El precio de la codicia A Martin Scorsese se lo viene cuestionando desde hace años por parte de la “vanguardia” cinéfila porque -aseguran sus detractores- sus películas son cada vez más grandes y más superficiales. Lo mismo han empezado a decir quienes ya vieron la excéntrica El lobo de Wall Street. Más allá de que no todos sus films son igual de logrados (una obviedad en un realizador con cuatro décadas de carrera), creo que cada uno regala múltiples aristas valiosas, así como una intensidad y una excelencia narrativa que distinguen a Marty por sobre el 99% de sus colegas. Cuando se aprecian las adrenalínicas, descomunales, embriagadoras, fascinantes tres horas de El lobo de Wall Street uno no deja de preguntarse cómo hace, a sus 71 años, el director de Taxi Driver y Toro salvaje para sostener la energía desbordante y desbocada de esta tragicomedia tan ambiciosa como provocadora. A partir de un guión de Terence Winter (Los Soprano, Boardwalk Empire: El imperio del contrabando) basado a su vez en el libro autobiográfico de Jordan Belfort, Scorsese recupera el brío y muchos de los temas trabajados en Buenos muchachos y Casino (la impunidad, la codicia, el cinismo, la lucha despiadada por el poder, la lealtad y la traición, el poder seductor del dinero) para describir el ascenso, apogeo y caída de un joven zar de la bolsa entre fines de los años ’80 y principios de los ’90. En su quinta colaboración con Marty, Leonardo DiCaprio reedita aquí la megalomanía de su Jay Gatsby en El gran Gatsby, aunque su Belfort por momentos parezca una cruza entre el Gordon Gekko de Michael Douglas en Wall Street y el Tony Montana de Al Pacino en Scarface. El rey de las finanzas Con apenas 22 años, el protagonista llega en 1987 a Wall Street para cumplir su sueño de hacer fortuna. En una de las primeras e hilarantes escenas en un restaurante, su mentor (Matthew McConaughey) le dispara los tips para convertirse en un as de las finanzas. Y vaya que Belfort lo cumplió: a los 26 ya era un multimillonario que llevó hasta las últimas consecuencias el lema de sexo (orgías), drogas (desde pastillas hasta cocaína) y rocanrol (la selección musical de Robbie Robertson es brillante). Claro que una década más tarde estaba purgando 22 meses de cárcel por cada uno de sus fraudes y excesos cometidos por su emporio Stratton Oakmont. La película de Scorsese es arrolladora, excesiva en todos los sentidos posibles (el director debió cortar no sólo una hora de narración sino también muchísimas imágenes con sexo y droga para evitar la condenatoria calificación NC-17 en los Estados Unidos), y -más allá de ciertos caprichos, de su misoginia, de su exhibicionismo o del recurso algo rancio del protagonista hablando a cámara- resulta un festival para los sentidos (la fotografía “ochentista” está a cargo del mexicano Rodrigo Prieto). Si bien el film es un tour-de-force de DiCaprio (con sus discursos motivacionales, sus problemas con las mujeres y ese descontrol permanente que hace mella en el cuerpo), Scorsese tiene durante las tres horas (que no pesan para nada) tiempo suficiente para desarrollar los múltiples personajes secundarios: desde el ladero de Belfort Donnie Azoff (excelente Jonah Hill), hasta su segunda esposa Naomi (la bomba sexual australiana Margot Robbie con destino inevitable de estrella), pasando por el agente del FBI Patrick Denham (impecable composición minimalista de Kyle Chandler), que investiga y va minando el poder del arrogante y egocéntrico antihéroe. ¿Perfecta? Para nada. Pero incluso en su desmesura y en sus inevitables desniveles El lobo de Wall Street regala un viaje furioso, un trip físico y mental hacia el corazón de la ambición; es decir, el núcleo básico del sueño americano.
Una orgía cinematográfica Esta es quizás la película más extrema, radical y políticamente incorrecta de un Scorsese que no se guarda nada. En la quinta colaboración con DiCaprio, realiza un registro épico y descarnado de la codicia, la sed de poder y sus consecuencias, temática que atraviesa toda su filmografía. Scorsese se convierte en un arqueólogo del cine y de la ciudad de Nueva York, a la que vuelve a explorar, esta vez ubicándose hacia fines de los ’80/ principios de los ’90 en Wall Street. El protagonista de esta obra es el más descontrolado, bizarro y autodestructivo de todos. Un personaje border, pasado de rosca como ningún otro, que hace que Tony Montana y Henry Hill parezcan amateurs. Este es un personaje que drogado es capaz de hacer una orgía en un avión, destrozar su Ferrari blanca, aterrizar un helicóptero en el jardín de su mansión, jugar a lanzar enanos y hacer que la oficina parezca el set de Calígula. A diferencia de otras películas de Scorsese, en esta el sexo ocupa el lugar de la violencia. Scorsese repite con maestría los recursos utilizados para narrar Buenos Muchachos y Casino: el protagonista hablando a cámara, la imagen congelada y la voz en off para el relato, que podría dividirse en dos partes. La primera, de humor negro y aceleración, y la segunda, dramática y oscura, que funciona como un “Mc Bajón” después de una noche de fiesta a pura adrenalina...
El rey de la tragicomedia Belfort (Leonardo DiCaprio) es una variación de Henry Hill, el protagonista de Buenos Muchachos que encarnaba Ray Liotta, el cual abría el film con el siguiente diálogo: “desde que tengo memoria siempre quise ser un gánster”. La gran diferencia entre ese film que inauguraba la década de los noventa y El Lobo de Wall Street es el tono. Belfort -al igual que Hill- se cobija en una familia, aquí no de italoamericanos sino de renegados que sin embargo comparten los códigos de la mafia. La violencia está sustituida por el sexo, este es el gran trueque de Scorsese, no hay trompadas o asesinatos a sangre fría para inocular respeto sino un gran desenfreno por el sexo y las drogas. El joven Belfort recibe una lección -a modo de manifiesto- de parte de Mark Hanna (el mejor papel de Matthew McConaughey), un personaje que aparece sólo cinco minutos y que le dice que el trabajo de corredor de bolsa sólo se puede hacer bajo los efectos de la cocaína. Las drogas y el sexo omnipresentes en el relato tienen un tratamiento tragicómico. La secuencia más álgida sobre las drogas que se consumen, es la de Belfort y su ladero Donnie (un imposible Jonah Hill) en la que ninguno de los dos pueden disponer de sus capacidades motrices...
Pilas y pilas de billetes Hacía años que no veíamos una película de Scorsese tan vital, tan atrapante, tan compleja y fascinante como El lobo de Wall Street. Parecía como si, finalmente aplastado por la conciencia de su propia importancia dentro de la historia del cine, Scorsese se hubiera querido dedicar a filmar películas serias, grandotas, dignas de figurar en el manual de historia en el que sabía que estaba entrando. Esto fue particularmente evidente con el paso de la "era Robert De Niro" a la era "Leonardo Di Caprio", que empezó con ese bodoque llamado Pandillas de Nueva York y siguió con películas más o menos correctas pero siempre un poco rancias como El aviador y La isla siniestra. Una excepción en los últimos años fue Los infiltrados (película por la que ganó un Oscar), esa remake de una película coreana en la que entre idas y vueltas y firuletes podía sentirse un poco de aquel viejo placer por narrar que supo respirar el cine de Scorsese; pero al final no había demasiado ahí. Las cosas cambiaron para mejor con El lobo..., en la que Di Caprio parece liberado de la conciencia de estar interpretando un personaje importante, profundo o históricamente significativo y en lugar de intentar salvar al mundo con su actuación se entrega gozosamente a un personaje exagerado, desequilibrado, ligeramente asqueroso pero siempre simpático. Toda la película respira ese aire ambiguo de condena moral y exaltación empática, de asco y fascinación, un magma que arrastra al espectador a lo largo de tres horas de una historia que sube, baja, vuelve a caer, va para adelante y atrás. De alguna forma, al estar basada en hechos reales, El lobo... parece desligarse de toda responsabilidad: lo que se cuenta ocurrió y por tanto no tiene la obligación de resultar edificante o simbólico. Los hechos se suceden en la película uno atrás de otro como episodios encadenados por la ambición desmedida del personaje, pero no siguen la estructura rigurosa de un guión perfecto sino que se van apilando con la lógica entre azarosa y causal con la que las cosas simplemente pasan. También, al estar ambientada en las décadas de los ochenta y noventa, se desliga del mensaje sobre el presente. Era un riesgo evidente: en un mundo post crisis del 2008, la historia de un corredor de bolsa inescrupuloso podía resultar un comentario de actualidad. Pero El lobo... no es eso. O por lo menos no es solo eso. La historia de Jordan Belfort, excesiva, ridícula, casi una parodia del relato del self-made man, es simplemente su historia y, sobre todo, es arcilla en las manos de Scorsese. Uno de los elementos fundamentales que recupera Scorsese es el humor, un elemento nunca central pero presente en varias de sus primeras películas y que no veíamos prácticamente desde Buenos muchachos. Esta probablemente sea la película más cómica de Scorsese, con un humor que nace de los diálogos pero fundamentalmente surge de la puesta en escena, de los planos y del montaje, un humor puramente cinematográfico. Una de las piezas fundamentales de El lobo... es Jonah Hill, en una de sus mejores interpretaciónes. Para quienes no se habían convencido ya con Supercool de que este chico sabe actuar, Jonah ya había demostrado sus "dotes serias" en El juego de la fortuna, gracias a lo cual recibió una nominación al Oscar como mejor actor de reparto. En El lobo... Hill está incluso mejor que en El juego..., porque logra incorporar a su personaje las puteadas, los diálogos cortados y molestos, toda una batería de herramientas cómicas (con cierto aire de improvisación) que él domina a la perfección. Hay algo irregular, amorfo, variopinto en esta película, que la aleja de la categoría de "obra maestra" (de las que Scorsese tiene unas cuantas). En su lugar tenemos algo que posiblemente sea mucho mejor: una película viva, irregular, amplia, que puede pasar del comentario social a la parodia de televisión, a momentos deliciosamente absurdos, como la escena en la que Di Caprio drogado tiene que arrastrarse por una escalera para llegar a su auto. Entre algunos momentos posiblemente más rutinarios se encuentran momentos grandes y muy diferentes entre sí, como el ralenti con música clásica de Jonah Hill en la mesa de pool o la gran escena (simple, clásica, pero no por eso menos excesiva) del almuerzo con el personaje interpretado por Matthew McConaughey. El lobo de Wall Street tiene muchos más encantos que fallas y, sobre todo, tiene placer por filmar.
Luego de La Invención de Hugo Cabret -el homenaje definitivo al cine hecho desde el cine-, Martin Scorsese vuelve al estilo que lo convirtió en pasión de multitudes. El Lobo de Wall Street nos adentra en las andanzas de Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), un broker de la Bolsa que toma vuelo con Stratton Oakmont, una agencia de corredores especializada a vender bonos dudosos usando las técnicas más insólitas, muchas veces fraudulentas. Y no para hasta convertirse en el más excéntrico multimillonario. En los ’90, cada exceso está a su disposición, empezando por sexo y drogas. Puede conducir un Ferrari Testarossa y pilotear helicópteros para luego estrellarlos, adquirir yates… Pero esta deliciosamente perversa versión de Jay Gatsby (también interpretado por DiCaprio hace unos meses) conocerá las consecuencias cuando comience a ser acechado por agentes del FBI, no demasiado contentos con el enriquecimiento de este singular personaje...
Marty lo hizo de nuevo, se volvió a despachar con una obra que tiene destino de clásico, una Buenos Muchachos versión yuppie de Wall Street, con un Leonardo DiCaprio en su versión más desenfrenada, en un universo católico de pecados y pecadores atestado de excesos, droga, sexo y el mejor rock. Pauline Kael una vez dijo: “Martin Scorsese, el hijo de Little Italy, el monaguillo de la iglesia St. Patrick, el egresado de la Universidad de Nueva York, realmente lucha de manera vigorosa para ser ‘el santo del cine’ y, la mayoría de las veces, lo logra“. Apartado de su carrera dentro del seminario (Marty quería ser cura) porque sentía que sus convicciones no eran lo suficientemente firmes, porque se empezó a obsesionar con las mujeres y con el cuerpo de las mujeres y no podía soportar la sensación pecaminosa que eso conllevaba, encontró en el cine la forma de amalgamar sus pasiones: su ascendencia italiana, el rock, la religión y su agitación interna. Todo podía fusionarse en un único espacio, en un único universo. Era un católico italoestadounidense en una tierra de protestantes (WASPs, como los llaman, despectivamente, a los estadounidenses de origen o ascendencia inglesa, los puritanos blancos anglosajones), y tenía algo para decir respecto de la sociedad en la que vivía. Cada película, cada historia, cada personaje, eran una declaración de principios. Y una declaración de fe católica. Sus personajes, desde Jake LaMotta, Henry Hill, Sam Rothstein, Johnny Boy, Travis Bickle y Billy hasta Jordan Belfort, todos tienen algo en común: no pueden escapar su destino, están predestinados a cumplir un rol. La predeterminación entendida como un camino signado por Dios, ineludible, que sella el destino y no da lugar al libre albedrío. Incluso, ligada a la noción de profecía autocumplida, que dicta que, cuando se acepta determinada situación como real, ésta pasará a ser verdadera y a tener consecuencias verdaderas. Como en Macbeth, la predeterminación (anunciada de antemano) y alguna falla de carácter (la ambición) hará que caigan, pero la caída menos tiene que ver con una condena exterior que con una reprensión interna: los personajes del mundo Scorsese no temen ir presos ni le temen a la muerte, temen volver a la vida que tuvieron antes de ser lo que hoy son. Hay un sentido de culpa, sí, por abandonar al grupo, por poner en riesgo a la familia, pero lo que prima es el horror de regresar a un mundo que se aborrece. Henry Hill (Buenos Muchachos, 1990) se odia a sí mismo por volver a tener una vida normal, mediocre, por tener que levantarse, ir a trabajar todos los días, volver a su casa, comer spaguettis, mirar televisión, por ser un “nadie común y corriente”, por no tener más acción en su vida, por ser consciente de lo que una vez fue y tuvo. Y Jordan Belfort (protagonista de El Lobo de Wall Street) lo tuvo todo. Era un self-made man, que empezó desde abajo para convertirse en uno de los hombres más poderosos de Wall Street. Discípulo de Mark Hanna (un increíble Matthew McConaughey), aprendió el oficio y los trucos para ser el mejor corredor de bolsa. Con suficientes ingresos mensuales, y con un grupo de vendedores, narcotraficantes y matones profesionales que difícilmente uno podría imaginar como empresarios de la bolsa, fundó su propio bróker, Stratton Oakmond. A partir de allí, todo fue la gloria. Entrenado como nadie en el arte de la persuasión, tenía su propio manual, su Biblia, y la pregonaba como si fuera la palabra del Señor. Así construyó su imperio, su firma con decenas de empleados, su fortuna, su reputación. Todo el mundo quería trabajar con él, y todos a quienes bendecía con su benemérito amparo se convertían, con el tiempo, en potentados empresarios. Fiestas descontroladas con droga y prostitutas de todo tipo y nivel (Marty despliega, más que nunca, su amor y su obsesión por el cuerpo de la mujer, en escenas sin ninguna clase de vituperio ni reparo), mansiones, autos, viajes: nada estaba fuera del alcance de los empleados bajo el ala de Jordy. Y él era fiel a ellos y ellos eran fieles a él, y había mucho amor en ese grupo de gente, en esa comunidad de arduos trabajadores. Porque, claro está, estos yuppies del mundo del capitalismo salvaje dejaban todo ahí (y acaso aquí se cuele un poco más está visión puritana estadounidense, ligada al calvinismo y la ética protestante del trabajo, que supone que la clave del éxito del hombre es el trabajo duro y lo que lo acercará a la salvación), dejaban su vida, sus afectos, su familia a un lado para vivir de eso que sabían hacer y que tanto amaban. Entonces, cuando las cosas se pusieron feas, cuando Jordy debía apartarse de esa vida, apareció la predeterminación para impedírselo y llevarlo a la ruina, con ese discurso que nos hace llorar, porque lo terminamos amando, porque no queremos que se vaya, porque le prestó 25.000 dólares a una de sus empleadas cuando recién entraba y no tenía cómo pagar el alquiler, porque nos inspira, porque creemos en él. Porque por más que estos tipos sean escoria, traicionen, mientan, estafen, roben y maten, los amamos, amamos su mundo, ese mundo que solo Scorsese sabe crear. Ese mundo que no es solo personajes sino también formas de retratarlo (una cámara que se va impregnando del tono de la película, que se va poniendo más espasmódica a medida que las acciones se vuelven más vertiginosas, que sigue a los personajes con planos secuencia pero que empieza a volverse hiperquinética y convulsionante, con cortes abruptos, cuando todo en la película se va a la mierda) y formas de musicalizarlo; el rock de Scorsese, esa música anempática en secuencias insólitas (Gloria versión italiana cuando un barco se está por hacer torta en medio de una tormenta, o Mrs. Robinson en una escena clave), esa sobreabundancia de lo sonoro, esa opulencia, que nos va tomando de la mano y acompañando por la historia, como guiándonos, entre explicitando e ironizando eso que vemos, esos personajes, esa historia. Esa historia de traición. Porque todos los personajes de Scorsese terminan traicionando a los suyos, a su grupo de pertenencia. El santo del cine nos muestra a grandes pecadores dentro de mundos de pecadores. Pero no hay una lectura moralista de los actos, sino más bien el pecado en estado puro, el pecado inexorable en cada uno de nosotros. Y la culpa, la expiación, la redención, y la angustia que, como decíamos antes, viene por saberse traidores y pecadores pero, más que nada, por volver a la “normalidad”. Jordan no tiene miedo de estar bajo arresto domiciliario, no tiene miedo de perder su libertad o de cómo eso pueda afectar a su familia, tiene miedo de abandonar esa vida que lleva, esa droga (real y metafórica) que no puede dejar de consumir. Y el plano final lo dice todo. Jordan tiene su resurrección, después de un fuera de campo que nos omite qué pasó entre que delató a sus compañeros y el presente de la historia, cuando dicta seminarios de ventas y marketing. Y ahí aparece la desolación absoluta. Jordan sabe que su vida tal como alguna vez fue no va a volver; sabe que lo tuvo todo y que esto es tan solo un vestigio de esa gloria. Sabe que estuvo rodeado de los mejores y que ahora le toca estar con perdedores, con esa “gente común”, recortada en un plano que los muestra, sin piedad, con expresión de embelesamiento, como quien mira una pintura en el Louvre sin entender lo que está viendo, sin entender la historia ni el contexto, que trata de captar, en vano, aunque sea una pizca de lo que está presenciando. Esa es la condena, ese es el castigo predeterminado. El santo del cine lo hizo de nuevo. Volvió a posar su cámara sobre el pecado de la sociedad estadounidense para tirárnoslo por la cabeza. Y nos trajo rock, su herencia italiana, su agitación interna y un poco de religión. Todo lo que Scorsese es y representa. Todo lo que amamos de él. Y fuimos testigos, una vez más, del nacimiento del nuevo testamento de un genio. “Entonces, por segunda vez, los fariseos llamaron al hombre que había sido ciego y le dijeron: ‘Di la verdad antes Dios. Sabemos que este hombre es pecador.’ ‘No sé si este hombre es pecador’, respondió. ‘Solo sé esto: yo era ciego y ahora veo.“
Hace unos días me puse a revisar películas que en su momento se me pasaron de largo y caí en Margin Call, la ópera prima de J.C. Chandor que le valió una nominación a Mejor Guión Original por su sugerente y habilidosa historia sobre la codicia que genera Wall Street. Días después, y por pura coincidencia, Martin Scorsese aparece cual caballo desbocado con su contracara de ese mismo fenómeno en The Wolf of Wall Street, una explosiva comedia que golpea sin miramientos al culto al dinero del cual el país del Norte no puede separarse. No se es capaz de demostrar el exceso sin volverse excesivo y es por eso que Scorsese se ensucia las manos y, durante tres violentas y divertidas horas, vemos el ascenso de un criminal como lo es Jordan Belfort, en la piel de un maravilloso y casi irreconocible Leonardo DiCaprio. Digo irreconocible no por su apariencia física, sino porque nunca se vio al actor sumergirse de lleno en un personaje tan carismático y furibundo, con una potencia inigualable que hacen de su aproximación al Jordan Belfort de carne y hueso -quien hace un pequeño cameo al final del film- uno de los personajes más destacados de los últimos tiempos. Sólo piensen en un fiestero empedernido como el Jay Gatsby de hace unos meses, pero adicto a cualquier droga posible, y multiplicado por sus intensos sentimientos de avaricia. Más, más y más, eso es lo que grita la historia y eso es lo que el espectador obtendrá. En The Wolf of Wall Street, ya la trama pasa poco tiempo por los comienzos del personaje de DiCaprio, y hasta su lanzamiento a la fama no es nada comparado con las vicisitudes que conllevarán crear la compañía Stratton Oakmont, donde tendrá lugar la mayor parte del descontrol. De por medio, Scorsese se despacha con las escenas más turbulentas y cargadas de iconicidad que encontrarán en la pantalla grande durante mucho tiempo. Grandes productoras como Warner Bros. no pudieron contra semejante demostración bacanal, así que todo lo que se puede apreciar en la película completa se lo debemos a Red Granite Pictures. Incluso con el comentado corte que se le tuvo que instigar a la película para que finalmente tenga una calificación apropiada, desde luego que el resultado final dejará a más de uno con la boca abierta. Ayudado por el rutilante guión de Terence Winter, el foco narrativo parece no acabarse nunca, encontrando de una escena a otra diferentes niveles de depravación que convierten a Belfort y sus seguidores en meros universitarios pasados de edad, adictos a la cocaína y cualquier otra droga a su alcance, intentando siempre hacer más dinero del que pueden gastar. Que resta decir de Martin, un director de 71 que con su última película acaba de desmostrar que tiene el ímpetu jocoso y desvergonzado que un chico de 25 años. Lejos de crear una consciencia moral, Scorsese se ríe de los ejecutivos de Wall Street en esta fábula ridícula sobre los excesos. Incluso uno de los momentos álgidos del film, en donde una sobredosis de pastillas crea un efecto alucinógeno en el protagonista, debería causar estupor y horror en la platea, pero en cambio el timing preciso del director no permite más que carcajear ante tamaña demostración de ineptitud y temeridad. No sólo es el show de DiCaprio, alcanzando alturas inimaginables en su carrera, sino que también el director logró exprimirle el jugo a un comediante nato como lo es Jonah Hill y exponerlo a un sinfín de situaciones como la mano derecha de Belfort, en un papel totalmente diferente a lo que demuestra por costumbre el joven actor y por el cual debería obtener una nominación al Oscar y no por el fiasco que logró en Moneyball. La percepción de Hill cambiará para muchos después de ver a su desternillante Donnie Azoff. Además de la dupla protagónica, el elenco es feroz como cualquier película de Scorsese que se precie y Matthew McConaughey se pasea con unas pequeñas pero importantes escenas al comienzo, mientras que la poco conocida Margot Robbie arrasa la pantalla con su belleza despampanante y una escena infartante con la teddy-cam para el recuerdo. Mención especial se llevan en pequeños pero significantes papeles Kyle Chandler como un agente del FBI asignado a seguirle la pista a Belfort, y Jean Dujardin, como un banquero suizo cuyas actividades no son del todo legales. Es imposible no sentirse rodeado de la desmesurada vida de fiesta que presenta Martin Scorsese en The Wolf of Wall Street. Armado de una acelerada edición y una banda de sonido, el Tío Martin está en el pináculo de la vida, y nos ofrece a los pobres mortales un vistazo al paraíso. Pero, ¿estamos seguros de que es el paraíso deseado?
Lo mejor de El lobo de Wall Street es la extraordinaria narración de Martin Scorsese, quien da una cátedra de como filmar una película de tres horas y que el espectador se olvide por completo de su duración. Ahí es donde se encuentra la magia de un gran narrador. La trama presenta una historia que ya vimos varias veces en el cine y tiene que ver con el ascenso y caída de un cretino, que en este caso se centra en el mundo de las finanzas de Wall Street. Es la clase de argumento basados en hechos reales que en el pasado se narró en Buenos muchachos, Casinos o Blow (Johnny Depp) por mencionar tres casos conocidos. Primero conocemos al protagonista en sus comienzos humildes hasta que hace algo notable en su vida que le permiten conseguir, grandes cantidades de dinero y luego vienen los excesos y ciertos errores que generan su caída. En este caso la propuesta se centra en la figura de Jordan Belfort, quien trascendió en el mundo de Wall Street por su capacidad para hacer fortunas con estrategias fraudulentas y sus excesos en la vida social que lo convirtieron en un personaje famoso de la cultura de los años ´80 en Estados Unidos. La película que se basa en sus memorias sobre aquellos años y describe con bastante crudeza el descontrol que vivió este sujeto con algunas situaciones que parecen inventadas para el cine pero que fueron reales. La característica principal de este nuevo trabajo de Scorsese es que el film está plagado de humor y de situaciones grotescas como no se vieron en ningún otro film de Scorsese. El lobo de Wall Street tiene una estructura narrativa muy similar a la de Buenos Muchachos, con la particularidad que el humor y la situaciones bizarras tuvieron más fuerza en este relato. Leonardo DiCaprio ofrece otro buen trabajo actoral, que si bien no asombra tanto como lo que hizo en J.Edgar, tiene momentos fabulosos donde su personaje transita por cambios radicales de emociones. El siempre irritante Jonah Hill tambien tiene escenas donde llega a destacarse con un rol que 30 años atrás probablemente hubiera interpretado Joe Pesci, que es un actor mucho más groso. Dentro del reparto por lejos el mejor trabajo lo brinda un brillante Matthew McConaughey, quien se roba mal los breves minutos en los que aparece. Acá es el mentor de DiCaprio y la escenas que tiene son tan buenas que llegás a lamentar que luego desaparezca en la historia. No creo que El lobo de Wall Street califique con el tiempo entre los grandes clásicos de Scorsese pero es una muy buena película que logra engancharte por completo con su historia durante tres horas y eso es un gran mérito de Scorsese.
Demenciales muchachos Hay dos maneras de pensar a El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013): primero como una película sobre Wall Street, subgénero al que revierte felizmente saliendo por fin de las insoportables moralinas establecidas desde 1987 en el ya clásico film de Oliver Stone. En segundo lugar, dentro de la filmografía de Martin Scorsese que, con una estructura similar a Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), aplica todo su oficio para mostrar el ascenso, debacle y posterior transformación de un criminal, que se mueve como pez en el agua en un universo de excesos y poder siguiendo el sueño americano. La película está basada en el libro de Jordan Belfort (protagonista del relato interpretado por Leonardo DiCaprio) y cuenta la historia de este personaje, denominado “El lobo de Wall Street”, su ascenso al mundo de las finanzas, su vida plagada de reviente y sus vaivenes para conseguir cada vez más dinero. No hay grandes giros narrativos, pero la película sabe como llegar con ritmo, gracia y carisma al espectador: lo introduce en un universo publicitario anhelado socialmente para mostrarnos su fauna y hábitat cotidianos, siempre con la mirada puesta en la ambición en forma de adicción. Ahí, donde cualquier otra película sobre la crisis financiera del 2008 hablaría de consecuencias nefastas y posteriores arrepentimientos de sus responsables, El lobo de Wall Street brinda una bocanada de aire fresco redoblando la apuesta: sus personajes no aprenden la lección, son salvajes, ambiciosos desmedidos e incapaces de imponer un límite a su conducta. Y justamente ahí radica lo genial de la última película de Martin Scorsese. Jamás plantea su film en términos de “buenos” y “malos”. Todo lo contrario. Son seres humanos capaces de realizar los actos más osados en función de obtener su satisfacción monetaria. No por cuestiones personales, ya sean principios, sentimientos, o traumas de la infancia (de moda en las lamentables biopics de jOBS o Diana), sino que sus actos dependen de sus instintos más básicos tergiversados por un discurso social que los avala. El lobo de Wall Street arranca –como Buenos Muchachos- con un personaje narrando en off sus vivencias, y nos lleva a conocer un universo de descontrol. Como si fuera un mundo paralelo al real, siempre atractivo y divertido por la extravagancia de sus criaturas. Tenemos a un Leonardo DiCaprio histriónico y vulnerable a la vez, muy bien acompañado por Matthew McConaughey y Jonah Hill como mentor y compañero de aventuras respectivamente, uno más desquiciado que el otro. Hecho que vuelve al film un viaje a la locura. Scorsese se maneja con comodidad en este tipo de historias y se nota. Aquí no se recurre tanto a la violencia sino a la persuasión como medio para obtener el poder. La farsa, la manipulación discursiva o el engaño, son la receta para alcanzar el dinero. Por tal motivo el director afina su discurso a cámara y obtiene varios planos del grupo de gente que escucha con atención las palabras de Jordan. Atentos, expectantes, esperando ser aconsejados, el público trata de entender los movimientos del personaje, así como el espectador sus estrategias financieras. “No entendieron, no se preocupen” dice Leonardo DiCaprio a cámara. En esos planos Scorsese expresa su crítica ácida al sistema, siempre de forma brutal y directa.
El último plano de EL LOBO DE WALL STREET golpea como un mazazo. Mientras Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) habla en una conferencia motivacional, a los que sueñan con convertirse en grandes vendedores les hace un pequeño jueguito que ya vimos antes en el filme: “Vendeme esta lapicera”, les dice, uno por uno. Mientras las distintas personas intentan, sin suerte, ser mínimamente convincentes con la venta, la cámara se aleja y podemos ver a todo el grupo, ansioso y pendiente de los resultados de ese juego. Es esa misma gente que no vimos durante toda la película: las víctimas del sistema que permite que tipos como Belfort existan, crezcan y se vuelvan exitosos. Los que “compran” el Sueño Americano que él vende, tanto ofreciendo sus dinerillos con la esperanza de volverse millonarios de la nada, como por el deseo de participar en ese circuito de comerciantes exitosos. Vendedores y vendidos: la potencial ruina del capitalismo en su versión más descarnada. Los “suckers” clásicos del cine de Martin Scorsese hacen allí su aparición, como en los finales de BUENOS MUCHACHOS y CASINO, dos películas que en muchos sentidos se conectan con EL LOBO DE WALL STREET: es el momento en el que los personajes y los espectadores se enfrentan con la otra vida posible, la que funciona fuera de la excitante, comprometida y salvaje del mundo de los gangsters, apostadores y agentes de Bolsa. Los que toman el subte, viven en los suburbios y, como dirían por acá, “lo miran por TV”. En esa dualidad vive, como incontables personajes de Scorsese, el salvaje Belfort: es un adicto (al dinero, a las drogas, al alcohol, al sexo) que, aún sabiendo que su excesivo estilo de vida lo está llevando directamente al cadalso, no puede evitarlo. La sola perspectiva de estar del lado de los “compradores” de ilusiones, de los suckers, le resulta insoportable. Para él, mejor es caer en su ley. O inventar una ley que justifique todo lo que hace. THE WOLF OF WALL STREETPero aún más que a Henry Hill (BUENOS MUCHACHOS) y a Sam Rothstein (CASINO), la forma en la que Scorsese trata a Belfort tiene más que ver con la de Travis Bickle, el protagonista de TAXI DRIVER. Ahora, como en aquel filme, al director se le cuestiona un apego al personaje que no parece dejar suficientemente en claro que se lo está condenando. Digamos: así como un espectador metido dentro de la febril paranoia de Bickle puede sentir que no tiene nada de malo intentar matar a un candidato político o acribillar a un pimp, por momentos da la impresión que Scorsese no castiga, critica o condena lo suficiente a Belfort. Que hay más admiración y fascinación por el mundo de trampas bursátiles, autos caros, aviones privados, prostitutas de lujo y montañas de cocaína que una lección sobre los males que todas esas cosas provocan. Pero es justamente esa distancia que habitualmente Scorsese no toma para desentenderse y juzgar a sus personajes lo que lo ha hecho un gran director. Está claro que al director lo fascina Belfort y su mundo, lo mismo que le va a pasar a muchos espectadores. La caída vendrá sola, después, y las consecuencias son evidentes, tanto para él y sus colegas como para los “giles” que compraron la basura que él vendía. Pero Belfort no es solo el culpable. Ese monstruo lo creamos todos porque, en un punto, nos fascina ser él. No tiene sentido aplicarle la PC Police (la “policía de la corrección política”, digamos) al cine de Martin Scorsese. Nunca lo tuvo. El problema es que bancarse sin juicio de valor a un personaje como Belfort se hace complicado, especialmente en los puritanos Estados Unidos, que parecen tener muchos menos problemas en celebrar gangsters y asesinos -o identificarse con ellos- que aceptar los apetitos imperiales de un hombre al que no le importa nada en su búsqueda de dinero, sexo, drogas y afines. Belfort, parece, está demasiado cerca de algo que los espectadores ven como potencialmente posible, y es necesario condenarlo en voz alta para que se note. No lo esperen de este filme. wolf3Scorsese narra en tiempo presente: sus personajes no actúan sabiendo lo que les va a pasar. El director se mete en esa firma maníaca de vendedores de acciones basura como si fuera uno más de ese grupo enérgico que parece salido de un vestuario/gimnasio y no de una firma que lleva el aparentemente respetable (aunque trucho) nombre de Stratton Oakmont. Buena parte de las historias que narra el cine -especialmente el americano- dejan entrever todo el tiempo que están narradas (pensadas, organizadas) desde el final y los personajes suelen actuar como condenados por el guión a ir a determinados lugares. Cuando los personajes se exceden, los actores saben que se exceden y actúan en consecuencia, esperando la reprimenda. El director también: los exhibe “equivocados” porque sabe que después viene su reto, aceptación y aprendizaje. Scorsese no. El tipo te mete en medio del placer que genera el exceso, el delito, la trampa y la violencia porque sabe que el espectador, aún el más negador, disfruta perversamente de esa bacanal pasada de rosca. Uno sabe que a una noche de alcohol severa sobreviene una resaca igualmente intensa, pero muchas veces bebe igual, negándose que exista esa posibilidad. Scorsese hace lo mismo: no cuenta la historia de Belfort desde la “sabiduría” de un tipo de 70 años que vio todo y es condescendiente o juzga las desventuras de sus personajes. La cuenta como si tuviera 25 años y fuera la persona más feliz del mundo teniendo sexo con prostitutas en el baño de la oficina. Es esa sensación de tener 25 años y disfrutar de un éxito inusitado la que transmite la película, narrativa y estéticamente. Es, claramente, la película más “al palo” de Scorsese: la más enérgica, brutal, brusca y hasta desprolija. Las escenas empiezan y terminan en cualquier lugar (muchas veces a media res), hay cortes que no pegan y montones de errores de continuidad, pero todo parece entrar dentro de la lógica acelerada, cocainómana, de los personajes y el filme. Y es, por lejos, la más divertida: las situaciones que viven estos personajes generan risas como no sucedía en el cine de Scorsese desde DESPUES DE HORA. Es cierto que tres horas de este ritmo intenso y escenas de vida de estrella de rock algo similares entre sí pueden volverse cansinas y/o repetitivas, pero Scorsese siempre tira veinte ideas a la pantalla a ver cuáles quedan bien. Y la mayoría supera la prueba, si bien dentro de un “sistema narrativo” ya probado varias veces por el realizador, uno que el guionista Terence Winter (THE SOPRANOS, BOARDWALK EMPIRE) entendió desde el primer momento y siguió casi al pie de la letra. wolf4DiCaprio (excelente, intenso, casi virtuoso, a 250 kilómetros por hora) habla a cámara, consume drogas que lo aceleran o lo ralentan a límites insoportables y se mete en orgías bizarras, viajes en barco imposibles, trampas con bancos suizos, discursos inspiradores y excesos de todo tipo, invitando siempre al espectador a ser parte de la fiesta. Esa fiesta, claro, es descontrol puro. Vista con cierta conciencia de lo que está sucediendo, es lamentable: llevan prostitutas a la oficina, lanzan enanos como si fueran dardos, manejan autos y helicópteros completamente “dados vuelta” poniendo en riesgo varias vidas, y así. Pero Belfort y su equipo de enajenados se han vuelto adictos a todo eso y encuentran las más diversas justificaciones para seguir haciéndolo. No importa mucho: están dentro de la rueda que gira y nadie se quiere bajar, por más que los “suckers” del FBI los sigan de cerca. Hay una escena, entre las varias que tienen lugar en la oficina, que llama la atención y deja en claro la postura de Scorsese frente a su material. En un momento Belfort anuncia que va a dejar la compañía, perseguido por el FBI. En medio del discurso, ve a una mujer con la que ha trabajado desde los inicios de la empresa (la película transcurre entre fines de los ’80 y mediados de los ’90) y comenta que hoy viste prendas de lujo y tiene un excelente pasar, pero que cuando la conoció era una madre soltera con deudas que él cubrió. Belfort, la mujer, todos los que escuchan y hasta los espectadores se emocionan con el cuento. Pero a la vez todos somos conscientes que esa celebración del éxito a costa de vender acciones truchas y estafar a miles de personas no debería ser causa de celebración. Pero lo es, uno se emociona con culpa -si se quiere- y esa es la ambigüedad que el filme maneja con una destreza única, algo que no hace en una escena previa en la que una mujer acepta raparse por 10 mil dólares: allí, la sensación de asco que “debe” sentir el espectador está demasiado claramente expuesta. wolf2Con un extraordinario Jonah Hill como el amigo igualmente zarpado y aún menos culposo que él, una excelente y muy bella Margot Robbie como su segunda mujer, y otros secundarios notables, a EL LOBO DE WALL STREET puede faltarle algo de la épica que tenían tanto BUENOS MUCHACHOS como CASINO, pero es igualmente compleja como exploración de ciertos universos donde el dinero y el poder generan personajes y comportamientos excesivos. Hay menos romanticismo en el filme porque las operaciones financieras (el “fugazi”, el polvo de hadas del que habla Matthew McConaughey en una escena antológica) no tienen ese encanto casi mitológico de las familias de la mafia y sus crímenes a mano armada. Aquí el asunto involucra a miles de energúmenos haciendo subir y bajar artificialmente acciones de segunda (el llamado “pump and dump“), llenándose de dinero en el proceso y dejando sin un peso a los “giles” que las compraron. No hay, casi, situaciones de violencia. La excitación, aquí, los personajes deben buscarla por otro lado. Es, también, la más claramente cómica de las películas de Scorsese, con escenas brillantes como la de DiCaprio y Hill consumiendo Quaaludes que los dejan por el piso y que está destinada a convertirse en un clásico de la comedia física. Acaso lo más parecido a una distancia que hay en la película entre el director y los personajes está en la posibilidad de ver lo absurdo y casi delirante de muchas de las situaciones que los personajes viven a través de la comedia. Esa distancia cómica -que algunos ven como celebratoria, ya que Scorsese no parece hacerse cargo de las consecuencias dramáticas de muchos de los actos de Belfort y compañía-, a mí me resulta especialmente lograda y fascinante. Las buenas conciencias ya dijeron todo lo que hace falta decir sobre los excesos del capitalismo salvaje. A Scorsese le importa entender, desde adentro, cómo eso se produce y se sigue regenerando luego de tantas condenas, crisis y caídas del sistema. En un punto, EL LOBO DE WALL STREET es como una película sobre el menemismo (sucede, casi, durante los mismos años) contada por alguien que la vivió desde adentro y que, si bien fue levemente condenado y admite sus excesos, en el fondo no termina de estar del todo arrepentido. El “sistema” no condenó demasiado a Belfort. Ya lo verán en la película, pero es claro que las consecuencias de sus actos no alcanzan ni un poco a estar a la altura de sus crímenes (los económicos, principalmente). Sin embargo, muchos le piden a Scorsese que lo condene, cinematográficamente, de una manera que la propia Justicia no lo ha hecho. Esa es la ironía, la tragedia de esta historia. Ese “sistema” económico rebota, perdona y acepta a personajes como Belfort, y parte de lo interesante que tiene Scorsese para decir incluye esa aceptación de que para que el sistema funcione no conviene castigar demasiado a los personajes ambiciosos que lo hacen girar, más allá de que se excedan en algunas “cosillas”. Scorsese no condena a Belfort. A lo largo de toda la película y, especialmente, en ese último plano, nos pregunta hasta qué punto no somos nosotros los que creamos y sostenemos tanto a tipos como él como al sistema que los genera y reproduce. Todos, en algún punto, somos Belfort.
Lobo Salvaje Martin Scorsese vuelve al ruedo junto con su actor fetiche de los últimos años, Leonardo Di Caprio, y nos brinda una de las películas más eclécticas, salvajes y desmesuradas que podamos contar en su filmografía. En “El Lobo de Wall Street” es el mismísimo Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un joven white trash norteamericano quien se encarga desde un principio, en guiar al espectador a lo largo de su historia. Desde sus humildes comienzos como corredor de bolsa en Wall Street hasta la posterior fundación de la dudosa Stratton Oakmont, Belfort nos lleva por un recorrido plagado de codicia, sexo, drogas y frenesí que parece no terminar hasta que gradualmente (luego de 3 horas imparables) implosiona. La receta es una de esas que solo directores como Scorsese, con más de 4 décadas dedicadas al cine, pueden darse el lujo de preparar y que todos salgamos con hambre de más. Tomando ingredientes de películas clásicas (propias o ajenas) como ser la premisa del rápido ascenso y riqueza desmesurada de Henry Hill (Ray Liotta) o mismo la relación de camadería entre Henry y Tommy De Vito (Joe Pesci) en “Buenos Muchachos” y entremezclando personajes border y uber ambiciosos como Tony Montana y Gordon Gekko de “Caracortada” y “Wall Street” respectivamente aunque dejando la violencia de lado, Marty nos presenta con un delicioso coctel a puro sexo, drogas y rock’n roll. Con un tono satírico y extremadamente crítico, la película hace hincapié en la exacerbación del sueño americano y muestra como, llegado a un extremo de codicia, la naturaleza humana siempre permite ir un poco más allá sin medir las consecuencias que eso pueda llegar a tener. La máquina de vender burbujas que fue, y sigue siendo, Wall Street está explicada a la perfección por el personaje interpretado por Matthew McConaughey (quien por cierto, se roba todos los minutos en pantalla) en una de las primeras escenas con su “fugazi” (polvo de hadas) y es lo que marca el comienzo de esta alocada historia y hace posible que todo se mantenga flote hasta su inevitable desenlace. El elenco es impecable, empezando por el mismísimo Leonardo Di Caprio quien lleva el papel de Jordan al extremo total y hace reir hasta con las escenas más absurdas. Su compañero de aventuras, el madurísimo (actoralmente hablando) Jonah Hill se luce como Donnie Azoff, un personaje que parece haber sido cortado a su medida. Completan este impecable equipo la bella y talentosa Margot Robbie, el veterano actor/director Rob Reiner y Jean Dujardin y, el anteriormente mencionado, Matthew McConaughey, a quienes nunca está demás verlos en pantalla grande. Si querés empezar el año con todas las pilas, con una película que transmite adrenalina pura y contagia cine entonces “El Lobo de Wall Street” es para vos! P.D: Otro miembro de la “crew” que se lleva todas las palmas es Robbie Robertson quien compiló una banda de sonido más que perfecta con nombres como Billy Joel, Foo Fighters y Cypress Hill. Una joyita!
Un verdadero festín salvaje El lobo de Wall Street es una película atípica para el Hollywood de estos tiempos: desaforada, por momentos cercana al slapstick, con un tono sarcástico aun en sus momentos más dramáticos, lo nuevo de Scorsese está bien lejos de ser una fábula moral. Y de pronto, sin previo aviso, Martin Scorsese regala la que tal vez sea su película más atrevida y estimulante en dos décadas. El lobo de Wall Street dista de ser un film perfecto: en sus tres horas de metraje conviven lo excelso, lo innecesario y lo raso. Pero hay pocas películas contemporáneas en el mainstream de Hollywood con el nivel de salvajismo y el ritmo que Scorsese, con 71 años recién cumplidos, le imprime a su último largometraje. El lobo de Wall Street es una película vital y móvil, por momentos agotadora, siempre imaginativa. Es, también, una suerte de relectura de Buenos muchachos y Casino sin tiros, deudora de la estructura de ascenso y caída de los films de gangsters clásicos, uno de los géneros más amados por uno de los realizadores estadounidenses más cinéfilos de su generación. Más allá de su origen literario –la novela autobiográfica del mismo título de Jordan Belfort–, el film deja de lado la descripción más clínica del submundo bursátil de Wall Street para contagiarse del frenesí de dinero, poder, drogas y sexo del protagonista, reservando el irónico corolario moral para los últimos minutos (otro resabio consciente de los crime films de comienzos de los años ’30). Una de las primeras imágenes de El lobo de Wall Street encuentra a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio, en su quinta colaboración con el director de Taxi Driver) a punto de consumir unos gramos de cocaína distribuidos prolijamente en el trasero de una mujer; en las cercanías de su ano, para ser más precisos. Un par de segundos antes, el mismo personaje lanza hacia un blanco, junto a un par de sus colaboradores, el más insospechado de los proyectiles: un enano de carne y hueso, un ser humano. Ese par de estampas desmesuradas pintan de cuerpo y alma a Belfort, un tipo carismático, irritante, desagradable, inteligente, autodestructivo, por momentos inhumano, frívolo, siempre extremo. Corte y flash-back a su primer día en una oficina de Wall Street, donde conoce a su mentor y gurú Mark Hanna (Matthew McConaughey), a quien superará con creces en ambiciones y excesos. Una temprana escena en un restaurante, en la cual Hanna le enseña a Belfort un canto indígena de origen incierto (metáfora de vaya uno a saber qué poderes ocultos) encuentra a Scorsese apretando el acelerador de la comedia y el disparate, la caricatura incluso. Hay en el film, más allá de sus aristas serias e incluso oscuras, un tono de farsa que nunca lo abandonará, incluso en sus momentos más dramáticos. Tiempo después, cuando la caída por el tobogán resulta ineludible, Belfort y su compañero de ruta Donnie Azoff (Jonah Hill, el mayor acierto de casting de la película) serán los protagonistas de una secuencia antológica disparada por el consumo excesivo de pastillas de metacualona y que incluye caídas por escaleras, graves problemas de dicción y ahogamiento por fetas de jamón. Allí Scorsese se abandona por completo a la comedia slapstick, en una escena hilarante y patética, tal vez el símbolo máximo del tono de la película en su conjunto. Como una contracara o versión alternativa del Howard Hughes de El aviador, el multimillonario Belfort es asimismo otro símbolo del self-made man en su versión más abigarrada y pesadillesca. Belfort es también el Tom Powers de Enemigo público, el clásico de William Wellman de 1931, y el Tony Montana de De Palma, el sueño americano transformado en irresistible libertinaje: minas, autos, drogas, alcohol y todos los etcéteras imaginables. Pero, atención, aquí existe la posibilidad de obtenerlos a partir del deseo, la perseverancia y un buen speech de venta, sin violencia física ni muertes innecesarias. No casualmente la película se reserva una media docena de escenas en las cuales Belfort alienta y estimula a su tropa de corredores de Bolsa a “alcanzar sus propios sueños”, vendiéndole acciones desvencijadas al resto de la sociedad, a esa gran masa de losers. Más allá de la excitante cadencia, siempre al palo, de sus 180 minutos (el montaje, nuevamente, es responsabilidad de la veterana Thelma Schoonmaker), de una notable banda de sonido que va de Howlin’ Wolf a Jimmy Castor, del no siempre prolijo entretejido de los papeles secundarios y las subtramas. Más allá de todo eso, ¿qué clase de espectáculo es El lobo de Wall Street? Martin Scorsese se cuida, y mucho, de no transformar la historia en una fábula moral. Porque, más allá de la aparición de un enemigo jurado de Belfort, el investigador del FBI interpretado por Kyle Chandler, receptáculo no sólo de la ley sino de la ética del ciudadano medio, el film no habilita posibles lecturas edificantes. O lo hace solamente a partir de un sarcasmo cercano al cinismo. Tampoco puede afirmarse que se celebre ese vale todo sostenido como dogma por el protagonista. Comedia de usos y costumbres, a fin de cuentas, la historia del joven ambicioso devenido millonario a partir de prácticas non sanctas es un espejo deformante donde se reflejan deseos e impulsos, un festín salvaje en el cual el espectador puede sentirse atraído y repelido, alternativamente o al unísono. Un regreso al Scorsese más desaforado y libre. No es poca cosa en una época donde el control de forma y contenido en el cine de gran presupuesto de Hollywood se acerca, en muchos casos, al conservadurismo liso y llano.
Un Scorsese eufórico y desatado El lobo de Wall Street es una película biográfica basada en la vida de un agente de bolsa real de Nueva York llamado Jordan Belfort, que en los ochenta hizo una carrera vertiginosa hacia el éxito, interpretado aquí por Leonardo DiCaprio, un actor extraordinario. A estas alturas esto no es ninguna novedad. Tampoco lo son la capacidad cómica de Matthew McConaughey (en un papel demasiado breve) ni la maestría para musicalizar de Scorsese (ya lo había reconocido Pauline Kael en los setenta en ocasión de Mean Streets ). El lobo de Wall Street toma como molde a Casino (1995), la última de las grandes películas de ficción del director hasta la llegada de este lobo. De Casino , El lobo de Wall Street toma la descripción de un mundo rutilante, en expansión, en estado de juego y fuego permanentes, sobre todo antes de la llegada de los "agentes normalizadores". También la historia de amor remite a Casino (que remitía a su vez a El desprecio de Godard). Y la voz del protagonista, la manera de narrar y moverse en travellings (habitual en Scorsese), la variedad de ángulos, la fascinación por el éxito y sus luces, los cortes ostensibles para cambiar, para asombrar, para sacudir. Pero, y esto es fundamental, las coordenadas de Casino eran trágicas: con El lobo de Wall Street estamos ante la primera verdadera comedia de Scorsese desde Después de hora (1982), aunque Vidas al límite (la de las ambulancias de 1999) quizá fuera una comedia retorcida. También se toma de Casino la figura del "veterano" que intenta cuidar los excesos. Aquí el "cuidador" es el padre de Jordan, Max, interpretado nada menos que por Rob Reiner (director de Cuenta conmigo y Cuando Harry conoció a Sally ). Pero -y esto define a la película- Max es otro desaforado entre desaforados, y además un personaje muy gracioso. El lobo de Wall Street es una de las película más eufóricas, desatadas, veloces y seductoras de la carrera de Scorsese. Y es toda una sorpresa, sobre todo porque el director venía de la cinefilia plañidera de La invención de Hugo Cabret . Este es su opuesto cinematográfico (sólo quedan los travellings , pero aquí tienen menos adornos y son más musculares, más cargados de energía). La energía es fundamental en El lobo de Wall Street . Las energías: de la ambición, del dinero, del sexo, de las drogas, de cuanto exceso aparezca y, sobre todo, que se pueda poner en escena con imaginación, sentido del humor y del movimiento. Esta es la película de Scorsese con más drogas en los cuerpos de los personajes y con más desnudos y, a la vez, es una de sus películas menos preocupadas por la culpa. No entraremos en ejemplos sobre este tema para no adelantar detalles argumentales, pero la línea narrativa de El lobo de Wall Street no presenta grandes curvas ni requiebros. Tal vez por eso haya sido acusada de reiterativa, y hasta la escritora Joyce Carol Oates hizo un chiste en Twitter al respecto. Pero no: el film avanza narrativamente de forma acelerada y en cada fiesta, destrucción y explosión la película agrega capas de sentido. Cada festival del exceso y la exageración (es decir, cada secuencia) es una nueva oportunidad de ver a Scorsese en acción -parece haber recuperado bríos del pasado a los 71 años- desplegando su cine, que en este caso es mucho y alquímico. El lobo de Wall Street presenta su versión corrosiva sobre el sueño americano, y su mirada acerca de los Estados Unidos es mucho más aguda, filosa y descarnada que en la más obvia y solemne Pandillas de Nueva York . El lobo de Wall Street es un lobo feroz. Qué bueno que haya vuelto Scorsese.ß Javier Porta Fouz No fue una extravagancia del jurado de Cannes decidir que por primera y única vez la Palma de Oro, distinción que se atribuye exclusivamente a un film (y sólo en contadas oportunidades a dos, ex aequo ), fuera concedida a La vida de Adèle y a sus dos actrices. Era simplemente reconocer la condición autoral que ellas asumen al "vivir" sus personajes, a los que cuesta concebir como representados. Tanta es la verdad y la humanidad que exudan la consagrada Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (con cuyo nombre y nada caprichosamente ha querido rebautizar Abdellatif Kechiche al personaje que en el original se llamaba Clémentine). Por la misma razón, resulta imposible abordar un comentario sobre esta obra maestra y no empezar hablando de ellas, de Emma y, claro, de Adèle, cuyo aprendizaje afectivo está en el centro de la bellísima y conmovedora historia de amor y crecimiento. Todo procede de los rostros y de los cuerpos en los que Kechiche sabe traducir y leer los sentimientos y los estados de espíritu de sus criaturas con sensibilidad única e infinita sutileza. La cámara sigue muy de cerca atenta a todo y en planos cerrados el proceso de crecimiento de Adèle, la estudiante que en su despertar adolescente está en permanente búsqueda de sí misma, de sus deseos más profundos, de su definición sexual, de su lugar en el mundo y de un camino hacia la adultez. Y ese proceso se manifiesta en las miradas, en cada detalle y cada gesto, aun en los que hace casi inconscientemente, los que escapan a su control. La boca de la milagrosa Exarchopoulos lo dice todo, y en general sin recurrir a las palabras. En el placer sensual con que devora los spaghettis de la comida familiar se ve la misma fruición con la que aspira a devorar la vida, la que cuando llegue el momento la guiará en un encuentro amoroso que busca consumarse en la comunión con el ser amado. El ser al que está predestinada según le ha enseñado la literatura a través de La princesa de Clèves. La literatura -también Marivaux asoma, como en Juegos de amor esquivo , con su inconclusa La vie de Marianne . Está en cada etapa de la vida de la chica, si bien su núcleo reside en la apasionada historia de amor que protagoniza con Emma, la estudiante de arte de cabello azul que despierta en ella un instantáneo deslumbramiento. La química de los cuerpos se definirá por sí misma en las muy comentadas escenas de sexo, donde son igualmente explícitos los sentimientos y las emociones. Emma, algo mayor que ella, más adulta y formada, perteneciente a otro círculo (una espléndida secuencia basta para exponer las diferencias sociales entre dos familias de valores opuestos, inclusive respecto de la homosexualidad), será a la vez maestra y amante, y Adèle, su musa y su discípula. Las diferencias se extienden a sus respectivos círculos, mientras Kechiche, con mano maestra, expone la evolución del vínculo que va de la gloria de la pasión amorosa a la desgarradora escena de la ruptura. Hay muchos momentos, antes y después, que justifican el inusitado destino de la Palma de Oro, pero éste, que las dos viven con tamaña verdad y que tan hondamente compromete el ánimo del espectador hasta hacerlo sentir físicamente el súbito vacío que desconcierta a Adèle, sería suficiente para certificar su carácter de coautoras. La exactitud con que Kechiche y los editores administran las casi tres horas de proyección -el film parece adoptar el ritmo de la vida y el espesor de las experiencias que en ella caben- es otro de los rasgos que definen esta obra excepcional.
Un buen muchacho en Wall Street La nueva propuesta de la dupla conformada por el director Martin Scorsese y el actor Leonardo DiCaprio es una mirada feroz y fascinante al mundo de las finanzas, con crecimientos vertiginosos, desfalcos y excesos. Jordan Belfort parece un pariente cercano de Henry Hill, el joven admirador de los mafiosos de Buenos muchachos. Tiene ganas de crecer y triunfar, va al frente sin mirar para atrás, es joven, carismático, seductor, ambicioso. Pero hay diferencias entre ambos: mientras Henry respeta a sus padrinos mayores hasta que decide traicionarlos, Jordan sólo necesita una lección de cinco minutos a cargo de su mentor (fantástico McConaughey) para conocer las verdades y mentiras en el mundo de las finanzas. También tiene ganas de triunfar lo antes posible, como Tony Montana en Scarface, y para eso se requieren gramos y gramos de cocaína, poder, dinero y estar despierto todo el día. Volvió Scorsese con toda la furia, y el cine lo agradece. Volvió el de Goodfellas y Casino, el que maneja un tren a toda velocidad y tampoco se detiene para mirar atrás. Retornó el gran Martin, el de los ríspidos cortes de montaje, el festivo y sin culpa católica de por medio, el que filma como si tuviera treinta años o menos. La potencia visual y narrativa de El lobo de Wall Street lo trae en su mejor forma, con una película políticamente incorrecta, donde despliega todo su talento en versión desbordada, orgíastica, a tono con la vida de su personaje. En efecto, Jordan forma un equipo de desquiciados parecidos a él para apropiarse de los negocios de la gran ciudad. Un grupo de trabajo donde Donnie (Jonah Hill) tiene la vitalidad y simpatía suficientes para comprender que El lobo de Wall Street es una tragicomedia sobre el poder, fiestera, snifada y sexual. Y en este punto aparece la mujer-hembra clásica de Scorsese, Naomi (Margot Robbie), la criatura deseada, el objeto perfecto para el inquieto Jordan. Entre varias escenas memorables, con un Leonardo DiCaprio sin red y entregando tal vez su mejor protagónico, el delirante momento en que Jordan padece los efectos de unas drogas vencidas, donde su cuerpo parece a punto de explotar, confirma al mejor Scorsese, aquel que filma sobre el exceso, valiéndose de su reconocido talento para contar una historia sobre la corrupción en el poder. Pero no hay lugar para la crítica bienpensante sobre los turbios manejos de Jordan con el dinero. Al contrario. Como sucedía con Henry en Buenos muchachos, el acoso del FBI aparecerá en la vida del personaje y allí Scorsese retomará los tópicos temáticos de su admirado Elia Kazan (Nido de ratas; Un tranvía llamado deseo), eligiendo a la delación como única salvación de su descontrolado personaje. Jordan, un buen muchacho de Wall Street, mirará sonriente a cámara más de una vez. Como Scorsese mismo, narrando una fábula sobre el sueño americano, mostrando sus miserias y excesos, tal vez imitando el gesto de Jordan por haber dejado una gran película para el disfrute sin culpas del espectador.
Te amo, te odio, dame más Filme de excesos, pero no excesivo, sobre la codicia y la sociedad. “El amor es como una estatua; le podés ir quitando trocitos, pero al final no quedará nada”. Bien dicen que los grandes realizadores de cine abordan siempre los mismos temas, aunque cambien de historia a la hora de narrar sus películas. A Martin Scorsese lo obsesiona la sociedad estadounidense. Y El lobo de Wall Stree t es una disección (la suya) de una ciudadanía egoísta, codiciosa, pero más que nada avara. Y en la que el amor, como también la moral, no es una moneda que tenga dos caras. Las palabras del primer párrafo las escupe la esposa de Jordan Belfort en los tribunales a su marido, cuando la suerte del lobo de Wall Stret ya está echada. Pero está en las memorias de Belfort, no en la película de Scorsese, que -como Coppola- prefiere lo más operístico a la hora de mostrar disoluciones sentimentales. Jordan, a su manera, era -es- un romántico. Scorsese lo advierte, pero no lo distingue. Scorsese está en otra cosa. Se engulle al protagonista. Primero lo saborea, lo digiere y lo devuelve como más le gusta. Como un arquetipo, o mejor un paradigma del joven triunfante que persigue el sueño americano -como Amsterdam Valon/DiCaprio en Pandillas de Nueva York-, que se transforma en emblema, en ejemplo. En gurú. Jordan Belfort fue un operador de Bolsa que amasó una fortuna lasciva, de manera deshonesta en Wall Street, estafando a incautos. La película muestra a quien se creía “el futuro amo del universo”, para quien la mejor droga es el dinero y la segunda, la cocaína, en sus comienzos, su ascenso y su caída, con todo lo que arrastró en su camino. Scorsese vuelve a sus excesos, aquéllos que casi dejó de lado para consagrarse y ser consagrado en Hollywood. El lobo... es una de sus películas más personales. Retoma la gran famiglia , esa comunión, sea por lazos de sangre o no, esa barra de amigos que ya mostró en Calles peligrosas, en Buenos muchachos, en Casino. Pero tal vez este filme se parezca más a Los infiltrados, con gente buena haciendo cosas malas. Con personajes con un apego ambiguo a la solidaridad y a la lealtad entre los hombres -las mujeres para Marty, exceptuando a Katharine Hepburn/Cate Blanchett en El aviador, son otro asunto, en el que no suele profundizar-. En definitiva, habla de individuos pasionales, no amebas, que hacen lo que hacen porque así lo sienten. Y como buen ítaloamericano y cristiano, flagela sobre la moral. Porque si hay escenas fuertes y jugadas que incluyen carradas de sexo y consumo de drogas, todo junto, por separado y más, muestra a Jordan (un DiCaprio que cada vez se consustancia más con el cine de Scorsese) aspirar droga del trasero de una prostituta en primer plano. Es su forma de shockear. Sacudir más que conmocionar, o siquiera emocionar. “Era obsceno en el mundo real. Pero ¿quién quiere vivir en él?”, se (y nos) pregunta Jordan. El tipo es un líder, que arenga a sus corredores de bolsa a que “sean feroces, implacables, irritantes”; con que quiere que “enfrenten sus problemas haciéndose ricos”. Para él, no hay nobleza en la pobreza. Su problema es que no sabe dónde encontrarla. Los grandes cineastas también se distinguen por cerrar sus relatos con una toma que resuma o deje en claro su punto de vista. La que eligió Scorsese -nada que ver con el final de la novela- eriza la piel por su persuasión. Ahí, sí, está la clave de por qué El lobo de Wall Street, la película, molesta más que un dedo en el traste.
"Pánico y locura en Wall Street" Dentro de la inmensa carrera del grandioso Martin Scorsese hay una extensa lista de películas que ya son clásicos dentro de la historia del séptimo arte, sin importar demasiado los variados géneros a los cuales pertenecen. “El lobo de Wall Street” difícilmente pueda entrar de forma cómoda dentro de ese grupo, pero sin embargo estamos frente a una producción que se disfruta y se celebra por ser una inmejorable oferta para comenzar el año en materia de cine. Los grandes directores son aquellos que trabajan una infinita variedad de historias y pueden impregnarles a todas ellas su sello particular, sin que eso signifique caer en la repetición u otros errores más comunes de los realizadores novatos. Las comparaciones son odiosas, siempre, pero el gran Scorsese en sus últimos tres proyectos abarcó géneros con los cuales no estaba familiarizado y salió más que victorioso, algo que difícilmente podamos decir de otros directores. Si “La isla siniestra” (2010) fue una gran historia de terror y suspenso y “La invención de Hugo Cabret” (2011) fue una tremenda y emotiva historia de aventuras para toda la familia, el más reciente desembarco a la comedia y el humor negro de la mano de “El lobo de Wall Street” sirve para demostrar que Martin Scorsese es un realizador enorme con un talento intacto para contar grandes historias. Basada en hechos reales, la historia de Jordan Belfort es cinematográfica en todo sentido y con este traspaso a la pantalla grande se consolida como otro gran exponente de las películas norteamericanas que en el último tiempo se esmeraron por mostrar los limites irracionales y estúpidos que alcanzan algunas personas por cumplir el famoso “sueño americano”. Nuevamente apoyándose en un gran trabajo actoral por parte de Leonardo Di Caprio y en un elenco cargado de talento, “El lobo de Wall Street” sigue los pasos de la vida Belfort basándose en lo que él mismo relató en su propio libro, el cual abarca sus inicios como un idílico y joven corredor de bolsa, su caída estrepitosa en la adicción a las drogas, el sexo y el alcohol y su patético pero real desenlace frente a la justicia norteamericana. Hay que destacar sí o sí de “El lobo de Wall Street” la correcta química que logra la dupla DiCaprio y Jonah Hill en algunos momentos muy bizarros y entretenidos, como así también la interesante actuación de la joven actriz australiana Margot Robbie y los breves pero intensamente divertidos minutos de Matthew McConaughey, los cuales definen la película por completo con una escena genial junto con DiCaprio. El siempre interesante apartado técnico apoyado en la fotografía de Rodrigo Prieto (Argo, Wall Street 2), la dinámica edición de la Thelma Schoonmaker (clásica colaboradora de Scorsese) y una banda sonora para todos los gustos logra también que las casi tres horas de duración se pasen volando sin que uno lo sienta demasiado. Lo único negativo que se le puede recriminar a “El lobo de Wall Street” es que termina en arenas movedizas, dejando un tramo final bastante recortado y de sello abrupto. Recordemos de todas formas que Scorsese tuvo que trabajar bastante en la edición de este proyecto para que no sufriera una calificación que perjudicara su desempeño en taquilla, por lo que no sería de extrañar que tarde o temprano conozcamos el corte del director de esta historia en algún formato casero. En definitiva, “El lobo de Wall Street” no es perfecta pero es una más que placentera propuesta que logra ofrecer en un solo resultado algunos de los aspectos más salientes de dos clásicos del cine como lo son “Buenos Muchachos” (1990) y “Wall Street” (Oliver Stone, 1987).
Si te digo que esta Martin Scorsese detrás de la cámara y se nota que está presente, ¿sigue haciendo falta que te diga que vayas a verla? Un peliculón, que dura sus tres horitas (si si, muuuy larga) pero que vale la pena desde el minuto uno. Leo DiCaprio merece un Oscar, esta vez es un obligado... Su personaje (Jordan) es increíble y mantiene la película corriendo sin parar. Grandes escenas para reír, como Scorsese sólo puede lograr / Estén atentos a la escena de la cocina, donde luchan con un teléfono (te aseguro que es una de las mejores) o la escena en que Jordan (Leo DiCaprio) intenta llegar a su auto (y ojo que no te conté nada de la historia). Gran gran gran película para pasarla bien, donde vas a encontrar mucha energía, excesos, Leo DiCaprio, caos financiero y el sello del genial Martin Scorsese. ¡Anda a verla!
Martin Scorsese satiriza con malicia el sueño americano Como en "Buenos muchachos", los protagonistas de "El lobo de Wall Street" son capaces de las peores canalladas, pero concentrándose en pasarla bomba durante el proceso. En "Buenos Muchachos" los placeres y picardías de la vida del gangster de a poco iban generando las esperables consecuencias, hasta que todo estaba realmente mal. La diferencia es que "El lobo de Wall Street" y su banda de rufianes llegan a sufrir un auténtico castigo por sus fechorías, lo que convierte a esta singular comedia negra de Martin Scorsese en una maliciosa sátira del American way of life. Tan ácida y pasada de rosca que en un punto casi podría parecerse a una apología de estos malvados. Sobre todo porque las antológicas actuaciones de DiCaprio como "el lobo" y del aún más brillante Jonah Hill como, digamos, su cachorro, muestran dinámica y alegremente ese aspecto inevitable de la naturaleza humana, lo que consigue que uno no pueda no festejar sus peores tropelías. Se podría entender este chispeante opus de Scorsese como todo un ejemplo de fábula picaresca tipo Bocaccio, pero aplicada a desfalcos verídicos de fines del siglo pasado. Por momentos recuerda algunas de la mejores películas de Robert Altman, que en su época de mayor gloria, los años 70, solía encarar sátiras al sueño americano bastante corrosivas y de duración similar al de esta exagerada oda al latrocinio de niveles épicos. Basada en la autobiografía de un tristemente célebre estafador de los 90, que luego de robar millones, sólo pasó 20 meses en la cárcel, esta delirante visión de los peores crápulas del mundo de los negocios se concentra, por un lado, en las múltiples bajezas de estos tipos, y al mismo tiempo se dedica a enfocar su admirable consagración a festejar sus millones mal habidos en juergas interminables con todas las variantes posibles de sexo y drogas, a un punto que por momentos casi el mismísimo Al Pacino de "Scarface" podría parecer un tipo moderado. Dura tres horas, lo que es tan excesivo como los personajes que describe. Aquí hay de todo, incluyendo docenas de diálogos y situaciones que se pasan de la raya a niveles asombrosos. A los 71 años, Scorsese sigue siendo todo un adolescente genial decidido a mojarle la oreja a todo el establishment hollywoodense. Y retoma su lado más cómico, con mas bríos que en "After hours" y "El rey de la comedia". En esto ayudan mucho Rob Reiner y Matthew McConaughey, que son los que mejor se lucen cuando el tono va directo a la comedia. En este sentido no se puede dejar de insistir en lo genial que está Jonah Hill, un actor de comedias políticamente incorrectas como "Superbad" o la más reciente "Este es el fin", que dirigido por Scorsese, se convierte en una mezcla de Joe Pesci y Alberto Sordi. Entre las muchas cosas imperdibles que tiene esta película, ésta sería la más notable. Más allá de que en lo formal no es la película más rigurosa en la carrera del director, en las tres horas de "El lobo de Wall Street" hay más cine que en casi todo lo que hayamos visto el año pasado. Eso sí, si alguien no tiene ganas de ver escenas de sexo, drogas y juergas de todo tipo y calibre, directamente ni debería acercase al multiplex. Quien quiera ver tres horas de tarambanas de la peor calaña divirtiéndose de maneras totalmente reprobables, todo al ritmo del mejor rock y soul clásico ya deberá dejar de leer esto y salir corriendo al cine. Ah, y mejor ni hablar de las beldades ligerísimas de ropas, porque nos llevaría varias páginas más.
El consagrado director Martin Scorsese nunca deja de sorprendernos, y tras grandes filmes como Pandillas de New York, El aviador, la oscarizada Infiltrados y La isla siniestra, vuelve a superarse con este film que además marca la quinta participación de DiCaprio con el director, combinación que seguramente se sellará con varios premios. Basada en el caso real de Jordan Belfort, un corredor de Bolsa neoyorquino de orígenes humildes que en los 90 defraudó por millones de dólares convulsionando Wall Street, grandes corporaciones bancarias y la mafia, la película nos embarca en la vida de este especialista en la malversación de fondos que tergiversa el sueño americano para adaptarlo a su propia realidad llevando una vida de excesos, corrupción, sexo, drogas, poder y dinero que le valieron el apodo de El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street). A la precisión del guion que ya nos tiene acostumbrado Scorsese, y en la que mucho influyo Terence Winter (libretista de Los Soprano) contratado para la adaptación dotando al relato de dosis justas de cinismo, humor, acción y drama, se suma el frenesí de una cámara que energiza todo lo que toma y sumerge al espectador en una montaña rusa de fiestas, sexo, drogas y el espacio íntimo del mundo financiero que logra despertar el lobo que todos llevamos dentro. Durante tres horas, la película atrapa al espectador en la historia de un tipo brillante en un mundo totalmente desprovisto de moral, donde la codicia, ayudada por la falta de controles y el poder corrosivo del dinero fueron el combustible y el motor de un antihéroe corrompido por los dólares, la cocaína y las prostitutas, pero al que idolatramos y seguimos fascinados durante el relato. Scorsese no duda en exponer su crítica sobre la corrupción y los mercados, precisamente en un país cuya cultura del dinero conlleva una falta de escrúpulos colosal donde lo que importa es ganar a cualquier precio. Que un nativo del Bronx con tantas inhabilidades sociales, laxitud moral y poder de persuasión como Jordan Belfort haya llegado a la cima del mundo tiene algo de cómico, de trágico y de absurdo a la vez. Un intenso Leonardo DiCaprio aporta al personaje lo necesario para transmitir el espíritu de un hombre emocionalmente inestable, cínico, sin escrúpulos, permanentemente drogado y obsesionado en el dinero que pasa su vida al mejor estilo rockstar, pero que al mismo tiempo tiene el carisma y el don, cual pastor de iglesia o secta religiosa, para seducir, convencer y persuadir a sus seguidores. Escenas como la del club en la que DiCaprio, semiconsciente con su cuerpo paralizado por los efectos de una droga, dirime una lucha interna para subir a su auto y conducir, merecen que finalmente se lleve la preciada estatuilla en la próxima edición de los Oscar. Un reparto muy bien secundado por Jonah Hill, en un personaje grotesco, un tanto torpe y despreciable que evoluciona de perdedor a millonario, Jean Dujardin, en el papel del banquero suizo despreciable y la bellísima y cautivante Margot Robbie como la tentación rubia que promete para femme fatale pero deviene en inteligente y millonaria ama de casa. Muchas escenas quedan en la retina, pero sin duda una de las más significativas del film sea la de DiCaprio y su mentor, interpretado por un hilarante Matthew McConaughey. Dos hombres trajeados, sentados a la mesa de un lujoso restaurante con vistas de todo Manhattan, situados en la cima del mundo, entonando el grito de guerra (con golpes en el pecho incluidos) que transformará a nuestro protagonista en todo un depredador. Con sobrados elementos narrativos, visuales y temáticos que la justifican, un par de nominaciones al Globo de Oro y posicionada como favorita por varios de la prensa especializada, El lobo de Wall Street suena como la gran candidata al Oscar.
Lujuriosos muchachos Martin Scorsese vuelve a hacer ruido. Retumba, provoca y despierta polémicas con un film lleno de excesos. Amantes del afamado director se sentirán a gusto; quienes nunca comulgaron con su estilo, factiblemente detractarán su obra. Se la puede catalogar casi netamente como una comedia con intensos tintes dramáticos, en donde el común denominador y aspecto más abarcado durante el metraje encuentra su lugar en la codicia y el libertinaje. Quien supo construir Goodfellas vuelve a dar cátedra en todo lo que tenga que ver con movimientos de cámara y elementos narrativos; Scorsese cuenta con la admirable capacidad de lograr que el relato a partir del recurso de la voz en off resulte atractivo y nunca quede mal, además de poseer un don nato en lo que respecta a la presentación de los personajes. El lobo de Wall Street nos enseña el mundo de la bolsa y las acciones, gobernado por esa ansiedad permanente de obtener rentabilidad y sacar diferencia con las comisiones. Y para ello no hay nadie mejor que Jordan Belfort (magnífica, nuevamente, actuación de Di Caprio), quien una vez inmerso en este mundo de valores y presiones, comienza a montar su fraudulento negocio. No hay nadie mejor que él. Su mano derecha Donnie (brillante Jonah Hill), junto a otros compañeros, se sube al ambicioso barco de Belfort, en donde la desmesura y lo políticamente incorrecto están a la orden del día. ¿Excesiva? Por donde se la mire, pero la superabundancia de acontecimientos casi grotescos son una variable fija en la línea fílmica de Marty, elemento que lo distingue y por el cual ha acumulado seguidores. Probablemente el director de Shutter Island se cebe y no sepa hasta qué punto es necesaria la apelación a orgías y secuencias en donde las drogas y el sexo copan la pantalla. Entretenida, osada, graciosa, la cinta porta un desenfreno y un ritmo endemoniadamente lunático, en lo que quizás sea la realización más chiflada de Scorsese. Contagiosa, filosa y con una crudeza tan exagerada como rugiente, nos muestra los peligros de las adicciones, las pretensiones y el círculo vicioso e insaciable que encierra la ambición. LO MEJOR: el estilo narrativo del director. Actuaciones bestiales, salvajes y excelentes de Leonardo Di Caprio y Jonah Hill. Hilarante, extravagante. LO PEOR: se aprisiona en su propia trampa y recurso al exceso y a las juergas que presencian sus protagonistas. Tres horas que podrían resumirse, al menos, en dos y media. PUNTAJE: 7,6
Un Scorsese potenciado por la elección de excelentes intérpretes El tema de “El lobo de Wall Street” (“The Wolf of Wall Street”) no parece novedoso al haber sido abordado en numerosas oportunidades en el pasado. En una extensa nota previa a su estreno el colega Mariano Kairuz sorprendía al citar más de diez películas, en su mayoría norteamericanas, con algún vínculo con la temática de la nueva obra de Martin Scorsese, Dicho listado lo iniciaba con “L’Argent”, un título francés de Marcel L’Herbier (“L’argent”) basado en una novela de Emile Zola y con notables intérpretes como Brigitte Helm, Jules Berry y Antonin Artaud. No podía faltar en dicha nómina “Wall Street”, la película de Oliver Stone que inmortalizó el nombre de Gordon Gekko y le brindó a Michael Douglas un merecido Oscar. ¿Ocurrirá algo parecido con Leonardo DiCaprio y Jordan Belfort, un personaje real que escribió una autobiografía en la que está basada esta película? Difícil afirmarlo, dado lo esquivo que ha sido el Oscar con el director de “Los infiltrados” que fue su único galardón como director luego de seis nominaciones previas. Ya superados los setenta años y con una extensa filmografía de unos veinticinco largometrajes en cuarenta y cinco años, Scorsese demuestra nuevamente que pocos realizadores son capaces de superarlo e incluso igualarlo en calidad. La que ahora nos ocupa quedará entre lo más logrado de su extensa carrera, demostrando además que no estaba todo dicho sobre el poder del dinero, que según afirma al inicio su personaje principal “nos hace mejor personas”. Hay en ese comienzo una escena antológica cuando un Jordan muy joven se reúne con Mark Hanna, increíble caracterización de Matthew McConaughey como un experto de la Bolsa, quien le explica con gesticulaciones y golpes en el pecho como triunfar en los negocios. Esa escena incluso aparece parcialmente en el trailer (“cola”) del film, muy inteligentemente insertada. Pese a su extensa duración, tres horas exactas, la atención del espectador no se distrae en ningún momento en gran medida por la enorme y muy rica variedad de situaciones que se generan a lo largo del metraje. Hay sin embargo algunos elementos constantes, pese a la diversidad, como ser la cocaína y otras drogas y las mujeres de todo tipo con predominio de las pagas (“hookers”). Por ahí afirma uno de los personajes que “nadie que esté casado es feliz” y ello se extiende al propio Belfort y a su infeliz esposa. La crisis del matrimonio se precipita cuando aparece la bellísima Naomi interpretada por la actriz australiana Margot Robbie, reciente visitante nuestra por una filmación junto a Will Smith y vista hace poco en “Cuestión de tiempo”. Otro que se destaca es Jonah Hill (“Supercool”, “Este es el fin”) en el rol de Donnie Azoff, un segundo del “lobo” que hacia el final y cuando éste va a la cárcel muestra la hilacha. Hay otros personajes singulares como el que compone el director Rob Reiner como padre de Jordan, Jean Dujardin como un banquero suizo que no simpatiza con los norteamericanos y Kyle Chandler (“La noche más oscura”, “Argo”) como un temible agente del FBI. Pero todo lo antes señalado no sería posible sin la omnipresente caracterización que brinda Leonardo DiCaprio. La sociedad que ha venido tejiendo con Scorsese desde 2002 con “Pandillas de Nueva York” y que casi no se ha interrumpido a lo largo de los últimos largometrajes del director de “Taxi Driver” es un hecho casi único y que registra un solo antecedente: Robert De Niro. De él DiCaprio debe haber aprendido mucho cuando en sus comienzos coprotagonizaron “Mi vida como hijo” en 1993. También ese fue el año de “¿A quién ama Gilbert Grape?” y cuatro años más tarde llegaría su consagración definitiva con “Titanic”. Lo increíble es que lo dirigieron casi todos los grandes: Spielberg (“Atrapame si puedes”), Eastwood (“J.Edgar”), Tarantino (“El gran Gatsby”) y obviamente Scorsese. Tres veces fue nominado al Oscar y tres veces no lo ganó. Pese a las reservas antes señaladas sería justo que se lo llevara esta vez por lo que muestra en “El lobo de Wall Street”. Inolvidables son sus reflexiones hacia el público, frente a la cámara, sus desbordes en las fiestas como la del Casino Mirage (las Vegas), su estado alucinado que lo lleva a destruir virtualmente su auto deportivo o sus alocuciones a sus empleados, muchos personajes de la peor calaña que lo ven como un líder indiscutido. Cuando el espectador vea esta película seguramente retendrá, entre muchas otras, una escena hacia el final en que simplemente enseña a sus circunstanciales acompañantes algo que parece tan simple como “vender una lapicera”. De perlitas como ésa está llena una obra mayor de un grande como Martin Scorsese.
Nunca es suficiente Jordan Belfort fue uno de esos agentes de bolsa que durante los ochenta vivieron el sueño americano. Pero no ese que se construye en base a grandes ideas y mucho esfuerzo, sino aquel que se logra aprovechándose de los más débiles, y donde el fin justifica los medios. Tal vez el más americano de los sueños. Durante una década donde el consumo y la ostentación estaban a la orden del día, con tan solo 22 años Jordan es un tímido empleado que comienza a trabajar en la bolsa y un par de años más tarde se ha convertido en un despiadado multimillonario, con su propia agencia bursátil. Leonardo DiCaprio interpreta de forma magistral esa metamorfosis, la de un joven que al principio se sorprende por lo fácil que es hacer dinero con un poco de carisma, y un buen discurso de ventas, pero al que poco a poco se lo va comiendo el personaje y se convierte en un millonario pedante, que comete toda clase de fraudes y excesos con tal de mantener su estilo de vida. Nada parece ser suficiente, ni el dinero, ni las drogas para mantenerse siempre alerta, ni el sexo. Siempre se puede tener más. Ese desborde e intensidad son captados de forma sublime por Scorsese, incluso desprolija por momentos, como si todos los recursos cinematográficos no fueran suficientes para retratar tanto exceso. El relato está narrado de forma tan intensa, que llega por momentos a un plano surrealista, y a mostrar personajes que lindan con lo caricaturesco, con una estética que parece mezclar imágenes de Miami Vice con escenas de buenos muchachos, donde Jordan narra en primera persona sus memorias, mientras vemos como cambia su entorno. Visualmente es tan potente, y narrativamente tan dinámica, que por momentos olvidamos todas las reflexiones que deberíamos hacer sobre la codicia, la especulación y el dinero mal habido. Una vez más Scorsese no se equivocó al elegir a DiCaprio, quien es el centro de la historia, y la sostiene maravillosamente, pero también son muy acertados los personajes secundarios: Jonah Hill, quien se convierte en el segundo de Belfort a quien venera como a un ídolo; Kyle Chandler un agente del FBI que lo sigue de cerca con una paciencia estoica hasta que puede hacerlo caer, y los 20 minutos de pantalla que tiene Matthew McConaughey le alcanzan para lograr una de las mejores escenas de la película, donde a su personaje le basta solo un almuerzo para explicarle a Belfort como triunfar en Wall Street. No es la primera vez que el cine se mete con los 80´s y el desalmado mundo de Wall Street, pero una vez más Martin Scorsese demuestra que puede tomar la historia que sea, y hacer algo extraordinario.
Verdadera leyenda cinéfila, Scorsese dirige desde la década del sesenta y atravesó décadas de cambios en el cine americano y mundial. Cinéfilo feroz y cineasta de particular fuerza visual, su cine tuvo altas y bajas y pasó por diferentes períodos. Como casi todos sus compañeros de generación, filmó películas más personales que otras (aunque no fueran las primeras necesariamente siempre las mejores) y vivió esperando un Oscar que llegó recién con Los infiltrados. En El lobo de Wall Street Scorsese explora un personaje típico de su cine. Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio, desde hace tiempo actor fetiche del director) es un corredor de bolsa con ambiciones tan grandes y escrúpulos tan pequeños como el protagonista de Buenos muchachos. Como el Jake La Motta de Toro salvaje, este personaje tomado de la vida real crece, asciende y desciende para reinventarse al final una vez más. De forma algo patética desde el comienzo, pero mucho más aun hacia el final. El film empieza con la crisis de Belfort. Ya ha logrado sus objetivos, se ha vuelto millonario y ya ha demostrado a todo el mundo y todos los espectadores cuan repugnante puede un ser humano ser. No es que los gángsters de Scorsese fueran personas amables, claro, pero acá el discurso es diferente. Este personaje tan supuestamente encantador es un estafador, un ladrón, pero a su vez hace increíble gala de maldad insolente, prepotencia y mal gusto. Tres horas, nada menos que tres horas le lleva a la película contar algo que en noventa minutos quedaría ya bastante largo. El lobo de Wall Street repite tantas veces las mismas ideas que levantarse media hora y luego regresar, tal vez –no lo intenté- no signifique perderse nada vital para la comprensión de la trama. No es obligatorio que el protagonista de un film se noble o que nos caiga bien. La inquietud, claro, estará en tener que identificarnos con alguien que nos irrita, nos molesta realmente. El film no es insufrible por eso solamente. En un alarde demagógico que entra en contradicción con todo, Belfort es luego reivindicado con gestos nobles, como si eso significara que algo de todo lo hecho fuera a cambiar. Pero una vez más, no quiero hacer una crítica ideológica porque no sé si por ahí pasan las intenciones del director. Sí insistir en que esta es, por larga distancia, la más aburrida y vacía de las películas de Scorsese. Que se enreda en sus repeticiones y que engolosinada en una estética que ya todos conocemos, hace uno y abuso de cámaras lentas y se monta sobre una gran selección de canciones a fin de cubrir las falencias de la película. Si bien los géneros tienen estructuras y puntos que se repiten, la cantidad de clichés que acumula El lobo de Wall Street. Qué alguien crea que hay una sola escena cómica en la película me resulta más motivo de asombro que de indignación. Y todas las actuaciones son entre correctas y singularmente malas, como es la de Jonah Hill, un gran actor que acá hace el esfuerzo de componer un papel a fin de buscar algún premio de esos que los que son realmente comediantes no suelen ganar.
Scorsese y otra de sus historias de amor Hay múltiples maneras de ver y analizar la obra de Martin Scorsese. Una de ellas puede ser contemplar sus films como diferentes historias de amor. En su cine todo se moviliza a través del amor. Un amor muchas veces retorcido, que se emparenta con la obsesión. Su filmografía está atravesada por el amor al crimen (Buenos muchachos, Casino), las mujeres (Taxi driver, La isla siniestra), la comunidad o el país en que se vive (Pandillas de Nueva York), los amigos (Calles peligrosas), determinados valores de lealtad (Los infiltrados). En casi todos los casos esos vínculos se ven frustrados, excepto quizás en La invención de Hugo Cabret, donde el amor al cine, la magia y la imaginación puede resucitar, reconstruirse, aunque con una consciencia melancólica sobre el paso del tiempo y lo que ya no puede volver a ser. Scorsese ha llegado a un momento de su carrera, después de su consagración con la Academia de Hollywood, en el que cada proyecto que quiere concretar se realiza. Eso le ha permitido rodar films de enorme riesgo tanto para los estándares del mainstream como para él mismo, como lo fueron La isla siniestra o La invención de Hugo Cabret. Entonces, ¿por qué hacer un film como El lobo de Wall Street, donde pareciera repetirse en tópicos como el poder desmedido, la voluntad de acumulación de dinero, la pulsión por escalar en la sociedad y los caminos autodestructivos? ¿Cuál es el sentido de volver a hacer algo que ya hizo en films como Casino, Buenos muchachos o Toro salvaje? ¿Significa un paso adelante en su carrera o es apenas un relato de transición, la vuelta a lo seguro? La verdad que El lobo de Wall Street no es una película “segura”. No es accesible para el público (que en Estados Unidos, por ejemplo, se ha mostrado bastante disconforme), con toda su carga de violencia sexual, lingüística y hasta física, del mismo modo que tampoco lo eran Casino y Buenos muchachos. Pero tampoco lo es para Scorsese, como se podría pensar desde un comienzo, porque esa vuelta atrás a sus marcas autorales de origen implica también dirigirse a un nuevo público con las armas de antaño, recurriendo a la vez a nuevas generaciones actorales: ya no están Robert De Niro y Joe Pesci, y son Leonardo DiCaprio y Jonah Hill los que toman la posta. Para los mismos intérpretes es un riesgo, porque los personajes que les tocan llegan a extremos de patetismo (ver sino las diversas escenas que muestran los efectos de pastillas alucinógenas), poniendo en crisis sus estaturas de estrellas. Lo es incluso para el guionista Terence Winter, creador de Boardwalk Empire, quien debe hilvanar un ritmo narrativo muy diferente al de esa notable serie. Y había un riesgo extra, del cual el film se hace cargo con una cita, que es la existencia de un film como Wall Street, que ha funcionado como retrato de esa época de especulación, de castillos de naipes construidos de la noche a la mañana y luego derrumbados. Pero mientras la mirada del film de Oliver Stone era contemporánea, retratando ese ahora que eran los ochenta, la película de Scorsese es un vistazo en retrospectiva, donde la bajada de línea moral pasa por señalar cómo los mismos comportamientos de los ochenta se reproducen en la actualidad: nada cambió, las mentiras, los espejitos de colores, las tramoyas, las vanas ilusiones siguen siendo las mismas. Esto, podría señalarse con absoluta certeza, ya algo sabido e innegable, no se necesita ser muy inteligente para verlo. La diferencia radica en cómo ese diagnóstico se da desde adentro, desde las mismas entrañas y la mente del protagonista, algo que siempre enriqueció al cine de Scorsese y que acá llega al extremo, con el Jordan Belfort de DiCaprio mirándonos directamente a la cara, diciéndonos que hay cosas que nunca vamos a entender, que hay procedimientos financieros que se nos escapan, de los que nunca vamos a tener ni idea, que somos ignorantes y cautivos de una suerte decidida por fuerzas mucho más poderosas y despiadadas, que no hay remedio, que estamos fritos. Y si él, luego de ascender meteóricamente en base a la violación de todas las reglas financieras posibles, termina cayendo hasta lo más bajo, no es por quebrar las normas en un universo donde nadie las respeta, sino por pertenecer a otra clase social: por provenir de la clase trabajadora, la que quiere pertenecer, la que está dispuesta a todo por alcanzar el sueño americano que le vienen prometiendo desde siempre, pero que irremediablemente se va a quedar afuera. Se queda afuera, parece decirnos Belfort (y Scorsese mismo) porque hay todo un entramado, un sistema (amparado incluso por hombres honestos, como el agente del FBI encarnado con estupenda sobriedad por Kyle Chandler) dispuesto a echarlos cuando empiezan a molestar, pero también por su propia torpeza, por su falta de límites, por su propia voluntad autodestructiva. Y el film puede mostrar esos procesos, emitir un juicio sin paradójicamente juzgar, porque no deja de querer, de encariñarse con esos personajes imposibles, de entenderlos en su retorcida humanidad. El lobo de Wall Street es, por suerte, no una película que repite, sino que dialoga. Como en un juego de espejos, funciona como perfecto reflejo de lo que significa el cine de Scorsese en la actualidad, hablando con los públicos del ayer y del hoy; contándonos cómo los buenos muchachos no sólo están en las calles de Nueva Jersey sino también en el mundo bursátil; que el hombre sigue contemplando a la mujer como un objeto; que la sociedad norteamericana (y la sociedad global con ella) está destinada a repetir los mismos errores de siempre; que cambian los peinados, los trajes y la música, pero todos continúan bailando de la misma forma; que el capitalismo sigue vivito y coleando porque nosotros no podemos, no sabemos vivir sin él. Lo hace a un ritmo infernal, despiadado, crudo, enérgico, con ese montaje de Telma Schoonmaker que es pura escritura cinematográfica a hachazos, con una cámara en permanente movimiento, con tres horas que se pasan volando hasta un agotamiento que es puro goce, de la mano de los descomunales DiCaprio y Hill (el primero en su mejor performance desde Atrápame si puedes, el segundo invocando con pasión el espíritu de Pesci). Scorsese demuestra que es el mismo de hace dos o tres décadas, que su discurso no cambió, pero porque continúa joven y no perdió la coherencia. El lobo de Wall Street es una película de Martin Scorsese, y no hay mejor elogio que ese.
Desenfrenada farsa de Scorsese Desaforada farsa sobre el ascenso y caída de un personaje real, Jordan Belfort, un ambicioso agente de bolsas que edificó de la nada un imperio financiero. Belfort es destructivo, carismático, caprichoso, drogón, desesperado, un tipo que juega siempre con fuego y no se detiene ante nada, el centro de esta caricatura corrosiva. Lo mejor del filme es el espíritu desafiante y arriesgado de un veterano Scorsese que, lejos de apostar a la fabula moralizadora, apela a todos los excesos apara pintarnos un mundo tan cruel como irreal. El filme es largo, grotesco y siempre a punto de desbarrancarse, con personajes pintados a la ligera y una acción que no decae, pero en sus excesos dejar ver la desmesura de una realidad hecha de esas ruidosas burbujas que nunca llegan a tierra. En una buena escena del comienzo, le explican al joven Belfort, que en Wall Street todo es mentira, que no hay nada debajo de esa lluvia de cifras y lujos, que la vida pasa a ser un fraude más para estos agentes que venden como diamantes los residuos de un mundo que hace sus caminos con puro barro. Y eso es todo. El filme no es sugerente ni incisivo, no conmueve ni admite lecturas ocultas, todo está allí, vertiginoso, pasado de vueltas, demasiado explícito, un desenfrenado desfile de gritos, droga, sexo, borrachera, billetes, aprietes y traiciones que ponen en escena el mensaje desolador de un mundo que necesita (como sugiere la escena final) que los embaucadores de siempre sigan vendiendo ilusiones a esa manada de crédulos que creen necesitar lo que están comprando.
Adictos al dinero Martin Scorsese es un narrador grandilocuente que olfatea las historias de la vida real que pueden resistir los trucos de su ojo de mago. El lobo de Wall Street es un relato de tres horas basado en el caso de un corredor de Bolsa que se enriqueció en la década de 1990 en Estados Unidos, y dejó a su paso feroz, una estela de estafas, corrupción, obscenidades y traición. Scorsese retrata el ascenso rápido e impúdico de uno de los tantos tipos que pusieron a funcionar el sueño americano sin reparar en gastos ni daños morales. Wall Street era la Meca de Jordan Belfort pero al final inventó su propia empresa, donde se convirtió en el gran lobo de acciones ficticias, vendedor de humo con ropa cara. Leonardo Di Caprio interpreta el rol del hombre loco por el dinero y la especulación, un adicto a todo lo que marque la diferencia entre él y un trabajador que suda la camiseta. El actor, en nueva alianza exitosa con Scorsese (filmó Pandillas de Nueva York, El aviador, Infiltrados, La isla siniestra) ofrece un trabajo intenso, por momentos agotador, por la exigencia física, la exposición de su cuerpo y el ritmo con que muestra cada una de las reacciones de Jordan a la cocaína, el crack, las píldoras, el alcohol, las orgías y un largo etcétera que el director expone en tono de comedia. El lobo de Wall Street transita la biografía del millonario como una parodia estridente y fastuosa en la que el director recrea ambientes de despilfarro y, al mismo tiempo, plantea el caso con el tono falso y chillón de un spot publicitario que no esconde el engaño. La película tiene diálogos interesantes en los que Di Caprio se luce, bien escoltado por un elenco estupendo, los amigos de Belfort. En la banda de estafadores se destaca el actor Jonah Hill como Donnie, socio fundador de Stratton Oakmont. La película marca el paralelismo entre la compulsión al dinero, la adicción al sexo, las acrobacias para lucir cada vez más transgresor, provocando al FBI y al sentido común. El personaje es el resultado megalómano de una filosofía de vida que Scorsese satiriza hasta la última palabra. El drama a lo Marty, segundos geniales cuando la realidad logra que Jordan mire alrededor, muestra el derrumbe de la pareja; Jordan al borde de una escalera, paralizado por las drogas; el ataque de locura homicida. Di Caprio construye el personaje desde la desmesura durante tres horas de histrionismo demoledor. La bellísima Margot Robbie, como su esposa Naomi, aporta la cuota de sensualidad, cómplice de las relaciones procaces que Jordan mantiene dentro y fuera del hogar. Scorsese acompaña los momentos de máxima adrenalina con el tema Mrs.Robinson, concepto que podría pensarse como un símbolo de iniciación sexual, a tono con el paralelismo constante entre dinero y sexo. El director, con el sentido del humor y la furia narrativa que lo caracterizan, sacude el tablero global de los corredores de Bolsa que señalan una nueva ética, sus leyes y jerarquías.
Con “El Lobo de Wall Street” (The Wolf of Wall Street/2013), Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio vuelven a trabajar juntos por quinta vez, como lo hicieran en el pasado en “Pandillas de Nueva York” (Gangs of New York/2002), “El Aviador” (The Aviator/2004), “Los Infiltrados” (The Departed/2006) y “La Isla Siniestra” (Shutter Island/2010). Scorsese dirige la verdadera historia de Jordan Belfort, un “exitoso” corredor de bolsa que, tras una serie de escándalos que lo llevaron a pasar 20 meses en prisión, escribió la novela que le da nombre a ésta larguísima película de 3 horas de duración. Desde el comienzo mismo, el film nos muestra el vertiginoso ascenso de un joven Belfort (Leonardo DiCaprio), quien a mediados de los ’80 comienza a trabajar para un desquiciado corredor bursátil llamado Mark Hanna (en una breve pero genial interpretación a cargo de Matthew McConaughey), la persona que lo introduce en un mundo lleno de excesos. Así, de ser un hombre honesto y con el afán de hacerse un nombre en el mercado de valores, pasa a fundar “Stratton Oakmont”, la agencia bursátil que utilizaron él y su amigo y socio Donnie Azoff (Jonah Hill) para lanzar indiscriminadamente empresas en la Bolsa de Nueva York, generando un sinnúmero de hechos fraudulentos que duraron hasta finales de los ’90, tras ser investigado por el FBI. Drogas, sexo, poder. “El lobo de Wall Street”, el apodo por el cual se lo conoce a Belfort en el mundo de las finanzas, es consciente de que es un adicto. Pero su adicción más grande es al dinero. Todos sus excesos son contados de una manera bastante inverosímil y hasta por momentos grotesca, pero que en lo trágico del caso, resultan efectivos y graciosos. En líneas generales, la película es buena, pero quizás se podría resolver todo el conflicto en poco más de hora y media y sin ser tan gráfico a la hora de mostrar los excesos. Por momentos me parecía estar viendo un capítulo de “Californication” y no una película de Scorsese. Aún así, y gracias a las impecables actuaciones de sus protagonistas, el exceso en su duración no se hace para nada pesado. En lo que respecta al reparto, se completa con Margot Robbie (en el papel de Naomi Lapaglia, segunda esposa de Belfort) a quien tuvimos la oportunidad de conocer en noviembre de 2013 cuando vino a ls Argentina junto Will Smith y Rodrigo Santoro para filmar “Focus”. - See more at: http://www.cineymas.com.ar/2014/01/el-lobo-de-wall-street-the-wolf-of-wall-street/#sthash.67TYa8mV.dpuf
Sexo y drogas sin rock and roll Jordan Belfort es un joven y ambicioso corredor de bolsa neoyorquino que edifica un imperio financiero a partir de un empuje colosal y de ciertas prácticas no demasiado acordes con las leyes vigentes. Perseguido por el FBI, advierte cómo su vida de lujos y de excesos de todo tipo está próxima a llegar al final. Jordan Belfort, en su primer día como broker en Wall Street, almuerza con su jefe (brevísima y brillante intervención de Matthew McConaughey). “Es mejor que ganemos dinero haciéndoselo ganar también a nuestros clientes”, dice, convencido. “No”, le contesta sin vacilar su experimentado interlocutor, quien luego le revelará que la única manera de hacer su trabajo es bajo los efectos de las drogas. Estas definiciones fundamentales muestran el andamiaje conceptual del filme de Scorsese, una verdadera orgía de excesos de todo tipo. El veterano realizador neoyorquino vuelve a trazar una parábola sobre el poder y la ambición, tema presente en muchos de sus filmes. En esta oportunidad, la personalidad de Belfort (quien existió realmente, al punto que el guión está basado en su autobiografía) sirve para justificar y enhebrar dramáticamente una serie de situaciones a lo largo de su vida en la que la constante es el exceso (sexo, lujo, drogas, etcétera) y el caso omiso a los límites de toda especie. El problema (como pasaba, por ejemplo, en “El padrino”), es que cuesta evitar como espectador el impulso de ponerse de parte de los delincuentes, de preferir que no los atrapen y de esperar que se salgan con la suya. Hay que admirar la capacidad narrativa de Scorsese. El realizador consigue mantener la atención del espectador a lo largo de tres horas exactas de proyección; apela para lograrlo a un manejo magistral de la tensión dramática, pero es cierto que no se priva de ofrecer secuencias espectaculares (la travesía del yate en medio de la tormenta) o crudamente descriptivas, como la escenificación de numerosas fiestas desenfrenadas en casas suntuosas, salones de oficina y hasta aviones en vuelo. Además, el director ha reunido un elenco sorprendente: McConaughey demuestra aquella vieja afirmación de los actores acerca de que no hay papeles chicos, brillando con luz propia en poco más de cinco minutos de tarea. Jonah Hill sintoniza perfectamente con el registro desbocado de todo el filme; Margot Robbie ilumina la pantalla en cada aparición. Y Leonardo DiCaprio hace que uno se pregunte (una vez más) por qué demonios todavía no tiene un par de Oscars en su casa. Scorsese, a los 71 años, lo logró nuevamente: entrega tres horas de entretenimiento, tensión, drama, comedia y fuerte impacto visual. Por allí se dice que el viejo Marty ya no es el mismo de “Taxi driver”. Claro que no; 38 años después, el mundo ya no es el mismo. Tampoco el cine lo es.
El Lobo del Wall Street, devorado por sus excesos Dinero, drogas, sexo y rockandroll es en demasía la premisa de esta película, que nos introduce al mundo de las finanzas a través de los comienzos en el negocio de Jordan “The Wolf” Belfort (Leonardo DiCaprio), un joven veinteañero que a finales de los ochenta entiende que parte del éxito se debe a ser capaz de crear una necesidad para poder vender. Así como el sistema capitalista instaló la necesidad de siempre querer más, Belfort se vio cegado por lo rápido que la gente compraba sus bonos fraudulentos, convirtiéndolo en asquerosamente rico y dándole la posibilidad de construir una empresa que trabajara desde Wall Street. Y como su mentor Mark Hanna, con voz de Matthew “ahora SEÑOR ACTOR” McConaughey (breve aparición que vale cada minuto) le dijo, el nombre de este juego es “mover el dinero del bolsillo del cliente a nuestro bolsillo” y en el mundo de Wall Street no se sobrevive sin cocaína, ni sexo. Y Belfort siguió el consejo al pie de la letra y le encantó. Si hay algo que Martin Scorsese ama (y por lo que peca en este caso) es, por un lado enamorarse de sus personajes, y por el otro, enamorarse lo suficiente como para retratar antihéroes sin moral que no le permiten a uno juzgar a sus personajes. O al menos no deberíamos, porque para disfrutar del cine en cualquier caso, los prejuicios deberían quedar del otro lado de la puerta. Pero con Martin todo es más fácil. El director siempre encuentra una historia que le permita crear la necesidad querer ser parte del mundo en el que se desarrollan sus películas con todo lo que conlleva: consecuencias y placeres pocos culposos; ya sea dentro de las mafias italianas o del mundo de Wall Street, nos empecinamos por alentar al antihéroe, sin siquiera cuestionar sus acciones al menos una vez, durante todo el metraje. El Lobo de Wall Street es literalmente un shock de adrenalina y otras sustancias, con mucho rockandroll (el sountrack completo incluye 60 canciones y reune a Billy Joel, The Lemonheads, Foo Fighters y Cypress Hill) y sexo (suplantando la violencia a la que nos tiene acostumbrados Martin) en el que somos compañeros de Belfort por unas tres horas, durante el ascenso, el apogeo y la caída de su negocio financiero. Exactamente, a la hora y 36 minutos ya se vivió todo lo que una estrella del rock podría vivir. Miras el reloj y pensas: voy por la mitad y todavía hay más? Quiero más? Voy a sobrevivir?… Preguntas que Belfort nunca se hace, porque nunca acepta un no como respuesta y siempre quiere más. Para esa altura, los negocios de Belfort han llamado demasiado la atención y el FBI (Kyle Chandler) le pisa los talones. El Lobo de Wall Street en lugar de calmarse, le excita provocar al gobierno y gritar, no literalmente, a los cuatro vientos “say hello to my little friend” al estilo de Tony Montana en Scarface, mientras tira billetes de Franklin por el aire. Así de impertinente e incorrecto son Belfort y Scorsese. En esta quinta película con Scorsese, Leonardo DiCaprio con mucho estilo del egocéntrico Gatsby, en combinación con muchos otros personajes que ha interpretado en su carrera, pragmáticos y cínicos sobretodo, pero nada que resulte nuevo, va plantando la semilla del poder y el placer en quienes se acercan a él, mientras expande su negocio. Tanto Beldfort como DiCaprio sacan a relucir lo mejor de grandes losers como su compañero Donnie Azoff (Jonah Hill), capaz de robar muchas escenas con tan solo balbucear, o lograr escenas físicas, tragicómicas, épicas (hay una que involucra a DiCaprio, ambos en estado paralítico por el efecto retardado de la droga, que es suprema), que hacen pensar en cuán lejos ha llegado Jonah. Reiteradas veces, desde el comienzo hasta su final, lo tragicómico nos hace preguntar si es El Lobo de Wall Street una película de Scorsese. Si hay algo casi ausente en la extensa filmografía de Martin, era la comedia, que en este caso nos hará llorar de la risa. Mediante esta herramienta el director, quien ama tanto a lo incorrecto como a las ratas, nos libera de la presión que genera el protagonista, a quien usa para demostrar que ningún lobo ha pagado ni pagará lo suficiente por el mal hecho, sin que el gobierno le permita retroalimentar los defectos de su sistema. Entonces, si Jordan Belfort ni una sola vez se sintió culpable por sus estafas y su vida, por qué Martin debería hacerlo al retratarlo? Por qué nosotros deberíamos sentirnos culpables de disfrutas las hazañas de ambos? Si después de todo somos víctimas o victimarios de un sistema que nos explota creando necesidades, y siendo honestos, hasta el más puritano, amaría poder disfrutar un poquito de la vida de Jordan Belfort.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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La primera sensación que se atraviesa mientras se observa esta película es que ya la ví, no una vez, muchas veces; el otro problema es que es el mismo director, y uno podría articular la famosa frase que reza que un director-autor de cine hace una sola película a lo largo de su carrera. Axioma bastante equivocado si nos atenemos a que Martín Scorsese filmo como director en los últimos 50 años la modesta cifra de 55 películas. El punto es que la construcción de esta, su ultima producción terminada y estrenadas (hay tres más en camino, una filmando, una en preproducción y otra anunciada y esperada sobre la vida de Frank Sinatra), parece ser siempre la misma y aparecen numerosos temas muy recurrentes ya trabajados por el mismo hacedor en anteriores películas como en “Buenos muchachos” (1990) y “Casino” (1995), entre otras. El otro escollo que atraviesa es que es hasta posible compararse con el filme “Wall Street” (1987), de Oliver Stone, pero sólo tiene algunos puntos de contacto, el más importante es el espacio en el que se desarrollan la acciones, el mundo de las finanzas, el de los traficantes de dinero. Más allá de la estructura narrativa, el recorrido de la historia que intenta realizar es una radiografía, la de Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), en su carrera hacia la fama y el poder (el ascenso), la llegada a la cima (el apogeo y el descontrol), la caída anunciada, y la inevitable resurrección. Los temas repetidos son impunidad, codicia, cinismo, la lucha brutal por el poder, la lealtad y la ingratitud, la fascinación, y ceguera que produce el dinero para describir esa promoción, glorificación y derrumbe. El relato se centra en la verdadera historia de Jordan Belfort, un joven que con tan solo 22 años, siendo agente de bolsa de Nueva York, ya vive con el mundo a sus pies, mucho antes de lo pensado y/o imaginado. Partiendo de la premisa de como poder cumplir con el sueño americano, lograrlo como sea, atajos, caminos rápidos, hasta llegar a la codicia corporativa, Belfort pasa de las acciones especulativas y la honradez al lanzamiento indiscriminado de empresas en la Bolsa, a la corrupción a finales de los ochenta. El éxito y la fortuna desmedidos de éste joven veinteañero como fundador de la agencia bursátil Stratton Oakmont, le valieron el apodo articulado por una periodista: “El lobo de Wall Street”. Dinero. Poder. Mujeres. O su otra versión más común, sexo, drogas & rocK and oll. Las tentaciones abundaban y la amenaza de la autoridad era irrelevante. Jordan y su rebaño de corderos disfrazados de lobos imaginaban que la moralidad era una cualidad sobrevalorada, siempre hay algo más para desear, como dice el proverbio chino “ten cuidado con lo que deseas” o, parafraseando a Oscar Wilde, hay dos desgracias en la vida, no lograr lo que deseas o lograrlo rápidamente. La película como producto terminado es abrumadora, descomunal en todos y para todos los sentidos, sostenida por la excelente interpretación de DiCaprio, muy bien secundado por grandes actores, lastima que algunos personajes desaparecen sin justificación, tal el caso de Mark Hanna (Matthew McConaughey), u otros que terminan pasando desapercibidos por la catarata de situaciones y personajes que presenta el texto, como Jean Jacques Saurel (Jean Dujardin), terminando por aquellos que se presentan como sostén permanente del protagonista, Max Belfort (Rob Reiner) o Donnie Azoff (Jonah Hill). Estructurado como un falso gran flash Back, con avances y retornos sobre la historia, con un montaje a velocidad plena, pero que frena a tiempo, y por momentos para darle respiro al relato y a los espectadores, no es lo mejor de este realizador consagrado. Sus 180 minutos de duración parecen excesivos por la previsibilidad del relato, situación que se instala en los primeros minutos, cuando se utiliza de manera desmedida al protagonista contando su propia historia a cámara, sino aburre es por la maestría de Scorsese para narrar e instalar trampolines entre una situación y otra en las vivencias del personaje.
"ARROLLADOR BIOPIC CON UN DiCAPRIO GRANDIOSO" (por halbert) Basada en la biografía del broker neoyorquino Jordan Belfort, que pasó 20 meses en la cárcel tras descubrirse que había sido el responsable de un fraude masivo en los años 90, Martin Scorsese y Leo DiCaprio vuelven a unirse para hacer de las suyas. Esta vez, con un arrollador relato verídico que no deja indiferente y pega duro al espectador, el director propone un viaje (largo, de 3 horas) por la vida de un hombre arriesgado, que burló los sistemas de seguridad y corrompió todos los rincones de Wall Street. Condenado a prisión por manipulación del mercado de valores y defraudación, Belfort fue obligado a restituir más de 100 millones de dólares. La película es más divertida que emotiva: el corrosivo humor impuesto por Scorsese atraviesa toda la cinta, mostrando de forma grandilocuente el efímero ascenso de este joven, al que Leo le pone todo, convirtiéndose en el centro total y absoluto de los 180 minutos. El filme es eufórico constantemente, pero se permite escenas dialogadas extensas, destacando la que DiCaprio y Matthew McConaughey llevan adelante en los primeros minutos. Dado el origen literario del filme (adaptado de la novela autobiográfica de Jordan Belfort) se cuelan demasiadas instancias del protagonista hablando a cámara cual narrador, abusando Scorsese del recurso. Puede que con sus 2 horas y 59 minutos de duración “El lobo de Wall Street” sea la película más larga de la filmografía de Scorsese, pero aun así ha tenido que sufrir cortes que originalmente no estaban en la mente del autor. Cuando la Motion Picture Association of America (MPAA) tuvo ocasión de ver la película, avisó al cineasta que iba a ponerle una delimitada clasificación de NC-17 (prohibido a menores de 17 años) debido a las escenas de sexo, por no hablar del indiscriminado uso de drogas. Para asegurarse una clasificación R (menores de 17 años requieren ir acompañados de un adulto), un escalón menos de restricción respecto a la anterior, su realizador aceptó recortar ciertas escenas de sexo y desnudos. La actuación de DiCaprio es oscarizable, porque se compromete en cada escena, poniéndole cuerpo y alma a su Jordan. La agobiante escena en la que debe arrastrarse hasta su auto, imposibilitado por los efectos de las drogas, es tan patética como divertida. DiCaprio se desnuda ante el espectador en todos los sentidos posibles; nunca antes lo habíamos visto tan expuesto en escenas de alto contenido sexual, participando de orgías y metiéndose droga por la nariz incansablemente. Un secundario de lujo como Jonah Hill, una despampanante de enorme belleza como Margot Robbie, un ajustado Jean Dujardin (de “El artista”), la gran presencia actoral del director Rob Reiner, y la breve pero inolvidable participación de McConaughey, se destacan junto a Leo y se ponen a la altura de la difícil tarea de componer el entorno que rodeó al dominante Belfort. Con un ritmo que no decae, Scorsese vuelve (luego de su anterior “Hugo”) al estilo que lo hizo único: aquél de “Buenos muchachos” o “Casino”, y hace pasar largas horas en la butaca, que resultan un cimbronazo que deja exaltado al espectador, con ganas, tal vez, de un poquito de la alocada e impetuosa existencia del protagonista.
El lobo de Wall Street representa un capítulo más de la fructífera colaboración entre Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio. Este filme cuenta la historia de Jordan Belfort, un célebre broker de la city neoyorkina que en los años 90 amasó una fortuna estafando a los inversionistas. La película está basada en la autobiografía del Belfort, pero el texto parece escrito a la medida del nervio y el talento del veterano realizador que le imprime al relato un ritmo intenso y constante. Para trepar en el sórdido mundillo de Wall Street, Jordan Belfort abusa de la confianza de inversionistas, muchas veces de clase media/baja, para poder sostener su excéntrico ritmo de vida y esa adrenalina frenética que necesita tanto como las drogas que toma. Una de las secuencias más divertidas y logradas de la película tiene que ver con la utilización de drogas y el efecto retardado que tienen algunos medicamentos vencidos, slapstick en su estado puro. Desde hace algunos años cuando veo la solvencia y el rigor actoral de Leonardo DiCaprio recuerdo la polémica que se suscitó a finales del siglo pasado sobre si realmente se trata de un buen actor o si es sobrevalorado por su condición de baby face. Las colaboraciones entre Scorsese y DiCaprio enterraron esa estúpida polémica, DiCaprio es un actor del carajo y en este filme la complejidad que muestra Jordan Belfort está íntimamente ligada a la labor del intérprete. En palabras de Scorsese El lobo de Wall Street es un relato sobre el poder absoluto. En parte por ello Marty no juzga a los personajes e invita al espectador a reflexionar sobre como actuarían ellos si vivieran las mismas situaciones que le toca atravesar a Belfort. Sin embargo la película aborda con cinismo crítico la idea del “sueño americano” y el modus operandis del mundo financiero. Fausto Nicolás Balbi fausto@cineramaplus.com.ar
El color del dinero Si todavía existen directores de cine que puedan otorgar a sus trabajos un sello personal, calidad artística y al mismo tiempo éxito comercial, Martin Scorsese figura entre ellos. Es que en “El lobo de Wall Street”, tal como hizo en muchas de sus obras anteriores, disecciona bajo una luz despiadada la banalidad de las bases sobre las que está edificada cierta versión del sueño americano. Jordan Belfort, el protagonista, amasa una enorme fortuna pero su vida se derrumba ante los excesos, el incontrolable hedonismo y su pretensión de omnipotencia. En este vibrante filme, el realizador neoyorquino se introduce en los vericuetos de la historia real de Belfort, un ambicioso agente de bolsa de Nueva York de modestos inicios, que pasa a ser un magnate gracias a su astucia, capacidad e intuición, pero sobre todo a partir de la corrupción y el engaño. Al principio, cuando desembarca en Wall Street, la crisis internacional de mediados de los ‘80 lo expulsa del sistema. Pero, junto con un grupo variopinto de inescrupulosos buscavidas que se convierten en voraces “brokers”, monta después un imperio financiero. Se trata de una crónica intensa, apasionada y sobre todo desmesurada sobre la codicia, que lleva impresas muchas de las características reconocibles en la obra de Scorsese: largo metraje, densa trama, esmero en la fotografía y puesta en escena, mucha energía y un montaje ágil, casi vertiginoso, que prácticamente obliga al espectador a no perderse ninguna secuencia. Todo teñido por la capacidad del director para construir personajes atractivos y llenos de matices, en este caso los codiciosos e inescrupulosos agentes de bolsa y su complejo entorno, que componen una jungla singular. Tanto en la estructura del guión (está narrado en primera persona) como en la temática que explora, en “El lobo de Wall Street” se oyen varias resonancias de otros filmes de Scorsese. Como el Henry Hill que interpreta Ray Liotta en “Buenos muchachos”, Belfort alcanza la cima, para después caer estrepitosamente. Al igual que el Sam “Ace” Rothstein que encarna Robert De Niro en “Casino”, elige con total uso de conciencia el camino que lo llevará a la destrucción. Y como el multimillonario Howard Hughes de “El aviador”, observa cómo su dinero resulta inútil para superar sus obsesiones. Sintonía artística Luego de trabajar juntos en “La isla siniestra”, “Infiltrados”, “El aviador” y “Pandillas de Nueva York” el tándem Scorsese-DiCaprio alcanza en “El lobo de Wall Street” una de sus cumbres, con momentos antológicos. La sintonía que logran director y actor remite (salvando las obvias distancias) a las grandes colaboraciones que el primero realizó hasta fines de los ‘80 con Robert De Niro. Y subraya el gran crecimiento que mostró en poco más de una década el actor de “Titanic”, que dejó de ser un galán para erigirse como uno de los mejores actores de su generación. Al aplomo y versatilidad vistos en “J. Edgar”, “Django desencadenado” o “El gran Gatsby” le suma un magnetismo inigualable. La mayoría de los actores que completan el elenco tienen también sus oportunidades de lucimiento. Jonah Hill está soberbio como Donnie Azoff, mano derecha de Belfort, tanto en los momentos cómicos como los dramáticos. Y Matthew McConaughey tiene un breve pero impecable papel como el exaltado pero encantador Mark Hanna, quien introduce al futuro “lobo” en el laberinto de la bolsa neoyorquina. También tiene sus grandes momentos Rob Reiner, como “Mad Max” Belfort, Jean Dujardin (el ganador del Oscar por “El artista) como un persuasivo banquero suizo y sobre todo Margot Robbie, como la seductora segunda esposa del protagonista. A pesar de sus evidentes exageraciones -se pone mucho énfasis al mostrar detalles de la frívola y desenfrenada vida que llevan Belfort y su bufonesco grupo- y su excesivo metraje, “El lobo de Wall Street” es un nuevo testimonio de que Martin Scorsese, a sus 71 años, se mantiene en forma y es capaz de que sus historias y personajes, que siempre van a fondo, permanezcan durante mucho tiempo en la memoria del espectador.
¿Lobo está? Entre fines de los ochenta y principios de los noventa, la agencia de corredores de bolsa Stratton-Oakmond, dirigida por Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) y secundado por Donnie Azoff (Jonah Hill), facturó millones de dólares que amasaron inescrupulosamente usufructuando los recursos económicos de miles y miles de trabajadores norteamericanos. ¿Qué hacían con este dinero? Bueno, además de llenarse de obscenos lujos materiales, se atiborraban de drogas, prostitutas y realizaban verdaderos festines dionisíacos. Jordan Belfort, el protagonista de El Lobo De Wall Street (un DiCaprio jugado a fondo, como pocas veces puede verse en una estrella de semejante tamaño), es un híbrido, una mixtura, entre Henry Hill (Ray Liotta en Godfellas), Sam Rothstein (Robert DeNiro en Casino) y Jake LaMotta (Robert DeNiro en Raging Bull). Un híbrido desaforado, descontrolado y aún más salvaje, si esto es posible, que lo único que quiere es dejar de ser un don nadie, un desconocido, un pobre trabajador de la clase media. La fascinación por el poder, el sexo, las drogas y las cosas materiales son el motor que lo mantiene en movimiento. Pero también serán su perdición, como ya ocurriera con otros personajes del universo scorsesiano. Como en sus mejores películas y épocas, Scorsese -que acusa setenta y un años pero filma como si tuviera treinta- vuelve a contar un relato de ascenso y caída dentro de un mundo por demás ambiguo y moralmente dudoso. Todo narrado frenéticamente, al frente de un tren desbocado y desbordante de cocaína, mujeres rápidas y desenfrenos de todo tipo, con cortes abruptos, montaje nervioso y febril y un descaro que ya no suele verse en el Hollywood maistream. Una fiesta amoral y políticamente incorrecta. Y divertidísima, por supuesto, para que negarlo. Que se aproxima de tal forma a su objeto de estudio que pierde la distancia prudente para poder diferenciar lo bueno de lo malo. El espectador, a sabiendas de lo espurio, del daño que se está cometiendo en cada fiesta, orgía y celebración, no puede evitar querer ser partícipe de esos bacanales lujuriosos. He aquí el valor de la obra de Scorsese, la de presentar personajes difíciles de aceptar en la vida real, cuando no repulsivos (sus características principales suelen la egolatría, el egoísmo, el hedonismo, la violencia), pero sumamente atractivos en la ficción. Hay dos escenas puntuales que marcan lo difícil de digerir y procesar a un tipo como Belfort. En la primera, durante una de las tantas celebraciones en la oficina, Belfort le ofrece diez mil dólares a una secretaria para que se rape la cabeza delante de todo el staff, a la vez que hacen su entrada enanos, prostitutas y todo se vuelve, cuanto menos, caótico, lascivo y concupiscente. La secretaría se corta el pelo a sí misma de forma humillante y lastimosa, mientras a su alrededor todo se va al diablo, literalmente. La escena empieza con tono de comedia y rápidamente se va deformando hasta perder el sentido. La segunda escena que define a Belfort también transcurre dentro de la oficina, y en esta oportunidad, mientras hace el anuncio de su renuncia encara un discurso casi épico, una declaración de sus principios retorcidos. La escena llega a niveles emotivos que tocan una fibra sensible en el espectador y uno no sabe si emocionarse o enojarse con esta gente, si entenderlos o reprenderlos. Y es en este registro donde se mueven las tres horas de película, entre el desmadre (hay una escena antológica donde Belfort y Azoff ingieren unas pastillas vencidas que es digna del mejor humor slapstick y que recuerda a Pánico y Locura en La Vegas), la crítica política solapada (que la hay, aunque los detractores de la película no puedan o no quieran verla) y el humor más ácido, escatológico y lisérgico (no se puede no mencionar la breve, delirante e intoxicada participación de Matthew McConaughey). En definitiva, he aquí la verdadera nueva comedia política del siglo XXI.
Siempre hay expectativas creadas cuando un director célebre estrena una nueva película. El primer consejo antes de entrar al mundo de El Lobo de Wall Street es dejen esas expectativas de lado. No porque no se trate de un buen film, porque no esté a la altura, sino porque este experiencia que nos ofrece Martin Scorcese no se parece a nada que hayamos visto antes de él. Basada en los dos tomos de la biografía de Jordan Belfort – que ya fue llevada al cine libremente en Boiler Room - , un inversionista que durante buena parte de los ’90 creo un imperio de finanzas desde la nada, claro, estafando a todos sus clientes; El Lobo... propone un carrusel de excesos durante sus tres horas de duración. Como en toda montaña rusa, el viaje comienza manso, aunque uno sabe, por la primer secuencia, que no todo será tan calmo. Jordan (Leonardo DiCaprio, en una soberbia actuación) ingresa a Wall Street por la puerta chica, como aprendiz, y justo el día en que es nombrado corredor de bolsa es el mismo día histórico del Black Monday en el que el mundillo financiero hizo crack. Pero los sueños de Belfort demuestran ser enormes, consigue trabajo como corredor de una firma cuya base operativa es un garage y se dedica a vender acciones pequeñas. Inexpertos, al instante el hombre se convierte en ídolo del lugar, y no tardará en fundar su propia empresa Stratton Oakmont con la ayuda e incentivo de un vecino y colega casi tan codicioso como él (Jonah Hill, en rol “serio” pero repitiéndose en sus personajes). Stratton se llenará de gente ambiciosa cuya labor será encubrir una gran estafa, sobrevender acciones pequeñas a gente incauta haciéndoles creer que ganarían millones, comprar ellos mismos porcentajes ilegales de esas empresas y hacerlas crecer en la bolsa de manera impiadosa, y así crear una gran nube de “ficción financiera”. Todo esto facilitará que Jordan y los suyos entren en un mundo de perdiciones, de lujos y lujuria, en donde la palabra control se borra del diccionario. Por supuesto, el FBI pronto posará la mirada sobre ellos. Lo primero que uno nota sobre El Lobo de Wall Street es la obviedad de estar basada en la autobiografía del personaje real. No es función de un film hacer una crítica valorativa, pero se nota una cierta mirada condescendiente y hasta cuasi heroica sobre él mismo. Belfort pareciera un ser incapaz de hacer una autocrítica, y el film lo demuestra. Scorcese ha sido un director que siempre se atrevió a cambios de registros, incursionó en dramas de época (La edad de la Inocencia), remakes (Cabo de miedo), aventuras (en el fondo, La Invención de Hugo es una gran aventura), y biopics (El Aviador, quizás el film con el que El Lobo... lejanamente se emparenta). Esta vez se inclina definitivamente a la comedia desenfrenada, en varios, abundantes, tramos de la película pareciera emular alguna comedia típica de la llamada NCA, un film de los Hermanos Farelly, o algún producto moderno de Jerry Zucker. Esta inclinación a mostrar la vida de juerga de los personajes influye sobre una falta de atención a lo que es el caso en sí. Ni siquiera el costado policial toma demasiado vuelo. La Mano del director se nota en la excelente ambientación que incluye una banda sonora para el recuerdo, en el manejo actoral logrando interpretaciones destacadas (debemos nombrar una participación excepcional de Rob Reiner), y en la cuidada fotografía y desempeño de cámara que suma para la idea de un desenfreno sin fin. DiCaprio como productor y Scorcese y los suyos detrás de cámara se conforman con una anécdota simpática, con momentos realmente graciosos, atrevida en varios sentidos; pero a la que le falta profundidad, generar real interés por lo que sucede más allá de la joda; eso, en un film de 179 minutos de duración termina convirtiéndolo en una experiencia agotadora.
Una nueva colaboración entre la dupla Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio, en este caso en la asombrosa adaptación del best seller de Jordan Belfort en el que cuenta todas sus aventuras como corredor de bolsa “El Lobo de Wall Street” (USA, 2013). Con un gran empeño por reconstruir el obsceno consumismo de la década del ochenta (ropa, lujos, autos, yates, helicópteros,etc.) el director acompaña a Jordan (DiCaprio) desde su primer trabajo hasta erigir Stratton Oakmont, una empresa de acciones que timó a miles de consumidores de escasos recursos quitándoles el poco dinero que poseían. Pero Jordan no está solo, junto a él hay un grupo de fieles seguidores a los que formó y entre los que se encuentra Danny (Jonah Hill), alguien con el que acepta fundar su empresa luego que éste renunciara a su trabajo al enterarse la cantidad de dinero que Jordan gana por mes. El duelo actoral entre DiCaprio y Hill es de lo mejor de la película en la que también se destacan las actuaciones de Rob Reiner (como el nervioso padre de Jordan), Matthew McConaughey (como el mentor de Jordan), Jean Dujardin (como un banquero Suizo) y Margot Robbie (la segunda mujer de Jordan, la que le perdona cualquier cosa). Por momentos “El Lobo…” parece una mezcla de “Wall Street”(de Oliver Stone) con “Dinastía” y “División Miami”, pero al centrarse Scorsese en los excesos (drogas, alcohol, prostitutas), las comparaciones se caen y todo lo que nos queda es un sueño y una mentira, como las que Belfort vende por teléfono. Desde el startup de una empresa, hasta la caída de la misma, acompañamos a Jordan y empatizamos siempre con él, más allá de saber que lo que hace es ilegal, y que está mal, y que todo lo que hace cruza la ley. Pero lo perdonamos. No nos importa. Jordan nos habla a cámara, nos explica lo que no entendemos y nos hace avanzar o retroceder en los hechos más relevantes. Hay escenas de una increíble audacia, como la comunicación telepática entre el banquero suizo (Dujardin) y DiCaprio, o cuando Jordan nos avisa que Danny está colocado al máximo con una droga, pero se ajustan al verosímil que a lo largo de las tres horas que dura el filme Scorsese propone y construye. Jordan es un coach nato, que sabe cómo vender cualquier cosa, y Scorsese y DiCaprio también. La dupla funciona a la perfección y el director ha logrado conseguir lo mejor de este actor en las últimas películas en las que ha participado. “El Lobo…” tiene muchos puntos en común con “Casino”, por lo épico de la construcción de la saga de una persona que desde lo más bajo construye un imperio, pero también en lo interesante de un biopic sobre otro de los pilares de la estafa norteamericana. El repaso histórico dota también de una gran entidad a la película. Como así también las digresiones fílmicas y oníricas que Scorsese regala de tanto en tanto. La experimentación con las drogas y las mujeres, como así también los intentos por esconder los deslices que a diario se cometían en la empresa: “No somos ortodoxos, sólo un poco escandalosos” dice Jordan en un momento, hacen que cuando el FBI, con Greg Coleman (interpretado por Kyle Chandler) lo empiece a acosar, parece que estemos viendo “Atrapame si puedes”, otra película interpretada por DiCaprio. Algunas reflexiones sobre el matrimonio, la lealtad, el esfuerzo y el trabajo en equipo, se cuelan como subtexto en una película que intenta demostrar que nadie puede llegar a ser tan malo más allá de lo que haga, pero también que nada queda impune cuando uno comete delitos. Gran propuesta.
El hombre de la Bolsa El lobo de Wall Street marca el regreso de los buenos muchachos de Scorsese. Una nueva historia de ascenso, caída y redención parcial, contada por uno de sus integrantes, solo que en el ámbito de la especulación bursátil en vez del de la mafia. Por lo demás, se incrementa el consumo de drogas, el sexo como performance y la ética del self-made man. ¿Qué es lo que más temen estos muchachos de la película, aquello de lo que huyen como de la peste? La calle, el lugar por donde circulan los hombres y mujeres mediocres, que tienen trabajos rutinarios, no siempre bien remunerados, familias comunes y peinados que delatan que están inmersos en los usos y costumbres de su época (como la mujer de Belfort, el protagonista; peluquera de profesión, por otro lado, a la que cuando puede cambia por una rubia despampanante). Jordan Belfort quiere ascender: empieza de abajo, como un pinche cualquiera, pero tiene la suerte de encajar bajo el ala protectora de un tipo curtido de Wall Street (Matthew McConaughey, en una lograda imitación de Christopher Walken con toneladas de botox: su aparición en la película es tan ridícula y tirada de los pelos como innecesaria); por lo que empieza a desarrollar lo que se podría llamar un don: el don de jugar con las expectativas de los otros. Por motivos que lo exceden, Belfort se queda sin trabajo justo cuando empezaba a entender de qué iba la cosa. Pero no se amilana: sabe que “tiene algo”. Comienza de nuevo, a escalar y a probarse frente a los demás. No tiene nada salvo su ambición, y una habilidad, algo intangible pero que puede hacer que las cosas se materialicen. Se dedica de inmediato a reclutar gente de donde sea: cretinos desesperados, animales que giran en la rueda día tras día, casos perdidos. Belfort les da un sentido a sus vidas, los adoctrina, les dice que pueden llegar donde se lo propongan, que no hay reglas, que nada los puede detener. Esta pandilla salvaje de corredores de bolsa toma drogas en cantidades industriales (se advertirá que el título poco refinado de esta nota contiene dos y hasta tres significados), es brutal, despiadada, no tiene frenos ni remordimientos. Scorsese describe sus correrías con dedicación y marcado deleite. Sus personajes no tienen el menor matiz ni relieve. Son hombres que se hacen fuertes por pura voluntad. Los demás son débiles, son los que no se atreven a dar un paso adelante y cambiar de vida. Belfort lo dice con todas las letras en una de sus arengas dirigida a sus empleados y socios. La chica que acepta que la rapen a cero delante de todos a cambio de diez mil dólares representa la manera en la que el director le pasa la posta al espectador para que vea al prójimo como lo ven sus buenos muchachos. Belfort anuncia lo que va a ocurrir y hay una algarabía general. Pero cuando efectivamente la máquina de afeitar le empieza a pasar por la cabeza ya nadie la mira, excepto el espectador, que puede captar el momento en que la expresión de la mujer se descompone progresivamente en medio del griterío. No hay necesidad de que ninguno de los personajes que conforman la escena mire nada, ahí, ya que el espectador lo hace por ellos y verifica que la humillación se lleve a cabo en toda regla. La escena resulta de una liviandad pasmosa, y queda igualada a otra que le sigue inmediatamente, en la que Jonah Hill se traga un pescadito de colores para desacreditar a un ordenanza que se preocupa por una pecera mientras los demás están en plena joda. Scorsese no se interesa por las consecuencias morales de momentos como esos, sino por el efecto más bien grotesco que de ellos se deriva, que viene a agregar a los trucos adocenados del director –sus imágenes detenidas, sus tomas subjetivas imposibles, su narración no lineal, su musicalización al tuntún– una gimnasia de estudiantina con aires de transgresión para seguidores de ¿Qué pasó ayer? tan obstinados como para soportar una versión de tres horas de duración. En La edad de la inocencia, el director aparecía fugazmente en el papel de un fotógrafo que retrataba a las familias adineradas. En Pandillas de Nueva York, cuando una turba entraba rompiendo todo en una mansión, el propio Scorsese hacía de dueño de casa espantado ante la aparición del populacho. La relación errática del director respecto del poder es su marca de agua, parte del oportunismo ideológico que suele atravesar su cine y que los incautos confunden alegremente con ambigüedad y lucidez. El lobo de Wall Street es la película de alguien fascinado por el poder del dinero para elevar a los hombres por encima de sus semejantes, para convertirlos en superhombres. Cuando uno de los personajes grita “Jodete, Estados Unidos”, lo que postula es el orgullo de no estar sujeto ninguna ley –el grupo de brokers está siendo investigado por el FBI– , cuyo supuesto republicano esencial es igualador y constituye un freno a los desmanes de los poderosos que se ejerce sobre los menos favorecidos. En esta comedia abrumadora, Belfort y los suyos no necesitan justicia sino que los dejen seguir siendo demonios, es decir, autores antojadizos de sus propias normas. Scorsese es considerado un director de las calles pero El lobo de Wall Street parece constituir una inversión del espíritu de sus películas más celebradas. En una escena en la que el protagonista y su principal protegido (Jonah Hill) están fumando crack, Scorsese encuadra a los actores a la izquierda del plano mientras se ve a la derecha una escalera que baja hacia la calle (con una bombita roja solitaria que cuelga del techo), que replica en sentido contrario por lo menos dos escenas de Taxi Driver: una, cuando su protagonista, Travis Brickle, entra a un edificio a rescatar a la pequeña prostituta encarnada por Jodie Foster; otra, cuando habla por teléfono con el personaje de Sybil Shepherd y mira repetidas veces hacia la salida que da a la vereda. Travis Brickle pertenece a la calle, y se siente ahogado e indefenso puertas adentro. No busca el poder sino que lo desprecia; es un resentido que no posee nada pero no quiere nada tampoco. Su repugnancia moral ante lo que lo rodea es cósmica. Su impotencia para relacionarse con el prójimo se traduce en violencia y desesperanza. Sus heridas son de tipo afectivo y sentimental: es un inadaptado sin escapatoria a la vista. Taxi Driver es una película sobre las calles; Mean Streets también. Pero en El lobo de Wall Street no hay escenas en la calle, como no sea para mostrar lo apretujada que viaja la pobre gente que toma el colectivo: los brokers son criaturas indoors, están siempre en mansiones, en yates, en aviones, en torres de oficinas, en cualquier lado que no sea donde circulan las personas comunes, los que no se atrevieron a soñar, es decir, el blanco preferido del desprecio de Belfort y su pandilla. El director observa con evidente delectación el catálogo de tropelías de sus personajes. Sin embargo, hay algo sórdido que inhibe definitivamente el pretendido tono liberador de sus imágenes: la falta de una alegría genuina, de una auténtica instancia en la que la brutalidad y la falta de escrúpulos se vuelva de verdad una vía de escape viable. Por momentos parece como si el director jugara al demiurgo que mira reír a sus criaturas con una cuota importante de reserva, dispuesto a sancionarlos en cualquier momento, tal vez lleno de aprehensión o incluso de ira. En El lobo de Wall Street no hay una pizca de felicidad verdadera, de libertad o de misterio. La práctica del sexo, el consumo de drogas o el desparramo de billetes verdes son acciones que lucen siempre mecánicas, que no parecen contar del todo con la voluntad de los participantes: son una compulsión, una serie interminable de movimientos espasmódicos que por momentos parecen de desesperación. En El lobo de Wall Street coger equivale a someter, como se ejemplifica en la escena en la que Belfort consigue doblegar la voluntad de un cliente reticente. La cocaína, por otro lado, se consume en función de su capacidad para incrementar la productividad. De este modo los personajes están atrapados entre dos fuegos. No quieren tener la vida de los otros, que viajan en el transporte público o en autos insignificantes y se atienen a lo que prescriben las leyes, pero la vez están entrampados, acaso sin saberlo, en el maremoto de su propia voracidad, que los deja siempre insatisfechos, disconformes y a menudo al borde de la muerte a causa de sus excesos. Con esta mirada doble de moralista encandilado, que oscila en forma constante entre la admiración y la envidia, Scorsese hace una película de consenso. Un espectáculo rutinario donde se erige al poder del dinero como motivo de veneración y al matonismo como fuente de gozo pero que no termina nunca de asumir el escándalo último de sus elecciones. En muchos pasajes la película parece una comedia, y probablemente lo sea. En cualquier caso, yo no me reí.
Capitalismo salvaje Si durara una hora menos y no ostentara el nombre de Scorsese como director, podría verse como una farsa más o menos divertida y ligeramente perturbadora sobre el descontrol al que lleva la codicia en el mundo bursátil. Pero parece demasiado poco para un director que en los ’70 y ’80 ofreció obras maestras, y que incluso después dio señales de sagacidad, sobre todo en La isla siniestra (2010). Porque, aún con sus raptos de lucidez y excitación, El lobo de Wall Street resulta un film menor, desparejo, superficial. Es cierto que, de un tiempo a esta parte, a Scorsese se le nota demasiado la necesidad de llamar la atención, de no hacer “un film más” sino productos que, por su temática y su ambiciosa producción, cobren una importancia que los hagan perdurables. En este caso, nutrir con un halo de amoralidad –y con trazos gruesos de comedia disparatada– el retrato de alguien que desea cumplir con el sueño americano a cualquier costo, pareciera bastarle para sentirse original o transgresor. Sin embargo, la historia del hombre de negocios ambicioso que progresa sin escrúpulos se vio muchas veces, y cabe preguntarse hasta qué punto el éxito de este tipo de personajes depende de la adhesión inmediata que despiertan en los espectadores, fascinados con un estilo de vida que no tienen y que tal vez consideran deshonesto pero que, íntimamente, desean y admiran. Aquí, Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), el trepador agente de bolsa del que se ocupa Scorsese, en algún momento paga el precio de su frenética carrera en pos de éxito y dinero, pero films con la moraleja “quien mal anda mal acaba” también ha habido montones. Además, casi no hay dramatismo ni siquiera en el tramo final de El lobo de Wall Street, que durante sus 180 minutos despliega no sólo el lujo de yates, aviones y mansiones con piscinas, sino también el cinismo de quienes los han ganado sin el sudor de su frente y los disfrutan descuidadamente. Dicen que su película duraba cuatro horas y que la montajista Thelma Schoonmaker debió trabajar arduamente para pulir el material. Se nota en el resultado, finalmente bastante caótico, con episodios de la vida de Belfort más extensos que otros sin motivo, personajes secundarios apenas desarrollados, cambios de ánimo algo incomprensibles y abruptos cambios de escenario. Ese fragor impide realmente conocer, o al menos intuir, las motivaciones y sentimientos del protagonista: a veces habla y actúa con sentido común y otras como un alienado risueño, alienta a sus corredores de la Bolsa con más nerviosismo que convicción, y cuando es acorralado por el FBI o por alguna crisis familiar no parece experimentar inquietud alguna. El actor que lo encarna no ayuda mucho: con su aspecto de niño histérico enfundado en traje, Di Caprio no deja de verse como Di Caprio haciéndose el loco. Vale preguntarse cuánto hubiera ganado la película si otro intérprete con mayor autoridad hubiera encarnado a ese tramposo seductor. En otros tiempos, por ejemplo, Scorsese había recurrido a Paul Newman para El color del dinero (1986) o a Robert De Niro para Casino (1995), que ya con su mirada maliciosa y sus modales de zorros viejos hacían de sus seres de ficción adultos con calle, amigables pero sospechosos, mientras que Di Caprio –más por su apariencia que por su capacidad– convierte a su Jordan casi en personaje de comedia para adolescentes. Otro tanto ocurre con los personajes secundarios, gruesos estereotipos de esos que algunos críticos reprueban cuando se ven en películas argentinas pero celebran en un film de Scorsese: la primera mujer, desprolija; la segunda (ya con dinero de por medio), una Barbie despampanante y engañosa; el freak inevitablemente gordo, dientudo y casado con su prima; el padre, simpático y demagógico; la pequeña hija rubia y angelical; etc. Todos parecen vivaces marionetas bailando al ritmo de un demiurgo cocainómano, con la excepción de la primera esposa (una perdedora) y un circunspecto agente del FBI, el único que parece actuar con honestidad. En El lobo de Wall Street hay numerosos gags, pero su humor tiene altas y bajas: mostrar a los personajes con dificultades para moverse o conducir su automóvil después de haber probado una droga de fuertes efectos parece más digno de Tonto y retonto (1994, Peter y Bobby Farrelli) que del director que supo hacernos sonreír con mejores recursos en El rey de la comedia (1982) y Después de hora (1985). Que la cámara planee o ensaye ágiles movimientos no es nuevo en el cine de Scorsese, pero sí que haya errores de continuidad (en varias escenas de conversaciones) o que congele la imagen o la ralentice sin demasiado criterio. Por otra parte, que el protagonista vaya contando lo que siente o lo que busca hablando a la cámara o con la voz en off –como buscando la complicidad del espectador– resulta redundante y poco original. Cuando, durante la conversación con la elegante tía de su mujer (Joanna Lumley), el director elige hacernos escuchar lo que piensan uno del otro, pareciera estar copiando al Torre Nilsson de Boquitas pintadas (1974). Muchos celebran de El lobo de Wall Street su actitud políticamente incorrecta (con enanos utilizados como dardos humanos y trabajadores maltratados con prepotencia), su supuesto salvajismo, el disfrute hedonista de sus personajes sin pensar en culpas ni en consecuencias. Pero el sexo, expuesto de manera fugaz y calculada, es siempre grotesco (parece que en Hollywood nunca se verá la intimidad de una pareja desnuda como en Aquél martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean) y, por otra parte, son el dinero y el engaño los que mueven esta montaña rusa de placeres. El capitalismo es sucio pero divertido, parece decir Scorsese. Tal vez para el público estadounidense ver a un director veterano embarcado en un trabajo alocado como éste despierte entusiasmo, más aún si el mismo cuenta con varios actores populares en roles secundarios (Jonah Hill, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jean Dujardin) y con el tipo de secuencias que suelen considerar antológicas, aunque poco y nada valgan en términos cinematográficos, como la de la conversación entre maestro (McConaughey) y discípulo (Di Caprio) en el bar, o alguna interpretada por el protagonista en cueros junto a una prostituta. Precisamente, un crítico de The Hollywood Reporter, al referirse al film, habló del “irresistible atractivo de ver a chicos traviesos haciendo travesuras”. El problema es que hay algo de diversión entre matones o barrabravas en El lobo de Wall Street, con la que Scorsese parece haber perdido un poco el rumbo aunque sin importarle demasiado, casi como su lobo de Wall Street.
El lobo de Wall Street es una historia imperdible plasmada en la pantalla de una forma única y fascinante. Candidata segura a ganar una gran cantidad de los premios cinematográficos que se vienen. La dinámica y brillante construcción de su guión y las exuberantes y fantásticas actuaciones son el principal distintivo de esta película magníficamente dirigida...
Scorsese, el exceso y la honestidad brutal ♫ The Bull and the bear are marking their territory…♫ decía la canción de R.E.M. donde contaba la historia la historia de un corredor de bolsa que dormía de día y trabajaba de noche para hacer negocios con los mercados asiáticos, “the bull” es el toro, y “the bear” es el oso, son dos símbolos en Wall Street de como van los negocios, el toro es el mercado en alza, con ganancias, que se lleva todo puesto y el oso hiberna, es el mercado en baja, que duerme mientras quema grasa para alimentarse a si mismo. Estatuas en la bolsa de valores de Frankfurt. Así son los negocios en la calle del dinero, que como justamente el personaje de DiCaprio lo denota en una de las primeras escenas es la droga más poderosa que consumen estos personajes. La película podría haberse llamado el toro de Wall Street tranquilamente, pero ese no es el animal del título sino el Lobo, en una reminiscencia quizás a la frase Homo Homini Lupus, el hombre es el lobo del hombre; y así son los personajes de este filme, especialmente el protagonista, Jordan Belfort, quién junto a sus compañeros/colegas/secuaces invierten dinero, hacen negocios y engañan personas de manera indiscriminada haciendo perder dinero a miles de personas mientras ellos viven en la mayor opulencia y exceso. Son los lobos del hombre común, el que tiene la ilusión de riqueza, pero no sabe como lograrla, o no se anima a buscarla; o peor aun, tiene demasiados valores morales para conseguirla deshonestamente. Ese es uno de los mensajes que nos deja el filme de Scorsese: como estamos a merced de estos lobos todos los días y como viven en mundo casi surrealista donde el exceso es la norma. La cámara de Scorsese hace un viaje al estilo su filme Casino, por las vidas de estos personajes, que a su vez son personas reales; y nos muestra sin tapujos el día a día de estos corredores de bolsa, donde, como dice el tráiler, todo es más, más y más. Lo que haya en un comienzo debe aumentarse; más dinero, más mujeres, más droga, más lujos, más fiestas, más desafíos a la ley, más todo lo que se pueda sumar, hasta morir o ser parado por la ley. Y la película es nada más y nada menos que 3 horas de eso. Una mujer miembro de la Academia de Hollywood la llamó una tortura, pero otros la llamaron una de las mejores películas de año, cada quien será consciente de en que rubro entrará, pero es poco probable que el filme deje indiferente a la audiencia; es un filme divisivo, como justamente la mayoría de los dramas de Scorsese, especialmente los más violentos, en este caso la brutalidad física está generalmente ausente, pero hay más bien una brutalidad psicológica y filosófica en la vidas de estas personas que parecen en un camino de autodestrucción. Y justamente el camino que elige el director es contarlo con una honestidad brutal, sin filtros, sin moralinas, sin vergüenza y sin miedo, y eso hace que el filme pueda ser interpretado por muchos como una glorificación de ese estilo de vida de excesos basado en la estafa, pero vale la pena preguntarse ¿si el director lo muestra tal cual es, no seremos nosotros los que nos gustaría vivir esa vida? sino quizás nos tendrían que dar repulsión las acciones de los personajes en vez de parecer que se las festeja. Seguramente a muchos le dará ese sentimiento este filme, que no es para cualquiera, que tranquilamente podría ser catalogado de pecado al ser visto, un pecado que se extiende al espectador al visionarlo, pero que según en que tipo de audiencia seamos, si somos de las que creen en este concepto o no, veremos al filme de distintas formas. Personalmente me encantó, me mantuvo al borde del asiento las tres horas, me atrapó, me emocionó y me hizo reflexionar. Además es un filme con espíritu de drama, pero con forma de comedia, es una película muy graciosa que varias veces me hizo reír a las carcajadas y eso también contribuye a esa sensación de que el director está festejando o al menos no juzgando el accionar inmoral de sus personajes, pero creo que la clave está en una frase que dice DiCaprio con cierta complicidad luego de haberse metido en serios problemas: “por un momento, me olvide que era rico” y una vez recordado es como una llave mágica que abre puertas, que facilita la existencia, que da impunidad, y en ese sentido la película cobra su dimensión más dura, todo se soluciona (o al menos se pasa mejor) con dinero y lejos de ser una apología del delito es para mí un ejercicio de honestidad brutal, ya que la realidad es así, brutal, el que tiene dinero la pasa mucho mejor y tiene mucho más posibilidades que el pobre, aun cuando ese mismo pobre sea la victima de la riqueza del adinerado; es una realidad dura, concreta y palpable, y así filma Scorsese, su ejercicio de honestidad brutal nos parece apología al delito y nos refriega en la cara las diferencia sociales ¿pero acaso no es así la realidad? Puntos a tener en cuenta: - Excelentes interpretaciones de Leonardo DiCaprio, Jonah Hill y Matthew McConaughey. - Improvisaciones brillantes de parte de los actores. - Recomendada solo para adultos. - Entró en el top 250 de las preferidas del público de todos los tiempos en IMDb.com - Es mucho más graciosa de lo que parece. - Drogas, sexo y rock & roll en abundancia. - Suegras ultra religiosas abstenerse.
Luego de la declaración de amor al cine que fue La Invención de Hugo (Hugo, 20011), Scorsese regresa con El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) a ese estilo único que lo coloca como uno de los mejores cineastas de todos los tiempos. En Lecciones de cine de Laurent Tirard, Scorsese hace la distinción entre directores y cineastas. Mientras que los primeros sólo interpretan el guión y lo convierten en imágenes a partir de palabras, los cineastas adoptan el material de otro y le imprimen su visión personal. El cineasta rodará la película y dirigirá a los actores de una determinada manera que acabará por transformar el film para que forme parte del conjunto de obras con temas similares que constituyen su filmografía. Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), Casino (1995), y El lobo de Wall Street forman un conjunto de películas que tienen un tema unificador: ascenso y posterior caída del protagonista. En El lobo..., Scorsese entrega su visión sobre Jordan Belfort, un corredor de bolsa que hizo millones de forma fraudulenta. Drogas, sexo, más drogas y descontrol eran parte de la rutina diaria de Belfort y sus socios. El formidable guión, basado en el libro de Belfort, es de Terence Winter (escritor de varios capítulos de Los Soprano y creador de Boardwalk Empire: el imperio del contrabando). El lobo de Wall Steet es una montaña rusa: el espectador sale literalmente exhausto de la sala luego de tres horas en las que abundan escenas que parecen salidas de la vida de una estrella de rock. Pero ese cansancio no es producto del aburrimiento ni mucho menos. El frenesí de Belfort (Leonardo DiCaprio) y su principal socio Donnie Azoff (Jonah Hill) en la escalada a la cima del comercio mundial agota en el buen sentido de la palabra. Uno termina cansado pero con la satisfacción de la tarea cumplida y con la certeza de que la experiencia cinematográfica fue completa. El elenco es insuperable. Leonardo DiCaprio se termina de consolidar y su tendencia a sobreactuar es contenida por Scorsese, lo que hace de este su mejor papel hasta el momento. La escena de la sobredosis en la que el protagonista termina con una parálisis quedará en la historia del cine. Jonah Hill es un partenaire ideal. En Moneyball (2011) demostró que estaba a la altura de Brad Pitt y ahora prueba que no sólo es un actor de comedia. Por otro lado, el director Rob Reiner interpreta al padre de Belfort y será el encargado de contenerlo a él y a sus socios. La bella Margot Robbie interpreta a la esposa de Belfort y deja en claro que no se trata solamente de una cara bonita. La pequeña participación de Matthew McConaughey es determinante en la historia y le abrirá el camino al personaje de DiCaprio para que se convierta en El lobo de Wall Street. El reparto se completa con Kile Chandler en el papel del agente del FBI que acechará a Belfort y a todo su grupo. Además, Jon Bernthal, Jon Favreau y Jean Dujardin en papeles menores harán que cada pieza funcione correctamente. Scorsese reservó un papel hasta para el mismísimo Jordan Belfort hacia el final de la cinta como presentador en una conferencia a la que asiste el personaje de DiCaprio. Y la escritora Fran Lebowitz, que fue objeto de un documental de Scorsese, hace una breve aparición como jueza. En conclusión, El lobo de Wall Street trae al mejor Scorsese y los temas recurrentes en su filomografía: el deseo de pertenencia, el límite normal del universo entre los hombres comunes y los monstruos, y la traición. 4,5/5 SI Ficha técnica: País de origen: Estados Unidos Año: 2013 Estreno en Argentina: 2 de enero de 2014 Dirección: Martin Scorsese Guión: Terence Winter Género: Policial, Drama, Comedia, Biográfica. Distribuidora: Diamond Films
Martin Scorsese elige a Leonardo Di Caprio para protagonizar la biografía de Jordan Belfort, un corredor de bolsa sumamente codicioso con aires de rockstar que llega a ser millonario con sólo veintiséis años. La plata no se cuenta, se pesa Jordan Belfort (Leo Di Caprio) con 24 años llega a Wall Street a fines de los ´80, una época con altibajos que se preparaba para la abundancia y derroche de los ´90. El joven hace carrera y va aprendiendo las artimañas de una profesión cuasi ficticia, especulativa y legal, pero su codicia lo lleva rápidamente al lanzamiento indiscriminado de pequeñas empresas en Bolsa que no poseen prácticamente inversión y un entramado corrupto dentro del marco de su propia firma de inversiones: Stratton Oakmonts. Prontamente la empresa se convirtió en uno de los nombres más reconocidos de las finanzas y eso trajo una investigación minuciosa del FBI sobre Belfort que se comporta como si fuera el rey de Sodoma. El Autor Neoyorquinor “El Lobo de Wall Street” no escapa de los tips autorales de Scorsese que siguen preservando su comicidad y aguda crítica tras casi cinco décadas. Al igual que en casi toda su filmografía, Scorsese nos presenta un sujeto central a partir del cual se despliega un abanico de coloridos personajes simpáticos que conforman el entorno y núcleo del protagonista. Dicho medio siempre trata de gente turbia, que en este caso podríamos clasificar como proto-mafiosos para diferenciarlos de verdaderos profesionales como los de “Casino” o “Buenos Muchachos”, aunque acá no se pierde el toque italoamericano tipo clan hay algo más suave, de ladrones de guante blanco que justifica el por qué pasamos de Robert De Niro a Leo Di Caprio y de Joe Pesci a Jonah Hill. Los personajes se conducen instintivamente y con esa picardía que los argentinos entendemos bien hasta que comienzan a aparecer atisbos morales que interrumpen, frenan y luchan, siempre representado por alguna mujer (en este caso la primera mujer de Jordan Belfort) y el FBI. Este relato se construye con una voz en off casi documental, momentos manieristas en los que Di Caprio habla a cámara, además de excepcionales diálogos de un humor impecable y, no podía faltar, el montaje de la leal y talentosa Thelma Schoonmaker. Conclusión Si bien no hablé al respecto en mi breve reseña, no hay que olvidar que el cine de Scorsese habla generalmente de Nueva York y esta película no es la excepción. Jordan Belfort es un espejo de esa ciudad en los `90, llevando una vida agitada y acelerada que cuestiona e interroga de forma divertida los límites personales. Sin lugar a dudas la van a pasar bien en la sala y no sólo por el aire acondicionado sino porque ésta es una obra más que se suma a la soberbia filmografia de Martin. - See more at: http://altapeli.com/review-el-lobo-de-wall-street/#sthash.53YLXu6j.dpuf
El Calígula de la Bolsa de los 80 Scorsese realizó un par de clásicos del cine norteamericano: "Taxi Driver", "Toro Salvaje", quizá "El rey de la comedia". Su nuevo filme, "El lobo de Wall Street", va camino a convertirse en otro clásico. Es increíble la intensidad y la vitalidad del relato de Scorsese para llevar a la pantalla el libro autobiográfico de Jordan Belfort, un inescrupuloso y ambicioso broker en la Bolsa de los años 80. Tan increíble como la actuación de DiCaprio, que en más de una ocasión pareciera que está a punto de salir de la pantalla y saltar a la platea. ¿Buena gente o mala gente? Belfort y sus desbordados amigos de la empresa que crearon para venderle "nada" a otra gente, son la parte más infecciosa de un sistema financiero perverso. El dinero llueve del cielo. Igual que las chicas y la droga. Mucho dinero, muchas chicas y muchísima droga. Nunca se vio tanta cocaína junta en una pantalla de cine. Scorsese mete la cámara en esta vida de excesos del mismo modo en que Belfort mete la nariz en el trasero de una de sus chicas para esnifar una línea del mágico polvo blanco. Un exceso en tono de comedia, con un relato arrollador e implacable hasta el absurdo, tal cual el mundo inconciente que pinta. Un relato tan adrenalínico como el de Martin Amis en su novela "Dinero". Después, en la última hora de las extensas tres que dura el filme, la comedia da lugar al thriller, con los sabuesos del FBI tras los talones de Belfort. Y aquí la peor cara de todas del protagonista: el soplón. Se le podía perdonar cualquier otra cosa que había hecho, pero esto no. Varias críticas en Estados Unidos señalaron que Scorsese mostró sin juzgar todo ese paseo entre hipnótico y hedonista por Wall Street y la vida de ese Calígula moderno. En realidad, sin juzgar a nadie y sin perder el tono de comedia, Scorsese —un experto en derrumbar en sus filmes el sueño americano— golpeó duro y sin emitir opinión alguna sobre la cultura del dinero, su lado más orgiástico, nauseabundo y, sí claro, siempre tan tentador.
‘El Lobo de Wall Street’: Merca cinéfila de la mejor Ahora sí, este es el Scorsese que a mi me gusta! Mala leche, descontrolado, y sobre todo, apto para mayores de 18;). El Lobo de Wall Street no solo es un historia sobre los excesos de Jordan Belfort (la película está basada en su biografía), un corredor de bolsa que amasó una fortuna vendiendo acciones y realizando movimientos bursátiles de escasa legalidad mientras en el medio se la pasaba enfiestado con merca y minas a mas no poder. Wolfie (como le decimos los amigos) es un gigantesco exceso de absolutamente todos los involucrados en la producción, empezando por Martin Scorsese. ¿Y ustedes? ¿Cuantas manuelas se hacen por semana? Con esta película el Martincho se baja los lompas, pela el sogan y dice “Muchachos, acá el que la tiene mas grande claramente soy yo” y se manda un relato épico de 3 horas de duración donde se da absolutamente todos los gustos, desde tomarse 10 minutos para que Di Caprio logre subir a un auto hasta hacer una analogía entre la droga y la espinaca de Popeye. Absolutamente toda la película tiene el sello del mejor Scorsese (bah, el que a mi más me gusta) con una mezcla de Aviador, Casino y Buenos Muchachos que es simplemente demoledora. La película está repleta de diálogos y pasajes memorables, en el medio de una historia que es ampliamente polémica, pero que no es el típico drama o policial como en los otros títulos que mencioné. Acá estamos ante una comedia con todas las letras, con momentos que llegaron a sacarme una carcajada, donde Scorsese demuestra que tiene un timing magnífico para ese género y donde, una vez mas, muestra que son todos pichis al lado de él. La estructura de “Joven pobre y ambicioso logra subir hasta la cima para luego caer” la hemos visto infinitas veces (En su época Michael J. Fox debe haber hecho como 5 de esas) pero no recuerdo ninguna tan pasada de rosca como esta. Y no solo eso, sino que tenga el punto de vista que nos muestran acá, donde el que cuenta toda la historia es el propio Belfort. Y fiel a su personalidad (o a la de la película, digamos) no tienen ni un ápice de moralina o de aprendizaje sobre el bien o el mal o nada parecido. Él te cuenta lo grosso que era por como le sacaba miles de dólares a incautos que buscaban hacerse ricos de la noche a la mañana, y como gastaba eso en fiestas locas constantemente. Y lo bien que la pasaba y como la disfrutó y lo poco que se arrepiente de eso. Belfort te dice “Flaco, vos que laburás 8 horas por día sos un gil, la posta es esta”. Y se te caga de risa en la cara. Y todo eso es posible gracias a Leonardo Di Caprio, otro de los que dan rienda suelta al exceso absoluto en una actuación devastadora. Ya sabemos todos que Scorsese es uno de los grandes directores de actores que quedan en Hollywood, un tipo que hace actuar bien hasta a las piedras. Pero acá vemos también lo que ocurre cuando se juntan un genio del calibre del tincho con alguien como Di Caprio frente a él. Y el resultado es un actor que deja la vida en cada escena. Me agotó a mi ver los huevos que pone el tipo en cada minuto de pantalla, sobre todo en los discursos con lo que “motiva” a sus vendedores. Ya mismo pongo este papel a la altura del de Travis Bickle interpretado por De Niro en Taxi Driver sin dudarlo un segundo. ¿Te gustó lo que hizo en Aviador o en los Infiltrados? Acá le da mil vueltas y se consagra más todavía de lo que ya estaba. Pero no es el único, porque el resto del reparto también deja brotar un exceso de actuación impresionante, sobre todo Jonah Hill. Es increíble la diferencia que hace un papel en la vida de un actor. Si bien ya venía sumando puntos después de Moneyball, acá ya se consagra directamente. Tranquilamente puede no hacer más el papel de gordito salame medio fumón en el que quedó encasillado desde Superbad y ponerse a encarnar otro tipo de papeles. Tiene escenas donde se la banca frente a Di Caprio incluso, al igual que el resto del cast principal. Todos brillan, ninguno desentona. Es la magia de Scorsese. Como dijo Barzini cuando nos pusimos a hablar de esta película, ya se postula para una de las mejores del año. Quienes sean oyentes del podcast sabrán que prácticamente el 99% de las películas me parecen largas y que a todas les sacaría algo. Bueno, tranquilamente puedo sumar El Lobo de Wall Street al pequeño panteón de películas largas que, para mi, se la bancan de principio a fin sin sobrarle ni un segundo (en ese lugar tengo títulos como Ben-Hur y Lo que el viento se llevó, por si les sirve de comparación). Puede ser que cuando te quieras levantar de la butaca en el cine tengas un toque dormidas las piernas y te duela alguna nalga, pero ni a palos te vas a arrepentir de haber visto esta película. Una nueva genialidad con la que Scorsese siguen dando cátedra y afianza su lugar en el panteón de los grandes directores de toda la historia.
Colmillo rancio Quinta colaboración entre Scorsese y Leonardo Di Caprio y (justicia divina mediante) posiblemente la última. Qué lejos están los días en que Marty contaba pequeñas e intensas historias, con economía de recursos, agudizando el talento y con actores que aún no sonaban rutilantes. Todo lo contrario es El lobo de Wall Street, film que narra el ascenso y caída de un agente de bolsa, basado en la autobiografía del mismo protagonista, Jordan Belfort. Habrá quien crea que la película es otro golpe al American Dream. Francamente, no lo parece. Si la crítica pasa por lo ideológico, se diría que el diagnóstico del film es funesto. El lobo de Wall Street sintetiza todo lo que Scorsese hizo en los últimos 25 años y está en las antípodas de aquello que lo encumbró en la década del setenta. El Belfort de Di Caprio es un ser arrogante, brutal e incluso en su caída puede decirse que cae bien parado. El resto de los personajes son tontos, calculadores, seres anónimos que circulan sin brío alrededor de Di Caprio. Scorsese se sirve de un humor burdo, celebra lo obsceno (como el juego al blanco de los oficinistas, arrojando enanos); pretende ser ingenioso cuando utiliza tres horas (!) para narrar una historia mediocre, grandilocuente en sus bacanales de sexo y drogas. Es posible que, tras leer la biografía, Scorsese haya vislumbrado a un Scarface de las finanzas. Pero Belfort no es Tony Montana y él está demasiado viejo para el rock. El zorro de Queens muestra sus mañas en diálogos dispersos, pero nada justifica su megalomanía, excepto sobrevivir media tarde de este criminal verano al amparo del aire acondicionado.
El Mago de las Finanzas Historia real de Jordan Belfort, genuino trepador ambicioso, que especula y es eje de su propia codicia, por otra parte un reflejo clásico de la sociedad americana, que hace a partir de su propio sueño: el éxito financiero y la fortuna desmedida. El chico en su afán atropellador se reinventa en el negocio de la bolsa, llega a su propia agencia bursátil, y en el camino sumará desquiciadas adicciones al dinero, al sexo lujurioso y las drogas. El tema es que nunca, jamás se terminara de conformar, algo similar a la frase mundana "El que más gana, más quiere poseer". Martin Scorsese hace desde su médula narrativa un verdadero show fílmico, que si bien a veces da rasgos de desbordes o de repetición- hay algo que flota de "Buenos muchachos", de "Casino", de "El color del dinero" y hasta Di Caprio que esta soberbio, mayúsculo, parece regresar a su personaje de "El Aviador"-, la calidad del filme es inobjetable. Pese a su extensa duración -y eso que le sacaron una hora en el montaje original-, el filme atrae, entretiene, y su principal figura: Leo Di Caprio está increíble. Al actor lo rodea un elenco significativo: Jonah Hill hace el imbécil amigo eficiente estupendamente, la belleza de la australiana Margot Robbie es de no creer, Matthew McConaughey aparece al inicio brevemente pero su rol es magistral, Rob Reiner como un padre ganado por sus responsabilidades esta magnífico, Jean Dujardin el astro de "El Artista" también, en síntesis que estamos ante una propuesta donde el célebre director con el guionista de la serie de TV: "Los Soprano" (Terence Winter) le pegan bien duro a la mierdosa cultura del dinero de Estados Unidos y muy ferozmente.
Lo que tiene de bueno esta película de Martin Scorsese, que sigue girando obsesivamente alrededor de personajes obsesionados (su tema, después de todo) es que es muy divertido. Por cierto, también es muy largo (por un minuto, el más largo de toda su carrera) y en ocasiones esta historia de un jovencísimo broker que llega a las cimas de la riqueza y el delirio demasiado pronto gira en falso y parece carecer de síntesis. Pero en esos momentos, Scorsese es el mago que saca de la galera una escena divertida, una tensión inesperado, un personaje que rompe con lo que estamos viendo. Puede ser una chica demasiado linda, un tipo demasiado loco, un joven demasiado inteligente: lo cierto es que Scorsese los muestra no como humanos sino como lo que queda de animales (de allí que el nombre le quede muy bien al film) dentro nuestro, ese elemento anárquico y salvaje que está, siempre, dispuesto a clavarle los dientes al cuerpo social. Leonardo Di Caprio comprende muy bien el juego (las palmas, de todos modos, se las lleva Jonah Hill, un genio cómico en las mejores manos) y hace de su protagonista el anti-Virgilio: en lugar de hacernos atravesar el Infierno dantesco, nos obliga a recorrerlo a puro disfrute. ¿Es Scorsese, de todos modos, un moralista? Sí, lo es, pero también sabe -y hacía mucho que no se daba cuenta- que sus valores no son universales. Por eso este retrato amoral lo coloca en su verdadero mundo, aunque haya menos tiros que de costumbre.
Muchas adicciones para un sólo vicio Cuando se catalogan las películas suele clasificarse como: “para todo público” o “mayores de 16”, como si eso fuese a decir algo de la película o los niños no la puedan entender en su totalidad. El “Lobo de Wall Street” no sólo queda al margen del público menor de edad por las drogas, las escenas de sexo y lo despiadado de sus personajes, sino que diría que está limitado para muchos adultos que no disfrutan este tipo de cine. Se trata de 3 horas constantes de un motivo repetitivo con el cual muchos se sienten incómodos y han llegado a calificar esta película como mala. Y, claramente, el lobo de Wall Street no merece ni siquiera una especulación de esa calificación. No sólo por retratar la crudeza y la hipocresía del mundo capitalista más asqueroso en un nivel descarado, sino como producto narrativo que cierra en sus actuaciones y sus simbolismos internos. Pero esa crudeza es tan profunda que corre riesgo de ser considerada apología. Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio) es retratado en sus inicios desde la ambición de un joven corredor de bolsa, sin ese apetito voraz y los prejuicios destruídos, que en su primer día tiene la suerte de cruzarse con su mentor Mark Hanna (Mattew McConaughey) en el que se refleja su futuro. La breve escena muestra un McConaughey genial que cierra la introducción y anticipa el futuro de la película, ya que luego de que la empresa, donde trabajan ambos quiebra, en soledad Belfort va en búsqueda de su nuevo trabajo. Aquí está el corazón de la película, el núcleo. Porque al encontrarse en esa situación desesperada, en la que cualquier ser humano puede estar, Belfort entiende que el éxito de la elite de Wall Street no se trata del discurso del negocio y el esfuerzo, sino que en el fondo, en lo más bajo de la sociedad norteamericana se iguala con lo de arriba. El famoso sueño americano iguala a todos, aunque quieran diferenciarse, por eso recluta vendedores, pero de droga, vendedores comunes y callejeros como semillero de su éxito, a quienes les enseña el método con su talento especial para la motivación. Allí conoce a su ladero, Donnie Azoff (Jonah Hill) otro de los grandes personajes de la película, otro de los grandes fracasados de los Estados Unidos, que está casado con su prima y con su ambición y actitud, logra irritar a cualquiera. Si vamos a trabajos anteriores de Scorsese, vendría a ser el Joe Pesci de esta película, y aunque se encuentre lejos del talento del italoamericano, Hill cumple bastante bien. Como dice al principio Belfort, su ambición es el dinero, el resto de los excesos solamente son el motor para mantenerlo atento, despierto, para que las limitaciones del cuerpo no hagan decaer la posibilidad de hacer un negocio. Los otros vicios van y vienen. El capitalismo en los ochentas logró expandir su negocio a escalas globales, no solamente en las inversiones, sino en el modelo de corredor con un ojo pendiente en Tokio, Londrés y Nueva York, con un sueño, no dormir. Esa posibilidad de hacer plata en todo momento y que nunca se detenga la maquinaria. Si hay una crítica que se le puede hacer, es que en cierta forma la película logra que el espectador se involucre con Belfort en sus negocios espurios y la parte oscura de la película queda, sólo mencionada como un párrafo y no se ve. Los estafados, hayan sido por una cuestión impositiva, de legalidad de la operación o algún personaje perjudicado en concreto, están ocultos. El FBI lo presiona y está detrás de él, pero parece o da la sensación que lo negativo de las acciones de Belfort son sus excesos y actitudes, mientras que sus implicancias al resto de la sociedad parecen no existir. Quizás se demuestra la omisión, en la escena que el agente Patrick Denham (Kyle Chandler) lee en el subte la noticia de su éxito, como una forma de decirnos que en el fondo esas estafas de Wall Street están tan lejos del pueblo, y por eso nadie puede reconocer o valorar su labor. Otra crítica al film es que más allá de Jonah Hill o Leo Di Caprio, no hay personajes fuertes o destacables. El resto de los actores navega en una intrascendencia absoluta que le quita un poco de peso al producto completo en sí. Pero bueno, tampoco vamos a pedir una película políticamente correcta, porque en definitiva en ningún momento el personaje lo es, y el film es sobre la vida de ese ser tan omnipotente que se lleva todo puesto. En las pequeñas actitudes y detalles es donde se ve la profundidad de ese personaje y de la narración. Cuando le tira el sueldo de un año al agente del FBI o cuando da sus grandilocuentes discursos (podría decir más pero estaría relevando parte de la trama) convierte ese mundo de las finanzas que se quiere mostrar honesto, correcto y prestigioso, como lo que verdaderamente es, una jungla por el dinero que mide el éxito por la cantidad y no por lo que está a su alrededor. Están en un piso tan alto que pierden contacto con lo que fueron y de donde vinieron, más que eso, se quieren alejar, “porque elijen ser ricos” como si se pudiera elegir. Ese tipo de riqueza tan ostentosa los incómoda a los magnates de Wall Street, porque saben que en el fondo está mal. Belfort es consciente porque sabe de dónde vino y lo explota. Por eso su empresa es lo que se muestra que es, y sus empleados le están agradecidos porque se pone a su nivel. Pero esa aparente diversión también muestra lo primitivo del hombre y el capitalismo de su esencia. Narrativamente la película encaja por todos lados, inclusive en los detalles más pequeños, por ejemplo al mostrar la primera vez que tiene sexo con la despampanante Naomi (Margot Robbie) y luego al hacernos ver que la última fue igual, como para cerrar su proceso. Son 3 horas que no se hacen largas para nada. No está lejos de lo mejor de Scorsese, pero no brilla porque ese estilo es tan conocido como repetido en él. Las comparaciones no son buenas, pero por ejemplo, American Hustle (Escandalo Americano) a pesar de ser una buena película, no deja el mismo el gusto, y allí los diversos cierres quedan a mitad de camino. PD: Ah, no calificamos la actuación de Di Caprio, ¿Hace falta a esta altura? Por Germán Morales
El cine no sólo ha forjado grandes directores y actores sino que ha albergado a míticas duplas de trabajo que se convierten en fetiches tanto para la industria como para el público: Quentin Tarantino/Uma Thurman, Tim Burton/Johnny Depp, Pedro Almodóvar/Penélope Cruz, por sólo nombrar algunas. Martin Scorsese nos ha regalado inmensas obras conjugándose con el gran Robert De Niro y desde hace algunos años, Leonardo DiCaprio se ha convertido en su actor fetiche. Películas como The Aviator o Shutter Island han confirmado que ésta es una dupla arrolladora. La nueva producción del realizador, que ha fascinado al gran público, vuelve a reunirlos y, como era de esperarse de manera brillante. Scorsese es un perfeccionista y lo es de modo que el espectador lo note. Uno siente que las casi tres horas que dura el film no tienen desperdicio, cada escena tiene un touch distinto, todas tienen un rasgo interesante, ninguna sobra o aburre. La película está perfectamente construida, con el estilo pomposo que caracteriza al director, convirtiéndolo en un maestro de contar historias. Personajes fuertes, escenarios deslumbrantes, tramas densas y cargadas de recovecos, todas estas características que definen su estilo aparecen llenas de maestría en esta obra. Por su parte, Leonardo DiCaprio desarrolla el papel que tal vez sea uno de los más osados en su carrera junto con el de Howard Hughes (El Aviador). El concepto que transita y estructura todo el film es el dinero. Pero no cualquier concepto, sino el que Jordan Belfort forja y define. Las ideas capitalistas de confort, felicidad y éxito (personal, económico y sexual) están proporcionadas por el dinero. Al mismo tiempo, Jordan hace ostentación permanente de su inteligencia para los negocios y se convierte en maestro de millones de potenciales corredores, formando una exitosísima empresa que funciona como familia y él como jefe irremplazable, un cuasi Dios; que, dando trabajo, cambia la vida de sus empleados, otorgándole una vida de lujos, es decir, la felicidad. Otra de las temáticas muy presentes en el film es el exceso o desmesura. The Wolf of Wall Street es absolutamente barroca: está repleta de mujeres sumamente atractivas desnudas, de escenas de sexo, de drogas, dinero asquerosamente derrochado, y es una constante exhibición de lujos: yates, atuendos, casas, autos, etc. La genialidad e inteligencia conlleva un despliegue de desmesura y lujos exacerbados. Estos excesos hacen que de a poco el imperio del “lobo” vaya mostrando debilidades, baches y complicaciones frente a la ley, pero hasta con la soga al cuello, Jordan sigue dirigiendo su enorme monstruo capitalista. Y lo que es más interesante, el personaje nunca se pone moralista con respecto al dinero o a sus actos: él es un amante rabioso y desalmado del dinero y lo sostiene hasta el final, nunca vacila, nunca tiene miedo. The Wolf of Wall Street nos presenta una realidad que embelesa, cargada de exuberancia y belleza, liderada por la fortaleza de un personaje inolvidable y fascinante en cada movimiento y diálogo. Una obra de suma precisión narrativa y estética, confirmando la comprensión y explosión de genialidad entre dos gigantes del cine. Una vez más funcionó la pareja Scorsese/DiCaprio, ambos haciendo uso de una artística desmesura.
El (nada) discreto encanto de la burguesía (financiera) Varios elementos fomentan el interés por la nueva película de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street: como marco más general, la “curiosidad” que se promueve en la cultura masiva por cómo viven (qué hacen) los “ricos y famosos”; también, por el hecho de que el tema que se trata ya ha sido abordado en varios libros y películas: desde la siempre recordada Wall Street (1987), de Oliver Stone, protagonizada por Michael Douglas, pasando por la película del asesino yuppie (impune), basada en el libro de Bret Easton Ellis, American Psycho (1991), hasta la novela de Don DeLillo, Cosmópolis (2003), con su película homónima, dirigida por David Cronenberg, sobre “un día en la vida” de un rico en su limusina. Si a esto le sumamos que desde 2008 estalló una crisis económica que afectó (y afecta) a gran parte del mundo (las crisis de las hipotecas, “subprime” y “activos tóxicos”, junto a un repudio bastante extendido contra los banqueros, CEO’s y brokers, causantes de la crisis que lleva a desempleos y desahucios), y que el director de esta película, célebre por Taxi Driver, Buenos muchachos y Casino, entre otras, tiene en el papel protagónico –más allá de los gustos– al reconocido y popular Leonardo DiCaprio, se puede “aventurar” que acá habrá un “éxito” asegurado. (La película tiene además cinco nominaciones a los premios Óscar. El guión está basado en una historia real: las memorias de Jordan Belfort, un ex directivo de una firma de inversiones que comenzó su carrera a fines de 1980 y se hizo millonario durante los ‘901. Tal como aparecen en la novela La hoguera de las vanidades (también llevada al cine), de Tom Wolfe, los protagonistas de esta historia son los (auto)denominados “amos del universo”. Cuenta Belfort: “Era 1987, y parecía que los yuppies imbéciles […] gobernaban el mundo. Wall Street estaba en plena fase ascendente, y escupía nuevos millonarios de a docenas. El dinero era barato, y un tipo llamado Michael Wilkin había inventado algo llamado ‘bonos basura’ que cambió la manera en que las corporaciones de los Estados Unidos hacían negocios. Fue una época de codicia desenfrenada y locos excesos. La era del yuppie”2. Aunque puede encontrarse algún “guiño” a la situación actual –o pensarse directamente: “nada cambió desde entonces”–, por ejemplo, cuando Belfort, para dar un gran salto con su naciente empresa propone a sus empleados concentrarse en “el 1% más rico” del país para venderles las acciones (y ya no al “99%”, que apenas arriesgaban/entregaban unos cientos o pocos miles de dólares), la película se propone solo ser “fiel” representando la historia de entonces. Desde la imagen y el ritmo, es una película que impacta por su permanente acumulación de escenas (luego de una introducción donde vemos a un joven Belfort ingresar al “mundo de las finanzas”… a poco de un desplome bursátil, y luego el “despegue” con su propia “firma” y empleados), donde se suceden vertiginosamente negocios y más negocios, drogas, fiestas y sexo. Dijo el mismo Scorsese sobre su obra: “intenta ser […] una mirada al corazón de los Estados Unidos. Y también a la naturaleza humana: la ambición, la sed de poder, el deseo de conquistar todo lo que haya por conquistar no son exclusivas de los Estados Unidos. Lo que intenté hacer fue llevarla más lejos, empujarlas más en términos de estilo, de salvajismo, de locura”3. También hay escenas patéticamente cómicas que, siendo bastante evidentes, simples, predecibles, dan un tono ligero a –y ayudan a (sobre)llevar– las tres horas de duración del film. Aunque hay unas pocas escenas dramáticas (o tragicómicas: como el peligro de muerte por asfixia que sufre la mano derecha de Belfort… con jamón; o el divorcio de Belfort y la pelea por los hijos) apenas tienen peso en la historia. DiCaprio es en general solvente en su papel (va con personajes “enérgicos”, como ya lo demostró, por ejemplo, en J. Edgar (2011)), y el eje alrededor del cual gira el resto de los personajes que protagonizan Jonah Hill, Matthew McConaughey, Rob Reiner y Joanna Lumley. Scorsese nos brinda una película que (¿inevitablemente?) trae reminiscencias de otras obras suyas, aunque esta es sobreabundante y repetitiva. Tal vez ahí, en ese extenso “machaque” radique uno de sus principales defectos pero también su triunfo en cuanto a plantar a su personaje firmemente buscando generar así empatía con el público (el tono con el que el personaje de DiCaprio (nos) cuenta su historia –con su voz en off e incluso hablando directo a cámara– busca mostrarlo como alguien “espontáneo”, casi “chambón”, risible, llevado por sus “impulsos”, cueste lo que cueste, a “ganar dinero”). A diferencia del hermetismo déspota del personaje de El capital (2012), de Costa-Gavras (otro directivo de las finanzas, consciente de los planes de “reducción de personal” que debe aplicar para que suban las acciones), acá se busca, en palabras de Scorsese, “implicar al espectador en forma directa con la moral del personaje”: “no es posible relacionarse con protagonistas que sean seres repulsivos y nada más. En ese caso el espectador mantiene la distancia, no los relaciona consigo mismo. Los ve como monstruos y eso es tranquilizador, ya que puede depositarse en ellos todo lo negativo, mientras que nosotros, los que estamos de este lado, somos los buenos, los normales. A mí me interesa poner al espectador en la situación contraria: la de que ese mundo lo fascine lo suficiente como para querer ser parte de él. De ese modo, cuando ese orden se da vuelta el espectador se ve obligado a replantearse qué lo hizo querer estar en ese lugar”4. Entonces ¿cuál sería el “mensaje”? ¿“Todos podemos (o podemos desear) ser Jordan Belfort”? Como todos tenemos ambiciones –así como el personaje del FBI; un solitario y decidido (incorruptible) investigador de “delincuentes financieros”–, el final de la película permite así verlo: no es Belfort “el malo” de la historia, sino… el grueso de la gente: el público que va a oírlo dar una charla “motivante” para emprender proyectos, vender, “triunfar en la vida”, “ser exitoso”, etcétera. El lobo de Wall Street de Scorsese se reduce a “su historia”: endogámica, de formas apabullantes, “aceleradas” y repletas de “excesos”. Otras “conexiones”, “aperturas” o conclusiones con esta historia quedan entonces a cargo del público. 1 Tras haber sido enjuiciado por “prácticas ilegales”, multado por estafas con diez millones de dólares y condenado a la cárcel por casi dos años, se dedica ahora a dar “charlas motivacionales”. 2 Jordan Belfort, El lobo de Wall Street, Booket, 2013 (ed. original 2007), p. 12. 3 Reportaje de Nick Fridman a Scorsese publicado en el diario Página/12, 2/1/2014. 4 Ídem.
Capitalismo Mother F#ck$r La dupla Scorsese - Di Caprio se vuelve a juntar para ofrecernos un cóctel de locuras y buen cine en "The Wolf of Wall Street". Cuando los que ya la habían ido a ver me decían lo salvaje y bizarra que era la película, no podía hacerme una idea bien acabada sobre lo que significaba, hasta que me senté los 180 minutos que dura el metraje y me entregué a la locura hipnótica del capitalismo en su expresión más bruta y descarada... ¡Qué experiencia por Dios! Este nuevo trabajo de Scorsese está dotado de escenas y diálogos que son clásicos instantáneos, que van a quedar dando vuelta en mi cabeza por mucho tiempo. Para resaltar en primer lugar, está la mirada cruda pero a la vez fantástica de un personaje insignia (aunque a los estadounidenses no le guste) del sueño americano. El joven talentoso con ideales y ganas de cambiar el mundo que rápidamente es tragado por la vorágine de una selva construida de billetes y vicios es sencillamente genial. El éxito de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio) es directamente proporcional al nivel de paranoia, drogadicción y corrupción que alcanza su persona en el mundo de los negocios, una concepción muy noventosa del capitalismo pero no menos cierta por esto. Scorsese exhibe durante 3 horas un aguijón que primero te seduce, luego te divierte y cuando estás en el máximo estado de disfrute te pica bien fuerte para que no olvides la crítica que hay detrás de toda esta parafernalia. Las interpretaciones son excelentes, tanto de Jonah Hill como de su protagonista máximo, Leonardo Di Caprio. ¡Teléfono para La Academia! Ya es hora muchachos... Di Caprio ofrece un Belfort tan excéntrico como seductor, un genio loco de la guita que te puede maravillar por 3 horas y más incluso. Soy del tipo de persona a la que más de 2:15 horas de película suele parecerle tedioso e incluso "El lobo..." podría haberse resuelto en menos tiempo, pero lo que ofrece en la pantalla grande es tan fantástico y crudo que podría haberlo visto por un par de horas más. Para aquellos que estén dudando sobre si ir a verla al cine, les digo que no se van a arrepentir. Es una película super divertida, pero a la vez filosa, que critica de manera implacable el sueño americano basado en el capitalismo feroz. Muy recomendada.
Pecados capitales (Los signos medúseos – Parte 2) Uno de los mejores momentos de esta película es aquel en el que el habitualmente ninguneado y ahora reivindicado Matthew McConaughey, suerte de mentor del personaje interpretado por Leonardo Di Caprio, explica y resume todo el sistema financiero bajo el concepto de “Fugazi”. Ese momento vale y a la vez explica toda la película. No hay reglas, todo es ficción y lo que impera es el triunfo de la voluntad. El único problema con esa escena es que está al principio (y hasta puede verse en el trailer), y lo que queda, que es bastante, es una reiteración de esa idea central, adornada por algunos momentos brillantes y otros previsibles. En la nota anterior nos referíamos al concepto de Signo Medúseo, término útil para abordar la obra de Martin Scorsese, en particular de los años 90 en adelante. En algún punto MS se volvió SM. Esto no quiere decir que no haya nada rescatable en este nuevo trabajo del casi siempre vital y efusivo y a esta altura mítico director. Sólo que esa vitalidad tan celebrada se encuentra agazapada y se hace presente solo por momentos en esa espiral de desmesura que acumula excesos y colecciona anécdotas para volver a contar una historia de asenso y caída que culmina con una incomoda delación y una redención ambigua. Y hasta se vuelve aleccionadora para aclarar que ni el dinero ni el sexo ni las drogas llevan a la felicidad. Si en Escándalo Americano el “más de los mismo” la volvía una encantadora falsificación, en este caso toda la historia real de Jordan Belfort deviene en eficaz fugazi.
Wall Street es un monstruo. Si quieres entrar a trabajar ahí y no eres uno, estás perdido. Al menos esa es la premisa que Martin Scorsese nos plantea en su nuevo filme de estafas, de la mano de su actor consentido Leonardo DiCaprio. Leo es Jordan belfort, un hombre que se abrió paso a través del monstruo económico de los Eu pero no dentro de él, sino como una competencia, como el hombre que aprendió lo secretos y encontró la manera-no muy ética- de amenazar ese imperio capitalista con su propio imperio, rodeado de personas dispuestas a todo con tal de conseguir unos pocos dólares a costa del resto. El dinero lo es todo, o eso parece decirnos el filme. Y aquí podemos hacer una pequeña comparación muy burda. Como si fuera un American Pie de adolescentes. Y no porque se trate precisamente de adolescentes, sino por todos los excesos que provoca el ser descaradamente millonario. Drogas, sexo, alcohol y todo ese tipo de descontrol que provoca saberse lejos de la ley y cerca de cualquier cosa que a uno se le antoje. Para que al final te alcance la resaca del día anterior y descubras que todo lo que tenías era una mala broma solo porque a alguno de tus colaboradores -como buena película de ciencia ficción en la que el villano siempre es creado por el mismo héroe- te delate por accidente o con plena conciencia) y entonces se termine todo el sueño. Basada en el libro de memorias del protagonista mismo, El lobo de Wall street encuentra su mayor fortaleza en las actuaciones y en la dirección, que son capaces de dotar a un guión bastante plano -y muy confuso y aburrido por aquellos que no somos amantes de los números y la economía- en una película entretenida en su segunda mitad y que causa una impresión de anhelo. Como si fuera una de esas pláticas de "Usted también puede ser millonario sin importar su orígen" que al fin y al cabo es lo que terminó haciendo Belfort. Cualquiera que sea su enfoque, al final la moraleja que captamos es "Si lo quieres, lo puedes", y si esta vez la academia lo quiere, podría convertirse en el primer premio del siempre despreciado Di Caprio. Y por cierto, singo sin creer que Jonah Hill le haya robado la nominación a Daniel Bruhl. No lo merece.
Exhausto, decepcionado, conmocionado, alborozado, frustrado, acelerado o simplemente con el trasero adormecido, son algunas de las sensaciones que uno puede experimental al salir de la sala de cine luego de ver El lobo de Wall Street. Y "exceso" es sin dudas la palabra que mejor describe a la nueva colaboración entre Leonardo DiCaprio y Martin Scorsese, esa dupla que en los últimos 10 años sido sinónimo de éxito tanto en crítica como en taquilla. La historia sigue los pasos de Jordan Belfort en su ascenso y caída, de sus conquistas arrolladoras y por supuesto del inevitable final repleto de impotencia e imposible redención. Decir que se trata de una biopic (basada en una autobiografía) es una manera de atribuirle a una única persona las andanzas que son comunes a una buena parte de los corredores de bolsa de Wall Street. Difícilmente Jordan Belfort haya sido el único que pueda decir que por un largo periodo de su vida vivió a base de estupefacientes, sexo y lanzamiento de enanos. Scorsese y su editora multipremiada Thelma Schoonmaker (ganadora del Oscar por el montaje de Toro Salvaje, El aviador y Los infiltrados) demuestran un dominio absoluto del lenguaje y el ritmo audiovisual que debe llevar una película. Quizás una de las curiosidades más grandes del film sea que pese al reproche de que el metraje se extiende a 3 horas, la historia está contada de manera tal que se siente refinada y fresca. En ningún momento el espectador querrá abandonar la sala más que por la urgencia de querer ir al baño o humedecer su garganta con alguna bebida. Y dicho esto más peculiar aun resulta leer que la compañía apuró al director a que terminara su película (sobre una duración que originalmente podía extenderse hasta a 4 horas) para poderla hacer competir en los Oscars y en menor medida en los Globos de Oro. Al mejor estilo Casino y Buenos Muchachos, la película avanza con la clásica narración en off del protagonista que cuenta en primera persona cómo se hizo en el mentiroso y vil mundo de las acciones. Pero a decir verdad, de a ratos pareciera que Jordan está contando la misma anécdota y dando el mismo discurso motivacional para sus empleados que ya dio minutos (u horas) atrás. Y allí yace la contradicción y el desequilibrio de su obra, ya que cada desvarío o repetición está contado con un ingenio y un atractivo formidable que mantiene en vilo al espectador. No es que Scorsese haya vuelto, sino que nunca se había ido. Simplemente con Hugo había decidido tomar otra camino distinto al habitual, y esperemos que no sea la última vez ya que fue definitivamente una de las obras más memorables de su extensa filmografía. Y quizás con El lobo de Wall Street no logre el mismo reconocimiento (el tiempo lo dirá), pero indudablemente se trata de otro paso firme en la carrera de un director que parece negarse a envejecer.
El problema de las películas cinéfilas, aquellas que hablan todo el tiempo de otras películas, es que la experiencia del espectador muchas veces se reduce a un juego superfluo de relaciones. El que sabe, el que entiende de qué película se está hablando o con cuál se está relacionando a un determinado personaje, música, línea de diálogo o escena, podrá disfrutarla de una manera más acabada. En pocos casos, como en el cine de Quentin Tarantino, las referencias son tan exóticas y están asumidas con tanta banalidad que la película actúa como un reciclaje, resultado de que los elementos se transforman y se integran a la narración. Scorsese es un erudito del cine, cualidad que está presente no sólo en varias de sus ficciones sino también en documentales sobre la historia del cine o en algunos más puntuales como el que le dedica a Elia Kazan. En su nota sobre Hugo, Javier Porta Fouz decía que Scorsese representaba a la peor cinefilia, aquella encerrada en su propio mundo, incapaz de respirar fuera de sus límites y conforme con esa situación. La afirmación es precisa para definir lo que hacía Scorsese en esa película, pero no se aplica a El lobo de Wall Street. La última película de Scorsese se mueve rápido, es adrenalínica y no se detiene nunca en citas innecesarias. En casi tres horas, Scorsese cuenta el ascenso y la caída, a inicios de la década del noventa, de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un corredor de bolsa encontrado culpable por diferentes delitos en el mercado de valores. A diferencia de otras películas del director, la historia avanza, salvo algunos momentos, de manera cronológica. Vemos, en este orden, la llegada de Belfort a Nueva York, su temprano éxito, su crecimiento vertiginoso y su caída, igualmente vertiginosa. Se podría pensar que en términos narrativos el punto más flojo está en el medio de su recorrido: un conjunto de orgías, fiestas merqueras, jornadas de trabajo (que obviamente tienen orgías y merca, entre otras drogas), y discursos gritones que parecen variantes neuróticas de los famosos seminarios motivacionales. Sin embargo, ese torbellino no es un excedente, una suma de escenas redundantes sino, aunque no parezca, el centro de la película. Scorsese está fascinado por su personaje y, por lo tanto, no asume la distancia que establecía con los mafiosos de Buenos Muchachos o con el esquizofrénico de Taxi Driver. La invitación de El lobo de Wall Street no se reduce a acompañar con disposición irónica el fluir de un personaje y su mundo, sino a dejarnos llevar por la danza hedonista. Debido a la indisimulable empatía que Scorsese siente por su personaje y que intenta imponer al espectador, la posición de la película es clara; jamás vemos a ninguna víctima. Sólo los escuchamos del otro lado del teléfono, jugándose la vida en la apuesta, inmersos en el éxtasis final del sueño americano. Los perdedores tienen lugar en la imagen sólo dos veces. En la primera, el hombre de la ley que condena finalmente a Belfort viaja en un subte. Cuando termina de leer una nota que informa sobre los tres años de condena que se le dieron al protagonista, mira a su alrededor, hacia las personas que viajan en su mismo vagón. Ellos son representantes de ese sector social que no accede al éxito, que no tiene la capacidad para ser un self made man. Al final, un conjunto similar cubre la totalidad del plano, pero no hay en esa imagen una crítica de parte de Scorsese, un intento por incluirlos en una posición digna, cerca de todos los blancos anglosajones que cubren los pasillos de Wall Street. Todos ellos, todos los norteamericanos (y por extensión totalitaria: todos los hombres), quieren el éxito, parece decir el cínico narrador, pero no todos tienen el hambre ni el instinto que se necesita para lograrlo.
El tríptico amoral de Scorsese encuentra su cierre perfecto. Si algo caracteriza la obra del prolífico director Martin Scorsese es la maestría para sumergirnos en los universos más lejanos a la vida vulgar y rutinaria de la mayoría de los mortales generando una empatía instantánea con sus criaturas cinéfilas por mas reprochable que sea su accionar. Nos ocurrió con Henry Hill (aquel mafioso interpretado por Ray Liotta en Buenos Muchachos) y también con Sam Rothstein en Casino, esos seres carentes totalmente de parámetros morales ejercían una fascinación tan intensa como visceral. El lobo de Wall Street nos sumerge en un universo inexplorado(por lo menos desde esta mirada empática)que es el de los corredores de bolsa de la capital financiera del mundo occidental capitalista moderno. El film está basado en la autobiografía de Jordan Belfort cuenta con un guión adaptado por Terence Winter,quien posee una relación directa con los mundos moralmente discutibles luego de su participación en series como The Sopranos y Boardwalk Empire. La historia ambientada en la década del ochenta en Nueva York nos permite conocer a Jordan Belfort (interpretado por un Leo Di Caprio en estado de gracia) un joven con ambiciones que ingresa tímidamente al mundo de los corredores de bolsa y luego de una motivadora charla con un mentor ad hoc interpretado por Mathew Mc Conaughey. En la misma se le dan al joven las dos claves del éxito : masturbación para exorcizar los fantasmas del sexo y lograr claridad mental y altas dosis de cocaína para estar en un estado de alerta constante . Jordan es un aprendiz aplicado, pero la caída de la bolsa de 1987 lo dejará fuera de las pistas y será entonces cuando la estafa (en pequeña escala) se volverá su medio de supervivencia económico a través de la venta de acciones sin valor en el mercado a pequeños inversionistas desprevenidos que él sabrá encantar con la convicción de sus palabras. A partir de entonces el relato se convertirá en un anárquico, frenético y grotesco paseo por un mundo donde los excesos son tan necesarios como inevitables. Y cuando hablamos de excesos nos referimos a orgías, abuso de sustancias e inmoralidades varias que serían el orgullo de Tinto Brass o de John Waters. Todo esto perfectamente acompañado con una banda de sonido elegida con un cuidado casi obsesivo por el supervisor musical Randall Poster quien se encargó (bajo la experta mirada del director) de seleccionar un conjunto de obras que van desde Billy Joel pasando por Cypress Hill, Foo Fighters o hasta incluso Umberto Tozzi . Todo es parte de esta desmesura narrativa que traza un paralelo entre el ritmo de vida de Jordan y el desarrollo del film con un descontrol acotado que solo puede lograrse cuando se conoce el oficio a la perfección como lo hace Scorsese. http://www.youtube.com/watch?v=lYWlb3Xvv2I El lobo de Wall Street nos brinda una mirada sobre un universo inexplorado por la mayoría de los mortales, los que rara vez pueden presenciar los hilos que se tensan detrás de las movidas financieras que los afectan. Algo así como el descorrimiento de un velo que nos permite ser voyeurs de lo que nos es vedado: la inmoralidad en su máximo esplendor. Y esta neutralidad moral que el director asume en su relato tal vez sea lo que más incomode a cierto sector de la crítica y de los espectadores. Incluso ha sido publicada en LA Weekly una carta abierta de una de las hijas de un socio de Belford Christina McDowell quien manifiestamente acusa al director y a su protagonista de banalizar el accionar del inescrupuloso vendedor de acciones e ignorar las nefastas consecuencias de su accionar para muchos de los damnificados. Lo cierto es que el caso de Belford , en la vida real , es una clara muestra de lo salvaje del sistema capitalista y el poder judicial norteamericano tampoco tomó demasiadas cartas en el asunto.De hecho la morigeración de su pena se basó en la traición a sus compañeros de ruta . ¿Porque entonces pedirle a Scorsese que se erija como un paladín justiciero o que convierta su film en una fábula moralizadora? El director ha asumido el riesgo de mostrar el exceso de las altas esferas económicas sin caer en la tentación de condenarlo y no ha ahorrado recursos cinematográficos (flashbacks, montaje frenético) en un relato contundente como pocas veces se ha visto. El lobo de Wall Street es una experiencia cinéfila como pocas veces se ha visto. ¿Perfecta? Claro que no,pero transmite plenamente el espíritu desenfrenado de un sector de la sociedad cuya única certeza es la propia volatilidad.
Publicada en la edición digital #258 de la revista.
Se podría pensar en El lobo de Wall Street como en un agotado(r) film sobre la exhausta tradición de Hollywood, del mismo modo en que las simétricas tres horas de La vida de Adele pueden ser vistas como la cáscara vacía del modernismo que alguna vez quiso encarnar la Nouvelle Vague –y no en vano ambas tradiciones confluyen hoy en la igualmente fatua fiesta de Cannes–, pero eso será motivo de otra nota: ésta va por otro lado… O por una subtrama, digamos. 1. La ternura de los lobos La última escena de El Lobo de Wall Steet nos devuelve al origen: el sueño americano de convertirse en ganador a toda costa y contra toda esperanza, porque el capitalismo vive a expensas de los loosers, tal como deja en claro la primera media hora del film al narrarnos el meteórico ascenso bursátil del protagonista. En el medio la película (¿inevitablemente?) se deshilacha, porque a Scorsese el funcionamiento de la bolsa le interesa menos que ese temor a volver a ser un hombre común, y lo que se hace para evitarlo. Después de todo, como dijo alguien por ahí, El lobo de Wall Street no es sino la película de un millonario. Pero el personaje de Di Caprio está más cerca del insoportable magnate de El aviador que del atormentado nuevo rico de El gran gatsby. Y muy lejos de Travis Bickle y Rupert Pupkin, patéticos hasta en el golpe de suerte. (Cuenta la leyenda que Scorsese y De Niro volvieron de incógnito al viejo barrio donde crecieron, buscando menos el sabor del pasado que el corazón de sus primeras películas hambrientas de gloria, sólo para descubrir que ya no sabían hacer películas “baratas”.) Desde entonces, Scorsese suple ese nervio originario con oficio, en el mejor de los casos, y en el peor con una mera acumulación de escenas, fiestas y drogas. “Vertiginosa” dicen las críticas, lanzadas con sus adjetivos a repetición a emular la película misma, así como ésta pretende sumergirnos en el vértigo amoral del capitalismo financiero. Pero no hay distancia alguna, pese a los guiños y las miradas a cámara, del mismo modo en que no lo hay en la cinefilia destemplada, feliz por asumir que El lobo de Wall Street sería la mejor película de Scorsese en décadas… Nadie repara en que lo dicen muchos de los mismos que ayer alababan con igual ímpetu ese esperpento digito-sentimentaloide llamado Hugo, que enterraba al cine que decía homenajear. Pero nada nos asombra: ni los críticos redomados ni mucho menos un viejo lobo de Hollywood como Scorsese, que ya nos tiene habituados a esas aparentes paradojas. Porque si algo une a películas tan disímiles como ese cuento de hadas sobre el cine y esta fábula sobre el poder del dinero es el mismo exceso de sentido: se trata de parábolas morales (sobre el pecado y la redención, claro, como los críticos vienen deduciendo desde el catolicismo explícito de ¿Quién golpea a mi puerta? a La última tentación de Cristo). Pero el ángel enfermo que asomaba lateralmente en Calles peligrosas y que luego protagonizaría Taxi Driver para reaparecer como farsa en El rey de la comedia (consagrando a De Niro en ese repetido personaje, que le valió un oscar por Toro salvaje) tiene una gran diferencia con el gánster caído de Buenos muchachos y Casino (reciclado ahora en El lobo de Wall Street): en aquellas primeras películas se trataba de loosers que terminaban ganando por la perversión del entorno, mientras que en la nueva trilogía iniciada con Buenos muchachos se trata de tipos que quieren a toda costa dejar de serlo y caen en el intento (no en vano del mismo De Niro replica esa fábula sobre chicos buenos perdidos en Una historia del Bronx). El mismo Scorsese encarnó ese ensueño cocainómano, como si para contarlo hubiera tenido que confundirse con él. Y es su propia buscada redención la que cuenta de película en película, atravesando la historia norteamericana (de La edad de la inocencia y Pandillas de New York a New York, New York y El aviador): si toda su obra es, como él mismo ha dicho, “una mirada al corazón de los Estados Unidos”, queda claro que se trata de.una mirada redentora. Basta verla en su más claro gesto de salvador-que-quita-los-pecados: su entrega del Oscar honorífico a Elia Kazan, epítome de Judas. Luego firmó el documental Una carta a Elia, en el que nos explica el impacto que tuvieron en él sus películas (es decir, por qué Kazan es importante…): “vi Nido de ratas cuando se estrenó, en 1954. Las caras, los cuerpos, la manera de moverse, el sonido de sus voces. La misma mezcla de dureza y ternura que veía cada día. Como si la gente a la que conocía importara, aunque tuviera defectos”. Pero el precio que paga por cubrir los “defectos” de su maestro es perderse en una confusión imperdonable, así como Kazan traicionó a la tradición que él mismo quiso inaugurar: pues Nido de ratas no era una crónica realista sobre un sindicato, sino un elogio de la delación en la era del macartismo… Como recuerda Homero Alsina Thevenet, desde entonces “la industria eliminó todo cine de denuncia y crítica social, interrumpiendo una escuela realista surgida con la posguerra”. 2. El corazón delator Medio siglo después, el mero anuncio de que Elia Kazan recibiría un Oscar por su trayectoria mostró que los memoriosos no estaban dispuestos a “reconciliarse”, como quedó demostrado cuando media platea permaneció sentada de brazos cruzados mientras Scorsese le entregaba el premio. Recordemos: en 1952, Kazan delató personalmente a varios amigos suyos, acusándolos de pertenecer o manifestar simpatía por el Partido Comunista norteamericano. Entre los acusados figuraban Dashiell Hammett (el extraordinario autor de El halcón maltés, al que Hollywood le sigue debiendo una película mejor que la de Wenders) y su mujer, la también escritora Lillian Hellman. En su libro Tiempo de canallas, Hellman cuenta su último encuentro con Kazan, cuando la cita para anunciarle su decisión: “me era imposible entender lo que trataba de decirme, entre tartamudeos e indirectas. (…) Yo no quería hablar más con él, y aguardamos allí un buen rato en silencio, hasta que Kazan dijo súbitamente: ‘para ti seguro es fácil hacer lo que te de la gana, porque seguro ya te habrás gastado toda la plata que ganaste’. Esto me desconcertó durante semanas, hasta que entendí por fin lo que había querido decirme; era lo mismo que mi abuela rica solía repetirle a sus parientes venidos a menos: ‘los pobres tienen menos preocupaciones que los ricos, el dinero no agobia a quienes no lo tienen’. El pánico de los magnates de la pantalla ya era viejo cuando Kazan y yo nos reunimos, en esa primavera del 52. (…) Resulta conveniente recordar cómo eran entonces los magnates del cine, aunque dudo hayan cambiado en nada: resulta singular verlos rivalizar unos con otros por poseer el cuarto de baño más lujoso. Dudo mucho que el lujo desmedido haya estado relacionado antes al acto cotidiano de defecar; incluso es posible que a las heces no les guste ser acogidas con tanta pompa, y prefieran depositarse en el ama”. Hellman escribió ese libro recién en los años 70, movida por la certeza de que “el resultado de todo esto [haberse entregado al macartismo] fue la guerra de Vietnam y el ascenso de Nixon”. Mientras Hellman publicaba su libro, Kazan filmaba su última película: una desangelada versión de El último magnate… El principal organizador de la protesta contra Kazan en 1999 fue el guionista Bernard Gordon, quien estuvo en la lista negra de McCarthy y –como Losey y otros– debió emigrar a Europa para seguir trabajando: “Si él se hubiera negado a declarar, muchos otros se habrían puesto de su lado y la lista no habría continuado. Pero él desequilibró la balanza para el lado de McCarthy, en vez de seguir el ejemplo de Arthur Miller y los demás que se negaron a colaborar”, dijo. (Entre los “demás” está otro nombre sagrado, al que nadie podría haber acusado de antinorteamericano: recordemos que el hombre que famosamente dijo “soy John Ford y hago westerns” no lo hizo en un reportaje de Cahiers du cinema sino levantando su voz en defensa de alguien maltratado en uno de esos juicios estalinistas.) Por el contrario, como relata Alsina Thevenet en su libro Listas negras en el cine, Kazan “procedió a esa delación con aparente entusiasmo, anunciando que su actitud respondía a una necesidad nacional”.Y desde el día en que optó por convertirse en “delator” (sin la culpa prevista en la película homónima de Ford), el director de Fugitivos del terror rojo se convirtió en una suerte de leproso moral, con el que ninguno de sus colegas de izquierda quiso volver a tener nada que ver. “Olvidaron incluso su nombre. De la noche a la mañana, el niño mimado de Broadway pasó a ser La Rata, y así siguen llamándolo casi medio siglo después”, decía el veterano guionista. (Kazan escribió en sus memorias –publicadas en 1988– que nunca se arrepintió de su decisión y que no dudaría en volver a hacerlo.) Un crítico señaló: “la ironía mayor es que unas cuantas secuencias del cine de esa rata tengan más energía subversiva que la obra completa del incorruptible Arthur Miller”. Esa ironía le sirve a Scorsese para sustentar la redención de los lobos. 3. Me casé con un comunista Como afirma Jorge García, “Scorsese siempre se manifestó admirador de la obra de Elia Kazan.(lo considera una de sus grandes influencias). Lo llamativo es que ambos tienen películas en la que la delación está justificada (Viva Zapata y Nido de ratas en el caso de Kazan, Buenos muchachos y El lobo de Wall Street en el de Scorsese).” Si Kazan lo hizo para exculparse, Scorsese parece hacerlo para salvar no sólo a su maestro, sino a la tradición del cine americano. Porque Scorsese entiende que Kazan no sólo fue un traidor, sino que usó el cine para exculparse. Luego de declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas filmó Nido de ratas y otros films exculpatorios. (Es como si Borges hubiera usado su literatura para defender sus encuentros con Videla y Pinochet.) Los que han hecho ese tipo de cosas –sobre todo si fue con talento– han provocado mucha confusión, más allá de recordarnos que lo bello y lo bueno no necesariamente van juntos (platonismo que ya nadie se atreve a sostener, por otra parte). El mayor problema se da cuando los que deberían revisar críticamente esa tradición canonizan no sólo la obra sino también al autor (como si así salvaran la persona o su memoria), ocluyendo el problema. Grave error: Scorsese cree que tiene que salvar a Kazan como si de eso dependiera la historia misma del cine norteamericano, como si no supiera que está jodida desde El nacimiento de una nación… Hay que aprender a lidiar con esa herida fundacional, no ocultarla bajo la alfombra. Y mucho menos reproducirla. Sus defensores (ya que Scorsese también tiene sus incondicionales) nos dicen que no hace apología de sus protagonistas, y que si bien se trata de delatores o psicópatas, el mismo Scorsese remarca que busca la identificación para producir luego un distanciamiento eficaz. Se trataría, en suma, de un recurso brechtiano. Pero si algo sabía Brecht es que la intención no alcanza (ya sabemos como está empedrado el camino al infierno…) sino que todo se juega en el extrañamiento. Cuando el dramaturgo alemán escribió su obra antinazi La resistible ascensión de Arturo Ui ubicándola en la Chicago de los films americanos de los treinta, lo hizo para trazar una relación entre fascismo y gangsterismo (la misma que Coppola devolvería a Hollywood recién treinta años después), conciente de que había algo incómodo e iluminador a la vez en esa representación. Pero no, tal como advertían los mismos censores de Hollywood que impugnaban el hacer del gánster un héroe, por la mera identificación del público: porque no se trataba de recusar la maldad del protagonista, sino de señalar su “resistible ascensión” en medio de un sistema que lo prohijaba (el mismo Brecht tuvo que abandonar raudamente los Estados Unidos tras ser uno de los primeros en ser citados cuando empezaba la resistible caza de brujas). En cambio, El lobo de Wall street no puede sino producir empatía por esa energía corrosiva: Scorsese siente por su protagonista la misma fascinación de quienes quieren verse reflejados en él, tal como nos muestra en el plano final, aún sabiendo quién es y qué vende (como nos recuerda Silvia Schwarzbock, “la fascinación que produce el libertinaje es poder experimentar la realidad desde el punto de vista del verdugo”). No es curioso entonces que habiendo recorrido toda la historia moderna de su país, y siendo el macartismo un período tan poco abordado por el propio cine (salvo las metafóricas Body Snatchers y A la hora señalada en su momento, y luego films aislados como El testaferro, Buenas noches y buena suerte, o Culpable, donde el mismo Scorsese interpretó a un perseguido…), el director más revisionista del cine norteamericano (quitando a Spielberg) nunca haya hecho centro en el macartismo. Pero no deja de ser comprensible: no hay ni un sólo rasgo de ternura que pueda redimir la dureza de ese espejo (como deja ver la transida mirada final de Di Caprio en El lobo de Wall Street). Posdata: Mientras escribo estas líneas me entero de que Spielberg está trabajando en la adaptación de un viejo guión de Dalton Trumbo, que este escribió para Kirk Douglas tras su colaboración en Espartaco (doble osadía de Douglas, ya que la novela original pertenecía a otro asumido “comunista”, Howard Fast). Ese film de 1960 marcó en los hechos, cuando se filtró quien era el verdadero guionista tras el seudónimo, el fin de las listas negras (Trumbo había sido uno de los famosos “Hollywood ten” que se negaron a declarar amparándose en la quinta enmienda, y fueron condenados al ostracismo). Hay que recordar también que antes de dirigir esa película, Kubrick había trabajado junto a Douglas en la que tal vez sea su obra maestra: Senderos de gloria. En ella Adolphe Menjou (uno de los más famosos “delatores” de la época) tenía el rol de un general que no vacilaba en fusilar a los soldados que había mandado al muere para ganarse una condecoración. La ironía de Kubrick era más agria (y mucho menos cínica) que la de de Scorsese.
Una joya sin pulir de Scorsese. Para mí Martin Scorsese es uno de los grandes protagonistas de la historia del cine. Su estilo de dirección sin lugar a dudas revolucionó el modo de contar historias en la pantalla grande. Luego de su gratificante incursión en el cine para la familia con Hugo, el director regresa a lo suyo con la adaptación cinematográfica de una historia real que encaja a la perfección con su estilo fílmico. The Wolf of Wall Street es una película visceral y explícita con momentos brillantes, pero también con muchos defectos. Es evidente que los productores le han dado al director una licencia extraordinaria esta vez, y Scorsese la ha aprovechado. The Wolf of Wall Street es una película innecesariamente larga, que recicla un mismo mensaje una y otra vez hasta el hartazgo, a partir de diferentes escenas que apenas varían su contenido. Droga, sexo y demás excesos una y otra vez, repetidas veces. Y no es que no sea un trámite divertido, sino que simplemente atenta contra el filme en su conjunto, porque invierte demasiado tiempo en una arista, descuidando todas las demás. Hay, increíblemente, errores de edición grotescos, como ser cambios de planos no sincronizados. Hay grandes momentos en la película. Diálogos brillantes, escenas desopilantes y secuencias que incomodan al espectador como sólo Scorsese sabe lograrlo. La interpretación de Leonardo DiCaprio es magistral y el elenco co-protagónico también hace un excelente trabajo. Y es que The Wolf of Wall Street no es un fracaso catastrófico. Es entretenida, está soberbiamente actuada y de tanto en tanto brilla como un diamante en bruto. El tema es que una joya sin pulir no llega a mostrar todo su esplendor.