Luego de "Fantastic Mr. Fox", propuesta de animación en stop-motion, Wes Anderson eleva la apuesta estética y nos ofrece con "Moonrise Kingdom" no solo una de las más sólidas películas de su filmografía, sino una obra exquisita visualmente, con una historia con iguales dosis de entretenimiento, de poesía, de realismo y de fantasía, que invita al espectador a soñar y a sumergirse en una particular expresión sobre el amor y la imaginación.
Como en todo su haber cinematográfico, Anderson diseña puntillosamente cada pequeño detalle técnico, artístico y de puesta en escena. Los planos iniciales de Moonrise Kingdom recorren los interiores de un hogar para ubicar al espectador en las distintas habitaciones, halls y salas de star, permitiendo así ver cómo se interrelacionan los integrantes de la disfuncional familia Bishop, isleños de Gran Bretaña durante 1965...
Todos aquellos que hemos seguido con devoción el devenir de Wes Anderson a lo largo de los años creíamos saber a lo que nos ateníamos y en buena medida considerábamos que el norteamericano ya no podría ofrecernos novedades significativas en lo referido a ese universo de ensueño -con ámbitos extremadamente cotidianos- que una y otra vez reaparece en su extraordinaria carrera. Nada nos hacía prever que con la llegada de Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012) estaríamos ante la obra maestra definitiva del realizador, la cúspide de un estilo que se abre camino por su singularidad y riqueza no sólo en el panorama cinematográfico hollywoodense sino también en su homólogo a nivel global...
Ver Un reino bajo la luna es una gran experiencia que no te podés perder. La historia está contada de una manera fascinante y con una estética tan especial que atrapa al espectador inmediatamente. La dirección, la estética, la fotografía, las actuaciones, el elenco, el argumento, el guión, los paisajes, la paleta de colores, el manejo de cámaras y la musicalización son...
Pequeño Anderson Ilustrado Entrar en el mundo de Wes Anderson se ha convertido en un extraño y placentero viaje de ida hacia los sentimientos de uno de los niños mimados dentro del cine “Indie” y de autor en Hollywood. Así como Steven Spielberg o Tim Burton, Anderson es de esos realizadores que se niegan a crecer o cambiar su estética cinematográfica. Antes de que comience la proyección podemos ir adivinando como van a ser los créditos, como va a ser la presentación de la película, que colores va a utilizar, que tono va a tener la narración e incluso como van a ser los diálogos o actuaciones. ¿Esto provoca que Anderson se convierta en un autor repetitivo y previsible? No. A pesar de no abandonar la comedia dramática, ni la temática central de sus obras (la familia, las relaciones padres-hijos), Anderson se encarga de mostrar versatilidad en cada proyecto que encara, intercalando géneros, mezclando estilos e influencias, apuntando a diversos públicos. Es por eso que podemos ver una obra irregular, pero maravillosa como La Vida Acuática como una comedia de aventuras y pasar a otra más minimalista, con influencias más europeas como Viaje a Darjeeling o pasar a la adaptación de un cuento infantil con animación cuadro por cuadro en la excelente El Fantastico Sr. Fox. Y parece que la relación con el mundo pre adolescente no se limita a ampliar su rango de audiencia, sino también a ahondar en sentimientos de la niñez. Si bien los Tenenbaum, la presencia de actorcitos era fundamental para que siga profundizando en la relación generacional de los personajes, en Un Reino Bajo la Luna, los niños toman el control absoluto. Obviamente, y con dos críticas previas de mis colegas, no voy a dar detalles del argumento, pero vale anunciar que pocas veces, un amor iniciático con referencias sexuales en el medio, estuvo tan bien analizado y profundizado como en este film. No solamente se trata de una relación adulta con todas los conflictos que puede llevar un romance de dos seres marginales, incomprendidos que se escapan para aislarse del mundo, sino de una pintura patética y absurda del mundo adulto, de seres solitarios, border, con tendencias suicidas, incluso. Es imposible no enamorarse o sentir lástima por cada uno de los personajes que salen en busca de los chicos. Actores de la talla de Edward Norton, Bruce Willis, Bill Murray y Frances McDormand le aportan gran calidez y humanismo a sus patéticos seres. Los dos primeros, especialmente, que no vienen haciendo trabajos, donde se pueda destacar su nivel interpretativo (Norton porque hace films muy mediocres, Willis porque volvió a la acción), logran tener una sensibilidad que compite con las dos verdaderas estrellas, la pareja protagónica compuesta por Jared Gilman y Kara Hayward. Más alla de la humanidad y belleza narrativa que conlleva el film, es destacable su originalidad, creatividad, ideas constantes que salen a la superficie de forma inesperada, pero no en forma caprichosa, sino justificadas por la estética, cuidado y meticulosidad de puesta en escena, y sobretodo por la coherencia de la narración. Es un cuentito o una fábula sobriamente narrado, sin pretensiones, más que visuales y detalladas, las cuáles son armoniosas con la impresionante banda de sonido de Alexander Desplat, la selección de temas musicales (otro lujo de la filmografía de Anderson) y la sutileza para imprimir sátira y emoción sin caer en clisés, golpes bajos, bajada de línea o demagogia. El lenguaje casi naif, ingenuo del realizador recuerda al de los primeros trabajos de Burton. Un niño que vive en su propio mundo, que no es color de rosa, pero al menos que lucha para convertirlo en un valioso reino bajo el resplandor de la luna. Un reino que sin perfecto, se disfruta y donde se puede vivir cómodamente. Aún, cuando en la última media hora, el ritmo del film cae un poco, y no destila tanta originalidad como su primera hora, el efecto que genera en el espectador es muy disfrutable. Haciendo uso y abuso de encuadres cuidadosamente centrados y equilibrados, barridos, travelings interminables que juntan espacios, datos, y todas artimañas vistas en sus anteriores obras sumado a la influencia de Jacques Costeau, la moda de los años 60 y cierta inocencia de los films de Disney, Un Reino Bajo la Luna es una nueva muestra del poder imaginativo del mundo de Wes Anderson.
Un impecable trabajo de Wes Anderson, perfecto por donde se lo mire. Las pocas veces que he ido a ver una película de Wes Anderson, fueron todas de casualidad. Vi The Royal Tenenbaums porque un amigo me paso el guión, vi The Darjeeling Limited porque durante una noche en la que concluyo una nefasta reunión familiar estaba necesitado de ir al cine y esa película me pareció la mejor opción; y el título que nos ocupa simplemente para cumplir mis obligaciones para con este honorable blog. Si hay algo que puedo decir de las tres ocasiones, es que en todas salí más que satisfecho. Wes Anderson es uno de esos realizadores que hay que ver, simplemente por la idiosincrasia que despiden sus películas; esos colores, esas texturas que parece que vamos a leer un libro de cuentos, esos personajes tan diferentes entre sí y tan desarrollados al milímetro pero que comparten una inconfundible característica: Una infancia permanente más allá de la edad que se tenga. ¿Cómo está en el papel? Moonrise Kingdom es la historia de amor de dos jovencitos, ovejas negras de sus entornos de pertenencia, que después de un encuentro casual, empiezan una amistad por carta que da inicio a un romance de verano. Por otra parte, lo único que inicia no es el romance, sino una búsqueda frenética por parte de los padres de ella, y los boy scouts que están a cargo de él. El desarrollo argumental del film se divide en dos claras mitades: por un lado, la evolución del romance entre la pareja protagonista y por el otro, una vez que sus grupos de pertenencia los vuelven a encontrar, la persistencia en mantener ese amor. Es en esta segunda mitad que nos percatamos de que hemos dado con el tema de la película: El amor no tanto como un concepto melosamente romántico, sino de aceptación y pertenencia, que son elementos esenciales de esa sensación. Los protagonistas no encajan con sus grupos de pertenencia y ese punto en común es fundamental para que encuentren entre ellos lo que no pueden con sus familias. Es un hallazgo de Anderson el que no haya apelado a utilizar ningún golpe bajo y simplemente se limite a mostrar lo mínimo indispensable de la disfuncionalidad familiar de los personajes. A medida que avanza la película, nos percatamos que más allá de la notoria inocencia que es inherente a la pubertad de los protagonistas, son estos los que muestran algún signo de madurez, mientras que los adultos presentan rasgos de infantilismo. Son adultos que se comportan como niños que quieren ser adultos y es la manera adulta en la que estos chicos confrontan su romance que hace que reevalúen no solo sus crisis interpersonales (los personajes de Bill Murray y Frances McDormand), sino también aquellas de carácter intrapersonal (los personajes de Bruce Willis y Edward Norton). Otra cosa que no se queda afuera es el universo de la isla en la que viven, que con la ayuda del narrador que interpreta Bob Balaban se vuelve un personaje más de la película. ¿Cómo está en la pantalla? La pequeña pareja protagonista se conoce tras las bambalinas de una obra de teatro infantil. La misma es fundamental para la trama no solo como intriga de predestinación sino para las elecciones estéticas de Anderson a nivel fotografía, música, cámara y escenografía. La gran mayoría de los planos son fijos y frontales como si se alternara el punto de vista de los hablantes que integran la escena. Hay un rico uso de travellings laterales, como si Anderson nos deslizara a lo largo de un gran escenario teatral. La paleta de colores se basa íntegramente en una clave alta y con un acentuado uso de las texturas. El montaje yuxtapone con sobriedad los pocos planos que hay por escena. Pero es un instrumento fundamental a la hora de narrar cómo evoluciona la relación por carta de los protagonistas. La partitura es rica en percusiones y hace un extenso uso del leitmotiv. Si se quedan a los créditos, el compositor de la misma, Alexandre Desplat, les enseña paso a paso, algo de composición orquestal. Por el lado de la actuación los que brillan son incuestionablemente Edward Norton y Bruce Willis, ambos en roles en los que no estamos acostumbrados para nada a ver, y en los que quisiéramos ver más seguido, sobre todo en películas de Wes Anderson. Bill Murray y Frances McDormand aportan muchas de las risas de la peli; él por sus excentricidades (como hachar un árbol en calzoncillos) y ella por usar el megáfono hasta para hacer el mas mínimo anuncio. Sin embargo llegan a hacer gala de su maestría interpretativa en una escena en particular donde están en la intimidad de su habitación. Obviamente no podemos dejar a un lado a la joven pareja protagonista ya que, argumentalmente hablando, la película descansa en sus hombros y debo decir que salen bastante indemnes del desafío. El muchacho protagonista, Jared Gilman, entrega un rol a la altura del desafío, pero la que sorprende es su partenaire, Kara Hayward, por una madurez interpretativa inusual en actrices de su edad y que estoy seguro la pondrá en el mapa. Conclusión Con un pulso narrativo digno de la mejor literatura y haciendo uso de pintorescos personajes, interpretados de un modo brillantemente inusual por un variopinto ensamble de actores, Wes Anderson nos entrega un cuento de verano que emociona y hace reír como la vida misma. Que nos hace recordar lo que éramos como niños, lo que somos como adultos, y sobre todo cómo desde uno u otro punto de vista, esos caminos se pueden bifurcar. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que estamos ante una de las mejores películas del año.
Una confesión de Wes Anderson ¿Alguna vez te sumergiste en los sueños más profundos, dejando que ellos se apoderen de tu conciencia? Si hay bandas de música -que bien pueden encasillarse en algún ritmo psicodelico- que sirven para que eso pase, en cine hay directores que allanan el camino. Directores o películas, que para el caso es lo mismo. Moonrise Kingdom o la película de Wes Anderson (The Royal Tenenbaums), su director y nominado por la Academia por Fantastic Mr. Fox, funcionan como estimulantes. El orden de los factores no altera el producto. Y es que Reino bajo la luna intenta desde el minuto cero, crear una especie de mundo paralelo en el que nos encontramos una y otra vez con un guión maravilloso, una fotografía única y un montaje tan bello que es protagonista por sí solo, una huella intima del director. Moonrise Kingdom es pura fantasía y, quien no crea ni se deje llevar por ella, más vale siga de largo. Es un film difícil para el resto, con una lógica, la de Wes Anderson, que poco se ajusta a las necesidades de un espectador que quiere acción de principio a fin, o que espera un desenlace para los aplausos. La trama es simple, concreta, lo maravilloso está en la composición. Hay que decirlo, Moonrise Kingdom es una película independiente que fue adquirida por Focus Entertainment, y como tal, presume todo el tiempo de esa condición de superproducción indie que no necesita de circuitos grandilocuentes para cosechar elogios, aunque desde Toronto a Cannes, pasando por los críticos de Chicago Tribune, se han deshecho en elogios. Inmediatamente se coloca entre las predilectas del público indie, al menos de los últimos años. Moonrise Kingdom tampoco es fácil para las etiquetas, una comedia con momentos melancólicos, que rescata valores como la amistad y el amor más auténtico y espontáneo; que se vuelve distintiva por las pinceladas personales y los caprichos de su director. Tiene pasajes que involucran a un relato en tercera persona, que se apoya en un acontecimiento histórico (una tormenta de verano) para desarrollar una especie de cuento de hadas entre dos niños que, entrados en la adolescencia, llevan a cabo un inocente encuentro que hará que tengan que elegir o madurar de golpe y seguir las leyes que les imponen sus familias (en el caso de él, el estado), o involucionar y jugar a un juego del que terminarán siendo protagonistas, un romance idílico que arrancará sonrisas y lágrimas entre el público más sensible. La tercera vía, es el guión de Anderson, que escribió la historia junto a Roman Coppola. Los diálogos son desopilantes, ocurrentes y creativos. La música, compuesta por Alexander Desplat y eslabón importante en cada una de sus películas, se impone de principio a fin, con melodías algo estrambóticas. El orden de los hechos, un verano de 1965 en Nueva Inglaterra (se filmó enteramente en Rhode Island), que será el escenario de la historia, es casi tan importante como las actuaciones propiamente dichas (las de Jared Gilman y Kara Hayward, los dos niños protagonistas, son reveladoras) . Una buena noticia que se repite en el tiempo, y es ver como Wes Anderson recicla cada uno de los elementos que le permiten elaborar cuadro por cuadro, una pieza de colección. Esas interpretaciones secundarias giran en torno a los personajes centrales, pero cada uno tiene una impronta bien marcada, como si Anderson no quisiera desechar nada. Sorprende gratamente ver a Bruce Willis encarnando a un agente medio pelo algo maníaco, o a Bill Murray y Edward Norton, aportándole una cuota de prestigio al reparto. Moonrise Kingdom probablemente no trascienda las fronteras del seguidor de cine medio, ni tampoco genere adeptos o deje contenta a la taquilla, lo que es seguro, marcará el compás de las producciones audiovisuales que pueden jactarse de ser diferentes. Al fin y al cabo, si pudiésemos preguntarle a Wes Anderson cuál es el objetivo del director al frente de una cinta, tal vez una respuesta posible sea que él sólo quiere divertirse y entregar una historia de amor apta para gente que cree en el poder de los sueños y que se permite jugar con ellos, elaborando un proceso de contrucción-deconstrucción propio de una de sus obras maestras con lapiz y papel. Y con suerte, le valdrá un par de nominaciones al Oscar.
El erotismo (no) es cosa de adultos El amor apasionado sólo puede tener lugar en los primeros años de la pubertad o pre-adolescencia, porque es la etapa en la que el descubrimiento del otro, y por lo tanto el deseo sexual latente, nacen de una curiosidad por completo ignorante. Si bien ante cada amante vamos a estar descubriendo siempre un cuerpo nuevo y nuevas sensibilidades, en esos años lo desconocemos todo, el otro es una isla por conquistar, es un misterio...
La belleza de los films de Wes Anderson es innegable, pero es evidente que sus anécdotas -en este caso dos chicos enamorados que se fugan cuando está a punto de desatarse una gran tormenta- y sus personajes coloridos y ridículos parecen vivir en una especie de status quo. Aún así, la película tiene elementos brillantes y una empatía poco común con las criaturas que la habitan. Anderson sigue filmando de tal modo que nos da gusto ver cada una de sus imágenes, aunque no siempre esos cuadros nos lleguen a emocionar.
Sinfonía para adolescentes Las películas de Wes Anderson se han vuelto un universo cerrado en sí mismo. Estructuradas cada vez más como casas de muñecas o cuentos troquelados, se han alejado tanto en lo formal de cualquier tipo de realismo que ya ni siquiera tiene sentido usar la realidad como referencia estética. Son estructuras autosuficientes, con una lógica interna propia y una serie de gestos formales claramente distinguibles. En ellas, nada parece estar librado al azar o a la suerte. Cada centímetro de la puesta en escena está pensado, medido y calculado como si se tratara de una composición musical para orquesta. No es casual, en ese contexto, que Moonrise Kingdom: Un reino bajo la Luna empiece con una pieza musical de Benjamin Britten titulada The Young Person's Guide to Orchestra que, interpretada por Leonard Bernstein y la Filarmónica de Nueva York, consiste en ir armando y explicando, parte a parte, el sonido de una orquesta completa. El cine de Wes Anderson puede ser comparado con este acercamiento: son películas "compuestas" con precisión a partir de una serie de elementos que, sumados entre sí, generan un sonido complejo y completo. Es cierto que todas las películas se construyen de manera similar, sólo que en el caso de Anderson esta construcción tiene marcas que son muy precisas y evidentes. No parece haber lugar para la improvisación. Son películas como partituras, en las que se ha estipulado y controlado hasta el más mínimo detalle. Ese "sistema" no siempre genera los mismos resultados. Y allí es donde entran a jugar los intangibles que hacen que el cine, finalmente, no sea jamás una ciencia exacta. Uno podría decir que -dentro del cine de Anderson- hay guiones mejores que otros, elencos mejores que otros, universos más interesantes que otros, y no se equivocará. Pero tengo la impresión de que no está allí el secreto de Moonrise Kingdom, la película más exitosa de la carrera del director de Los excéntricos Tenenbaum, sino en esa zona casi incontrolable para cualquier director que es la respiración, el aire, la emoción que puede aparecer o no en un film. La estructura de Moonrise Kingdom probablemente sea igual de firme que la de La vida acuática, pero si aquella película parecía un diorama de museo, rígido y formal, esta parece viva, latente. Anderson recupera en esta historia de amor y aventuras entre dos chicos de 12 años, Sam y Suzy, el aliento vital y emocional que caracterizaron a películas como Tres son multitud y Los excéntricos Tenenbaum. Acaso tenga que ver con la edad de los protagonistas, a quienes uno puede suponer más directamente conectados a este universo exagerado y de ensueño. Hay algo infantil en el cine de Wes Anderson y uno tiene la sensación de que cuando los protagonistas son niños o adolescentes la "sinfonía" se completa más naturalmente. De hecho, hasta se podría decir que el estilo conecta más con los recuerdos embellecidos que un adulto tiene de sus doce años que con la sensación que se tiene en el momento. Moonrise Kingdom transcurre en 1965 y eso le da a la película un aura algo nostálgica, que conecta a los espectadores con la idea de la infancia como recuerdo (no hace falta haber tenido 12 años en ese momento, la infancia siempre fue... antes) y con las sensaciones del primer amor, por más platónico que pudiera ser. Aquí son dos chicos "conflictivos" los que se conectan, primero a través de cartas, y luego en los hechos. Suzy tiene algo del personaje de Gwyneth Paltrow en Los excéntricos Tenenbaum: es la solitaria hija (tiene tres hermanos varones, más chicos) de un matrimonio de apáticos y ensimismados abogados (Frances McDormand y Bill Murray) con los que mantiene una fría y distante relación, a lo que hay que sumarle unos raptos de inusitada violencia que la chica tiene. Sam es un chico huérfano que está pasando un verano como boy scout en la isla donde vive Suzy. Odiado por sus compañeros e igualmente solitario, Sam se topa con Suzy en una obra infantil, queda flechado y esa conexión se extenderá a una serie de cartas enviadas de una punta a otra de la isla. De allí a planear un encuentro y fuga hay un sólo paso. El film se centra en ese intento de fuga y en la búsqueda que de ellos hacen los padres de Suzy, los boy scouts (comandados por Edward Norton) y el también solitario y tristón policía de la isla, que encarna Bruce Willis, mientras una fuerte tormenta se avecina. Es en la relación entre los dos chicos donde Moonrise Kingdom encuentra ese aire vital, esa "respiración" a la que hacía referencia antes. La extrañeza de conocerse, de descubrirse, del primer beso y de enamorarse entre estos dos chicos que aún no saben bien qué es lo que les sucede no sólo es el atractivo principal del film sino su corazón, el lugar donde uno entra emocionalmente en este juego de sombras chinescas. Los actores adultos quedan por detrás, aportando si se quiere algún toque de humor -en el caso de Tilda Swinton que encarna al personaje/función "Social Services"- y, en el de Willis, el link emocional que une a grandes y chicos (dato curioso, observen las situaciones con niños que los personajes de Willis aquí y en Looper tienen que atravesar). El resto de los habituales elementos que componen el universo "andersoniano" están todos en el acostumbrado nivel de excelencia (música, arte, vestuario, fotografía, etc.), pero por ahí no pasa la cuestión principal. Aún la más desabrida y árida película suya es inmaculada en todos esos rubros... Entre todas las metáforas posibles que se suelen usar para describir el cine de Anderson -además de la evidente que, en este caso, tiene que ver con lo orquestal-, aquí se me hizo muy obvia una idea de puesta en escena teatral, como si toda la película fuera una de esas obras escolares ambiciosas que hacía el protagonista de Tres son multitud. Por más cuidado, esmero y atención al detalle que se ponga en la preparación de una obra escolar, siempre habrá a la hora de hacerla un chico que dude, una chica que tenga miedo, uno que se equivoque u otro que no quiera salir a escena. Ese es el nervio y esa es la vibración que dan vida a esta extraordinaria película. Ese es el nervio y esa es la vibración que hacen tan encantadora como inmanejable una historia de amor como la que acá se cuenta.
Un escape por amor Llega a la pantalla grande una inteligente comedia, atravesada por el amor y la aventura de una chica y un scout de doce años que se enamoran y deciden (desde su niñez adulta) realizar un pacto secreto y escaparse a terrenos selváticos e inexplorados de una pacífica y ordenada isla de la costa de Nueva Inglaterra. Con un presentador y narrador de lujo, como lo es el actor Bob Balaban, quien se encarga de guiar al espectador durante los 94 minutos, la película corre sobre rieles sin grande sobresaltos. Perfectamente ambientada en el verano de 1965, el realizador Wes Anderson (El Fantástico Sr. Fox, Los Tenenbaums, Tres son multitud) se sumerge en una historia sin desperdicio, donde nó solo cuida la estética y la fotografía, sino que junto a Roman Coppola pusieron sendos talentos en el guión del film. Cabe destacar el aspecto formal (tomas que juegan con lo lineal, lo horizontal y lo vertical además del uso del zoom) y la música a Alexandre Desplat. Como es su costumbre, Anderson, reúne a grandes figuras que suele explotar para que den lo mejor: Edward Norton, Bruce Willis, Bill Murray, Frances McDormand y Tilda Swinton, quien ya había trabajado con el cineasta. Moonrise Kingdom es sumamente recomendable, pero no se puede decir que es el mejor film de Wes Anderson, ya que con él nunca se puede imaginar lo que está por venir. Sólo que es un relato sobre el amor, el "ordenado" mundo infantil ante el caótico universo de los adultos.
Universo Anderson La nueva película de Wes Anderson, Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna) (Moonrise Kingdom, 2012), sintetiza el particular estilo del director de Los exéntricos Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) en todos los sentidos. Una delicia para quienes gusten de su obra. Cuando Sam (Jared Gilman) decide fugarse del campamento de Boy Scouts, realiza una revolución en su pueblo, y más aún, al descubrirse que Suzy (Kara Hayward) lo acompaña en la aventura. Tal búsqueda genera la movilización de sus compañeros de campamento, junto a su líder Ward (Edward Norton), la policía a cargo del Capitán Sharp (Bruce Willis), y los padres de Suzy (Bill Murray y Frances McDormand). En el medio se tejerán las relaciones de amor entre los niños fugitivos y los adultos irresponsables. El particular estilo de Wes Anderson alcanza uno de sus puntos más altos con Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna): La utilización de reconocidos actores que osan de parodiarse a si mismos, sus movimientos de cámara distantes y rígidos, la representación de la adolescencia como un período de sufrimiento e injusticias, y el particular humor que se desprende de la nostalgia de época (año 1962 en este caso) donde la magia, la leyenda y la imaginación son la posibilidad de escape a un mundo mejor. Con tales elementos Anderson logra uno de sus mejores films luego de incursionar en la animación con El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) que no pasó por los cines locales. En esta oportunidad, la simetría exageradamente perfecta de planos, funciona argumentalmente como la estructurada formación que reciben los niños en el campamento. Ante tan rígidas disposiciones, no queda más que evadirse: por ello los niños huyen para ser adultos y los mayores escapan para comportarse como niños. Queda en evidencia las falencias humanas con simpatía y pesimismo marca Anderson. Pero Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna) también habla del amor como único componente que otorga poder sobrenatural al ser humano. En la historia en cuestión son los desórdenes climáticos los principales obstáculos que enfrentará el amor de los niños. Las incongruencias de los adultos dan color y textura a un film disfrutable de principio a fin. Claro que para eso hay que introducirse en el universo Anderson.
Sueño de una luna de verano Con cada nueva película de Wes Anderson me renace la sensación de cierta repetición, de un cine cerebral tan cerrado como distante. Hay frialdad en su puesta en escena, con esos seres incomunicados y fatalistas. Estos rasgos son todo un espíritu en su cine y aunque en ocasiones logre saturarme, aprecio un lenguaje personal tan interesante. Su último film, El Fantástico Sr. Fox (de animación, fue directo a video) me agradó por un desparpajo que esquivaba ese agotamiento que se venia produciendo por tanto fagocitar su propio estilo, algo que se veía claramente en la película Viaje a Darjeeling. Llegaba el turno de Un Reino Bajo la Luna (Moonrise Kingdom), un film del que se venia hablando más que bien, y ahora entiendo las razones. El nuevo film de Wes Anderson alcanza algo que venía diluyendo película a película, y que para mi gusto era una de las grandes falencias de su cine, demasiada sensatez para tan poco sentimiento. Ese cine tan intelectual buscaba una felicidad gélida. Pero esta vez, y a pura aventura, logra encontrar un resquicio para la ternura, algo poco habitual para su cine. Esta historia infantil con tintes dramáticos (y fantásticos) es una aventura que juega a Los Goonies y como aquella, versa sobre familias en crisis (como todo el cine de Wes) pero cambiando el tono de su fatalismo a través de una mirada ingenua donde todo parece fatídico pero que en realidad, es posible de enmendar. Esta historia de dos niños que se enamoran y deciden escaparse se ubica en el año 1965 y en una isla. Decisiones que no son accidentales en un cine calculado. Sus personajes viven atrapados en la lógica de ese universo y hablar en pasado permite la melancolía con su aire vintage. Anderson funciona como un reloj (con lo acertado y mecánico que trae aparejado) pero logra aquí algo que desde hace bastante no observaba, rompe el mecanismo dejando respirar la historia y a sus personajes. Sam huye de un campamento de scouts, Suzy de una familia de padres juntos pero quebrados (con un padre interpretado por Bill Murray que con poquísimos gestos demuestra su genialidad) y juntos buscan su lugar en el mundo. Él es paria de su grupo y ella ve su entorno con ojos extraños. En su búsqueda parten los padres, el sheriff (Bruce Willis) y el jefe scout (Edward Norton). En medio de esa persecución sucede un hecho clave para el relato, los niños que tanto despreciaban a Sam deciden ayudarlo. Ahí se siente el cariño de Anderson por el relato y su pareja protagonista. Conmociona la película, brindando la certeza de que se apostó por algo más grande que la razón. Su sistema tan preciso se desborda por amor, empapándonos de una hermosa ensoñación libre de sus habituales construcciones que nos apartaban emocionalmente de la historia. Una pasión que logra desbandarlo, y está bien que así sea.
Wes Anderson es un director que se dio a conocer a fines de los ’90 con dos películas pequeñas como "Bottle Rocket" y la excelente "Tres son Multitud". Fue una de las insignias de lo que sería el nuevo cine independiente norteamericano. A diferencia de muchos de los que comenzaron con él, lo que hace único al director de "Los Excéntricos Tenembaun" es que nunca perdió su rumbo, su origen, su estilo; a pesar de incursionar en distintos modos de encarar un film. Luego de un parate de tres años, vuelve con "Moonrise Kingdom" a confirmar por qué se ganó un lugar entre los nombres más destacados de Hollywood. Cuento anárquico infantil/adolescente. Situada en 1965, Sam (Jared Gilman) es un niño boy scout huérfano al que sus padres adoptivos rechazan y su misma tropa parece no comprenderlo. Suzy (Kara Hayward) es algo así como una niña grunge, de ojos delineados, mirada aguda, analítica, y con sentimientos algo apáticos hacia la sociedad. Como si fuese 11 y 6 de Fito Paez, ya se habian conocido el verano anterior y mantenían una relación a través de cartas. Suzy siente una atracción inmediata hacia Sam y su aspecto nerd y retraído; se re-encuentran, y entre los dos nace un amor profundo que los lleva a huir de quienes no lo comprenden, o sea huyen del mundo de los adultos. El punto de fuga será una la isla de Nueva Inglaterra, la misma que le da título a la película, un lugar mágico, un punto de encuentro donde nadie los moleste. Por otro lado, los adultos (observados de una manera despiadada) emprenderán una búsqueda impensada para encontrarlos... y un tornado (literal y metafóricamente) se avecina. Al igual que en sus films anteriores, Anderson toma como partida una historia simple, sin demasiadas complicaciones, para una vez allí poner el foco en los personajes, en conjunto y por separado. Si antes se insinuaba cierta mirada de desagrado hacia la madurez y algo de mirada cómplice hacia ese momento especial que es la infancia, en Moonrise Kingdom esa idea está más explícita que nunca. Los adultos parecieran comportarse de manera más estúpida cuanto mayor sea su grado de profesionalismo o responsabilidad. Por ese lado tenemos a los padres abogados de Suzy (Bill Murria y Frances McDormand), el instructor de los Scout (Edward Norton), la asistente social (Tilda Swinton) y el Capitán Sharp (Bruce Willis); y tal vez este último sea el único que merece salvarse. En cambio, el dúo de niños es mostrado en su esplandor, Sam y Suzy son únicos, extraños pero muy queribles, y la cámara de Anderson los ama, los comprende. Todos los elementos están ahí, la ironía, cierta melancolía, el juego de diálogos, la marcación actoral precisa (todos, niños y adultos cumplen labores remarcables), la cámara aguda casi antropológica. Pero además Moonrise Kingdom suma un elemento que hasta ahora era extraño a su director, cierto mundo de ensoñación, rozando el realismo mágico; esto puede complejizar un poco entender qué es lo que se está viendo (por lo menos para un ojo no acostumbrado), pero a la vez le suma una atmósfera increíble, perfecta. A esta altura confesar que soy un admirador de la obra de su director ya es redundante, y Moonrise Kingdom se encuentra entre sus mejores películas. Todo está perfecto donde debe estar. Anderson logra, aunque ya se presiente que entró con todo al mundo de Hollywood, mantenerse más fiel que nunca su estilo. Por momentos puede pecar de pretenciosa, y con algunos subrayados innecesarios, en todo caso datos menores. Así, "Moonrise Kingdom" es una excelente ocasión para re-encontrarnos con su cine, más sabiendo que a su anterior película se nos condenó a verla directo en DVD; oportunidad imperdible.
El tiempo del amor y de la aventura La nueva película de Wes Anderson monta su trama elegíaca sobre un tiempo de utopías infantiles. Una edad de escapes y pactos terribles, de primeros besos y primeras heridas. Un reino bajo la luna es una historia de amor entre dos chicos solitarios que se dan a la fuga a través de mares, bosques y acantilados con Françoise Hardy como madrina y con una tropa de scouts, los servicios sociales y todas las neurosis del mundo adulto a sus espaldas. Conducida por el ritmo de la joven pareja fugitiva, la película palpita en una búsqueda amorosa, en un gesto liberador y fantasmal, en una aventura a toda costa. Sam es un boy scout huérfano odiado por sus compañeros que acampa en la isla donde vive Suzy, una joven bella de rostro serio que no se siente a gusto con sus padres y sus hermanos pequeños (la típica familia disfuncional de genios apáticos del cine de Anderson, con dos abogados a la cabeza). La secuencia de apertura despliega todos los recursos formales de un director autoconsciente habituado a construir ficciones cerradas como casas de muñecas. La descripción metódica y exhaustiva de la casa donde vive Susy comienza con un plano fijo bien organizado y sigue con una sucesión de travellings que presentan cada espacio de manera frontal repitiendo el mismo procedimiento. El campamento scout, en el que las carpas son una suerte de casas en miniatura, se muestra de manera similar: un largo travelling acompaña al jefe en su recorrida mientras descubrimos a los scouts ocupados cada uno en su actividad. El pequeño Sam tiene una afición por el orden, el inventario y la cartografía. La película está controlada por un deseo similar de puesta en orden con sentido estético. Como sus personajes, Wes Anderson construye un mundo acorde a sus deseos, un mundo ideal y alternativo. En el primer campamento de los enamorados, en una isla desierta sacada de las novelas de aventuras, Sam le pide a Susy hacer un inventario de sus pertenencias. El cineasta rescata la dignidad de las pequeñas cosas: las cajas de alimento para gatos, un peine, una pipa, un simple de Françoise Hardy. Así se mezclan, íntima y delicadamente, la función cómica y el significado metafísico. Cada gesto y cada motivo poseen una infinita sofisticación: el uniforme de Sam se cubre de pequeñas insignias con significado propio. Las listas, los mapas, los enormes anteojos de él y los prismáticos de ella, todo tiende a considerar al universo de manera analítica antes que sintética, más como una suma de elementos que como un conjunto. Pero los personajes de Un reino bajo la luna están poseídos por pasiones y ansias de aventuras que trascienden el rigor obsesivo de la puesta en escena. El cineasta consigue una película extremadamente formal e inmediatamente placentera en la que buena parte del placer proviene de la fuerza seductora de los colores y de la geometría. Los chicos, al igual que el director, cultivan el gusto por el detalle, pueden detenerse a juntar piedritas para su colección y organizar pieza a pieza un mundo particular en el bosque o en su habitación. La fuga es también un escape libertario y transgresivo. La cámara observa el cuerpo semidesnudo de la bella Susy con un descaro evidente, Sam perfora las orejas de su amada con unos anzuelos en forma de pendientes que hacen fluir un hilo de sangre por su cuello en una hermosa metáfora de la pérdida de la virginidad. La aventura no es inocente. La desaparición de los chicos del campamento y de la casa familiar reabre viejas heridas existenciales en padres y profesores. Una temible cerrazón impregna la película y se personifica en los retratos del desencanto adulto. Una tormenta descomunal se avecina. Una sombra recubre la intriga infantil en la noche azul y plateada del huracán. Un rayo puede abatirse sobre un niño pero nada detendrá el destino romántico de los pequeños amantes. Para ellos sigue sonando la canción: aún es el tiempo de los amigos, el tiempo del amor y de la aventura.
Wes Anderson es un director bastante particular que tiene sus fanáticos y detractores. Sus películas no son recibidas de la misma manera por todo el mundo y aquellos espectadores que no se enganchan con su humor no la pasan tan bien en el cine con estas historias. Vida Acuática, que para algunos de nosotros puede ser una genialidad, hay personas que la encuentran incomprensible porque no disfrutan ese estilo de humor. Un reino bajo la luna es un film especial de Anderson ya que se trata de la historia más emotiva que brindó en su filmografía y la que probablemente mejor se puede conectar con el público general que no está familiarizado con sus propuestas. Si bien cuenta con el humor y personajes pintorescos que sobresalen en el arte del director, esta es una producción que no llega a tener el contenido lisérgico de otros filmes como Vida Acuática o Viaje a Darjeelin que eran un delirio absoluto. En este caso brindó una historia de amor entre dos geniales jóvenes freaks que se roban la película gracias a las interpretaciones de Jared Gilman y Kara Hayward, quienes debutaron en el cine con este trabajo y resultaron un tremendo hallazgo. Una de las grandes virtudes de la película es que retrata con mucha precisión el período de la preadolescencia desde los ojos de los chicos, algo que le dio a esta propuesta una sensibilidad especial que no tenían otros trabajos de Anderson. Los dos protagonistas están rodeados por grandes actores donde no faltan los ya clásicos colaboradores del director, Bill Murray y Jason Schwartzman, además de muy buenas participaciones de Edward Norton y Bruce Willis. Visualmente el film es impecable y presenta esa fotografía con colores intensos que suelen ser parte del cine de Anderson. Otro gran acierto es la música de Alexander Desplat, que ya había colaborado con el cineasta en ese film de animación loquísimo que fue Fantástico Mr. Fox, y en esta ocasión brindó una poderosa banda de sonido que tiene un rol destacado en la trama. Un reino bajo la luna es probablemente uno de los mejores trabajos de este realizador y merece su recomendación. Hugo Zapata EL DATO LOCO: Kara Hayward, la protagonista del film fue calificada como superdotada a los 9 años, cuando sus padres descubrieron a través de distintos exámenes que el coeficiente intelectual de la chica superaba al de la mayoría de los niños de su edad. Desde el 2007 forma parte de Mensa, la asociación internacional de superdotados.
Historia de chicos enamorados A cierta edad se comienza a cuestionar a los adultos. Padres, maestros, guías, dejan de ser esas personas admirables de la infancia. Se empiezan a ver sus defectos, sus errores. Es el tiempo también de los primeros amores, los primeros deseos. En "Moonrise Kingdom", el director y coguionista Wes Anderson celebra esa libertad, la independencia, la rebeldía de la preadolescencia. La historia en realidad es muy simple: el romance entre el scout huérfano Sam (Jared Gilman), y Suzie (Kara Hayward), la hija mayor de una familia en silenciosa crisis, que se ponen de acuerdo a través de escuetas cartas para huir juntos, y la búsqueda desesperada de los adultos a cargo. Esta temática, que podría hasta ser trágica en otro contexto, es abordada por el habitual humor de Anderson, que elimina cualquier atisbo de gravedad en el asunto, y por el contrario la enmarca en un sinfín de situaciones cercanas al ridículo, de tan alocadas. Sam y Suzie no son muy conscientes de los percances que pueden sobrevenir, ellos sólo buscan un universo propio, donde ellos sean los reyes, y nadie los moleste. La revolución que su huida generará en la isla en la que viven demostrará también que a veces los niños son mucho más maduros que los adultos, e incluso capaces de defender un amor con mayor convicción que aquellos. Las actuaciones de los chicos, hasta el modo de hablar de Gilman y las expresivas miradas de Hayward, son impecables. El elenco adulto tiene menor participación, pero los nombres suenan fuerte. Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray, Frances Mc Dormand, Tilda Swinton, y hasta una pequeña aparición de Harvey Keitel, todos, excepto tal vez Murray que tiene mucho Anderson en su haber, participan con un tipo de rol poco frecuente en sus carreras. El trabajo estético es un tema muy elaborado y cuidado al detalle. Desde los fuertes colores en todas las escenas, incluso las que transcurren en la oscuridad, los colores luminosos y hasta algo saturados de los paisajes, todo remite a una concepción pictórica de la imagen. En los créditos finales incluso se reconoce a los autores de cada una de las tapas de los libros de Suzie. Anderson logra así un filme muy bello visualmente, más accesible desde la interpretación que otros de su factoría, y que combina la ternura de su historia principal con el humor ácido habitual en este director. Poesía, romance, humor, elementos magistralmente combinados, en un filme que vale la pena ver.
Los inadaptados de siempre Llegar a la séptima película con un universo propio, una prolífica galería de personajes disfuncionales pero creíbles y queribles sin agotarse ni repetirse en formalismos pero fiel a un estilo cinematográfico que transita por estos momentos por su etapa de mayor madurez no lo consigue cualquier realizador en estas épocas industriosas y mediocres del cine hollywoodense. Wes Anderson ha demostrado a lo largo de sus películas ese inagotable espíritu de romper códigos y moldes a fuerza de talento creativo, un ejemplar uso del humor y la ironía sobre estereotipos pero sobre todas las cosas una profunda sinceridad ante el espectador al hacerlo partícipe de sus alocadas aventuras existenciales dentro de su propia galaxia, atravesada de melancolía, ternura, contradicciones, dobleces morales y personajes con características de antihéroes que se transforman en sus avatares en héroes más temprano que tarde. Pero a esas tribulaciones del orden existencial pareciera ahora que se le oponen las historias de amor y el optimismo que encarna una mirada romántica sobre la realidad que transmite cierta cuota de esperanza y de regreso hacia el lugar de la infancia, donde se puede ser feliz alejado del mundanal mundo adulto y más aún de la pesadumbre que implica convertirse en adulto y en mustio receptor de todos aquellos códigos que coartan las ganas de ser libre desde lo institucional a la estructura nuclear de una familia. De esas ataduras que funcionan bajo un orden invisible como el que podría encontrarse en cualquier orquesta de música al ejecutar una pieza (algo que en el brillante prologo se desarrolla y cierra en el epílogo durante los créditos finales) en la que cada instrumento cumple un rol diferenciado y ninguno traspasa el límite del otro se pueden encontrar las grietas para escapar y en su versión musical las variaciones que transforman esa estructura rígida en otra cosa diferente, tal vez imperfecta pero genuina al fin. Y qué mejor que una pareja de preadolescentes en fuga de amor y dispuestos a huir de la densidad y opresión del mundo adulto para que la grieta del orden moral, cultural e institucional se resquebraje y estalle como ese platillo metálico que corona el compás y marca el pasaje de una estrofa a otra. Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom) tiene como protagonistas a Sam Shakusky (Jared Gilman), niño huérfano de 12 años que integra el cuerpo de Boys Scouts y a Suzy Bishop (Kara Hayward), la mayor de las hijas del matrimonio integrado por los abogados Walt (Bill Murray) y Laura (Frances McDormand), insatisfechos en su vida matrimonial y funcionales a la rutina, quienes descubren que su hija Susy mantenía una relación epistolar con el joven rebelde y a partir de ahí encaran una búsqueda junto a los representantes de la institución de Boys Scouts: Randy Ward (Edward Norton), el Capitán de Policía Sharp (Bruce Willis) a quienes se sumará la Encarga de Servicios Sociales (Tilda Swinton) hacia el último tramo del film, en el que un narrador omnipresente -símil Jaques Cousteau- va intercalando datos sobre la odisea y el contexto en el que transcurre. La estructura fragmentada permite un mejor desarrollo de los acontecimientos que toman como eje la fuga y la resistencia de la pareja de niños cada vez que la presencia adulta invade y los termina separando para luego volverse a unir y así marcar el destino del relato en un increscendo que acumula situaciones, algunas de ellas jugadas hacia el absurdo, otras teñidas de una pátina emocional y un puñado llevadas al extremo y a lo impredecible en donde Anderson emplea los recursos cinematográficos para enriquecer una trama ambientada en los 60 (no había teléfonos celulares y se escribían cartas manuscritas) con una fuerte impronta estética setentista donde resaltan colores y por momentos aspectos de cómic en los encuadres más allá de los sustanciales aportes de la banda sonora encargada a Alexander Desplat. El nuevo opus de Wes Anderson continúa en la línea existencial, melancólica, profunda e irreverente de sus primeras obras pero ahora con más madurez por parte del director y una apuesta honesta por todo aquello que hace a su buen cine.
Dulce y melancólico Dos chicos se escapan en una isla para vivir una aventura amorosa en el nuevo filme del director de “Los excéntricos Tenenbaums”. Los filmes de Wes Anderson pendulan, alternan entre la melancolía y la tristeza, la resignación de sus personajes. Es el vuelo poético del director de Tres son multitud y Los excéntricos Tenenbaums el que nos reconforta durante la proyección, por más que nos deje un sabor agridulce, semiamargo al terminar la misma, y nos acompañe afuera del cine. Con un elenco que es todo un seleccionado (Edward Norton, Bill Murray, Bruce Willis, Frances McDermond, Tilda Swinton, Harvey Keitel, Jason Schwatzrman), los protagonistas no son ellos sino chicos. En particular, dos. Sam (Jared Gilman), que se escapa de un campamento de scouts en la isla donde transcurre la película, y Suzy (Kara Hayward, un rostro a seguir), que huye de la casa de sus padres en esa misma isla para encontrarse con Sam y vivir una aventura. Casi, casi como en Melody . El resto, salvo Schwartzman, partirá a su búsqueda. Es 1965 (pero podría ser 1940, 1990, 2012 o 2040) y un narrador omnipresente (Bob Balaban), que entra y sale del relato y de la pantalla, se dirige al espectador y también a los personajes, cuenta que cuando empieza la historia, faltan tres días para el arribo de un huracán. Un dato, no más. Sam y Suzy son preadolescentes pero se mueven como adultos en un mundo en el que los adultos se mueven como preadolescentes. Los chicos quieren escapar de sus realidades (Suzy le escupe a su madre el consabido “Te odio”; Sam no puedo hacerlo porque es huérfano), algo en que los mayores les vienen ganando por trayectoria y veteranía. El jefe del grupo de scouts (Norton) se desdice al confesar cuál es su principal profesión, si líder o maestro de escuela; el policía (Willis) y la madre de Suzy (McDermond) tienen un affaire de manual; el padre de Suzy (Murray) y el jefe máximo de los scouts (Keitel) actúan más como niños que como cabezas de sus respectiva familia y grupo. Anderson, que escribió el guión con su amigo Roman Coppola, les pone delante de sus ojos a su héroe y heroína enormes anteojos (a Sam) e indispensables binoculares (a Suzy) para que vean, adviertan mejor lo que los rodea, o lo que se les viene. Aunque obvia, la referencia del inexorable paso de la ingenuidad hacia la madurez, la oportunidad de vivir en ese verano una aventura que (¿tal vez?) no puedan o se atrevan a realizar después. Hay algo de fábula en el relato, en la isla que recorren como en El fantástico Sr. Zorro , la anterior realización animada del texano Anderson. El reino, el universo, el mundo o la mente de Wes Anderson es también una isla en el panorama del cine estadounidense. La iluminación de Robert Yeoman abre una paleta de colores festivos, la música de Alexander Desplat hace más que acompañar y, con un elenco recargado, Un reino bajo la luna les recuerda, a los desafortunados que lo olvidaron, que vivir un sueño no es (no era) tan difícil como creían.
Una fábula encantadora Decir que Wes Anderson es un creador único puede parecer altisonante. Pero ¿cómo distinguir a un cineasta que crea estos encantadores mundos de fantasía que tanto dicen sobre el mundo real, mundos en miniatura poblados por excéntricos que se expresan en clave de comedia, pero traen en el fondo cierto aire melancólico y tristón y aun así exponen casi siempre su visión optimista de las cosas? ¿Cómo encontrar el adjetivo que le quepa justo a un artista tan sensible, elegante, generoso, delicado, sincero, imaginativo, singular y difícil de definir si al mismo tiempo sus obras son tan inmediatamente reconocibles que parecen llevar una marca registrada? A quienes lo admiran y disfrutan de visitar sus mundos imaginativos y extravagantes no hace falta decirles mucho; sólo que Moonrise Kingdom: un reino bajo la luna es una fábula encantadora que transcurre en 1965, un tiempo en que se supone todo era más inocente y más sencillo, y habla de la fuga de amor de dos preadolescentes en busca de su propio paraíso (y probablemente también de una sociedad dividida que crece y aprende a unirse), en el más puro estilo Wes Anderson. A quienes no lo han descubierto todavía o los que rechazan sus rarezas, cabe invitarlos a dejarse llevar por la tierna dulzura y la gracia del film siguiendo -como los personajes mismos en la ficción- la Guía de orquesta para jóvenes, de Benjamin Britten, que sugiere la metáfora al exponer sobre sus Variaciones y fuga sobre un tema de Purcell lo que cada sección de la orquesta aporta al sonido del conjunto. En la imaginaria isla de Penzance, Nueva Inglaterra, cada uno cumple su función; los boy scouts a las órdenes de un Edward Norton de pantaloncitos y medias altas; el único policía (Bruce Willis) que asegura el orden; la pareja de abogados que atiende los trámites judiciales (Bill Murray y Francis McDormand), y una dama enérgica (Tilda Swinton) cuyo nombre lo dice todo: Servicio Social. No todos son felices, pero menos que nadie lo son los dos protagonistas que han decidido desafiar el orden establecido: el diestro scout huérfano que ha cambiado varias veces de hogar sustituto y es poco querido por sus compañeros y la chica solitaria, hija de los abogados, que no se despega de los poderosos binoculares ni de sus libros, su mascota y su música preferida. La sabiduría de los indígenas les indicó dónde establecerse; lo demás lo hacen los conocimientos de Sam (Jared Gilman), el sentido práctico de Suzy (Kara Hayward), la decisión de alejarse de un mundo que no les es grato y el puro amor que se profesan. Claro que la inexplicable desaparición de los chicos alborota a toda la isla y pone en movimiento una búsqueda desesperada, sobre todo porque -según lo ha informado un relator que es cartógrafo e historiador (Bob Balaban)- se viene una terrible tormenta, quizás una nueva edición del Diluvio Universal. Hay mucho de poético cuento infantil en la historia imaginada por Anderson y Roman Coppola, también su coguionista en Darjeeling, muchos enredos que van desanudándose, un sinfín de aventuras, que involucran incluso a los solidarios scouts dispuestos a socorrer a su ex compañero y una secuencia espectacular cuando llega el huracán al cabo del cual todos, después de haber sufrido el miedo de perder a dos seres amados, reanudan la vida con espíritu más amigable y comprensivo. Es una delicia que se disfruta de principio a fin (y fin quiere decir hasta que terminan los créditos, un cierre redondo) y a la que muchísimo contribuye el admirable elenco, en especial Gilman y Hayward, que cargan con las mayores responsabilidades, pero también los consagrados, entre los que no es injusto destacar al tierno Willis y a un impagable Edward Norton..
Oda a la infancia perdida Moonrise Kingdom es un film de iniciación, el relato de un primer amor entre un chico y una chica de 12 años decididos a escapar no sólo del mundo adulto sino también de todo lo que los rodea, para perderse en la soledad de la naturaleza. ¿Qué mejor para los hostiles tiempos que corren que una melancólica, agridulce comedia alejada de la realidad cotidiana como Moonrise Kingdom? Tal es el título de la nueva película de ese niño grande que parece Wes Anderson, el autor de films de una poesía y singularidad absoluta, como Los excéntricos Tenenbaum (2001), La vida acuática (2004) y Viaje a Darjeeling (2007). Con un elenco multiestelar encabezado por Bruce Willis, Bill Murray, Edward Norton, Frances McDormand y Tilda Swinton (más un cameo de Harvey Keitel), la troupe de Anderson habita –con un buen humor no exento de una importante cuota de nostalgia– una pequeña isla imaginaria de la costa de Nueva Inglaterra, hacia finales del verano de 1965. Es que Moonrise Kingdom es una suerte de pequeño poema naïf dedicado a la infancia perdida, un film de iniciación, el relato de un primer amor entre un chico y una chica de 12 años, decididos a escapar no sólo del mundo adulto, sino también de todo lo que los rodea, para perderse en la soledad de la naturaleza, sin prever que un tornado –tan potente como su romance– está por golpear la isla. Según ha confesado el propio realizador (ver aparte), es la primera y única vez que, de manera consciente, trató de captar una sensación específica, “esa emoción que se siente en la pre-adolescencia cuando uno cree estar enamorado”. Claro que conociendo el universo particular del director no se puede esperar de Moonrise Kingdom una nueva Melody (1971), aunque el director admitió que, entre otros materiales, les hizo ver a sus pequeños actores (Jared Gilman y Kara Hayward) aquel hito del almíbar protoadolescente. El suyo es un film tan personal y a contramano de Hollywood como todas y cada una de sus películas previas, teñidas por la excentricidad, por cierta pureza de espíritu y sobre todo por una estética inmediatamente reconocible, que no podría ser sino suya. Basta ver la escena inicial, la descripción de la idílica casa donde vive Suzy con sus padres (Murray, McDormand) y sus pequeños hermanos para advertir que, una vez más, el espectador está en presencia de un raro juguete cinematográfico, una suerte de gigantesca casa de muñecas donde el director parece ubicar a sus personajes y a todo lo que los rodea como si se tratara de reconstruir el mundo a la medida de la imaginación. Ese recurso ya aparecía en la nave de exploración submarina de La vida acuática, reconstruida completamente en estudios y recorrida por la cámara como si fuera un croquis en el que se podía ver en un solo plano todas y cada una de sus salas. Pero ahora en Moonrise Kingdom ese concepto va un poco más allá, al punto de que la película toda parece un “pop up book”, uno de esos coloridos libros infantiles que van cobrando cuerpo y dimensión a medida que se van pasando las páginas. Si Suzy es poseedora de una belleza arcaica, un poco a la manera del cine mudo, su galán en cambio parece un nerd arrancado de una película de Todd Solondz: pequeño, de anteojos y aborrecido por todos sus compañeros de la patrulla de boy scouts a la que pertenece y a la que el chico, obviamente, desprecia. Luego de la fuga de ambos, toda la patrulla los perseguirá, bajo la amable conducción del líder del grupo (Norton) y del sheriff local (Willis). Pero para cuando los encuentren, las intenciones iniciales de venganza de los chicos se convertirán en pura solidaridad, al punto de que ayudarán a la pareja a seguir conquistando terreno lejos del mundo adulto. La banda de sonido siempre es importante en la obra de Wes Anderson, un poco por ese espíritu “beatle” que a veces parece derivar del cine de Richard Lester, con esos travellings laterales que van descubriendo diferentes acciones y gags. Pero, a diferencia de las versiones de David Bowie que cantaba el brasileño Seu Jorge en Life Aquatic, aquí el soundtrack está compuesto por una rara miscelánea, que va desde una obra orquestal didáctica para niños de Benjamin Britten (un poco a la manera de El carnaval de los animales de Saint Säens) hasta media docena de temas del músico country Hank Williams, que ambientan la película en un tiempo definitivamente perdido.
Wes anderson puede ser odiado o amado como tantos directores. Y es que su peculiar estilo de dirección (Viaje a Darjeeling, El Fantástico Sr. Fox) genera opiniones encontradas. Moonrise Kingdom o Un Reino bajo la Luna es su última dirección (y guión), y con ésta película abrimos oficialmente el camino hacia los oscares, al ser postulada por varios medios como una posible candidata a la ansiada estatuilla no sólo en el rubro de Mejor Película, sino probablemente en el de mejor guión original, al ser la película que abrió el festival de Cannes y recibir buenas críticas. Teniendo como base un reparto muy sólido como Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray y Tilda Swinton, por nombrar algunos, la historia se basa en el viaje romántico de Sam y Suzy, dos niños de doce años que deciden escapar de casa después de conocerse, allá por los años 60 y entablar una curiosa relación por correspondencia. De personalidades totalmente opuestas, ambos se sienten solos en el mundo (uno con más razones que el otro) y deciden escapar, siendo perseguidos por a patrulla de Scouts (niños exploradores) de Sam, los padres de Suzy y la policía local. Es así que, en una mezcla de drama, comedia y romance, se desarrolla la corta pero entretenida y muy sentimental historia que nos narra Anderson. Sin mucho cliché, con unas actuaciones sencillas pero creíbles y bien logradas, hay quizá algún defecto que recriminar, como por ejemplo, las escenas narradas en tercera persona que quieren dar un contexto histórico a la narración y que terminan por ser inservibles. O de igual manera, criticar el desarrollo de personajes o el desenlace hasta cierto punto extraño que tiene la historia, y que sin embargo, sólo lo hace para llegarnos al corazón y detenernos a pensar un poco en nuestros pequeños (para aquella gente que los tiene): ¿Sabemos lo que es bueno para ellos o simplemente creemos saberlo? Y por cierto. A mí me hizo recordar a mi primer amor. Cuando la vean, ya me platicarán si no sintieron lo mismo. La dirección es realmente de alabar, al manejar a los pequeños en pantalla aunque a veces, se les puede notar un poco su inexperiencia, especialmente en escenas sin diálogos; pero con el soporte de la gente experimentada, con unas locaciones naturales bellas y una música creada por Alexandre Desplat que nos sumergen en su fantasía y nos ponen en la modulación correcta, Moonrise Kingdom es un platillo romántico para disfrutar en pareja y empezar a prepararnos para el invierno (verano allá en el cono sur) y la correspondiente temporada de premios.
Amor amarillo. Wes Anderson es un cineasta muy particular. Su estilo es como un tatuaje imposible de borrar, y estéticamente, sus obras parecen clonadas, repitiendo una y otra vez los mismos recursos técnicos, los mismos tipos de decorado el mismo estilo y color de vestuario y, sobre todo, los mismos actores. Para algunos esto es falta de creatividad, para otros es su firma. Lo claro es que sus películas no pasaron desapercibidas, y logró marcar a fuego a miles y miles de cinéfilos alrededor del mundo que hoy se inclinan ante cada nueva película de este director. Su más reciente trabajo fue Un Reino Bajo La Luna (Moonrise Kingdom, 2012), el primer largometraje que hace con actores desde 2007, cuando rodó Viaje a Darjeeling. Aquí el actor toca de costado la temática de su obra maestra, Los Excéntricos Tenembaums (The Royal Tenembaums, 2001), con sus típicas familias disfuncionales e indiferentes, pero le da una vuelta de tuerca sumando un amor clandestino de dos preadolescentes. Uno es Sam (Jared Gilman), huérfano, eternamente rechazado por sus compañeros y un miembro destacado de una comunidad scout; la otra es Suzy (Kara Hayward), incomprendida, con esa oscuridad depresiva que suelen tener los intelectuales, pero con apenas 13 años y encerrada en una familia en donde el amor está ausente. Ellos se conocen casi por casualidad, y allí inician una relación por carta (nota: la película se ambienta en la década del '60. Wes Anderson es hipster, pero tampoco la ridiculez) que culmina con un plan para huír y vivir juntos al aire libre, creando su propio reino bajo la luna, cazando y pescando su comida, etc. Por supuesto que esto no será bien visto, no solo por la familia de Suzy (Frances McDormand y Bill Murray) sino que también disparará la alarma del torpe lider scout del chico (Edward Norton) y del policía local (Bruce Willis), que moverán cielo y tierra para encontrarlos. Mientras tanto, ellos comenzarán a descubrirse, a amarse y a soñar con la utopía de no ser encontrados nunca bajo el refugio de las estrellas. Pero claro, las utopías se caen pronto, y ellos serán descubiertos, pero no por eso renunciarán a su sueño de vivir eternamente juntos. Un Reino Bajo La Luna está envuelta en un manto de ternura que ablanda las cosas y las lleva a un territorio mágico-andersoniano en donde la sensación de que cualquier cosa puede pasar vive latente, pero no está edulcorada. Es como una realidad de esas que escribía Mark Twain, en donde las aventuras eran aventuras reales, llenas de diversión, pero también de riesgos. Todos los que fuimos adolescentes podemos sentirnos identificados con este amor juvenil, con este sueño imposible de vivir la vida salvaje, y podemos porque es algo real, porque si bien si está hecho con cierta inocencia, no omite los detalles reales, como por ejemplo el deseo sexual de un adolescente con las hormonas revolucionadas. Todos los lugares comunes del director están presentes: Los primerísimos planos, los travelings de cuarto a cuarto, el maldito color amarillo en cada rincón, y todo de una forma tan armónica que hasta nos da ternura. Y es que Un Reino Bajo La Luna es, sobre todo, ternura. Ya sea por un grandulón triste y solitario o por un chico enamorado, la sensación de empatía nos inunda desde el principio, y aseguro que la sonrisa se mantendrá incluso horas después de terminada la película. @JuanCampos85
Particular visión de mundo El último film de Wes Anderson es una nueva prueba de su talento para recrear universos y personajes sin edad. La historia de un amor simple y hermoso para mirar de cerca. Apenas transcurridos unos minutos de Un reino bajo la Luna, cuando ya se establecieron los parámetros del relato –año 1965, una isla, una rígida tropa de boy scout, un no menos rígido y hastiado matrimonio, un chico con problemas, todos con problemas–, Sam y Suzy se ven, se encuentran. Poco importa que a la chica la rodeen sus compañeras (no confundir con amigas), que él esté solo (siempre lo está), el mundo desaparece, son sólo ellos dos. Con apenas 12 años ya están enamorados para siempre. Mientras que una tormenta, la que llega puntual, la que siempre causa inundaciones, va avanzando, la película desgrana su sistema de observación: planos fijos, colores que se destacan dentro del apagado entorno emocional de los personajes. Walt y Laura, los padres de Suzy (Bill Murray, Frances McDormand) ya no se hablan, sus disciplinados hermanos escuchan en un disco cómo se arma una orquesta sinfónica en un escenario que es casi una casa de muñecas, el increíblemente melancólico sheriff (Bruce Willis) cuida a la comunidad y sostiene un romance con Laura, mientras que Sam toma la decisión de salirse de la tropa, escapar del liderazgo de Ward (Edward Norton) hacia la libertad. Con Suzy, claro. En esas islas, donde el mundo parece ajeno, la fuga de los dos chicos se funde con la tormenta, la anunciada, la que viene a resquebrajar el diseño social anquilosado. La visión de Anderson se abre a la conclusión fácil del pesimismo, pero no, el director texano ofrece para la última parte una salida tierna, lúcida e ideal para sus criaturas que merecen un destino mejor. Pasó ya una década desde el estreno de Los excéntricos Tenenbaum y acaso la formidable película sobre una familia de genios fue el punto más alto, la confirmación lógica, de todo el talento que hasta el momento venía demostrando Wes Anderson, primero con Buscando el crimen (Bottle Rocket, 1996) y luego con Tres son multitud (Rushmore, 1998). Los tres títulos mostraban un universo propio, férreo en sus reglas autoimpuestas, donde el descubrimiento era la columna vertebral de cada uno de los relatos, que sorprendían a los espectadores pero por sobre todo, con su artificio extremo, calculado, milimétrico, también parecía sorprender al propio realizador, una operación que le imprimía a cada una de las historias una encantadora voluntad de inocencia, aun cuando fuera estudiada. La visión del mundo de Anderson no cambió y tampoco sus puestas autosuficientes y si bien su universo también contiene a los adultos -Vida acuática (2004), Viaje a Darjeeling (2007)–, pero es en ese espacio difuso entre la niñez y la adolescencia, a veces extendida en personajes que se niegan a crecer, donde se siente más cómodo y donde su mirada se hace más amplia. Y Un reino bajo la Luna, con su sofisticada simplicidad, es la prueba más contundente y hermosa.
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El primer amor según Wes Anderson En 1965 en una isla renueva Inglaterra un narrador nos cuenta la historia e dos niños de unos 12 años que quisieron vivir su propia aventura. En un ambiente donde los niños se mueven como adultos y los adultos como unos eternos adolescentes, Sam y Susy querrán vivir su propia aventura y su amor lejos de la custodia adulta. Por esto Sam, que es huérfano, se escapará del campamento scout donde vive y Susy se fugará de la casa de sus padres. Tras ellos irán el Capitán de Policía, el Scout a cargo del campamento y los padres de Susy. Los chicos trataran, contra todo, de poder vivir su propia historia. Wes Anderson siempre presento una manera muy particular de contar las historias. Historias donde no se puede vislumbrar claramente el límite entre la nostalgia, la melancolía y la tristeza. “Moonrise Kingdom” no será disímil, pero tendrá la inocencia del primer amor. Ese primer amor que en manos de Anderson hacen de este film una poesía sobre la pureza de sentimientos y de la potencia de los sueños. El film cuenta con elenco fantástico donde los que resaltan son los dos jóvenes protagonistas a quien Anderson les suma un par de Lentes a él y unos binoculares a ella, como quienes están viviendo un presente tratando de ver más allá. Por que en los film de este maravilloso director, nada esta puesto al azar, ni la música, ni las formas arquitectónicas, ni el clima, ni la pureza, ni el amor. Todo tiene un porque y está puesto en el lugar justo en el momento adecuado. Es por todo esto que “Moonrise Kingdom” es uno de esos film para no perderse.
El cine de Wes Anderson tiene sus propias reglas, un armado perfecto, recordemos “Los excéntricos Tenenbaum”, “La vida acuática”, “Tres son multitud”. En este film todo parece encerrado en un perfecto mundo de cartón, con grandes actores que actúan como muñecos vacíos en ese mecanismo de relojería. Todos menos dos adolescentes que descubren el amor, el deseo, la rebeldía. Redonda, solo aparentemente candorosa, disfrutable. Con Bruce Willis, Frances McDomand, Edward Norton, Bill Murray, Tilda Swinton, los adultos que actúan de telón de fondo de tanta pasión nueva.
Cautiva un luminoso romance adolescente Se podría decir que es una especie de homenaje a «Melody», sólo que ese film escrito por Alan Parker suponía una rebelión en tiempo presente, mientras que esta joyita de Wes Anderson plantea un romance de época, con estética vintage de 1965. Ademas no hay canciones countries de los Bee Gees ni de Crosby Stills & Nash, sino más que nada, Hank Williams y Mozart, mezclado con un poco de Schubert y Francois Hardy. Wes Anderson a veces es un poco sobrevaluado, pero aquí parece haberse relajado para retomar el estilo de «Rushmore», la película en la que, como todavia no había sido descubierto por la crítica, podía filmar de modo más espontáneo y sobre todo, menos pretencioso o snob, o esteticista. Este luminoso romance adolescente lleva al director a un estilo similar al de algunas películas ochentistas de Tim Burton, (y también al film de culto «Spirit of 76») también escrito por Roman Coppola), auqnue por otro lado es el tipo de película cuya gracia es mezclar todo tipo de influencias culturales y cinéfilas. Basta mencionar el elenco que figura más arriba, sumarle nombres como Harvey Keitel, Tilda Swinton, Frances McDormand, Bob Balaban, explicar que la actuación de la parejita fugitiva es asombrosa, para sugerir no perderse esta película en los cines, donde tiene un estreno bastante limitado.
Apenas empieza Moonrise Kingdom suena la Guía de orquesta para jóvenes (variaciones y fuga sobre un tema de Purcell), de Benjamin Britten, que sirve como gran metáfora del aprendizaje, fundamental en la película, pero también le otorga su estructura orquestal a la narración. Wes Anderson ya había copiado la estructura teatral en Rushmore, la de una novela en Los excéntricos Tenenbaum y del documental oceanográfico en La vida acuática. Toda su filmografía aparece ahora aquí citada, a veces de manera superficial, y esta historia de amor en fuga preadolescente, entre un boyscout huérfano y su alma gemela, parece ser el hermoso cierre de una etapa para el cineasta.
El cine de la pureza (puro cine) Seguramente que no en Buscando el crimen, su opera prima, pero ya a partir de Tres son multitud las que serían a posteriori marcas autorales del cine de Wes Anderson, estaban ahí. Planos frontales, travelings laterales, una paleta de colores bien presente en decorados y vestuario, apelación constante a un vintage melancólico, una selección musical melómana pero también coherente con el mundo mostrado y un universo humorístico que se asume como lunático: habitualmente el chiste en las películas de Anderson no está dentro del plano, sino que el director lo busca con vertiginosos paneos hacia los costados o hacia arriba. Es que en el mundo de Anderson el humor es algo que siempre se fuga por los costados del punto de vista original, casi una parodia que se burla del mundo real pero sobre la que hay que prestar atención. Estos formalismos están presentes ya en Tres son multitud y seguirían constantes en Los excéntricos Tenenbaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling, e incluso en dos obras alternativas como el corto Hotel Chevalier o la animada El fantástico Sr. Fox (si no la vieron, véanla). Y vuelven a estarlo en Un reino bajo la luna, un retorno con gloria al universo Wes Anderson. Es irónico lo que ocurre con la forma en el cine de Anderson. Eso que podríamos denominar “estética” tiene tanta presencia y constancia de película a película, que uno la podría suponer como de una rigidez inútil, como si el director condenara a sus personajes e historias a ser contadas desde un único y reiterado punto de vista. Pero lo curioso es que aún en sus peores películas, la obra de Anderson respira, tiene vida, y se contrapone notablemente con la obra de otro formalista extremo, Stanley Kubrick, cuyo cine geométrico (salvo excepciones) se muere antes de nacer. Seguramente esto tenga que ver con los temas y obsesiones que integran el cine de Anderson: la infancia perdida, los primeros amores y los amores incandescentes, padres que son como un nubarrón en el horizonte, historias que precisan de cierta pulsión de vida para sobresalir. Será por eso, también, que una película como Viaje Darjeeling parecía tan falsa y la operación estética de Anderson comenzaba a aburrir: uno se creía poco lo que le pasaba a esos personajes, ya crecidos, y metáforas como las de la valija eran un poco groseras para sostener un film estirado y agotador, que era más derivado de la arquitectura que del cine. Y será, también, que poniendo en el centro a un grupo de chicos, contando un amor adolescente e incandescente (porque es las dos cosas), Anderson no sólo que se recupera, sino que logra su mejor película a la fecha. Un reino bajo la luna es una película de una belleza que trasciende a la “belleza” preciosista de su cine. Uno de los peores defectos del cine de Anderson es la afectación. Por eso, uno agradecía cuando Vida acuática se le “despeinaba” en la secuencia donde tenían que rescatar al personaje de Jeff Goldblum. Un reino bajo la luna parece caer presa de eso mismo en sus primeros minutos, pero una vez que entra en escena la historia de Sam y Suzy, una vitalidad desacostumbrada asalta el relato e inscribe a la película en el grupo de grandes films sobre niños y aventuras superadoras que se hacían en los 80’s, ese subgénero que el año pasado nos entregó a la notable Súper 8. Claro está, Anderson tiene otras pretensiones y ambiciones, y Un reino bajo la luna querrá ser algo más que un revival. La fuga del boy scout huérfano y la chica que odia a sus padres revelará progresivamente un mundo de padres a la deriva, tristezas, melancolías, frustraciones, como si los adultos supieran que la vida es eso que no se animaron a afrontar antes que eso que están viviendo. Pero sistemáticamente, por el respeto a un grupo de normas absurdas (de ahí la funcionalidad del universo boy scout), deciden no sólo sostenerlo sino imponerlo. De ahí, que a Suzy y Sam, vivir su amor, les cueste demasiado. El gran tema de Anderson sigue siendo la familia, vista como una célula incomprensible desde su mirada infantil; célula que aquí es armada y desarmada ante nuestros ojos de la misma manera que una pieza de música clásica es organizada y desorganizada en el prólogo del film. No es novedad que Anderson destaque la pureza de los seres nobles, por encima de cualquier otro asunto. El suyo es un cine naif, cuasi lánguido. Y a veces esa languidez resulta contraproducente: Tres son multitud necesitaba de la relación tirante de Max y Herman para respirar; aquella secuencia de acción absurda despertaba la Vida acuática. Pero en Un reino bajo la luna, lo que aparece por primera vez en su cine, es una amargura subterránea sólida: el amor de Sam y Suzy funciona por oposición a la recreación del mundo adulto y porque la muerte se hace presente de manera real, no es un plano lindo como el corte de venas de Richie Tenenbaum. En ese marco, lo puro se realza, se hace necesario y no parece un puro capricho. Luego de su paso por el mundo del cine animado, género que es en sí mismo una apología a la libertad en la forma (básicamente, se puede hacer cualquier cosa), Anderson se desató y logró una preciosa síntesis de su propio cine: algo autónomo que se reproduce como reconocible instantáneamente (un plano Anderson es un plano Anderson), pero que aquí se vale más de sus personajes y sus historias que de su herencia estética. En otras palabras, que Un reino bajo la luna funciona no porque sea una casa de muñecas hermosa, no por esos planos, esos colores, ese toque vintage, esa puesta en escena calculada, sino porque la película, Suzy y Sam (notables Kara Hayward Jared Gilman, y en mucho ayuda que sean totalmente desconocidos) hacen creíble ese amor puro y virginal, con escenas de una osadía arrebatadora. En la operación, Anderson logra su película más pura cinematográficamente: hay un mundo definido, hay un tratamiento estético coherente y los elementos que se integran son los adecuados. Un reino bajo la luna es esa clase de películas perfectas, de esa perfección que se va dando un poco de forma abstracta, casi sin proponérselo. Como diría Sam: “te amo, pero no sé de qué estás hablando”. Ese no saber es, precisamente, la incertidumbre que le hacía falta al cine de Anderson ante tanta seguridad conceptual. En el error, lo oblicuo, lo que se escapa, también está la pureza del relato.
AMORES NUEVOS A la manera de un cuento de hadas, Anderson explora un amor pre adolescente para hablar de los afectos y el poder, de la aventura y la rebeldía. Sus protagonistas son dos chicos de 12 años: él es huérfano y ella (“¡Cómo me gustaría ser huérfana!”) vive con padres raros: la madre da la las órdenes con megáfono y el padre es un ausente que no sabe en qué andan ni la hija ni la esposa. Son chicos que miran más allá: él tiene anteojos y ella, largavista. Y deciden escaparse. Y en ese gusto por la aventura, hay un desafío. No sólo a la imagen paterna, también a ese orden que la burocracia y los scouts encarnan. Y en la fuga surgen las primeras notas de amor. Y todos salen a buscarlos. Los grandes sienten que esa fuga los enjuicia. El poder deja ver su aspecto represivo y los padres su abandono. Los chicos, en el camino, recogerán ilusiones, sorpresas y hasta la solidaridad inesperada de sus ex compañeros. Simpática y candorosa, la fábula está contada desde una mirada adolescente que exalta la libertad, ridiculiza a los mayores, se burla del poder (la empleada de Servicios Sociales y el gran jefe de los scouts), pero nos deja asomarnos a ese mundo de inocencia y asombro, que exige los mejores catalejos para poder avizorar un futuro prometedor, apasionante y borroso.
Cine del bueno, con todos los condimentos. ¿Qué más se puede pedir? Se estrenó “Moonrise Kingdom: Un reino bajo la luna”. Difícil ser objetivo cuando estamos siendo testigos de una de las mejores secuencias iniciales de la historia. Puro concepto. Puro cine. Tres chicos ponen play a una vieja grabación que el compositor Benjamin Britten hizo hace años. En ella desarma una orquesta de Purcell separándola por cada sección de instrumentos, describiendo didácticamente como la percusión, los vientos y las cuerdas suenan individualmente para luego formar parte de un todo de una obra musical. Mientras esta voz en off nos deleita, Wes Anderson hace lo mismo recorriendo con la cámara las habitaciones de una casa (que en su conjunto forman un hogar). A su vez, en las habitaciones están los varones, la niña, mamá y papá (que en su conjunto forman una familia). Desde la butaca vemos entonces la dirección de fotografía, música, dirección de arte, actuación y realización, lo que en su conjunto articulan una película. Pocas veces el cine vio tanta armonía que confluye en una obra cinematográfica. No veremos tanta genialidad en lo que queda del metraje, pero nadie se irá con las manos vacías. Como habitualmente sucede en su filmografía el realizador observa locaciones reales, que luego transforma en escenarios de fábula, para contar una historia de amor entre dos chicos cuya inocencia está lo suficientemente subrayada como para dejar al mundo de los adultos y sus reacciones al borde de la parodia. Tal cual sucedía en “Melody” (1965) los enamorados se dan a la fuga provocando una intensa búsqueda por parte de los padres, un policía (el único que hay) y un grupo de boy scouts que actúan casi por mandato. Todo en el marco de una inminente tormenta anunciada al espectador y a los personajes por un pintoresco lugareño de ese pueblito de Nueva Inglaterra. Nuevamente el humor nace de diálogos cortos y silencios con movimiento. Es cierto que es un tipo de humor difícil de asimilar si uno no se engnacha de entrada con la propuesta, pero así es toda la obra de Wes Anderson. Planteos profundos en forma simple. Destacados todos los rubros, en especial la fotografía y la dirección de arte que combina maravillosamente los colores dándole un aire "apastelado" al cuento. También tiene matices la banda de sonido de Alexandre Desplat, quien seguramente irá por otro Oscar con este trabajo. Estas situaciones de personajes tan extravagantes como creíbles se perfilan gracias a la estupenda colaboración de los actores Bill Murray, Bruce Willis, Edward Norton, Frances McDormand, Tilda Swinton y varios más, que en su conjunto forman un elenco con todas las letras al servicio de la narración. Cine del bueno, con todos los condimentos. ¿Qué más se puede pedir?
La película de Wes Anderson es una maravilla inusual en el Hollywood de hoy. Gran factura visual, enormes trabajos actorales y una música soñada. Por Andrea Migliani Las anteriores películas de Wes Anderson fueron preludios maravillosos de lo que, desde este último jueves 18 de octubre podemos gozar en el cine. Así, Bottle Rocket (1996), Tres Son Multitud (1998) y Los Excéntricos Tenenbaums (2001), La Vida Acuática (2004) y Viaje a Darjeeling (2007), lo toman en un estado de madurez y minimalismo que se agradece para narrar esta historia situada en 1965. El ámbito es un campamento de verano infantil en el que dos niños agotados de la hipocresía y un entorno difícil deciden fugarse. Están enamorados, el mejor estado para rebelarse. Así, Sam Shakusky interpretado por Jared Gilman, un Boy Scout y Suzy Bishop, en la piel de Kara Hayward, cuyos padres son Walt, encarnado por Bill Murray y Laura, en una siempre brillante Frances McDormand, rápidamente entraran en conflicto con los encargados de la búsqueda de los menores, el Jefe de Policía Sharp, papel ideal para Bruce Willis y una intolerable trabajadora social que interpreta Tilda Swinton. Pero antes de la factura técnica detengámonos en las brillantes actuaciones de estos jóvenes cuya rebeldía deviene en revelación de otra cosa más profunda que un exabrupto de juventud o inestabilidad propia de la pubertad. Hay pasión, amor y sobre todo agotamiento de lo que los agobia. El resto del elenco cumple a la perfección. Pero más allá de que cada escape sea una búsqueda y de que la epifanía llegue o no, la construcción visual y narratológica del film de Anderson es de una sencillez que se agradece pero no por ello menoscaba su factura técnica. Un impecable trabajo con el color, especialmente en escenas de exterior, sumado al plano secuencia maravilloso que nos introduce en la historia, llena la pantalla de poesía cuando ya creíamos que en una historia así no era posible. Una música de ensueño y la revelación de que estos jóvenes ponen sobre la mesa la contención que los adultos normalizados no pueden hacer estallar en verdades, es sólo un tip de los tantos que Un reino bajo la luna tiene para entregar. Maravilloso film para deleite de los seguidores de Anderson y para que lo descubran (¿hay alguien aún?) aquellos que no conozcan a este maravilloso y siempre sorprendente realizador.
La historia de UN REINO BAJO LA LUNA está ambientada en una isla de la costa de Nueva Inglaterra en el verano de 1965 y cuenta la historia de una chica y un chico de doce años que se enamoran, hacen un pacto secreto y se escapan a terrenos selváticos e inexplorados. Cuando varias autoridades intentan perseguirles, se forma una violenta tormenta en la costa… y la comunidad de la pacífica isla se verá trastornada irremediablemente.
La última película de ese creador de mundos un poco abúlicos y cargados de color que es Wes Anderson, cuenta la historia de una fuga: La de dos chicos (melancólicos y solitarios, ellos) que se enamoran tras un breve encuentro en una obra de teatro y que, por medio de una larga correspondencia, deciden dejar atrás todo (todo menos los libros, un disco y el gato) huir juntos y empezar de cero. Pero Un reino bajo la luna habla también un poco de la fuga que nos da todo aquello que sea fantástico. De todo aquello por lo que vamos al cine. Ya desde el comienzo, cuando se nos presenta la casa de Suzie (la niña adulta que se escapa) con la guía de orquesta para jóvenes de Benjamin Britten de fondo, desmenuzando instrumento por instrumento la orquesta, al mismo tiempo que vemos las habitaciones de una casa que bien podría ser la de Stacy Malibu, somos consientes del artificio reinante. Y ese artificio híper organizado en el que la árida realidad no tiene lugar, nos recibe con calidez, así como los libros de aventuras y reinos lejanos que Suzie roba de la biblioteca, le brindan a ella confort y la evaden de su hastío cotidiano. Es que en este universo, bastante parecido a una maqueta de juguete, con boys scouts uniformados, carpas alineadas y autoridades caricaturescas, todos buscan, aunque de diferente manera, escapar de la apatía imperante. Así como Sam huye de su orfandad y de su impopularidad en el campamento, Suzie lo hace de su familia y del tedio. Ella le dice en un momento que desearía ser huérfana, a lo que él le responde que la ama, pero que no tiene la menor idea de lo que está hablando. Cada uno carga con diferentes soledades, y la acción, lanzarse a la aventura, parece ser el único camino posible. Porque la aventura acá está en los que se fugan, pero también en los que los que persiguen. Tanto los padres de Suzie (con sus problemas de violencia e infidelidad), como el policía triste y solitario que interpreta Bruce Willis, o el líder boy scout al que se le escapan todos los chicos que es Edward Norton, se vuelven un poco heroicos en la odisea. El saber y el poder ya no son abstractos y fútiles sino que sirven para salvar vidas: el boy scout crecido y un poco tontón, puede entrar en una casa en llamas y rescatar a un hombre, los abogados que recitan leyes de manera vacía pueden ahora usarlas para cambiar el destino poco prometedor de un niño. Es la acción la que los saca de su sopor cotidiano y les permite ser nobles. Wes Anderson inventa un reino lleno de nostalgia por cosas que probablemente nunca hayamos vivido. Una utopía en donde te puede caer un rayo en la cabeza y todo va a estar bien. Un mundo de juguete en el que nos invita a vivir por un rato, pero del que, como los invitados maleducados que somos, no nos queremos ir.
Es trillado comenzar diciendo esto, pero no por ello convierte la siguiente afirmación en menos cierta: con sólo apreciar la secuencia de títulos uno sabe que está frente a una nueva creación del personal Wes Anderson. En esta oportunidad, dos preadolescentes deciden vivir su amor apartados de sus familias y amigos y escapan hasta una escondida playa de la isla de Nueva Inglaterra en donde viven. Claro que la comunicación y la tecnología no son las actuales: esta historia se remonta a 1965 y será menester de sus familiares, la policía y un líder de grupo boy scout encontrar a los niños. El preciosismo visual, la fotografía y el humor paródico que nos regala Anderson en esta oportunidad, nos transporta a la época de sus mejores propuestas. Aquí uno queda fascinado por el talento de los jóvenes protagonistas (Jared Gilman y Kara Hayward), sin duda revelaciones de la cinta, y con la capacidad de Bruce Willis, Edward Norton y Frances McDormand para cambiar su registro habitual y sumarse a un estilo tan característico y celebrado como el de Anderson.
En este filme todo encaja perfectamente como en un sistema de relojería suiza: las actuaciones, la planificada puesta en escena y la historia empapada de ese humor agridulce característico de Anderson hace que todo funcione al ritmo indicado. Como ya sabemos Wes Anderson (Los excentricos Tenembaums, Viaje a Darjjeling, entre otras) es dueño de un universo cinematográfico único e insólito. Un verdadero autor ya que solo al observar uno de sus planos su huella queda indeleblemente impresa. Adicionando su habilidad narrativa análoga a la ejecución de una sinfonía de Bach … ¿Qué más se puede pedir? Creo que Un reino bajo la luna es su película más lograda, todo encaja perfectamente como si fuera un sistema de relojería suiza: las actuaciones, la puesta en escena histéricamente planificada y la historia empapada de ese humor agridulce característico de Anderson hace que todo funcione al ritmo indicado. Todo enmarcado en una historia de amor adolescente donde se realzan momentos del amor trágico y para “toda la vida”; donde la heroína es una bella y conflictiva muchacha y el antihéroe es un nerd con aparatos, y se reencuentran allí en la soledad y en la necesidad de afecto, porque ambos viven literal e íntimamente en una isla. El tedio y la falta de acción hacen que la fuga de ambos adolescentes sea un acontecimiento extraordinario en el lugar. Parece ser que el único atisbo de pasión en una comunidad anestesiada de emociones fuertes, la transmite esta joven pareja que decide vivir un amor puro. Anderson añade sutilmente ese efecto “electro shock”, quiere que sus protagonistas despierten, vivan, disfruten, respiren, cuestionen, etc. Una vez que pasa la tormenta y el caos todo vuelve a su lugar pero de otro modo y con otras significaciones. El director tiene la habilidad, paradójicamente, de construir “cliches originales” debido a la elegante y poética ironía que utiliza para describir los estereotipos. La melancolía puede suponer la salida creativa al sinsentido de la existencia y que bien aplica esta noción Wes Anderson. El crear se convierte para él en un auténtico vínculo con el mundo, un crear que trasciende los límites de la razón y solo adquiere sentido en la vivencia misma. Su universo personal y ficcional está abierto a los demás porque nunca pierde de vista su condición humana. En esta dialéctica de una melancolía positiva reside su obra, en estas idas y vueltas, en esta separación y reconciliación que oscila entra la razón y la sin razón, entre el amor y el odio, entre lo artificial y lo genuino es que logra una visión armónica, empática y a su vez afectada del mundo.
El lunático reino de Wes Anderson La presentación de los protagonistas del séptimo largometraje de Wes Anderson (1969, Houston, EEUU) anticipa que se está ante un nuevo, virtuoso y arrebatador despliegue de color y movimiento. Con la cámara desplazándose hacia arriba y hacia abajo, a un costado y al otro, se aprecian las distintas habitaciones de la casa habitada por una pareja algo desmañada (Bill Murray y Frances Mac Dormand, presencias siempre disfrutables) y sus hijos: tres varones pequeños y Susy (la prometedora Kara Hayward), díscola preadolescente. La vivienda parece una gigantesca maqueta, cuyos compartimentos son revelados al espectador como si se dieran vuelta las hojas de un libro móvil o se recorriera, con mirada infantil, una casa de muñecas. El compañero de aventuras de Susy será Sam (Jared Gilman), huérfano a quien –a diferencia del pequeño Hugo de Scorsese– nadie maltrata, pero que, al no sentirse demasiado querido por nadie, aprovecha sus habilidades como boy scout para tramar un escape. Es indudable el gusto de Anderson por los objetos, que muchas veces se convierten en fetiches queridos por los personajes, pero lo bueno es que no se limita a acumularlos (como ocurría, por ejemplo, en Juguetes, la película de Barry Levinson) ni a componer planos ceremoniosamente abigarrados (como solía verse en el cine de Peter Greenaway). Lejos de la pintura y, en todo caso, próximo al comic, su espíritu lúdico va más allá de la reunión de excentricidades escenográficas, y abarca, también, la caracterización de los personajes, la elección de la música, los retruécanos en los diálogos, y, sobre todo, un sagaz empleo del lenguaje cinematográfico, valiéndose de los ardides que éste ofrece para provocar sonrisas o sobresaltos. Barridos y travellings laterales, planos cenitales, tomas con zoom, planos generales con aprovechamiento de la profundidad de campo alternados con planos detalle, algún momento con cámara en mano o con la pantalla dividida, se suceden en busca de guiños, creando gags y efectos inesperados. Algo de esto hay también en el cine de los hermanos Coen, pero Anderson es menos agrio y trata mejor a sus seres de ficción, siempre freaks queribles, que si en el contexto lucen extraños es por su ingenio para perpetrar planes alocados y por su agudeza para comprender situaciones que les preocupan. La combinación de rigurosa planificación y frescura en gestos y conversaciones, característica del cine de este realizador, puede encontrar un correlato en su afición por los actos escolares, que prodigaba en Rushmore (1998, probablemente su mejor película hasta el momento) y que acá reaparecen ocasionalmente: la mejor secuencia de Un reino bajo la luna es la que registra los pasos de Sam cuando abandona, aburrido, una puesta teatral rebosante de disfraces, para terminar descubriendo, fascinado, a Susy enmascarada como un misterioso cuervo. En Anderson hay, también, una manifiesta inclinación por los grupos humanos (familias, colegios, equipos de trabajo) en los que afloran contradicciones y recelos, tanto como muestras de cariño y solidaridad. Y si la historia de incomprendido amor preadolescente –que no casualmente transcurre en los ’60, época de pequeñas y grandes insurrecciones– podía tentar al ternurismo, las escenas del beso o de algunas conversaciones de los chicos con adultos (Susy con su madre, Sam con el policía a solas) demuestran que al director de Los excéntricos Tenenbaum (2001) no le interesa el almíbar. El final, incluso, puede parecer un poco concesivo, pero vale la pena advertir cómo, a pesar de todo, Sam y Susy se siguen saliendo con la suya. Es cierto que la precisión de esta suerte de mecanismo de relojería mitiga complejidades y lleva a que ciertas situaciones se resuelvan con arriesgada rapidez, pero no se trata de un drama naturalista subordinado al verosímil. Por eso los conflictos no llegan a mayores y, por ejemplo, cuando uno de los chicos es alcanzado por un rayo le basta con sacudirse un poco para seguir a las andadas. Al guión hay que reconocerle un desarrollo menos incierto que el de algunas películas anteriores de Anderson, cuya banda sonora, por otra parte, dependían más que aquí de canciones extradiegéticas. Otro de sus méritos es hacer creíbles a Bruce Willis como un policía apocado y a Edward Norton como un maestro de scouts bastante torpe, ambos representados con trazos simples pero nunca gruesos. Curiosa, celebrable aleación la de Un reino bajo la luna: por su creatividad formal, sus diálogos sagaces y su divertido barroquismo, resulta un film indudablemente jovial, y al mismo tiempo recupera actitudes que el cine actual –y sobre todo el realizado en su país–, encandilado por los acelerados cambios tecnológicos, suele desestimar por anacrónicas: dormirse escuchando la lectura en voz alta de un libro, por ejemplo, o encontrar en la naturaleza una aliada para la aventura.
EL AMOR A LA AVENTURA Las historias que merecen ser contadas Básicamente, todo se reduce a miradas. Miradas que interactúan entre sí. Miradas que dan forma. El cine es la interacción de estas miradas- de tres miradas. Por un lado, la del autor, la de la cámara. Es la mirada magna, la que obliga, la que recorta caprichosamente y reduce un abánico infinito de colores, texturas, refracciones, profundidades y sensaciones a una limitadísima imagen plana y bidimensional (o dos superpuestas de manera desfasada, en el caso del cine en 3D) demarcada por un recuadro proporcional a quién sabe qué y dependiente de mecanismos ópticos y digitales- la cámara, el proyector y todo lo que sucede entre ambos- encargados de manosear, pervertir y trastocar cada detalle de la misma hasta llegar a un resultado que, paradójicamente, vemos y traducimos en vivencia. Esta traducción responde a la segunda mirada, la del espectador. Un hombrecito que observa a esta pantalla (es hipnotismo), se sumerge en ella y en sí mismo- porque el cine nunca deja de ser un diálogo con uno mismo- y genera una realidad que no resulta objetiva pero sí innegable. Lo que vemos no es real, es ficticio, es farsa, pero lo que genera es real. Es en este pasaje, en esta traducción de lo ficticio a lo real, en donde radica el fascinante mecanismo del cine (y, extensivamente, del arte): comprime lo real, lo convierte en un mensaje cifrado con claves que (ya) radican en el inconsciente colectivo, y, a través de nosotros, ignotos y excelsos traductores, se genera una síntesis. Una síntesis a partir de un lenguaje (en este caso el lenguaje cinematográfico) que conocemos sin saberlo. Y aquí es en donde entra en juego la tercera mirada: la propia de la creación. Según Umberto Eco, la instancia de la obra es indiscutible. Su mirada- su discurso- es tan potente como la del autor o la del receptor. Así, el fenómeno artístico no consta de dos sino de tres instancias. La obra artística responde a sus propias reglas, a su propio mundo, más allá de haber sido creada por uno o varios autores y recreada incontables veces por incontables espectadores. El arte es recreativo, es regeneración constante, de ahí su pregnancia, su vitalidad (su inmortalidad): toda obra tiene un discurso propio. Esta tercera instancia da razón de una entidad que trasciende a la de la interpretación. O, mejor dicho, que limita a la interpretación a un espectro muy determinado. Kara Hayward y Jared Gilman en sus roles de Suzy y Sam. Un reino bajo la luna es, justamente, un ejemplo de universo propio, de mundo acotado y recreado según sus propias reglas, sus propias leyes. Su particular y única estética es el nexo para con el espectador, su lenguaje formal es la aplicación de una ética a sus elementos. Los primeros momentos del film funcionan como explicación de todo esto: se trata de tres secuencias planteadas- siguiendo exactamente el mismo criterio que la composición de cuadro- de manera simétrica entre sí. Primero, a través de una serie de paneos y travellings laterales y frontales, se introduce a los que serán los protagonistas de un lado de la historia. Así, mediante una riquísima composición de cuadro, los personajes son descubiertos en- y por- sus actividades diarias: tres hermanitos que se juntan, sentados en una alfombra, a escuchar un disco, un hombre y una mujer separados por una pared, sin hablarse ni buscarse, una niña solitaria que mira a través de unos binoculares buscando algo en el horizonte y que recibe cartas de carácter privado. Todo acompañado de una majestuosa música de Purcell (con su carácter barroco comienzan las fricciones entre desmesura y equilibrio sobre las que volveremos más adelante), la misma que escuchan los hermanitos en su pequeño reproductor y que cambia de ser diegética a incidental continuamente. Familia disfuncional, niña que espera. Luego de esto, el relato aborda un tono documental y se nos introduce, de manera hilarante, a través de un narrador hablando a cámara (realizado con un brillante concepto de encuadre), en el contexto de la acción: el año, 1965; el lugar, una isla de Nueva Inglaterra, en Estados Unidos. Casi en una función de coro, el personaje interpretado por Bob Baladan nos remarca un hecho inobjetable: dentro de dos días una gran tormenta sacudirá a aquella isla. Por último, y con un método casi calcado de la primera secuencia (travellings laterales que desembocan en travellings frontales), Anderson nos presenta la contracara de su historia, la otra mitad del relato: un profesor de matemáticas devenido en líder scout (o viceversa), un grupo de jóvenes aguerridos y un niño ausente- un niño que escapó. El esquema es claro, la simetría es evidente. Esta introducción tiene un propósito: el de plantearnos, de manera verborrágica, la compresión del universo diegético del texto fílmico, y, de manera alevosa, la exposición de su propio método. Anderson nos muestra los límites- las costuras- de su propia creación para luego atentar contra ella. Demarca el territorio con el solo fin de salirse del mismo: no hay mayor logro que el de generar magia aún conociendo los mecanismos del artificio. Es que Un reino bajo la luna es una de esas películas que no se las ve hasta que se las ve dos veces. Es tal la cantidad de información en cada plano, tal la complejidad de los encuadres que hay mucho que no se aprecia en un primer visionado. Hay una tendencia, sin embargo, que es muy clara, y que es ya una constante en el cine de Wes Anderson. La puesta en escena horizontal, esa frontalidad de los planos que conlleva una profundidad de campo absoluta. La teatralización del cine. Las líneas paralelas a los límites del cuadro que parecieran guiar a la cámara, demarcar el plano desde dentro del mismo. Los escenarios que maneja son, en su mayoría, impostados, justamente por la ausencia de líneas de fuga. Y esta teatralización es aún más evidente cuando se incursiona en la pantalla partida: vemos dos escenarios divididos por un tabique virtual que los fusiona entre sí y genera, contradictoriamente, una unidad espacial entre ambos. Es llamativo, a su vez, el diseño de arte detallista, con complejas puestas en escena y una fluida capacidad para engamar las tonalidades, para definir paletas de colores. Así, el mundo de Suzy posee una serie de colores, una tonalidad que combina el rojo, el blanco y el azul, mientras que el mundo de Sam vira hacia los tonos anaranjados, el amarillo y el verde. Gran parte de los encuadres son, en verdad, minuciosas piezas de relojería cambiantes, que mutan junto con la acción y parecieran responder a un claro criterio de combinación. El plano frontal y simétrico, y los colores engamados en una misma tonalidad. Hay momentos, sin embargo, en los que no suceden estas cosas. Momentos en donde se utiliza una cámara en mano, desprolija y nerviosa. Momentos en los que Anderson opta por aproximarse lo máximo posible al rostro de sus protagonistas con la espacialidad que genera un gran angular, en donde se engolosina con los rostros de sus pequeños personajes, Sam y Suzy (Jared Gilman y Kara Hayward respectivamente, ambos debutantes en el cine). La utilización del zoom, por ejemplo, es un claro exponente del mundo al que desea evocar Anderson, y en este caso (como en muchos otros), sus métodos responden a un criterio de enunciación. Las aberraciones cromáticas de esos acercamientos le otorgan una estética démodé, maquillada por el recuerdo de sí misma y, justamente, es este recuerdo, esta melancolía camuflada, la que sostiene al romance entre ambos niños (que a su vez remite a una estética de cine de los '60, como de la época en que está ambientado el film; de hecho, resulta interesante trazar un paralelismo entre Un reino bajo la luna y Pierrot le fou, de Godard: la intertextualidad entre ambos films es evidente, no por su temática, que es claramente similar, sino también por su tratamiento de los colores, el uso de la cámara y de los espacios naturales, sin dejar de lado que fue realizada justamente en el año 1965, año en el que Anderson elige situar su película). Es notable la secuencia en la que Sam y Suzy se encuentran: todo comienza con la subjetiva de unos binoculares. Sam reencuadrado por un otro, un otro a quien el mira- como sintiéndose observado. Un otro que es Suzy. Y Sam mira a Suzy (y Sam mira a cámara). La clave de esta secuencia se encuentra en el manejo temporal de los hechos. Así, este encuentro en el medio de aquella pradera es presente: es un ahora inobjetable. Un plano fijo plantea a ambos personajes enfrentados en aquella salvaje pradera. Luego, un primerísimo primer plano de los rostros de ambos observándose sirve de puente para ir al pasado, para ir al motivo: una obra de teatro de la escuela. Y este recuerdo es un recuerdo compartido, es una memoria trenzada sobre dos puntos de vista distintos: al comienzo el de Sam, al final el de Suzy. Niños disfrazados de animales, niños que tocan la flauta, niños aburridos que miran, niños que son mar y olas. Sam, disperso y rebelde, encuentra a Suzy en un camerino disfrazada de cuervo, rodeada de otros pájaros. El encuentro es fugaz, la atracción es instantánea. Cartas que van y vienen interrumpiéndose hacen aún más notorio el constante cambio del punto de vista, y ya está todo dicho para justificar el presente que vemos: Sam y Suzy enfrentados en una pradera. Un travelling sigue a Suzy hacia Sam. Un travelling idénticamente opuesto sigue a Sam. Sólo se han visto una vez, y por unos pocos segundos, y Suzy estaba maquillada y Sam estaba en donde no debía estar. El planteo es claro, el amor de los niños es similar a la idealización del recuerdo de los adultos: su perfección es absoluta. Porque es notable que los personajes de Anderson siempre tienen caracteres definidos. Jamás intentan evitar su destino, más bien lo aceptan, conviven con ello: su único objetivo es estar acompañados en sus problemas. Ejemplos de esto son el capitán Sharp (un enorme Bruce Willis), un policía solitario y depresivo que lo único que desea es amar y ser amado, o Ward (Edward Norton), un líder scout cuya principal motivación es enseñarles a sus alumnos a sobrevivir. Ambos funcionan en el universo de Sam como funcionan, en el revés de la trama, los padres de Suzy, Walt y Laura Bishop (nada menos que el gran Bill Murray enfrascado en memorables pantalones y Frances McDormand), en el mundo de la niña. "Espero que se vuele el techo y me succione el espacio. Estarías mejor sin mí", le dice Walt a Laura en una noche de tormenta, ambos acostados en camas separadas mirando el reflejo de la ventana en el techo. "Deja de sentir autocompasión" dice Laura. "¿Por qué?", responde Walt. Se trata de un diálogo brillante que deja en claro un tema no menor de Un reino bajo la luna: todos los adultos son infelices. Incluso Servicios Sociales (Tilda Swinton) o el tío Ben (Jason Schwartzman), cuya melancolía y sensibilidad mercenaria lo exceden. Y son infelices no sólo por la fuga de Sam y Suzy: ésta es más bien un medio, una excusa que esconde otra infelicidad mayor aún. Una infelicidad que se potencia frente a lo auténtico y puro de la conciencia de los niños. Uno de los grandes momentos de Un reino bajo la luna. El amor, la aventura. La violencia, abrupta y explícita justamente por su condición de inocencia. El acto de descubrir. De descubrir los cuerpos. La tierra virgen, ser un explorador. Como en los libros (y leídos así, de perfil y sosteniéndolos bien alto). Tirarse al agua con ropa. La búsqueda de la precocidad. El primer beso, el sentirse las lenguas, el sentirse grandes. "Estamos enamorados. Sólo queremos estar juntos. ¿Qué tiene de malo eso?". Lo mágico, lo poético que no rima. La bella ignorancia. Que te de un rayo. El peligro. Estar disfrazados en una noche de tormenta sobre una torre. La posibilidad del suicidio (la posibilidad de morir por amor). Las ganas de saltar porque saltar sería compartir. "Gracias por casarte conmigo". Querer decir las últimas palabras. En un susurro. Y besarse (de nuevo). Porque Wes comprende la naturaleza de sus actos. Comprende que el verdadero romance está en lo prohibido, en lo ajeno, en lo desconocido (en lo por conocer). Allí donde hay límites, allí donde las conversaciones- los momentos- se truncan por motivos ajenos. En ese tiempo buscado, deseado y conseguido en la ilegalidad (o mejor, en la ausencia temporal de lo rutinario). Un reino bajo la luna pareciera decirnos que el amor se expresa en lapsos. En lapsos fuera de lo normal (arrebatos de impulso). La dedicación es el eco de ese impulso, el eco sostenido. Pero la semilla, el germen, es momento puro. "¿Qué clase de pájaro eres?". Esa secuencia sucede fugazmente, caótica y desarraigada de sentimentalismo: allí radica su grandeza. Los recuerdos son fragmentados y falaces, y el amor vive- respira- en lo fragmentado, en lo dislocado. En lo diferente. Es en esos momentos de ausencia de esquema, de inexistencia de denominador, en donde se erige Un reino bajo la luna. En sus propios paréntesis. Es respiro, inhalación y no exhalación, susurro y no grito. En esos intersticios de caos, Anderson filtra humanidad pura. Y en ese contrapunto (en ese juego entre lo estructurado y lo libre, entre lo impostado y lo consecuente) es en donde, lejos de toda previsibilidad y sorteando cualquier camino- creando un camino-, podemos atisbar, aunque más no sea en su condición obligatoria de brevedad, el discurso convencido que sostienen, sin ningún tipo de ayuda, la historias que merecen ser filmadas.
Amor Lunático ¡Aplausos para Wes Anderson que lo hizo de nuevo! La capacidad que tiene este tipo para crear mundos mágicos de situaciones comunes de la vida es increíble y le hace muy bien a la industria del cine. Sus trabajos no son para todo el mundo, y no lo digo en un sentido snobista, sino que el cine que elabora no es convencional, no es mainstream, y eso puede afectar la apreciación de muchos espectadores que no gustarán de su humor ni de su forma de ver el mundo. A mi personalmente me parece fantástico, un cine que en la imaginación y la simpleza transmite historias mínimas con auras de fantasías aventureras. Aquí en "Moonrise Kingdom", se cuenta la historia de 2 niños enamorados que deberán buscar una manera de estar juntos a pesar de las negativas de sus padres, cuestión que logran al menos por un rato produciendo consecuencias en la vida de los personajes que los rodean, un guía scout menospreciado, el infeliz policía del pueblo, un matrimonio en ruinas y más. A simple vista no parece una historia muy rebuscada, ni excéntrica, pero créanme, este trabajo es muchas cosas menos ordinario. Las personalidades caricaturizadas que tanto prestigio le han valido a Anderson, vuelven con fuerza y conforman un grupo de personajes tan raros como adorables, todos individualmente y en su conjunto. Los diálogos son breves pero contundentes, y están muy bien respaldados por la comunicación gestual que en este trabajo, cumple una tarea importantísima. Un film para disfrutar de la visión fantástica e interesante que plantea Wes Anderson sobre las situaciones cotidianas de la vida. "Moonrise Kingdom" es un cóctel cinematográfico de sabor extraño, al que si le agarramos el gustito, nos hará disfrutar de todos sus ingredientes con una explosión de sensaciones en mente y alma.
La máquina del tiempo de Wes Anderson La última película del director de Los excéntricos Tenembaums es una invitación al mundo de la niñez, teñido con una pizca de adolescencia. Dos niños de diez años que eligen dejar sus hogares para encontrarse entre ellos, lejos de los demás. El colega, amigo, Emilio Bellon supo decir que Un reino bajo la luna es un "reencuentro con los rompecabezas olvidados en un desván de recuerdos". Porque, presume quien escribe, hay siempre una pieza faltante que, por fundacional, viene al rescate cada vez que se la llama y -a la manera del "rosebud" wellesiano- articula, desarticula, rearticula, toda vida; esto es, la infancia. La última película de Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling) es una invitación al mundo de la niñez, teñido con una pizca apenas de adolescencia. El marco está dado por una isla, plena década de los años '60, entre dos niños de diez años que eligen dejar sus hogares (familia en un caso, la comunidad boy-scout en el otro) para encontrarse entre ellos y lejos de los demás, en una aventura de compañía, de deseo, de vida. Anderson conoce un derrotero en su obra que le ha vuelto más y más sensible, si bien no por ello de una estética menos distante. Es decir, la poética de su cine lo vuelve alguien casi inasible, imprevisible, con un sentido del humor -que es una concepción de mundo- que desajusta al espectador más avezado. Si bien esto ya no es algo que necesariamente sorprenda, no deja de ser una experiencia peculiar volver a asistir a su mundo de acciones contenidas, réplicas raras, reacciones absurdas. La acción "contenida" viene dada por la precisión de la puesta en escena: nada librado al azar, cada gesto, decorado, color y angulación, enuncian un control obsesivo por la forma. Esta forma es, desde cada plano, una especie de ladrillo desde el que se construye la película. Tan perfeccionista ha devenido, que la elección del stop-motion para El fantástico Sr. Zorro ha hecho de ella una de sus mejores películas, muy cercana a la delineación que rodea a Un reino bajo la luna. Es decir, en su nueva película, Anderson evidencia un manejo tan pleno de todos los elementos en juego que, no casualmente, hace de ella la prolongación misma del mundo de maquetas y muñequitos del film previo. Ahora bien, si es distante su estética no por ello resultará -paradójicamente- menos "cercana". Porque el mundo personal, justo, contorneado milimétricamente, de Un reino bajo la luna se asemeja a un arcón escondido, con los juguetes que uno prefiere dentro. Y puestos a jugar, cada niño es dueño de su mundo y hace de él lo que quiere y como quiere. Así de "infantilmente profesional" es el cine de Wes Anderson. Una vez arrojados los espectadores a su caja de juegos, las reglas habrán de aceptarse porque, si no, no se puede participar. Y no participar es, de veras, una pena. Porque hay miradas, dolor, amor, sensaciones, descubrimiento, color, madera, agua, Hank Williams, adultos niños, niños adultos, todos/ todas piezas del puzzle Anderson. Cada plano, por eso, como el ladrillito para armar, como el encastre justo para la figura completa. Y lo que se completa en Un reino bajo la luna es finalmente inicial porque, por un lado, coincide cíclicamente con los minutos primeros, y porque también es punto de partida para lo que habrá de sobrevenir en estos niños de mirada profunda, que han puesto a prueba las lecciones adultas al reiterar (y resignificar) sus costumbres, al enfrentar y desafiar por amor, lealtad, y desobediencia. También porque Anderson sitúa su cámara a la altura de sus protagonistas. Es una cámara de "adulto niño". Cercano, por reminiscencia, a Truffaut, pero en verdad bastante alejado de él. Mientras el realizador francés descansaba en el hacer espontáneo de los niños (Antoine Doinel en Los 400 golpes o las situaciones bellísimas de La piel dura), en Un reino bajo la luna los niños son el resultado de un cuento troquelado, cincelados como figuritas de cartón coloreado. No por ello protagonistas menos personales. La comparación se hace desde el sólo efecto relacional, en desmedro de ninguno, para la admiración de ambos. Podrán descubrirse paralelos, juegos de espejos, entre lo que sucede entre los niños y lo que pasa a los adultos. Pero desde una mirada que va y viene, porque si bien hay adultos tontos y torpes (padres y superiores), también los hay sensibles, afectivos, creíbles. Y también porque ningún niño es "bueno" o "malo", y porque todas esas categorías habrán de ser inculcadas desde el mundo adulto. En última instancia, y también, porque Wes Anderson se sabe adulto, se recuerda cuando niño, y enhebra todo ello en una película deliciosa. Tan refrescante para la memoria como lo era para el viejito protagonista de un cuento de Ray Bradbury encerrarse en su altillo de recuerdos, convencido como estaba de que era una máquina del tiempo. ¿Hay alguien a quien no le guste viajar en el tiempo?
Publicada en la edición digital #244 de la revista.
Publicada en la edición digital #244 de la revista.
Nueva expresión de la creatividad de Wes Anderson Es una nueva expresión de la creatividad de Wesley (Wes) Wales Anderson (1969), autor de filmes tan peculiares como Tres es multitud, Los excéntricos Tenenbaum y Vida acuática , inspirada en los documentales de Jacques Cousteau. Un reino... se inscribe en la misma línea estilística. La película está ambientada en 1965, cuando aún persistía una cierta inocencia. Y el escenario elegido es la agreste isla de New Penzance, situada en las costas de Nueva Inglaterra. La historia está narrada desde la óptica de dos adolescentes: Sam y Suzy, interpretados por los debutantes en el cine Jared Gilman y Kara Hayward. Sam tiene doce años y es huérfano. Los padres de Suzy (Murray y McDormand) son abogados y ella, la mayor de cuatro hijos. Sam es boy scout y uno de los integrantes del campamento Ivanhoe, asentado en aquella geografía. Por los malos tratos que recibe de su familia adoptiva y el permanente rechazo de sus compañeros, decide fugarse. Pero lo hace en compañía de Suzy, de quien está enamorada. La desaparición de los dos adolescentes moviliza a los padres de Suzy, al líder del campamento de boys scouts (Norton), a una agente del servicio social (Swinton) y al policía Sharp (Willis), un hombre de pocas luces, que mantiene una relación secreta con la madre de Suzy. Pero la historia no concluye allí, porque el director va acumulando alternativas --incluida una tormenta tropical--, con la idea de oponer la creatividad de los chicos y su sentido de la libertad, a la nulidades de los adultos. El propio director reconoció haberse inspirado en tres filmes de la década de 1970, que abordan temas similares: La piel dura (L'argent de poche, 1976), de François Truffaut; Black Jack (1978), de Ken Loach; y en especial Melody (1970), de Waris Hussein, basado en el primer guión para el cine de Alan Parker, que asumía un franco partido por el mundo infantil y sus verdades. Anderson definió su película como "una historia sobre lo que significa enamorarse de niño". Pero el resultado supera ampliamente esa variable argumental, porque el director se propuso, también, bucear en los recuerdos de su propia infancia. Una función clave la cumple la música del británico Benjamin Britten, incluido The young person's guide to the Orchestra, que Leonard Bernstein grabó en los años sesenta, y la canción Le temps de l'amour, interpretada por Francoise Hardy. Y el filme concluye, mientras pasan los créditos, con una clase práctica sobre los sonidos producidos por los distintos instrumentos musicales de una orquesta sinfónica, bajo la batuta de Alexandre Desplat y la narración de un niño, que agradece a los espectadores que se quedaron en la sala para escuchar ese precioso e ilustrativo final.
Las aventuras de los inocentes Los grandes cineastas evitan duplicar con sus cámaras el mundo que los rodea. Se abstienen de copiar y se limitan a observar; de él sustraen cuidadosamente la materia para inventar e imponer una forma y un mundo. Un plano de Jacques Tati, de Pedro Costa, de David Lynch se reconoce al instante. Lo mismo sucede con Wes Anderson, el más grande de los cineastas norteamericanos de su generación. Anderson es casi un demiurgo, y en el planeta simbólico que ha concebido desde su primer filme no vemos otra cosa que un universo de obsesivos queribles, pequeñas comunidades excéntricas y dilemas existenciales que se mantienen un poco al margen de la historia y la rosca política. Es 1965, nos informa un narrador, y todo transcurre en una isla de Nueva Inglaterra. En esta ocasión el tema es el amor preadolescente entre Suzy y Sam. Suzy (Kara Hayward), a quien le gusta mirar el mundo a través de binoculares, y sus tres hermanos menores se entretienen escuchando a Benjamin Britten y leyendo literatura. Sus padres (Bill Murray y Frances McDormand) no parecen ser felices juntos (véase una escena magistral en la que la pareja verbaliza su decadencia), pero sí son buenos padres. Suzy conoció a Sam (Jared Gilman) en una función de teatro escolar. Este huérfano se siente más a gusto entre boy scouts que conviviendo con su familia adoptiva. Para ambos, fugarse juntos rumbo a un territorio indígena despoblado es un plan perfecto. Son aventureros por naturaleza y están viviendo su primer amor. Como en cualquier fuga serán buscados, pero eso es tan sólo una anécdota. La proliferación de travellings laterales y hacia atrás y adelante con los que arranca Un reino bajo la luna parece responder a una geometría secreta. Anderson delimita su mundo: los colores, los objetos, los mapas y los personajes expresan un microcosmos regido por la exuberancia y la rareza. Los detalles que pueblan cada plano denotan una obsesión. Tanto los personajes como el director se empecinan en ordenar y controlar el mundo, que resulta siempre ligeramente amenazante. Será por esto que una tormenta colosal terminará casi con el campamento de los scouts y el pequeño pueblo. Extraña paradoja y estrategia inconsciente: el universo seguro pero asfixiante del obsesivo requiere para su mantenimiento de aire y de la libertad nacida del caos. Pero lo más importante de todo es otra cosa: el amor aquí es empírico, se ve más que se enuncia. Y se confirma en la ternura que experimentan el policía interpretado por Bruce Willis y el líder de los scouts interpretado por Edward Norton; su preocupación por el joven huérfano revela la naturaleza amorosa de los filmes de Anderson. La hostilidad del mundo siempre es conjurada en alianzas secretas entre desamparados.
Publicada en la edición digital #3 de la revista.
SOBRE LA POÉTICA DE WES ANDERSON Que Moonrise Kingdom asombrosa por su perfección compositiva es un pensamiento ingenuo. Muchas películas asquean por un virtuosismo bonito pero narrativamente imbécil, como Alicia, Tron y El Origen. Wes Anderson, en cambio, espiritualiza la geometría y el cromatismo. Cada personaje es un psicótico camuflado en la epifanía estética; este mundo irreal los contiene para no convertirlos en simples outsiders. Wes Anderson no es un cineasta de contracultura. Su genio está en inventar un mundo artificial donde la maldad, la melancolía, la violencia y el cariño son amorales.
La última película de Wes Anderson es una excepcional comedia sobre dos adolescentes que se enamoran y escapan juntos, generando un inusitado revuelo en el pequeño pueblo en que viven. Ambientada a mediados de los ´60, el nuevo film del director de Los Excéntricos Tenembaum y Viaje a Darjeeling, presenta una increíble historia situada en una pequeña isla de Nueva Inglaterra, protagonizada por los jóvenes Sam (Jared Gilman) y Lucy (Kara Hayward), un explorador y una actriz y ávida lectora, que luego de conocerse de manera espontánea establecerán un lazo especial, y precipitarán un plan de fuga de sus respectivas moradas. A medida que avanza el relato, comprenderemos cuáles son las razones de escapatoria de cada uno, y cómo ambas historias se entrelazan en la construcción de su amor. Si bien la historia de la película gira en torno a Sam y Lucy, tiene un gran elenco que hace funcionar el relato como un reloj, y que incluye renombrados actores como Bruce Willis, en el papel del frustado comisario del pueblo, Edward Norton como líder explorador, Bill Murray como un abogado venido a menos, Frances McDormand como la desapegada esposa de éste último, y finalmente Tilda Swinton en el rol de una asistente social sin desperdicio, tan mágnetica en la pantalla como siempre. Luego de su huída, tanto el resto de los exploradores como los padres de Lucy (McDormand y Murray) y el Capitán Sharp (Willis) emprenderán la búsqueda de los dos chicos por todo el lugar, mientras que ellos se las arreglarán sin problemas para sobrevivir en la naturaleza gracias a la experiencia de Sam como explorador. Con el correr de las horas la historia se complicará en todos los sentidos, y mientras los protagonistas emprenden una fuga definitiva demostrando su entrega y amor mutuo, se pronostica una gran tormenta que azotará la isla y que se convertirá en un antes y un después para todos los personajes. Hay varios puntos que deben destacarse de esta producción, empezando especialmente con la música que acompaña la historia, (razón por la cual es recomendable ver la película hasta los títulos finales incluidos), además de un numeroso y llamativo vestuario, exquisitas locaciones, todo con una estética tan particular de Anderson, entre lo naif y lo retro, en la que también se destaca un personaje interpretado por Bob Balaban, que en varios momentos guía el relato como si fuera una especie de Dios, que va explicando determinados eventos que sucederán más adelante. Anderson también elige utilizar muchos gratos recursos técnicos interesantes, vistas panorámicas, travellings y algunos planos secuencia, además de la utilización del color, que le imprimen un carácter especial al film. Sin duda estamos frente a una obra cinematográfica en la que cada plano, cada elección de vestuario y maquillaje y cada diálogo de los personajes está pensado con un fin determinado. Una gran obra del cine contemporáneo que habla del amor de la juventud en contraste con el de la adultez, al tiempo que mediante un entretenido y delirante guión (también de Anderson) revela los mundos y secretos de dos generaciones distintas, exponiéndolos con simpleza y con una estética y técnicas excepcionales.
La aventura del amor, según Anderson Las historias de aventura con niños no son frecuentes en el cine de hoy en día. Allá en el recuerdo quedan obras maestras como Stand by me (1986) de Rob Reiner. Porque nos referimos a historias bien contadas, en las que se resalta la pureza infantil y al mismo tiempo se hace un tratamiento maduro en el que se explica el pasaje de la inocencia (siempre presente) a la madurez, pero siempre conservando la avidez por descubrir cosas nuevas, y el sentido de rebeldía. Con esta premisa retorna a la pantalla grande el genial Wes Anderson, que con su puesta en escena llena de travellings, gran angulares y planos fijos, arma un producto hermoso, caracterizado de forma magistral por un reparto de lujo, en el que se destacan los dos jovencitos protagonistas que sin dudas serán una de las grandes revelaciones en esta nueva década: Jared Gilman y Kara Hayward. El director de The Royal Tenenbaums (2001) y recientemente de Fantastic Mr. Fox (2009) ofrece una historia bellísima sobre la búsqueda del amor, una versión isleña, pueblerina y políticamente incorrecta de Romeo y Julieta, pero mucho más divertida y perspicaz. Todo musicalizado de forma magistral por el genio Alexandre Desplat, y con un guión excelente escrito por el propio realizador y el poco conocido en el mundo del cine (salvo por la anterior película de Anderson en live action, The Darjeeling Limited) y más conocido en el panorama de los videoclips, Roman Coppola., hijo del gran Francis Ford Coppola. El ritmo y la cadencia con el que está contada la historia, más la gran dirección de actores (sobre todos los chicos, que hacen un papel genial, como el grupo de scouts) son admirables, y no dejarán indiferentes a unos espectadores ávidos de historias divertidas y bien narradas con el lenguaje cinematográfico. Anderson suele escapar a los vicios del formato, inclinándose por una puesta en escena más bien teatral, pero en este caso, ayudado por la buena fotografía de su eterno colaborador, Robert D. Yeoman, con grandes encuadres en locaciones naturales y mucho exterior, esta vez no se da tanto este fenómeno. En sí, Moonrise Kingdom (2012), un reino bajo la luna que se muestra como aquel lugar donde uno manda, sea donde sea, mientras lleve consigo su yo, sus sentimientos, lo que lo hace a uno mismo, es un ensayo muy entretenido sobre la infancia, la rebeldía y el amor más sincero, el que nos define, donde el cine, aún siendo una excusa, lo hace aún más bello.
El cine como un juego mayor moonrise 1 El año comenzó a despedirse de la mejor forma posible con el estreno de Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna), excelente película de Wes Anderson que constituía una de las grandes cuentas pendientes de los exhibidores cordobeses en 2012 (la otra es Cosmópolis, de David Cronenberg, que sigue en estado de espera), ya que no sólo se trata de una de las mejores composiciones de este verdadero autor -uno los pocos que quedan en Hollywood- sino que además es la que ha alcanzado mayor éxito comercial, confirmando el destino popular que escondía su cine. Se ha dicho y se dirá que Anderson se filma a sí mismo: en efecto, su cine registra un universo personalísimo que difícilmente pueda existir fuera de su obra, y que viene incluso perfeccionando filme a filme como lo demuestra Moonrise Kingdom, pero que se mantendría en gran medida cerrado a los avatares del mundo real. Claro que si puede ser cierto que el cine de Anderson es una estilizada casa de muñecas o un escenario teatral de pura originalidad, perteneciente sin dudas a una clase social específica (la burguesía o incluso la aristocracia), no lo es tanto que no dialogue con el mundo ni mucho menos con la humanidad que lo habita: pocos directores han logrado captar de modo tan honesto la singularidad de la existencia humana sometida a la vida en sociedad, o la condición existencial de quien se siente diferente al resto de su comunidad. Moonrise Kingdom2 Hay al fin en Anderson una mirada sobre el mundo cuya lucidez puede pasar desapercibida por la ostensible empatía con que trata a sus personajes y el humor intrínseco que la constituye: en sus películas, el universo de los adultos es tratado como una especie de juego infinito, donde nadie sabe muy bien cómo comportarse porque justamente los roles sociales son inciertos, mutables, incluso inasibles. No se trata sólo de postular un estado de adolescencia permanente para sus protagonistas, sino de captar a través de ellos las grietas del sistema, el absurdo de toda construcción social, su condición de inestabilidad y mutación permanente, su naturaleza ficticia: no hay ningún orden mayor que contenga a los personajes de Anderson, que viven arrojados a la intemperie aún cuando tengan un buen pasar económico, y de allí surge el profundo humanismo que transmiten (y no tanto de la ternura con que el director los trata). Ni siquiera las pequeñas comunidades donde se refugian sirven como tabla de salvación, porque irónicamente allí se repiten estas condiciones: padres que se comportan como adolescentes o niños que se saltan la infancia para ser (aquellos) adultos antes de tiempo. Por eso, sus criaturas deberán vivir un proceso de aprendizaje para superarse, que es lo que constituye la trama central de las películas del director. moonrise baile Y acaso una de las mejores síntesis de este universo es Moonrise Kingdom (especie de antecedente apócrifo de Los Excéntricos Tenenbaums), donde sus protagonistas son dos preadolescentes enamorados que protagonizarán una fuga en una paradisíaca isla en Nueva Inglaterra en 1965. Se trata de Sam (Jared Gilman), un experto boy scout que es marginado por sus compañeros, y Suzy Bishop (Kara Hayward), hija de una familia levemente disfuncional compuesta por un matrimonio de abogados que está en crisis (Bill Murray y Frances McDormand) y tres hermanitos menores. Como de costumbre, se trata de una familia de intelectuales, donde los niños se divierten leyendo o escuchando un concierto didáctico de Benjamin Britten, mientras los padres viven aislados en sus propios mundos; al menos hasta que Suzy y Sam -que además es huérfano-, se fuguen juntos para descubrir el amor en los hermosos bosques de la isla, a tres días de una tormenta que será histórica. MoonriseKingdom_narrador Formalmente virtuosa, Moonrise Kingdom es un acercamiento sensible y lúdico al ingreso a la adolescencia donde Anderson ha sabido purificar sus formas de un modo notable: la obsesiva construcción de los escenarios y los encuadres se traslada aquí al ámbito natural, que es registrado con la misma rigurosidad y estética impresionista de aquellos mundos de fantasía que parecían de cartón. El uso de la profundidad de campo se ha refinado, y ya aquí puede decirse que todas las dimensiones del plano se vuelven significativas: el director cuida todos los rincones del espacio dentro del encuadre, que ostenta un nivel de perfeccionamiento infrecuente. Pero no se trata de un regodeo esteticista como alguna vez se ha planteado, sino de que cada detalle pueda aportar información al conjunto, sugerir significados a partir incluso de las simetrías en la construcción del plano o del uso de los colores (ver si no la irrupción de Tilda Swinton como el Servicio Social). Ocurre que Anderson tiene una capacidad narrativa superlativa, capaz de sintetizar un mundo en los detalles: así, un travelling lateral por el campamento de boy scouts basta para introducir un universo y exponer su funcionamiento; algo similar ocurre en la construcción de los diálogos (que nunca son baladíes ni artificiales a pesar de las búsquedas humorísticas) o en los imprevistos y exquisitos musicales que irrumpen para narrar un acontecimiento, como el primer beso. Los recursos son múltiples, pero no están para ostentar talento o simplemente dar información: sirven para liberar a la película y abrirla a la vida que se desarrolla secretamente en esa fábula, que debe la indiscutible verdad que transmite a la transparencia con que Anderson nos propone su juego para todas las edades. Por Martín Iparraguirre
Hace unos cuantos años, allá por el primer BAFICI, se incluía dentro de la programación un gran pequeño film de Wes Anderson, era "Rushmore - Tres son multitud" y desde ese momento, creo que no hay otra alternativa posible, que seguir paso a paso su carrera -que aún con altibajos-, de una calidad singular. A "Rushmore" le siguió el impresionante éxito de "Los excéntricos Tenenbaums" donde aparece manejando un reparto de primeras figuras. Obviamente entre los protagónicos está su actor fetiche Bill Murray y dentro de la disfuncional familia aparecían Anjelica Huston, Gene Hackman, Danny Glover, Gwyneth Paltrow, Owen Wilson, Ben Stiller... un reparto excepcional para una pintura de una familia con niños prodigios, enfemedades terminales, abandonos, encrucijadas emocionales y mucha pero mucha patología tratada con la más fina ironía y un humor extremadamente particular que se hizo como una marca personal del cine de Wes Anderson. En el mismo sentido, aunque quízás no con la contundencia de los resultados, sus dos trabajos posteriores también ayudaron a construir un estilo típicamente "Andersoniano" tanto en el tratamiento visual de sus historias como en la estructura y construcción de su guión y las historias de sus personajes. Asi fue en "Vida acuática" y "Viaje a Darjeeling" y posteriormente incursionó en el terreno de la animación, aceptando nuevos desafíos y pintando una hermosa fábula como "El Fantástico Mr. Fox", lamentablemente, no estrenada en nuestro pais con las voces de Meryl Streep y George Clooney. Ahora es entonces la oportunidad de reencontrarnos con el mejor Wes Anderson en "Un reino bajo la luna", una historia ambientada en mitad de los sesenta y nuevamente con una familia disfuncional en el centro de la historia. Ya desde la escena inicial, donde presenta a cada uno de integrantes, con una impronta de casa de muñecas para cada una de las habitaciones, es casi imposible no caer rendido a los poderes de Anderson como narrador y como cineasta. Allí está la hija mayor de un matrimonio de abogados, Suzy (Kara Hayward) quien recientemente ha tenido un amor a primera vista con Sam (Jared Gilman), un niño tan inteligente como excluido socialmente. Una especie de flechazo inmediato e intelectual entre dos "freaks". Podríamos llamarlos así a los dos adolescentes inmersos en el universo de Anderson?. Siendo "freaks" a lo Anderson, son absolutamente queribles y entrañables, completamente incomprendidos dentro de un universo donde no logran encajar y encontrar su lugar. Con el frenético estilo de Anderson y mediante una historia epistolar fragmentada, iremos siguiendo las desventuras de estos adolescentes enamorados, hasta llegar a su programada fuga y su encuentro furtivo. Ella escapará de su casa y él, renunciará a su campamento scout para encontrarse en un inhóspito lugar de la isla donde viven, para correr juntos los riesgos de una nueva aventura y de vivir el amor que sienten con sus doce años. Dentro de la trama, desfilará una galeria de personajes secundarios, impecablemente elaborados por un elenco que no tiene absolutamente ninguna fisura y se muestra absolutamente homogéneo y todos en la misma sintonía. Tanto el líder del campamento scout que deberá encontrar a su scout prófugo en el medio de una manada inmanejable de criaturas (Edward Norton), el jefe de policía más incompetente que pueda imaginarse (Bruce Willis) quien a su vez no es ajeno a la historia de la familia de Suzy, una trabajadora de los servicios sociales que sale a la búsqueda de Sam (absolutamente desopilante el rol de Tilda Swanton) y los padres de Suzy (Frances Mc Dormand y Bill Murray) forman parte de un universo de adultos que el guión del mismo Wes Anderson sabe dibujar, bordeando los límites de lo patético, lo risueño, el delirio y la inmadurez. Es notable como todo ese universo adulto, como un revés de la trama, gira en torno a los dos adolescentes en fuga. Ellos parecieran tener mucho más claro lo que quieren y lo que sienten, incluso claramente pueden decirlo y actuar en consecuencia y allí es donde gana el humor sutil y la parodia autoreferencial en un "reino del revés" en donde los adultos se muestran aniñados y los niños como verdaderos adultos. Nuevamente con un gran elenco a la cabeza, como en todas sus producciones, Anderson guía firmemente a sus personajes en un guión que tal como los prófugos adolescentes, sabe perfectamente lo que quiere y dónde quiere llegar y cómo quiere mostrarlo. Sorprende nuevamente en un estética particular, retro, "sesentosa", dulcemente naïf, una banda de sonido especial y un guión colmado de delirio no sólo en sus diálogos sino también en las situaciones absolutamente alocadas que propone. Desde cada uno de los lugares posibles, acertar en poder demoler cada uno de los estereotipos que construye, pero sin hacerlo de una forma impiadosa, sino poniendo una mirada de ternura para cada una de sus criaturas. Más allá de las magníficas actuaciones de las estrellas que Wes Anderson convoca esta vez (sumando además de los ya nombrados a Jason Schwartzman y Harvey Keitel en pequeñas pero jugosas apariciones) y contando con Bob Balaban como el narrador que va sumando elementos al relato, los verdaderos protagonistas de la historia son Kara Hayward y Jared Gilman, absolutamente perfectos como Suzy y Sam, transmitiendo la inocencia, la convicción y el enamoramiento típico de la plena adolescencia. Las escenas de Suzy leyendo (con unos diseños de arte en las cubiertas de los libros realmente bellísimas, cuyos artistas aparecen en los créditos finales) y la de los primeros encuentros íntimos están narradas con una sensibilidad y una candidez particularmente conmovedora. Técnicamente impecables, creativa hasta en las escenas de los créditos iniciales y finales, es una historia absolutamente disfrutable de principio a fin, llena de magia, con un sentido del humor finísimo y exquisito y con una mirada tierna y mordaz a todo el micromundo que Anderson construye. Y es una pena que una película tan original, tan bien contada y con actuaciones realmente brillantes haya quedado tan injustamente relegada en el circuito de premios de este año, fue nominada a unos cuantos Independent Spirit Awards (de los que lamentablemente se fue con las manos vacías), a un Golden Globe y a un Oscar dentro de la categoría de Mejor Guión Original. Más allá de los premios, Anderson vuelve a demostrar que tiene todo un reino para desplegar ante nuestros ojos. Su reino bajo la luna.
Wes Anderson dirige Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna) (Moonrise Kingdom, 2012) y deja su sello personal en una película que presenta personajes tiernos con la estética que caracteriza al director de Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001). Corre el año 1965 en una isla de la costa de Nueva Inglaterra y Sam y Suzy, dos chicos de 12 años, se enamoran por completo. Juntos se escapan hacia tierra salvaje y pronto se verán perseguidos por la policía local, los padres de la niña y el líder del campamento scout al que pertenecía Sam. Con planos equilibrados y perfectamente orquestados, Wes Anderson lleva a la pantalla una historia en la que los niños se comportan como adultos y los mayores se portan como chicos cuando salen en la desesperada búsqueda de los jóvenes enamorados. Como en todas sus realizaciones, las relaciones familiares son el núcleo central de la narración y, a pesar de que cuenta con un gran elenco, los protagonistas son Jared Gilman y Kara Hayward, una joven pareja que peleará contra viento y marea por su amor. Esto último no es un lugar común ya que como trasfondo, una tormenta de proporciones bíblicas se acerca a la isla y amenaza con arrasar todo lo que encuentre a su paso. El fenómeno meteorológico es presentado y explicado por el gran Bob Balaban que, al mejor estilo de Jacques Cousteau, cuenta cómo es la vida en la isla. Los padres de la niña, interpretados por Frances McDorman y Bill Murray, dos abogados que no se llevan nada bien, emprenderán la difícil misión de encontrar a la pequeña Suzy. Bruce Willis encarna al melancólico sheriff local, que los ayudará en la búsqueda. Este es el mejor papel de Willis, ya que en esta oportunidad y por primera vez en su carrera su cara de nada lo ayuda. El sheriff unirá fuerzas con el líder scout interpretado por Edward Norton. Por último, a estos se suma Tilda Swinton, que representa a servicios sociales y se dirige a la isla para llevar a Sam a un orfanato. El guión, escrito por Anderson y Roman Coppolla, fluye sin sobresaltos. A esto se le suma la excelente fotografía de Robert Yeoman que, detallista al máximo, entrega imágenes donde el amarillo es el color predominante. Asimismo, la música de Alexandre Desplat no sólo acompaña sino que se convierte en una parte muy importante de la narración. Con Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna) Wes Anderson se confirma como un gran creador de atmósferas que ofrece historias sencillas interpretadas por grandes actores sobre temas universales como el amor, la familia y la melancolía. 4/5 SI Ficha técnica: Título Original: Moonrise Kingdom Dirección: Wes Anderson Guión: Wes Anderson y Roman Coppolla Estreno (Argentina): 18 de Octubre de 2012 Género: Drama, Comedia. Origen: Estados Unidos Duración: 95 minutos Clasificación: AM 13 Distribuidora: Alta Classics Reparto: Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray, Tilda Swinton, Jason Schwartzman, Frances McDormand, Kara Hayward, Jared Gilman.
Wes Anderson nos trae otro de sus particulares films, esta vez centrado en un romance juvenil entre un scout huérfano que escapa del campamento en busca de Suzy, una niña que se fuga de la casa de sus padres para encontrarse con dicho jovencito. En todo momento presenciaremos ese sello distintivo que le imprime el director a sus cintas, una huella que marcan los cineastas sobre las llamadas películas de autor. En Moonrise Kingdom percibimos la belleza que le otorga Anderson a cada escena, combinando elementos tales como una banda sonora delicada, una ambientación colorida, excentricidades y una dosis de humor muy particular, que nunca llega a la carcajada ni por asomo, sino que genera un constante esbozo de sonrisa en el espectador. Ahora, a diferencia de algún que otro film del director, la historia o el transcurso de la misma no se condice con la prolijidad y elegancia que percibimos. El comienzo cuenta con los elementos necesarios como para entusiasmar, pero en el desarrollo se siente una especie de pesadez, un enfriamiento del relato que exhala aires de densidad. Destacable la elección de Edward Norton y su actuación. El personaje de Suzy nos trae la sorpresa de una interpretación muy interesante de la jovencita Kara Hayward, quien aparenta tener un gran futuro en la industria cinematográfica. Cerrando, Moonrise Kingdom nos ofrece un mundo ostentoso desde la calidad técnica y la belleza visual y estética del film, pero la historia si bien no es mala no termina de emocionar. LO MEJOR: el reparto, la prolijidad y prestancia de las escenas, todo aquello que percibimos y enaltece la vista. El buen comienzo. LO PEOR: el transcurso de la historia no se complementa ni va a la par de la estética de la cinta. PUNTAJE: 7,20
De aventuras en tiempo pasado No es casual que la nueva película de Wes Anderson comience con la narración de cómo se compone una pieza musical. Mientras una voz a través de un grabador le explica a un grupo de niños la conformación integral de una partitura compuesta por Benjamin Britten, el espectador será testigo de la forma en que trabajan los distintos elementos que cobran valor en conjunto para dar forma a eso que llamamos cine. Cuestión aún más evidente aquí, donde el marionetista detrás de dichos elementos es uno de los grandes nombres de la puesta en escena moderna. Porque el secreto en el cine del realizador de Rushmore, Los excéntricos Tenenbaum, Viaje a Darjeeling, entre otras muestra con Un reino bajo la luna que no sólo es un gran dominador del séptimo arte, sino –en tanto mayor valor- que es capaz de recrear mundos con vida, mecánica y estructura propios. Aquí, aquel caos ordenado será enrevesado por Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward) dos preadolescentes que deciden escapar de sus familias (una pareja de abogados y un campamento boy scout respectivamente) para dar rienda suelta a las libertades que los preceptos adultos consideran aún prohibidos. De esta forma, la música, la pesca, el baile, la danza, las lecturas nocturnas, el despertar sexual, el primer beso, los roces, serán parte de una experiencia que promete extenderse hasta la todavía lejana madurez. Porque bajo la promesa de vivir en aventura entre los dos ahora fugitivos habrá una unión que ya no perecerá: la de revelarse ante una idea social que encuentra en el silencio su único modo de supervivencia. En este deseo radica el verdadero sentido del film de Anderson. No casualmente, la película se desarrolla en una pequeña isla de Nueva Inglaterra durante los años ’60; allí donde desde el hoy, todo tiempo pasado representa la planificación surrealista del sentido de la vida en una infancia que no entiende de cobardes retrocesos, sino todo lo contrario. Para reforzar esa idea, mientras buena parte de los adultos (un elenco compuesto entre otros por Bill Murray, Frances McDormand, Edward Norton, Bruce Willis, y Tilda Swinton) salen en su búsqueda –e insisten en ocultar sus propios deseos- la cámara acompaña a la pareja protagonista desde su altura, siempre en movimiento e implicando una cercana complicidad entre el espectador y los personajes. Aún así, el punto fuerte de Un reino bajo la luna (y a esta altura una condición obligada en toda la filmografía de Anderson) es cómo conviven sus extraños seres dentro de ese devenir melancólico y organizado. Llevado al punto extremo, son tantos los detalles en cada plano, tantas las partes que convergen en este mundo onírico que resulta –a falta de mejor vocablo- encantador. Los detalles del universo creado por el director no buscan prioridad; pero resuenan desde el lugar menos pensado para dar forma a esta fábula nunca infantil, aunque siempre conscientemente ingenua. Destinado a convertirse en film de culto, Un reino bajo la luna apela por último a la participación del espectador para explotar sus totales capacidades. Porque de la misma forma en que esos niños comprenden cómo se conforma aquella obra musical al principio del relato, nosotros deberemos tomar parte, delimitar y descubrir cada construcción individual, para darle coherencia dentro de la historia. En otras palabras, y como en esos tiempos donde el mayor desafío pasaba por enfrentar al mundo envueltos en peinados de gomina y pantalones cortos hasta las rodillas marcadas por los quijotescos tropezones (de la plaza, la escuela o el patio de casa), Wes Anderson nos invita a jugar. O puesto de otro modo, a ser niños otra vez.
Una de las claves para comprender el cine independiente norteamericano es la idea de disfuncionalidad, que se suele pensar en oposición con el intento histórico de Hollywood por reproducir el status quo. Si bien las películas de Wes Anderson suelen estar protagonizadas por actores conocidos y suelen tener buenos presupuestos, puede decirse que su manera de entender el cine se corresponde con la independiente (o la manera indie, como también la llaman). En este territorio, las relaciones familiares nunca van de la normalidad hasta su alteración ni tampoco hacen el recorrido inverso. En general, los integrantes de estas familias recorren un trayecto que va desde la conciencia de su situación hasta la aceptación de la misma. En el universo de Wes Anderson no hay una mirada condenatoria hacia los personajes sino una verdadera empatía. Para decirlo de otra manera: el director demuestra afecto por sus personajes y no los trata como enfermos, sino que se dedica a observar el espacio que los rodea con la atención puesta en cada detalle. Por eso mismo, para bien y para mal, sus películas fueron calificadas como sobrecargadas, ya sea si pensamos en la composición meticulosa de sus planos, en su dirección de arte casi barroca o en sus movimientos de cámara siempre milimétricos. Esos detalles también tienen que ver con un autor que se aleja del realismo que suele prevalecer en el cine clásico. En su cine, a diferencia de aquél, no se oculta el aspecto artificial que implica estar frente a una película. Cuando vemos cualquiera de las que componen su filmografía sentimos que estamos ante algo que se escapa de lo cotidiano y que, por momentos, se parece a un cuento de hadas. O a una fábula: su anterior película, por ejemplo, es una historia animada sobre un zorro que por más que lo intente no puede evitar seguir sus instintos. Un reino bajo la luna transcurre en una isla de Nueva Inglaterra durante el verano de 1965. Cuenta la historia de Sam, un boy scout huérfano que se escapa del campamento para encontrarse con Suzy, una chica de la isla a quien conoció en una obra de teatro. Tanto el boy scout principal como los padres de la niña salen en busca de la pequeña pareja, ayudados además por quién parece el único policía del pueblo. La fuga de los niños no se mueve jamás dentro de las coordenadas del melodrama, ni siquiera para los padres de Suzy que viven todo con una mezcla de patetismo y perplejidad. El romance entre Sam y Suzy se vuelve tan creíble y la situación tan densa que todo parece la parodia de una historia de amor adulta. El mérito de Wes Anderson es hacernos creer que en su universo los roles que asumen tanto los adultos como los niños se ven afectados. En un gran texto dedicado a Las vacaciones del señor Hulot, la película de Jacques Tati, Bazin decía que gran parte de los logros del director francés tenían que ver con su capacidad para construir un espacio propio. Según el crítico, los grandes directores cómicos hacen eso en primer término y luego insertan allí a sus personajes. La referencia se podría aplicar a las películas de Anderson, especialmente porque el movimiento de los cuerpos es mínimo, lo que destaca el tratamiento que se hace del espacio. Los personajes están dispuestos de tal manera, en el centro de la imagen, casi siempre de frente y con los brazos a los costados, que parece como si se prepararan para una confesión. Lo que sí se mueve (y mucho) es la cámara, a través de travellings, panorámicas, acercamientos o alejamientos. La sucesión de imágenes se transforma en una especie de danza visual que, por otro lado, subraya el carácter artificial y mágico que la película posee. (En una escena que funciona como un guiño al espectador, Suzy le cuenta a Sam, mientras le muestra sus libros, que le encantan las historias con poderes mágicos, ya sea en los Reinos de la Tierra o en los planetas exteriores.) Pero el cine de Anderson no se queda allá, a lo lejos. La manera de ser de cada uno de los personajes y la manera en que transcurre la trama oscilan todo el tiempo entre sensaciones opuestas. De la misma manera en que los roles se mezclan, se vuelven difusos en una trama que desconcierta, los géneros hacen lo propio. Por eso hay escenas que nos obligan a preguntarnos dónde estamos parados. En un momento, Suzy le dice a Sam que le encantaría ser una huérfana porque piensa que los que viven en orfanatos tienen una vida feliz y libre de preocupaciones. Sam la mira y le responde: te amo pero no sabés de que estás hablando. Casi todas las respuestas pronunciadas por Sam poseen tanta carga que resulta difícil precisar si se trata de un adulto vestido de niño o de un niño demasiado maduro, si deben causarnos risa o emocionarnos. Decíamos: Un reino bajo la luna borra los límites entre los niños y los adultos, entre el drama y la comedia, y hasta aquella que separa al realismo del artificio. Pero esto no se da como un juego banal sino como una manera de decir que las etapas, los géneros y las maneras de posicionarse frente al cine no son tan distintas entre sí. Este punto se traslada a todos los niveles de la historia. Desde el tratamiento que se hace de la sexualidad cuando Sam y Suzy están en la carpa antes de que sus padres los encuentren, pasando por la noción misma de matrimonio, hasta llegar a un momento particularmente intenso en que los dos niños están preparados para tirarse al agua desde un campanario aún sabiendo que pueden morir en el intento. Wes Anderson nos dice que para ingresar en su universo sólo hay que entregarse, lo que no significa necesariamente perder la capacidad de pensar en lo que estamos viendo. Su filmografía se instala cada vez más en un terreno que se parece a la isla que sirve de escenario de esta historia: bella, extraña y por momentos tormentosa.