atraco y un golpe calculado hacia el final), Pablo Trapero retoma el camino abierto en Leonera: una película de evidente corte social, con un microclima fuertemente marcado. Elefante Blanco cuenta la historia del padre Julián (Ricardo Darin), un sacerdote católico que trabaja en una de las villas de Capital Federal y recibe a Nicolás (Jeremie Renier), un presbítero francés, más joven, que se suma a su labor de base. Luciana (Martina Gusman) es una asistente social que desarrolla su profesión codo a codo con Julián desde hace años, enfrentando las problemáticas subyacentes del lugar. Trapero es uno de los mejores directores (sino el mejor) del cine argentino actual en términos de puesta en escena. Parte de un piso de calidad, un estándar, al que no puede acceder casi ningún colega con la regularidad, al menos, que él lo logra. Cuenta en su relato con una soberbia fuerza narrativa que se juega en cada escena: todas muy justificadas y elaboradas. El arranque, la secuencia inicial antes de los títulos, es un ejercicio de cine puro. Casi sin diálogos, muestra como el personaje de Jérémie Renier escapa a la matanza de una población indígena, por parte de grupos narcos, en la selva boliviana. En paralelo, Ricardo Darín se dirige al mismo sitio para rescatarlo maltrecho y llevarlo hacia su barrio, donde le ofrece asilo y trabajo pastoral. El peso de la secuencia planta, desde el vamos, las distintas miradas frente al conflicto futuro que tendrán los protagonistas ¿Se puede enfrentar, con acción social, el poder de los grupos narco en el lugar? ¿Cómo balancear este trabajo entre el poder de la fuerza policial y la burocracia eclesiástica? Hay un obvio paralelismo entre Leonera y Elefante Blanco. En ambos casos, el director "encierra" al espectador dentro del ambiente opresivo, con una acertada utilización de la puesta en escena. En el caso de Leonera, en la cárcel; aquí, en el barrio. Por momentos, se transforma en un film claustrofóbico, planteado desde el primer plano secuencia (una maravilla) donde, desde la estructura del viejo proyecto de hospital (el famoso Elefante Blanco del barrio 15 de Lugano) la cámara sigue sin cortes a los personajes hasta la capilla, como presentación de la villa al personaje de Renier. Es un gran preludio narrativo para repetir la experiencia con el mismo personaje, pero esta vez será en una instancia más oscura: deberá acceder al sector de uno de los bandos de narcotraficantes para reclamar un cadáver. Si vale la comparación (¿y por qué no?) el primer cine de Martin Scorsese, el de Calles salvajes, estaba muy influenciado por las libertades del cine francés y el nuevo documental, allá, por inicios de los años '70. Sus planos siempre siguen a los personajes y establecen una mirada desde sus puntos de vista (De Niro, Harvey Keitel). Los retrata con una cámara móvil, que registra el ambiente de acción (en ese caso, una Nueva York violenta y oscura). Hay algo de esa estética narrativa en la película de Trapero. La cámara, casi siempre, está a la altura de los hombros de los protagonistas. Vemos la villa como la ven ellos. Y contamos con las diferentes miradas: Renier, por un lado, Darín, por el otro. Un mismo lugar, dos registros diferentes. Más allá de estos hallazgos, hay algo fundamental en la película de Trapero que quizá sea lo más importante a destacar: no estetiza la miseria. No soy amigo de films como Ciudad de Dios, un videoclip de las favelas. En Elefante Blanco todas las escenas parecen iluminadas optimizando la luz natural, algo que fija el registro desde el mundo real. Se centra en la historia de los personajes en su contexto. No hace de ese contexto una estilización obscena. Los registros actorales son todos excelentes: Ricardo Darín confirma su impresionante ductilidad para hacer creíble a cualquier papel que encarne. Martina Gusmán está muy sólida en su personaje y Jérémie Renier logra una performance muy medida, alejándose de los posibles estereotipos del cura foráneo en suelo latino. Quedará para pensar y decidir por parte del espectador si está de acuerdo con la suerte y el destino que se otorga a cada uno de los protagonistas, algo que, por momentos, puede resultar un poco forzado por la misma complejidad del relato que transitan. Pero eso, desde ya, es de lo que se trata el cine: de contar buenas historias.
Vecinos de una realidad Fiel al estilo visual y narrativo que el director Pablo Trapero viene desarrollando a lo largo de sus films, y que llevó a posicionarlo como uno de los mas talentosos y principal referente del denominado Nuevo Cine Argentino, Elefante Blanco integra y resalta aquella virtud que mejor supo exponer en El Bonaerense, como la simpleza narrativa, la marginalidad del tema y el cuidado estético de los planos. Dos curas y una asistente social que misionan dentro de una Villa son la excusa para situar la cámara en el corazón de una realidad social tan real y cotidiana como abrumadora, observando, sin juzgar, con crudeza y naturalidad a los personajes y la comunidad. Tal vez sea el punto de vista elegido por el director su mayor logro, que permite al espectador sentirse un visitante más de ese espacio en el que, a medida que caminamos, vamos descubriendo la dinámica de una comunidad que ni la más producida de las cámaras ocultas e informes documentales logró reflejar. Basta ver la escena en la que Jeremie Reñiré (Jerónimo) va en busca del cadáver de un niño. El retrato de una realidad social que nos muestra una comunidad convulsa, agitada por una ira provocada por el continuo sentimiento de injusticia en el que viven sumidos sus ciudadanos, que deben luchar contra la burocracia, las drogas, la necesidad y el instinto de supervivencia. En un registro casi documental pero con una puesta en escena muy cuidada, estupendamente iluminada y una fotografía de fuertes contrastes, logra amalgamar muy bien actores que desfilan con naturalidad y diálogos reducidos a lo estrictamente interesante, para mostrarnos una realidad y llamar a reflexión sobre la fe, la religión, el deber y el hacer, el amor y la pasión en una comunidad que parece no debatirlo. Si bien el relato nunca decae, ya que los puntos de inflexión están muy bien ubicados para que ello no ocurra, hay un punto en el que la cruda realidad y la diversidad de temas expuestos no tienen la suficiente acción, o el publico, hasta aquí “vecino” quiere dejar de serlo. También hay lecturas interesantes que da la sensación que solo serán aprovechadas por el público local, como la paradójica situación de una villa ubicada detrás de una de las zonas más cara del país, algo que en el exterior tardarán en descifrar. O, simplemente, una escena magistral que me quedó en la retina y resume el imaginario socio cultural que rige y manipula toda una comunidad. Escena que sutilmente expresa la posición del director. Los curas rezando en la calma noche de la villa con un sonido muy particular de fondo, que sale de cada una de esas casas.
Impresionante película de Pablo Trapero “Elefante Blanco” es mucho más que un film sobre los “curas villeros”, es mucho más que un film sobre la vida en las villas. “Elefante Blanco” es uno de esos Films que golpean, que asfixian, que deja al descubierto la propia falta de compromiso tanto en lo estatal como en lo personal. Es un film potente, fuerte, profundo, imponente e impresionante. Es uno de esos Films que nos hacen decir que bueno es el cine argentino cuando quiere. Porque más allá de la gran producción de la película, si uno tiene el dinero pero no tiene esa capacidad artística que posee Trapero, el dinero no sirve de nada, y en nuestro cine o en el yankee o de otras latitudes tenemos miles de ejemplos de este tipo. Trapero cuenta en este film no solo el trabajo de los curas villeros, justo en cercanía del asesinato nunca resuelto del padre Mugica (de quien se hacen muchas referencias en el film), sino la vida de la gente que vive en esos, en este caso la villa 15 de Villa Soldati, pero haciendo un muestreo de otras villas de la capital y del Gran Buenos Aires. Esa gente que vive honesta, trabajadora que vive en medio de otros que no lo son. Con asistentes sociales, como el personaje de Martina Gusman (Excelente), que dan todo para tratar de ayudar a los que mas nos necesitan. Obviamente también la de esos curas como el protagonizado por Ricardo Darin, fantástico y maravilloso como siempre, o el mismo que interpreta Jèremiè Resnie, también muy bien en su interpretación, que viven para ayudar a los habitantes de la villa y tratar de salvarlos de la delincuencia que a su vez se mueve como si nada en la villa, lugar casi liberado por la Policía y por los estamentos políticos. “Elefante Blanco” no merece ir a Cannes a competir en “Un Certain Regard”, “Elefante Blanco” debería ser el ganador absoluto de ese premio e inclusive, aunque no compite, la palma de oro, ya que es uno de los mejores Films de los últimos tiempos.
Esperando el milagro Pablo Trapero es uno de esos directores que alimentan un espíritu en su cine, su búsqueda para narrar historias desde los márgenes sociales, lugares donde el público general solo puede imaginar o tocar de oído, es donde Trapero encuentra el territorio para sus películas. Elefante Blanco no es la excepción. El "elefante blanco" del título es un edificio que iba a ser "el hospital más grande Latinoamérica" hasta que la desidia política lo dejo abandonado a su suerte. A su alrededor creció lo humano que también quedo abandonado a su suerte desde la desidia y corrupción política: la villa. Si el cometido de Trapero es meternos de cabeza para sentir la villa, objetivo cumplido. Difícil obtener un registro mas palpable y duro de esa realidad. Trapero intenta no dejar ningún tema sin recorrer para tratar de formar una historia conjunta, puede que ahí esté una de las falencias de la película. Esa amplitud del relato hace que pierda fuerza por dispersión, dejando demasiadas historias tejidas pero sin una sólida elaboración. Quiere abarcar tanto que se pierde en la maraña. Ese laberintico edificio llamado Elefante Blanco es el film, lleno de espacios a recorrer, pero con demasiados lugares de escape. El virtuosismo técnico de la cámara de Trapero es abrumador. Demuestra una energía y pulso casi inexistente en el cine nacional, se ve un cineasta con tantos recursos como capacidad para desarrollarlos, así uno goza de algunos planos de una belleza inusitada, aunque por momentos tanta destreza distraiga de la crudeza del relato, de esa violenta realidad. En el apartado del cura francés (Jeremie Renier) y de la asistente social (interpretado por Martina Gusmán) es quizá donde el relato más se resiente. Esta historia de pasión prohibida resulta a culebrón forzado que no viene a cuenta de ese contexto tan sincero en el que se desarrolla el film. Además de esta historia de curas, desidia, y la novela de la tarde aparece una historia central que recorre el film, la droga en las villas. Entonces tenemos el enfrentamiento entre dos bandas que atraviesa a jóvenes, familias y a estos curas villeros que intentan ayudar como pueden, con lo que tienen, mucho corazón y huevos. Hablar de la solidez de Darín es sencillo, sigue demostrando porque es el mejor actor argentino, el áspero carácter de su personaje es tan certero como necesario para el relato. A pesar de ciertos reparos que particularmente me produjeron algunas resoluciones de los personajes resulta de obligatorio visionado, tanto por la calidad fílmica como por la historia que relata, un film de una dureza y de una vitalidad necesaria para el cine argentino.
Elefante blanco no es la primera historia de marginalidad que se hace dentro de la producción nacional. Sin embargo, en este caso el motivo principal por el que salís satisfecho del cine, luego de haber disfrutado una gran película, es que el director Pablo Trapero nunca se olvida en sus trabajos que ante todo es un narrador de historias. Es decir, ni el El bonaerense ni este estreno fueron concebidos como los filmes de denuncia social definitivos que aspiran a recibir un premio de Amnesty. Son relatos que te trasladan como espectador a mundos densos y violentos, de mucha marginalidad, que no dejan de ser un retrato de la sociedad en la que vivimos y funcionan porque se cuentan con honestidad. Elefante blanco es un gran cuento y es probablemente la película más compleja de Trapero hasta la fecha. No porque sea una historia complicada de seguir, sino porque (y esto es otra virtud del film) a lo largo de su desarrollo combina varias temáticas profundas como el poder de los narcos en la villa, la realidad cotidiana de los vecinos, las internas políticas de la Iglesia, la burocracia gubernamental y el trabajo de los asistentes sociales y curas que tratan de hacer la diferencia en estos lugares. Todas estas cuestiones se trabajan desde la óptica de los tres protagonistas que a su vez tienen sus propios conflictos personales. Es una historia que logra hacerte reflexionar sobre estos temas sin convertir la trama en una gran ensalada. Lo cierto es que no abundan las películas nacionales donde tenés la posibilidad de disfrutar una buena historia con una puesta en escena cuidada e interesante, por eso también están buenas las películas de Trapero. Algunos argumentos te pueden enganchar más que otros pero en general son filmes que logran envolverte desde la narración. Por ejemplo, la escena en que Jérémie Renier (Escondido en brujas) tiene que entrar en un cuartel de narcos y negociar un asunto tiene más tensión y suspenso que varios thrillers estrenados en el último tiempo. Es un momento tremendo y aterrador por el realismo con el que fue filmado. Esto me lleva a otra cuestión que para mi fue clave en el resultado de esta película. Los tres protagonistas son grandes profesionales y están a la altura de lo que uno espera de ellos. Sin embargo la gran sorpresa de este film son todos los actores secundarios, que en algunos casos son vecinos del lugar donde se desarrolla esta historia y están excelentes. Sin un buen trabajo de dirección un personaje secundario que habla dos palabras te puede arruinar por completo una escena o directamente la película como sucedió en otras ocasiones. Me parece muy importante lo que hicieron en esta cuestión y creo que tuvo un rol clave dentro de la experiencia que Elefante blanco le ofrece al espectador a la hora de conectarlo con ese mundo en el que se desarrolla el relato. La verdad que esta es una gran película que merece su recomendación y no hay que dejarla pasar en el cine.
Disfruto mucho ver el cine profesional de Trapero. Lo quiero dejar bien en claro. Obviamente lo de "disfrutar" es hablando del aspecto profesional de sus películas... no de las historias en si,que suelen ser dramas fuertes. Leonera, Carancho, Familia Rodante... 3 películas que realmente disfruté mucho. Cada una por una cosa distinta. A lo largo de su carrera uno no puede dejar de destacar como va creciendo y mejorando en su forma de filmar y ambientar sus películas. Elefante blanco sigue cuesta arriba. Acá hay pocos planos cortos o seguimiento en los rostros de quienes mantienen un diálogo, pero hay increíbles planos secuencias que demuestran un gran trabajo de producción que a esta altura del partido, a Matanza cine le debe salir naturalmente. También es notable como sigue trabajando con actores secundarios que no son actores... yo veia a los chicos buscando que alguno mirara a la cámara... y ni eso! es increíble el laburo que hace Trapero en esos aspectos y deberían contratarlo para muchas películas solo para esa parte, porque nadie en el país lo hace mejor. Por el lado del guión, para mi está por debajo de las 3 mencionadas al comienzo. Creo que va por varios lados y no termina de ser fuerte con alguna de las historias. También encontré algunas cosas sueltas como el caso de la chica descompuesta en el auto, que no terminé de entender para que estaba, si el entorno ya quedaba claro por donde iba. En Carancho y Leonera tuvo finales muy fuertes, y acá es como que le falta algo más... Hay momentos de mucha tensión a lo largo de la película brillantes y muy realistas. Y el final... Pero lo quiero destacar nuevamente, me encanta el cine de este director, pero en la comparación inevitable con las otras me parece que está un toquecito más abajo. Y casi no menciono a Darín... ya no hay nada que decir de este SEÑOR. Le tiran cualquier cosa y dibuja. Y me encanta Martina Gusman, aunque me gustaría verla en un papel "colorido" ya que siempre su marido le hace hacer estos papeles :P Cita obligada para los que esperan ver cine argentino de mucha calidad, y que no va a los festivales al divino botón para avisarle a la mamá del realizador y gastar unos pasajes del INCAA... Trapero nuevamente en los cines. Es una buena noticia.
A los que vivimos mucho tiempo del otro lado de la General Paz, Pablo Trapero nos moviliza. Es el primer director nacional que se ocupa de retratar con fidelidad, imágenes e historias típicas de sujetos atravesados por la social en un contexto contemporáneo, suburbano, con mirada cruda y desprovista de artificios. Si bien no es el único, sus guiones son apuestas por explorar temáticas que nos rodean, pero que muchos no ven, a pesar de su proximidad con ellas. En definitiva, en Trapero, hay un compromiso por mostrar sin reservas una realidad que necesita ser expuesta. Recordemos "Mundo Grúa", "Leonera", "Carancho" y "El bonaerense", como los puntos salientes de una filmografía que lo destacan dentro del panorama de cineastas top argentinos. "Elefante blanco" es su nuevo opus, film que cuenta la historia de dos sacerdotes y una asistente social, en la mítica villa instalada en Ciudad Oculta, zona donde emerge el malogrado hospital de la liga argentina contra la tuberculosis que da nombre a la película. La historia usa como escenario a un edificio que simboliza claramente la desinversión en salud pública de todos los gobiernos en los últimos 60 años. En el año 1935 y luego de una epidemia que azotó la ciudad, se inició la construcción de este centro modelo para su tiempo. La idea (original de Alfredo Palacios), era destacable: un nosocomio capaz de albergar gran cantidad de pacientes en sus salas (el más grande de Latinoamérica por sus dimensiones). La obra se paralizó en el 39 y se retomó durante el gobierno de Perón, para quedar totalmente abandonada después del golpe del 55. Es cierto que actualmente las Madres de Plaza de Mayo están en el sitio y organizan merenderos,comedores, y asisten a la gente del lugar, pero el edificio permanece allí e impresiona por su estado actual. Volviendo a la historia, Julián (Ricardo Darín) es el párroco de la mítica parroquia en dicho villa (la 15, para más datos). Es, desde ya, un cura comprometido con los excluidos y que gravita fuertemente en los eventos del lugar. Sintiendo que necesita apoyo para su tarea, invita (y trae) a un viejo colega y amigo, Gerome (Jeremy Renier), sacerdote belga que sobrevivió a una matanza en el lugar donde asistía en pleno Amazonas. Juntos, trabajarán por mitigar el dolor de los pobres (y persuadir a los que no lo son y manejan la droga en el lugar) junto a Luciana (Martina Gusman), asistente social que ha hecho alianza con los religiosos y es respetada por la comunidad. El trasfondo de la historia pasa por la construcción de unas viviendas dentro de la villa, (tema de candente actualidad) que convocan la mano de obra de los vecinos. También, como línea paralela, se muestra la problemática específica de vivir en ese contexto: la violencia, el paco, los robos, la relación con la policía y las bandas rivales... Trapero sabe bien lo que quiere transmitir y siempre elige llevarnos por senderos barrosos y claustrofóbicos para ponernos de frente con la cruda realidad: no la maquilla, la enrostra. No hay belleza en su imagen, sino vívidas postales de la exclusión. Cada personaje tiene sus contradicciones, dudas y fortalezas (el trío protagónico cumple con solvencia, en especial Renier), elementos que el guión balancea aceptablemente. Sin embargo, la riqueza de "Elefante blanco" está instalada en la potente atmósfera que crea. El director logra una sensación de inmersión difícil de explicar en palabras. Hay que vivirla. Por momentos parece un documental de la manera que está filmada.
Una narración poderosa y una gran ambientación en el nuevo film de Trapero En la portentosa secuencia inicial (previa incluso a los créditos), vemos cómo el padre Julián (Ricardo Darín) es sometido a una tomografía en la cabeza; cómo ese mismo cura viaja a Bolivia para rescatar en plena selva a un colega belga, Nicolas (Jérémie Renier), en medio de una matanza de indígenas por parte de narcotraficantes, y cómo ambos terminarán juntos compartiendo un duro trabajo social en las villas porteñas (el film se rodó en la Villa 31 de Retiro y en el edificio del título en la Villa 15 de Lugano). En esos primeros minutos están sintetizados el tono, el espíritu y las búsquedas de Elefante Blanco , una película que trasciende sus limitaciones (que las tiene) con una puesta en escena impecable, una narración poderosa y una ambientación siempre convincente. El cine de Trapero ha puesto desde el principio el foco en las contradicciones del entramado social (basta recordar desde Mundo grúa hasta Carancho , pasando por El bonaerense o Leonera ), pero nunca había explorado con tanta profundidad la marginación, la violencia, los efectos del narcotráfico y el trabajo de los curas villeros en ese desolador contexto. Lo primero que hay que decir es que Trapero elude la porno-miseria, el paternalismo y la estilización de la violencia en la línea de películas de proyección internacional como Ciudad de Dios . Prefiere, en cambio, un relato más clásico, en el que se destaca el aprovechamiento de las locaciones mediante un virtuoso trabajo de largos planos-secuencia que siguen a los personajes por los vericuetos del inmenso edificio abandonado y por los intrincados pasillos que rodean a las precarias construcciones de las villas. Puede que los tres protagonistas no tengan esta vez la complejidad ni los matices de otros films de Trapero (el padre Julián que Darín encarna con su habitual solvencia tiene algunas ocasionales y mínimas dudas, pero es "casi" un santo; la asistente social que interpreta Martina Gusman no tiene el desarrollo de sus papeles previos, y, así, es Renier quien saca mayor provecho de un personaje que va creciendo con el correr del relato), y puede también que el sentido homenaje al padre Carlos Mugica resulte demasiado obvio y explícito, pero el director trasciende esos y otros esquematismos con una pintura social, un fresco construido con los mejores recursos cinematográficos. La labor pastoral en medio de una sangrienta guerra de narcos que tiene incluso a niños y adolescentes como víctimas, las tensas relaciones con las autoridades políticas y policiales, y las diferencias entre los curas de base y la jerarquía eclesiástica son algunos de los aspectos que Trapero y sus coguionistas (los creadores de El estudiante y Los salvajes ) abordan durante las casi dos horas del film. Es cierto que algunos elementos de la trama (las contradicciones íntimas, la culpa, la impotencia, el cansancio, la ira, el sufrimiento, la tensión sexual) están más "explicados" por los diálogos o imágenes demasiado explícitas que trabajados con pudor, con ductilidad o mediante la construcción de climas. Trapero, queda claro, apostó aquí por la urgencia, la visceralidad, la fuerza de las imágenes. Y, en ese sentido, cada uno de sus planos tiene una potencia, una convicción, una carga emotiva que arrasan con cualquier cuestionamiento "intelectual". Es de agradecer, por lo tanto, que un director de su jerarquía -y con una frecuencia entre película y película que nunca supera los dos años- vaya siempre por más, con audacia, con rigor y, por supuesto, con talento.
Social y masivo A la inversa de lo que sucede en la realidad, en cine lo social y lo masivo no suelen llevarse bien. Las películas que aspiran a ambas cosas se limitan a producir, las más de las veces, puro maniqueísmo, demagogia, reproducción de lugares comunes. En sus últimas películas, Pablo Trapero viene logrando meter ese elefante por el ojo de la aguja, abordando distintos aspectos de la marginalidad social –las cárceles de mujeres en Leonera, las mafias jurídico-policiales y el mundo de las guardias hospitalarias del conurbano en Carancho– sin perder complejidad y llevando gente a las salas. Ahora, Trapero levanta la apuesta y se mete en el mundo de la villa, para focalizar en quienes prestan ayuda solidaria. Levanta la apuesta tanto en relación con el tema –poniendo en cuestión la alternativa del trabajo solidario, desde fuera de encuadramientos políticos– como con el tamaño de la producción, que bordea lo que puede llamarse “cine de gran espectáculo”, tensando al máximo la cuerda, de por sí frágil, que ata lo social y lo masivo. “Elefante blanco” es el nombre con que se conoce un edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la a veces kafkiana historia argentina, tanto como del oscilante compromiso de la comunidad con los desposeídos. Proyectada en los años ’30 por Alfredo Palacios y llamada a ser el hospital más grande de América latina, la obra –ubicada en el límite de Ciudad Oculta– quedó inconclusa; se la retomó ocasionalmente a partir de entonces y se la volvió a archivar. Actualmente, las Madres de Plaza de Mayo le dan a esta ruina de lo que no fue destino de comedor popular, dando de comer a los vecinos de la villa. En la ficción, Trapero y sus coguionistas (Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre, los mismos de ambos films previos) fusionaron ese dato de la realidad con otros referidos a la Villa 31 de Retiro y la Rodrigo Bueno, otorgándole al barrio de emergencia en que transcurre el film el carácter de una condensación. Allí trabaja el padre Julián (Ricardo Darín, con barba entrecana), ayudado por un grupo de voluntarios entre quienes se destaca una asistente social, Luciana (Martina Gusmán, una vez más icono del cine de Trapero). A ellos se les une Nicolas (Jérémie Renier, presente en varias películas de los hermanos Dardenne), sacerdote francés que viene de sobrevivir de una masacre de pobladores, en una aldea del Amazonas. Es desde el punto de vista de estos “extranjeros incluidos” –que funcionan como representantes en la ficción del espectador de clase media– que el film aborda todo lo que tiene que ver con la realidad del barrio, filtrado a través de lo que podría llamarse “drama de conciencia” de cada uno de ellos. Producto, como en los casos anteriores, de una profunda investigación de campo, el guión desbroza, de modo casi quirúrgico, las distintas realidades internas de la villa, abriendo una red tan compleja como dilemática. Están los vecinos del barrio y está la guerra entre narcotraficantes, a sangre y fuego. El consumo de paco, los grupos de recuperación que llevan adelante los trabajadores sociales, la resistencia a las requisas policiales, el buchón que en algún momento será detectado y ejecutado, los reclamos salariales que los trabajadores hacen al padre Julián y sus asistentes (en la ficción, el protagonista convence a sus superiores de finalizar de una vez la construcción del gigante abandonado), las diferencias entre la base eclesiástica y la jerarquía (que parece más heredera de Pilatos que de Cristo) y, sobre todo, el debate, de orden ético y político, sobre las distintas variantes de “opción por los pobres”, que se establece entre el moderado padre Julián y su colega Nicolas, más propenso a poner el cuerpo. No sólo en lo que hace a la lucha, por cierto. Algo que –de no haber una sotana de por medio– debería llamarse amor a primera vista surge entre él y Luciana. Lo que podría parecer una concesión al boy-meets-girl del cine comercial da pie, sin embargo, a una de las cartas más jugadas de la película, al barrer con la prescripción del celibato. No es casual que en una escena el protagonista encabece un homenaje al padre Mugica y que la película esté dedicada a él: tanto en el planteo de la opción política entre la violencia y la no violencia como en el sin salida en el que queda atrapado el padre Julián, y hasta en su origen de clase, resuena, como un eco, el destino trágico del padre Francisco. Todo un hito en términos de producción (el formato Scope; la espectacular fotografía de Guillermo Nieto, brazo derecho del realizador; la partitura de Michael Nyman, célebre colaborador de Peter Greenaway; las escenas de acción; el impecable montaje), la apuesta al gran espectáculo pone a Elefante blanco en un compromiso que remeda el del propio protagonista. La introducción en el Amazonas, con su aroma a aventura exótica, la muy “cantada” love story entre Luciana y el padre Nicolas, una innecesaria subtrama melodramática (¿martirológica?) relacionada con el padre Julián y una culminación entre atropellada y difícil de creer son puntos que no terminan de convencer. A pesar de esas debilidades y gracias a una oportuna identificación con sus protagonistas, Elefante Blanco logra poner en cuestión al propio espectador, llenándole la cabeza de preguntas. No es algo que el cine masivo suela producir.
Por quien aún doblan las campanas Allá por los tormentosos años setenta, el padre Mujica fue asesinado por un grupo comando de las fuerzas de la Triple A que intentaron poner fin a su apostolado por los pobres y su eterna lucha por los desamparados. Paradójicamente, a la vez que su cuerpo moría una nueva forma de definir el sacerdocio y la vocación eclesiástica nacía, dando definitivos trazos a los que serían llamados Sacerdotes del Tercer Mundo. La figura del Padre Mujica y su labor no violenta por los pobres lo llevó a ser considerado casi un santo entre la gente que diariamente se beneficiaba por su continua labor, particularmente en la Villa de Retiro que extraoficialmente lleva su nombre. Signo de los tiempos, su asesinato continúa hoy impune y su ámbito de voluntariado se muestra agigantado tanto en sus proporciones como en su problemática. Pablo Trapero a través de su Elefante Blanco nos permite sumergirnos en ese mundo de marginalidad, clientelismo político y precariedad de una manera que se asemeja por momentos al documental dado su marcado realismo visual en la construcción de los espacios marginales. El prestigio logrado en la promisoria carrera de Trapero le ha permitido contar con los medios económicos para solventar su apuesta estética y así lograr un retrato fiel de la marginalidad, como pocos directores logran en el cine argentino contemporáneo y que coloca a su obra en un importante lugar en el mercado cinematográfico latino y quizás mundial. Bajo la omnipresente mirada e inspiración del Padre Mujica, la obra de Trapero nos cuenta la historia del Padre Nicolás (Jeremie Renier) un cura belga, quien tras sobrevivir a una masacre ocurrida en el Amazonas encuentra refugio en la obra llevada a cabo por el padre Julián (Ricardo Darín) en la Villa de Lugano. Signo de la idiosincrasia argentina y elocuente metáfora de ladrillos y desidia, el Elefante Blanco fue un proyecto hospitalario originado en el año 1937 con la proyección de ser el mayor centro asistencial de Latinoamérica, de la mano del proyecto matriz propulsado por Alfredo Palacios. El emprendimiento fue detenido y retomado luego por el gobierno de Juan Domingo Perón, quedando nuevamente inconcluso con el derrocamiento de la Revolución Libertadora. El abandono del proyecto hizo que el lugar sea actualmente habitado por más de trescientas familias y allí es donde el Padre Julián trata de llevar sus labores de evangelización y voluntariado en medio del más inhóspito de los ambientes. Junto con ambos padres, cientos de voluntarios día a día tratan de lograr una mejora en la precaria vida de los habitantes, acción en la que se ve comprometida también la asistente social personificada por Martina Guzmán. Los tres protagonistas principales deberán luchar con la burocracia, el clientelismo, las redes de narcotráfico y la constante sensación -que los abruma- de sentir que todo esfuerzo es en vano, en la medida en que la sociedad entera les da la espalda ignorando esta terrible realidad tan lindera en lo físico a las grandes urbes, como distante en sus modos de vida. Las subtramas que trasuntan el relato son muy diversas: desde la no intervención del Estado, la vocación, las pulsiones humanas básicas, la desazón, el desánimo, el ser nacional, la falta de expectativas, tal vez demasiados frentes abiertos al mismo tiempo. Pero estos múltiples frentes no son antojadizos, dado que el film no nos proporciona respuesta alguna sobre la resolución de dichos conflictos, sino que los presenta frente a nosotros para que como espectadores y miembros activos de ese engranaje social nos cuestionemos nuestro propio accionar sobre esa realidad tan urgente como postergada. Sin lugar a dudas, la excelente dirección, el guión y las actuaciones hacen de Elefante Blanco uno de los mejores films del año, con una visión honesta de la marginalidad y no un ejercicio burgués de limpieza de conciencia. Pablo Trapero nos ha puesto de frente con aquel discurso que no queremos ver y aquel Elefante Blanco es una metáfora de esa sociedad argentina de grandes anhelos y tristes realidades que somos: una estructura nacida para grandes fines pero abandonada en su construcción social.
La opción de pelear por el cambio La nueva película del director Pablo Trapero cuenta con la actuación de Ricardo Darín, Martina Gusmán y el belga Jeremie Renier, en una historia donde el protagonista es un cura que sigue la línea del Padre Mugica. Luego de Carancho y Leonera, Pablo Trapero completa con Elefante blanco lo que podría denominarse un tríptico sobre los temas sociales que le interesan. La película cuenta la historia del padre Julián (Ricardo Darín) que va en busca de Nicolás (el belga Jeremie Renier, protagonista de varios films de los hermanos Dardenne), que escapó de una matanza de pobladores indígenas en el Amazonas. La intención de Julián es que su discípulo lo suceda y que continúe su obra junto a Luciana (Martina Guzmán), una asistente social tan involucrada como él con los pobres. Si Leonera abordó la cuestión carcelaria desde una mujer acomodada que cae en un sistema preparado para recibir únicamente a los que no tienen nada, y en Carancho dos profesionales son parte de un esquema que se sirve de los humildes para sacar provecho, en Elefante blanco el director muestra el trabajo de dos sacerdotes y una asistente social que optaron por el compromiso y la voluntad, muchas veces comprensiblemente vacilante, de pelear por el cambio en medio de la miseria y la lucha territorial de los narcotraficantes. Es decir, lejos de espiar la realidad de las villas miseria, con rigurosa honestidad decide contar una situación dolorosa y agobiante desde la perspectiva de tres personajes de clase media, a la que el propio Trapero pertenece. Tácitamente se espera que Sudamérica sea el proveedor de imágenes y relatos fuertes que tengan que ver con la marginalidad, el crimen y la pobreza. Esta tendencia se potencia cuando el lugar de donde parte o se desarrolla la historia es una villa, barriada o favela. En ese sentido, la película testigo de esta situación es Ciudad de Dios, con la que Fernando Meirelles logró un suceso internacional a partir de su fidelidad a esa consigna no dicha con una estetización vergonzosa de la miseria. Por el contrario, Elefante blanco bien podría ser considerada el reverso del film de Meirelles, en tanto complejiza el problema social, político y económico que significa la pobreza conviviendo con la opulencia de los barrios más acomodados –pero fuera de campo, lo que intensifica la sensación de asfixia del entorno–. Pero lo más importante es que allí donde Ciudad... mostraba asesinatos de jóvenes con todo detalle, Trapero elude la espectacularidad de la violencia, más propia del show televisivo –como ejemplo vale mencionar una escena de un tiroteo en los pasillos de la villa, una lección de cómo tratar el tema– y se centra en las consecuencias de la marginalidad, en la solidaridad y el agobio de los que eligieron trabajar para cambiar el estado de las cosas.
Yo vengo a ofrecer mi corazón Historia sobre villeros, y no la villa, con Ricardo Darín. Como en El Bonaerense y en Leonera , Pablo Trapero vuelve a centrar a sus personajes en un ámbito específico –la Policía, la cárcel, aquí es la villa-, instituciones u organizaciones cuyos límites el protagonista tratará de flexibilizar, ya que dentro de los mismos el padre Julián -como Zapa en El Bonaerense , o Julia en Leonera - no se siente cómodo ante lo que ve. Cada uno sabrá cómo modificarlo, y cuánto los modifica a ellos. Los personajes se mueven más en los márgenes que lo que burocráticamente las instituciones querrían. No es lo mismo ser policía que cura, pero lo que Trapero sabe mantener es el tema: la integridad. Julián es un cura villero, que sigue el sendero que trazaron muchos otros en la senda pastoral, con el padre Mugica como estandarte (el homenaje al sacerdote asesinado en 1974 es explícito en la trama, y también en la construcción del personaje central, que vive en Recoleta y mira por la ventana la Villa 31). La Iglesia junto a los habitantes de la villa están construyendo unas viviendas dignas para ellos, allí mismo, al lado del Elefante blanco, un enorme complejo que nunca se terminó, y Julián, más una asistente social (Martina Gusman) pelean codo a codo para que la tarea llegue a buen fin. Trapero no hace un filme sobre la villa, si no acerca de los villeros. Deambula con su cámara por los pasillos, los muestra en sus actitudes diarias, destapa las desigualdades, evidencia la violencia social y la impunidad con que el narcotráfico se apodera de sus vidas y familias. Habla de la cultura villera desde afuera (los personajes centrales no son producto de la villa, sino que llegan para mejorarla) para comprenderla desde adentro. El realismo (la utilización del plano secuencia, por caso, implica no realizar cortes en la toma y mostrar las cosas como son) se apodera del estilo de Trapero, un director que en la secuencia inicial demuestra qué gran puesta en escena es capaz de realizar. Elefante blanco , de nuevo como El Bonaerense y Leonera , marcha a partir de un protagonista. Julián tiene muchos frentes a los que estar atento –la función sacerdotal, la seguridad en la villa, las trabas de la Iglesia, y su salud- y cuando la cámara se aboca a seguir a otros personajes, su figura se agiganta en cuanto reaparece. ¿Por qué? Porque Julián, cuando está terminando el filme, no es el mismo que fue a rescatar a Nicolás -un cura belga que no pudo impedir la masacre de una población indígena en el Amazonas en manos de los narcos- para que lo ayude en Buenos Aires. Lo que suceda en la villa podrá seguir siendo siempre lo mismo, pero lo que le pasa a los personajes, no. Se podrá estar en desacuerdo con algunos procederes del trío protagónico, o cómo Trapero y sus guionistas deciden que termine cada uno de ellos en la historia. Pero la riqueza surge en la confrontación, en las contradicciones de Julián, de Nicolás y de Luciana. Ricardo Darín compone con una ductilidad encomiable, para que los distintos estados de ánimo por los que atraviesa Julián peguen hondo en el espectador. Jérémie Renier, habitual en los filmes de los hermanos Dardenne, se aleja del típico personaje extranjero que mira lo que sucede, confiriéndole nervio y sangre cuando así lo requiere la historia, y Martina Gusman, menos protagónica que en Leonera y Carancho , construye, maneja con sus miradas más que con su cuerpo todo lo que pasa por dentro de Luciana.
Ayúdame a vivir para ellos Julián (Ricardo Darin) es un cura que está a cargo de la parroquia de una villa de Buenos Aires, y decide traer a trabajar con él a su amigo Nicolás (Jeremie Renier), un cura que acaba de vivir una tragedia en una misión del Amazonas. Luciana (Martina Gusman) es una asistente social, que junto con ellos tiene que lidiar con los problemas del barrio: el narcotráfico, los abusos policiales, y un enorme proyecto habitacional -que fue comenzado y abandonado por varios gobiernos-, los fondos del estado y del obispado que nunca llegan, y el enojo de la gente que solo los tiene a ellos para reclamar. Como en otras películas de Trapero, acá lo principal es la cercanía con la que muestra esta historia, nos mete ahí adentro, en esos pasillos que ahogan, donde llueve y el agua parece no irse nunca, nos muestra esa realidad sin filtros y sin exageraciones. La gente de la villa no habla con modismos de villero de serie de televisión, esta ahí resolviendo su vida, en el día a día. No estamos ante la historia de tres heroicos idealistas, sino de tres personas que eligieron estar ahí, y que saben que mucho no va a cambiar pero la pelean todos los días, ayudan a la gente a construir sus propias casas, tienen grupos para ayudar a adictos al paco, y siempre hay alguien pidiéndoles ayuda. Son humanos, y son reales, por eso vemos que Julián está cansado, que no duda de su fe, pero simplemente está cansado. Nicolás a veces se siente exedido por todo lo que tiene alrededor y le cuesta acatar ordenes y limitarse solo a estar en la parroquia, y Luciana se esfuerza todo el tiempo, le importa lo que hace, siempre está ayudando, pero también está cansada. La película muestra lo cotidiano de estos tres personajes, lo que les pasa durante el día, no pretende explicar nada más, ni desarrollar todos los temas que pasan por el costado, y que forman parte de esa realidad; los narcos, la policía, el rol del estado, el de la iglesia, y la obra de Mujica, que aparece como referente de los curas. Todo eso es parte de la realidad de quienes habitan la villa, y un poco de todo esto es que lo viven los personajes, con lo que cuentan, contra lo que pelean. Las relaciones entre los tres fluyen con naturalidad, la relación entre Nicolás y Luciana surge naturalmente y no es de ninguna manera el nudo de la película, que en ningún momento parece interesada en centrarse en alguna cuestión de fe puesta en duda. El contexto es tan interesante que por momentos parece tomar más protagonismo que la historia en sí. "Elefante Blanco" está, por suerte, muy lejos de mostrar la villa como la vemos en los noticieros, y nos obliga a mirarla de cerca, nos la muestra de frente. Las escenas de violencia o drama no son exageradas, ni se recurre demasiado a ellas, como si fueran lo único que puede pasar en una villa. La violencia es parte de lo cotidiano, y es así como esta mostrada por más duro que resulte. Técnicamente la película es excelente, la fotografía, los planos aéreos de la villa, la forma en que nuestros ojos llegan hasta ahí. Trapero contó esta vez con más recursos, y los ha sabido utilizar muy bien. Las actuaciones están a la altura de la película, son brillantes, principalmente son creíbles y reales, y transmiten sin excesos todas las emociones que les pasan por el cuerpo a estos personajes, que son muchas y complejas. Se destaca Jeremie Renier, como el cura gringo, que tiene que tratar de entender donde está, cuales son sus limitaciones, y que hacer con todo aquello que lo desborda. Son también imprescindibles las actuaciones de los personajes secundarios, habitantes de la villa, que aportan credibilidad y enriquecen la historia. La película que va mas allá del impacto que pueden causar sus imágenes, es un pedazo de realidad visto desde los ojos de tres personas diferentes, pero lo principal es que quieren ayudar, y están ahí para eso, por mas duro que sea.
Esta película tiene mucho para llamar la atención. Con un tratamiento visual, una manera de filmar destinos corales que hacen que el espectador tenga la ilusión de estar viendo un documental soberbio. Pero es una ficción poderosa. Trapero en eso es inigualable, sabe cómo tratar y retratar lo que ocurre en una villa, sin banalizar la pobreza, en la dosis, dolorosa, inapelable de la realidad. Lo que aquí se muestra es tan contundente que duele. Puede que uno se quede con las ganas de un mayor desarrollo del personaje de Darín, como siempre preciso, talentoso. A la altura, Martina Guzmán y Jeremy Renier. Pero es tan potente el marco y lo coral que el deslumbramiento es inevitable. Tendrá un buen destino de apoyo popular. Lo merece.
Trapero no renuncia ni por un minuto a sostener la opción por los desposeídos, por los marginados. Con precisión, la cámara se pone de su lado incluso en las escenas de represión policial, lo que brinda una mirada novedosa y arriesgada. Compleja, completa, demasiado amplia temáticamente, Elefante blanco es una película interesante, debatible, por momentos desprolija narrativamente, pero sin dudas muy clara ideológicamente y muy arriesgada en el modo de mirar lo real y lo imaginario. Julián es un cura que sostiene la tradición de aquellos que han asumido la opción por los pobres, en continuidad con la labor del cura Mugica, “el cura villero”, que fuera asesinado por la triple A en la década del ’70. Al comienzo, en una secuencia cinematográficamente cautivante y de una gran síntesis, Nicolás viaja en busca de su colega belga Gerome para traerlo a trabajar junto a él en la Villa Virgen. Allí, junto al cura Nicolás y la asistente social Luciana, viven y desarrollan su labor. La tarea social que llevan adelante es mucha y la consideran inseparable de su tarea eclesial. Particularmente se encuentran abocados a un proyecto de construcción de viviendas sociales en el mismo barrio, para cambiar las muy precarias en las que viven por otras que les den cierta dignidad, sin salir de su lugar, de su barrio, sin perder su identidad como comunidad. En la trama de Elefante blanco se cruzan el relato sobre el trabajo en las villas con los conflictos personales que los atraviesan ya por la identidad nacional, de clase o sus propios deseos y temores. Trapero y su equipo de guionistas construyen un entramado entre lo particular y lo colectivo coherente, aun cuando no siempre lo resuelven del mejor modo en cuanto a la estructura dramática. Por una parte, quedan cabos sueltos, hay resoluciones apresuradas y un par de escenas innecesarias para establecer un puente obvio entre el presente (ficcional) y el pasado (real, la historia del “martirio” del cura Mugica), mientras que por otra parte la decisión de estructurar la obra desde lo trágico otorga al trabajo un sentido negador de la posibilidad transformadora de la política. Pero lo importante de esta película es, por sobre todas las cosas, el punto de vista. Trapero no renuncia ni un solo minuto a sostener la opción (de los curas y la propia) por los pobres, por los desposeídos, por los marginados. Con precisión, la cámara se pone de su lado incluso en las escenas de represión policial, lo que brinda una mirada novedosa y arriesgada frente a una sociedad que no siempre acepta como justos los reclamos sociales de los que nada tienen. Tampoco teme el realizador dar cuenta de la trama compleja que incluye al narcotráfico metido allí, en medio de la villa, imponiendo su dominio y cooptando a los jóvenes para su trabajo, en una lógica que tiene también algo de sacrificial. Pero al hacerlo sabe marcar claramente los límites, y el sojuzgamiento que sobre las mayorías estos narcos imponen. La organización de la puesta en escena, la construcción de los espacios, el trabajo en la elección de todos los personajes, todo aporta a un relato profundo y contundente. Extremadamente político y valiente en cuanto a la elección de las identidades. La película sostiene al espectador atento constantemente, en tensión y puesto frente a una realidad en la que el director obliga a tomar posiciones. La película es vital y sincera. Más allá de las críticas y discusiones, la película no parece producto de especulaciones. Con sus buenas y sus malas, Elefante blanco es una de las películas que vale la pena ver.
Elefante blanco: sacramental showdown Pablo Trapero’s new film is an overwhelming account of life on the fringe of society In most cosmopolitan capitals extreme poverty is, more often than not, found side by side with the type of splendour normally associated with capitalist, financial or governmental corruption. Humans are naturally prone to territorialism, and every inch of space stepping over strictly laid-out borders may become the subject of heated argument and conflagration. It runs across ethnicities, nationalities, political or religious affiliation, socioeconomic standing, the way you dress or smell, the kind of cooking you do at home, the stigmas attached to specific segments of society.
Ese infierno más que temido Realista visión del infierno. Crítica y no partidaria. Filmada con el tiempo narrativo justo, intenso, como el que caracteriza el estilo Trapero, directo, lejos de cualquier poesía o metáfora, un "punch" a la mandíbula del espectador". Una escena: el padre Julián muestra a su amigo, también sacerdote, un patético esqueleto de hormigón de catorce pisos, el de la Villa 15 de Lugano, sueño de un dirigente socialista, Alfredo Palacios, que en 1937 lograra importantes aportes del Congreso Nacional para hacer "el hospital más importante de Sudamérica", proyecto posteriormente apoyado por el gobierno peronista. Segunda escena: Gerónimo, el amigo sacerdote del padre Julián corre desaforado por los laberintos estrechos de la villa, para rescatar un cadáver, el de alguien querido asesinado por la droga y los que la comercian. Tercera escena: un velorio que transcurre a tiro y cerveza echada sobre el ataúd. Y así, en el relato se encadenan multitudinarias escenas de enfrentamiento con la policía, de narcos versus narcos, de gente de la villa desplazándose, escapando ante el tiroteo inesperado con los que entran al lugar para ayudar, como el padre Julián, como Luciana o el padre Gerónimo. ESTUPENDOS ACTORES Estas escenas no suceden en zonas marginadas de América latina o Africa. Es la "otra Argentina", donde conviven rituales de muerte en los que se junta la bebida y el alucinógeno, como en míticas ceremonias dionisíacas o bandas antagónicas disputan el mercado de los chicos andrajosos, muriendo en los lugares más alejados de la villa o los chicos ricos, habitantes de cercanos edificios-torre. Porque ese mercado no hace distinciones sociales. Esas imágenes son las más duras de este itinerario auténtico (y nunca tan bien aplicada la palabra) por la realidad de una villa de emergencia. Un mundo que laicos y religiosos quieren erradicar a pesar de presupuestos que no llegan y demoran cualquier acción de cualquier lugar del que emanen fondos. Realista visión del infierno. Crítica y no partidaria. Filmada con el tiempo narrativo justo, intenso, como el que caracteriza el estilo Trapero, directo, lejos de cualquier poesía o metáfora, un "punch" a la mandíbula del espectador". Con el tiempo, el director pulió sus recursos y profundizó la emoción. Sigue teniendo la mirada amplia en las épicas escenas de los enfrentamientos o las intimistas del sexo, en los momentos detallados de un plano secuencia que cava hondo en los significados o en la exacta marcación de personajes de la misma villa o de actores como Ricardo Darín, siempre un modelo de equilibrio interpretativo, en un personaje contrapuesto al de Jérémie Renier, veterano en este tipo de personajes, no por nada es un preferido de los hermanos Dardenne ("La promesa", "El hijo"). O Martina Gusmán, con toda la fibra de la luchadora de la película. Un filme imprescindible. Desesperanzado y necesario.
Potente drama social con un creíble Darín Como productor y director, Pablo Trapero mejora en cada película. Esta fue todo un desafío, y lo sacó adelante como corresponde. Se trata de un tamaño drama social de acción y también de reflexión, con muchas secuencias impactantes y pequeños detalles objetables, sobre dos curas villeros y una asistente social trabajando en Ciudad Oculta. Los libretistas no son muy católicos que digamos, y el relato se centra demasiado en tres personas, pero está muy bien dirigido y pega debidamente, con una fuerza que llega a todos los espectadores. Algunos se espantarán, por supuesto. La anécdota es simple, tan solo refiere una lucha cotidiana y eterna. La situación es compleja. Por las callejuelas se entremezclan personas que quieren vivir tranquilas, bandas de narcos que manejan en la zona, pibes dopados como chinos en un fumadero, mentes confundidas, policías de infantería, obreros que quisieran trabajar en un plan de viviendas pero no tienen quién pague los jornales porque la plata se pierde en algún escritorio, y curitas que se desloman por ayudar y más de una vez reciben los palos. Encima ellos también son seres humanos. La película está dedicada a uno de veras, el padre Mugica, muerto a tiros el 11 de mayo de 1974. Los fieles de su Villa 31 le erigieron un pequeño santuario, que acá se entrevé en una escena, donde alcanza a leerse parte de su oración más conocida: «Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro (...). Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos. Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz». Casi 40 años después, la hora de la luz sigue lejana. Lo único que sigue cerca, como anticipo, o ilusión, de esa luz, son los curas villeros. Nadie sale del cine sin sentirles respeto. Pero también se siente muy cerca la sensación de lo imposible, de lo inútil, del fracaso. Deliberadamente, la obra, bien realista, tiene cinco cierres sucesivos, todos rápidos. El primero es a tiro limpio, muy amargo. Después vienen los otros, incluyendo uno muy grato para muchos y sobre todo muchas, hasta llegar al más significativo. Cada espectador elegirá con qué final quedarse. Que es como decir, qué camino prefiere. El elefante blanco del título es el regalo de una misión que puede agotar a cualquiera. También es la mole abandonada de la Villa 15 que muchos bienintencionados, en la película y en la realidad, sueñan transformar en un monobloc habitable, y que empezó a construirse en 1938 con destino de hospital. Un símbolo argentino, como puede verse. Muy bien Ricardo Darin. Algunos lo ven demasiado lindo para cura, pero recordemos que el padre Mugica también tenía su pinta. Dato de cinéfilos, el único antecedente de «Elefante blanco» es un pequeño film braso-argentino sobre curas de favela, «Pedro y Pablo», de Angel Acciaresi, 1973, también llamado «Tercer Mundo» o, algo mejor, «Lucharon sin armas». Actores, Pedro Aleandro, Jardel Filho, José María Langlais.
La dura y conflictiva realidad Pablo Trapero es uno de los mejores realizadores argentinos de los últimos veinte años. Con films crudos, fuertes e intensos, Trapero suele resaltar los sectores más marginales, filmando personajes que están obligados a salir de crisis muy profundas. En sus películas, generalmente no hay héroes ni villanos, sino individuos que tienen que luchar consigo mismos y con el escenario que los rodea. Tras Carancho, un film polémico aunque no dentro de sus mejores obras, el director oriundo de La Matanza vuelve con Elefante Blanco, el trabajo más riguroso de su carrera. En esta nueva película se expone la difícil supervivencia en una villa de emergencia. Aquí, el Padre Julián (Ricardo Darín) rescata a su amigo Nicolás (Jérémie Renier), un cura europeo que se encontraba trabajando en el Amazonas. Julián lleva a su colega a Lugano para que lo ayude con su proyecto, que consiste tanto en combatir la drogadicción –más que nada en los menores de edad- como en urbanizar el territorio y terminar de construir un gran hospital que cada gobierno posterga. Para esto, los sacerdotes cuentan también con la ayuda de Luciana (Martina Gusman), una asistenta social que se encuentra ya hace cinco años colaborando en el lugar. Se puede encasillar a Elefante Blanco dentro de una trilogía junto a El Bonaerense y Leonera. Después de todo, las tres son películas que, de manera cruda, filman universos desencantados, ya sea lo caótico de la villa miseria, la corrupción de la Policía o el desgarrador mundo carcelario. Estas tres obras no solo comparten una oscura fotografía que tiñe aún más el escalofriante escenario, sino que muestran personajes perdidos en su miseria interna, quienes no sólo desconfían de ellos mismos y del entorno en el que transitan, sino también de sus propios ideales. Estas últimas dudas son las que los vuelven dubitativos en sus deseos de fuga. Tanto el padre Nicolás en Elefante Blanco, Zapa en El Bonaerense o Julia en Leonera son seres que resultan más pasionales que intuitivos y eso los lleva a destino ambiguo. Pero si hay algo que hace que el nuevo film de Trapero sea determinante en lo que intenta mostrar es su majestuosidad visual y cómo logra que la imagen sea el punto de partida para que el espectador se introduzca en un escenario perturbador. Cada plano secuencia resulta tan bien ejecutado que el realismo propuesto por el realizador es estremecedoramente verosímil respecto de la situación retratada y propone un tempestuoso recorrido laberíntico por el lugar de los hechos. También son significativos el acompañamiento musical, las imponentes tomas generales y los impetuosos planos detalle, todos tópicos que en conjunto le dan forma a un universo impactante. Elefante Blanco está entre los mayores logros de Trapero. Dura como pocas, la película argentina es una fuerte crítica a las grandes instituciones –mayormente a la Iglesia Católica-, en un mundo donde todo está tan corrompido por los intereses políticos y económicos de cada sector que el único legado que parece dejarse es el de una crisis profunda y el de un futuro incierto.
Almas villeras "Me siento culpable por haber sobrevivido", confiesa sollozando el padre Nicolás a su mentor, el cura Julián, en una de las escenas conmovedoras de Elefante blanco, la película de Pablo Trapero que protagonizan el belga Jérémie Renier y Ricardo Darín. Los hombres rezan. Los une la misma mirada sobre el dolor del mundo. Trapero encontró el tono narrativo para contar con imágenes el drama social de los villeros inmersos en la pobreza y en las leyes de un territorio violento. La cámara entra a la villa y el lugar es protagonista, tanto como la mole de cemento abandonada, ese elefante blanco, el hospital que no fue, el hogar que nunca será. Los planos, sobre todo la perspectiva cabeza abajo, describen conflictos entre familias que pelean encarnizadamente por el control de la droga, y la crisis de fe de quienes trabajan en un contexto frente al cual no tienen respuestas. Están en crisis los curas y la asistente social (Martina Gusmán, imprescindible en el triángulo); está en crisis el sistema, que prefiere no mirar. El director interviene esa realidad ajena, las callejas de barro y propone el vínculo difícil de los curas con su fe. El homenaje al padre Mugica, asesinado en 1974, funciona como reconocimiento a los curas villeros de todas las épocas. Las imágenes son contundentes, como el cortejo fúnebre que acompaña a Mario, el joven asesinado, con ritmo y énfasis épicos. Antes, el cura gringo llega a la cocina de la droga a buscar el cuerpo. El director reproduce el laberinto de chapas y callejones, y puede filmar con la misma destreza técnica y corazón sensible, esa cueva, una balacera en la noche, el procedimiento policial, la misa o la fiesta. Darín sube y baja decenas de escalones entre escombros, en sintonía con el cura Julián que carga su propia cruz. El actor transmite con su voz la mezcla de tristeza y compromiso. Trapero muestra las villas y sobre las imágenes se desliza la voz del cura. La cámara acompaña la procesión por Mugica y capta el color de una devoción popular que se agarra de lo poco que hay. Las dudas y desahogos del cura extranjero y la asistente social aparecen con la naturalidad de quienes no desentonan en el revoltijo de sentimientos y pálpitos. Elefante blanco se apoya en la reconstrucción detallada, la fotografía, los contrastes potentes y la música, recursos que bautizan al espectador en el rito de los más olvidados.
Sobre los interrogantes y las respuestas Desde prácticamente el inicio de su carrera cinematográfica, Pablo Trapero fue sosteniendo su cine en base a una gran ambición temática y narrativa, con El bonaerense, Nacido y criado, Leonera y Carancho como máximos ejemplos. En estos tres últimos films fue consolidando asimismo una gran perfección formal, recurriendo a complejos planos secuencia e imágenes con multiplicidad de elementos en la profundidad de campo, que enriquecían el relato. Elefante blanco retoma estas características, con una historia centrada en el sacerdote Julián, interpretado por Ricardo Darín, que convoca a un colega belga, Gerónimo (encarnado por Jérémie Renier), a trabajar juntos en la villa de emergencia conocida como Ciudad Oculta, que ha crecido a la sombra de un antiguo emprendimiento de los primeros años del peronismo destinado a ser el hospital más grande de Latinoamérica pero que al final nunca se concretó, y cuyos cimientos son conocidos por los habitantes cercanos como el “Elefante blanco”. Completa el triángulo protagonista Luciana (Martina Guzmán), como una trabajadora social que trabaja codo a codo con ellos, y que terminará teniendo un romance con Gerónimo. Pero eso es apenas la punta del ovillo: en la trama también entran en juego las violentas guerras entre narcos, las disputas políticas vinculadas al tema de la vivienda, la pobreza como concepto y hasta forma de vida, la fe y la religión, e incluso las diversas perspectivas frente a la muerte. Trapero es indudablemente un realizador pretencioso, pero durante buena parte del metraje, al igual que en Carancho, logra hacer de la pretenciosidad un valor positivo, porque concreta lo que pretende. Básicamente lo logra en base a una doble operación, tan obvia como difícil: no subestima el ámbito que aborda, ni los actores intervinientes, pero tampoco se achica frente a lo que se le presenta. A diferencia de los peores momentos de El bonaerense, Nacido y criado o Leonera, no contempla a sus personajes con un dejo de superioridad, ni manipula los hechos en función de ratificar su mirada y objetivos. En cambio, se permite dejar surgir los diversos claroscuros del universo en que circulan los protagonistas, con sus idas y vueltas, sus contradicciones, sus deseos, su necesidad de ser escuchados y comprendidos, pero también de poder escuchar y entender. Como pocas veces en el cine argentino, Elefante blanco consigue problematizar, poniendo en choque aspectos positivos y negativos, a instituciones de diversa índole, como la Iglesia o la Policía. Asimismo, variables como la religión, el crimen, la droga y la necesidad de un lugar donde vivir y trabajar coexisten en el film sin que surjan rápidamente sentencias tranquilizadoras propias de cineastas progres, como el caso de Juan José Campanella: un ejemplo fundamental lo constituye el espléndido plano secuencia donde Gerónimo va a la guarida de una banda de narcos para buscar el cadáver de un joven que ellos retienen, luego de un tiroteo enmarcado en una disputa por territorios. La escena, claustrofóbica y escalofriante, de una violencia contenida pocas veces vista, sirve como punta de lanza para poner en vista también toda una serie de cuerpos individuales insertos en un contexto determinante y determinado: cuerpos temerosos pero decididos; cuerpos marginados por la ley pero también por la sociedad; cuerpos maltratados y violentados aún después de la muerte, como trofeos de guerra; cuerpos disputando poder y usando a otros cuerpos en sus querellas; cuerpos trabajadores pero atravesados por la criminalidad; cuerpos con fe pero reclamando la presencia de Dios; cuerpos partidos por la pérdida de cuerpos familiares. La mirada aquí está, indudablemente, del lado de los pobres, a los que no se reivindica desde la demagogia, pero tampoco se juzga con facilismo. Sin embargo, en la segunda mitad de su metraje, Elefante blanco cae en el mismo error que el final de Carancho, donde Trapero parecía verse obligado a emitir una tesis final, pero obligando a los hechos y la pareja protagonista. En su nueva película, frente a la multiplicidad de subtramas y temáticas que abre, comete el error (bastante comprensible por cierto) de querer cerrar todo, cuando el marco narrativo pedía en realidad permanecer abierto y sujeto a diversas interpretaciones y problematizaciones. Paradójicamente, el intento del director de arribar a una conclusión deja todo más bien desordenado. Es como si abriera una gran caja de Pandora, desplegara una gran cantidad de elementos y luego pretendiera volver a guardar todo, sin observar que la gracia y la riqueza aportadas consistían en evidenciar algo oculto que permanece sin resolución. El film abordaba un momento y un lugar de la vida, aún sin terminar, en permanente progresión, y las decisiones tomadas por Trapero introducen una interrupción desarmoniosa, enfática y sin sentido. ¿Es mala entonces Elefante blanco? No, aunque sí fallida en sus propósitos finales. Es sin embargo polémica y apasionante en muchos de sus tramos, y merece ser pensada y apreciada con paciencia y cuidado. No se puede decir lo mismo de la gran mayoría del cine mundial.
Potencia Después de Leonera y Carancho, Elefante blanco. No, no es una trilogía sobre animales. Pero sí son las tres últimas películas de Pablo Trapero, las tres desde que modificó, o rencauzó el rumbo de su cine, desde que comenzó a trabajar con estos tres guionistas: Santiago Mitre (director de El estudiante), Alejandro Fadel (director de Los salvajes) y Martín Mauregui. Y desde que, en lugar de apagarse luego de los relativos fracasos de público y crítica de Familia rodante y Nacido y criado, apostó más fuerte, con mayor intensidad, por un cine de potencia. No, ni Leonera ni Carancho son películas perfectas, y tampoco lo es Elefante blanco. Las fallas en esta nueva película son manifiestas: la demasiado “enmarcada” secuencia sobre el homenaje al padre Mugica, con su plano de acercamiento casi periodístico sobre la placa. Esa secuencia es tan artificial que hasta parece no tanto pasarles a los personajes sino imprimirse –como trazo demasiado ostensible– del narrador. Y también es un problema la introducción meramente “guionística” e instrumental (sin peso ni raigambre en la narración más allá de disparar conflictos) del dinero que no aparece para continuar la obra. Y sí, también hay algún exceso de planos de “la relación de amor”. Y hasta acá las objeciones que tengo, porque Elefante blanco es una película que por su potencia, por su desembozada ambición cinematográfica, por sus grandes logros en términos de imágenes, sonidos y movimientos de cámara, por su inmersión conflictiva en el mundo de las villas y por otros motivos, es una de las películas argentinas más relevantes de este año. Elefante blanco, ya desde el título, no refiere a los personajes sino a un lugar, a un edificio elefantiásico a medio construir, abandonado por el progreso pero no por la gente que lo rodea y que lo ocupa, lo transita para vivir y también para morir (o matar). No hay un protagonista excluyente, y hasta podría decirse que la película está más focalizada en los personajes de Nicolás (Jérémie Renier) y Luciana (Martina Gusmán) que en el de Julián (Ricardo Darín). Y Jérémie Renier, el actor belga de varias películas de los Dardenne, se integra con naturalidad, con fluidez, al igual que el cura que interpreta Walter Jakob, que de alguna manera marca con su presencia la película que podría haber sido Elefante blanco con otra escala de producción, con un protagonista así, menos estrella pero de innegable eficacia e integración con el paisaje. Las conversaciones en movimiento entre Renier y Jakob están entre los mejores momentos calmos, más cálidos de la película. Y Renier, en la secuencia del “pedido del cadáver” definitivamente logra, junto con un trabajo de cámara de un poderío innegable, la secuencia de mayor impacto de la película. Renier es quien entra en territorio ajeno, hostil, desconocido: buena parte del relato está orientado y sembrado según la lógica de la mirada de este personaje recién llegado a la villa (aunque ya conocedor de la pobreza): y sí, su personaje está ahí para que le sea explicada la lógica de la vida en la villa, un recurso narrativo como otros, que depende, como otros, de su uso: que fluya, que no sea intrusivo, que no esté cargado de didactismo vacío. Como también ocurría con Leonera y Carancho, la potencia del estilo (nada más lejos del minimalismo que estas películas animales de Trapero) convierte a Elefante blanco en una película abrumadora, que se impone con armas que incluyen planos secuencia de impecable realización, música colocada para sacudir, incluso para perturbar, situaciones límite, violencias varias. Elefante blanco, trágica aunque no terminal, exhibe, destapa varias negaciones de uso cotidiano: la pobreza y la marginalidad están ahí nomás, las villas crecen, la lucha de quienes ayudan (en el caso de la película, curas y trabajadores sociales) agobian, agotan y hasta pueden matar al luchador. ¿Qué la vida en las villas no es exactamente así como la describe Trapero? Eso que escuché en varios comentarios en contra puede aplicarse a casi cualquier película y sinceramente lo veo más como un mecanismo de defensa frente a una película dolorosa –y, perdón por el lugar común, urgente– que como una objeción precisa. Trapero, el renacido cine de Trapero pos Nacido y criado, sigue ofreciendo relatos que apasionan, llegan, golpean. Y con unos cuantos recursos de innegable talento y coraje cinematográficos. No es poco, más bien es todo lo contrario.
Esto También es la Argentina. “Elefante Blanco”, seguramente será considerada una de las películas más interesantes del cine nacional de los últimos años. Ante todo es incómoda, no hay manera de salir del cine tranquilo, sino más bien angustiado por toda la temática que trata sus casi dos horas de metraje. Después de una carrera sostenida en el tiempo, y que va avanzando en riesgo y en apuesta, el director argentino Pablo Trapero –con el tándem de su mujer productora y actriz Martina Guzmán– obtuvo con “Leonera” y “Carancho” (también con Ricardo Darín de protagonista) el reconocimiento internacional, siendo ya un abonado a Cannes, donde por estos días está presentando su filme. “Elefante Blanco” es llamado el esqueleto del edificio abandonado en Lugano, que habría sido el hospital más grande de Latinoamérica, y gobierno a gobierno, fue abandonado y dejado a su suerte, mientras era ocupado por familias de bajos recursos que a su alrededor fueron creando un asentamiento, que hoy es una gran Villa. Es allí donde va a parar Nicolás, un cura extranjero (interpretado por Jeremie Renier, el actor fetiche de los filmes de los hermanos Dardenne, los directores belgas más famosos del cine-arte) que luego de sobrevivir a una masacre en el amazonas –donde la trama ya comienza su escalada de violencia– termina siendo rescatado por Julián (Darín) el cura que tiene a su cargo el Elefante, y la tarea de evangelizar la Villa y alejar a los chicos de la droga. Al igual que Nicolás, el espectador, llegará como un total extraño al lugar, y lo irá descubriendo en planos secuencias que Pablo Trapero, va utilizando mientras los estables del lugar (tanto Julián como Luciana, la asistente social en la piel de Martina Guzmán) dan un poco cuenta de cómo ese sitio terminó siendo lo que es al día de hoy. Puede haber en este intento, una pequeño dosis de tono pedagógico que pronto el relato, para bien de la cinta, abandona. ¿Pero qué existe en la Villa, aparte de familias trabajadoras que intentan salir adelante? Todo un mundo de violencia, donde bandas de narcotráfico se enfrentan día a día. El filme, en este aspecto es muy crudo –más de lo que ya era “Carancho” como cuando con un fierro el abogado partía la pierna de una “víctima” – y generará un rechazo en el espectador muy fuerte. No es fácil ver, todo lo que Trapero tiene para mostrar. Eso también es la Argentina, pero posiblemente sea la primera vez desde la ficción, que se haya filmado de esa manera. Trapero contó, no sólo con la ayuda de los lugareños, si no también, de la policía, para las escenas híper-realistas de los enfrentamientos de los villeros con la ley de afuera, ya que allí adentro, corren otras leyes como bien se verá. Posiblemente sean demasiadas las subtramas que el filme plantea y tira en la cara del espectador, como la sangre que se derrama; desde el recuerdo al Padre Mujica, hasta las implicancias sociales y políticas, pasando por historias de amor prohibido, enfermedades y destinos inciertos. También resulta una película muy extraña desde el lado político, ya que así como Trapero se mete con la jerarquía eclesiástica, mostrando la diferencia de estar en la cúpula que en el barro del día a día, se nombra a los punteros políticos al pasar, pero nunca se lo muestra, ni se señala cómo actúan. En ello “Elefante Blanco” es un filme que denuncia –y bien fuerte que lo hace– pero no se mete con el poder concreto que no hace demasiado para modificar algo de lo que allí, como en tantos otros lugares, ocurre. (será este un “aporte” de los guionistas de “El Estudiante”, que son co-responsables del guión de “Elefante Blanco”?) Con estas luces y sombras, el nuevo filme de Trapero, un director al que el responsable del Festival de Cannes, Thierry Frémaux, ha pregonado por sobre todo el cine argentino, ha logrado su filme más crudo, directo, y complejo. No es poco. Unite al grupo Leedor de Facebook y compartí noticias, convocatorias y actividades: http://www.facebook.com/groups/25383535162/ Seguinos en twitter: @sitioLeedor Publicado en Leedor el 18-05-2012
El director de Pablo Trapero (40 años), podríamos decir que forma parte del nuevo cine argentino. Comenzó su carrera con la realización de algunos cortos, y su primer largometraje fue “Mundo Grúa, 1998”, que lo llevo a obtener el primer galardón al mejor director en la primera edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires en el año 1999. Sus películas son de corte realista, y realiza una pintura de distintos personajes que desarrollan actividades cotidianas. Destaca las injusticias que se cometen dentro de un contexto socio-económico perteneciente a la sociedad en la que viven sus protagonistas. El título de este film hace referencia al gigantesco hospital que estaba lindante con la villa 15 en Lugano, que quedó inconcluso durante la gestión del senador socialista Alfredo Palacios, como asi también durante las dos primeras presidencias de Juan Domingo Perón. Se suponía que iba a ser el más grande de Latinoamérica y termino siendo una construcción abandonada y un asentamiento de emergencia. Narra el compromiso asumido por dos sacerdotes católicos :Julián (Darín) y Nicolás (el actor belga Jérémie Renier) para ayudar a un grupo de personas que viven en la villa, en medio de la pobreza, la incertidumbre y la inseguridad, donde crece día a día la violencia de las bandas de narcotraficantes y un medio en el que todos quedan expuestos. Es una historia atrapante y profunda, su montaje es bastante realista, la mayoría de los personajes son habitantes de la villa, y aquí ambos sacerdotes además de una asistente social Luciana (Gusmán) luchan con las necesidades básicas de las personas y se enfrentan a todos los conflictos que les aporta el lugar. También ellos llegan a cuestionarse si su prédica los puede ayudar, lo intentan a través de la política, y en medio de la urbanización y de la construcción surgen las negaciones y los conflictos de intereses entre los delincuentes, políticos y la propia Iglesia. Pero también por otro lado se puede observar al sacerdote Julián, que debe decidir entre la lealtad con su amigo y colega, quien le salvó la vida , y la atracción que tiene con la asistente social atea Luciana (Martina), de esta manera tiene una crisis de fe, como también lo vimos en los films: “Camila”( 1984), “Los fantasmas de Goya( 2006), y “El crimen del padre Amaro” (2002), donde una vez más se cuestiona el celibato. Tal vez uno de los problemas que se observan es que algunas problemáticas quedan inconclusas y sin resolución. La película, con un presupuesto de 3,5 millones de euros fue rodada en diferentes localizaciones, como la barriada "Ciudad Oculta" en Buenos Aires-Argentina y la selva amazónica de Perú durante los meses de Noviembre, Diciembre y Enero, y cuenta con la participación de TVE. En parte este film es un homenaje al Padre Carlos Múgica (7-10-1930 al 11-5-1974), argentino, vinculado al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y a las luchas populares de la Argentina de las décadas de 1960 y 1970, y la mayor parte de su labor comunitaria fue en la Villa de Retiro.
LAS COSAS QUE NO SE TOCAN La nueva película de Pablo Trapero es un paso más en su carrera, que por su potencia emocional y su destreza visual, ya entró en la historia grande del cine argentino. Alguna vez alguien sostuvo que no valía la pena escribir en contra de las películas, que sólo tenían valor los textos a favor. Esta teoría, con la que no suscribo, tiene igualmente un punto a favor irrefutable: las buenas películas nos explican todo aquello que las malas películas hacen mal. Y si a veces el crítico no logra poner en palabras lo que realmente no le gusta en una película mala, la aparición de una buena responde a todo aquello que no podía plasmarse en un texto. Elefante blanco es el séptimo largometraje de Pablo Trapero quien con una pequeña pero a la vez enorme carrera, ha ido pisando con firmeza y dejando huellas definitivas dentro de la historia del cine contemporáneo. Nicolás (Jérémie Renier) ha sobrevivido a la masacre de una tribu a manos de narcotraficantes en el Amazonas y Julián (Ricardo Darín), enfermo, viaja para rescatarlo De regreso, los dos sacerdotes católicos, viejos amigos, unen sus fuerzas para ayudar a la gente de la Villa Virgen, en Buenos Aires. Con ellos está Luciana (Martina Guzmán), una asistente social que trabaja también en pos de mejorar la vida de los habitantes de la villa. Esa es la base de la historia. Está claro que a partir de esto Trapero va a trazar un mapa de la complejidad de ese mundo, de su violencia, su peligrosidad, pero también de sus deseos de salir adelante. El tema no es fácil, y la mirada que la mayoría de los espectadores tienen de ese universo es, por razones obvias, sesgada o incompleta. La misión de Trapero es entonces meternos en ese mundo, es él nuestro guía por ese espacio, como en su momento fue nuestro guía en el mundo obrero de Mundo grúa, en el de la policía bonaerense en El bonaerense, en el de las cárceles de mujeres en Leonera y en el universo de abogados y hospitales en Carancho. Para Trapero algunas características son constantes. Su estilo con herencia neorralista, su posible asociación con el cine social latinoamericano, su cámara potente y su fuerza dramática están aquí intactas. Su retrato de la violencia sigue siendo igual de fuerte pero esta vez es más sobrio, más pudoroso, estalla con la misma fuerza, pero sin regodeo alguno. Sus personajes solitarios encuentran una razón de ser una vez más y se integran. Uno imagina a los tres protagonistas como seres solitarios, pero unidos y al servicio de la villa ya no lo son. La protagonista de Leonera no estaba sola porque tenía un hijo y terminan juntos la película, algo parecido ocurre acá, con esa gente que ellos ayudan y que, en definitiva, los reconoce. Y en esa gente, y en las locaciones, Trapero halla la herramienta más valiosa de su estilo: la autenticidad. Al director no le importa tanto el realismo como la autenticidad. Su fuerza dramática consiste justamente en dotar a sus películas de verdad. Esa verdad se la da no sólo su oficio, sino la presencia de verdaderos habitantes de las villas, personajes que ningún actor podría reconstruir y si lo hiciera no sería tan auténtico para la historia que Trapero aquí cuenta. Filmada en varias villas, aunque la trama transcurre solo en una, el resultado que obtiene Elefante blanco es contundente. Finalmente la película gana por su complejidad. No tanto por sus personajes, sino por generar aristas que vuelven más sofisticado el mundo que el film muestra. No hay un espacio sencillo donde el espectador pueda acomodarse en una posición tranquila y segura. Las reglas y las situaciones cambian para nosotros como para los protagonistas y la lucha cotidiana está llena de contradicciones y de conflictos sin buenos ni malos. O con buenos y malos pero no siempre los mismos personajes. Hacerse cargo de esa complejidad no le asegura a Trapero mayor popularidad, al contrario, pero sí le otorga una grandeza digna de los mejores cineastas. También hay que decir que, por lejos, esta es la más emocionante y entretenida de las películas de Pablo Trapero. Su séptimo opus es un paso más allá para alguien que nos ha permitido conocer nuevos mundos y, sobre todo, entenderlos. Elefante blanco nos muestra todo aquello que la denuncia demagógica de la televisión o la prensa amarillista nos niega. Y también se hace cargo de una pobreza y una marginación que hace años forman parte de nuestra ciudad y de la que nadie parece ser responsable.
Misa, birra, faso En los años ’60, después de haber ganado premios y prestigio en Europa, Leopoldo Torre Nilsson emprendió algunas co-producciones en las que confluían actores extranjeros reconocidos junto a otros argentinos (con los consiguientes problemas de pronunciación y doblaje) en historias con una visión ligeramente crítica sobre dificultades sociales y políticas repetidas en Latinoamérica. En un par de ellas había religiosos en conflicto con su fe o con sectores de poder: Homenaje a la hora de la siesta (1962) y Los traidores de San Angel (1966). A juzgar por algunas características de Elefante blanco, Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.) parece estar transitando un camino similar. Aceptar las reglas del juego impuestas por productores y dineros ajenos sin renunciar a las propias inquietudes, sigue siendo el dilema. Si se compara el último largometraje de Trapero con su ópera prima Mundo grúa (1999), hay puntos en común y también diferencias. En ambas –como en otras de sus películas– se observa un evidente interés por problemáticas sociales y por quienes sufren algún tipo de injusticia en los márgenes de los centros urbanos, con cierta curiosidad o admiración por quienes conviven en el seno de instituciones como la Policía, la Iglesia o la familia. Pero si Mundo grúa era modesta y sin golpes de efecto, ya en Carancho y Elefante blanco hay un acercamiento al thriller, con violencia, tiroteos y persecuciones, más cierto grado de espectacularidad en cuanto a despliegue de extras y medios escenográficos, algo no necesariamente negativo pero que, en cierta manera, refleja la pérdida de sinceridad y espontaneidad de sus comienzos. Elefante blanco parece fundir el estilo urgente, visceral de Pizza, birra, faso (1998, Adrián Caetano/Bruno Stagnaro) con el tema de De dioses y hombres (2010, Xavier Beauvois): un pequeño grupo de sacerdotes empeñados en ayudar a quienes viven en una villa de emergencia en Buenos Aires poniendo en riesgo su vida y discutiendo, más de una vez, cuáles son los métodos más adecuados para hacerlo, a quiénes recurrir para pedir ayuda, hasta dónde sacrificarse sin esperar resultados inmediatos. De la película se desprenden dos consideraciones concretas: 1) hay un temible grado de violencia marginal en la actualidad, en nuestro país, que incluye pugnas entre narcotraficantes; 2) hay personas dispuestas a dar batalla (e incluso su vida) para paliar estos problemas. Ambas cosas están claras, el resto no tanto. Por ejemplo la opinión de los guionistas (Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre) sobre los roles y la función de la Jerarquía Eclesiástica, de los agentes policiales (que abruptamente aparecen a hacer requisas a sangre y fuego) y de los políticos que andan por ahí como de visita. O los matices entre la labor del padre Carlos Mugica (1930/1974) y la de estos curas villeros, que a diferencia de aquél, no militan en política ni hablan del Evangelio con la misma convicción. En un diálogo entre el padre Julián (Ricardo Darín) y el padre Nicolás (Jérémie Renier, el actor belga de El niño, Las horas del verano y otras), uno le informa al otro –y a los espectadores– que el complejo edilicio semiabandonado (al que alude el título) fue una iniciativa del socialista Alfredo Palacios retomada por Perón, pero nada se agrega sobre la desidia de gobiernos posteriores. Por otra parte, si los conflictos de ambos sacerdotes se ciñen demasiado a cuestiones terrenales (la enfermedad de uno de ellos, la posible sucesión en el cargo) y se los ve celebrar Misa como cumpliendo un trámite, esto puede ser consecuencia de su desempeño en un ámbito convulsionado pero también desvíos del guión en busca de conflictos más atractivos para el espectador. Como director Trapero sigue siendo hábil, y aquí lo demuestran algunos notables planos secuencia, como uno en el que Nicolás/Renier se interna en los pasillos de la villa en busca del cuerpo de un joven asesinado por narcotraficantes para después acarrearlo trágicamente en una carretilla (escena que recuerda a una similar de Cuarteles de invierno, de Lautaro Murúa). Hay encuadres precisos, una oportuna luz en tonos ocres (de Guillermo Nieto) y un buen plano final para cerrar situaciones previas que se suceden de manera precipitada. En contraposición, suena a concesión el condimento femenino (con amorío incluido), resultan flojas algunas actuaciones secundarias (como la de Tito Ramos como el obispo), la secuencia inicial en la selva amazónica asoma como un prólogo exótico fuera de contexto, y no se consigue una identificación muy fuerte de los espectadores con el padre Julián de Ricardo Darín, no sólo porque el actor no era el ideal para este personaje, sino porque el personaje está poco desarrollado, casi sin momentos de intimidad en los que exprese sus temores y sentimientos. Permanece, asimismo (como en El bonaerense, Leonera o la misma Carancho), la discutible postura de instalar en un ambiente corrupto o violento a alguien que no es de ese medio. De todos modos, si lo que Trapero procura es, como declaró recientemente en un reportaje, que su cine sea un medio para “generar espacios de debate y movilizar cosas”, puede decirse que con Elefante blanco volvió a conseguirlo.
"LA MIRADA DESVIADA DE LOS INÚTILES QUE NOS GOBIERNAN" El Elefante Blanco es un edificio ubicado en la Villa 15 del barrio de Villa Lugano en la Ciudad de Buenos Aires, y se trata de una estructura semi-abandonada cuyo destino era ser el hospital más grande de Latinoamérica. Ese proyecto, que data de 1937, jamás vio la luz. En el filme se presenta la amistad entre dos curas: un argentino, Julián (Ricardo Darín) y otro belga, Nicolás (Jérémie Rénier). Julián trabaja en las villas y sigue la línea del Padre Mugica, asesinado en 1974, y a quien la película está dedicada. Su denodado trabajo lo muestra fatigado, aunque se sugiere desde la escena 1 que sufre algún tipo de enfermedad. Tal vez por eso viaja a una comunidad indígena de Perú a rescatar a Nicolás de una violenta represión, a quien lleva con él a Buenos Aires a trabajar en Ciudad Oculta, donde está ubicado el edificio que da título al filme. Allí luchan palmo a palmo con una asistente social (Martina Gusmán), para desterrar la corrupción de la zona e intentar construir un predio que provea de vida mínimamente digna a sus habitantes. Los conflictos gremiales, los problemas con bandas de narcos y con la policía, además del uso de la fe en Dios y la religión para llevar una vida mejor, conviven desordenadamente en este espacio olvidado. Es una película muy impactante desde lo visual, con larguísimos planos secuencia que siguen a sus personajes entre las angostísimas y oscuras calles de la villa, en donde los tiros, las corridas y la muerte parecen componentes de una inexorable e inhumana cotidianeidad. Pablo Trapero logra emocionar y nos mete de lleno en ese submundo con la crudeza de las imágenes de la villa, con el tipo de vida que se lleva, y con la lucha incansable (y casi en vano) de un cura que parece estar solo, ante tanta indiferencia de los que realmente deberían hacerse cargo. El terceto protagonista logra conmover con el compromiso de sus personajes respecto de la lucha que llevan a cabo todos los días; tanto Darín, como Renier y Gusmán asumen esa responsabilidad y la dejan trascender, ya que se percibe tanto en las escenas minimalistas de desconsolados llantos y miradas tristes, como aquéllas en las que son uno más en esa masa de gente villera que lucha contra la policía. El director logra una imagen verdadera, documentalista, de carne y hueso golpeado con garrotes y balas. Este "Elefante..." es el Opus 7 de Trapero, quien con una corta pero contundente carrera, implantó un marcadísimo estilo personal, insertándonos desde 1999 en mini-universos tan disímiles como el obrero (“Mundo grúa”), el de la policía (“El bonaerense”), el de las cárceles (“Leonera”) o el de los hospitales (“Carancho”), pisando firme y dejando profundísimas huellas en el cine argentino contemporáneo. Con gobiernos que miran para otro lado o falsifican una realidad para ganar elecciones que los eternicen en el poder, un país como el nuestro merece más dedicación y menos hipocresía, dada la desatención proveída a éste y otros tantos lugares de Argentina. La intensidad del clímax le clava al espectador una daga que produce perplejidad, desconcierto, amargura… Un sacudón de difícil recuperación al momento de abandonar la sala. Un momento en el que uno se pregunta: ¿a dónde están mirando los inútiles que nos gobiernan? Aunque peor aún es preguntarse a dónde diablos estamos mirando nosotros, los que los elegimos…
Pablo Trapero continúa aquí presentando historias basadas en problemáticas sociales y, con la elegancia fotográfica que lo caracteriza, con una calidad escénica maravillosa y con un realismo que por momentos hace olvidar que estamos viendo una ficción, vuelve a demostrar que es uno de los más talentosos, interesantes y arriesgados directores argentinos de la actualidad.
Violenta crisis de fe En “Elefante blanco” Pablo Trapero consigue un relato dinámico sobre curas villeros que intentan sostener su misión ante los flagelos de la droga y la corrupción. Hay un distingo en la mirada de Pablo Trapero sobre los fenómenos que aborda en sus ficciones que inevitablemente lo sitúan en un lugar de medianía, como si la opción de hierro de sus guiones (construidos alrededor de lo que se conoce como “turning point” o conflicto central) no le dejara lugar a la reflexión, al menos en algún sentido, porque es claro que esa opción no se conjuga demasiado con su estilo cinematográfico. Buena parte de las películas de Trapero, pero fundamentalmente sus tres últimas, exponen espacios de marginalidad y sometimiento, de violencia y corrupción, seres humanos apretados por la pinza que supone el abandono de las mínimas obligaciones por parte del poder político que, salvo excepciones, contribuye a sostener un estado de cosas donde estén asegurados los privilegios de clase. Así fue en Leonera (…), donde se evidenciaban la crueldad y el hacinamiento reinantes en las cárceles; en Carancho, en la que se desnudaba un entramado siniestro para victimizar gente del modo que fuese y cobrar fuertes sumas por seguros, y lo es ahora en Elefante blanco, el nuevo opus de Trapero, en el que teje una historia donde se fusionan las misiones de los sacerdotes y la militancia social en las villas (en este caso porteñas) con cierta crisis de fe en una suerte de revival del trabajo de los curas villeros en los 60 y 70, aggiornada por los flagelos más contemporáneos con la inserción de las drogas y los narcotraficantes en esos espacios. Luego de Mundo grúa y con un oficio adquirido y en expansión, Trapero comenzó a pensar sus films del lado del cine-espectáculo (mucho más marcado en las tres últimas mencionadas, para las que se nutrió de tres guionistas además de él mismo) y en hacer de la voluntad de sus personajes, el motor de sus relatos, por lo que no faltarán enfrentamientos entre partes opuestas con sus consecuencias violentas, una historia de amor, y finales que, aun cobrándose víctimas inocentes, suelen tener un sesgo de remedo, como si las injusticias puestas en evidencia fueran algo con lo que se debiera convivir porque son parte del estado de cosas de este mundo. Según lo ha dicho, Trapero considera que el (su) cine debe actuar como un disparador de conciencia porque muchas veces releva las problemáticas humanas y sociales de una manera efectiva para el espectador; huelga decir que para que eso sea cierto, la propuesta fílmica debe contar con algo más que una sucesión de secuencias donde el motor está puesto en la intriga, en la acción o en el costado sentimental –fijados como disparadores para hacer avanzar la historia hacia delante–, ya que de ese modo se anula prácticamente cualquier espacio de reflexión sobre esas mismas escenas. Por esto mismo, el cine de Trapero –a años luz de aquél inaugural Mundo grúa– es un cine de puesta espectacular, dirigido a poner el énfasis en la exposición de hechos y en la disputa de poder, cualquiera sea el que esté en discusión. Elefante blanco se llama a un antiguo edificio cuya estructura original data de los años 30, construido a instancias de un proyecto del socialista Alfredo Palacios para que allí funcionara el hospital más grande de Latinoamérica; se encuentra cerca de la llamada Ciudad Oculta y tras sucesivos intentos de diferentes gobiernos de terminar el edificio, yace hoy allí como un paquidermo dormido, ocupados varios de sus pisos y puestos a hacer las veces de viviendas precarias, y con una enorme terraza donde los jóvenes queman sus cerebros con el paco. Ése es el elefante del título, pero el ámbito de la historia enlaza otras dos villas –la 31 de Retiro y la Rodrigo Bueno– conformando una gran “favela” horizontal atravesada por riesgosos pasillos. En ese escenario el padre Julián (efectivo Ricardo Darín aunque sin correrse de su registro habitual para componer personajes siempre al borde una delgada línea ética) intenta llevar adelante su profesión de fe para que la opción cristiana se corresponda efectivamente con la ayuda a los más necesitados, en una puja permanente con la jerarquía eclesiástica, para la que lo más importante de las misiones en los barrios carenciados sigue siendo sumar fieles a la grey. Confrontación que, como se podrá intuir, incluye también a los poderes políticos de turno (difuminados, sin precisa identificación) que conforman una alianza estratégica con el obispado para no cumplir con lo prometido. Una asistente social (Martina Gusmán, mujer de Trapero y fetiche a partir de Leonera) y un cura francés que viene de sufrir una experiencia extrema siendo el único sobreviviente de una matanza en una aldea aborigen del Amazonas, por lo que dice sentir una culpa que lo “ahoga”, son quienes acompañan al padre Julián (hay también otros curas ocupando un lugar no tan relevante en la trama) intentando sostener el delicado equilibrio que existe en esa gran barriada permeada por necesidades básicas insatisfechas y por la violencia incontenible de bandas de narcos enfrentadas. Elefante blanco está dedicada al padre Carlos Mugica, el cura villero acribillado por los parapoliciales de las Tres A durante el gobierno de Isabel Perón, y no faltan alusiones visuales en el film acerca del valor transformado en símbolo de la tarea de aquél cura y del que el padre Julián repite una frase que engloba el verdadero carácter de la misión de un sacerdote ante los necesitados: “Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos”, frase que encarnará en los sacerdotes y los enfrentará en sus diferentes disposiciones para actuar ante el entramado de complicidades para que todo siga igual. Los conflictos internos y externos –los narcos, la Policía represora, los pibes destruidos por la droga– los llevará a una fatal encrucijada y a sus –en este caso forzadas– fatales consecuencias. Concebido con ritmo, con una puesta dinámica, creativamente fotografiado, con el exquisito Michael Nyman –todo un lujo contar con quien hizo la música para los films de Peter Greenaway– en la banda sonora y eficaz en su tratamiento como gran producción, Elefante blanco cumple con el cometido de las habituales aspiraciones de su realizador: un relato con tema comprometido que necesariamente se enviste de drama de acción e intriga.
Una de las pocas opciones interesantes y creíbles de producción nacional Pablo Trapero nos brinda aquí una historia real, cargada de marginalidad y de violencia. Pocas veces el cine argentino logra hacer creíble una historia de villeros marginales que viven sobre el límite. Esta es la historia de Gerónimo, un hombre de 45 años, devastado por un suceso trágico. Julián íntimo amigo de él, viaja para rescatarlo y le ofrece integrarse en su proyecto en una villa de emergencia. Ambos son sacerdotes de la Iglesia Católica que decidieron dedicar su vida a los más pobres: Julián en la Argentina y Gerónimo en los países del Tercer Mundo. A partir del encuentro, ambos se dedicaran a trabajar en la Villa Virgen, un enorme asentamiento en el conurbano bonaerense. Gerónimo comenzará a replantearse si la Iglesia es el mejor lugar para ayudar, mientras Julián buscará mejoras a través de la política. En la vida de estos dos hombres aparecerá una abogada atea, dos formas de defender las convicciones, la construcción de un hospital público y un intento de asesinato. Villa es, claro, un relato sobre la amistad y la fé. Con dosis de violencia y excelente fotografía la historia se desarrolla en un edificio que iba a ser un complejo habitacional y terminó a la buena de Dios, por eso le dicen lo denominan como un “elefante blanco”. Allí hay una villa de emergencia y se debate esta historia real que no es ficción, ocurre y seguirá ocurriendo mientras no se ponga coto a la desocupación y al narcotráfico. Ricardo Darín está correcto cubriendo a Julián, que emula una especie de padre Mujica. De hecho, la producción está dedicada a Mujica, quien se ocupaba de hacer justicia social en las villas y entre los necesitados. Teniendo en cuenta que cuesta encontrar películas argentinas interesantes y creíbles, “Elefante blanco” es una de las mejores opciones para ver en estos tiempos que nadie regala una entrada al cine.
Resulta cuando menos simpático que el formidable inicio de Elefante Blanco le abra paso a la secuencia de créditos acompañado por las contundentes estrofas de "(lo que más me gusta son) Las Cosas que no se Tocan", de Intoxicados. Más si tenemos en cuenta que un curita francés hace caso omiso al gospel urbano de Pity Álvarez y le dedica unos mimos criminales al personaje interpretado por Martina Gusmán. Elefante Blanco nos resultó una película divina, filmada como los dioses. En definitiva, un film a tono con su historia, que es la de un cura villero con background de Barrio Norte que intenta llevar adelante su labor caritativa junto a un pequeño puñado de acompañantes a la causa, algunos de ellos verdaderamente puros, otros definitivamente turbios. La causa involucra trabajo de base (comedor, primeros auxilios y primera comunión) en las villas miseria que crecen como hongos a un par de cuadras de donde se celebra el BAFweek, a través de los pasillos destrozados de un hormiguero de cemento que se soñó hospital y terminó hospedando -sin estrellas- a miles de estrellados. Allí manda el Padre Julián (el Dios Darín), majestuoso cura villero quien por motivos que no viene a cuento relatar aquí incorpora a Nicolás (Jérémie Renier), un misionero belga que transcurrió las de Caín en la espesura peruana y que parece mantener con Darín una amistad lo suficientemente profunda como para acompañarlo en el yugo diario que supone el hecho de tomar lista en un curso de albañilería en el que el 80% de tus alumnos se perdió la oportunidad de aprender cómo levantar un muro de ladrillos por que dejó las neuronas en una virulana repleta de paco. En este panorama tan desolador como estimulante (para cualquier cristiano practicante), Nicolás empieza a ganarse la localía a través de acciones temerarias, que incluyen corridas y guapeos MUY bien dirigidos y fotografiados. También empieza a ganarse la sonrisa kolynos de Luciana (Martina Gusmán), una asistente social que hace censos y también parece mantener estrecha relación con el resto de los soldados de cristo que circundan la realidad del Elefante Blanco ("sos tan rico que te das el lujo de ser pobre", le tira Gusmán a Nico, aunque quizás se estaba refiriendo a lo rico que está el belga con su camperita adidas tumbera). Mientras Nico/Gerónimo(*) crece y copa la parada, a Julián lo apuran con una canonización que parece imposible e incluso contraproducente teniendo en cuenta la olla a presión en la que se encuentra el día a día de la villa (albañiles que no cobran su sueldo, sicarios motorizados que mandan a matar a los de la otra punta del mapa interno, la lluvia que todo lo ensucia y lo embarra) y en aquéllos momentos de distracción ajenos a lo urgente la película parece apurarse (extraño y llamativo... teniendo en cuenta que el guión es un esfuerzo conjunto entre Trapero y los Golden Boys del momento: Fadel, Mitre y Máuregui) y los últimos 15 minutos resultan un desmadre que de tan bien filmado y fotografiado nos bombardea el cerebro y nos hace olvidar (al menos a quien escribe) que está un poco forzado, como más de una línea previa de diálogo, otra vez dejada de lado por la estupenda factura técnica de esta pieza cinematográfica de alta escuela. Enarbolar las cualidades técnicas de un film (cuando algunas de las otras cuestiones del mismo no te cierran) es el último recurso del crítico paja que no se juega del todo. Lo sabemos. Al punto de sostener -y concluír el presente artículo diciendo- que Elefante Blanco es una bestialidad cinematográfica que contiene los mejores planos secuencia de la historia del cine argentino y que le pega en el palo a la épica definitiva por que algunos personajes necesitan explicar qué están haciendo allí a través de frases que nos resultaron forzadas, y por que la sombra luminosa de Carlos Mugica sobrevuela la historia sin la definición suficiente como para superar la dedicatoria y escalar a la posición del homenaje. (*): En la película que pude ver en el cine, el personaje que interpreta Jérémie Renier se llama claramente Nicolás, pero en IMDB y en Filmaffinity le pusieron GERóNIMO. Andá a saber que pasó.
El esqueleto de un dinosaurio doliente La película se sitúa en el adentro de la villa, dando marco a una historia de lucha que es paréntesis entre lo hecho y el devenir. El reconocimiento al sacerdote Carlos Mugica no desde la estampita, sino desde la acción cotidiana. Entre lo mucho que el último film de Pablo Trapero ha provocado, aparece una dimensión que, si bien no exclusiva de esta película y relacionable al cine todo, aparece aquí de manera relevante. Esto es: el diálogo o el nexo -o límite difuso- entre ética y estética. En otras palabras, ¿cómo adentrarse fílmicamente en lo que se entiende como ?realidad? O también y mejor, ¿qué realidad es la que se construye desde la recreación cinematográfica? Entre uno y otro ámbito toda película se concibe. Quizás sea éste un tema más patente cuando se trata de dar cuenta de una realidad social que existe de manera cierta, evidente, acerca de la cual lo mucho que se dice -o escucha- aparece teñido, sobre todo, por una discursividad mediática superficial. Es decir, ¿de qué manera plantear una película sobre la "realidad" de la villa? ¿Cómo retratar este ámbito desde el cine? Más aún cuando -situación ésta explicitada en entrevistas por el propio realizador- la procedencia social de quienes filman es ajena al ámbito elegido. Lo que se extiende, claro, de cara al espectador, ya que, a diferencia de un ayer no demasiado lejano, el precio de entrada para Elefante blanco o cualquier otra película se ha vuelto económicamente prohibitivo. Todo esto como un preámbulo que la película de Pablo Trapero decide felizmente enfrentar. Y desde un primer aspecto que resulta fundamental. En Elefante blanco la cámara está emplazada dentro de la Villa 31. Para lograr esta situación, esta elección narrativa que es, por ello, esencia del film, existen a su vez maneras de instalar o acompañar al espectador hacia este adentro. En tal sentido, los personajes encarnados por Ricardo Darín, Jérémie Renier y Martina Guzmán, ofician de manera imbricada, sea entre ellos, sea con el mismo espectador. Por un lado, el rostro conocido de Darín, simpatía a la que el espectador adhiere y que permite la vivencia del conflicto: eso sí, su primer aparecer, que es a su vez imagen primera de Elefante blanco, remite a un primer plano invertido, índice extraño para, justamente, la complicidad aludida. Por otro lado, los lazos establecidos entre estos personajes, repartidos entre los sacerdotes (Darín y Renier) y la asistente social (Guzmán). Ellos, amigos de tiempo atrás. Uno en Buenos Aires, otro en el Amazonas. Una misma situación de miseria aúna conflictos que se reparten, así, en un mismo continente. Un mismo retrato de miseria que conoce aristas distintas pero desde un mismo escenario, kilómetros más, kilómetros menos. La figura de Martina Guzmán, en tanto, oficia como vector entre ambos. Figura femenina que sirve de péndulo entre fe y razón, entre sexo y beatitud. Mujer se presume solitaria, plena de vida en su tarea, en sus enojos, en su afecto. Ella es quien vuelve de carne cierta a estos hombres, si no respecto de ellos mismos, sobre todo para recuerdo del espectador. Es decir, no se trata de una película de ceremonias religiosas donde lo que dicta es la costumbre del ritual, sino de personas en medio de un conflicto que han decidido asumir internamente, para el que viven y sufren, pelean y mueren. Allí la carne, allí el sexo, allí la vida, allí el amor, allí los odios. El gran edificio que los aúna, como promesa incumplida por décadas y en forma de osamenta de dinosaurio, es el "Elefante blanco". Entre sus escombros y paredes al viento se reparten las esperanzas y el fraude, las drogas, la fe, la solidaridad, el socialismo, el peronismo, las dictaduras, los escombros, la democracia. Entre estas piedras la película de Trapero se asume como tal, mientras construye un peldaño más -entre los muchos que esta Babel raída contiene- hacia la figura de Carlos Mugica. No se trata aquí de retratar a curas de estampitas, con santos de pies besados, sino de rememorar de modo activo la tarea del sacerdote tercermundista, al inscribir a sus personajes desde este ejercicio vivo de la memoria. Sin necesidad de recurrir al decir -porque las palabras son sólo un elemento más del cine, y las peores cuando se trata de dar moralejas-, sino de contar, de narrar, Elefante blanco expone un retrato social que es sismo violento de solidaridad, de reclamo social, de la necesidad de ánimos volcados hacia la organización de una voluntad común. En algún momento, habrá el film de sumirse en su momento cúlmine, con un destino particular para cada personaje. Entre lo que a cada uno de ellos pase, también es mucho más lo que pasa a quienes aparecen con sus rostros más o menos distinguibles que lo supuesto por la fotogenia de Darín. Son quienes circulan por la película de manera sagaz, sapiente, porque pisan un mismo suelo, la misma tierra embarrada de todos los días. La cámara de Trapero los filma todo el tiempo, los hace presentes. Y es por tal decisión como el realizador puede, una vez logrado este pisar compartido, dar cuenta de una realidad -cinematográfica, al fin y al cabo- que no requiere de declamaciones, brillos retóricos, o explicaciones moralistas. Sino sólo del buen oficio de contar una historia. Y de una manera tan lúcida como para no perder sensibilidad ni como para tampoco perderse en ningún regodeo estéticamente vacuo. Etica y estética, de eso se trata.
Ningún elefante de ningún color forma parte de las imágenes de este poderoso, avasallante, descarnado último film de Pablo Trapero. El paquidermo al que hace referencia el título es un enorme edificio enclavado en La villa 31, rebautizado así por sus ocupantes. Lo que sesenta años atrás iba a ser el hospital más grande y moderno de Latinoamérica –otro proyecto fagocitado por una urbe desconcertante-, se convierte aquí en el epicentro de una trama tan angustiante como imprescindible. Ambientada en una porción céntrica de esta ciudad desmesurada que ya hace tiempo tiene sus propias favelas nacionales, ex villas, el film focaliza también en las facetas humanas y entrañables que conviven entre la desolación y la brutalidad, tanto interna como externa (la policial y la discriminación de las clases privilegiadas). Elefante Blanco está protagonizada por un actor que jamás rueda una película sin un piso de calidad indispensable, Ricardo Darin, y eso se aprecia con creces en esta nueva obra del realizador de El bonaerense, un cineasta aún joven que desde Mundo grúa dejó sentadas las bases de un cine crudo, comprometido y sin sentimentalismos, pero humanista en su condición más esencial. Con Leonera quizás alcanzó su punto estético y narrativo más alto, pero ahora con Elefante Blanco extrema sus valores expresivos al máximo. La historia engloba a dos curas tercermundistas seguidores del Padre Mugica -claramente homenajeado en la película- y una asistente social trabajando sin descanso en un ámbito feroz y perturbador. Quizás en el meollo de la trama y más aún en el desenlace asome algún cabo suelto, pero aún así la última imagen es absolutamente clara y significativa y el director logra en general un film sin concesiones y con una verosimilitud cinematográfica por momentos conmocionante. El trío protagónico se complementa a la perfección, destacándose la emocionalidad y sensibilidad del belga Jérémie Renier, al lado de unas impecables y a la vez dosificadas caracterizaciones de Martina Gusman y Darín, todo enmarcado por las expansivas partituras del gran Michael Nyman.
La villa desde adentro El último film de Pablo Trapero es una conmocionante pintura social construida con los mejores recursos cinematográficos que se apoyan en la solidez de la imagen como punto de partida. “Elefante Blanco” aborda con calidad y sobre todo sin manipulaciones, la más salvaje de nuestras realidades sociales pero entendiendo al cine como espectáculo atrapante y movilizador. La película toma su nombre del edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la historia argentina, proyectado en 1937 por el diputado socialista Alfredo Palacios, ideado para ser el hospital más grande de América latina. La obra -ubicada en el límite de Ciudad Oculta- nunca llegó a terminarse y actualmente persiste como un esqueleto emblemático de un oscilante compromiso de los distintos gobiernos hacia los más desposeídos. En esa locación, adaptada por la producción, transcurren partes fundamentales de la película. El guion aborda la compleja realidad de las villas (hace una condensación de todas ellas) y se acerca desde la mirada de quienes se integran a esa realidad para mejorarla, como el caso de los llamados “curas villeros” que trabajan y misionan con sus habitantes, tratando de mantenerse independientes de los devenires políticos. En este sentido, aun siendo ficción, la película pretende dialogar con la realidad, haciendo referencia a la figura del padre Mugica y al edificio inconcluso mencionado, que son íconos reales, históricos. Aunque también se impone la actualización del actual contexto posglobalización, envilecido y mucho más violento que el que conoció Mugica. Tanto los protagonistas principales como los secundarios, conjugan profesionalismo y espontaneidad, aportando expresividad y lenguaje acorde, imprescindibles para construir realismo verosímil y crear un clima de naturalidad. La sentida mirada visceral La película se inclina por un relato más bien clásico, alejado de estéticas videocliperas, en el que se destaca el aprovechamiento de las locaciones mediante un virtuoso trabajo de cámara y fotografía que busca planos largos sin cortes, iluminados de distinta forma (hay varios memorables). La cámara casi siempre está a la altura de los hombros de los protagonistas, haciendo que el espectador observe las cosas igual que ellos. En un laberinto de chapas y callejones se filma con destreza técnica y sensibilidad, tanto una balacera en la noche o una protesta violenta, como una misa o una fiesta popular. En cada escena no sucede una sola cosa, sino varias. Algunas confluyen en la trama central, otras, no, pero todas ayudan a comprender cómo suceden las cosas por dentro. El montaje juega con los contrastes entre los ambientes claustrofóbicos como los pasillos laberínticos de la villa y los enormes espacios abiertos que preceden y cierran el film, que en todo momento acerca lo sagrado y lo profano, las distintas formas de violencia y del amor, con enorme humanidad. La banda sonora replica las paradojas de la coexistencia de una canción de Intoxicados o una cumbia de Damas Gratis, junto al virtuoso barroquismo místico de Michael Nyman, el músico de dimensión internacional que se integra sonoramente a las distintas tramas. “Elefante Blanco” empieza y termina de la misma manera: sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y la música, hay gemidos, rezos o llantos en vez de palabras. La mirada visceral es lo fundamental. La soberbia puesta en escena permite que el espectador sea un testigo, un habitante más de ese espacio. Trapero apela a la fuerza de las imágenes. Y, en ese sentido, cada uno de sus planos tiene una potencia, una convicción y una carga emotiva que arrasan con cualquier suma de palabras.
El sacrificio de la vocación "Elefante Blanco" de Pablo Trapero es una película buenísima, que interpela, que revuelve todo dentro del espectador, que nos hace reflexionar, es un muy buen producto cinematográfico basado en la vida cotidiana de los curas villeros que trabajan en nuestro país. La gran frase "Sueño con morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos" resume la lucha del Padre Julián, maravillosamente interpretado por Ricardo Darín. La idea es tan fuerte, tan inspiradora, que uno como argentino no puede no sentir tristeza por lo que sucede diariamente en nuestro país. La pobreza, la exclusión, la violencia, la drogadicción, la indiferencia, no son sensaciones... son lastimosas verdades de nuestra sociedad y es aquí donde Trapero hace su gran crítica... ¿hasta cuándo va a durar esto?. Otro reproche que se deja ver es hacia la institución de la Iglesia, un reproche encarnado en el personaje de Jeremie Renier, el padre Nicolás. En este punto creo que el director cae en el golpe casi sistemático del cine de pegarle al clero por el lado del celibato de los sacerdotes, algo que muchos no entienden y que discusión aparte, tiene su justificación que supuestamente es aceptada por los sacerdotes cuando emprenden su vocación. ¡Ojo! también ofrece muy claramente el verdadero mensaje de Amor del cristianismo, un amor que se hace carne en la piel del padre Julián que da su vida por los demás. Es un film fuerte, muy emotivo, que por momentos avergüenza al espectador y lo revuelve, cuestión que me parece absolutamente fabulosa como experiencia cinéfila. Para aquellos que están más cerca de la realidad social de los barrios carenciados de nuestro país, las escenas no impactarán tanto e inclusive podrán advertir ciertas exageraciones como mostrar que la villa "Ciudad Oculta", una de las más grandes de Buenos Aires, sólo es asistida por tres curas, una asistente social y un voluntario. Gracias a la buena voluntad de gente solidaria (sí, todavía quedan varios), la asistencia es mayor y más organizada. Es sólo un detalle, pero no quería dejarlo pasar. Una película para reflexionar, poner a flor de piel los sentimientos y disfrutar de buen cine hecho acá, en Argentina. La fotografía y la crudeza de ciertas escenas hace recordar a aquel par brasileño "Ciudad de Dios". Por último quiero resaltar una boludez pero que me encanta disfrutar siempre en el cine... Ricardo Darín, sos el mejor puteador de la historia del cine argentino.
Otra cruda radiografía de Trapero Con extrema crudeza Pablo Trapero se mete en una villa para trazar otra violenta radiografía sobre la marginalidad. Y lo hace teniendo como protagonistas a dos sacerdotes y una asistente social. El filme se abre con una secuencia oscura: un cura sobrevive a una matanza de los narcos en la selva del Amazonas. Y allí conocerá el miedo, la culpa y también el verdadero rostro de la violencia. Ya en Buenos, se incorporará a la parroquia de Ciudad Oculta, a cargo de un padre Julián que hace lo que puede ante una realidad que no sólo los supera, también le quita vida y esperanzas. La villa es otra selva: están los vecinos, los narcos, los adictos, los asistentes, los buchones, los vendedores, la policía. Y todos metidos en un barrial que mezcla reclamos, necesidades, desesperación, dolor, bronca, venganza. ¿Qué hacer y cómo? Con esta película valiente, difícil, pero también sangrienta y despareja, Trapero confirma que, en el cine nacional, nadie filma como él. No hay un detalle que no le sume vigor y certeza a esta reconstrucción realista y vertiginosa que vale como un homenaje al padre Mujica. Todas las actuaciones son perfectas, todas las caras son ciertas, todas las secuencias son creíbles. Pero Trapero no se conforma con el registro vívido y visceral de ese mundo. También explora y plantea sus dudas sobre el genuino poder de la solidaridad, el porqué de la violencia, la indiferencia de los que deciden, la cómoda mirada de las autoridades de la iglesia y de la clase política. Los dos curas y la asistente social pelean contra todos, con poca compañía y más dolores que logros. Y Trapero, como balance, apela a otro final demoledor (como en "Carancho") que no les dejará salida ni esperanza. Algún alarde, alguna excesiva crudeza al retratar la violencia, algún innecesario atajo argumental (el final de Julián), le restan rigor a este filme valioso, que emociona, pega y duele. La marginalidad -parece decirnos- es como ese edificio inacabado que le da título al filme: si los que deciden no se deciden, no terminará nunca.
No debe haber nada más difícil de retratar que la vida en una villa miseria. El problema es múltiple: se presta a la manipulación, a la demagogia, al regodeo en la miseria, al recorte interesado, a la sordidez a reglamento. En suma: al vil espectáculo para tranquilizar la conciencia de quien puede pagar treinta pesos la entrada al cine. Pablo Trapero, alguien que en cada película intenta ir al núcleo de la situación de base, lo ha comprendido y, por eso, “Elefante Blanco” no cae en ninguna de esas trampas. En lugar de seguir a un único protagonista como en “Mundo Grúa” o “Leonera”, opta por el relato coral. Aquí vemos la historia de un misionero que se ha salvado de una masacre en el Amazonas (el belga Jérémie Rénier, perfecto), de su mentor espiritual que lo lleva a trabajar a Ciudad Oculta, en Buenos Aires (Ricardo Darín), de una asistente social que trata de llevar adelante un proyecto habitacional para comenzar a erradicar la miseria (Martina Gusmán). Hay otros relatos que se cruzan y entretejen con la relación de estos tres personajes (el pibe víctima del paco que no logra salir; la guerra entre narcos dentro del lugar, la demagogia de la jerarquía eclesiástica y los políticos) que hacen de todo un gran laberinto moral que se refleja en ese laberinto físico cuyo eje vertical es ese enorme edificio abandonado. Trapero comprende que el universo de las villas es inasible y, con honestidad, se limita a contarlo lo mejor que puede. Y logra un film ambicioso, complejo, casi épico. Es decir, un acto de valor.
Antes de arrancar con la review en sí... ¡¡QUE VERGÜENZA DA IMDB CON INFO SOBRE PELIS EXTRANJERAS!! Ojo, no es culpa de la pagina en sí sino de los que suben la info pero posta, este es un estreno nacional fuerte, con un director y un actor de mucho renombre y convocantes... ¿¿me van a decir que no hay un agente de prensa que se encargara de subir a la pagina más consultada sobre cine del mundo algo más que... un afiche, 3 actores y el nombre de un personaje... EQUIVOCADO?? Da vergüenza ajena y solo por eso mandó el link de cinenacional.com en vez del de IMDB Ahora sí, ¡¡que bajón que es esta peli!! Es de esos films que los protagonistas arrancan para la mierda y todos esperamos un final feliz pero no, si lo tuvieran no sería la denuncia social cruda y sin anestesia que resulta ser. Pablo Trapero es una maravilla como director, hace planos estáticos de larga duración cuando quiere reflejar por lo que esta pasando algunos de los protagonistas y escenas totalmente movidas, realistas y sin ningún tipo de interrupción cuando quiere mostrar lo que pasa en el ambiente, en esa villa que crece alrededor del hospital inconcluso y que no esta aislada por la condición económica sino por la indiferencia de toda la sociedad, esa villa que es continuamente acosada por guerrillas entre narcos o redadas policiales sin explicación. Y además el director saca lo mejor de sus actores, es cierto que hablar maravillas de Darín ya es al pedo pero el francés Jérémie Renier o la linda Martina Gusman son más acartonados e igual el director les saca talento a full. Ah, y no piensen que la presencia de un actor extranjero es por un tema de coproducción (que igual puede serlo) porque dentro del guión (simple, llano y contundente) le queda muy bien el rol del recién llegado, del tipo que acaba de pasar por un infierno en un misión en Bolivia y que buscando la paz se mete en algo aún peor, del tipo que hay que explicarle como en más de 30 años ese edificio apodado el Elefante Blanco todavía no tiene ni paredes. Una gran peli que no todo el mundo va a QUERER ver pero que se DEBERÍA ver.
El realismo de Pablo Trapero se sumerge en los marginales pasillos de una villa de emergencia. Un monstruo derruido destinado a ser lo que no fue, historias de realidades cruzadas, un deseo y un trasfondo social. Con esos elementos Pablo Trapero vuelve a detenerse en el terreno del cine realista para crear una película cruda, directa y emotiva. El director con cada largometraje cuenta una nueva fábula de marginalidad, pero mientras en Carancho y Leonera había un recorte un poco más acotado, en Elefante Blanco eligió la grandilocuencia y la espectacularidad. Julián (Ricardo Darín) es un cura que intenta simbolizar el trabajo de decenas de sacerdotes en las villas metropolitanas. Está desgastado y ya no tiene las mismas ganas. También están Nicolás (Jérémie Renier), un cura francés al que le tocó presenciar una escena traumática de violencia y Luciana (Martina Gusmán), una asistente social. Los tres se relacionan con distintos personajes secundarios, chicos excluidos del sistema escolar y adictos al paco que pasan sus días en la villa 15 de Lugano, pero que aparecen de un modo periférico, por eso la película en ningún momento se confunde con un documental. Es una historia de ficción con referencias a la realidad social, enmarcada en un espacio existente, que logra transmitir el dramatismo y la densidad de esa vida a través de planos y secuencias que impresionan. La película logra atrapar, pero cae en algunas obviedades y exageraciones. La referencia a Carlos Mujica es innecesaria y demagógica porque no tiene ningún tipo de relación con la historia que se cuenta, no era necesario agregar una referencia que sólo aporta al lugar común de la corrección política. Otra de las exageraciones es el modo en que se representan las actitudes clasistas. Los personajes de clase media que se acercan a la villa para ayudar aparecen como inmaculados, mientras que los pobres una vez más son relacionados con el delito y el narcotráfico. Los curas son demasiado solidarios y desinteresados, y los policías demasiado ignorantes y asesinos, como una trama de superhéroes enmarcados en la miseria. Pero hay otros acercamientos que están muy logrados, como el deseo sexual del cura francés al que no se juzga ni se aplaca con lecciones morales, o el cuestionamiento a los ámbitos más jerárquicos de la iglesia católica. En el medio, se cuentan las guerras entre narcos de la villa, la incursión de la policía y la construcción de viviendas con trabajadores a los que no se les paga. Ricardo Darín y Martina Gusmán, que ya habían trabajado juntos en la película anterior de Trapero (Carancho), logran actuaciones medidas y convincentes, pero no llegan a brillar como en otros papeles. La ambientación es lo que convierte a Elefante Blanco en una gran película, con escenas memorables como el tiroteo entre los pasillos embarrados de un barrio oscuro y olvidado, o los recorridos por las habitaciones y escaleras de ese gran edificio que fue ideado para convertirse en un hospital enorme para asistir a los desprotegidos y terminó siendo un depositario de historias de injusticias y exclusión. El cine no tiene, o no debería tener, una función didáctica sino estética, y el abordaje a la pobreza es explícito y desconfigurado. A la película la salva la fuerza narrativa y el modo de mostrar un espacio de referencia reconocible que resulta conmovedor. Elefante Blanco pierde en sutileza y creación de matices, pero gana en su potencia visual, su trama simple y entretenida, y el riesgo de abordar temáticas sociales con una postura personal. En el resultado final resaltan las virtudes sobres los defectos y tiene más importancia la construcción de un clima de época demoledor.
Cine slum La nueva película de Pablo Trapero (Mundo grúa, El bonaerense, Leonera, Familia rodante, Carancho, entre otras) se emparenta, a cierto nivel de estética y fenómeno descrito, con Ciudad de dios, Slumdog millonaire, y hasta la serie “El puntero” o el programa de TV por cable “Esta es mi villa”. Parafreaseando a Mike Davis, el teórico urbano, sociólogo e historiador autor de Planet of slums (Planeta de ciudades miseria), podemos decir que hay una suerte de “cine slum”, retratando esta cruda realidad: la “favelización de gran parte del mundo”, y desde ya teniendo cada obra mencionada sus propias particularidades. Así, con un público “ya preparado”, Elefante blanco sin embargo impacta y se fija en la retina del espectador. Película producida por la española Morena Films y las argentinas Matanza Cine y Patagonik, retrata la “misión social” de algunos integrantes de la iglesia católica: el que realizan día a día los curas Julián (Ricardo Darín) y Nicolás (Jérémie Renier), acompañados por Luciana (Martina Gusmán), una asistente social; los dos actores cumplen bien sus papeles, mientras que el de Gusmán, secundario respecto al de los “curas villeros”, es menos lucido (su mejor actuación, como “actriz fetiche” de Trapero, sigue siendo la que hizo como protagonista de Leonera). Varios planos secuencia demuestran la calidad del director en este film, donde los ambientes, resaltados y nítidos, con una excelente iluminación, permiten ese efecto de hiperrealidad que ya Trapero mostró en otras producciones. Entre el documental y el thriller, la película recrea con bastante minuciosidad diversos aspectos de la (dura) vida cotidiana en los barrios humildes. “Acá viven unas 30.000 personas más o menos; están sin censar”, le explica Julián a Nicolás cuando llega éste al barrio. El edificio al que alude el título de la película –el proyecto inicial del socialista Alfredo Palacios de construir un hospital que sería el más grande de Latinoamérica– y al que se lo intenta reconstruir tras décadas de desidia de “los políticos” (apenas mencionados), las misas y bautismos (homenaje al cura Mugica –asesinado por la Triple A en 1974– incluido), el paco y los jóvenes, las bandas de narcos (y sus tiroteos), la policía (y sus tiroteos) y el rol de subordinación a los poderes de la jerarquía eclesiástica (su no-opción por lo pobres cuando éstos luchan y se movilizan) son algunas de las tramas –junto a los dramas “personales” de los protagonistas– que se desarrollan, algunas más, otras menos, en Elefante blanco. También se destaca un momento donde hay una breve pero clara “observación cultural”: por la noche, cuando hay ciertos momentos de calma en el barrio, todos los televisores están sintonizando a una misma hora el mismo canal y “popular” programa… Si hubiera que balancear entre el guión (escrito por el mismo Trapero junto a Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre –autor de El estudiante–) y las imágenes, claramente ganan estas últimas (acompañadas, además, por la excelente música de Michael Nyman), mientras que algunas historias –e incluso, algunos personajes secundarios– están prácticamente de más. De conjunto, la película deja “resonando” en la cabeza una amplia cantidad de posibilidades de “futuro” para sus personajes, hipótesis y conclusiones para sacar; y eso, junto a la excelente filmación de esta(s) historia(s), es lo que permite decir que estamos ante una importante película. Pablo Trapero (nos) vuelve a impactar con otra obra de su “cine social” (neo-neo-realista o hiperrealista –como se prefiera–), retratando “un mundo dentro del mundo”. Él mismo ha dicho que trata de brindar “una ventana para mostrar una realidad para mucha gente desconocida”; “una cierta mirada” con una reflexión sobre “qué es lo que pasa para que algo que es tan cercano parezca tan lejano”. Actualmente unas 80 salas del todo el país pasan esta película, ya vista por 400.000 personas. Elefante blanco no decepciona, e invita no sólo a recrearse (y para algunos/as a conocer) sino a pensar nuestra realidad.
El plano ético La dimensión ética en el séptimo arte no se asienta tanto en el qué, sino en el cómo: ¿Cómo me enfrento a lo que pretendo filmar? ¿Cómo defino en una puesta en escena mis ideas del mundo? La forma, la bendita forma cinematográfica, define la (est)ética (y por tanto la política) de todo filme. Pero la cuestión se profundiza cuando nos enfrentamos a otras clases sociales, cuando el cineasta pretende filmar a aquellos excluidos del sistema que él mismo y los espectadores integran, y que muchas veces le permite trabajar: los riesgos se multiplican por todos lados, y las soluciones se complican. Acaso por nuestra propia historia, en Argentina tenemos empero varios directores que han sabido sortear el entuerto; Pablo Trapero es acaso uno de los que mejor lo ha logrado (otro es Adrián Caetano, aquí tuvimos también a Hermes Paralluelo con Yatasto). Su cine siempre se ha caracterizado por una aproximación respetuosa, compleja y constante hacia los márgenes de la sociedad: lo hizo desde Mundo Grúa, donde testimonió la caída en desgracia de un país entero a partir de un devenir individual, y lo vuelve a hacer en su nueva obra, la renombrada Elefante Blanco, donde se puede comprobar una progresión en los modos y su narrativa. Porque, en efecto, Trapero ha venido perfeccionando en todo este tiempo un formato narrativo de cine de género, que quizás había ensayado secretamente en El bonaerense, pero que ya decididamente tomó como propio desde Nacido y criado en adelante (a saber: Leonera y Carancho). La apuesta no es para nada sencilla, se trata de unir las formas del thriller -un género codificado como pocos, al punto de tener su vertiente tercermundista hollywoodense: Ciudad de Dios y sus derivados-, con un cine de espíritu testimonial, de sincera preocupación por las cuestiones sociales que aborda. Y si bien el resultado vuelve a ser satisfactorio en Elefante Blanco, estamos también ante uno de los filmes más desparejos de Trapero, una obra monumental en sus aspiraciones estéticas y políticas, incluso en su puesta en escena, que sin embargo flaquea donde menos se espera. Se dirá que hay problemas de guión (compartido con Alejandro Fadel -de Los Salvajes-, Martín Mauregui y Santiago Mitre -El estudiante-), de construcción del verosímil, de subtramas poco o mal desarrolladas; tal vez la cuestión esté en su excesiva ambición: es como si Trapero tuviera que replicar la multiplicidad de anunciantes (hay fondos y canales europeos, además de argentinos) en la trama misma de la película, que aborda la marginalidad latinoamericana, la discriminación y la fuerza bruta policial, el compromiso de parte de la Iglesia, la indiferencia de su dirigencia y de la clase política, los conflictos internos de los curas protagonistas, la droga, la mafia a su alrededor, el funcionamiento de una comunidad y en medio de todo una trama romántica. Con tantos temas en 110 minutos de metraje suena lógico que existan esos desajustes. Por cierto, la película toma otro vuelo cuando Trapero sale de los interiores a filmar la villa: el magistral plano secuencia inicial donde el padre Julián (Ricardo Darín) va mostrándole a su par Nicolás (Jérémie Renier) el funcionamiento del asentamiento (y que recorre desde las instalaciones del Elefante Blanco del título -un edificio abandonado por el Estado que supo ser un proyecto monumental del socialista Alfredo Palacios en la década del ´30-, hasta las calles de la propia villa) es un portento de puesta en escena, un ejemplo de gran cine que se repetirá en otros pasajes del filme (por caso, la monumental escena donde la policía irrumpe en busca de un narcotraficante). Trapero responde su apuesta con cine de alto vuelo, que nunca busca estetizar la violencia ni la pobreza, aunque tampoco las elude: al contrario, se diría que hay una sensibilidad especial para mostrarlas (apelando al plano secuencia general o a la profundidad de campo para la violencia) gracias a un planteamiento virtuoso de la puesta en escena, lo que no equivale a disminuir la dureza del paisaje para hacerlo más digerible al espectador (es sin dudas la película más dura de Trapero). Hay entonces una ética en la puesta, que es correspondida por un uso virtuoso de las formas ¿Dónde está el problema entonces? Y es que no todo se resuelve con una postura digna. Hay fallas en Elefante Blanco, que se encuentran, curiosamente, en los detalles, en la construcción de las escenas más intrascendentes, en cierta trama desarrollada a los apurones (sobre todo, una historia de amor que involucrará a un cura) o ciertas resoluciones forzadas (por ejemplo, el escape de los curas con Monito, un niño de la villa). Lo esencial, empero, sobrevive con solidez, incluso la trama más política que recorre el filme: las diferentes formas de militancia social que propone cada cura (como dicta el género, cuando Julián decida jugarse a fondo, su suerte quedará echada). Y aún con todos los reparos que se puedan pensar, seguimos estando ante un filme que nos abre a un mundo nuevo, desconocido por los espectadores, que no dejará indiferente a ninguno. Por Martín Iparraguirre
Hace muchos años, viajé por trabajo a la ciudad de San Juan; allí me sorprendió una cosa (algo que hoy no me sorprendería): una mole de concreto que ocupaba toda una manzana, gris, gigantesca. Un esqueleto de cemento recortado solo sobre el paisaje algo árido, rodeado de nada. Cuando lo vi me detuve a examinarlo largo y tendido, no parecía útil para viviendas, ni funcional para un hospital o para una escuela. Recuerdo que le saqué muchas fotos. Un compañero sanjuanino me comentó que ellos lo llamaban algo así como “El monumento a la corrupción”; no servía para nada porque había sido pensado (ya no recuerdo en qué época) como la sede de la gobernación, iba a ser el organismo público más moderno y más grande de todo el norte. No fue nada. Pero quedó erigido como un gran recordatorio de la brutal desidia que nos embarga, en San Juan y en todos lados. Elefante blanco es, un poco –o también–, sobre eso. Una gran estructura de hormigón se proyectaba para ser el hospital más grande de Sudamérica (esas ansias de grandeza inconclusa que nos gobiernan) en un terreno que de barrio humilde y peronista pasó a ser “villa miseria”. Y esa mole quedó ahí, en etapa de proyecto, inacabada. Los habitantes del barrio la fueron ocupando conforme la necesidad fue mandando. La llaman “el elefante blanco”. El nombre es simple, hace referencia al tamaño y al color, pero también un elefante blanco representa aquello que no vemos y está ahí, abarcando el espacio con su gigantesca incomodidad. Y Elefante blanco es una película incómoda, porque aunque las villas estén ahí, en un abrir de ventanas de un departamento bien burgués de Recoleta, por ejemplo (el del padre Julián), la mirada sobre lo que cuenta es una mirada extraña, es gente de clase media filmando sobre pobres (la frase es robada / adaptada de Los otros de Josefina Licitra), pero a la vez en esa incomodidad y en el recorte parcial reside su mérito. Pablo Trapero recorta un mundo (a diferencia de lo que hace Iñárritu, por citar solo un ejemplo): no cuenta La historia de la villa, cuenta Una historia de la villa. Tres curas que trabajan y viven ahí, una asistente social y la puesta en marcha de un plan de viviendas y un pibe enganchado con el narcotráfico de poca monta que domina una parte del barrio. El punto de vista se cierra sobre el trabajo de los curas y la asistente que es más bien el del aguante, porque todo intento de mejora se trunca. Y la incomodidad que genera la película creo que se produce por la desesperanza que esta misma desprende. La puesta en escena acompaña el desasosiego, si en Carancho el asfalto, los pies, el suelo en general eran protagonistas de una historia de descensos, en Elefante blanco lo son el barro, el lodo, los días mayormente grises y lluviosos, la mugre, las cosas apiladas, la gente amontonada, la madera que se pudre por el agua. En Elefante… hay obstáculos para moverse, para caminar, ya sea por el barro, los escombros, o para destrabar guita, hay dificultades para avanzar. Quizá por eso mismo es que los planos son cortos, ágiles; incluso, algunos cortes son abruptos; por momentos, el ritmo de la película es disruptivo, y de alguna manera esa brusquedad también se corresponde con el entorno, como la que vemos en la pelea entre Luciana y los trabajadores, en la que casi en off escuchamos como ella le descerraja un “ojalá vivas debajo de un puente” a un tipo que no tiene casa, la incomodidad –y la incorrección política– se palpan ahí, en el que, además, es uno de los momentos más vivos de la película. Decíamos que en el recorte estaba el mérito de Elefante blanco, en el saber reducir para contar, por eso mismo cuando la historia se abre pierde fuerza (con la enfermedad del padre Julián o la relación entre Luciana y Nicolás), pero gana cuando un personaje se ciñe en un pasillo para ir a buscar un muerto. A veces una mirada extrañada y parcial, independientemente de la fidelidad que se le pueda dar a eso que tenemos tan cerca y tan real, puede contar una buena historia.
LO DICHO Y LO NO DICHO Forma y contenido Hay pocos directores de cine argentinos actuales que se pueden dar el lujo de hacer lo que quieren. Es decir, que cuenten con tal renombre y tal posicionamiento en el ambiente como para no contar con restricciones de ningún tipo al momento de realizar sus películas. Uno de ellos es Juan José Campanella. Y, en estos últimos tiempos, el otro es, claramente, Pablo Trapero. No sólo dirige, sino también co-escribe (junto con sus amigotes de sus films previos, la gente de La Unión de los Ríos, entre ellos Santiago Mitre y Alejandro Fadel, responsables de El estudiante y Los salvajes, respectivamente) y produce (la productora Matanza Cine fue fundada por él y por su esposa, Martina Gusman, con El Bonaerense, en el año 2002) todos sus films. Desde Leonera, Trapero se ha ido introduciendo lentamente en un mundo muy particular: en ese caso, las cárceles femeninas, en Carancho el mundillo de los fraudes de seguros y las guardias nocturnas de los hospitales públicos, y, en Elefante blanco, las villas. Mundos sórdidos, repletos de violencia, de sangre, de injusticia- una marca ya registrada en el cine de Trapero. Si hay algo que no se le puede negar a este director es que ha sabido hacerse un lugar en el mercado y en el público (nacional e internacional), creando un cine cuidado y de excelencia técnica que encuentra en Elefante blanco un claro exponente. Ricardo Darín y Jérémie Renier interpretan a dos curas de villas muy distintos entre sí: el primero, Julián, es un hombre grande que gran parte de su vida ha estado avocado a la labor comunitaria en las villas; el segundo, Nicolás, es un cura belga, más joven, pasional e inseguro. Nicolás es buscado por Julián para ayudarlo con su actual proyecto: convertir a un enorme edificio que se encuentra inconcluso y abandonado hace 80 años (el "elefante blanco" del título, ubicado en la villa Ciudad Oculta y empezado a construir en 1937 con el objetivo de ser el hospital más grande de Latinoamérica) en un complejo de viviendas para una gran cantidad de habitantes de la villa. Y entre ambos, se encuentra Luciana (Martina Gusman), una ayudante social que sirve de intermediario entre aquel triángulo que conforman el obispado, la empresa constructora y los habitantes de la villa. También es partícipe de otro triángulo (uno en un principio subyacente y luego innecesariamente evidenciado): el que tiene a Julián, a Nicolás y a ella misma como vértices. Julián y Luciana son cercanos a esa villa en particular, hace años han estado inmersos en ella, la conocen y son conocidos, mientras que Nicolás es un extraño, un cura tercermundista que (luego de casi morir en un ataque al pequeño pueblo en el medio de la selva en el que él se encontraba) ve a aquella villa con ojos de extranjero (que de hecho, lo es) y representa, en ese sentido, al mismísimo espectador. Él es utilizado como vehículo del conocimiento aprehendido y por aprehender: junto con él (por medio de él) se nos guía a través de aquellos oscuros pasillos y nos adentramos en la historia de Elefante blanco. Como hemos mencionado con anterioridad, desde lo formal, Elefante blanco es demoledora. Posee una factura impecable técnicamente, sobre todo a través de la utilización de larguísimos planos secuencia cuya mayor virtud (dejando de lado lo puramente audiovisual) es su capacidad narrativa, su correcta inclusión dentro de un guión que por momentos resulta demasiado visible, demasiado expuesto (sobre esto volveremos más adelante). Ya desde el comienzo, la contraposición de los elementos que, en la trama "maestra" (llamémosla super-trama), conforman la mismísima estructura del film, se ven evidenciados: la constante oposición entre urbanización y no urbanización, entre ciudad y naturaleza, entre los espacios reducidos y los espacios amplios. Ciñámonos a factores concretos: la primera toma de la película consta de un plano fijo de un espacio blanco y acotado, en el que se desliza el personaje de Darín (el rostro de Darín) frontalmente con los ojos cerrados. Una sucesión de planos cerrados y de una cualidad aséptica, con una intensa luz blanca, se contraponen así a los siguientes planos: la noche, la selva, la lluvia, el barro y la muerte. Vemos a Nicolás sumergido en este escenario sórdido y comprendemos la distancia entre ambos, las distintas realidades de cada uno. Luego, la lluvia que vemos allí, en aquella selva es contrapuesta con la lluvia que se vive desde dentro del auto de Luciana. La vivencia es otra, todo se encuentra intermediado, no hay contacto con esta realidad: al verla, la sentimos tan sórdida, tan salvaje- tan ajena. Esta contraposición se vive también en los espacios, deliberadamente contrapuestos desde el montaje: la intención de Trapero es crear una fricción estos dos polos opuestos, así como también, por ejemplo, entre la sala en donde debaten aquellos sacerdotes y obispos sobre las intenciones de colaborar en las villas y las villas mismas. Quizá lo más creíble y logrado sea justamente el espacio de la villa: posee una crudeza y una dosis de realismo que hacen que por eso solo ya valga la pena ver el film (más aún en una sala de cine). Justamente a través de los planos secuencia mencionados, se nos sumerge en aquel mundo de manera gradual, no forzada. El mejor ejemplo de esto es aquel momento en que vamos junto con Nicolás (detrás de él) a recuperar el cuerpo de uno de los muertos en un enfrentamiento de las bandas internas de la villa. Nos adentramos en aquellos pasillos, pasando de escenario en escenario, de habitación en habitación, hasta llegar al cuerpo mutilado del muerto. Como un descenso mítico, la acción de ir directo hacia el centro de lo desconocido (hacia aquello que jamás conoceremos) encuentra su cumbre máxima en este plano secuencia. En este caso (y a lo largo de todo el film) se destaca la fotografía, desde los encuadres, los ya mencionados movimientos de cámara (de una complejidad asombrosa) hasta la paleta de colores utilizada en cada escena: el cuidado puesto en las gamas que vemos en pantalla en cada cuadro es notable. La paleta de colores, de una precisión deslumbrante, suma muchísimo a cada plano del film. Más allá del gran trabajo de fotografía y de edición, hay algo de qué hablar en los intérpretes. El más correcto en las actuaciones (quizá, justamente, porque es el personaje con el que uno más se identifica, por su característica de extraño en aquel mundo) es Jérémie Renier. El actor belga (al que se lo puede ver en el film de los hermanos Dardenne El niño), transmite humanidad y construye un personaje complejo, plagado de dudas, un hombre que quiere- que debe- redimirse frente aquello a lo que no supo hacer frente. Un hombre perseguido por la responsabilidad y por su conciencia de saberse ejemplo de otros- un deber que le resulta una carga, eje principal de su duda a lo largo del film. Darín, en cambio, crea un personaje unidimensional, cuyas dudas son puestas en escena mediante diálogos algo acartonados y secuencias que resultan poco creíbles. Toda la subtrama médica del tumor cerebral que su personaje sufre es completamente gratuita y facilista, justificada únicamente por un guión "de hierro" que, en su rigor, debe buscar una explicación allí, en la trama, para que Julián desee dejar su puesto a Nicolás, una fuerza mayor por la cual se vea obligado a dar un paso al costado en su labor en las villas. Algo similar sucede con Martina Gusman, la actriz fetiche de Trapero. Más allá de que sería interesante ver un film del Trapero contemporáneo con otra actriz que no sea su esposa, su personaje sufre de falencias principalmente en la relación con Nicolás. La pregunta que hace falta aquí es: ¿era necesario que Luciana y Nicolás estuvieran juntos? ¿No hubiera sido más interesante, incluso (recurriendo a las reglas de su propio juego) más efectivo que esa atracción entre ambos nunca se llegase a consumar? Es que resulta forzado dentro de la progresión dramática del propio relato la sucesión de los hechos entre Nicolás y Luciana. Nunca llega a haber una tensión sexual como para que la escena posterior entre ambos se vea justificada: en el momento se nota el gran bache que hay en esta relación y le quita peso dramático al hecho de que un sacerdote (porque esto, teniendo en cuenta al personaje de Nicolás, debería ser importante, y casi no lo es) tenga sexo. Hubiera sido mucho más interesante- y de mayor riqueza a nivel relato- que esta relación se viera implícita en los gestos, en las frases de estos dos personajes en vez de ser explicitada. Pero esto no es posible; la acción se rige a un guión que no deja aire a sus personajes para que vivan (o aparenten hacerlo) y respiren en la pantalla. Es deber, para dar un cierre a este análisis, hablar del final de Elefante blanco. Se trata, como ya se anticipa desde los primeros momentos del film, de un final apoteósico que, en definitiva, no encuentra una debida correlación con lo que venimos viendo. Porque uno se pregunta la necesidad de un final de esa índole: es como si, desde el guión, existiera una obligación de tragedia en aquellos personajes, como si ya no hubiera suficiente tragedia en el planteo, en el entorno, en el mundo mismo de la villa. Y hay más: la muerte de Julián no solo carece de sostén en la trama misma (que podría ser algo discutible) sino que no nos compromete en lo absoluto. No nos afecta como debería afectarnos porque eso que vemos allí no nos remite (como todo personaje bien construido) a un alguien sino a un algo, a una construcción disfrazada de personaje cuyo único fin es el de un engranaje en una super-trama que sacrifica todo por ser funcional. Es quizá ese el síntoma que desnuda completamente el problema en Elefante blanco: la estructura que debía subyacer- como los cimientos de aquel monstruoso edificio- termina ocupando la pantalla. Es así que vemos elementos de guión, vemos técnicas, esquemas, vemos acciones y recursos en vez de ver personajes que fluyan, acciones que se encadenen desde su causalidad y un relato que se preocupe menos en funcionar dramáticamente y más en permitir(se) crecer y llenarse de vida, que es aquello que, en definitiva, buscamos- y usualmente confundimos- en la pantalla.
Así en la Villa como en el cielo “Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro. Yo me puedo ir, ellos no. Señor, yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre. Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos. Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz.” (Padre Carlos Mugica) La última producción de Pablo Trapero cuenta una historia de amistad basicamente pero también de fé y lucha cotidiana en el marco de una inmensa Villa de emergencia, en la cual el personaje de Darín instala su prédica cristiana totalmente cercana a los pobres y olvidados como postulada herencia político-social de aquél magnífico sacerdote argentino llamado Carlos Mugica, tempranamente desaparecido en 1974 al morir acribillado a balazos. En esto el filme homenajea marcadamente el tema de los sacerdotes tercermundistas. Lo que ficciona Trapero con sus guionistas es que al cura Julián (Darín) le ocurre un suceso imprevisto y decide ir a buscar a la selva amazónica a su compañero Nicolás (el importado actor belga Jerémie Renier), pero éste comienza a descreer de algunos criterios en el proceder de su amigo, y comete el error de involucrarse con las cocinas de droga instaladas en el corazón del asentamiento, o dudar de sí mismo y enamorar a una asistente social (Martina Gusman). Con algunas escenas duras, donde el realizador no hace más que copiar la realidad nacional, y un gran trabajo cinematográfico de diseño, acá hay excelente fotografía, creibles actuaciones, sostenido ritmo en las escenas cruciales, una notable dirección de arte, y hace que el espectador se introduzca en la hostilidad (persecuciones con balaceras) como a veces en la alegría del ambiente (una celebración nocturna), el barro parece salpicarnos y hasta la sangre nunca pareció tan genuina. Ese "elefante blanco" instalado hoy en el centro de la villa, que alguna vez pudo ser por sueño del socialista Alfredo Palacios el policlínico más grande de latinoamerica, yace silencioso, inmóvil, como testigo infinito del drama en consecuencia.
Publicada en la edición digital de la revista.
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Otra vez Pablo Trapero viene a inyectarnos directamente en el lóbulo frontal una dosis sin diluir de malvenida realidad. Para evitar preambulos, bien podríamos estar ante la mejor película argentina de los últimos 10 años. “Elefante Blanco” es una patada en el pecho para quienes nacimos en este bendito país y al mismo tiempo un excelente ejercicio denuncista. Un reflejo sin distorsiones de la Argentina contemporánea, de sus instituciones, de sus hombres y mujeres. Los rasgos identitarios de la cultura villera fluyen a través del lente de un director audaz y comprometido que logra un producto final tan filoso como necesario gracias a un guión sólido, descarnado y contundente.
TESTIGO DE CARGO El cine de denuncia ya ha perdido su efecto. De hecho, no podría calificarse como tal al cine de Pablo Trapero, ni con Leonera, ni con Carancho, ni con Elefante Blanco. La apuesta de este director se basa, más bien, en tomar realidades y transformarlas en potentes thriller, cada vez más insertos en el mecanismo cinematográfico de las grandes producciones. Parecería que no es posible denunciar las atrocidades de nuestra sociedad sino desde la periferia de la industria del cine, a la cual Trapero ya no pertenece. Aun más, en cierto sentido este film confirma terribles imágenes cuando las sella en el celuloide y las transfiere al espectador, quien las reconoce y, simplemente, las reconoce. Cómo el director comunica de modo directo esas atrocidades redunda sólo en la conformación de un scenario donde el género se desenvuelve y se auto-reivindica, incluso en las facetas más despreciables que retoma. En Elefante Blanco se entrecruzan cuatro tópicos centrales: la Iglesia Católica, la policía, la droga y la pobreza. Son los elementos de un thriller básico, aunque sea necesario que todos ellos tengan la doble cara de Jano, pues el resultado del mismo sólo puede ser exitoso cuando lo bueno y lo malo se con-funden en una unidad. Por un lado, los sacerdotes Julián (Ricardo Darín) y Nicolás (Jéremié Renier), junto a la asistente social Luciana (Martina Gusmán), pujan por ayudar a los habitantes de una villa miseria a sobrellevar sus cuitas, dentro de las cuales la drogadicción es la más tangible. Por otra parte, su pelea debe batirse contra el narcotráfico, por lo que la policía se ve envuelta de suyo en la cuestión. Al entremezclarse tráfico y adicción, se reflejan las peleas por el poder de un sector y del otro, todo lo cual va en desmedro de los habitantes del barrio, envueltos en la dudosa ayuda de los curas, la mafia local y la represión policial. Pablo Trapero lleva la trama con interés y agilidad y puede reflejar la duplicidad necesaria de los protagonistas en la personificación de cada cual. Como resultado, la obra resulta mayormente exitosa, aunque con la salvedad de que no logra expresar su contenido como una denuncia social cuya solución es acuciante. Por supuesto, esto es una decisión del director y la producción que no admite mayores quejas: ¿qué impide a una obra ser "puro entretenimiento"? Quizá, que se la disfrace como otra cosa y que no pueda más que ruborizar a algunos e indignar a otros. ¿Es posible, pues, el cine independiente?
El coloso de la periferia En el nuevo opus del cada vez más genial Pablo Trapero, se deja ver la lucha de las más grandes instituciones sociales en el armado y desarmado de un pueblo segregado, en su intento de elevar su calidad de vida. Y en ese constante conflicto que es la trama del director de Leonera (2008) y Carancho (2010), aparecen un montón de personajes riquísimos que ofrecen una visión muy humana de las cosas, partiendo de las firmes decisiones en situaciones extremas, hasta las habituales dudas que nos alejan de nuestro porvenir en la lucha cotidiana por intentar ser mejores. Además, a cada uno le podemos agregar unas escenas de presentación simplemente brillantes. Elefante Blanco (2012) aparece como la producción más elaborada de Trapero en lo que a trama refiere, sobre todo porque no permite que un tema tan complejo y delicado sea trastocado con las típicas manchas del prejuicio, la demagogia u otras cuestiones. El realizador se pone en un lugar sumamente subjetivo, de la forma más objetiva que su cámara le permite, y ese es uno de los grandes méritos de su más reciente obra, la cual este servidor pone en lo más alto de su filmografía. Eso, sin contar el alucinante despliegue de producción, sobre todo en el climax del filme. Qué decir de los protagonistas. Si bien por momentos el personaje principal es, claramente, el de Renier, Ricardo Darín no le da oportunidades a nadie. Está en una de sus performances más logradas, y se lleva por delante todas las escenas, con un papel único en su carrera, en el cura villero más creíble que podía haber dentro de las posibilidades para esta propuesta cinematográfica. Por supuesto, la gigantesca Martina Gusmán nunca se queda atrás, y le da el equilibrio (y desiquilibrio en cuanto a trama) perfecto a una historia que pide a gritos su seguridad frente a cámara tan característica. Renier, por su paste, muy correcto en su participación, luchando con el español pero dando cátedra con los silencios y las miradas, enamorando a la pantalla con su humanismo. Mientras el film expone una realidad lamentable en las zonas más desprotegidas de nuestro país, poniendo en primer plano la denuncia por el histórico abandono del proyecto de hospital del hoy denominado 'Elefante Blanco de la Villa 15', se reivindica la labor del Padre Carlos Mugica, enalteciendo su imagen en pasajes casi documentales y testimoniales de la película, y en un discurso del personaje de Darín que estremece. El resto, con el típico desliz hollywoodense en los finales frenéticos de Trapero, con mucha cámara en mano y plano secuencia, en escenarios fotografiados de forma única, es de digno deleite. Una película imperdible que no puede dejar indiferente a nadie. Para ver y pensar, como todo el cine de Trapero.
Un muy buen film de Pablo Trapero que aborda el tema del sacerdocio verdadero, el que se la juega en el barrio carenciado y renueva un debate posible ¿para quiénes deben trabajar los emisarios de Dios? Por Teresa Gatto Esas cosas que la vida tiene no me permitieron ver antes este film. Pero sí, recordar que hace pocos días se cumplió otro aniversario del brutal asesinato del Padre Carlos Mugica. Muchos fueron los homenajes de los concientizados con que la labor de la Iglesia es socorrer al necesitado y no lanzar panegíricos desde un púlpito de oro tratando de influir en los destinos de la Nación. Yo le diría respetuosamente a los Cardenales que se creen papables “muchachos, le siguen llamando limosna a la ayuda porque creen que el pobre necesita limosna. Dejen sus sueldos ahora y conviértalos en ayuda. Arremanguen la sotana y vayan a la Isla, atrás del Mercado Central y pónganse a laburar de una buena vez. Porque Dios, que existe, está allí mismo, no en sus dorados reclinatorios, o también pero, en La Isla, mucho más, estoy convencida, sino no sobrevivirían ni un sólo día. Perdón por la digresión. Regreso a Pablo Trapero (Mundo Grúa, Bonaerense, Leonera, Carancho) y a su modo de filmar de modo impecable una historia en la misma entraña de la necesidad: la Villa 31, aunque aquí se llame Villa Virgen. El padre Julián, un siempre correctísimo Ricardo Darín, tratará de lograr que Nicolás, muy bien logrado por el actor de origen belga Jérémie Renier, un sobreviviente de una matanza de pobladores originarios, tome su legado y trabaje junto a Luciana, encarnada por la siempre orgánica Martina Guzmán, una trabajadora social atea y tal vez por ello a salvo de ciertos dilemas que el pecado suma sobre las conciencias cristianas. Pero nada es tan fácil en esa zona de exclusión que tiene a la guerra narco como fuente de violencia y de sustento de muchos y a la vez, retoma de algún modo el debate sobre para qué sirve un sacerdote. Porque las tensas relaciones entre estos curas llamados Tercer Mundistas, hace 30 años ya, y la jerarquía eclesiástica pacata no se queda fuera del conflicto a narrar. Como tampoco la violencia que Trapero describe con la dosis justa sin hacer de su film un retrato del espanto que significa habitar en esas ciudades casi sin Dios. Las razones de Julián para buscar un sucesor están expuestas en los primeros minutos del film, junto a su inmediata búsqueda de Nicolás en Bolivia para secundarlo en su tarea. El guión a cargo del propio Trapero y quiénes hicieron el exitoso texto de El estudiante, exime de complejidades a los tres personajes protagónicos porque los planos secuencias que muestran con maestría lo difícil que es acceder al interior de uno de estos barrios, lo arduo de la tarea de evangelizar cuando el afuera les grita “otro”, “otro, “sos el otro”, “el excluido”, “el del margen”, fuera de nuestras leyes católicas, burguesas, confortables, sólo mirados para cruzar de vereda al verlos pasar, representan una situación que de por sí lleva a la reflexión y también a cierta impotencia por no poder, no saber o no animarnos a sentir esa vocación de ayuda al otro, perdón, al prójimo. Eso es cámara, guión y buen montaje, sin vueltas. Si hay una sola posibilidad de ayudar, un sujeto que lleva la palabra de Dios no puede correrle el cuerpo al intento de cambiar un estado de cosas. No debería. Si Leonera, Bonaerense y Carancho retrataban esa condición lábil en la que los sujetos en crisis nos movemos presos de instituciones, vigilados y castigados por burlar las normativas que, performativas nos atan las manos o nos desatan el gatillo, Elefante Blanco da un paso más en ese trabajo de Trapero de ahondar en la impotencia y el trance de asumir o esquivar un compromiso y de llevarlo hasta el límite. Vuelvo a la digresión. Desde algún lugar del universo estelar, el Padre Carlos Mugica agradece al igual que los espectadores cierto merodeo por eso que damos en llamar conciencia social y que el artefacto estético permite espiar de tanto en tanto y más cuando es cercano, autóctono y muestra esas vidas tan distintas a la mía y a la suya y tan idénticas a la hora de dejar de latir. Arriba, Dios no hace distingos.
Otro gran micromundo de Trapero Muy de a poco, película a película, Pablo Trapero se fue transformando en uno de los directores más talentosos del medio local. Desde el comienzo, tuvo la suerte de romper el molde y llamar la atención con historias que sorprendieron y golpearon en el lugar correcto, como Mundo Grua y El bonaerense. Ya desde aquel momento Trapero priorizaba historias que contaran un mundo (o un pequeño aspecto de ese mundo) que a la mayoría de los mortales nos resulta ajeno. Sea la corrupción en la policía, la vida en una cárcel de mujeres o el trabajo de un abogado que se dedica a lucrar con la gente accidentada, la clave de Trapero siempre estuvo en meternos en un universo desconocido y mostrárnoslo lo más crudamente posible. Y esta no es la excepción. El Elefante blanco fue un proyecto de hospital durante la década del 50, que a lo largo del tiempo y por falta de inversión quedó en su propio inicio: una gigantesca estructura de concreto que hoy, en medio de una enorme villa de emergencia, alberga bajo sus techos a miles de personas. En esa villa, en ese contexto, trabaja el Padre Julián, un sacerdote más preocupado por el aspecto social que el estrictamente religioso, que cruza medio mundo para encontrar a un viejo amigo, un joven sacerdote francés cuyo proyecto de evangelizar en la jungla terminó en una masacre por parte de un grupo paramilitar. Su idea es salvar a su amigo de esa desazón que lo aqueja mientras trabajan juntos en la capilla cerca del Elefante. Si sabemos que Trapero y su equipo pasaron un buen tiempo en la villa para filmar y aclimatarse -y si tenemos en cuenta que gran parte de los actores que participan en la película no son profesionales y son realmente habitantes del lugar- es casi una obviedad decir que se trata de una historia de un realismo notable, tan cruda y despojada de adornos que puede llegar a chocar. Es precisamente en este aspecto del filme en donde podemos encontrar el talento de Trapero: en ese realismo extremo expuesto ante las cámaras con una pericia y un estilo difícil de encontrar en otro lugar. El director sabe cómo componer la escena, sabe cómo contar la historia y sabe esencialmente como transmitir esa sensación de adrenalina en el espectador que lo hace enamorarse del cine. Si la mejor escena de Carancho era ver a Martina Gusman encerrada en un consultorio del hospital mientras barrabravas intentaban matarse a su alrededor, Elefante blanco tiene por lo menos tres escenas que logran la misma intensidad, especialmente un plano secuencia que encuentra a dos protagonistas evitando que delincuentes armados los maten mientras intentan matarse entre ellos. La pericia de trapero no es sólo técnica, sino narrativa. Sus personajes nos importan y sus historias nos atrapan, aunque nos metamos con él en el peor de los infiernos. Elefante blanco vuelve a contar con grandes actuaciones: Darín no hace más que confirmar en cada proyecto que no solo es la cara del cine nacional sino por qué lo se ha convertido en ello. Jeremie Renier (actor belga de gran trayectoria, que incluye filmes como El chico de la bicicleta y Escondidos en Brujas) cumple muy bien con su papel protagónico de sacerdote atribulado y luchador, y el gran elenco de no actores impresiona una vez más por su realismo aún cuando no cuentan con las herramientas que podría utilizar un actor profesional. Martina Gusman, actriz fetiche de Trapero -y también su esposa, claro-, aburre un poco con su estilo, porque sus papeles, sean de enfermera, de presa o de asistente social, siempre se parecen. Da la impresión de que siguiera el mismo personaje que hace tres películas, pero ahora se dedicara a otra cosa. Si hay algo que no condice con el buen paso que lleva el filme a lo largo de casi dos horas es su resolución: cuando los problemas se van acrecentando y las decisiones apremian, el climax no estuvo tratado de la manera más acertada, dando lugar a una pérdida grosera de la verosimilitud que tan bien se venía construyendo hasta ese momento. Esa verosimilitud que sólo puede verse puesta en jaque anteriormente en algunas escenas que tratan el trasfondo político del trabajo de los curas, en donde los corruptos son demasiado trillados y los "malos" demasiado obvios. Elefante blanco tiene muchos puntos altos, incluso su manera esperanzadora de mostrar a los sacerdotes que trabajan en las villas, su historia a modo de homenaje de aquel luchador incansable que fue el Padre Mujica y, especialmente, en esa capacidad enorme que despliega Trapero como realizador y que lo pone indefectiblemente entre los mejores directores argentinos de la actualidad. Si la historia flaquea hacia el final no debería prevalecer ese mal sabor de boca, porque el desarrollo general del filme nos dejará contentos como cinéfilos.
Publicada en la edición digital #2 de la revista.
Publicada en la edición digital #2 de la revista.
Es muy difícil imaginarse a Ricardo Darín en un papel que no sea para él. Recordemos esos roles avasallantes, inmejorables e inolvidables que tuvo en “Nueve Reinas” (Fabián Bielinsky), “El aura” (también de Bielinsky) o mismo en un film más actual como fue “El secreto de sus ojos” de Juan José Campanella, ganadora del Oscar como mejor película extranjera, sólo por citar algunas. En “Elefante blanco” de Pablo Trapero ocurre que el espectador no cree ni compra a Darín como el Padre Julián. Si bien la actuación es como siempre excelente, no se luce en este papel. Quizá porque la historia sea la de Nicolás (Jérémie Renier), un sacerdote francés que, rescatado de plena Amazonas, comienza a trabajar y a ayudar en este gigante de Ciudad Oculta. Pero se enamora de Luciana (Martina Gusmán) y empieza a dudar de su fe y de su vocación. A la vez, hace de “guardaespaldas” de Julián y todavía sigue perplejo ante la cruda realidad de un país que no es el suyo. Da la impresión de que Martina Gusmán está reducida sólo a ser convocada para las películas de su marido (“Leonera”, 2008 y “Carancho”, 2010) y vendría a hacer una especie de Helena Bonham Carter para Tim Burton. Igualmente es una actriz simple que sabe llevar sus papeles pero que en este caso sólo le tocó uno secundario y sin demasiada construcción ni desarrollo. La cuota de realismo que aportan los escenarios verdaderos y el relato que hace Trapero sobre la situación de los pobre e indigentes es importante, además por no tener la necesidad de recurrir a imágenes de archivo, como se hace en otras películas y por apostar a la colaboración de personas reales de la villa. Aquí se ve un fuerte trabajo de producción y esto es sobresaliente. De todas maneras, y a pesar de haber sido ovacionado en el Festival de Cannes, a este film le falta movimiento. Es como si se quedara estancado y no pudiera salir de allí. No nos genera esa sensación incómoda o esa intranquilidad que tendríamos que tener al ver una película de estas características. Pasa inadvertida y es bastante ficcionada. El sentimiento es que todo parece inventado o forzado y de que en realidad se infló mucho la trama por el sólo hecho de contar con la presencia de Ricardo Darín. Fuerte en ocasiones aunque carece de elaboración argumental y se queda en la nada, tal como lo muestra el final. 2,5/5 NE Ficha técnica: Título Original: Elefante Blanco Dirección: Pablo Trapero Guión: Pablo Trapero, Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre Estreno (Argentina): 17 Mayo 2012 Género: Drama, Thriller Origen: Argentina, España, Francia Duración: 110 minutos Clasificación: AM16 Distribuidora: Buena Vista International
La última película de Pablo Trapero devuelve al cineasta más comprometido con los temas de corte social, luego del coqueteo con el cine negro de la notable “Carancho”. Y así como “Elefante blanco” profundiza en las constantes desgracias que provoca la marginalidad, es también la excusa perfecta para volver a poner sobre el tablero las piezas que el cineasta mejor sabe usar: las de desmitificar las instituciones. Porque así como el padre Julián (Ricardo Darín) es mostrado primero sin su túnica, el film no intenta explotar la problemática de la pobreza, sino de analizarla desde su interior y ubicarla en un contexto. A través de los ojos del cura Nicolás (el belga Jerémie Renier), un sacerdote que llega hasta al país rescatado por su amigo y colega de un trágico suceso para trabajar codo a codo en la villa, el espectador se adentrará y “descubrirá” las formas, los códigos de ese complejo micro mundo que parece funcionar de manera autónoma. Ambos, junto a una trabajadora social (Martina Guzmán), intentarán devolverle la dignidad a un sector que parece haber sido olvidado por el propio sistema. Símbolo de ello es el Elefante blanco al que alude el título, una obra que prometió ser el hospital más importante América Latina pero que nunca llegó a ser terminada. Precisamente a través de sus personajes Trapero desarmará los estereotipos de esas organizaciones. No habrá aquí curas de póster ni héroes de cartón; en todo caso aparecerán hombres y mujeres capaces de creer, de cuestionar, de llevar adelante situaciones por el sólo hecho de hacer lo que es debido… al fin y al cabo hombres y mujeres de fe (más allá de su connotación religiosa). Desde ese lugar, el realizador de El bonarense, Mundo grúa y Familia Rodante entre otras va a pormenorizar en la eterna lucha de clases que surge por la encomiable necesidad de la vida digna con recursos por momentos incómodos. La violencia, la droga y el narcotráfico van a ser mostrados con una cruel naturalidad, en un ambiente donde la vida y la muerte dependen tanto del destino y el azar, como la suerte de cada uno de sus habitantes. Necesario será aclarar también que el relato funciona gracias al muy bien trabajo del trío protagónico. Darín vuelve a demostrar que es capaz de hacer creíble cualquier tipo de papel y que tiene peso propio delante de la cámara; Guzmán, más al margen de la historia central, ofrece otro buen desempeño y Renier (un habitual en el cine de los hermanos Dardenne) sirve como nexo para la “inmersión” en esas situaciones que pronto dejarán de ser ajenas, con un personaje que crece junto al propio relato. Película de planos secuencia, de una ambiciosa puesta en escena, Elefante blanco es un sólido relato sobre los distintos puntos de vista que acarrea un mismo mal. Con homenaje incluido hacia la figura del ya mítico padre Carlos Mujica, Trapero concluye que aún en la peor de las oscuridades, siempre que haya alguien dispuesto a prestar atención a las necesidades de los demás habrá posibilidades de hacer de éste, nuestro mundo, un lugar mejor.
"Ley Trapero" Pablo Trapero es, desde hace un tiempo, uno de los mejores directores argentinos por varios aspectos. En primer lugar las historias que retrata en el cine no son para cualquiera y ponen a prueba la capacidad de cualquier realizador. En segundo lugar el director nacido en San Justo filma como los dioses, técnicamente hablando, al punto tal de que hay que confirmar la regla que dice “a Trapero hay que verlo en el cine” por que solo así te das cuenta de lo profesional que es el tipo detrás de las cámaras. Y en tercer lugar, no por eso menos importante que lo anterior, Trapero sabe rodearse de gente que esta a la altura de las circunstancias y las exigencias de turno, ofreciendo así un trabajo que lleva su firma, pero tiene el espíritu y la garra de otros grandes. Igual, para hablar de “Elefante Blanco“, su ultimo film, hay que ir por partes. Estamos sin dudas, tal como dijeron varios colegas de distintos medios, frente a un trabajo sublime que difícilmente encuentre punto de comparación cercano en el tiempo. Técnicamente, la factura de esta nueva producción de Matanza Films deja la vara muy alta y difícil de superar por el resto de las películas de año. Los primeros minutos del film que están filmados en la ciudad amazónica de Iquitos (Perú) y que terminan en la villa ciudad de oculta en una noche a plena lluvia son magníficos y visualmente impactantes, no solo por la grandilocuencia de las imágenes (la salida desde el puerto es una imagen cautivadora) sino por que es una carta de presentación genuina y eficaz de la relación entre los personajes interpretados por Darín y Renier. Pero por si todo eso fuera poco, esos minutos de introducción están acompañados por la imponente música de Michael Nyman que, para ser exactos, solo suena tres veces en el film; en el primer acto, en la antesala del clímax y en ese final tan emblemático como justo e imprevisible. Siguiendo con el apartado técnico también hay que destacar que “Elefante Blanco” contó con una cantidad enorme de extras que están muy bien dirigidos por Trapero, al punto tal de que la película parece tomar por momentos el rol de ser el “espejo de una realidad” que todos sabemos que existe, pero muy pocos conocemos. El detalle más simple para destacar seria decir que resulta casi imposible encontrar un extra que mire a la cámara durante la película, pero lo que realmente vale la pena destacar es que el realizador bonaerense no cae en ningún tramo de su ultima trabajo en la tentación de estilizar u dramatizar más de la cuenta la vida de los habitantes de la villa. Eso no solo se logra a través de un acertado guion (firmado por Santiago Mitre, Alejandro Fadel y el mismísimo Trapero) sino a través de una idea de hacer cine que consiste no solo en utilizar el séptimo arte para entretener sino también para hacer que el publico reflexione y hable de ciertos temas. Por si alguno equivocadamente pensó que lo ultimo de Trapero intentaba asimilarse a “Ciudad de Dios“, “Slumdog Millonaire” u alguna otra película con un contexto similar, pero con distintos objetivos, no está de más aclarar que “Elefante Blanco” es un retrato realista sobre una realidad social sin ejercer en ningún momento un juicio de valor determinante u definitivo sobre las partes que la componen. Saliendo del cine, lo más cercano que yo encuentro a este retrato social es la obra de Cristian Alarcón “b>Cuando me muera quiero que me toquen cumbia“, una crónica periodística más que recomendada si es que alguno desea conocer más acerca de la vida en las villas y las relaciones entre sus habitantes. Otro de los puntos altos de la película es sin dudas su elenco y los personajes que interpretan Ricardo Darín, Jérémie Renier y Martina Gusman. Del guion ya dijimos anteriormente que es una pieza clave para lograr un relato realista, no tendencioso ni sensacionalista de una realidad social difícil de retratar, pero a eso hay que sumarle también que estamos frente a un libreto que se puede catalogar como verídico, con muy buen ritmo y con el protagonismo muy bien distribuido entre los personajes, lo que básicamente tiene que ver con un aspecto clave: el publico. “Elefante Blanco” esta pensada para el publico, para que el espectador la acompañe de principio a fin apoyándose en sus distintos y correctos personajes. Darín es clave, no solo en este film sino en cualquier otra producción que busque llegar a un publico amplio y masivo. Es un gran actor, eso no lo puede discutir nadie, pero la llegada que tiene al publico me sorprende cada vez más. Martina Gusman nuevamente vuelve a ponerse la camiseta de interpretar papeles difíciles y a estas alturas creo que es de las pocas actrices argentinas que tiene lo necesario para cargarse estos papeles al hombro y sacarlos adelante ofreciendo un gran trabajo. Ya pasaron “Leonera” (2008), “Carancho” (2010) y ahora en “Elefante Blanco” la vuelve a romper. Lo suyo es talento, apoyado en papeles que sirven para demostrarlo. Así de fácil. Y finalmente Jérémie Renier, quien es un actor semi-desconocido por nuestros aires por lo que su inclusión en este film era toda una incógnita y el resultado despertaba muchas expectativas, las cuales quedan desparramadas por el suelo luego de ver su trabajo. Por lejos es el personaje que se roba de la película, no solo por la actuación del actor nacido en Bélgica, sino también por el rol que cumple (el del extranjero dentro de la villa) y que sirve para tener tres puntos de vistas distintos, pero igual de interesantes. En definitiva, estamos frente a una película que se recomienda hasta quedarse sin voz y, si de volver a lugares comunes se trata, solo resta decir que si la regla hasta el momento era “a Trapero hay que verlo en el cine”, “Elefante Blanco” es la ley que sin dudas hay que cumplir.