El fantástico M. Gustave Luego de esa hermosura llamada Un Reino Bajo la Luna (Moonrise Kingdom) ha vuelto a la gran pantalla Wes Anderson con El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel). No voy a descubrir la pólvora afirmando que el Anderson de Texas es uno de los autores más atrayentes de la actualidad. Su cine de repetición estética y formal ha sorteado con reinvención y sentimiento los vendavales que trae aparejada la propia duplicación de su firma autoral. En El Gran Hotel Budapest encontraremos a un Anderson más desenfrenado que nunca. La historia está narrada desde tres épocas distintas. Primero comienza con una breve introducción en la actualidad, después visita 1985 para encontrarnos al autor del libro contando a cámara cómo se enteró a fines de los ’60 de unos extraños acontecimientos ocurridos con un conserje y su discípulo en un prestigioso hotel para por último saltar de allí e ir de excursión por los sucesos que vendrían a conformar el núcleo del film que ocurren en 1930. Esa última historia es la de M. Gustave (un fantástico Ralph Fiennes) y Zero (Tony Revolori), conserje y botones respectivamente del Grand Budapest Hotel. Cuando la amante de Gustave, Madame D. (Tilda Swinton), fallece comienza una disputa entre los miembros de una familia (integrada principalmente por Adrien Brody y un despiadado Willem Dafoe) y el nombrado encargado por una importante fortuna. Ralph Fiennes, F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Jude Law, Bill Murray, Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Léa Seydoux, Tilda Swinton, Tom Wilkinson, Owen Wilson y Tony Revolori. Todos ellos pasan por delante de la pantalla pero ninguno cae en la mera participación de un efectista cameo. Todos sus personajes tienen distintos grados de desarrollo y cuentan con un peso específico en la película. También habrá en El Gran Hotel Budapest una fuga de prisión, un país inventado, varios romances, cuatro capítulos, grandes saltos temporales, muchos asesinatos, misterio, aventuras, enredos, humor y algo de sangre. Pero principalmente está un Anderson desatado y quizás menos “accesible” que otras veces para sus detractores o no tan amantes de su cine. Un Anderson, que hace, deshace y ejecuta a piacere sus deseos detrás de las cámaras para llevarlos adelante en frente de nuestros ojos. Un Reino Bajo la Luna tenía esa pareja de pequeños freaks que la hacía terriblemente querible. Es como si ese robot que pulula en el set de filmación hubiese conseguido imprimir sentimiento a una película cargada de personajes aparentemente inexpresivos por medio de Sam y Suzy. Y acá Wes tiene como transporte a su mundo al entrañable M. Gustave. Resulta imposible no sentir empatía con ese conserje que tiene modales de conde y que acuña al desamparado Zero para recorrer junto a él una aventura que cambiará su vida para siempre. Es que el personaje de Fiennes conjuga a la perfección esa rara e interesante mezcla de racionalidad y sentimiento que posee el cine de Anderson. Wes Anderson abrió las puertas de par en par del ficticio Grand Budapest Hotel para llevarnos a pasear por uno de los cuentos más encantadores, lóbregos y desbocados que ha presentado su filmografía. Un encendido Ralph Fiennes y un sinfín de estrellas que nos esperarán adentro nos acompañarán a explorar ese lujoso hotel cargado de misterios, historias, robos, asesinatos, romances y amistad. Quien quiera pasar se encuentra invitado en su sala de cine más cercana, Wes invita.
Elige tu propia aventura... Pocos directores estadounidenses pueden darse el lujo de hacer lo que quieren y cómo quieren, de contar con elencos pletóricos de grandes figuras, de desarrollar con continuidad un estilo propio que se ubica en las antípodas de los modelos hollywoodenses más convencionales, y -sobre todo- de experimentar, de jugar al cine (y con el cine) en todas sus dimensiones y posibilidades. Wes Anderson es uno de ellos y, por lo tanto, uno de los exponentes más interesantes del panorama actual. En ese sentido, El Gran Hotel Budapest lo encuentra -por suerte- más ambicioso, desprejuiciado y desatado que nunca. Si bien buena parte de la historia transcurre dentro del hotel del título ubicado en la cima de una montaña (se accede vía funicular) de un ficticio país de Europa (la República de Zubrowka), la trama está subdividida en cuatro episodios principales (como capítulos de una novela), con saltos temporales que van de 1985 a 1968 y de allí a los años '30, con múltiples narradores en off y con ramificaciones que transforman al film (esencialmente una comedia negra sobre la dinámica del lugar) en una historia de mentor-discípulo (entre el conserje Gustave que encarna Ralph Fiennes y Zero Moustafa, un niño refugiado que trabaja en el lobby y es interpretado por el novato Tony Revolori), en un thriller con asesinato incluido, en una película de (fuga de) cárcel y así hasta completar casi todos los géneros posibles (siempre encontrando elementos trágicos en los momentos de humor y gags físicos o verbales incluso en los pasajes más dramáticos). El director de La vida acuática y Viaje a Darjeeling citó al novelista y dramaturgo austríaco Stefan Zweig como la principal inspiración, mientras que la otra fuente principal a la hora de diseñar el trabajo con los actores fueron los clásicos de los años ’30 dirigidos por Ernst Lubitsch (desde la mirada al nazismo de Ser o no ser hasta Ninochtka) o la casi homónima Grand Hotel, de Edmund Goulding. Pero incluso con esas referencias, la película no deja de ser 100% wesanderseriana, con su estilo reconocible en todos y cada uno de sus planos. En su octavo largometraje, el realizador de Tres es multitud y Los excéntricos Tenenbaum apela otra vez al artificio (con un vistoso diseño entre retro y kitsch digno de los países del ex eje comunista), a un rompecabezas de muchas piezas, al interminable juego de muñecas rusas (siempre hay una capa más por añadir, una nueva dimensión por explorr). Quizás el resultado es menos sensible y algo más frío que en el caso de la anterior Moonrise Kingdom y no todos los notables intérpretes que dan vida a los 16 personajes centrales tienen el mismo espacio para lucirse, pero no por eso El Gran Hotel Budapest deja de ser una historia tan delirante como fascinante. Otra joyita de su personalísima y casi siempre brillante filmografía para este autor de tan sólo 44 años. Así, cada nuevo estreno de Wes Anderson se convierte en un hito cinéfilo insoslayable.
El Talentoso Mr. Gustave El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), la nueva comedia de Wes Anderson, narra la historia del conserje del Hotel Budapest, M. Gustave (Ralph Fiennes), y su preciado botones Zero Moustafa (Tony Revolori). La historia es recontada por un anciano Moustafa (F. Murray Abraham) a un “Joven Escritor” (Jude Law), quien a su vez recuenta la historia a la audiencia como un anciano “Autor” (Tom Wilkinson), quien a su vez existe en el presente como un busto en un cementerio, donde una silenciosa niña le rinde homenaje. La premisa suena engorrosa, pero a la larga logra su acometido: distanciar al espectador del relato y poner énfasis sobre su construcción con tal de cultivar el verosímil del realismo mágico. La historia no sólo ocurre en el país ficticio de Zubrowka, ocurre en un mundo totalmente ficticio, una Europa Oriental atrapada entre la frivolidad victoriana y la víspera de una misteriosa hegemonía fascista. Es la Europa fantástica de varias películas de Hayao Miyazaki. Ralph Fiennes no es un actor al que se lo asocie usualmente con la comedia, y aquí tiene la difícil tarea de ser particularmente gracioso en un mundo poblado por gente excéntrica. Y lo logra. Su personaje es el arquetípico héroe de Wes Anderson, ceremonioso y con pretensiones de dignidad, aptitudes hilarantes ante la adversidad y cuando se las contrasta con la humillación. Para M. Gustave cualquier momento es una buena oportunidad para filosofar o recitar poesía. Y uno de sus mayores placeres en la vida es cortejar a las ancianas madamas que se alojan en el Budapest. Ocurre que una de esas madamas (Tilda Swinton, irreconocible bajo un pastel de maquillaje) es envenenada, y la sospecha cae sobre M. Gustave, que se ha convertido en el heredero es una invaluable pintura al óleo llamada “Niño con manzana”. De ahí en adelante la trama cobra forma y sigue a Gustave y a su leal pupilo Zero en sus andanzas mientras huyen de la policía, la prisión, el malvado hijo de la madama (Adrien Brody) y su matón personal (Willem Dafoe). La película es juguetona y está tan comprometida a su trama como una película de los hermanos Marx, con Fiennes en el papel de un desafortunado Groucho. “Juguetona” podría describir a toda la película. La cinematografía recuerda a un diorama. El diseño de producción es bello, suntuoso y meticulosamente construido. Las composiciones poseen escasa profundidad de campo y la acción ocurre en dos dimensiones, como si fuera una caricatura. De acuerdo al estilo de Anderson – ámenlo u ódienlo – la cámara es la que está a cargo de contar los chistes. Los planos son frontales y presentan la acción con parsimonia, dejando macerar el absurdo de cada puesta en escena. La híper estilización de la película, sumada a su extraño marco narrativo, amenaza con enajenar al espectador. Polarizará a las audiencias entre aquellos que aman el espíritu lúdico del cine de Wes Anderson y aquellos que añoran un elemento más humano en la historia. Ninguna de sus películas se ha vuelto a comprometer con sus personajes y sus conflictos internos como Rushmore (1998). El gran hotel Budapest no viene a cambiar eso, pero está hecha con picardía y posee un indiscutible encanto artesanal.
Una caja de juguetes Cuando parecía que Wes Anderson se había perdido en una maraña de manierismos y melancolía, vuelve con una película llena de manierismos y melancolía, sólo que esta vez es una de sus mejores obras. ¿Qué es lo que distingue una película fallida de Anderson de una lograda? Difícil decirlo: hay algo del encanto (siempre autoconsciente), algo de los personajes (tal vez un poco menos autoconscientes), pero sobre todo algo de la ligereza de la forma, del juego y los juguetes, del deambular narrativo que vuelve espumosos los buenos relatos de este director. El gran hotel Budapest lleva hasta el extremo la tendencia del cine de Anderson de llenar sus películas de estrellas y más estrellas del cine. Es casi incalculable la cantidad de grandes nombres de la pantalla que aparecen en esta película en poco más que cameos, con una galería inagotable de pequeños y grandes personajes, todos comandados por M. Gustave, interpretado por Ralph Fiennes en uno de sus mejores papeles. La variedad y la velocidad de estos personajes explican en buena medida el atractivo de esta película: El gran hotel Budapest es la película con más acción de Anderson, con persecusiones, escapes, muertes, detectives y asesinos, viajes y aventuras. La diversidad de situaciones y personajes se corresponde también con la multiplicidad de técnicas que utiliza Anderson para narrar: el marco de la narración (siempre Anderson recurre a los vericuetos literarios) está filmado de la forma más estanca, con planos fijos y colores apagados, un ambiente opresivo y melancólico. Pero en cuanto aparece la narración a través del flashback (y la pantalla pasa a 4:3) todo estalla en colores y en millones de minuciosos detalles que pueblan la pantalla. Esta narración (regida por los clásicos paneos rápidos y composiciones geométricas del director) se encuentra atravesada también por secuencias que están narradas con técnicas de stop motion -la misma que usó para Fantastic Mr. Fox- lo cual termina de darle a sus personajes y situaciones un aire de jueguetes antiguos, como si la historia y la ambientación circularan por un teatro de marionetas. Sin embargo, todo el preciosimo y el juego no impiden que Anderson desarrolle plenamente sus personajes, en particular los dos principales: M. Gustave y Zero. Este dúo (el conserje del hotel y el botones que recién comienza a trabajar ahí) son el centro claro de un relato que podría haberse perdido por los callejones del juego visual, pero que vuelve siempre a su centro emotivo. Artificiales, artificiosos, rígidos y con una actuación distante, estos personajes logran (en lo mejor del trabajo de Anderson) expresar emociones tiernas, sinceras, inocentes pero no por eso menos reales: la historia del huérfano y su nuevo tutor/padre es simple y fundamental. Esa relación comienza de una forma trabada y típica de Anderson, pero se construye y desarrolla a través del relato de aventuras. Como una esponjosa pieza de confitura francesa, El gran hotel Budapest busca simplemente ser deliciosa. Y lo logra.
En su regreso al cine Wes Anderson nos introduce en la historia secreta que esconden las paredes de “El Gran Hotel Budapest”(USA, 2014), un sinfín de sorpresas y misterios. En las habitaciones y por años se han tejido cientos de historias misteriosas, y como en un primer momento aclara el escritor (Tom Wilkinson/Jude Law) “las historias llegan a los escritores”. Así un narrador comenzará a hablarnos sobre el hotel y principalmente sobre las personalidades de los conserjes del hotel Gustave H (Ralph Fiennes) y su ayudante ó botones Zero (Toni Revolori/F. Murray Abraham) durante diferentes momentos de sus vidas. El megalómano Gustave, un metrosexual del siglo pasado (aún cuando ni se utilizaba este tipo de mote para aquellos hombres que se cuidan extremadamente), mantiene amoríos con todas las huéspedes mayores de edad (y rubias) del hotel, y cuando una de ellas muere (Tilda Swinton) envuelta en dudas (en realidad no hay dudas, pero si una suculenta herencia en juego), se verá complicado por las elucubraciones que uno de sus hijos (Adrien Brody) despliegue sobre su figura. El registro que utiliza Anderson en esta oportunidad (y contrastando con sus últimos filmes) es la comedia cercana al slapstick (muchas escenas se acercan a este tipo de registro) o el screwball comedy, géneros que hace años que no se producen industrialmente y que se erigen en esta oportunidad victoriosos frente a la complejidad de la trama y ayudan a que el director alcance un grado de majestuosidad en pantalla únicos. De la actualidad a 1985, y de 1985 a 1932, iremos yendo y viniendo en el tiempo casi sin darnos cuenta para comprender la totalidad de la historia de Gustave y su “posesión” sobre el hotel. Anderson complejizará la trama con la incorporación de temas como la lealtad, el esfuerzo y la amistad, siempre manejados con humor y enriqueciendo a los personajes con características especiales. Así, Gustave será un enamoradizo declamador de poesías y consumidor de colonias exclusivas, Zero un joven un tanto tonto con un bigote falso y muchas granas de progresar y el resto de los personajes (entre los que se destacan las participaciones de Edward Norton, Saoirse Ronan, Owen Wilson, Jeff Goldblum y Willem Dafoe) también poseerán particularidades haciendo que la atención sobre la acción que transcurre en la pantalla nunca decaiga y nunca podamos dejar de mirar. Cada escena tiene un punchline. Pero a Anderson no le alcanza con esto y cuando uno cree que la comicidad finalizó, redobla la apuesta y va más allá. Sobre este punto también ayuda la escenografía, el vestuario, el colorido de las imágenes y la elección de la utilización de la animación. Todo va enriqueciendo la plasticidad y el dinamismo de la historia y va construyendo una pequeña obra maestra. A lo largo de “El gran hotel Budapest” Gustave tendrá que comprobar su inocencia sobre la muerte de Madame Dute (Swinton) y gracias a la ayuda de Zero superará fugas, tiroteos, emboscadas y hasta desengaños y traiciones. La polarización e hiperbolización entre los buenos y los malos (Dafoe compone a un matón de antología) hace que la empatía con la torpeza de los “benignos” sea inmediata, en un filme que no da respiro ni motivos opuestos más que la virtud de generar un espectáculo cinematográfico impecable. Excelente.
Pocos directores podrán decir que poseen un estilo tan propio como el de Wes Anderson. Un estilo capáz de ubicar a sus personajes en un mundo particular, que mezcla lo real con lo imaginario, y en donde todas sus películas parecen desarrollarse alejadas de la cotidianeidad. En El Gran Hotel Budapest, Anderson pareciera haber encontrado en los textos de Stefan Sweig que le sirvieron de inspiración, un camino para llevarnos a un tour por ese mundo amplio del que anteriormente nos dio muestras específicas. Rodeado de un elenco multitudinario y reconocible para realizar participaciones especiales, comenzamos con una historia dentro de otra historia, como una suerte de muñeca rusa. De las páginas de un libro, pasamos a un escritor (Jude Law) que llegá al mítico hotel Gran Budapest para conocer a su dueño, el Sr. Moustafa (F. Murray Abraham) que le contará la historia de cómo llegó a alzarse con la titularidad del hotel; un lugar de ensueño, exquisito, en el que el resto del mundo pareciese perderse. Así saltamos a un Zero Moustafa joven (Tony Revolori) recién empleado en la conserjería del hotel que quedará bajo el aprendizaje de Gustave H (Ralph Fiennes) conserje alma de ese hotel europeo. El hombre se gana el corazón de todas las huéspedes, y de ese carisma arrollador saca todo tipo de ventajas. Estamos entre las dos Guerra Mundiales, tiempos de una paz endeble y regidos por una fuerte presencia militar. Una de las ancianas huéspedes frecuentes (Tilda Swinton haciendo gala de maquillaje protático y talento interpretativo) fallece intempestivamente, y deja como legado a Gustave un cuadro renacentista de precio incalculable. Claro, los familiares de la mujer no estarán muy conformes con la decisión, lo cual llevará a una trama de robos y venganzas, espionaje, aventuras y aprendizaje de vida alrededor de todo el continente, en el cual la situación histórica no será irrelevante. Al igual que sucede con los films de Woody Allen, hablar de un film de es Anderson ya parece garantía de hablar de amontonamiento de estrellas. Así, pasarán delante de la pantalla, además de los mencionados, Adrien Brody, Willem Dafoe, Mathieu Almaric, Saoirse Ronan (que se repone de esa ingrata experiencia que fue La Huésped), Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Edward Norton, Bill Murray, Jasón Schwartzman, y la voz de Tom Wilkinson como narrador. Todos abrazan el ridículo carisma que les propone el director y logran momentos brillantes, pese a que algunos contarán con pocos minutos y hasta deberán ser buscados con lupa para ser localizados. El director está a sus anchas con la posibilidad de mostrar el pintoresquismo del hotel, y contrastarlo con la extravagancia oscura de los exteriores europeos. Los escenarios parecen salidos de un cuento de hadas, de la irrealidad mejor representada, y este quizás sea el punto más alto del film. Para esto, la presencia en la dirección de fotografía de Robert D. Yeoman, el mismo de toda la filmografía de Anderson, resultará fundamental. El guión tiene momentos desopilantes, de locura total, y otros en donde la historia decae en ciertas simplezas. No estamos ante un film perfecto, tampoco el mejor trabajo de su director, pero sí uno muy personal, hasta sería justo llamarlo único en su especie. Dinámico, divertido, disparatado, como un libro troquelado, así es El Gran Budapest, sin dudarlo, una alegría de cartelera.
UN HOMBRE DE OTRA ÉPOCA Pocos cineastas tienen una impronta tan personal como el cineasta norteamericano Wes Anderson, su cine es diferente a todos y se lo reconoce en cada plano, en cada escena, en cada personaje. El gran hotel Budapest es un perfecto ejemplo de todo lo que Anderson es y sabe hacer. Lejos de Hollywood pero también lejos de Europa, Anderson es irrepetible. Aquí el protagonista de la historia, pero no del relato, que como siempre tiene varias capas, es Gustave H. (Ralph Fiennes, brillante) el excéntrico conserje del legendario Hotel Budapest. Como suele ocurrir con los personajes creados por Anderson, Gustave es un organizador, un planificador, alguien que tiene como utopía el control del universo. También es un pícaro, a pesar de tener una enorme nobleza y lealtad con los suyos, es alguien que aprendió a sobrevivir. Su energía, como es habitual para el cineasta, es enorme, nunca se termina. En todo de comedia agridulce, pero con algunos momentos siniestros, la película desarrolla la historia de este personaje demodé, como muchas veces lo son los protagonistas del cine de Anderson. Más que nunca el cineasta se expone y manifiesta como un hombre fuera del mundo actual. Todo su cine siempre se ve de otra época, su extraordinaria paleta de colores, su maravilloso vestuario y su asombrosa dirección de arte, confluyen en una experiencia cinematográfica única. Pero Anderson es también un narrador apasionado. Las aventuras disparatadas y deslumbrantes parecen aquí sacadas de un folletín del siglo XIX. Con un enorme nivel de alegre locura, pero también con la certeza de los tiempos que se han ido, El gran hotel Budapest construye a pura belleza y originalidad, una historia atrapante. Un elenco que es más que un lujo sirve como muestrario de personajes raros y divertidos, que van de lo risueño a lo oscuro, que son un abanico de la condición humana mostrada de una manera única. En el descontrol y la sobre oferta de material audiovisual del mundo actual, Anderson brilla como un joya. Su cine es una fiesta para los espectadores, su mundo es un refugio frente a la mediocridad y el exitismo del mundo actual. Gustave H. es como Anderson, una persona perteneciente a otra época. Una época que había terminado incluso antes de que el naciera. Ver El gran hotel Budapest es una manera de mejorarse la vida como espectador y como persona. Anderson ha sabido entregar varias obras maestras como Rushmore, Los excéntricos Tenenbaums y El fantástico Sr. Fox, por mérito propio, El gran hotel Budapest ya podría incluirse en este selecto grupo.
La eterna pasión por contar historias El director texano recupera cierta frescura perdida, en una de esas comedias melancólicas que son su marca registrada. Gozosamente narrada en tres tiempos, incluye además un elenco monumental, en el que ninguno de los nombres célebres aparece porque sí. El crítico estadounidense Kent Jones escribió alguna vez que “Wes Anderson es, en pocas palabras, la presencia más original en la comedia americana desde Preston Sturges”. Difícil estar en desacuerdo con la idea, más allá del particular juicio de valor que se pueda tener de tal o cual película en particular. Podría agregarse que Anderson es el autor de las comedias más tristes y melancólicas de las últimas dos décadas. El gran hotel Budapest no es la excepción a esta regla, pero el octavo largometraje de este texano cosmopolita (al menos sus películas lo son, y con creces) viene a traer varias novedades y a recuperar una frescura que parecía perdida en las últimas Moonrise Kingdom y Viaje a Darjeeling, films que más de un seguidor de su cine había consignado como algo cansinas, agotadas en su énfasis en el estilo. Budapest es abierta y extrovertida, cercana en esencia a una definición extravagante del cine de aventuras. Es también más humana y emocionante. Al mismo tiempo, es la quintaesencia de Wes Anderson, como lo eran Los excéntricos Tenenbaum y Tres son multitud (Rushmore). Aquí también la fascinación por los marcos narrativos hace que la historia central sea narrada a lo largo de varios capítulos, demarcados por separadores que hacen las veces de secciones de un libro. En realidad, el relato del hotel Budapest, su particular concierge y su joven asistente es narrada por este último décadas más tarde a un escritor (interpretado por Jude Law), quien muchos años después publicará esas memorias en forma de novela. Texto que, finalmente, será leído por una jovencita en la actualidad. No se trata tanto de cajas chinas como del eterno placer de contar historias, de la leyenda que se imprime y se reproduce generación tras generación. Para delimitar esos diferentes tiempos narrativos, Anderson hace uso de un recurso tan sencillo como efectivo (y muy cinéfilo): esos años ‘60 que marcan la decadencia final del lujoso hotel centroeuropeo, con sus ocres desteñidos y pasillos y salas vacías, se presentan en alargado formato panorámico, mientras que el núcleo de la historia, a mediados de los años ‘30, hace gala del clásico y casi cuadrado ratio de 1.37. Pero, ¿cuál es finalmente la historia que se cuenta y se vuelve a contar? Esencialmente la de M. Gustave (Ralph Fiennes, en uno de sus grandes papeles), conserje del hotel en cuestión y un obsesivo no sólo de los detalles en el trabajo sino de la elegancia personal, un auténtico dandy y un playboy especializado en damas de la tercera edad. Es también la historia de Zero (Tony Revolori), joven inmigrante que se transforma en el nuevo botones del establecimiento y, en algún momento del recorrido, en protégé de Gustave (aunque, en más de un sentido, la relación termina siendo la de un padre y un hijo putativos). La muerte de una anciana millonaria y el robo de un cuadro alejan a los protagonistas del trajín cotidiano del hotel. A partir de ese momento, El gran hotel Budapest se transforma en la más impensada de las películas de aventuras, incluyendo el escape de una prisión, persecuciones en la nieve y un tiroteo de grandes proporciones. Claro que barnizada con varias capas de ironía, que siempre (y esa es una de las marcas registradas del cine de Anderson) le escapan al cinismo como si fuera una de las más terribles de las pestes. Hay héroes, entonces, en El gran hotel Budapest, y también villanos, un clan familiar que no le hace asco a los métodos más violentos para lograr sus objetivos. También una logia de conserjes de alcance internacional. Y un contexto de guerra inminente que remite a la Europa de los años ‘30 y a la puesta en marcha del imperialismo nazi (la historia del film transcurre en un país imaginario llamado Zubrowka). Hay asimismo una enorme cantidad de personajes secundarios y un reparto de más una docena de actores famosos, aunque la película le escapa al mal del “cameo estelar” de manera magistral. En otras palabras, las breves apariciones de Mathieu Amalric, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Bill Murray o Edward Norton (y siguen las firmas) nunca se sienten impostadas, los personajes poseen peso y gravitas y tienen todo el derecho de estar ahí donde están. Como ocurre en casi todo el cine del realizador, Budapest ofrece pocas risas y carcajadas. A cambio, la posibilidad de una ligera y permanente sonrisa. El disfrute de un cuento infantil para adultos, una comedia excéntrica y alocada, el retrato melancólico de un pasado idealizado, el relato de una iniciación, una gesta burlesca pero no por eso menos heroica. O todo eso junto.
La nueva película de Wes Anderson nos trae la historia del Gran Hotel Budapest y su carismático concierge, Gustave H. El concierge del Gran Hotel Empieza con una historia adentro de otra, como si fueran muñecas rusas. Un escritor (Jude Law) que se alojó en el Gran Hotel Budapest en 1985 será quien nos cuente lo que a él le contó el señor Zero Moustafa (F. Murray Abraham). Y así llegamos a la historia del señor Gustave H. (Ralph Fiennes) quien fue el concierge del Gran Hotel Budapest, un hotel situado en un país imaginario de Europa. El carismático y perfumadísimo Gustave H., quien tiene una poesía para cada momento, es el rey de la amabilidad y la buena conducta, además de ser el empleado favorito de las húespedes más longevas del hotel. Zero (Tony Revolori) es el nuevo botones del hotel, y se convierte inmediatamente en discípulo y protegido de Gustave. Madame D (la genia de Tilda Swinton) es una de las célebres y adoradísimas huéspedes, y fallece luego de su visita al Gran Hotel Budapest. Esto desatará una serie de eventos y aventuras, que incluyen el robo de una obra de arte, la cárcel, escapes y viajes, en las que Gustave y Zero se verán envueltos. Yo que serví al rey de Inglaterra Quienes no gusten del cine de Wes Anderson no creo que aprecien esta película. Todos los elementos estilísticos que caracterizan su obra están presentes. Sí me parece que El Gran Hotel Budapest aporta una historia más interesante para quienes no profesan su amor por la filmografía de Anderson. Ralph Fiennes, Tilda Swinton, Adrien Brody, Jeff Goldblum, Edward Norton, Willem Dafoe, un Harvey Keitel irreconocible, Bill Murray, Jason Schwartzman, y la lista sigue. No falta nadie. Algunas de estas figuras tienen apariciones muy cortas, y lo mejor es que no son simplemente cameos, son participaciones muy simpáticas. Me vuelve loca que las películas de Wes Anderson tengan personajes tan entrañables. Gustave H es puro amor. El relato con sus idas y vueltas en el tiempo nos ilustra el amor de Zero por el hotel, y todo lo que ese lugar representó para él. Desde lo visual es impecable y tiene todo lo que amamos del cine de Anderson. La simetría, la paleta de colores, el uso del angular, etc. Qué belleza los separadores con los títulos de las distintas partes que integran el relato. Seguro es un cliché decir que es bellísima la fotografía de las películas de Wes Anderson, pero así lo siento, me desvivo por cada imagen de sus películas. Más allá de todo este caramelo visual, creo que Wes Anderson construye universos magníficos, con personajes totalmente entrañables. Y no falta el humor en el relato. No sé si es una de sus mejores películas, pero no tiene nada reprochable. Conclusión El Gran Hotel Budapest es una película fascinante, sobre todo para quienes amamos el cine de Wes Anderson. Un majestuoso hotel que parece un castillo salido de un cuento de hadas y sus entrañables personajes conforman un universo fascinante. A través de distintas historias unidas por un lugar en común, el hotel, el film toca temas como la amistad, la lealtad y la nostalgia. Creo que Wes Anderson mejora película a película
Entusiasmo por el romanticismo Una comedia empedernidamente romántica, soñadora e idealista, del director de “Los auténticos Tenenbaums”. Que Wes Anderson es un romántico lo sabemos desde Rushmore (Tres son multitud). Que es empedernidamente soñador e idealista, y que siente cierta fascinación contagiosa por el pasado y entusiasmo por los arrebatos lo viene manifestando en cada una de sus realizaciones, sea El fantástico Sr. Zorro o Moonrise Kingdom, un reino bajo la luna. Al universo cada vez más expansible de Anderson, parece, se ingresa, y no se lo abandona. El Gran Hotel Budapest es como una enorme bola de nieve que va creciendo a medida que recorre más y más la trama. Porque hay sorpresas, infinidad de escenas pequeñas, múltiples escenarios y personajes en cantidades industriales, todos ellos con el rostro conocido de varios recurrentes intérpretes en el mundo Anderson. Sin repetir y sin soplar: Bill Murray, Adrien Brody, Edward Norton, Jason Schwartzman, Owen Wilson, Tilda Swinton, Jeff Goldblum, Willem Dafoe, Bob Balaban, y Tom Wilkinson, F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Jude Law, Harvey Keitel, Saoirse Ronan, Léa Seydoux… El protagonista es un singular Ralph Fiennes, el conserje de este hotel ficticio en un país inventado en Europa Oriental, cuya historia central se relata entre las dos Guerras Mundiales, con los nazis metiendo las narices y más, y Gustave descubriendo que es heredero de una huésped anciana y millonaria (Tilda Swinton), lo que genera persecuciones, confusiones y violencia. La muerte (¿el asesinato?) de Madame Céline y la posterior desaparición de una pintura del Renacimiento lleva a todo eso. A Gustave, que no es un ejemplo de moral, claro -se acuesta con huéspedes de cualquier edad-, Anderson lo acompaña con personajes variopintos, pero que, más pruebas de su marca, podrían provenir de otras de sus películas. Hay mentirosos, que mienten por pasión, ambición, compasión o por todo eso junto; hay enamorados, presos, más concierges con un sentido de la fidelidad envidiable. Y hay, claro, mucho pero mucho humor. La dirección de arte -artificiosa pero deslumbrante, que nunca nos hace olvidar que todo es una gran maqueta, pero nos encanta-, la paleta de colores de Robert D. Yeoman, el director de fotografía que ya es el ojo de Anderson, la música del prolífico francés Alexandre Desplat -nada que ver con lo que hizo para Clooney en Operación Monumento, aquí la música no resalta, sino que protagoniza-, todo suma en un compendio rotundo. Hay que zambullirse en la pantalla y disfrutar.
Es Wes Anderson de punta a punta, como podía imaginarse, y con toda su originalidad a pleno. Desde el comienzo es reconocible su cine hiperestilizado, la singularidad de su estética (el diseño de la producción, aquí quizá más que en otros films suyos, resulta un espectáculo aparte), su inagotable invención de mundos de fantasía cuyas claves ya son familiares para el espectador asiduo, la ilimitada libertad creativa de que hace gala, su humor singular y la tenue, poética melancolía que en este caso contiene su visión de una Mitteleuropa refinada y aristocrática cuando empezaba a avanzar sobre ella la barbarie. Nadie mejor puede encarnarla que Monsieur Gustave, su personaje principal, conserje del monumental Grand Budapest Hotel de los tiempos de gloria, guardián de la etiqueta, amante insuperable de todas sus amigas y en especial de las señoras añosas, y maestro indispensable para Zero y para cualquier otro aspirante a hacer carrera en la palaciega mansión, tan elevada sobre las montañas del imaginario país llamado Zubrowka, que a ella solo se accede por cablecarril. Esa curiosa pareja será la protagonista del sinfín de peripecias rocambolescas que Anderson ha imaginado para ellos inspirándose en parte -como ha confesado- en páginas de Stefan Zweig. Pero esas aventuras vendrán después. Porque el film se abre como las muñecas rusas. Primero, una niña más o menos actual se sienta a leer un libro muy cerca de la estatua de un autor famoso. Es ese mismo autor (Tom Wilkinson), pero en los años 80, quien ya anciano revela enseguida a cámara su secreto: sabiéndolo narrador, son los demás, quienes le cuentan las historias. Más tarde, una versión más joven de sí mismo (Jude Law) deambula por los vacíos corredores del hotel venido a menos en los tiempos del comunismo y entra en contacto con su propietario de entonces, un tal Mustafa (F. Murray Abraham), que le cuenta cómo llegó a heredar, años atrás, la imponente residencia. Sólo allí conoceremos a Gustave H. (Ralph Fiennes, inolvidable) justamente cuando recibe a Zero Mustafa (Tony Revolori), el menudo muchachito que aspira a botones y llegará a ser su discípulo predilecto, su compinche de aventuras y mucho más. Todo es perfecto hasta ahí. Que muera una de las aristócratas amigas del conserje y éste sea acusado falsamente de asesinato es sólo el comienzo de la febril intriga colmada de situaciones -a cual más disparatada e inverosímil- en la que se enredarán nuestros héroes, mientras se hacen cada vez más notorias y sombrías las horas dramáticas que vivirá la vieja Europa, en ese período de entreguerras y después. Que en esa sucesión haya persecuciones, fugas, cárcel, muertes, pastelería refinadísima, soldados de cambiantes uniformes, cuadros valiosísimos robados, y un sinfín de historias que contienen otras historias muestra el deleite, la libertad y la imaginación con que Anderson se entrega al juego del cine y con cuánta habilidad es capaz de imponer mediante su lenguaje preciso y coherente, cierta armonía y acaso también cierto optimismo sobre la tristeza que transmiten tantas pérdidas como las que, aun en tren de comedia, expone. Como siempre es también llamativa la firmeza con que se conduce entre tantísimos personajes, todos admirablemente dscriptos e interpretados por un elenco extraordinario. La riqueza visual del film es un atractivo más.
Un Anderson light, pero entretenido Existe un Gran Hotel Budapest en la capital de Hungría, pero es un hotel boutique. El que acá vemos es enorme, construído en lo alto de una montaña. Sólo se llega por funicular. Claro, la fachada vista en plano general y los accesos son digitales. El inmenso hall de entrada, los viejos baños termales y otras partes se levantaron en los estudios Babelsberg. El resto se filmó en un hotel mediano, elegante pero familiar, y bastante accesible: el Börse, sito frente a la plaza en la bonita ciudad sajona de Gorlitz. Así es el cine. La trama autoriza un amplio despliegue de figuras (algunas en rápido cameo y otras en estrafalaria caracterización) y una ambientación en cuatro tiempos. Una joven se sienta frente a la tumba de un escritor, para leer "El Gran Hotel Budapest", su novela más famosa, a juzgar por los llaveros que la gente deja allí como tributo. El escritor cuenta cuál fue su fuente de inspiración. La fuente de inspiración en persona se aparece en el agua, lo invita a una cena y relata su historia. Ha sido el dueño del hotel y otras propiedades, hasta que el régimen comunista lo expropió y convirtió el lugar en un cascarón vacío, refaccionado al gusto soviético. Pero eso casi ni se menciona. Lo realmente importante y maravilloso (el cuarto tiempo evocado) es lo que él vivió allí mismo cuando joven. Surgen así las venturas y desventuras del conserje Gustave H, elegante picaflor de viejas ricas falsamente acusado, y su joven botones Zero Moustafá, un aprendiz feúcho, que hoy llamaríamos extracomunitario. Ese es el núcleo del asunto. Lo demás es envoltura, pátina de sucesivas relecturas que permitirán cerrar felizmente la película. O más o menos felizmente. Anderson desarrolla todo esto con habilidad y variedad de recursos (aunque el de los formatos distintos para cada época no parece haber sido tenido en cuenta en todos los mercados). El resultado es bastante superficial pero entretenido, con apenas algún desvío inútil en la trama (el capítulo del monasterio y la carrera en la nieve) y gustará, sin dudas, a los devotos de este autor. Otros espectadores disfrutarán reconociendo influencias no reconocidas: los trucos visuales, deliciosos y muy exigentes, de Karel Zeman en "Una invención diabólica", el humor visual cargado de nonsense de Richard Lester en "Flashman el heroico cobarde", las discusiones filosas e inoportunas al modo de Mel Brooks en "Las doce sillas" (cuando conserje y botones distinguen entre inmigrante y refugiado), las puertas de Ernst Lubitsch (no su discreción y su manejo de sobreentendidos, claves del famoso "toque Lubitsch"), etcétera. También pueden remitirse a una comedia verdaderamente aguda, ingeniosa y hasta sensual sobre la carrera de un joven camarero en aquella misma época: "Yo serví al rey de Inglaterra", del maestro checo Jiri Menzel, sobre novela de Bohumil Hrabal. Al respecto, Anderson dice haberse inspirado en relatos de Stefan Zweig. Debe ser un chiste, porque el humor de Zweig era escaso y amargo. Su famoso cuento sobre un botones, "La estrella sobre el bosque", es tristísimo. Sus historias, su autobiografía "El mundo de ayer", sobre la Europa que él añoraba antes de suicidarse por el avance del nazismo, son angustiantes. Acá sólo se advierte el recurso del escritor que transcribe una confesión personal, como en "Amok". El resto, si existe, está americanizado, es alegre y superficial. Light, acorde a la época actual.
Divertida y con tono elegante De este filme podríamos decir que oculta el lujo y el humor macabro de "La danza de los vampiros", el ping-pong de "Una Eva y dos Adanes", o el exotismo de "Viaje a Darjeeling", una comedia de 2007, también dirigida por Wes Anderson. Gustav (Ralph Fiennes) es el hombre ideal para su oficio. Discreto, elegante, voluntarioso. Maneja hombres y mujeres en el hotel donde ejerce como conserje. La ciudad de Zubrowska se enorgullece del Gran Hotel Budapest, en la década del "30, subido a una montaña con los Alpes rodeándolo. Todo esto lo recuerda el nuevo dueño del hotel, el señor Moustafa (F. Murray Abraham), que cuenta la historia cuando ya la decadencia se apropió de las habitaciones y el espíritu dejó paso a lo pragmático. Europa era un edén para una cierta clase y en un cierto tiempo, cuando todavía las guerras no tenían lugar. Gustav amaba a la condesa Desgoff und Taxes, más conocida como Madame D (Tilda Swinton), de bien llevados ochenta y cuatro años. Porque así era Gustav, sabía dejar a clientes y clientas satisfechos y hasta nobles regalos llegaban al Grand Hotel Budapest como agradecimiento a sus gentilezas. DIVERTIDO DISCIPULO Después vendrían las guerras, Zero (Tony Revolori), el "lobby boy", que se convertiría en el amigo y discípulo de Gustav y las complicaciones de la herencia de la condesa que lo harían enfrentarse a su familia. Wes Anderson construye una verdadera pieza de colección. Con formato de viejo libro de relieves, ésos que tenían piezas móviles, desglosa cuatro capítulos inspirados en obras de Stefan Zweig. La suya es una comedia excéntrica mezcla de policial, postal de la vieja y elegante Europa del Este y novelón romántico, en el que todo puede suceder. La tradicional "novela de aprendizaje", donde maestro y alumno intercambian conocimientos, o el thriller con un villano ridículo (Adrien Brody), cadáveres exquisitos y persecuciones con policías escapados de un "filme noir" francés. MAQUETAS INSOLITAS Anderson utiliza maquetas insólitas, casas de muñecas, atmósferas color caramelo, donde, como títeres de cachiporra, sus increíbles personajes juegan al gato y al ratón con una sonrisa. Pocas veces se ha visto un equipo con tal profusión de estrellas. Desde Ralph Fiennes, en el papel de Gustav; hasta Tilda Swinton en la condesa geronte, o la creación que hace Willem Dafoe, de su Jopling, un asesino a sueldo. Saoirse Ronan es Agatha, la repostera exquisita, novia del joven Zero, el heredero de Gustav, un inolvidable humorista adolescente, de ojazos desmesurados, llamado Tony Revolori, con un rostro del sur, mezcla de siciliano o de iraní, puro humor mudo y lenguaje gestual desopilante. Billy Wilder y Roman Polanski estarían fascinados con esta película, tanto como los franceses que inmortalizaron los filmes de hoteles. Liviana como las masas Mendl de la joven repostera, de humor elegante, música divertida y una conjunción cromática de vestidos y escenarios magníficos, "El gran hotel Budapest" deslumbra a los cinéfilos, que no se cansan de sacar capas que esconden nuevas matrioskas y diferentes géneros y personajes imposibles de calificar. De este filme podríamos decir que oculta el lujo y el humor macabro de "La danza de los vampiros", el ping-pong de "Una Eva y dos Adanes", o el exotismo de "Viaje a Darjeeling", una comedia de 2007, también dirigida por Wes Anderson.
La película marca el retorno del mejor WES ANDERSON detrás de cámaras, aquel de las comedias absurdas y bizarras con una cinta de alto impacto visual y plagada de momentos sublimes. Con toques de boudeville, gags que parecen salidos de un cartoon, y una atmosfera surrealista, es una farsa cautivadora que apela a todos los tópicos narrativos de su realizador: zooms rápidos, montaje trepidante, una banda de sonido embriagadora y actuaciones de un elenco para el aplauso. Para disfrutar en pantalla grande si o si.
El hotel de los líos Una lectora apasionada, un autor, una vuelta al pasado y, allí, una historia que tiene como protagonistas a Gustave (Ralph Fiennes) y Zero (Tony Revolori), conserje y botones del Gran Hotel Budapest, también protagonista -inanimado- de la trama. Ambientada en la década del treinta, con clima de guerra como fondo y la ocupación que acecha, la acción transcurre en una región tan reconocible como ficticia, donde los protagonistas se ven perseguidos por la ley y por los caricaturescos y despiadados hijos de una selecta habitué del hotel a quien Gustave atendía "especialmente", y que por tal atención se ve beneficiado de forma que los herederos de la dama en cuestión no acuerdan. De tono chaplinesco, -con un humor que por momentos remite a los chistes gráficos, muy bien tratados, con gran timing- el filme encuentra en Fiennes a un protagonista ajustado, preciso, sofisticado e intrépido. Una galería de notables -como Bill Murray, Jude Law, Tilda Swinton, Mathieu Amalric, Harvey Keitel y Tom Wilkinson, entre otros- forman parte con pequeños papeles de este relato tan naif como desenfadado. Anderson exhibe la loable pretención de hacer de cada cuadro una viñeta cargada de contenido, una pieza maestra en sí misma. Finalmente, la forma supera al contenido sin que ello le reste mérito al formidable despliegue visual que acaba siendo el absoluto protagonista de esta propuesta.
Una joyita de uno de los mas personales dirctores, el joven Wes Anderson, que nos regala una reflexión nostalgiosa de un tiempo perdido mezclando géneros de acción, fuga, suspenso, notas irónicas de un país inventado, de un hotel que supo de brillos, distinción y glamour, con un elenco de lujo donde todos tienen la oportunidad de lucirse por igual.
"El Gran Hotel Budapest" es una de las películas más bellas (en todo sentido) que he visto de Wes Anderson (teniendo en cuenta que toda su filmografía es espectacular). Director de "Los Excéntricos Tenenbaums", "Moonrise Kingdom" y varias más, Anderson sigue demostrando que su imaginación no tiene límites. Hace varios meses vimos el avance de esta película y realmente no defrauda en ningún momento. El relato, situado en los años 30, tiene los ingredientes para que la historia sea inolvidable: un gran elenco, buena fotografía, excelentes ambientaciones, colores equilibrados, puestas de cámara, incluyendo zooms rápidos, movimientos panorámicos y una edición deliciosa. No nos olvidemos de la música que juega un papel muy importante, acompañando durante los casi 100 minutos. Una película que es un lujo tener en nuestros cines, y que como digo con ciertos directores, solo faltaría ponerle un marco a la pantalla para terminar de subrayar que lo que estamos viendo es una obra de arte.
Sigue la gran racha profesional del director Wes Anderson, quien vuelve a brindar otra gran película luego de la excelente Moonrise Kingdom, que me sigue pareciendo su mejor labor de los últimos años. El gran Hotel Budapest creo que no va a defraudar a ningún seguidor de este realizador y es una película interesante porque es distinta en algunos aspectos a otros trabajos de su filmografía. En este caso el cineasta presenta una comedia de enredos donde el humor se desarrolla en un contexto más oscuro y violento, algo que no tenía antecedentes en las historias de Anderson. A traves de una intriga de corte policial la película presenta un catálogo de personajes delirantes dentro de un conflicto que trae varias veces al recuerdo las comedias absurdas de los hermanos Marx, las primeras películas de la Pantera Rosa e inclusive algunos dibujos animados. Este último punto lo encontramos en el perfil del varios personajes que forman parte de la trama. La banda de presos que lidera Harvey Keitel, por ejemplo, parece rendirle tributo a Mathew y sus padilleros de Los Autos Locos y el mercenario que encarna Willem Dafoe claramente evoca a Boris Badenov, el criminal ruso de Las aventuras de Rocky y Bullwinkle. Un aspecto especial de esta película es el enfoque narrativo que escogió Anderson en esta producción. El director desarrolló la trama como una especie de Mamushka rusa cinematográfica, cuyos distintos argumentos confluyen en narrar el origen y caída del Hotel Budapest con el que están conectados todos los personajes. Desde la realización esta es por lejos una de las películas más ambiciosas del cineasta quien brinda una puesta en escena especial y diferente para cada periódo de tiempo en el que se desarrolla la trama. El elaborado trabajo que tiene los distintos escenarios y la fotografía es un festin visual para los ojos. También reaparecen las edificaciones en miniaturas, un elemento que Anderson ya había implementado en Vida acuátíca. No es un dato menor que El gran Hotel Budapest nos permite disfrutar a Ralph Fiennes en un rol más cómico, algo que no exploró demasiado en su carrera y es una lástima porque es excelente en este género. En la película sobresale como una de las grandes figuras del reparto junto con Tony Revolori, el joven actor que interpreta a Zero Mustafa, el mejor personaje de la trama. Wes Anderson es un gran narrador creativo de historias y por esa razón se puede dar el lujo de tener en breves cameos a excelente actores que aceptan tabajar con él para aparecer tal vez en una sola escena. En su nuevo film estuvieron presentes casi todos los viejos colaboradores de sus películas previas. Reitero, si te gusta el cine de este director y te conectás con su estilo de humor este es otro gran trabajo de su filmografía que merece ser disfrutado en el cine.
Sumergirse por primera vez en una película de Wes Anderson es como entrar corriendo a una juguetería siendo un infante de cinco años. Sí, Anderson es una materia muy pendiente que tengo, y sólo lo conocía por chispazos que he visto de su excelencia en fragmentos de The Royal Tenembaums y The Life Aquatic como ejemplos más relevantes, pero la deuda está saldada de alguna manera con The Grand Budapest Hotel, una maravilla de fábula colorida y visualmente impresionante. Una historia dentro de una historia que a su vez aloja el hilo narrativo más intenso del film, es una construcción fílmica abrumadora y tan bien orquestada como esas finas masitas que construye pacientemente el personaje de Saoirse Ronan. Lejos de sus papeles avillanados y oscuros, Ralph Phiennes se apropia del alma de la fiesta y genera con su conserje Gustave una calidez impresionante y muy palpable. Acompañado por su compañero en crimen, el joven botones Zero Moustafa -el agradable ingresante Tony Revolori-, ambos viven en el lujoso Grand Budapest las vicisitudes que la vida en el país inventado de Zubrowka significa, una nación aparentemente siempre en pie de guerra. Entre damas ricas acaudaladas y un crimen que deja en evidencia a una familia bastante oscura, el marco de la historia se divide en cinco actos, en los cuales transitan una multitud de personajes, uno más extravagante que el otro, donde no faltan los escapes imposibles de prisión, persecuciones a toda velocidad y un tiroteo para el recuerdo. La impactante cantidad de personajes que entran y salen de pantalla le agrega un fuerte contrapunto a la dupla principal e incluso no faltan los cameos de los actores favoritos del director. Vale destacar al tenebroso heredero que compone Adrien Brody y su aún más oscuro ayudante Jopling en la piel de un fantástico Willem Dafoe, la transformación absoluta de Tilda Swinton en una avejentada condesa, la dulce Saoirse como la panadera Agatha o los toques de humor dispersos por grandes actores como Edward Norton y Harvey Keitel, por dejar algunos ejemplos dentro de la importante cantidad de caras conocidas en este opulento mundo hotelero. La excelencia de Wes Anderson no sólo se detiene en contar una gran historia escrita por él mismo y dirigir a su elenco en un registro tragicómico, que coquetea momentáneamente con la comedia más negra. Él se deja llevar por su alma inventiva y juega con los formatos de lo que narra, haciendo que la trama que ocurre en el presente lleve un formato a pantalla completa, mientras que el pasado aparezca en pantalla de forma recortada. Esos pequeños toques son muy significativos y llevan a que otros aspectos del film se vean ayudados por la pericia del director. La fotografía es casi como una experiencia que empuja a la sinestesia, donde el espectador casi puede saborear la fuerte paleta de colores en pantalla, o hasta dejarse llevar por la inspirada banda sonora a cargo de Alexandre Desplat. Este, que viene de estar nominado al Oscar por su trabajo en Philomena, debería tener una nominación a los Premios de la Academia confirmada por este increible trabajo, que se alimenta de las imágenes y genera una relación simbiótica aplastante. El final casi abrupto de The Grand Budapest Hotel deja una sensación de vacío importante. La aventura de Wes Anderson llega a su fin y deja con ganas de más, con una variedad de emociones y un viaje placentero totalmente disfrutado al máximo. Una experiencia cinematográfica única e irrepetible.
La burbuja de Wes Anderson En El gran hotel Budapest, el director vuelve a crear un mundo hecho para soñar, en el que los singulares personajes de su imaginación viven historias tan increíbles como los decorados en los que se mueven. Todo el cine de Wes Anderson puede compararse con esas burbujas de plástico transparente, que contienen una casita o un castillo en su interior. El encanto del objeto no se reduce a simular nieve si uno lo agita, sino a la capacidad, inversamente proporcional a sus dimensiones, de alojar los sueños de un mundo alternativo. En El Gran hotel Budapest, Anderson lleva al extremo esa fantasía de miniaturista que trata de proteger su obsesiva realidad paralela bajo varias capas superpuestas de tiempo y espacio. Son como cajas dentro de cajas: un escritor nos cuenta un cuento que le ha contado un anciano llamado Zero Mustafá hace mucho tiempo y que básicamente consiste en cómo un botones huérfano y extranjero llegó a ser el dueño de un hotel de primera categoría. Ese artilugio narrativo le permite al director norteamericano inventar un improbable país centroeuropeo y ubicar la acción principal en 1932, justo cuando el estilo art decó –aquí monstruosamente combinado con el gusto renano por los cuernos de venado y los perros San Bernardo– estaba degradándose en una estética pequeñoburguesa y fascista. El hotel es el escenario ideal para la mente arquitectónica y naif de Anderson: la distribución simétrica de las puertas, escaleras y ascensores parece potenciada por la atmósfera de realidad suspendida de un lugar destinado al ocio y al descanso de aristócratas de doble y triple apellidos. Y en ese hotel preciso de Europa Central, el Gran Budapest, reina Gustave H, el mayordomo principal, amante de ancianas nobles y último representante del buen gusto y los buenos modales de la humanidad. Justamente como si alguien estuviera agitando la burbuja transparente, no sólo nieva buena parte del tiempo en los paisajes de la película sino que todo se mueve a la velocidad de una comedia de enredos acelerada. Se declara una guerra, hay asesinatos, persecuciones, el robo de un cuadro famoso, viajes en tren, en esquí y en funiculares. También hay amor, amistad y venganzas. Pero cada uno de esos componentes tiene la santinada materialidad de un cuento infantil en el que importan menos las palabras que las ilustraciones. Es la maravilla, la magia, la consistencia de espejismo de ese universo imaginario lo que se impone, no la trama, ni los destinos de los personajes (todas caricaturas, desde los más melancólicos a los más perversos). El mundo de Anderson está hecho para soñar, no para vivir y, como dice el mismo Zero Mustafá al final, ese mundo ya está muerto hace mucho tiempo, pero esta película hace lo imposible para que no desaparezca.
Un hermoso film de Wes Anderson que elige, como siempre, jugar con el género y contar varias historias con una plasticidad cinéfila envidiable. Una delicia.
OTRA TIERNA AVENTURA Ligereza, elegancia, algo de cuento de hadas y algo de aventura amable. Con sus viejas armas, Wes Anderson construye otra fábula que mezcla buenos y malos, el amor y la muerte, la magia y la venganza, todos envueltos en esta historia que salta sobre el tiempo y la realidad para hablar de un mundo idealizado. Al filme le cuesta entrar en clima y no siempre acierta en los remates. Tiene aire de álbum de figuritas y por sus páginas (las tapas de libro son separadores de época) desfilan una docena de actores famosos en mini papeles cautivadores. Más allá de su estilo amanerado, con más puntilla que género, aparece un humor en cuentagotas y un relato fluido y lleno de sorpresas, excéntrico y extravagante. No es un gran filme, hay algo de exagerada impostación en la pintura caricaturesca y liviana de estos seres que juegan a ser distintos y que desde su melancolía y sus denuedos dejan ver la cara de una realidad hecha de sueños. Sus personajes se enfrentan con la guerra, la cárcel, las persecuciones, el robo de cuadros y por supuesto el amor, el humor y la aventura, pero todo rodeado por una ternura que tiene más de golosina que de emoción.
Wes Anderson encarna, desde hace décadas y junto con apenas un puñado de directores, la definición de lo que es ser "autor" dentro de Hollywood. De su primer film (Bottle Rocket) a esta parte, su estilo no ha ido cambiando sino más bien perfeccionándose. Eso, claro, es lo que a menudo no comprenden sus detractores, quienes suelen acusarlo de repetitivo y exageradamente estilizado. Es cierto, lo es, y el mismo Anderson lo reconoce "...siento que se me critica por anteponer el estilo a la caracterización de los personajes, pero toda decisión estética que tomo es para hacer que esos personajes justamente resalten" (Fuente: IMDB). El Gran Hotel Budapest no es tan sólo una muestra más del exacerbado manierismo del autor (eso pudo haberlo sido su anterior película, igualmente disfrutable, Moonrise Kingdom) sino además una de las piezas más interesantes y completas de su filmografía entera. Apenas detrás de Rushmore, Los Excéntricos Tenembaum y La Vida Acuática, ...Budapest es una vuelta al estilo más desquiciado y coral, pero también una comedia/aventura que se puede disfrutar sin la necesidad de ser un árduo conocedor o fanático del realizador. La historia tiene una triple (se podría argumentar cuádruple) narración: primero, a través de Tom Wilkinson (el autor de un libro que contará la historia del Gran Hotel), después a través de Jude Law (su versión más joven) quien dialoga con el dueño del Hotel, verdadero narrador, y después a través de su protagonista, Ralph Fiennes, estrella del relato. La cuarta narración (aún sin voz en on/off) podría ser la de una pequeña lectora que descubre la historia en el libro, pero nos quedaremos mayormente con las otras tres para no confundirnos demasiado. Éste y otros tipos de rebusques laberínticos pueden ser extraños y confusos, pero cumplen un interesante rol estilístico: quienes presten atención a la pantalla grande notarán cómo el formato cambia a medida que el relato fluctúa entre una y otra voz; el pasado es proporción 1:37 (formato académico, de cine clásico), mientras que el presente es pantalla ancha (1.85 y en algunas ocasiones, 2:35). Más allá del estilismo, el recurso no es tan sólo un capricho: la historia cuenta, después de todo, una trama casi olvidada que tenía lugar en un mundo ahora extinto, que no para de mutar y cambiar las reglas del juego. El cine se adapta al cambio y los nuevos tiempos, mientras el hotel y sus personajes lentamente van fundiendo a negro. Es en éste mismo hotel del título donde se desarrolla la mayor parte de la película y donde se teje una trama macabra -aunque sin abandonar jamás el tono irónico y de comedia, por momentos muy negra. Es justamente en esos momentos, de hecho, donde la narración parece haberse escapado de una novela de Agatha Christie: la millonario dueña de varias propiedades y una valiosa obra pictórica fallece y deja una parte de su riqueza al conserje del Gran Hotel Budapest, nuestro héroe de la historia (Ralph Fiennes), quien junto con su recién llegado botones (bell-boy, en inglés) interpretado con ternura por Tony Revolori, deberá luchar contra la familia de la difunta, que hará lo imposible por retener la mayor cantidad de bienes. De aquí surgen enriedos, traiciones, asesinatos, mentiras y compañerismo, y todos estos actos y emociones se suceden frente a la pantalla siempre con un dejo de absurdo existencial: el protagonista recita poesía en un estado constante de inspiración, pero cada tanto abandona la práctica arrepintiéndose y arrojando un "Awwh, fuck it!". A veces, en el ridículo y comportándose como niños, éstos seres resultan más reales que los héroes perfectos de Hollywood. El Gran Hotel Budapest es, también, la película más ambiciosa en cuanto a escala de producción del cine de Anderson: al hotel se suman trenes, museos y hasta una curiosa cárcel, mientras que el despliegue de vestuario y la puesta en escena constantemente sorprende con su exhaustivo nivel de detalle. Y por ello, la incuestionable conclusión: puede que esta película siga sin hacer nada por aquellos que se aburren con el cine de Wes Anderson, pero indudablemente demuestra que el autor se sigue perfeccionando.
Cuentos que son cuentos Me gusta pensar al cine de Wes Anderson, pero particularmente a esta película, con una cita libérrima a Woody Allen: “el cine de Wes Anderson es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es la mejor”. Las películas del director parecen resumirse en la puesta en escena y construir estereotipos afectados, como diría Sabina “un poco listas, un poquitín bobas”: una superficie naif y apta para estas generaciones asexuadas y tristes. Sin embargo, y aún cuando parezca repetirse película a película, el realizador ha ido operando un cambio en su estilo excesivamente manierista donde los personajes van ganando espesor y no son el mero artefacto que decora los ambientes como ocurría en sus primeros films. Ahora, incluso, ya maduro como artista se anima a renunciar ambiciones y a ponerse por detrás de lo que está contando sin por eso esconderse, todo lo contario: este es el Anderson más desbordante a la fecha. Dicho esto, hay que recomendar El Gran Hotel Budapest como lo que es: un cuento chiquito repleto de elementos que hacen pensar en el cine -secuencias, giros de guión, recursos, citas, personajes- pero que no se muere en la referencia cinéfila, que no entiende el cine como un museo, sino como un territorio para la invención y la diversión. El Gran Hotel Budapest es un gran y bonito homenaje al hecho de contar historias con ese relato que parte de un relato que se hace relato en el relato. Y que termina con un corte de montaje que nos deja a nosotros, espectadores, con la obligación de seguir esparciendo la voz. Y esto, que es en sí un ejercicio metalingüístico, es expuesto por Anderson corriendo del centro lo intelectual y poniendo por delante capas y capas de cine: su película rememora la comedia más lunática de Sturges y Lubitsch, pero también al cine de aventuras, el suspenso a la europea o las historias de fugas carcelarias. Esto, mientras sus dos protagonistas corren de aventura en aventura, de giro en giro, de invención delirante en invención delirante. Y en El Gran Hotel Budapest las hay de a montones: un hotel enclavado en la cima de una montaña, un extraño funicular que lleva hasta ese lugar, un cuadro ridículamente preciado, un tiroteo salido de la nada, una niña con una mancha con la forma de México en el rostro. Anderson atenta aquí, también, contra la búsqueda de sentido. No hay en el film un simbolismo que agrupe todo lo que constituye el relato, más que aquel espíritu de tiempo extraviado en el tiempo que lo sobrevuela. Si bien está presente el asunto de la paternidad como tema recurrente en su cine, el director decide por una vez abandonarse a la narración, a contar y encontrar, y en esa búsqueda fascinar al espectador. Si las películas de Anderson siempre fueron como cuentos, historias separadas en capítulos y con las texturas de viejos libros, es aquí donde termina por aceptar lo perecedero del asunto; se olvida de hacer cine para la historia y hace historias para el cine. El estilo del director ya es totalmente reconocible; Anderson está en ese momento donde las películas no se definen por el aspecto, sino donde ese formalismo es un modo personal de encausar los relatos. Sin dudas que la experiencia del cine animado con El fantástico Sr. Fox resultó fundamental para este presente del realizador. Tal vez Anderson no encontró aquí, más allá de que lo intente sobre el final, el corazón de la historia como sí lo hizo en Moonrise Kingdom, su anterior y más perfecta película. Las desventuras de Gustave y Moustafa no impactan de la misma forma que aquella del boyscout enamoradizo, posiblemente porque la mirada nostálgica sobre el tiempo pasado es expuesta de una forma más distante que aquella salvajemente romántica sobre el amor adolescente. De todos modos, y aún cuando El Gran Hotel Budapest se revele como un entretenimiento sofisticado que nunca se detiene para no mostrar su vacío de sentido, la apuesta de Anderson es totalmente efectiva y deja en evidencia que tras sus personajes melancólicos hay vida y tensión, y una pura decoración. Y se agradece, como siempre, su humanismo, su falta de cinismo, su amor por los seres bellos, por más que en algunos momentos puedan ser un poquitín chantas como este Gustave, al que Fiennes le pone el cuerpo con keatoneana devoción.
Un divertimento fascinante La esencia del cine de Wes Anderson (1969, Houston, EEUU), lo que lo hace disfrutable para los cinéfilos, es que exprime como pocos las posibilidades del cine, resolviendo todo con barridos y travellings laterales, tomas con zoom, planos compuestos con minuciosidad, acontecimientos que se intuyen o adivinan fuera de campo, personajes corriendo hacia el fondo del cuadro, simetrías y artificios varios. Sus universos se aproximan a la compleja estructura del cine de Tati (aunque con más palabras) con un soplo felliniano, buscando especialmente la complicidad de espectadores jóvenes e interesados en cierto humor capcioso al que suele recurrir el llamado cine independiente (en los últimos tiempos han aparecido varios videos en la web ironizando sobre su estilo). Dudosamente gane alguna vez un Oscar o una Palma de Oro, ya que sus obras no exhiben aires de importancia: pareciera que en Anderson la diversión, el gag, el guiño, importan más que cualquier otra cosa. Precisamente, suele objetársele un preciosismo que gira un poco en el vacío, proponiendo más la contemplación que el compromiso afectivo. Contra esos reparos, o la sospecha de que su nuevo film sería más de lo mismo, El Gran Hotel Budapest ofrece tres ligeras novedades. Por un lado, aunque la historia se ramifica en subtramas y va por distintas épocas (dividida en cuatro capítulos), es mucho más firme que la de films anteriores como Viaje a Darjeeling (2007). Las idas y vueltas en el tiempo y la sucesiva aparición de una verdadera galería de extravagantes secundarios no impiden que se siga con interés el trayecto de los personajes principales: el botones de un majestuoso hotel y un conserje frívolo y astuto que lo adopta casi como a un hijo (Ralph Fiennes), involucrándolo en una sucesión de acontecimientos. Contribuye al entusiasmo el hecho de que quienes asumen esos roles son intérpretes conocidos (Tilda Swinton, Bill Murray, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Edward Norton, Adrian Brody, Owen Wilson y otros, que van apareciendo casi sorpresivamente), con la excepción del casi debutante y expresivo Tony Revolori como Zero, el botones adolescente. Por otra parte, Anderson deja más clara que en ocasiones anteriores su intención de explorar el género de la comedia. Algunos gags y chistes verbales son mejores que otros, pero el ánimo festivo se percibe más directamente que cuando seguía de cerca a los excéntricos Tenenbaum o a Steve Zissou y su melancólica banda. El buen humor de El Gran Hotel Budapest, además, se combina con el espíritu del cine de aventuras, ya que Monsieur Gustave (Fiennes) y su discípulo sortean a lo largo de su vida en común peligros diversos, huyendo de la policía o del odioso hijo de una anciana dama que reclama posesiones heredadas. Finalmente: en medio de las piezas prolijamente encastradas asoma, esta vez, algo de emoción, sobre todo en un desenlace que –retomando situaciones mostradas al comienzo– deja cierta sensación de nostalgia por tiempos idos. Lo bueno es que el espectador llega a ese final satisfecho de haber atravesado una experiencia estética nutrida de sutilezas, menos aniñada que Un reino bajo la luna (2012) y notablemente superior, en varios aspectos, a los productos formateados que suelen provenir de Hollywood. Con el sostén de un admirable trabajo conjunto de dirección de arte, fotografía, música y vestuario, desde ámbitos monumentales (hoteles, museos) y exteriores que parecen cuadros de un libro ilustrado (picos nevados cruzados por teleféricos, callejuelas tenuemente iluminadas) hasta menudencias como muebles o pasteles, todo en El Gran Hotel Budapest está dispuesto para sorprender, para gustar. Como cuando el bueno de Zero invita a su enamorada Ágatha (Saoirse Ronan) a subir al caballo de una calesita como si se tratara de una carroza imperial, del mismo modo Anderson nos propone entrar en su juego y dejarnos llevar por el placer de la ilusión.
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"Esta relación con el pasado que comparten los personajes principales del film cuaja perfectamente con las obsesiones formales de Anderson, porque su cine siempre estuvo atrapado en la nostalgia, en la añoranza de un mundo que ya no existe más que en la imaginación. Puede que compartir esa nostalgia sea la clave que permita o no disfrutar de su obra, esa que sus detractores acusan de ser una cáscara vacía. Y sí, es cierto que la superficie de las películas de Anderson es bella, pero por debajo de esa superficie, o más bien a través de ella, se construye el sentimiento. En el momento casi imperceptible en que esa construcción milimétrica cobra vida ante nuestros ojos, en el placer de sentir que los seres que pueblan su universo dejan de ser juguetes para convertirse en personajes, es que reside su encanto". (Fragmento de la crítica publicada en HC 145)
Desde Rushmore (1998), cada nuevo film de Wes Anderson es una construcción más detallada del mundo que él imagina. De todas sus películas a la fecha, “El Gran Hotel Budapest” es la más organizada, de hecho, quizá sea la única con una trama discernible. Pero eso no hace de este film un trabajo más convencional, sino, al contrario, la más excéntrica y coordinada danza Andersionana. La película es una caja de historias dentro de historias. Comienza en tiempo presente, con una joven que lee un libro junto al monumento de un ya fallecido escritor, a quien conoceremos como “El autor” (Tom Wilkinson). El libro es la crónica de la estadía del escritor en El Gran Hotel Budapest en los años ’60 situado en la imaginaria República de Zubrowka, donde conoce al corriente dueño del hotel, Zero Moustafa (F. Murray Abraham), que le cuenta la historia de cómo llego a ser dueño del hotel, y esa a su vez es la historia de El Gran Hotel Budapest en el año 1932, su época de gloria, cuando Zero solo era un joven botones del hotel que tenia por maestro y guía a M. Gustave H. (Ralph Fiennes), el conserje y alma del hotel. Gustave es un refinado caballero europeo que hace uso libre de su perfume y tiene una debilidad por las señoras mayores adineradas de pelo rubio. Desde donde nosotros conocemos la historia, su ultima amante fue la señora Madame D. (Tilda Swinton), que se despide de él en el hotel con aires de para siempre. Efectivamente, al otro día Gustave se entera por los diarios que Madame D. fue asesinada, cuestión que lo mueve a realizar un viaje en el día para llegar a su velatorio. En la lectura del testamento, se revela que su amante le dejo a Gustave el cuadro “Niño con manzana”, de valor incalculable, gesto al que la familia de Madame D. va a responder con resentimiento, intentando impedir el deseo de la fallecida al acusar a Gustave como el homicida. El film está inspirado en la descripción de la Europa de los años ’30 que Wes Anderson encontró en los trabajos del escritor austriaco Stefan Zweig. Así como François Truffaut hacía películas de los libros que amaba, el espíritu de casi todas las películas de Wes Anderson tiene un referente de la cultura: lo es J.D. Salinger para “Bottle Rocket”, Jacques Cousteau para “La vida acuática con Steve Zizzou” y Satyajit Ray para “Viaje a Darjeeling”. De ellos en algunas ocasiones utiliza modelos que sirven directamente a la creación de sus personajes, para el diseño de un encuadre o hasta de una escena. Así, más que basarse en sus trabajos, Anderson los evoca con la fascinación de una memoria que reconstruye sus primeras impresiones. En “El Gran Hotel Budapest” las referencias cinematográficas son en mayor parte sobre el cine de los años ’30 y ’40, haciendo del corazón de la película la confluencia de dos géneros cinematográficos que en el fondo guardan mas ansiedades de las que aparentan: la Comedia de Enredos y el Thriller en la época de guerra. Desde Alfred Hitchcock (“The Lady Vanishes”, “Los 39 escalones”), empezando por el viejo recurso del MacGuffin[1] que es el cuadro “Niño con manzana”, y Carol Reed (“Night train to Munich”, “The Third Man”) también del género del Thriller, hasta la Comedia de Ernst Lubitsch, Wes Anderson altera los géneros desde sus propias bases hasta que estos se ensamblan en un mismo registro: el carácter persecutorio en tiempos de la guerra es al Thriller lo que los catastróficos intentos para resolver un conflicto son a la Comedia de Enredos, mientras que la Historia termina por ser el MacGuffin en la creación de estos géneros. Parece ser que con la distancia del tiempo, la esencia de estas fotografías clásicas de los años ’30 se funde en la siempre nostálgica estilización Andersoniana, como proyectándose directamente desde una parte del imaginario del espectador. Asi se sucede el uso de la cámara lenta, los travellings laterales, la velocidad en la edición, los primeros planos, la forma en que se guardan los momentos para el soundtrack y otros fragmentos del lenguaje cinematográfico a los que hace valer por sí mismos. Como en el cine de Tarantino, las películas de Wes Anderson –aun así con la estética personal del autor- guardan su verosimilitud con el mundo del cine y no con el mundo real. La filmografía de Wes Anderson esta tan determinada por sus temas recurrentes (la gloria perdida, la familia, la lealtad, seguido de traiciones, crímenes y diversas conductas autodestructivas, todas ellas contrastadas por, y a veces a cambio de, las apariencias), como por sus talentosos y constantes colaboradores: Adrien Brody, Edward Norton, Tilda Swinton, Owen Wilson, Bill Murray, Jason Schwartzman, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Willem Defoe, su director de fotografía Robert Yeoman y la música de Alexandre Desplat. Las nuevas incorporaciones son Ralph Fiennes – que tiene el timming perfecto para la comedia verbal y física en clave Anderson-, Jude Law, Tom Wilkinson, Matthew Almaric, F. Murray Abraham, Saoirse Ronan y Tony Revolori. En “El Gran Hotel Budapest” se puede ver a través de Gustave H. a la quintaesencia de un personaje en el mundo de Wes Anderson. El representa todo lo obsceno, grotesco y desproporcionado que puede resultar de mantener las apariencias en determinadas circunstancias. Porque en el fondo, todos estos personajes, detrás de sus grandes planes, que son las proyecciones de las ideas que tienen sobre sí mismos exteriorizadas en un tejido de mentiras y trucos, saben que el mundo, en esencia, no se modifica. Los problemas interiores, las historias personales, nunca se resuelven. Pero para todo aquello que no pueden cambiar encuentran una nueva envoltura para presentarlo, y esto, entre otras cosas, es lo que ellos solo pueden llamar: ser civilizados. [1] El “MacGuffin” es un elemento narrativo popularizado por Afred Hitchcock que se refiere a una meta o un a objeto del deseo que el protagonista persigue pero que finalmente termina no afectando a la trama general o significado de la historia, a veces hasta es olvidado para el final. Es común en los Thrillers: “en las historias de ladrones es casi siempre el collar y en las de espías son los papeles”, Hitchcock.
Un recorrido por la decadencia disfrazado de fabula sin animales ni seres fantásticos “Rushmore” (1998), “Vida acuática” (2004), “Viaje a Darjeeling” (2007), “Un reino bajo la luna” (2012)… Wes Anderson ha creado su mundo. Un universo paralelo al del resto del cine en el cual los colores desafían el equilibrio, el diseño cuestiona la geometría, y los objetos, fijos o móviles, pueden o no estar de acuerdo con la ley de gravedad, la física, o la cinética. Por carácter transitivo casi todos los personajes están mimetizados con este microcosmos, tanto en su forma “pastel” de vestirse como en la manera de caminar o hablar. Daría la sensación que el director se ha instalado en su propuesta tan contundentemente que sería difícil imaginarlo haciendo algo fuera de él. Cuando Tim Burton, en un registro conceptualmente parecido, intentó hacer lo mismo el resultado fue flojo (por ejemplo “El Planeta de los Simios” en 2001). Parecería que hasta los genios tienen sus limitaciones. En los primeros tres minutos vemos a una nena en el presente llevando flores a la tumba de un escritor. Elipsis a 1985. Este escritor (Tom Wilkinson) cuenta, como si estuviera en una entrevista, cómo llegó a escribir “El gran hotel Budapest”, basado en una experiencia personal en 1968. Flashback. El escritor, más joven (Jude Law) se encuentra en ese hotel venido a menos con su actual dueño, Mr. Moustafa (F. Murray Abraham). El empresario de aspecto misterioso y costumbres humildes (en su hotel duerme en la habitación de servicio doméstico) le cuenta al escritor cómo llegó a ser dueño. Flashback. Ahora sí, nos instalamos casi definitivamente en 1932. La introducción esta hecha. Cuando el Hotel Budapest era puro esplendor, boato, lujo y belleza estrafalaria, estaba manejado por Gustav (Ralph Fiennes). Gustav podía no tener gran popularidad pero era un conserje admirado y respetado por todos sus pares. Un verdadero líder que toma bajo su ala a Zero (el joven Moustafa interpretado por Tony Revolori), un inmigrante ilegal que sólo desea trabajar en el prestigioso lugar (sutil crítica a la xenofobia). Así conoceremos la curiosa forma que tomaron algunos acontecimientos para llegar a aquel presente del comienzo. Wes Anderson maneja un humor planteado no desde el absurdo sino más bien de un insólito emparentado con algunos de los sketches que otrora habían creado los Monty Python para su show “Monty Python Flying Circus” en los ‘60. Un humor que siempre funcionó por contraste con la vida cotidiana a partir de la exacerbación de las acciones y reacciones. En todo caso el absurdo aparece como condimento importante, pero no esencial. La escena del intento de cavar un túnel para escapar de la presión sería un ejemplo brillante. Los otros elementos que componen la obra, también aportan lo suyo. En el mundo del realizador puede haber un azul furioso que se rompe con el plateado (vida acuática), o como en éste caso, el rojo muy vivo de las paredes de un ascensor molestado por el violetas de los uniformes (lo que sería para la vista si fuera en formato fílmico). “El Gran Hotel Budapest” es ante todo un recorrido por la decadencia disfrazado de cuento de hadas o fábula sin animales ni seres fantásticos. Eventualmente uno sabe que todas las corridas, los viajes y las desventuras de los protagonistas terminan como aquel principio. Como es habitual, en el elenco aparecen figuras rutilantes de la pantalla que pueden aparecer veinte minutos o cinco segundos, pero cada uno aporta la figura y la sapiencia exacta pues hasta esas presencias están calculadas en forma milimétrica desde Bill Murray a Mathiew Amalric. El cine de éste artista tiene la identidad suficiente como para enamorar a nuevos espectadores y cumplir con creces con los ya incondicionales seguidores. Su poderío visual cuenta con la ventaja adicional del contraste que se produce al salir de la sala y mirar la otra realidad, la de todos los días, esa que al minuto de transitarla dan ganas de volver a la butaca. Cuando se presenta un universo creativo de semejante magnitud sólo hay que dejarse llevar y disfrutar el viaje.
El reino de la excentricidad El inefable Wes Anderson profundiza su fenomenal y creativo estilo a través de la recreación de un insólito, figurado y lujoso hotel de la ciudad capital de Hungría, en El gran hotel Budapest. Aunque el film transcurre en un país ficticio llamado Zubrowka, en una Europa oriental frívola, sarcástica e imaginaria, en vísperas de la hegemonía totalitaria. Cada vez más personal y audaz en sus enunciados estéticos y narrativos, el director de la genial Los excéntricos Tenenbaum y la reciente y bellísima Un reino bajo la luna, se interna aquí en ese universo europeo de países y reinos hipervinculados (pese a la ausencia de tecnología), haciendo foco en sus supuestos hoteles, los más sofisticados y emblemáticos. La trama, burbujeante y abarcativa, avanza persiguiendo las peripecias del calificado conserje y de un joven botones de ese famoso hotel europeo. Manteniendo un tono de delirante farsa, ambos atravesarán robos, cárceles, fortunas familiares, asesinos e inspectores con el telón de fondo de un continente, en apariencia, resplandeciente. Con un diseño de producción suntuoso, elegante en extremo pero también melancólico y decadente, El gran hotel Budapest tiene como marco una insólita pantalla cuadrada que remite a los inicios del cine, lo cual no impide apreciar una imponente parafernalia visual. Y como si esto no fuera suficiente, reúne un elenco inconcebible para cualquier otro realizador, arrancando por un Ralph Fiennes impecable como el personaje que conduce expresivamente todo el andamiaje. Junto a él, Adrien Brody, Tilda Swinton, Willem Dafoe, Edward Norton, Harvey Keitel, Jeff Goldblum, Owen Wilson, Bill Murray, F. Murray Abraham y Jude Law, entre otros, como para que sobren las palabras.
Una fábula muy colorida, llena de emociones, divertida y visualmente espléndida. Esta película se encuentra protagonizada por un gran elenco y este es un punto importante por la diversidad de personajes. Muchas veces se escucha decir que los actores buscan trabajar con ciertos directores, bueno este es uno de ellos, a este cineasta: Wes Anderson (44) lo conocemos por haber dirigido: “Un reino bajo la luna”, “Fantástico Sr. Fox”, "Los excéntricos Tenenbaums" y “Viaje a Darjeeling”, entre otras propuestas. Se destaca por: su técnica fotográfica, el universo fantástico, la utilización de colores fuertes, con una buena estética y artística, mantiene su estilo, me atrevo a decir que es un exquisito a la hora de filmar y si ingresas al universo Anderson la vas a disfrutar sin lugar a dudas. Todo comienza cuando una adolescente se acerca a un monumento de un escritor en un cementerio; llevando entre sus brazos un libro de memorias escrito por un personaje sólo conocido como "El Autor". Ella empieza a leer un capítulo de un viaje que hizo al “Gran Budapest Hotel” a finales de 1960. Situado en la República ficticia de Zubrowka, un estado alpino europeo (devastado por la guerra y la pobreza), un gran hotel cuyas instalaciones están en mal estado de conservación y tiene pocos clientes. El autor se encuentra con el antiguo dueño del hotel, Zero Moustafa (F. Murray Abraham), y comparten una cena en el enorme comedor del hotel, Zero le cuenta la historia del lugar y por qué él no está dispuesto a cerrarlo. De esta forma el relato va y viene en el tiempo (durante las distintas épocas y esto implica los distintos acontecimientos que fueron sucediendo a lo largo de los años). Todo comienza en 1932 Zero (Tony Revolori) trabajaba como botones, Zubrowka está al borde de la guerra, no le da demasiada importancia Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), el conserje del Gran Budapest y no está atendiendo a las necesidades de la clientela adinerada del hotel o a la gestión de su personal, Gustave conquista a una serie de mujeres rubias grandes, ellas disfrutan, una de estas es Madame D (Tilda Swinton), y Gustave pasa la noche con ella antes de su partida. Cuando esta adinerada mujer muere deja un testamento, a Gustave H."Niño con manzana", una pintura valiosa, esto enoja a sus familiares, entre ellos a su hijo Dmitri (Adrien Brody), y ahí comienzan el conflicto y a suceder una serie de situaciones tragicómicas, aparecen varios personajes: Serge X (Mathieu Amalric), J.G. Jopling (Willem Dafoe), Agatha (Saoirse Ronan), Deputy Kovacs (Jeff Goldblum), Ludwig (Harvey Keitel), Inspector Henckels (Edward Norton), Author (Tom Wilkinson), Clotilde (Léa Seydoux), entre otros. Una historia muy bien construida, contiene toques teatrales con personajes caricaturescos y se van mezclando géneros. su narración es de aventuras, comedia y policial, hasta rozando lo bizarro y el absurdo, también resulta ser una comedia negra, divertida con un ritmo estrepitoso, llena de gags, deslumbrante desde lo visual, con un estupendo vestuario, muy buena creación de personajes, soberbias actuaciones, con un gran estética y donde el espectador ingresa rápidamente en el juego de la historia.
Habitaciones que cuentan historias Un coro de voces y personajes se entrelazan en el exótico hotel Budapest. Morada de fantasmas, recuerdos felices y sinsabores. Correrías de un Ralph Fiennes brillante. Otra muestra del cine personal y fabulesco de Wes Anderson. Sumergirse en el hotel Budapest es varias posibilidades a la vez. Reservar habitación allí es elegir una melancolía exótica, localizada en algún relato brumoso, de esos que solían ser compañía de infancia. Su nombre resulta tan irresistible como increíble, así como la mención sola de Casablanca. ¿Dónde está este hotel? Está y no está. Al este de Europa, en un país imaginario, donde tienen morada sus habitaciones añejas, ya vacías, con sólo algunos inquilinos fieles, perseverantes en el recuerdo que sus paredes guardan. Entre las cuales supo haber, hace un tiempo, alguien cuyo nombre parece esconder varios secretos: M. Gustave, el conserje. Para llegar a él, antes y como corresponde, "érase una vez". Un cementerio conserva un busto etiquetado de llaves que cuelgan, cada una, en busca de la misma cerradura. La llave que inicia la historia, la primera página del libro abierto, revive al escritor. La voz alterna y el narrador aparece, para llevar a quien lee a su recuerdo de hotel. Pero, antes que narrar, dice él, mejor es escuchar. La historia dentro de la historia, así, aparece sola. Por mera, e invencible, intuición. El viaje en el tiempo, con el escritor ahora esbelto, es posible; hacia él, por fin, converge el relato. De boca de quien se dice es el dueño de este hotel decaído. La cena opípara como instancia placentera. A escuchar, por fin, cuál es el misterio de M. Gustave. El cine de Wes Anderson ha construido un mundo personal, al que revisitar resulta inevitable. De alguna manera, algo así como una tríada se ha constituido entre Viaje a Darjeeling, Un reino bajo la luna y El gran hotel Budapest. La fuga hacia mundos que son variaciones de uno solo, cada vez más extenso, imaginario, en el mejor sentido de esta bendita palabra. Escapismo que no renuncia a su lugar de referencia. Un viaje alterado, sonámbulo, pletórico de seriedad infantil, de cariz siempre crítico. Mucho se habla de la simetría en (todos) los encuadres del cine de Anderson. Antes debiera pensarse en su puesta en escena, en que tal entendimiento del plano deviene de su comprensión del cine, de carácter preeminente. El mundo organizado, equilibrado, de Anderson marca un límite difuso ante el humor. Tal es su cine, propenso a incomodar ante su mezcla de slapstick, casi, incongruente. Si todo está tan equilibrado, ¿cómo es posible que los personajes hagan y digan de formas tan ridículas? En este sentido, nada está librado a azar alguno. Todo es consecuencia de la observación cinematográfica del realizador. Como si fuese un libro de imágenes troqueladas, el film de Anderson no esconde el uso de ilustraciones o de animaciones para su recreación. En esencia, El gran hotel Budapest es la historia entre Gustave (Ralph Fiennes) y Zero, el botones (Tony Revolori). Entre ellos se comunica el afecto de un legado, la experiencia de una vida. Hay encuentros y desencuentros, hasta que llegan los momentos de sinceridad, del porqué de la soledad familiar de Zero. Ahora bien, nada de lamentaciones sórdidas o momentos musicales funestos, sino cine marca Anderson. Lo extraordinario es que la emoción surge, intacta. Tanto como lo supone la corrida repentina, atildada, de Gustave ante el arresto policial. O la mirada pícara entre ambos para hacerse con la pintura millonaria. Porque hay un robo, o algo así; pero mejor, mirar la película. También con cárcel y fuga de reclusos. Un cúmulo de situaciones que remedan géneros cinematográficos como ecos que devienen plastilina multicolor en la mano hábil de realizador. En este recorrido alucinado "de historias dentro de historias, décadas transitorias, paisajes cambiantes" se suceden personajes variados, que son hallazgos porque ocultan, hábilmente, los nombres famosos que les interpretan. Todos, menos Ralph Fiennes (brillante, notable), con un maquillaje preciso, que los extraña, que les aleja de la marquesina de publicidad que les dice ser estrellas de cine. Otra vez, bienvenida, la manipulación precisa del cine de Anderson. Entre ellos, entre ellas, Tilda Swinton es quien mejor expone -porque esconde- el nudo del film. Rostro agrietado de años, con el temor de un final planeado, le comunica a Gustave sus sospechas para luego, en plano y contraplano "simétricos", decirse "te amo". Lejos de suponer que Gustave sea un cínico, que se beneficia de los placeres de estas damas entradas en años, el dolor le persigue. A partir de allí, la herencia anunciada, el robo sucedido, las persecuciones inevitables. Entre ellas, un tren comunica lugares y reitera momentos horribles: la guerra aletea como buitre, pero cualquiera sea la situación, nunca dudará Gustave en defender a su querido Zero. Sea por el afecto, pero también porque en él continúa la razón de una sociedad secreta, de "llaves cruzadas", que honran un legado y mantienen un rasgo de civilidad aún en momentos tan oscuros. Civilidad que no es simple, que habrá de cuestionarse a sí misma, que se sabrá equivocada allí donde se supone mejor, de cara a un botones. Por eso, cuando la situación ya no pueda tener sostén sensible, cuando algo así como nazis decidan ocupar las instalaciones del hotel -Saló, de Pasolini, asoma como marca-, el conserje no podrá menos que reaccionar como debe, de cara a un futuro que debe quedar en manos de Zero. Él, justamente, es el narrador último porque también es el primero. O, mejor aún, la voz de Zero es la conjunción de las distintas voces, una polifonía que reconstruye, entre capas y capaz, un mismo relato. ¿Dónde queda el hotel Budapest? Mejor será dejar de preguntarse, y animarse a visitar sus habitaciones de sueños viejos, para hurgar en busca de algún posible relato. En alguna de sus tramas, seguramente el que escuche quede enredado. Lo que hará que la historia vuelva a suceder mientras el hotel, como luz que titila, continúe su albergue renovado.
Las películas de Wes Anderson van dividiendo cada vez más al público entre fanáticos y detractores. Su estilo se ha vuelto tan preciso, tan caligráfico, tan instantáneamente reconocible que parece no quedar otra opción que sentir, con un par de planos, que sus películas nos convocan o nos despiden, nos fascinan o nos irritan. THE GRAND BUDAPEST HOTEL es una película para “wesandersonianos” de pura cepa. No hay medias tintas aquí. Los que esperaban algún giro del realizador hacia otras estéticas, pueden guardar su dinero en el bolsillo. Con esta película, el director de LOS EXCENTRICOS TENENBAUMS parece inaugurar un museo de sí mismo, poniendo todas sus obsesiones en la pantalla. En un punto, THE GRAND BUDAPEST HOTEL es la película más “Wes” de todas las películas de “Wes”. Aquí no hay nada parecido al mundo real: los países son inventados, los lugares también, los escenarios se viven como escenografías y los personajes parecen marionetas. La película es una comedia farsesca, que toma del cine clásico americano (Lubitsch, más que nada) de aventuras y enredos, para crear un universo propio. Es un juego de mesa, un álbum de figuritas, una obra de títeres. Y es extraordinaria. The Grand Budapest HotelAvisados están los detractores del director: ni se atrevan a entrar, saldrán atacados de fastidios varios. La película narra una serie de absurdos enredos que tienen lugar en un lujoso hotel de un país inventado del Este de Europa en los años ’30. Pero para llegar ahí, Anderson arma una estructura de muñecas rusas. La historia comienza en el presente cuando una chica va a homenajear al autor de la novela THE GRAND BUDAPEST HOTEL, luego pasa a un flashback muy gracioso en el que el mismísimo autor (interpretado en su edad madura por Tom Wilkinson) narra las circunstancias de la creación de su mítico libro. Eso nos lleva a otro flashback, que ya es parte de la novela y en el que él mismo autor es el protagonista (más joven y encarnado por Jude Law), visitando el hotel ya muy decadente en 1968. Y ahí es donde conoce al dueño, Mustafá (F. Murray Abraham), quien será, finalmente, el que contará la historia de la época de oro del hotel. En el centro estará él mismísimo Mustafá pero de joven, trabajando como “lobby boy” del conserje del lugar, Mr. Gustave (encarnado por Ralph Fiennes). Gustave es un hombre muy amable y también un seductor empedernido que tiene el hábito de enamorar a mujeres mayores viudas que vienen a pasar unos días a ese mítico lugar perdido en las montañas de la República de Zubrovka. Cuando una mujer anciana (encarnada por una maquilladísima Tilda Swinton) muere y le deja a Gustave un carísimo cuadro como herencia, se desata el caos familiar ya que ellos sospechan además que él la mató para quedarse con su dinero. Y es ahí cuando comienza una andanada de persecuciones, escapes y trampas para poder conservar el cuadro y escapar a la desquiciada familia de la difunta. GRAND-BUDAPEST-HOTELAsí, Gustave y Mustafá establecerán una bizarra relación paternal mientras alrededor suyo todo es caos. Willem Dafoe, Harvey Keitel, Adrien Brody, Jeff Goldblum, Edward Norton, Mathieu Amalric, Saoirse Ronan, Lea Seydoux, Owen Wilson, Jason Schwartzman y, obviamente Bill Murray, son algunos de los actores que encarnan a los personajes con los que nuestros protagonistas se cruzan en el camino, en un filme que por momentos remeda en estética a un episodio de la serie animada LOS AUTOS LOCOS y se parece más al EL FANTASTICO SR. FOX que a otras películas del propio Wes. Persecuciones en la nieve y peleas varias por un codiciado cuadro se sucederán en una cadena de situaciones una más absurda que la otra. Los enredos y las situaciones humorísticas están resueltas con una precisión admirable, en la ya habitual forma en la que Anderson hace hablar a sus actores, profusa y robóticamente. Pero enmarcando el humor disparatado de las secuencias centrales, la película deja entrever claramente un aire si se quiere nostálgico que la rodea. El esquema de flashbacks dentro de flashbacks va transformando a las peripecias de Gustave y compañía en una mítica aventura de los tiempos dorados, narrada desde la frialdad de una Europa del Este seca y desangelada de fines de los ’60, con la llegada del nazismo como el fin de esa “diversión” y, luego, la Guerra Fría y la llegada del comunismo. THE GRAND BUDAPEST HOTEL es un filme liviano que puede no apostar a más que su propia maquinaria. Pero esa maquinaria es tan precisa y encantadora, tan atractiva, que es imposible no sentir fascinación por ese mundo y sus criaturas. Para la próxima ya esperamos que Wes saque su propio juego de mesa…
Suspenso con estilo Es fácil imaginarse a Wes Anderson entre maquetas, pequeños teatros de títeres, barcos a escala y casas en un árbol, cosas que recreó en casi todas sus películas. Su premisa es que el mundo puede entrar en un pequeño recorte de la cotidianidad. Esos mundos en miniatura se pueden ver no sólo en su último filme, "El Gran Hotel Budapest", sino también en "Vida acuática", "El fantástico señor Fox" o "Un reino bajo la luna". La quintaesencia de ese estilo de entomólogo es "Castello Cavalcanti", un corto que se puede ver en YouTube donde siembra la ansiedad por saber qué será de esos personajes que sólo tienen un cameo de segundos. Sus elencos parecen los de las viejas compañías de teatro, donde se repiten con gracia y talento los mismos nombres. Y "El Gran Hotel Budapest", una ingeniosa historia llena de intrigas, humor y acción, no es la excepción con Raph Fiennes a la cabeza, seguido por un debutante Tony Revolori que se saca chispas con el actor inglés. Los acompañanr viejos conocidos como Adrien Brody, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Bill Murray, Edward Norton y Jason Schwartzman. Al ingenio de la trama, Anderson le suma el ambiente de un fastuoso hotel de montaña de entreguerras, refugio de la aristocracia de un país europeo inventado, donde se desarrolla un historia entre criminal y paródica. Anderson, lejos de querer crear la ilusión de verosimilitud, hace entrañables a esos paisajes montañosos y nevados, a los que solo se accede por funicular, y que, en su gran mayoría, son claramente una maqueta. La actitud lúdica del director envuelve la guerra que se avecina, y su humor sin estridencias describe la nostalgia y predilección del director por los universos frágiles, perdidos o a punto de desaparecer.
Los cuentos de Anderson Wes Anderson parece vivir dentro de una caja de música. Eso lo sabemos desde hace rato, más o menos desde que decidió convertir la melancolía en estilo y la geometría en aspiración máxima, desvarío o mera ilusión. ¿Qué es lo que dice este dandy, este hombre fuera de época desde el interior de la caja? Que a lo mejor, la desesperanza solo puede paliarse parcialmente simulando una suficiencia que no se posee, esbozando frente al mundo una sonrisa en la que no se cree del todo. Algo así como el eco de una potencia lejana, el resplandor de una estrella distante, muerta y enterrada hace rato, como si todavía gozara de la fuerza necesaria para guiarnos entre los restos de un paisaje destrozado y lleno de peligros. Acaso una porción importante del encanto distinguido de las películas de Anderson parte de la añoranza por el brillo vital y alguna forma de bienestar y de plenitud pertenecientes una época que jamás ha existido. Pero no se trata solo de eso. El Gran Hotel Budapest tiene como protagonistas a Gustave H (Ralph Fiennes), un estrafalario seductor de mujeres mayores, a las que insiste en cortejar con la mayor dedicación para poder eventualmente heredar, y a su lugarteniente, un chico sin patria, exiliado de una Europa convulsionada de entreguerras, llamado Zero (Tony Revolori). La pareja trae a la mente con mucha más fuerza y decisión a aquella que conformaban Tenenbaum y su servidor indio en Los Excéntricos Tenenbaum. Allí se contaba la historia de una familia y de una ciudad hundidas en la decadencia, a la que los colores apagados, sutilmente fuera del tiempo, prestaban la apariencia de una resistencia señorial, a la vez que se encargaban de señalar el aspecto fatalmente cómico del esfuerzo empleado en vano para rescatar del pozo algo que ya no existe más. Aquí el que cuenta la historia es el botones Zero, que asiste deslumbrado a todo ese espectáculo ciertamente decadentista surgido del Hotel Budapest donde trabaja, y en el que el galán estafador oficia de estravagante conserje. Como ocurre siempre con el cine de Anderson, la película es un poco chillona, desbordante de torsiones, de manierismo, de veloces trucos de prestidigitador, de rasgos sacados de un manual triste de perdedores a una escala casi imposible. También una vez más, la película se muestra rematadamente autoconsciente y con una autoridad a la hora de disponer todos los elementos con los que juega que puede por cierto resultar apabullante. Lo curioso es que hay de todos modos algo conmovedor que recorre la filmografía de este director esteta y que se ve de nuevo aquí, como una marca de fábrica de Anderson: se trata de una suerte de acuerdo entre las formas rígidas que parecen guiar sus encuadres y la vibración insospechada –es decir, poética– que surge en algunos planos y respira amablemente a centímetros del espectador. Como por ejemplo, cuando Zero le cuenta a Gustave acerca de la chica de la que está enamorado, y vemos entonces un insert del rostro de ella sobre un fondo que estalla súbitamente de colores psicodélicos. Ese plano de la cara de la chica probablemente no dure más de dos segundos, pero resume en forma brillante la capacidad del director para ofrecer lo que se podría llamar una emotividad no consensuada, una especie de burbuja, que aparece de repente y aparentemente sin que venga a cuento, para deshacerse delante de nuestros ojos antes de que podamos atraparla y endulzarnos lo suficiente con ella. Como todo cineasta que no pretende ser un narrador consumado, Anderson está más preocupado por los detalles mínimos de sus películas, puesto que su universo no cobra vida verdadera a partir de la hilación completa entre escena y escena sino de lo que anida en el fondo de cada una de ellas, esa cosa irrepetible que se ajusta a la lógica simétrica que une plano y figura, pero que habita en realidad en el medio como un fantasma, destinado siempre a surgir de repente, con el compromiso de romper la frialdad del conjunto mediante sutiles cuotas de emoción y de verdad inesperadas. En el fondo, con su cuento cómico de pícaros perdidos en el centro de una civilización arrasada que espera todavía el último golpe de barbarie –en la película son más o menos claras las alusiones al ascenso del nazismo–, El Gran Hotel Budapest funciona por momentos como una suerte de oda a los pequeños gestos majestuosos ( el de Gustave, por ejemplo, que echa de menos su colonia preferida cuando acaba de escapar sucio y harapiento de la cárcel), aquellos capaces de sostener la esperanza de que en el medio del desastre se puede salvar aunque sea la ilusión de una vida mejor. Anderson se ha transformado en algo así como un experto en encontrar cosas inhallables que se vuelven imprescindibles cuando las tenemos de pronto delante nuestro, restos que su personajes se ven obligados a velar porque en ello les va la dignidad y a menudo la vida. Si escarbamos un poco detrás del aspecto severo de las simetrías de sus planos y de la planificación maniática de la mayoría de las escenas que componen sus películas, veríamos tal vez el mecanismo de esos objetos viejos y olvidados como cajitas de música, el corazón secreto que late detrás de la máquina. Anderson solo parece esperar que podamos oír esa música leve y un poco tristona, puesto que el cine se inventó, quizá, para tomar nota de aquello que ha desaparecido o está a punto de hacerlo.
El fántastico Mr. Anderson La historia del nuevo film de Wes Anderson va de a poco develando una historia dentro de otra, cual mamuska rusa. Comienza en el presente cuando una chica homenaje al autor de la novela THE GRAND BUDAPEST HOTEL. Luego el mismísimo autor (Tom Wilkinson) narra las circunstancias de la creación de su mítico libro, circunstancias que nos llevan a verlo a él mismo en sus años de juventud (encarnado por Jude Law), visitando el ya muy decandente hotel hace algunas décadas. En este flashback, el escritor conoce al dueño del mítico centro de hospedajes, Mustafá (F. Murray Abraham), quien será, finalmente, el que contará la historia de la época de oro del hotel. En ese momento de la narración, nos retrotraemos a Mustafá de joven ( a quien llamaremos Zero), trabajando como “lobby boy” del conserje del lugar, Mr. Gustave (Ralph Fiennes), un hombre tan educado como amable y ferviente seductor que tiene el hábito de enamorar a mujeres mayores que pasan sus días en ese bello lugar perdido en las montañas de la República de Zubrovka. Una de las conquistas de Gustave es una millonaria anciana (la siempre genial Tilda Swinton, aquí muy avejentada mediante trucos de maquillaje) que muere y le deja como herencia “Niño con Manzana”, un costosísimo cuadro que será el objeto ideal para desatar el caos familiar y el afán de codicia por parte de los allegados a la fallecida. La codicia es justamente lo que inicia la persecusión, junto a una serie de enriedos, aventuras y crímenes que Gustave y Zero deberán afrontar a la vez que se los acusa de autores del asesinato de la difunda y mientras intentan limpiar sus nombres y saber la verdad de lo acaecido. Todo esto hará que paulatinamente vayan forjando una relación cuasi paternal de protección mutua, que sin dudas, será el componente emocional más fuerte del film. Tal vez esta sea la película más Anderson dentro del universo Anderson (que tanta controversia genera) ya que vemos como él mismo se expone y manifiesta como un hombre fuera del mundo actual. El diseño kitsch con toques retro, una paleta de colores de ensueño, vestuario añorable, música que embriaga y varias de sus ya famosas marcas registradas tales como sus zooms rápidos, travellings veloces, y claro está sus encuadres perfectos y coloridos no hacen más que confirmar el talento inigualable de su cine de autor. Además considero que es una de sus películas más adultas, no sólo por este posicionamiento como un outsider de la contemporaneidad, sino que se puede percibir una adultez desde la temática misma. Si bien, se recurre a la farsa y lo cómico, el trasfondo de la trama es actual e inagotable: codicia, ventajismo, mentiras, secretos y el dinero como el bien más preciado, todos elementos que el director de esta película supo utilizar para no caer en lugares comunes y así entregarnos esta delicia audiovisual. Con un estilo de comedia agridulce, pero comedia al fin que roza lo siniestro y oscuro por momentos, la película desarrolla la historia de este personaje demodé, (característica que vimos muchas veces en el cine de Anderson) y tal vez de allí venga la explicación al por qué del encanto que nos genera Wes, aunque… ¿es necesario explicar algo tan puramente sensorial como es lo que nos genera su cine a quienes lo “seguimos” hace tiempo? Aplausos aparte para las labores actorales en general, no sólo de Gustave y Zero, sino de todo el ensamble participante. Willem Dafoe (poniéndose en la piel de uno de los mejores villanos de los últimos tiempos), Harvey Keitel, Adrien Brody, Jeff Goldblum, Edward Norton, Mathieu Amalric, Saoirse Ronan, Lea Seydoux, Owen Wilson, Jason Schwartzman y, Bill Murray, encarnan a los personajes con los que nuestros protagonistas se cruzan en su fuga en pos de la verdad, en un film que además del absurdo y la comedia, incorpora toques de boudeville, surrealismo, drama telenovelesco y escenas de tiroteos masivos al mejor estilo Super Agente 86. La obsesión por la perfección y simetría tanto en los planos como en cada detalle estético que Wes piensa, dan sus frutos porque si la perfección existe… debe ser bastante parecida al disfrute que generan sus films, y El gran Hotel Budapest se perfila como una de sus más grandes obras maestras.
El elegante y extraño mundo de Wes Aires distintos se perciben cada vez que Wes Anderson lanza un nuevo producto. También emerge la ansiedad por observar aquello que nos vaya a enseñar, gracias a ese universo sutil, refinado, excéntrico e irónico que suele crear el director de Moonrise Kingdom y con el cual ha acaparado la atención y la admiración de quienes se proclaman como sus seguidores. Es fácil disfrutar de proyecciones de este tipo, en donde cada imagen se halla embelesada por la mano del realizador oriundo de Houston de modo tal que el espectador sólo se deje llevar por la estética y por una manera sabrosa y distinguida de narrar las situaciones. La película se desempeña (si bien recurre a giros temporales) la mayor parte del relato en los años 30, interiorizándonos en la vida de Gustave H. (Ralph Fieness), un reconocido conserje de un afamado hotel europeo, quien entabla una amistosa relación, prácticamente de hermandad, con el joven Zero Moustafa (Tony Revolori), el “botones” del establecimiento. Gustave parece ser el heredero de una pintura de un valor inconmensurable, motivo por el cual nacen las disputas de los miembros de toda una familia por recuperar tamaño cuadro. El gran hotel Budapest es acreedor de un reparto glorioso, digno de ser envidiado por cualquier producción. Durante hora y media aproximada de metraje se agradece la participación de, además de los mencionados protagonistas, Bill Murray (actor cliché de Wes), Jude Law, Willem Dafoe, Edward Norton, Jeff Goldblum, Adrien Brody y hasta el propio Harvey Keitel, entre otros. Vale destacar el rol que ocupa Revolori secundando atinada y lealmente a Fiennes tanto desde su labor interpretativa como en la crónica que se describe en la ficción. El film está plagado de loas hacia el sentido visual del público; todo se encuentra impregnado de una ambientación colorida, atractiva y preciosista. Técnicamente sublime, Anderson se vale de su apelación a travellings (idóneamente utilizados) para exponer en pantalla circunstancias propicias de géneros diversos. El guionista-director recorre caminos valiéndose de ese humor que tan bien maneja a través del sarcasmo, así como también se da el gusto de incurrir en lo aventurero, en lo romántico hasta práctica y levemente rozar tintes de thriller. Lógicamente, con su peculiar sello, con ese tono que oscila entre lo inocente y lo satírico. Es cierto que la trama no se luce por su originalidad, pero sí resulta acertado indicar que Wes Anderson se caracteriza y se especializa por ser un eximio narrador de historias. Y de eso se trata, este es el punto por el cual El gran hotel Budapest, como toda cinta engendrada por el creador de Rushmore, adquiere plenitud. El cómo contarlo poniendo todas las cartas sobre la mesa, con montajes ágiles, movimientos de cámara veloces más una presentación y un desarrollo adecuado de los personajes acaba fusionándose con la totalidad de los componentes que tienen espacio en la obra dejando sumamente satisfecho al observador. LO MEJOR: la manera que emplea Anderson para contar la historia, como de costumbre. El tono que emplea. Su humor. Fiennes y Revolori, los más destacados. El reparto en general. Sublime desde lo técnico y lo estético. LO PEOR: no invita a trascender más allá de pasar un gran momento de disfrute por su belleza visual. PUNTAJE: 8
La Cuerda del disfrute cinematográfico Hoy por hoy el señor Wes Anderson resulta ser uno de los mas acabados, personales y extraordinarios narradores con capacidad y talento para ver y gozar en el cine. Con algunos mejores y otros menores títulos, el tipo aprovecha su capacidad convocatoria para llenar de buenos y geniales actores sus obras, aún a sabiendas que algunos apenas cruzarán ante la cámara para disparar alguna cosa. Aquí abreva en contar tres historias que tienen un hilo entre si en tres épocas distintas -1985, 1968 y 1930-, y cuyo fondo es el pintoresco hotel del título que esta situado en un improbable sitio montañés de la no menos inexistente República de Zubrowka, con la historia de un conserje (estupendo Ralph Fiennes) y su discípulo casi niño, y tomando como basamento alguna idea del escritor Stefan Zweig (1881-1942). Mezcla de disparatada comedia negra, con algún crimen por resolver, con equívocos del voudeville francés, o cierto toque refinado a la "Ernst Lubitsch", y hasta arrimándose a fuentes como pueden ser: Buster Keaton, los fantásticos enredos de Blake Edwards o los Hnos. Marx. En su multitudinario elenco se pueden mencionar la relevante caracterización de Tilda Swinton, las máscaras de Harvey Keitel y Willem Dafoe, la sobriedad de Jude Law y F. Murray Abraham, y casi ningún otro hay que desentone, pero repetimos el gran protagónico es el de Fiennes, marcado más arriba. Que Anderson siga filmando, zarpándose, probándose, mintiéndonos de manera tan gentil, que buena falta hace en este planeta fílmico donde la repetición y la copia barata sigue estando a la orden de la claqueta.
La simpleza y complejidad de un estilo personal El cine de Wes Anderson me resulta casi hipnótico. La estética y los planos que ejecuta en sus distintos trabajos son apreciables desde todo punto de vista, y se suman a sus adorables freaks que suelen protagonizar o estar en un segundo plano de sus películas. En el Gran Hotel Budapest no solo se destaca eso, sino que suma una historia universal con reminiscencias a otra época un poco más turbulenta del mundo, donde la expansión globalizadora estaba en un auge que derivó en guerras absurdas y luchas egoístas. Anderson toma un universo muy rico, abordado de forma excelente, pero que me queda en un seguidísimo plano al incorporarme como espectador en su propia percepción. Eso a mi criterio es lo mejor de la película, retrata la irracionalidad de una época y de los codiciosos hijos de millonarios a su estilo. A través de detalles como el vestuario, de actitudes exageradas, del mismo argumento, no genera el odio ni siquiera “querible” que últimamente se vio en ciertos malvados del cine actual, lease el “Guason” de Heath Ledger, o porque no, el Jim Moriarty de Andrew Scott de la serie Sherlock de la BBC. Vuelve un poco a las bases donde el malo es malo y punto. El asesino persecutor interpretado por Willem Dafoe, todo vestido de negro, con cara de malo, despiadado, lo mismo con los hijos de Madame D. No se los dramatiza, no se los intenta humanizar, ni comprender, están y son la contracara de Gustave y Zero. Punto. Pero ojo, su riqueza está en el universo del cual forman parte y no este factor en sí mismo. Por eso, la maldad está en un criterio diferente pero donde innova absolutamente en nada. Convierte lo simple en bello. De la misma forma me pasa con una historia, que si fuera tratada por otro director u otro tipo de cine, sería narrada con una tensión y un desarrollo muchísimo más dramático. Anderson decide desesperarnos de otra forma, como en el momento de la fuga carcelaria cuando Gustave (Ralph Fiennes) le reprocha a Zero Moustafa (Tony Revolori) no haberle llevado el perfume a la salida. La tensión forma parte del relato, pero en un segundo plano, y se permite en medio de esas escenas meter una pequeña pizca para descomprimir la situación, muy bien colocada, porque en otro tipo de clima quizás no quedaría bien. La historia es muy rica, pero no es nueva. Tiene elementos de thriller, de policial, de acción, persecución, pero nuevamente, quedan incorporados a su universo y son llevados con una originalidad personal. Lo mismo ocurre con la comedia o la estética, pero esto suele ser más habitual en las películas de Anderson. Lo diferente es la forma de abordar un relato que entrecruza géneros en una percepción distinta. En definitiva es una película para disfrutar, que se puede pensar más allá de lo que ofrece, pero principalmente se trata de lo primero.
"...Esta película además se destaca por ser un filme que se puede catalogar dentro de lo que es el cine arte, es un cine muy interesante, una película original, pero no dentro del cine arte ese que deja afuera a la gente, sino dentro del cine arte que es popular también..." Escuchá la crítica radial completa en el reproductor, (hacé click en el link).
Las últimas películas de Wes Anderson –el nombre detrás de “Los excéntricos Tenenbaum”– eran “menos de lo mismo”. El estilo (esos planos fijos, simétricos y coloridos, como teatrales; el tono entre lo trágico y lo ridículo que provocaban al mismo tiempo emoción y sonrisa) era el mismo, pero había perdido algo de mella. En “El gran hotel Budapest”, el director vuelve a todo su arsenal pero se concentra –por fin y como corresponde– más en los personajes y en el humor que en el diseño. Si había degenerado en un director palermitano (de Palermo Soho), por fin ha vuelto a Hollywood. Este es el cuento agridulce (pero cómico) de un conserje de hotel (un genial Ralph Fiennes) y un joven que se ven envueltos, en el lugar del título y entre ambas guerras mundiales, en una serie de aventuras. El mérito del film (más allá de un elenco muy impresionante por su calidad) reside en que estas aventuras e intrigas muy imaginativas tienen tanto peso como la relación entre los personajes. Y es un film muy bello, además, pero de una belleza para nada accesoria ni decorativa. Anderson vuelve a utilizar la precisión de la puesta en escena para transmitir emociones que parecían olvidadas. Un film como las viejas y queridas novelas juveniles, que encuentra en el pasado la posibilidad del cine moderno. El realizador, ya no una joven promesa del cine sino una realidad adulta, muestra aquí un dominio esencial para cualquier cineasta que se precie de tal: el dominio del tiempo.
Joven y alocado. Cuando parecía haberse ahogado en su obsesivo estilo, pensado hasta el más milimétrico detalle, Wes Anderson resurge con una película que quizás sea la más fresca desde sus inicios. Las puertas del Hotel Budapest se abren y con ellas el cine de Anderson, un narrador apasionado, que cuenta su historia mediante capítulos, con un singular manejo del tiempo que comprueba una y otra vez su destreza para construir personajes de todo tipo. Lo que hace Anderson es dejar en claro su pasión por las historias: el arte de narrarlas, tanto de forma oral como escrita, para luego ser leídas y así sucesivamente de generación en generación. Resulta mágico ver hacia el final cómo la historia central, que fue narrada por Zero a un escritor, años después de haber sucedido, luego fue escrita para sea leída en la actualidad por una joven. El marco de la historia del obsesivo conserje Gustave lo aporta un Hotel Budapest ya despojado de sus colores chillones y su frescura; ahora -décadas después de su auge- se imponen los colores tonales y dorados, apagados y desgastados, dando el toque melancólico, de añoranza de aquella época de gloria, aventuras y juventud. El formato también acompaña el cambio: la acción que sucede en los años de plenitud del hotel está en el primer formato de la historia del cine, el 4:3; para luego y con el cambio temporal, pasar a uno más apaisado. La obsesión de Anderson por el aspecto formal, a pesar de ser absolutamente autoconsciente y más extrema que nunca, no resulta cansina o hermética en ningún momento sino todo lo contrario. Esa simetría con la que juega en cada encuadre, los colores que explotan -rojo, violeta y amarillo en un mismo plano, naranjas, rosas, amarillos y celestes pastel-, el juego con las dimensiones de los espacios, el artificio constante -desde el mismo hotel al bigote pintado de Zero- convierten a El Gran Hotel Budapest en una gran casa de muñecas como si estuviésemos ante El Terror de las Chicas, de Jerry Lewis.
El juego del artificio autoral. La palabra artificio suele ser utilizada para una referencia negativa en el cine, especialmente sobre aquellas películas que exponen esta cualidad como una virtud y, peor aún, aquellas que se muestran virtuosas y abrumadoras para los ojos. Wes Anderson es un cineasta del artificio virtuoso, un autor capaz de reunir elementos vintage, retro y kitsch sin caer en un pastiche estilístico, y a la vez aunar un conjunto de intertextualidades sutiles pero cinéfilas en un humor desatado. En El Gran Hotel Budapest, además de este juego estético, hay un juego con las historias dentro de las historias, una suerte de mecanismo de mamushkas narrativas que comienza a mediados de los años ochenta para retrotraerse a fines de los sesenta y saltar finalmente a los años treinta, en una Europa de entreguerras. El hotel del título está ubicado en la ficticia República de Zabrowka, regenteado por el conserje Gustave (Ralph Fiennes), quien tiene a un nuevo lobby boy, un joven inmigrante que al poco tiempo se convierte en su discípulo, en un ladero leal y compañero de aventuras. Una sociedad que no resulta nueva en el cine de Anderson, recordar los ejemplos de Los Excéntricos Tenenbaums, Vida Acuática y -su mejor film a la fecha- El Fantástico Sr. Zorro. Si bien gran parte de la historia reposa sobre la dinámica de este lugar, el volante narrativo gira para transitar otras tierras: la del crimen, la del subgénero “fuga de cárceles”, el drama bélico y algunos destellos de la comedia más tierna y sensible a la que nos tiene acostumbrado este autor. Gustave y Zero (así se llama el joven ayudante) son los personajes principales, aunque por todo el derrotero de su travesía para reencausar el equilibrio inicial se cruzan con diferentes especies del zoológico andersoniano; cuyo momento álgido será el del llamado de auxilio a los demás conserjes de hoteles europeos, liderados por Bill Murray (entre los que se encuentra el genial Bob Balaban).
La gran ilusión. Y Wes Anderson lo hizo de nuevo. Mientras que los hipsters que inundan los festivales de cine con sonseras patéticas se la pasan vaciando de contenido a movimientos de vanguardia otrora valiosos y revolucionarios, por suerte todavía subsisten artistas que desde su grandilocuencia retoman los significantes del pasado y trastocan aquellos significados de disputa, hoy metamorfoseados en una sensibilidad muy particular. Luego de la explosión en popularidad que le trajo su trilogía primigenia de rasgos indies, compuesta por Bottle Rocket (1996), Tres son Multitud (Rushmore, 1998) y Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), el realizador norteamericano se volcó concienzudamente hacia un barroquismo cada vez más enrevesado a nivel plástico, un giro que nadie podía haber previsto y que le jugó a favor porque revitalizó ese típico núcleo melancólico y mordaz. Efectivamente, desde Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) en adelante su principal obsesión ha sido que la estructuración de los planos y el diseño de producción expresen la dialéctica sensorial de los protagonistas y confluyan de manera armoniosa en la fotografía y el desarrollo de personajes, siempre privilegiando un tono entre kitsch y afectado con vistas a apuntalar un andamiaje sorprendente y pangenérico. Respetando la línea trazada por Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) y Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012), El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) homenajea al cine mudo, reincide en las exploraciones sobre familias truncadas y hace gala de un esteticismo retro/ vintage con influencias tan lejanas como el constructivismo ruso y la arquitectura de la Bauhaus. Ahora bien, en esta ocasión la historia resulta sumamente ambiciosa y multiplica las meta-narraciones involucradas: en los primeros minutos vemos a una niña que comienza a leer un libro en el que el autor (Tom Wilkinson y Jude Law) relata su llegada al hotel del título y su encuentro con el propietario, Zero Moustafa (F. Murray Abraham), quien a su vez le brinda una pormenorización del período de gloria del establecimiento, circa 1932. Con mayoría de fondos alemanes y ciertas pinceladas expresionistas, Anderson creó su República de Zubrowka, país ficticio donde está emplazado el hotel, para poder contarnos el derrotero de otro de sus clásicos dúos, hoy constituido por el conserje Gustave (Ralph Fiennes) y su infaltable secuaz, un joven Moustafa (Tony Revolori), por aquellos años apenas un botones. Ambos terminan en medio de una trama enajenada que dispara hacia muchas direcciones. El estadounidense coquetea con la euforia de entreguerras para contrastar aquel éxtasis pasatista con la podredumbre posterior, el estallido del conflicto. Así las cosas, la coyuntura le permite reformular géneros como el thriller, la fuga carcelaria, el melodrama, la epopeya bélica y la comedia romántica, en un combo nostálgico en el que priman la inteligencia de los diálogos, los detalles absurdos, el extrañamiento progresivo y esa verdadera andanada de antihéroes queribles que escapan a cualquier lógica mainstream. Complementando una organización estilística símil Stanley Kubrick con la esplendorosa imaginería visual de Douglas Sirk y la dupla Michael Powell/ Emeric Pressburger, Anderson vuelve a edificar una oda a las ilusiones que nos regala el séptimo arte y nos invita a que recordemos el pasado pero no lo lloremos, en un “porfiar ante todo” digno de sus atribulados personajes…
MAISON D’ ÉLÉGANCE El Gran Hotel Budapest está compuesta por un relato dentro de otro, al mejor estilo de cajas chinas o las matrioskas, aquellas muñequitas rusas vacías por dentro que albergan otra muñequita y así sucesivamente; en tiempos diferentes y en capas que vamos desarmando de a poco, como si de una casa de muñecas se tratara. Frágil, delicada y siempre a punto de derrumbarse. Y nos evidencia que las historias perduran a través del tiempo, ya sea en un libro, un monumento, en las paredes de un antiguo hotel, o en la oralidad misma. Y que Wes Anderson pertenece a esa vieja tradición de story-tellers, que no importa qué o cómo o de quién se trate, donde lo primordial es (siempre) contar una (buena) historia. Gran Hotel Budapest es la historia de este monumento lujoso y escultural, un hotel ficticio alojado en un país imaginario que tuvo su gloria en los años treinta, en el período de entre guerras y que luego fue convirtiéndose en una ruina, aunque con algún destello de encanto que todavía conservaba. Un encanto burgués y aristocrático, decadente y elegante a la vez. En primera instancia nos cuenta la historia un escritor (Jude Law interpretando la versión joven de Tom Wilkinson) a quién le llegó este relato de manera casual y durante una cena, por medio del señor Moustafa (F. Murray Abraham), el dueño del hotel, que en su juventud solía trabajar de botones allí mismo (el joven Tony Revolori) y era el aprendiz predilecto de Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), un delicado y pícaro conserje, amante de las mujeres más ricas y ancianas de Europa. Monsieur Gustave era un individuo respetuoso y educado, amante de la poesía y de los buenos modales, un dandy en toda su expresión pero, como muchos personajes del universo andersoniano, es alguien que anhela pertenecer a una clase social o a un grupo para el que no fue destinado a formar parte (recordar al personaje de Owen Wilson en Los Excéntricos Tenembaums, o al de Jason Schwartzman en Rushmore). Monsieur Gustave y Zeta (Monsieur Mustafá de joven) se verán envueltos, a raíz del misterioso asesinato de una anciana (Madame D., amante de M. Gustave, interpretada por Tilda Swinton), en una serie de eventos desafortunados y disparatados. Casi como si de un cuento infantil de aventuras, pero para adultos, se tratara. Lo cual no quita que en este mundo ficticio, artificial e ingenuo, no exista la violencia, la malevolencia o la muerte. Pero estos elementos disruptivos están tratados con naturalidad, aceptados como parte constitutiva elemental del relato, sin restarle importancia pero sin devenir en algo que detenga el potente avance la historia, que todo se lleva puesto por delante. Incluido al espectador que, como en las mejores películas de Wes Anderson, se verá obligado a mirar varias veces la película para poder apreciar la totalidad del film. Con una puesta en escena obsesivamente impecable: desde el vestuario y la escenografía, quiméricos pero exquisitos, con detalles casi imperceptibles y una música que encaja a la perfección, este director, con una lucidez inigualable, nos introduce en un añorado pasado lejano que, más allá de las luces, las riquezas y el arte (y por qué no, el declive y el deterioro), también está teñido por la guerra que añade un elemento triste, melancólico. Esto es, un toque de luctuosa realidad que, a pesar de todo, no logrará opacar ni el brillo ni la aventura.
MAISON D’ ÉLÉGANCE El Gran Hotel Budapest está compuesta por un relato dentro de otro, al mejor estilo de cajas chinas o las matrioskas, aquellas muñequitas rusas vacías por dentro que albergan otra muñequita y así sucesivamente; en tiempos diferentes y en capas que vamos desarmando de a poco, como si de una casa de muñecas se tratara. Frágil, delicada y siempre a punto de derrumbarse. Y nos evidencia que las historias perduran a través del tiempo, ya sea en un libro, un monumento, en las paredes de un antiguo hotel, o en la oralidad misma. Y que Wes Anderson pertenece a esa vieja tradición de story-tellers, que no importa qué o cómo o de quién se trate, donde lo primordial es (siempre) contar una (buena) historia. Gran Hotel Budapest es la historia de este monumento lujoso y escultural, un hotel ficticio alojado en un país imaginario que tuvo su gloria en los años treinta, en el período de entre guerras y que luego fue convirtiéndose en una ruina, aunque con algún destello de encanto que todavía conservaba. Un encanto burgués y aristocrático, decadente y elegante a la vez. En primera instancia nos cuenta la historia un escritor (Jude Law interpretando la versión joven de Tom Wilkinson) a quién le llegó este relato de manera casual y durante una cena, por medio del señor Moustafa (F. Murray Abraham), el dueño del hotel, que en su juventud solía trabajar de botones allí mismo (el joven Tony Revolori) y era el aprendiz predilecto de Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), un delicado y pícaro conserje, amante de las mujeres más ricas y ancianas de Europa. Monsieur Gustave era un individuo respetuoso y educado, amante de la poesía y de los buenos modales, un dandy en toda su expresión pero, como muchos personajes del universo andersoniano, es alguien que anhela pertenecer a una clase social o a un grupo para el que no fue destinado a formar parte (recordar al personaje de Owen Wilson en Los Excéntricos Tenembaums, o al de Jason Schwartzman en Rushmore). Monsieur Gustave y Zeta (Monsieur Mustafá de joven) se verán envueltos, a raíz del misterioso asesinato de una anciana (Madame D., amante de M. Gustave, interpretada por Tilda Swinton), en una serie de eventos desafortunados y disparatados. Casi como si de un cuento infantil de aventuras, pero para adultos, se tratara. Lo cual no quita que en este mundo ficticio, artificial e ingenuo, no exista la violencia, la malevolencia o la muerte. Pero estos elementos disruptivos están tratados con naturalidad, aceptados como parte constitutiva elemental del relato, sin restarle importancia pero sin devenir en algo que detenga el potente avance la historia, que todo se lleva puesto por delante. Incluido al espectador que, como en las mejores películas de Wes Anderson, se verá obligado a mirar varias veces la película para poder apreciar la totalidad del film. Con una puesta en escena obsesivamente impecable: desde el vestuario y la escenografía, quiméricos pero exquisitos, con detalles casi imperceptibles y una música que encaja a la perfección, este director, con una lucidez inigualable, nos introduce en un añorado pasado lejano que, más allá de las luces, las riquezas y el arte (y por qué no, el declive y el deterioro), también está teñido por la guerra que añade un elemento triste, melancólico. Esto es, un toque de luctuosa realidad que, a pesar de todo, no logrará opacar ni el brillo ni la aventura.
Había una vez en Zubrowka Wes Anderson emplea poco más de una hora y media de proyección para contar un cuento con todas las de la ley. El director aplica sus mejores esfuerzos a la tarea de narrar y se apoya fundamentalmente en los aspectos formales para llegar de lleno a la sensibilidad del espectador. El dato no puede sorprender, ya que la filmografía del realizador mantiene una admirable coherencia en este sentido, sin embargo, la producción propone una (agradable) sorpresa en cada uno de los planos, diseñados con el máximo cuidado desde la puesta de cámaras y la paleta de colores. Las escenografías son perfectas y la cámara las explota hasta en el detalle más elemental; aún el aspecto de la pantalla (en muchas escenas, casi cuadrada, como en aquellas antiguas películas anteriores al CinemaScope) guarda coherencia con el sentido del relato, que salta hacia atrás en el tiempo a medida que avanza la descripción de los hechos. La acción se centra casi exclusivamente en el interior del Hotel Budapest que le da el título a la película. Ubicado en las montañas de la imaginaria Zubrowka, el impresionante edificio es el reino en el que impera el inefable M. Gustave, un conserje escapado de otras épocas. A este hotel se incorpora un joven botones, que será tomado como discípulo por el conserje y, décadas después, será quien revele el desarrollo de los acontecimientos a la ávida atención de un escritor. Los hechos ocurren en la entreguerra de la primera mitad del siglo pasado, en una Europa del Este que Anderson eligió como escenario para evocar toda una etapa del cine clásico, y se estructuran como una comedia negra con frecuentes remates humorísticos que atrapa decididamente la atención del espectador. Ralph Fiennes y el joven Tony Revolori tienen a su cargo los personajes centrales, y los resuelven con elegancia, sobriedad y una buena dosis de humor, a tono con el sentido general del filme. Alrededor de ellos aparece una impresionante galería de personajes a cargo de primerísimas figuras de la pantalla: cada uno de estos intérpretes se las arregla para explotar al máximo las originales aristas del personaje que le tocó, a pesar de lo breve que resultan algunas de estas participaciones estelares. Lo que queda claro es que todo está puesto al servicio de la narración que comanda sin vacilaciones Wes Anderson, quien imprime su personalísimo sello a cada una de las escenas que componen este cuento para adultos vertido con exquisito gusto en la pantalla.
Durante casi 20 años, Wes Anderson, ha ido construyendo una cinematografía con una suerte de identidad pulida a su nombre, adornada de actores que se repiten, casi como una camada de amigos que se reúne cada dos o tres años a pasarlo bien y a contarnos un pequeño cuento, algunas veces con un dejo de melancolía, otras con una risa cínica. Lo que sí siempre tiene claro Anderson, es cómo nos quiere contar su historia. Desde su sencilla y bien armada “Rushmore”, donde comienza su primera colaboración con un adolescente Jason Schwartzman (sobrino de Francis Ford Coppola y por tanto primo de Soffia), pasando por la tremenda “Los Tenenbaum” (su mejor película para este servidor) hasta la nostálgica “Moonrise Kingdom”, el director oriundo de Texas, ha ido armando un mundo que varía entre la aparente tristeza y desidia de la mayoría de sus personajes, por la búsqueda de la esperanza en un objetivo que deben cumplir, casi de manera mesiánica. Anderson va imprimiendo una paulatina progresión a darle más alegría y optimismo a las historias, no así en profundizar el contenido. Se delata en esa intención, el uso de colores vivos, un dejo del uso del gag ocasional acompañado por las notas de Alexander Desplat que ha ido componiendo la música incidental en sus películas desde “El Fantástico Mr. Fox”. En este trabajo en particular, Desplat se despacha una banda sonora de lujo. Sin lugar a dudas, quien se lleva la atención y los aplausos para la galería es Ralph Fiennes, quien personifica a Gustave, un conserje del Gran Hotel Budapest, durante el periodo de entreguerras, en un papel que parece Wes Anderson hubiese escrito pensando en él. Hace mucho tiempo no se veía a este actor inglés tan a sus anchas, con un carisma que traspasa la pantalla, y que engrandece ese aparataje visual, del que forma parte en la historia. La historia se va desenmarañando progresivamente, como si se tratase de una muñeca matrioska, cuando una joven (que por su aspecto le hace honor al mote de gurú hispter de Anderson) comienza a leer el libro que da origen al film. El autor del libro, interpretado por Jude Law, nos cuenta las desventuras del millonario Zero Mustafa (Tony Revolori), quien fue nada menos que el “lobby boy” (algo así como un botones) de Gustave H. Es él, quien narra lo que vemos, un seguimiento al conserje y este pequeño aprendiz de origen irakí, perseguidos por una intrigante familia por el cobro de una herencia. Ver “Gran Hotel Budapest” resulta en una grata experiencia visual, sofisticada y entretenida, llena de guiños a un cine clásico americano que ha perdido el encanto por contarnos historias sencillas. Para el crítico de la Rolling Stone, Peter Travers, la última película de Wes Anderson “es una compleja caja de juguetes, con un aspecto tan delicioso que es posible que desees lamer la pantalla.” Si esa caja fuese de mazapán, sería un postre perfecto, pero acá tenemos un gran plato para degustar en el más fino restaurant, como si pensáramos en el espectador como un sibarita visual, que te deja con una sonrisa por un buen rato.
Una fábula atractiva y melancólica Wes Anderson sigue deleitando al público que logró conquistar con su estilo, tan personal como refinado, de narrar. En esta oportunidad, se basa en relatos del escritor austríaco Stefan Zweig, en una propuesta que recrea el espíritu de entreguerra que embargó al intelectual judío, quien no pudo soportar el avance del nazismo y la caída de un mundo, en el que la combinación de una educación aristocrática y una preferencia por los buenos modales hacían que la vida transcurriera de manera agradable. La historia que Anderson relata en “El Gran Hotel Budapest” se desarrolla en un lugar imaginario llamado Zubrowka, ubicado en el centro de Europa, en lo alto de unas montañas nevadas, al que se llega sólo en funicular. Allí se encuentra el hotel mencionado, refugio frecuentado por turistas pertenecientes a familias adineradas de Europa, especialmente damas maduras en procura de descanso y buena compañía. Pero el relato comienza en la época actual, precisamente en el momento en que una adolescente realiza un homenaje ante el monumento a un escritor, ya fallecido, mientras se dispone a leer una de sus novelas. Mediante la estructura clásica de las cajas chinas, la película va engarzando una historia dentro de otra, al saltar a la década de los ochenta del siglo XX, en una escena en la cual el escritor, en vida, explica ante la cámara de dónde tomó el argumento de dicha novela. Entonces se produce otro salto varias décadas atrás, oportunidad en que el escritor, siendo joven, visita al famoso Hotel Budapest (ahora bajo el régimen soviético), y allí, conoce a un anciano, llamado Mustafá, quien le refiere los hechos que luego serán reproducidos en su libro. Para ello, Mustafá retrocede aún más en el tiempo, ubicándose en el período entre las dos guerras mundiales, cuando él, siendo un adolescente, conoce al famoso conserje M. Gustave, quien lo inició en el oficio de botones, en el citado hotel. Zero, nombre de pila de Mustafá, es un apátrida, que se fugó de algún país asolado por guerras intestinas que eliminaron a toda su familia. Siendo un “sin-papeles”, es apadrinado por Gustave y con él vive una vida llena de aventuras, mientras aprende los secretos de la buena administración de un hotel distinguido. Resulta que una de las clientes y amiga íntima de Gustave, una anciana, fallece repentinamente y el conserje es citado por su abogado porque al parecer, la mujer lo ha incluido entre los beneficiarios de su legado patrimonial. Para asistir a la lectura del testamento, Gustave debe trasladarse a un país limítrofe y le pide a Zero que lo acompañe. Ambos viajan en tren entre paisajes nevados y al cruzar la frontera ya se percibe el clima bélico, la hostilidad que preanuncia lo que sucedería después en esa región de Europa. La historia continúa con una serie de sucesos tan conflictivos como disparatados, ya que los hijos de la anciana dama rechazan a Gustave, quien se ve acosado por una falsa denuncia que lo lleva a la cárcel y lo sumerge en una sucesión de padecimientos marcados por la intriga y la violencia. Pero la habilidad de Anderson no se limita a inventar historias llamativas e interesantes, en las que mezcla realidad y fantasía, sino que su gran rasgo de estilo es fundamentalmente la forma narrativa, con un fuerte acento guiñolesco, que no evade ni los temas profundos ni los aspectos cruentos de la realidad, pero los presenta de una manera suave, si se quiere, en la que la melancolía es el rasgo distintivo, logrando conciliar diversas influencias en un clima de fábula muy gratificante. Acompaña a Anderson en esta producción un elenco de grandes actores que ponen todo su indiscutible talento al servicio de una obra encantadora.
El gran Hotel Budapest es una imperdible película para todos aquellos que gustan de relatos originales plasmados en pantalla con belleza y calidad. Para aquellos que quieran saber más sobre las locaciones en las que se filmó, en la sinopsis y notas de producción (link al final de mi comentario) pueden descubrir la "triste verdad" de que en realidad nunca estuvieron viendo...
"The Grand Budapest Hotel" puede resumirse de una manera muy simple: es una de las mejores películas de la filmografía de Wes Anderson. Hermosa, profunda, graciosa, trágica e incomparablemente hipnotizaste. Si sos seguidor del director, no te la pierdas; si no te gustan sus películas, date una nueva oportunidad para descubrir la belleza cinematográfica que esta propuesta posee; y si no conoces al realizador, anda corriendo a conseguir la entrada que te dará la oportunidad de ingresar al mundo imaginario de Wes Anderson y sus intérpretes.
Los cuentos de Wes Vuelve Wes Anderson con un relato humorístico de esos que tantos nos gustan, tiernos, bizarros y con estética de cuento de hadas. En esta ocasión nos lleva para Europa del Este y nos presenta la historia de Gustav H. (Ralph Fiennes), el legendario conserje del Gran Hotel Budapest. El film comienza con tiempos modernos, un tiempo en el que ya no existen ni la opulencia ni la magia que alguna vez tuvo el hotel más exclusivo de Europa. A partir de una entrevista improvisada, se desata la narración de la historia, una historia de aventuras, de amistad y de evocación a tiempos que ya no volverán. Como sabemos los que seguimos la filmografía de Wes, el director es un gran nostálgico y una mente creativa sin fin, que puede hacer que el apogeo y el descenso de algo tan común como un hotel, pase a convertirse en un cuento fantástico excelente. Su estética colorida y cercana a la animación se combina con un humor bizarro y por momentos bien negro que permiten disfrutar del juego entre adultez y niñez que propone. Casi todos sus films tienen una gran carga de inocencia y niñez que se combina con la crítica filosa y el humor ácido para dar lugar a un cóctel increíblemente eficaz. Otro gran atractivo y sello característico del director es juntar a un gran número de estrellas del cine, sobre todo si ya han trabajado anteriormente con él. En esta producción podemos encontrar nombres como Willem Dafoe, Adrien Brody, Jude Law, Bill Murray, Saoirse Ronan,Tilda Swinton, Tom Wilkinson, Lèa Seydoux, Edward Norton, Jeff Goldblum, Harvey Keitel y más. La incorporación en uno de los roles protagónicos del desconocido Tony Revolori fue un golaso de media cancha ya que su buena interpretación, junto a su carisma, hacen que el film tome vuelo. Lo mismo que dije con la crítica de "El reino bajo la luna" lo repito acá. Sus trabajos no son para todo el mundo, se necesita tener una gimnasia cinéfila que vaya más allá del mainstream hollywoodense, ya que su forma de hacer cine no es convencional y eso puede afectar la apreciación de muchos espectadores que no gustarán de su humor ni de su forma de ver el mundo. A quien escribe le encanta y la verdad es que lo recomiendo mucho. Particularmente "The Grand Budapest Hotel" no es tan genial como "El reino bajo la luna" o "Los excéntricos Tenebaums", pero es muy buen cine y vale la pena verlo.
El misterio de los años invisibles. “¿Lo ves? Hay atisbos de decencia en este matadero que solíamos llamar humanidad, y lo que tratamos de ofrecer en nuestra sencilla, humilde y digna… oh, a la mierda”. Con ese pequeño discurso incompleto, Wes Anderson resume todo lo que será El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014). Aún siendo un portador de un timing envidiable, el texano llega a su octavo largometraje con el mismo semi-clasicismo artesanal, en el punto medio entre lo irónico y lo honesto, que lo popularizó. Habiéndose vuelto uno de los directores más divisivos de la hiperbólica era 2.0 (traten de encontrar a algún cinéfilo que no lo ame o odie), el punto definitorio de la filmografía del realizador de Rushmore, Los Excéntricos Tenenbaum y El Fantástico Sr. Zorro parece, para la mayoría, su estilo de peculiaridad obsesiva. Pero, sin dudas, lo que queda en claro con su última obra es que su imprenta no es un truco sino más bien un punto de partida para establecer cada vez más desafiantes relatos sobre días perdidos y familias improvisadas. The_Grand_Budapest_Hotel_41937 Iniciando su homenaje a la mítica era dorada (sea la de los enredos hollywoodenses o las de tiempos de simple ignorancia), Anderson nos lleva a un típico barrio de Europa Oriental, donde una chica visita el cementerio local para rendir respeto a un autor fallecido (Tom Wilkinson) y leer su obra. Ahora, saltamos del presente a 1985, donde el mismo escritor cuenta como se topó con la historia. Y en cuestión de minutos, un par de cosas más cambian: primero que nada, viajamos a 1968, donde el novelista (joven e interpretado por Jude Law) se hospeda en un resort dilapidado y cruza caminos con su enigmático dueño, Zero Moustafa (F. Murray Abraham); pero lo que capta la vista es como el viaje a través de los años cambia la relación de aspecto de un común 1.85:1 al widescreen de 2.35:1. El ingenioso enmarcado nostálgico de las líneas de tiempo continúa cuando Moustafa accede a darle sus memorias, lo que hace que en instantes nos encontremos en 1932, donde la pantalla cobra las dimensiones de un antiguo film de la Academia (1.37:1). En menos de quince minutos, la película retrocede una y otra vez a lo largo de 72 años, pero la gracia en su presentación es tanta que sólo puede ser rivalizada por la de su protagonista, el mentor del joven Zero (ahora, Tony Revolori), el conserje Gustave H. (Ralph Fiennes). Dandy y capitán, suelto bon vivant y meticuloso líder, oportunista sinvergüenza y leal camarada, el personaje rebota en el celuloide con puro carisma, ajustado como reloj a la demanda cómica de Wes. Claro que tiene gran material en cuestión de líneas como la que adorna el inicio de este texto, pero donde sorprende Fiennes (ya acostumbrado a que lo llamen para hacer de villano diabólico) es en la extrema calidez y melancolía que le otorga a un hombre sin pasado ni futuro, una persona que sólo vive en la apariencia que presenta ante sus clientes pasajeros. The_Grand_Budapest_Hotel_41964 De todas formas, su drama es una textura que sostiene un amplio lienzo, que relata los días de gloria del hotel manejado por él cuando toma a Moustafa como protegido (formando, como en tantas otras producciones de Anderson, una imprevista relación de padre e hijo), mientras ajusta la estructura del edificio y gana dinero extra al acostarse con ancianas. Una de las señoras es Madame D. (Tilda Swinton, abrumada en maquillaje de la tercera edad), mujer de renombre que de la nada es asesinada, y que le hereda a Gustave una millonaria pintura. Por supuesto, eso no le agrada a la familia de la difunta, particularmente, al maquiavélico hijo mayor (Adrien Brody) y su matón (un aterrador Willem Dafoe), quienes ingenian un plan para sacárselo de encima y quedarse con la obra. Esa es la base para que Gustave y Zero salgan en una aventura fuera de lo habitual, que toca desde fugas de prisión, persecuciones a toda velocidad en las montañas y tiroteos masivos hasta una sociedad secreta de conserjes y delicatessen armado. Todo es cotidiano en el mundo de Anderson, que muestra una mano suelta pero conocedora en la emoción de las escenas de acción. Tiene sentido, después de todo: él conoce tanto sus mundos (incluso la ficcional nación de Zabrowska, hogar de la narrativa), que el hecho de que flote en su baile a través de la arquitectura del hotel o del mapa no sorprende. Pero aún así, algunos momentos son impresionantes, como un pasaje en clave de thriller con Dafoe y un delegado en la piel de Jeff Goldblum, donde la mezcla de una distorsión de la cinematografía pastel, el diseño detallista de producción y un inquietante ritmo de Alexandre Desplat (en una banda sonora clásica, y una de sus mejores) hace que un museo se convierta en una hipnótica pesadilla. 1391167209031_the-grand-budapest-hotel-of En este amor por las estructuras del ayer, Anderson revela sus intenciones. Sí, hay villanos en este film, pero el verdadero terror es aquel que se asoma al borde de los cuadros. Todo tiempo tiene un fin, y el que camina hacia el hotel Budapest es el fascismo. Aunque en sus últimos minutos el director tropieza al agregar un broche arbitrario e innecesario al mensaje de su obra (y que además busca un golpe que no impacta tanto como, digamos, el final de la superior Un Reino Bajo La Luna), la imagen de un lugar o un tiempo que es irrecuperable basta para decir todo. Gracias a un ojo que sigue tan intacto como el primer día y un inmenso elenco (que, mostrando el poder actual del director y guionista, también incluye roles secundarios de Saoirse Ronan, Mathieu Amalric, Harvey Keitel, Bill Murray, Edward Norton, Léa Seydoux, Jason Schwartzman, Owen Wilson y Bob Balaban), El Gran Hotel Budapest es una imagen intacta de una época que, si bien no ocurrió, no podría sentirse más real en su pérdida. Tarde o temprano, sólo nos quedan las historias, que a veces duran más que un condenado montón de cemento.
Publicada en la edición digital #260 de la revista.
Publicada en la edición digital #260 de la revista.
Wes Anderson es, para muchos, un genio incomprendido. Y es que a pesar de todas sus películas, que para la mayoría son obras de arte, pocas tienen el palmarés de otros directores más polémicos y quizá, menos talentosos. Lo cierto es que seguimos esperando con ansias cada proyecto que lleva su firma. Y el más reciente de ellos, no sólo tiene su sello, sino el de un multitalentoso elenco que, como debe de ser en las buenas películas, no está por encima de la historia. Ralph Fiennes, Saoirse Ronan, Edward Norton, Tilda Swinton, Adrien Brody, Willem Dafoe, Bill Murray, Jude Law... y no terminamos. La historia es simple, un viejo señor Zero narra sus aventuras cuando inició como botones en el renombrado y prestigioso hotel Budapest de la república de Zubrowska, en donde fue aprendiz del mejor anfitrión que jamás haya existido: M. Gustave, y sus desventuras con la herencia de su amante. Quizá suena una historia simple y nada llamativa. pero como ya lo mencionamos, las historias de Anderson son mágicas. Son simples y nada pretenciosas, que sin quererlo, nos atrapan en su atmósfera, nos hace partícipes. Sufrimos, reímos, lloramos, y nos convertimos no sólo en un espectador, sino en un personaje más. En alguien que desea vivir adentro de esos mundos mágicos.
El maravilloso mundo de Wes Anderson Wes Anderson quizás sea uno de los pocos directores estadounidenses que encapsulan un estilo casi totalmente europeo. Pero Anderson es diferente a cualquier cineasta contemporáneo: crea su propio mundo de fantasía; un universo en donde cada detalle está estéticamente controlado, y en donde sus personajes viven en su propio reino de nostalgia y melancolía. Y en El Gran Hotel Budapest, Anderson vuelve a encarar la perfección de su idiosincrasia en la ficticia República de Zubrowka, donde impera una maravillosa pero frágil civilización que bien podría ser parte del Imperio Otomano o Soviético. Y es aquí donde se centra su historia, entre compartimentos de trenes, lujosos halls y lobbies, y el aire decadente de una sociedad acaudalada a punto de desmoronarse. Éste es su octavo film, y relata –muy a lo Paul Auster- una historia dentro de una historia dentro una historia... la de un escritor que, ya entrado en años, recuerda cuando en su juventud se encontró con Zero Mustafá, el dueño de un lujoso hotel en el crepúsculo de su esplendor, que le cuenta sus comienzos como botones en el Gran Hotel Budapest, a cargo del excéntrico Gustave H. (Ralph Fiennes). Monsieur Gustave es un conserje con extraños apetitos sexuales, que lo llevan a ser el pasatiempo preferido de las damas de la alta sociedad de por lo menos 70 años. Es activo y exigente, y un fanático empedernido de la poesía –uno de los episodios más recurrentes y cómicos de la película tiene que ver con Gustave leyendo un poema, y alguien interrumpiéndolo. Y Ralph Fiennes es, sin lugar a dudas, el actor indicado para envestir a Gustave de una comicidad y ridiculez imperante, y una brillantez que hacen que hasta los más acérrimos críticos de Anderson piensen dos veces antes de tirar la primera piedra. Pero atrás de las peculiaridades de Anderson y su preciso toque estético, la historia trata sobre una sangrienta batalla por una riqueza familiar, y el robo de una invaluable pintura del Renacimiento, situación que ocurre en el medio de un continente a punto de ser noqueado por la guerra. Wes Anderson tiene seguidores de culto, que se ganó desde Rushmore, y que siguió juntando con, Fantastic Mr. Fox, Moonlight Kingdom y la genialidad de The Darjeeling Limited. Y en esta película vuelve a reunir a sus colaboradores preferidos, como Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman y Adrien Brody, además de incorporar a nuevas caras, como Fiennes, Saoirse Ronan, Léa Seydoux y Jude Law, sin mencionar a Tilda Swinton y Edward Norton, recientes adquisiciones del universo de Anderson desde Moonlight Kingdom. Wes Anderson vuelve, entonces, a crear una nueva obra maestra del cine indie, aunque bien podría tener su propio género aparte; un género que lo convirtió hace tiempo en el preferido de legiones de fanáticos alrededor del mundo, que se multiplican con cada nueva idea del genial cineasta americano: "Tengo una manera particular de filmar y poner en escena y diseñar sets. Hubo épocas en las que pensé que debería cambiar mi método, pero, de hecho, esto es lo que me gusta hacer. Es como mi firma como director de cine. Y creo que en algún momento del camino tomé una decisión: voy a escribir con mi propia letra".
"Universo Anderson" Con la impronta digna de alguien que está dispuesto a conquistar todo el mundo a su tiempo y medida, ofreciendo un producto original y minuciosamente cuidado, Wes Anderson vuelve a la carga de la mano de “El gran hotel Budapest”. Hablar de Anderson para un amante del cine es una tarea más que difícil, ya que no existe otro director en la actualidad capaz de suscitar tanta devoción y admiración con sus nuevos proyectos. Cada vez que nos encontramos de cara al estreno de una de sus películas, el cine de Anderson nos arrastra como el mar hacia lo más profundo del océano sin nosotros ni siquiera poder oponer resistencia. ¿Por qué? Quizás la repetición de ciertos tópicos como ser los elencos corales que brindan grandes actuaciones, la siempre hermosa fotografía de su colaborador habitual Robert Yeoman, la cada vez más instalada y necesaria presencia del maravilloso compositor Alexandre Desplat y la dirección de arte con aire nostálgico que desprende el trabajo Adam Stockhausen sean algunos de los puntos claves. A lo largo de los últimos años Anderson logró posicionar gracia a una serie de magníficos trabajos un estilo muy personal dentro de la industria. O quizás sea mejor decir que él impuso su propio estilo dentro del mundo del cine y ahora son cada vez más los cinéfilos que se encuentran completamente enamorados del mismo. “El gran hotel Budapest” es una propuesta imperdible desde lo estético para todos aquellos que no están acostumbrados al tipo de cine que suele ofrecernos este realizador. Quizás también disfruten de cuotas de humor más elaboradas y actuaciones inesperadas por parte de grandes actores en pequeños y rebuscados personajes. Ahora bien, si el espectador que se dispone a disfrutar de “El gran hotel Budapest” ya sabe por dónde viene la mano, la propuesta se convierte en una muestra de arte en estado puro. Con la comedia marcando el ritmo de esta historia de aventuras, Anderson nos invita a seguir los pasos de Zero (Tony Revolori), el botones de un prestigioso hotel europeo que está bajo el mando del peculiar conserje Gustave (Ralph Fiennes). Juntos deberán sortear una serie de inconvenientes que van desde estafas a huéspedes millonarias de la institución, amoríos entre empleados y por supuesto ciertas repercusiones de la desorganización de los últimos retazos de la segunda guerra mundial. Junto a los armoniosos trabajos del debutante Revolori y del experimentado Fiennes, aparecen también los más que divertidos aportes de Jeff Goldblum, Willem Dafoe, Saoirse Ronan, Edward Norton y los infaltables Harvey Keitel y Bill Murray. Todos ellos (y muchos más que harían exageradamente extensa esta lista) arman el rompecabezas con el que Anderson mantiene a sus espectadores avezados atónitos frente a la magia que ocurre en la pantalla. Fiel a su irrepetible estilo visual, el talento de Anderson nos regala otra aventura de antología que merece celebrarse dentro de una sala de cine como lo que verdaderamente es; una pequeña e inoxidable reliquia cinematográfica.