Presidente Blanco, corazón negro. Era impensable que alguien decidiera en Argentina realizar una película de ficción donde el protagonista fuera el presidente de la nación y que dicha trama transcurriera en el presente. Tal vez el cine argentino haya dado un paso más allá, sacándose de encima uno de sus peores defectos: La literalidad. Hernán Blanco, el presidente argentino, es un personaje de ficción y la historia que se cuenta está inventada para la película. El ejercicio de querer asociarlo a alguien en particular será inútil, no dará resultado alguno. La cordillera es una película que va mucho más allá. Estamos frente a una película atrapante, llena de ideas, de fuerza, con una realización de inusual calidad. La estética que utilizaba el director en su película El estudiante era la adecuada para retratar la vida estudiantil universitaria, pero para La cordillera, la historia de una cumbre de presidentes, Mitre arma una puesta en escena acorde al nivel de poder y la esfera política donde se desarrolla la película. Pocas veces en el cine uno tiene tanto deseo de saber que va a pasar a continuación, pocas veces una trama cautiva tanto que uno queda, como solía decirse, al borde de la butaca. Mitre, como todo gran cineasta, se debate entre repetir aquello que mejor hace y a la vez ofrecer algo nuevo. Todos los cineastas deben soñar con lograr ambas cosas y Mitre en La cordillera lo consigue. Cuando la película se acerca a la mitad y uno puede sentir que está viendo la versión elevada y madura de El estudiante, comienza una trama paralela que funciona como espejo de los demonios que habitan en el pasado y en el presente del protagonista. Películas y series de intrigas políticas son moneda corriente en la actualidad. De hecho, es más fácil hacer una intriga política en televisión, porque la obligatoriedad de sumar horas les permite desplegar vueltas de tuerca y laberintos que en dos horas de película necesitan mucho más talento y sofisticación. La cordillera es apasionante, como lo era también El estudiante y trasciende por mucho los temas que los personajes debaten. La cumbre que se realiza en un hotel de lujo en la Cordillera, allí, en lo más alto, varios presidentes latinoamericanos se reúnen, planean alianzas, se traicionan, el presidente de Argentina, Hernán Blanco (Ricardo Darín) llega acusado de ser un personaje irrelevante, sin identidad, sin fuerza. Su contracara es el poderoso y sólido presidente de Brasil Oliveira Prete (Leonardo Franco) que hasta físicamente se ve gigante y e invencible. Poco y nada importa el tema que debaten en esa cumbre, solo la idea del poder y los manejos que se realizan para ganar son lo que quedará al final de la historia. “No me gustan las metáforas” dice el presidente del Brasil y al espectador se le advierte así que La cordillera no busca tanto bajar una línea política concreta sino reflexionar acerca de la condición humana. Con una maestría que confirma a Mitre como uno de los grandes cineastas actuales, la película inquieta en su combinación de thriller político e historia de tono fantástico. Sin explicaciones para lo segundo, donde la ambigüedad se conserva hasta el final, pero con una contundencia demoledora para lo primero, con un final definitivo como el de El estudiante. Gran mérito de Mitre como director y como coguionista, acompañando en esta última por Mariano Llinás el conseguir una película en las altas esferas del poder que resulte convincente en su factura y en cada una de las situaciones que narra. Pero también enorme el mérito del casting, donde no es sorpresa que Ricardo Darín realice otra de sus extraordinarias actuaciones, tal vez una de las mejores, y el resto del elenco también esté a su altura, con especial mención para Dolores Fonzi, quien interpreta a la hija del presidente, y que encuentra el tono perfecto para desviar la trama hacia su costado más perturbador. Es ese costado el que le termina por darle a La cordillera su profundidad y sofisticación, justamente por su habilidad para convertirse en una buena ficción y en definitiva para ser buen cine.
¿Cuánto hay en común entre aquel Santiago Mitre que, valiéndose de actores del off y prescindiendo de subsidios estatales, pateó el tablero con El estudiante y este director que puede disponer de múltiples recursos formales, contar con un elenco de ensueño y despertar el interés de abundantes productoras, amén de ser considerado por el Festival de Cannes? Mucho. Muchísimo para ser más exactos. Con menos de cuarenta años y cuatro películas en su haber, Mitre es un caso infrecuente en el cine local. Presupuestos al margen, es un director bien seguro de lo que quiere, con una potencia narrativa arrolladora y un olfato notable para tratar la política desde su trastienda (y sus consiguientes miserias). La cordillera, la película local más esperada (y cotizada: costó cerca de seis millones de dólares) del año, no hace más que consolidar todos estos atributos.
Maquiavelismo para expertos La voracidad de la mayoría de la clase política, su bancarrota moral, la suciedad que suele esconder bajo la alfombra y sus clásicos atropellos mafiosos constituyen los ejes principales de La Cordillera (2017), el tercer largometraje de ficción de Santiago Mitre, uno de los poquísimos realizadores argentinos con la capacidad de examinar los entramados del poder, desde el más micro hasta el más macro. De hecho, el film en muchos sentidos puede leerse al mismo tiempo como una remake encubierta de su ópera prima, la también prodigiosa El Estudiante (2011), y como una secuela -muy lejana, por cierto- de esa misma obra: mientras que aquella película nos presentaba la formación de un dirigente universitario a través de un trayecto que iba desde la inocencia hacia la génesis de un carácter despiadado, ahora lidiamos con las consecuencias de una carrera política que llegó a lo más alto de la administración pública de la mano de una corrupción intrínseca y completamente asentada. Superando el buen nivel general -aunque algo decepcionante- de La Patota (2015), en esta oportunidad Mitre multiplica su ambición al edificar un thriller psicológico/ político que gira en torno a una cumbre de presidentes y la figura del mandatario argentino en particular, Hernán Blanco (Ricardo Darín), un ex gobernador de La Pampa. En el contexto de un encuentro sudamericano para la conformación de una alianza petrolera que promete encabezar Brasil ya que es el único país con una empresa estatal fuerte en el sector, el recién asumido Blanco es visto como un hombre débil en función de los spots publicitarios que lo llevaron al poder, los cuales lo pintaban como una “persona común”. El evento se complica por la amenaza que representa una posible denuncia de desvío de fondos públicos para una campaña de hace 10 años, circunstancia que se agrava aún más por la identidad del artífice de la acusación, el esposo de la primogénita de Blanco, Marina (Dolores Fonzi). Desde el primer momento sabemos que los alegatos son reales porque así lo confirma el círculo íntimo del dignatario, léase Luisa Cordero (Érica Rivas) y Castex (Gerardo Romano), por lo que Blanco manda a traer a Marina a la sede de la cumbre, en una zona aislada de Chile, para indagarla sobre su marido. La chica demuestra poseer un estado mental muy frágil cuando pasa de la calma a arrojar una silla por la ventana del lujoso hotel donde transcurre casi todo el relato. El cineasta, también autor del guión junto a Mariano Llinás, copia la estructura de El Estudiante yendo de la efervescencia de los primeros actos a la ruina moral del último tramo del metraje, no obstante ahora en vez de estar frente a una historia de adaptación a los manejos espurios del ámbito gerencial, nos encontramos ante la aparición de marcas ocultas ya incorporadas al esquema de acción y las estrategias de lucha del protagonista, todas afines a un maquiavelismo que desconoce la ética y las ideologías. Entre las parábolas de acumulación de poder símil El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), que ponen de manifiesto las intersecciones de las esferas pública y privada, y esos dilemas psicológicos -en sintonía con Cuéntame tu Vida (Spellbound, 1945)- que se transparentan a partir de la escena en la que el psiquiatra convocado para tratar a Marina, Desiderio García (Alfredo Castro), hipnotiza a la mujer, la obra propone un análisis muy inteligente de los engaños y el ventajismo de la cúpula gubernamental mediante la excusa de un desacuerdo alrededor de la posibilidad de incorporar a Estados Unidos, lo que a su vez implicaría permitir la entrada de empresas privadas al pacto multilateral. México apoya la moción por su genuflexión ante el vecino del norte y Brasil se opone porque comprometería su preeminencia: así Blanco es tironeado por ambos bloques para “desempatar” este conflicto, impulsado por la insistencia estadounidense y sus deseos de explotar los pozos petrolíferos. Una vez que la mutación que diagrama el film está completa y finalmente descubrimos la verdadera naturaleza del presidente, cuando el susodicho muestra sus dientes, Mitre termina de acercarse a la putrefacción que acompañó a gran parte de los dirigentes de nuestro país, asimismo vinculando todo el desarrollo a esos retratos descarnados de la impunidad y la alienación del poder que caracterizaron a los trabajos de Gillo Pontecorvo y Costa-Gavras. El director humaniza a Blanco aunque esquiva la típica ingenuidad del cine norteamericano del rubro porque aquí la ambivalencia de la faceta privada no se traduce en simpatía para con el personaje de Darín sino en la extracción de las sucesivas capas de esta cebolla bautizada Blanco, una figura tan turbia, antidemocrática, hipócrita y profundamente vacía como Cristina Fernández de Kirchner, Sergio Massa, Mauricio Macri o cualquier otro adalid de la “nueva política” sustentada en el marketing, las redes sociales y las encuestas. La madurez de la propuesta y la decisión de fondo de llamar a las cosas por su nombre -sin desviar el foco hacia el campo del melodrama o las ironías cancheras- se condicen con la excelente labor de todo el elenco latinoamericano, destacándose en especial lo hecho por Darín, Romano, Castro, Daniel Giménez Cacho (en el rol de Sebastián Sastre, el presidente de México) y Christian Slater (quien interpreta a Dereck McKinley, el negociador de Estados Unidos). Como si se tratase de una versión severa de la óptica farsesca de El Candidato (2016), hoy resulta admirable la perspectiva inconformista de izquierda de Mitre al momento de sopesar la colección de traiciones y barbaridades que expertos de la mentira como Blanco van atesorando en su camino desideologizado hacia la cima estatal, de allí la metáfora que esconde el título de la película: en el mismo instante en el que alcanza la gran cúspide de su carrera política, una que le permite sentarse en una mesa con el diablo del imperialismo del norte, el protagonista se enfrenta a sus arcanos, matufias y cadáveres del pasado/ presente, todo gracias a esa proverbial sensación de omnipotencia que disimula inseguridades y carencias de variada índole… empezando por sus relaciones afectivas, continuando por sus colegas en el arte del desfalco y la manipulación masiva, y terminando en ese oportunismo berreta tan argentino, el cual -como si fuera poco- suele ir de la mano de un egoísmo extremo que niega el bien público, siempre a sabiendas de la ignorancia en la que vive el grueso de la población (esa que una y otra vez vota a la misma plutocracia dirigente, cuya impiedad y falta de preparación sólo es comparable con su deshonestidad).
La nueva película de Santiago Mitre funciona como una especie de cierre a una trilogía imaginaria que comenzó con El Estudiante (2011). Aquel film contaba la formación de un militante universitario, en un arco que también terminaba en un lugar moral similar al de La Cordillera. La acción política como escenario de la militancia desde el llano fue el foco de Mitre en La Patota (2015), su película más redonda y con las ideas más claras. Así La Cordillera termina siendo el siguiente paso en los tópicos de interés del director. La trastienda política de mayor escala. Con un nivel de producción inusual para nuestro país (el film costó 6 millones de dólares) consolida los atributos respaldado por una técnica impecable en todos los rubros. Incluidas las sólidas actuaciones de todo el cast. Mitre sitúa la historia (co-guionado con Mariano Llinás) en la cumbre latinoamericana de presidentes que busca establecer una alianza petrolera en la región. Hernán Blanco (Ricardo Darín) es presidente electo recientemente y con poco capital político, luego de ser intendente de Santa Rosa (La Pampa) fue vendido por el marketing como “un tipo como vos”. Un hombre común, simple y sin esqueletos en el ropero. Ayudado por su secretaria Luisa (Érica Rivas) y su intenso jefe de Gabinete Mariano Castex (un esplendido Gerardo Romano), el presidente busca que la cumbre le juegue a su favor tanto en el frente externo como en el interno, salpicado por un caso de corrupción que involucra al ex-marido de su hija. Blanco manda a buscar a su hija Marina (Dolores Fonzi), cuya trama en el film, le pone una cuña a la narrativa de “conflicto de palacio” que el film venia construyendo. Los problemas emocionales de Marina serán el núcleo que terminen desnudando los secretos de su padre. Como no podía ser de otra manera. El drama familiar se apodera del thriller político a’la House of Cards, y si bien el ritmo narrativo de La Cordillera nunca cae, la subtrama onírica, resulta innecesaria para llegar a un final que se vislumbraba a lo lejos. La ruina moral del personaje de Darín. En este sentido Mitre no escapa al relato condescendiente dirigido a la clase media argentina (el público al que apunta y que le dará la taquilla) con el gastado argumento anti-política de “son todos corruptos” hermano del “que se vayan todos” del 2001. Un lugar muy cómodo sobre el cual acomodarse y sobrevivir a los tiempos que corren: la tibieza ideológica.
Con una precisa puesta en escena, Santiago Mitre relata como ciertos mecanismos de poder, que va aprehendiendo un reciente presidente electo, conspiran con su oscuro pasado familiar. La historia nos presenta a Hernán Blanco (Ricardo Darín), un presidente de la nación que hace muy poco tiempo asumió al mando, que se dirige a una cumbre latinoamericana, en la Cordillera, la cual tiene como objetivo establecer una alianza petrolera en la región. Una muy buena oportunidad para que Blanco, tildado por la prensa como “invisible”, se relacione con los presidentes vecinos y haga notar su presencia. Camino a un hotel aislado en las montañas nevadas, Hernán, acompañado de su fiel asesora Luisa (Érica Rivas), quien parece conocerlo de cuando él era intendente de Santa Rosa, La Pampa, y del imperativo jefe de gabinete Castex (Gerardo Romano), quien lleva las riendas de la presidencia, se entera que el ex marido de su hija está a punto de denunciarlo por malversación de fondos. Por lo que Blanco le pedirá a su hija Marina (Dolores Fonzi), que lo acompañe en la convención, con la intención de tener más información sobre este asunto que puede empañar su novel imagen. De allí en más, como un alud, se desatarán una serie de acontecimientos que delinearan la “endeble” figura personal y pública de nuestro presidente. Mitre y Llinás narran una historia sin fisuras, desde la construcción de los personajes, la precisa puesta en escena, hasta el ritmo narrativo que alterna (genéricamente) entre el drama familiar, el thriller político y un cosmos onírico, casi profético y materialmente inasible, que alterará la naturaleza de los personajes. Somos espectadores de los entretelones de la escena política, de aquellos “tejes y manejes” que todos suponemos e imaginamos pero no podemos confirmarlo fehacientemente. Los mecanismos de poder se despliegan y tragan a quien esté al alcance. Lo atrayente es que este proceso se vincula de manera orgánica a lo familiar, al pasado personal. Dolores Fonzi funciona como una especie de Pitia griega, ya que través de su cuerpo y su mente emergen verdades ocultas, y negadas, que muestran la auténtica esencia de Hernán Blanco. La cordillera juega todo el tiempo con cierta ambigüedad y tensión narrativa, a través de una dialéctica que oscila entre situaciones del orden público y familiar. Pareciera que nunca llegamos a conocer las intenciones del presidente, hasta que este enseña sus filosas garras, situación que sentará una nueva posición: el “invisible”, dejará de serlo. Cual Frankestein, somos testigos del proceso de transformación de un monstruo y lo más atemorizante es que esto recién será el comienzo.
Gobernantes y estadistas En su tercer y último film de ficción, el realizador argentino Santiago Mitre (La Patota, 2015) regresa al mundo de la política que supo analizar en su ópera prima, El Estudiante (2011), en esta oportunidad para analizar los contubernios en los que se desenvuelve la clase política argentina actual en medio de una cumbre de presidentes latinoamericanos, con el fin de discutir la creación de una entidad petrolera latinoamericana, la Alianza Petrolera del Sur, bajo el liderazgo de Brasil. En La Cordillera (2017), un presidente argentino de incierto carácter, Hernán Blanco (Ricardo Darín), criticado por los medios por su perfil bajo, se ve envuelto en una serie de contratiempos que amenazan con convertirse en escándalos que golpeen a su endeble e inestable mandato. Mientras negocia junto a su comitiva la participación en una empresa pública de explotación del petróleo para competir internacionalmente y terminar con la dependencia de las empresas privadas transnacionales que saquean a los países que negocian unilateralmente, su ex yerno inicia tratativas para desatar una batahola mediática alrededor de los fondos de la campaña presidencial. Paralelamente, la hija del presidente argentino, Marina (Dolores Fonzi), sufre un colapso nervioso que la hace perder el habla. Para tratar el episodio, Luisa Cordero (Érica Rivas), la secretaria personal de Blanco, convoca a un prestigioso psicólogo chileno pero la terapia trae recuerdos sobre acontecimientos anteriores al nacimiento de Marina que preocupan a su padre. El guión de Mitre y Llinás propone un conflicto geopolítico de alcance internacional entre los intereses norteamericanos y la búsqueda de preponderancia y protagonismo internacional del presidente de Brasil, Oliveira Prete, a la vez que coloca al presidente argentino en el rol de comodín y contrapeso político en la región, tironeado a la vez por los exabruptos del presidente mexicano (funcional a los intereses de Estados Unidos), los planes de Brasil y las disputas al interior de su gabinete. El film se propone como un thriller político y psicológico que narrativa y visualmente genera referencias a la cinematografía de Roman Polanski y al film de terror psicológico El Resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick, para crear un clima de reclusión similar al del Hotel Overlook, en un albergue de lujo rodeado por la nieve y las cadenas montañosas de la Cordillera de los Andes. El tono dramático y parsimonioso está representado en todas las interpretaciones, destacándose tanto el protagonismo de Ricardo Darín y Dolores Fonzi en los roles principales como Érica Rivas, Elena Anaya, Paulina García, Daniel Giménez Cacho, Gerardo Romano y Christian Slater en roles secundarios con actuaciones sobrias y ponderadas. La gran labor de Javier Julia (Relatos Salvajes, 2014) en la fotografía contrasta y contrapone los primeros planos de los soberbios, cínicos e inexpresivos rostros de la política con una naturaleza impávida, para fundir la imagen con el relato poniendo en relieve el juego de mercadotecnia de la campaña de Blanco con su pírrica consagración, rodeado de la nieve como una metáfora de la banalidad electoral, la ignorancia de los votantes que apoyan slogans en lugar de proyectos, y por ende, la imposibilidad de tener presidentes que representen los intereses de la ciudadanía. La música incidental, compuesta por el español Alberto Iglesias, le da al film un tono que combina rasgos espeluznantes con un suspenso acorde a un relato que va del drama político hacia el terror sobrenatural a partir de una indagación en los recovecos abismales del inconsciente. De esta manera, el realismo escalofriante del film recrea la atmósfera de las decisiones políticas en toda su dimensión geopolítica y lúgubre para ofrecer una disección aséptica y sin anestesia de una clase política dispuesta a todo tipo de traiciones si el precio es el correcto.
La Cordillera: La génesis del mal. Este jueves llega a la pantalla grande “La Cordillera”, una propuesta de Santiago Mitre que consolida un thriller psicológico original en el cine argentino, ya que expone la vida política por dentro para comprobar una realidad encubierta pero visible: “El mal existe”. “La Cordillera” llega este jueves a todos los cines argentinos con una propuesta original y realista, que expone la visión de los personajes que se encuentran dentro del mundo político, sobre la cual el ciudadano no suele tener acceso. La historia se centra en Hernán Blanco, el presidente argentino caracterizado por ser una persona de bajo perfil y carácter. Sin embargo, cuando viaja a la cumbre de líderes latinoamericanos en Chile, el protagonista se enfrenta a dos dramas principales: en su profesión como político, cuando debe enfrentar corrupción y negocios encubiertos para lograr sobrevivir; y en lo personal, a partir de los problemas psicológicos de su hija, Marina, quien acusa a su padre de terribles acciones. Poco a poco, a partir de los recuerdos, el pasado comienza a afectar cada vez más su presente, alterar su personalidad y repercutir en su futuro. “El mal existe. No se llega a presidente si uno no lo ha visto un par de veces al menos”; la frase que expresa el presidente argentino sin dudas refleja como Hernán, poco a poco, comienza a dudar de sí mismo, y de toda su realidad; los pensamientos de su hija son claves en este proceso. ¿Acaso Marina conoce más de su padre que él mismo?. Haciendo alusión al título, justo cuando el presidente se encontraba en la cordillera, en el momento en que llegó a la cumbre más alta, es donde se encontró con los rincones más bajos del él mismo como persona y, también, como político. La película continúa con la línea temática que acostumbra Santiago Mitre, reflejadas en “El estudiante”, o “La patota”, en las cuales el drama y la política siempre son cuestiones centrales. Según declaró el director en la conferencia de prensa de su nuevo trabajo, siempre le interesó el ambiente y busca demostrarlo en cada uno de sus productos. En aquella oportunidad, “El estudiante” relataba la historia de la militancia universitaria; ese proyecto no había contado con el apoyo de INCAA, por lo que a puro esfuerzo y empeño Mitre pudo publicarlo. Sin embargo, hoy en día, no sólo que esta vez “La Cordillera” contó con grandes recursos económicos sino que también reafirma al director en el género, ya que logró demostrar las redes dentro de la política desde una posición neutral, sin apoyar a ningún bando en particular. Además, convocó un elenco de excelencia: Ricardo Darín, Erica Rivas, Dolores Fonzi, Paulina García, Daniel Giménez Cacho, Elena Anaya, Alfredo Castro, Gerardo Romano, Christian Slater, Rafael Alfaro, Leonardo Franco, Manuel Trotta y Hernán Silvestre. A causa de la gran calidad en fotografía y montaje, el film se destaca entre las demás producciones del año. Asimismo, la iluminación jugó un papel clave en cada escena, ya que en mucho planos Hernán tenía la cara tapada por las sombras, lo cual representaba la oscuridad que estaba creciendo dentro de él, o la que quizá siempre existió y nunca había notado. La película genera cierta intriga en el espectador, y aún así, la trama no termina de explicar todos los sucesos, sino que deja muchas cuestiones que invitan a la interpretación de cada uno, favoreciendo un contexto de creciente suspenso. Sin embargo, tiene un ritmo demasiado lento por momentos, ya que hay escenas secundarias que se prolongan demasiado tiempo. Aunque forma parte de la propuesta, termina siendo innecesario. A pesar de eso, el film es una gran apuesta del director que valió la pena ya que, mediante dos grandes subtramas, desnudó el alma de la política y todas sus redes que contaminan hasta a la persona más inocente. Es una historia atrapante y distinta, que logra escapar de la literalidad con un argumento que goza de grandes actuaciones y producción, hasta llevar al espectador a la más profunda intriga y libre interpretación.
Mezcla de thriller político y filme de suspenso, la nueva película del director de “El estudiante” y “La patota” se adentra en la vida de un ficticio presidente argentino que debe lidiar con problemas en lo profesional y en lo personal. Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Gerardo Romano, Alfredo Castro y Paulina García protagonizan la muy buena e inquietante tercera película del realizador argentino. Las cosas no son como parecen. Un hombre entra a la Casa Rosada y su nombre no figura en los registros igual que en su DNI. ¿Alguien anotó mal? ¿O LA CORDILLERA, ya de entrada, nos está haciendo preguntas sobre la identidad, sobre si las personas y sus nombres no siempre se corresponden ni representan las mismas cosas? El hombre al que han elegido como presidente de la Argentina (Ricardo Darín) se llama de apellido Blanco y su campaña apostó a usar ese apellido como slogan: un tipo común, simple, de barrio, como vos, un tipo… blanco. Se trata de un intendente pampeano en apariencia sin nada que ocultar pero que, en su discreta y casi anodina presencia mediática, parece estar más “verde” que otra cosa. De hecho, tan poco se sabe de él –y tan poco interesante parece su figura– que el que maneja los hilos detrás suyo (un excelente Gerardo Romano) recibe el clásico apodo de “monje negro”. Pero, colores van, colores vienen, finalmente se sabe que la política es un territorio de grises –de variados tonos de grises– y los colores no son tan puros como parecen. Cuando el presidente y su grupo más cercano –que integran su asistente Erica Rivas, junto a Esteban Bigliardi y Claudia Cantero, además de Romano– tengan su primer y gran compromiso público y de exposición internacional se toparán con otro problema, el primero que empieza a oscurecer el mundo de Blanco. El equipo –junto al Canciller, que encarna Héctor Díaz– tiene que ir a Chile a una conferencia latinoamericana de mandatarios que tratará de construir una suerte de OPEP en el continente, una fuerza plurinacional que tenga peso a la hora de negociar los precios y la circulación internacional del petróleo, el oro… negro. El hombre fuerte allí es el presidente de Brasil, que tiene el poder, el petróleo estatal y quiere encabezar el equipo. Pero su par mexicano (Daniel Giménez Cacho, a quien pronto se verá como protagonista de ZAMA, de Lucrecia Martel) tiene otras ideas. La diferencia principal entre ambas propuestas pasa por la participación o no de las empresas privadas en el asunto, algo que obviamente interesa mucho en Estados Unidos. Pero el principal problema para Blanco parece pasar por otro lado. Su hija Marina (Dolores Fonzi, siempre en el tono justo a la hora de interpretar papeles complicados) se separó hace poco de su marido, con el que tiene dos hijos. Y el hombre amenaza con hacer públicos algunos manejos económicos y asuntos personales del presidente. El círculo íntimo de Blanco decide tapar el tema y tratar de centrar la atención de la prensa en el evento chileno, pero por las dudas se llevan con ellos a Marina, una chica que tiene algunos problemas psiquiátricos y emocionales y a la que no le viene mal estar acompañada y relajada en un hotel en la nieve en medio de ese potencial caos. En medio de la cumbre en cuestión, y pese a los cuidados, Marina tiene un episodio que la deja mal en varios sentidos. Blanco y su gente ocultan el tema y deciden recurrir a los servicios de un psiquiatra chileno para que la ayude a salir de la situación en la que ella se encuentra. El hombre tiene sus particulares métodos (como la reciente HUYE!, película con la que esta casualmente tiene varios puntos de contacto, utiliza la hipnósis), pero es fundamental que su accionar sea discreto y nada trascienda públicamente. En la sesión se sabrán algunas cosas de Marina y la película entrará ahí en un registro genérico diferente: irá del thriller político a una suerte de relato de suspenso psicológico donde aparece el misterio, asuntos familiares curiosos y un drama con tintes algo inquietantes. ¿Cómo hace Mitre –y su coguionista Mariano Llinás, y su editor Nicolás Goldbart– para combinar estas dos partes tan diferentes de la historia? Bueno, durante una buena parte del tiempo no lo hacen y el espectador puede sentir que está viendo dos películas en una. Por un lado una suerte de muy efectiva, creíble y realista versión local de HOUSE OF CARDS. Y, por el otro, un thriller con tintes hitchcockianos. ¿Habrá forma de combinar ambos universos? La hay, pero no de la manera más clásica, la que el espectador acostumbrado a relatos más lineales puede estar esperando. Uno puede decir que las dos partes de la película se unen después que termina, que de a poco el espectador va entendiendo no sólo cómo las piezas se juntan de manera narrativa sino lo que eso conlleva en términos temáticos. Se hace difícil adentrarse en los inquietantes temas del filme sin entrar en el terreno de los spoilers. Solo diré que LA CORDILLERA indaga en las zonas oscuras de los políticos y de la política en sí. Sin dar nombres ni usando partidos reconocibles (cada uno podrá elegir y optar quién es quién en una América Latina de extraña composición partidaria, algo parecido a lo que pasaba en EL ESTUDIANTE), el filme deja en claro –como aquella película, de la que en algunos puntos esta podría considerarse una suerte de secuela– que para llegar a ciertos niveles de poder, como dice el propio Blanco, hay que mirar al Mal de frente más de una vez. Y tomar decisiones al respecto. En esta película irreprochable desde lo técnico, lo actoral (acaso uno de los grandes talentos de Mitre sea sacar las mejores performances posibles de todos sus elencos) y lo temático, cumple un rol pequeño pero clave Christian Slater. Su aparición es un deleite que no solo sirve como curiosidad de casting sino que pone en evidencia las apuestas temáticas más fuertes y audaces de la película, las más reveladoras. Es a través de él (y de su relación con Darín/Blanco) que las historias que parecen separadas empiezan a unirse, como imantadas. Es a partir de ese momento en que LA CORDILLERA empieza a ser una metáfora más clara de los límites y las fronteras entre el Bien y el Mal, lo “blanco” y lo “negro”. Después de todo, esa cordillera es una frontera gris, rugosa y llena de trampas en la que es más fácil perderse que encontrarse.
Hermética. Potente. Atractiva. La propuesta de “La Cordillera” arrasa con el espectador en cada fotograma. En medio de una cumbre presidencial en el límite entre Argentina y Chile, un mandatario (Ricardo Darín) deberá conciliar sus intereses políticos y económicos en medio de una situación familiar complicada. Santiago Mitre vuelve a reflexionar sobre el poder, sobre los alcances del mismo, sobre la sordidez de la periferia y aquello que lo rodea, y lo hace con solvencia, con solidez, con la mirada puesta en un hombre y su hija (Dolores Fonzi), pero también en aquellos que acompañan (Erica Rivas) por elección y por convicción. Notable.
Cuando entré a la sala para ver el último trabajo del director de “El Estudiante” (2011) y “La Patota” (2015), no había visto ningún trailer y apenas tenía visto el poster. Afortunadamente para mí, y desafortunadamente para el público en general que ya fue bombardeado con estas imágenes; esa resultó ser la mejor manera de ver “La Cordillera”. Sin dudas será la elegida para representar a la Argentina en los Oscars correspondientes al 2017, y ya logró grandes respuestas en varios festivales incluyendo en el estreno mundial realizado en el Festival de Cannes, donde se llevó una ovación de pie. Lo que más se destaca es la gran producción y el nivel técnico, muy por encima de la media nacional. Ya la propuesta, una cumbre de presidentes sudamericanos en la cordillera de Los Andes, implica una demanda gigantesca de logística y producción increíblemente ambiciosa. Pero además de eso, todo lo visual (fotografía, montaje y dirección de cámara), todo el sonido (efectos, mezcla y banda sonora) no solo estan en un nivel superlativo, sino que son combinados de excelente manera por una impecable dirección por parte de Santiago Mitre, resulta resaltando cada elemento y obteniendo un producto de calidad superior incluso a las grandes producciones extranjeras. Si se tratara de un director estadounidense o europeo, la secuencia del tratamiento que se realiza en uno de los personajes en la mitad del film resultaría en una inmediata lucha por contar con sus servicios de la mitad de estudios de Hollywood. Tamaña producción termina eclipsando incluso al grandísimo elenco con el que cuenta la cinta, liderado por Ricardo Darín, en el papel del Presidente de la Nación Argentina, y completado de gran manera por Erica Rivas, Dolores Fonzi y Gerardo Romano, por nombrar solo al talento local. Darín y Fonzi logran sacarle lo mejor a sus jugosos papeles, pero aparte del dúo de padre e hija, toda la película está llena de grandes actuaciones por parte de todos y cada uno de los actores secundarios, Romano destacándose junto a una variedad de talento de toda América. Quizás la única nota baja es la de Erica Rivas, y no por su trabajo en particular, sino por el poco tiempo que le dio el film y sobre todo por lo poco que le da para desarrollar durante esos escasos minutos de pantalla. Santiago Mitre supo ser guionista de varios proyectos de Pablo Trapero (“Leonera”, “Carancho” y “Elefante Blanco”), y luego trabajó los guiones de todas y cada una de las películas que le tocó dirigir. Sin duda alguna el guion (entendiéndose como guion a la trama en hechos, a las temáticas que se manejan sumado a los personajes y a la manera en que la todo se elige juntar y transmitir) está logrado de gran manera en ésta como en prácticamente toda su filmografía. Aún así, la realidad es que el guion termina siendo el punto más débil de la producción, personajes secundarios que no logran dar todo (y no necesariamente por falta de tiempo), y principalmente el hecho de que el film se siente mucho más como el primer episodio de una serie que como una experiencia concisa y contenida. El final (sin dar ningún spoiler) se siente más que nada como un punto de partida, y aún cuando pueda ser algo para nada negativo en otros trabajos, particularmente en este termina dejando un sabor menos satisfactorio al dejar la sala que cuando uno está sentado disfrutándola. Es un film que resulta víctima de su propio, y muy efectivo, marketing. La vende de gran manera, pero termina aguando un poco la experiencia como resultado. Por suerte, no alcanza para sacarle el gusto a una gran producción que sube la bandera del cine nacional a lo más alto. Todo aspecto cinematográfico está realizado de gran manera, y el todo termina engrandeciendo lo individual.
Una película bien realizada, con escenarios y fotografía impactante. La cordillera de Santiago Mitre, una interesante propuesta para ver en el cine. La Cordillera, protagonizada por Ricardo Darín, Dolores Fonzi y Erica Rivas, nos traslada a tierras chilenas en donde sucede una cumbre de mandatarios. El film logra credibilidad en todo ese escenario de la política, que pocas veces vemos en nuestro cine; nos mete en la cocina de ese mundo tan cotidiano para nosotros, pero tan ajeno, en cuanto a lo que realmente sucede “tras bambalinas”. La Cordillera está llena de metáforas, rodada en la nieve, un sitio frío como son los lazos diplomáticos; una fotografía que comienza más clara y va oscureciendo a medida que su protagonista se va tornando más “turbio”; un presidente que se llama Hernán Blanco, no casualmente un apellido que transmite transparencia, pero es realmente así? Y un sin fin de metáforas que lo transforman en algo poético. El personaje de Dolores Fonzi, transita un momento perturbador, y se mete en escena un instrumento que nos produce lo mismo como espectadores: la hipnosis, que pasa a tener un papel importante e inquietante. Quizás, este también sea una metáfora de como los políticos nos hipnotizan, nos captan y nos hacen seguirlos casi ciegamente. Otro papel importante es el de la música, que no solo genera suspenso, sino que también nos altera. La dirección de Mitre es impecable, el ritmo que lleva el film, los planos y movimientos de cámara, nada está librado al azar. Complementado con la fotografía, se logra un clima de intriga, de suspenso, esa confusión que nos inquieta, qué es real y qué no? Qué pasó en verdad? Quién es bueno, quién es malo? El espectador, sacará sus propias conclusiones. Nos quedaron cosas pendientes? Sí, hay cosas que me hubiese gustado que se dejen más explícitas, pero es una opción, una elección la de dejar un poco el telón abierto. Destacable como siempre Ricardo Darín y Erica Rivas en sus papeles, pero hay que resaltar el trabajo interno que realizó Dolores Fonzi con su personaje. A Marina, no le pasa mucho por fuera, no dice mucho, ni tampoco es muy gestual, pero por dentro, le pasan cosas y Fonzi transmite todo con su mirada. La Cordillera es una superproducción de esas que no estamos acostumbrados a ver en nuestro cine, con una gran investigación en cuanto a lo protocolar que nos hace creer lo que sucede. Gran acierto el de elegir actores de otros países para personificar a los mandatarios de Brasil, Chile, Ecuador, México, etc. La Cordillera es un viaje, turbio, intrigante y sorprendente.
Un péndulo inestable sobre el bien y el mal. La cordillera desprende un halo cautivante y de misterio desde el inicio. La propuesta narrativa, las deslumbrantes imágenes, los planos, el montaje, los caminos de subida y bajada, la pureza de la nieve, el sonido marcando un tiempo, todo te va atrapando/transportando hacia otro lugar, hacia otro estado. Siempre uno hace concesiones como espectador para decidir -de forma inconsciente- si es creíble o no determinada situación, o la propuesta en líneas generales. En este caso se desarrolla con total verosimilitud la cinta. Acompañada con escenarios reales -desde la Casa Rosada hasta el impactante Hotel en los picos de las montañas. Con un elenco maravilloso y de lujo que va desde Ricardo Darin (Hernan Blanco, el presidente), Érica Rivas (Luisa, la secretaria personal), Gerardo Romano (Mariano Castex, el jefe de Gabinete), Dolores Fonzi (Marina, la hija del presidente), entre tantos otros. Cuando el cine está bien hecho tiene esa capacidad medio hipnótica, donde entramos cómodamente en ese viaje, en ese estado de sueño/realidad. Y no es un detalle menor en este largometraje, la hipnosis es más bien un detonante en determinado momento. Y si lo pienso más en lo macro, en los líderes políticos, encuentro que también tienen esa capacidad magnética. Donde muchos son los ciudadanos que aceptan y creen fervientemente en ellos, hasta fanatizarse y defender a ultranza. Poniéndose como en un velo imaginario, de irrealidad, y por sobre eso, perdiendo hasta la capacidad de intercambiar ideas, seguramente opuestas. Sin saber, casi con una mirada inocente, desconocemos que, para llegar a ese lugar, en ese camino sinuoso donde fueron acumulando poder, también fueron acumulando en su placard situaciones e historias que prefieren esconder u olvidar. Nadie llega con las manos limpias a la cumbre. Bajo la impecable dirección de Santiago Mitre llega este jueves el estreno de esta atrevida película llamada La cordillera.
Donde dobla el viento y se cruzan los atajos La Cordillera (2017) podría pensarse como aquel famoso libro donde uno elegía su propia aventura. Lo destacable, en este caso, es que cualquiera sea el camino o la interpretación que el espectador quiera darle a la película, el camino lleva a un mismo resultado: una propuesta magistral de una calidad técnica, narrativa y actoral para destacar. Este apertura del guión tiene que ver con dos historias desarrolladas a lo largo del relato, la que podría considerarse como principal encuentra a Hernán Blanco (Ricardo Darín) como presidente de la Argentina, en camino a una cumbre presidencial , donde varios presidentes latinoamericanos se dan cita para discutir asuntos relacionados al petróleo. Blanco asiste, quizás, como la figura más endeble: un político humilde de bajo perfil, quien llegó a la presidencia, luego de ser gobernador de la provincia de La Pampa. Sin ninguna mancha en su vida privada (a primera vista, claro), nada de escándalos, la sutil conversión de santo a presunto pecador por la que transita el personaje, hacen de la interpretación de Darín una de las más notables de su carrera, y convierten a La Cordillera en un thriller político apasionante. Por otro lado, la historia secundaria que cabalga en paralelo implica ese costado de la vida personal del presidente del que poco se sabe. Allí la presencia de su hija se vuelve de lo más inquietante, y la trama comienza a oscilar entre ese argumento político y social y un drama de tintes psicológicos donde nada parece ser lo que es. Dolores Fonzi interpretando a la hija del mandatario logra una composición brillante; alguien que ama y odia, que recuerda y olvida, un ir y venir entre un pasado y presente que mantiene en vilo constante, y que a medida que avanza la historia es imposible no sentirse atrapado y absorbido por este mundo real y onírico. La dirección de Santiago Mitre (quien puede considerarse como uno de los directores actuales más interesantes) encuentra en la dupla con el guionista Mariano Llinás un equipo contundente, donde cada aspecto es cuidado y entendido como parte de un todo magnífico. La primera línea actoral con los mencionados Darín y Fonzi, junto a una cautivadora Erica Rivas (nacida para la pantalla grande, sin duda) se complementan perfecto con todo el reparto secundario: una cumbre actoral presidida con un impecable Gerardo Romano, secundado por el brasileño Leonardo Franco, la española Elena Anaya, el chileno Alfredo Castro y una breve participación de Christian Slater. Mitre está en todos los detalles, con una puesta precisa, construye un clímax intenso, el cual pende constantemente de un hilo y encuentra en una narrativa formidable su punto más alto, teniendo por seguro que La Cordillera será una de las grandes propuestas cinematográficas del año.
El cine y la política nunca fueron ajenos entre sí. Los presidentes en especial fueron el centro de numerosas producciones, muchas veces en el marco de biopics, pero también como mandatarios de ficción, siempre con un correlato anclado en la vida real. El guionista Aaron Sorkin descolló en este subgénero gracias a Mi Querido Presidente (An American President, 1995), dirigida por Rob Reiner, y la serie The West Wing. Salvando El Apóstol (1917), el primer film animado de la historia, donde se satirizaba la figura de Hipólito Yrigoyen, Argentina no tiene tradición en largometrajes de ese estilo, de modo que La Cordillera (2017) representa una novedad. Hernán Blanco (Ricardo Darín), recientemente electo Presidente de Argentina, llega a Chile para acudir a una cumbre presidencial en un hotel de la cordillera; un evento que reúne a sus pares latinoamericanos con el objetivo de debatir alianzas relacionadas a la industria del petróleo. Se deberá definir si respaldar al presidente de Brasil (Leonardo Franco), el más poderosos y respetado de la región, o permitir la intervención de los Estados Unidos. Blanco se verá envuelto en una serie de dilemas cuando reconoce las oscuras intenciones de algunos de sus colegas. Y como si fuera poco, debe lidiar con problemas familiares también vinculados a lo profesional: Marina (Dolores Fonzi) llega al hotel después de romper con su ex -acusado de manejos turbios-, y trae al presente cuestiones de un pasado incómodo. Demasiada presión en muy pocas horas, y con mucho por jugarse, tanto por Latinoamérica como por su propia vida. En El Estudiante (2012) y La Patota (2015), Santiago Mitre ya había explorado la intimidad de ámbitos y personajes vinculados al poder, sin escaparle a los aspectos más incómodos. La Cordillera le permite ir más allá: la cámara permite ser testigos de los movimientos de un presidente y de su equipo, sobre todo en instancias tan decisivas. Aunque los personajes son ficticios, no vinculados directamente con ninguna figura política existente, el director pone énfasis en la verosimilitud; cada detalle le da realismo a la historia. Pero la búsqueda de Mitre no pasa por el pseudocumental, ya que la subtrama de Marina y las sesiones de hipnosis a las que es sometida le agregan a la trama un componente de misterio, de lobreguez. Este elemento no queda del todo desarrollado y termina en la nebulosa, pero consigue algunos de los momentos más inquietantes del film y deja algunas interesantes preguntas en el aire con respeto a la personalidad de Blanco. Ricardo Darín prometía en el rol de presidente de los argentinos, y cumple con creces. Valiéndose de una de las interpretaciones más contenidas de su carrera, le da cuerpo y alma a un político que que debe mostrar su capacidad ante dos situaciones delicadas y relacionadas entre sí. Sus escenas con los no menos excelentes Érica Rivas, Gerardo Romano, Dolores Fonzi y Daniel Giménez Cacho son grandes muestras de su performance, como también la parte en la que negocia con un representante estadounidense, encarnado por un sobrio Christian Slater. La Cordillera es un thriller político que coquetea con el thriller psicológico, y pese a no haber una cohesión entre una cosa y la otra, sigue siendo un interesante muestrario de las preocupaciones de Mitre por revelar los hilos de quienes están más arriba.
Tensión política y psicológica en envase de superproducción en La cordillera, tercer largometraje de Santiago Mitre. Ricardo Darín es Hernán Blanco, un político de La Pampa que ha escalado posiciones hasta convertirse en presidente de Argentina. Está a punto de partir hacia una cumbre de presidentes latinoamericanos que tendrá lugar en lo alto de la cordillera, en Chile. En ella se tratarán temas relacionados con la energía y el petróleo. En una reunión de asesores con su gente de confianza, entre los que se cuentan su asistente Luisa (Erica Rivas) y su jefe de gabinete Mariano Castex (Gerardo Romano), recibe la noticia de que el ex marido de su hija Marina (Dolores Fonzi) amenaza con revelar manejos turbios de su campaña como candidato a presidente. Una vez instalado en el resort de alta montaña lidiará contra los que le achacan su poco carisma y su perfil de hombre común; con el protagonismo del presidente de Brasil, que es a la vez proteccionista de los intereses de la región, y con el presidente de México que pretende que Estados Unidos entre en la alianza. A la vez que decide mandar a buscar a su hija, que sufre de cierta inestabilidad psíquica, para tener bajo control el tema relacionado con su ex yerno. Así como el cine argentino reciente imaginó una ficción con un premio Nobel de literatura de nuestro país (El ciudadano ilustre), en este caso lo novedoso es situar una acción en un contexto inédito: el de la diplomacia y los lobbies entre mandatarios. Claro que lo que en el primer caso necesitaba una referencia y un pantallazo (la entrega del premio en Suecia) aquí se nutre de toda una apabullante muestra de escenarios impactantes, vestuario impecable, autos de lujo y un hotel cinco estrellas que otorgan una inusual credibilidad para el cine nacional. Como en un juego de ajedrez en La cordillera se mueven piezas estratégicas para deslizarse en el tablero de la política internacional. Santiago Mitre y Mariano Llinás construyeron un guion en el que las referencias políticas pueden ser muchas, pero con especial cuidado de que los personajes y las acciones no tuvieran una identificación clara con personas existentes y no sea una mera recreación de la realidad, para crear su propia ficción. En ese sentido, en La cordillera se monta un hecho ficcional, situado en las altas esferas, para hablar de la condición humana y demostrar que las decisiones de cualquier persona -y más de aquellas situadas en altos sectores de poder-, están teñidas de mezquindades y salpicadas por conflictos familiares. Los acontecimientos políticos de lealtades, alianzas y traiciones, que en la primera parte de La cordillera atrapan al espectador por la eficacia de lo retratado, se ven alterados por un hecho de la esfera de la intimidad familiar. Este suceso parte a la película en dos, cuando tiene lugar algo que parece ser de naturaleza fantástica: la hija del mandatario argentino sufre un brote y para sacarla de ese trance se recurre a un psiquiatra que apela a la hipnosis. De ahí en más la película, que hasta entonces transcurría como thriller político, suma elementos para transformarse en thriller psicológico. Y es de este giro del que se vale para indagar sobre la integridad moral y ética de un personaje: un presidente que toma decisiones personales que influyen en la vida de todos los ciudadanos del país que gobierna. Con un elenco notable en el que Ricardo Darín deja de ser el hombre común para convertirse en presidente de Argentina, con singular aplomo, se luce igualmente una inquietante Dolores Fonzi. Y, aunque en roles con menos protagonismo, Erica Rivas y Gerardo Romano aportan solidez a un elenco internacional al que se suman el chileno Alfredo Castro (el psiquiatra especializado en hipnosis), Daniel Giménez Cacho (el presidente mexicano) y Christian Slater como el lobista estadounidense. Además de la española Elena Anaya, como la periodista que logra declaraciones claves que resignificarán la trama. Todos ellos le sacan todo el jugo posible a las cortas escenas en las que aparecen.
Transformar a Ricardo Darin, uno de nuestros actores mas famosos y queridos, en presidente de los argentinos, hace que de inmediato “La cordillera” sea la película que muchos quieren ver. Y lo mejor es que se encontraran con un trabajo impecable del actor acompañada por Erica Rivas, Dolores Fonzi, Gerardo Romano y grandes actores latinoamericanos que les sacan el jugo a sus breves participaciones: Daniel Giménez Cacho, Alfredo Castro, Elena Anaya, Paulina García, Christian Slater. Uno de sus elementos mas atractivos es el guión escrito por el director Santiago Mitre y Mariano Llinas que no solo mete al espectador en una realización precisa, costosa, impecable, en el mundo de la alta política. Un presidente argentino, es una buena diversión tratar de saber a quienes de los reales se parece, que se llama Blanco, que dice representar al hombre común, va a una cumbre de presidentes latinoamericanos en Chile. Criticado por tener poca trascendencia en nuestro país y en la reunión, donde se decide una alianza estratégica fundamental, sabe que todos miran al primer mandatario de Brasil, apoderado “el emperador”. El llega con su equipo, sin partido político visible, y con una denuncia aún no pública que amenaza destruirlo en manos de su ex yerno. Allí comienza un juego político atractivo y terrible donde ese presidente con mala prensa jugará un rol importante. Pero también para manejar a su ex yerno hace traer a su hija (Dolores Fonzi) con problemas emocionales, que será tratada por un hipnotizador, que le da a la película un giro fantástico, un suspenso por momentos insoportable, y una develación de secretos del pasado. Santiago Mitre acierta no solo en el gran despliegue del mundo diplomático, pero también muestra los hilos de ese entramado, siempre invisible al resto de los humanos. Y le imprime a la intimidad del poder una cuota de cruel, maléfica y certera revelación.
De la realidad al plano sobrenatural. La película se presenta como un thriller político pero los giros finales dejan la sensación de un transatlántico escorado. La cordillera, tercer film de ficción de Santiago Mitre después de El estudiante (2011) y La patota (2015), puede ser vista como una autorrespuesta, pesimista y disruptiva, a la primera de ellas. Escrita por Mitre junto a Mariano Llinás –que también lo acompañó en ese rol en sus otros dos films–, la película que en mayo pasado se presentó en la sección Un Certain Regard de Cannes –coproducción con Francia y España– pone a su protagonista, representante ahora del más alto escalón de la política nacional, frente a una opción semejante a la que se enfrentaba el político si se quiere amateur de la ópera prima de Mitre. Pero en esta ocasión no habrá lugar para renuncias dignas. A la vez, en La cordillera Mitre y Llinás construyen un thriller político de estructura, progresión y tensión tan clásicas como las de El estudiante. Pero sólo para torpedear, en los últimos tramos, ese pulido clasicismo realista con un verosímil proveniente de la esfera de lo sobrenatural, que tuerce la película entera como un transatlántico escorado. Más allá de las intenciones, lo que debe verse es qué papel juega la brusca introducción de ese orden en el relato, y de qué modo lo hace. La cordillera se abre con una suerte de prólogo, en el que se utiliza a un personaje-vehículo (a la sazón, un técnico que viene a reparar unos equipos de refrigeración) que sirve como soporte para que, a primerísima hora de la mañana, la cámara ingrese en la Casa Rosada (la Casa Rosada real, que costó conseguir pero se consiguió), recorriendo todos sus vericuetos desde la cocina hasta los salones del poder. La intención del largo plano–secuencia es la misma que la del movimiento semejante, en la Facultad de Sociales, con que se iniciaba El estudiante: que el espectador tenga la sensación de estar ingresando a un mundo laberíntico. Pero la diferencia entre un travelling y otro es que aquí se usa a un personaje que no cumple otra función que la utilitaria, lo cual puede generar falsas expectativas. “¿Pasará algo con los equipos de refrigeración más adelante?, ¿el tipo será un espía?”, puede preguntarse el espectador, teniendo en cuenta el aire de thriller, las prevenciones de la vigilancia y el modo en que la cuestión del técnico y los equipos se esfuma súbitamente. Secretaria privada del Presidente, Luisa Cordero (Érica Rivas, ajustada como siempre) informa al Primer Ministro Mariano Castex (Gerardo Romano, convertido desde hace un tiempo en notable secundario) que el ex yerno presidencial va a presentar una denuncia por corrupción, en relación con unos campos. Castex da orden de tapar el asunto hasta después de una cumbre de presidentes latinoamericanos que va a tener lugar en Chile a partir del día siguiente. Queda plantada esa semilla argumental y se presenta al Presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín, de más está decir que perfecto), en viaje junto a sus asesores para asistir a la reunión fundacional de la Alianza Petrolera del Sur. Una asociación continental se diría que a destiempo, en momentos en que el petróleo no parece tener ni gran popularidad ni gran futuro. A pesar de eso, las intrigas corren como si se jugara el destino latinoamericano al pie de los Andes nevados, con un Presidente brasileño con ambiciones de liderazgo continental, el Presidente mexicano (Daniel Giménez–Cacho) tratando de convencer a Blanco de ir contra él y a favor de Estados Unidos, y Castex y el Ministro de Relaciones Exteriores argentino (Héctor Díaz) enfrentados como perro y gato. En medio de todo eso, en el hotel chileno cayó la hija de Blanco, Marina (Dolores Fonzi), estresada por el tema de su ex, y eso obliga al Presidente a dividir su atención entre la alta política y el afecto paterno. Cuando la situación de Marina se agrave habrá que recurrir a un psiquiatra local y éste sugerirá un tratamiento de hipnosis con péndulo incluido, primer signo de que la película ambiciona coquetear con terrenos que no son los del realismo. Hay dos preguntas para hacerse en relación con el posterior ingreso de lo sobrenatural: cómo y para qué. El cómo es tardío, apurado, poco elegante. En medio de una entrevista, de pronto una periodista española (Elena Anaya, protagonista de La piel que habito) le pregunta sin motivo a Blanco si cree que el mal existe, lo cual da pie a una alusión al diablo. Esta escena está pensada como preámbulo a cierto pacto fáustico que tiene lugar poco más adelante, y que es difícil entender –éste es el “para qué”– por qué motivo se planteó en términos sobrenaturales cuando se pudo haber resuelto en el plano realista en el que la película se venía manejando. Una cosa son El bebé de Rosemary o El exorcista, que conducen progresiva e indefectiblemente a lo sobrenatural, y otra este intento de “el infierno por asalto”, casi en tiempo de descuento.
La cordillera, el nuevo film de Santiago Mitre (El Estudiante, La Patota) nos introduce en el mundo de Hernán Blanco, el flamante nuevo presidente argentino encarnado por Ricardo Darín, quien entre dramas familiares, viaja a Chile a su primera cumbre de presidentes acompañado por otros líderes de la región. Si bien Blanco apela a su nombre para exhibirse como un hombre transparente, confiable y honesto, la prensa y sus oponentes políticos critican su excesiva discreción, el no saber demasiado de él o de su forma de ejercer el rol, llegando al punto de tildar a Castex (Gerardo Romano) su jefe de gabinete, como la voz real a la hora de decidir. Sin embargo, la imagen tibia de Blanco no es el único de sus problemas. El ex esposo de su hija Marina (la siempre magnífica Dolores Fonzi), amenaza con hacer públicas ciertas cuestiones ligadas a malversación de fondos y desvío de gasto público, por lo que el presidente decide llevar a Marina a Chile, mientras definen como encarar este asunto. Mientras tanto, en la Cumbre todos aguardan por la llegada de la figura más importante y polémica, la del Emperador, apodo asignado al presidente de Brasil. Allí el poder de decisión de Blanco también es puesto a prueba a partir de una serie de propuestas y estrategias comerciales propuestas por otros mandatarios, quienes a su vez debaten sobre lo bueno o lo malo de hacer negocios con otras Naciones, o de darle excesivo valor a ciertas figuras. Hacia la mitad cuando el film pareciera transformarse en otro; surge el misterio y a partir de sucesos relacionados a Marina, el espectador comienza a cuestionarse esos mismos conceptos de bien y mal, de oscuridad y transparencia que la película evoca en varias oportunidades. Ya no todo es lo que parece, surgen muchas otras versiones y la inquietud se hace presente en parte del equipo de gabinete y asesores. ¿El mal existe? Y ¿qué hay más allá del mal? ¿Quién es realmente Hernán Blanco? ¿Qué es lo Real? Dejando a un lado lo narrativo, desde lo visual y técnico La cordillera es imponente, intensa y excelente. En cuanto a lo actoral, el trío protagónico de Darín-Fonzi-Rivas se luce en sus roles, en especial esta última, ya que con pequeños gestos y sutilezas, la Luisa asesora que compone, es quien empieza a interpretar y a ubicar cuanto de verdad hay en los dichos tanto de Hernán como de Marina, y en cierta manera, su cambio de expresión hacia el final, exhibe cierta decepción frente a figuras que supieron engañarla. La Cordillera resulta entonces un relato en tono reflexivo sobre la identidad -que desde las primeras escenas del film se pone en cuestión a través de un curioso incidente en la Casa Rosada- y sobre la idea del poder a pequeña y gran escala, a la vez que atraviesa distintos géneros cinematográficos -por momentos inconexos entre sí- para finalizar con la trama inmersa en una suerte de thriller psicológico.
El tercer largometraje del director de El estudiante y La patota presenta a Darín como el presidente argentino que tiene que lidiar con fuertes conflictos familares y de poder en medio de una cumbre de mandatarios. Un thriller político y psicológico con inesperadas derivaciones que, tras su estreno en el último Festival de Cannes, promete ser uno de los grandes éxitos comerciales del cine nacional y, claro, también uno de los títulos más debatidos por el público en este año. Más allá de las absolutas diferencias de presupuesto y de condiciones de producción (El estudiante se rodó durante los fines de semana casi sin dinero ni apoyo oficial y fue lanzada de manera artesanal en 2011 con el auspicio de OtrosCines.com, mientras que La cordillera es una coproducción con Francia y España de casi 6 millones de dólares de costo con un elenco estelar y distribución local e internacional de Warner Bros.) no sería descabellado verlas en varios aspectos como un díptico. El inocente Roque Espinosa que interpretó en su momento Esteban Lamothe bien podría haberse convertido con el tiempo en intendente (de Santa Rosa), gobernador (de La Pampa) y finalmente presidente de la Nación como el Hernán Blanco que ahora encarna Ricardo Darín. Blanco es, efectivamente, un provinciano campechano, un político en principio no demasiado destacado ni carismático, pero que acaba de ganar las elecciones y tiene como primer desafío importante participar en una cumbre de mandatarios latinoamericanos en Chile, donde se discutirá la posibilidad de establecer una alianza petrolera a nivel continental. Es casi inevitable caer en la tentación de compararlo en varios pasajes con Mauricio Macri aunque -más allá de ciertos parecidos físicos y políticos- las similitudes no resultan tan obvias. Las cosas no se presentan fáciles para el inexperto presidente, ya que su par de Brasil (al que todos conocen como “El Emperador”) parece dominar la escena y eclipsar a los demás. Para colmo de males, aflora una vieja denuncia de corrupción contra su partido a cargo de su (ahora ex) yerno que amenaza con hacer tambalear aún más su ya precaria situación. Así, hará que su conflictuada (y conflictiva) hija Marina (Dolores Fonzi) sea llevada directamente a la cumbre. Entre reuniones de funcionarios y asesores, la trastienda de la Casa Rosada de madrugada, preparativos, viajes en el avión presidencial, reuniones estratégicas y actividades protocolares arranca este thriller político coescrito por Mitre con Mariano Llinás y dirigido con muy buen pulso y convicción por el realizador de La patota. La película plantea un complejo e inteligente juego de traiciones cruzadas y confabulaciones tanto dentro del equipo de Blanco como en el tablero internacional, donde no sólo entrarán en juego las alianzas y traiciones entre los mandatarios regionales sino también el lobby de un enviado del gobierno estadounidense interpretado por Christian “Mr. Robot” Slater. La cordillera pendula con elegancia entre la dinámica de la diplomacia con las miserias propias de la política profesional a-la-House of Cards y los conflictos íntimos y familiares del protagonista, entre el realismo puro (es muy buena la reconstrucción de una cumbre con sus autos de alta gama, sus funcionarios de trajes impecables, sus custodios y un resort cinco estrellas en medio de la nieve a 3600 metros de altura) y un acontecimiento casi del orden de lo fantástico (una sesión de hipnosis) que divide la película en dos y cambia de forma contundente el curso de los acontecimientos y la percepción que el espectador tendrá respecto de lo que ha visto y de lo que verá a partir de entonces. Ricardo Darín está ajustado, impecable, siempre convincente en su interpretación de un presidente que no es tan inocente ni sumiso como en principio podía parecer. Mitre y Llinás, además, le otorgan despliegue y carnadura a varios personajes secundarios (como los de Gerardo Romano y Erica Rivas), mientras que Slater y sobre todo el chileno Alfredo Castro (un psiquiatra especializado en hipnosis llamado de urgencia) y Daniel Giménez Cacho (el presidente mexicano) le sacan todo el jugo posible a las pocas pero decisivas escenas en las que participan. Es cierto que otros notables intérpretes como la española Elena Anaya (una periodista que cubre la cumbre y entrevista a los presidentes) o Paulina García (la mandataria chilena y anfitriona del encuentro) no tienen demasiadas posibilidades de lucimiento, pero casi todas las piezas del rompecabezas tienen su razón de ser y ayudan a conformar un panorama trabajado -más allá de algunos desniveles y resoluciones un poco forzadas- con tensión y suspenso. Un acercamiento al juego de la política en todas sus facetas, sus múltiples matices, su complejidad, su hipocresía, su cinismo y -también- su oscuridad y crueldad.
Los vericuetos del poder, narrados con maestría entre el inconsciente y la filosofía Como sucedía en El estudiante y en otro sentido en La patota, films anteriores de Santiago Mitre, La cordillera es una película política, alejada del panfleto. El director parece estar enfocado en observar y estudiar la filosofía y la ética del poder más que en hacer una declaración definitiva. Y lo hace retratando a personajes que son jugadores en el campo práctico de la política, ahí donde las teorías e ideologías se enfrentan con la realidad de las necesidades y tentaciones del poder. El protagonista de La cordillera es Hernán Blanco (Ricardo Darín), flamante presidente de la Argentina, invitado a una cumbre de jefes de Estado latinoamericanos, en la que tendrá la oportunidad de demostrar su fortaleza y astucia para negociar con sus pares la creación de una organización regional de naciones productoras de petróleo. Mientras discute sus opciones con su mano derecha, Luisa (Érica Rivas), y su influyente jefe de Gabinete, Castex (Gerardo Romano), Blanco tiene que hacerse cargo de un problema familiar que involucra a su hija Marina (Dolores Fonzi). A partir de la aparición de su hija en el hotel donde se lleva a cabo la cumbre -y de la sesión de hipnotismo a la que ésta se somete-, la película va cambiando de tono. Es el punto de inflexión en el que el espectador que busque un alegato político podría sentirse frustrado en sus expectativas, pero aquél que disfrute del suspenso y aprecie las posibilidades del cine de representar el inconsciente terminará por sumergirse en el film. Hay mucho de Hitchcock en La cordillera, pero también algo de los thrillers político-paranoicos de los años 70 (Todos los hombres del presidente, Los tres días del cóndor). Este clima inquietante que va tiñendo el film está manejado con maestría en todos los aspectos, en especial en la dirección de actores, que logra extraer lo mejor de un elenco que derrocha talento y en el que cada actor resulta el ideal para interpretar el guión de Mitre y Mariano Llinás (incluyendo a Christian Slater, cuya intervención es breve pero esencial). Pero en La cordillera no se ven los hechos desde el lado del héroe que investiga lo que hay detrás de las maquinaciones políticas, sino desde la cercanía al propio hombre poderoso que está metido en ellas y a la única mujer que le hace frente. El film no pretende bajar línea sobre cómo debe juzgarse a Blanco. Al final, lo que el espectador piense sobre este presidente ficticio dirá mucho más sobre sí mismo que sobre el personaje.
Un thriller sobre la confianza El filme, planteado como un thriller psicológico, analiza los recovecos del poder, creando desconcierto. Confiar o no confiar. Creer, depositar esperanzas, no querer ver lo que se mira. Mucho de eso hay en La cordillera, la película de Santiago Mitre. Está allí, sentado en el avión presidencial. Escucha. Parece que medita. Las cosas no le están empezando a resultar sencillas a Hernán Blanco (Ricardo Darín), el presidente de la Argentina. Tiene poco tiempo en el Gobierno, pero los palos empiezan a dolerle. No todas sus preocupaciones son por problemas del Estado. El frente interno, familiar, también le muestras amenazas. El ex de su hija Marina (Dolores Fonzi) parece que sabe cosas de su pasado que le ensuciarán algo más que su traje Ermenegildo Zegna. Blanco -lindo nombre para un político, que remite a pureza- ordena que traigan a Marina a Chile, donde asiste a una Cumbre sudamericana. Así como había contado cómo se construían las alianzas políticas en El estudiante, en La cordillera Mitre vuelve a apostar a la relación paterno filial, como en La patota. Como si confluyeran las dos en ésta, su tercera película, tal vez sea el cierre de una trilogía sobre los vericuetos y manejos del poder. Blanco está maniatado por su canciller y su jefe de gabinete (un Gerardo Romano medido y exacto) entre apoyar al presidente de Brasil en la Cumbre energética en la cordillera, o no. Uno lo tironea para un lado; el otro recomienda lo contrario. Pero Blanco, al que muchos tildan de blando, sabrá cómo hacer pie y no resbalar en la nieve. Carisma no le falta. Y tampoco a Ricardo Darín, que es el centro del filme, que sabe ser desconcertante y entrador, y que en sus encuentros y cruces con los personajes de Romano, Fonzi y Erica Rivas -ambas cumpliendo con el mismo grado de compromiso la ambigüedad que les requiere el guión-, gana. Allí es donde Mitre permite al espectador conocer al verdadero Blanco. Pero hasta ahí nomás. Porque Blanco es político, y las negociaciones que deba hacer con un enviado del Gobierno de los Estados Unidos (Christian Slater), o con su hija, que parece confundida, nunca serán sencillas. Y nunca sabremos si lo que dice es cierto, si de lo que se lo acusa es verdad. ¿Quién tiene la razón? El primer acierto de Mitre es manejar la intriga desde el arranque, con la escena que abre el filme, con un personaje ingresando a la Casa Rosada. Es, literalmente, entrar a la cocina del Gobierno. A partir de allí, no la soltará. Habrá quién se interese más por la relación del Presidente con su hija, que por las cuestiones políticas. Una va atada a la otra. Santiago Mitre conduce por primera vez una superproducción -por despliegue, por costos, por elenco internacional- y mantiene la guía como en sus primeras realizaciones. El final abrirá más preguntas que el espectador sabrá contestar, o no, solo.
La Cordillera es, sin duda alguna, la película argentina con mejor nivel de realización. Está a la altura de una buena producción de Hollywood. Dicho esto hay que aclarar que no es un film para todo el mundo, su digestión no es rápida y si un espectador sale del cine diciendo “me pareció pesada”, es entendible. Que a algunos les pueda resultar aburrida no significa que lo sea. Pasa que es muy dialogada y por momentos introspectiva. Es verdad que tiene muy poca acción y que el tráiler pueda llegar a confundir sobre el tono. Aclarado esto, solo queda decir que la cinta de Santiago Mitre es soberbia y magnífica. La puesta que hace el director es increíble en su narrativa e historia. El guión que co-escribió con Mariano Llinás, gran maestro del cine, funciona como un perfecto reloj. No hay puntos flojos y cada uno de los personajes está muy bien desarrollado. Lo que no se explora es deliberado. Ricardo Darín no solo hace un gran laburo como siempre sino que esta vez tiene unas sutilezas en gestos y miradas que le dan otra dimensión a su personaje. Podría haber interpretado al Presidente de los argentinos casi así nomás y “de taquito”, pero el actor le dio varias capas a Hernán Blanco. Cada una diferente y más complicada a medida que avanza la historia. Erica Rivas enorme, lo mismo que Gerardo Romano, quien interpreta a un Jefe de Gabinete con todas las características que podemos imaginar. Por su parte, Dolores Fonzi tiene la tarea de incluir el elemento fantástico/delirio a la historia. La proyección de esta actriz no tiene techo. El resto del cast está muy bien, ya sean el resto de los presidentes latinoamericanos, Elena Anaya o Christian Slater. Planos y encuadres, justos y a la vez con mucho vuelo terminan por elevar el film con una fotografía excepcional. La cordillera puede llegar a ser lo que se denomina “un gusto adquirido”, es decir, algo que hay que trabajar un poco para llegar a disfrutar. Dependerá de las sensibilidades de cada espectador, pero lo cierto es que se trata de lo mejor del cine nacional en todo su esplendor.
De Blanco a negro Pocas veces el cine argentino retrató la política con tal vehemencia como en La cordillera (2017). Mediante la ficción, la tercera película dirigida por Santiago Mitre en soledad, describe situaciones de coyuntura internacional a través de la intimidad de un presidente argentino. La ficción habla de la realidad y nos hace reflexionar sobre ella. Hernán Blanco (Ricardo Darín) es un presidente del siglo XXI: se muestra como un tipo común, cercano a la gente y no empapado de los vicios históricos de la política. El color de su apellido, Blanco, utilizado de emblema de campaña, se va oscureciendo a medida que irrumpe su hija Marina (Dolores Fonzi), quien revela secretos de su padre. Su apariencia honesta esconde un costado siniestro. Todo sucede en medio de una cumbre de presidentes regional donde se trazan geopolíticas de estado. Santiago Mitre retrató la política en su primera película, El estudiante (2012), en el micro universo de la Facultad. Subió la apuesta en su segunda producción, La Patota (2015), remake del film homónimo de Daniel Tinayre, al confrontar la mirada idealista de una hija que realiza actividades humanitarias y un padre conservador que oficia de juez. Con La cordillera consuma su película de mayor presupuesto y ambición: el escenario es una cumbre internacional y los protagonistas, mandatarios de la región. Más allá de los nombres y números, Mitre y su co-guionista habitual Mariano Llinás, no bajaron su mirada incisiva sobre los tejes y manejes del poder en esta película. Todo lo contrario, la profundizaron con el retrato de las cabezas de estado tomando decisiones en una situación particular. La cordillera es una película grande y tiene un elenco acorde al tamaño de su producción: A los mencionados Ricardo Darín y Dolores Fonzi se le suman Erica Rivas, Gerardo Romano, los chilenos Alfredo Castro (habitué en las películas de Pablo Larraín) y Paulina García (Gloria, La novia del desierto), el mexicano Daniel Gimenez Cacho (protagonista de Zama de Lucrecia Martel), y la lista continúa hasta Christian Slater, en un papel clave como el enviado de Estados Unidos. Para articular el relato, el film comienza con la descripción del universo protocolar alrededor de un presidente, en un tono que vira en la segunda mitad hacia otro de índole emocional –el vínculo padre e hija- que retiene al espectador distraído ante la cantidad información suministrada al inicio. En esa simbiosis, la película juega entre la cumbre de presidentes, con connotaciones conspirativas, y la relación de amor-traición entre un padre y su hija. Los cambios de la trama se evidencian en la dirección de fotografía de Javier Juliá, que logra tintes metafóricos con un inicio muy lumínico (el color blanco, la cordillera nevada) que va dejando espacio a los contrastes plagados de sombras noir en la segunda parte del relato. En ese punto se pueden encontrar reminiscencias a El ciudadano (Citizen Kane, 1942) de Orson Welles, o Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945) de Alfred Hitchcock. La cordillera es una película inteligente y adulta que invita a reflexionar al espectador sobre la política actual. En la década del noventa Fernando "Pino" Solanas, Fernando Ayala en los años ochenta o Adolfo Aristarain, también describían alegóricamente lo que ocurría en la Argentina de entonces. Este año Daniel Hendler con El candidato (2017) hizo lo propio. Pero La cordillera es una película masiva, que aspira a ser vista por gran cantidad de espectadores. Por eso es importante su apuesta y su mirada crítica sobre el poder real. Bienvenida sea.
Crítica emitida por radio.
Más festivalera que popular La película de Santiago Mitre, es un thriller político de trazo lento y argumento hermético que parece concebida para impresionar jurados más que para conquistar al público común Ricardo Darín es Hernán Blanco, el presidente de Argentina. Un ser silencioso y poco permeable, un hombre gris que esconde más de lo que expresa. Una cumbre latinoamericana en Chile, será el marco en donde el primer mandatario deberá enfrentarse a los manejos de la política internacional y también a sus propios fantasmas familiares. La película tiene una estructura de thriller político, con denuncias de corrupción, pactos bilaterales e "intrigas palaciegas", pero sin la narrativa clásica de este tipo de producciones. Por el contrario, Santiago Mitre reniega del cine de género y elige contar la historia de manera lenta, con pocos datos precisos y valiéndose más de las imágenes y los silencios que de las palabras y el discurso. La relación del presidente con su gabinete y con su propia hija (Dolores Fonzi en plan bipolar) está presentada en pinturas, bien compuestas, hermosamente fotografiadas pero densas y sin ritmo. Y sí, la película parece avanzar en "slow motion", y tiene pocas escenas "explosivas": algunos encuentros entre Blanco y su jefe de gabinete (un muy buen trabajo de Gerardo Romano) y entre el presidente y su hija. Hay momentos oníricos, que revelan poco y que parecen estar insertados para el lucimiento artístico de la producción, y un encuentro entre un enviado del gobierno de Estados Unidos (Christian Slater) y el presidente argentino que termina siendo una de las secuencias más interesantes del filme. Ricardo Darín cumple y dignifica en su papel. Alejado de "Bombita", su interpretación es sobria, gélida, perfecta. Pero la cinta es tan pretenciosa y tan poco "amigable" con el espectador, que finalmente la presencia del actor principal se pierde en el extenso metraje. A nivel de producción es sin dudas un filme con muchos valores positivos, las locaciones, la cantidad de actores y la dirección de arte se lucen en la pantalla panorámica. Una película ideal para presentar en festivales y ganar premios. Pero este no es un filme que se plantee entretener y mantener al espectador atento y al borde de la butaca. Y para colmo, cuenta con uno de los finales más anticlimáticos de los últimos tiempos. Un cierre que va a dejar a espectadores con la boca abierta y con la sensación de que el ultimo fundido a negro llegó antes de conocer el desenlace. La Cordillera es como una visita a una alta montaña: uno puede apreciar la belleza del paisaje pero también, puede terminar apunado.
HAMBRE DE PODER Ricardo Darín protagoniza un gran thriller político y nos hace dudar hasta de nosotros mismos. El cine nacional nos regala un par de grandes exponentes al año. No hablamos de esos éxitos seguros de taquilla que, están bien pero no suman mucho, sino de obras que se arriesgan desde sus temas y sus narrativas. Santiago Mitre comenzó su carrera como guionistas. Probó suerte con una película chiquita -“El Estudiante” (2011)-, adquirió notoriedad con la remake de “La Patota” (2015), y ahora se la juega con una mega producción, de esas que dejan huella en el espectador más allá de la sala. El realizador se rodea de un gran elenco (Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Gerardo Romano), y hasta de figuras internacionales como Christian Slater y Elena Anaya, pero no juega a lo seguro, y hasta se da el lujo de incursionar en varios géneros. “La Cordillera” cuenta la historia de Hernán Blanco (Darín), presidente electo de los argentinos con pocos meses de gobierno a cuestas, que enfrenta su primer reto internacional en el marco de una cumbre petrolera latinoamericana a realizarse en el vecino país de Chile. A los ojos de sus oponentes políticos, Blanco es un “blandito”, un tipo que ganó por su imagen intachable, pero carente de carisma a la hora de enfrentar las críticas y algún que otro escándalo. Negándose a responder a las agresiones, el mandatario deja que su equipo se encargue de ellas, y ahí es cuando entran en escena Luisa Cordero (Rivas) y Castex (Romano), entre otros, abocados a la tarea de manejarle la agenda y, por qué no, la vida personal al hombre más importante de la Argentina. Mitre nos pasea por este tras bambalinas político de manera impecable y realista, casi documental, un mundillo de tires y aflojes con la prensa y su propio gabinete, que a veces más vale perderlos que encontrarlos. Un clima que estamos acostumbrados a ver en productos como “House of Cards”, pero el realizador se encarga de que no se vea exagerado para nada. Tras mostrarnos al presidente y su entourage, llegamos al otro lado de la cordillera, un encuentro que pondrá en juego todos los intereses de Blanco (y por ende de nuestro país), pero también que pondrá en jaque su carrera política. La vida pública y privada empiezan a chocar por culpa de su hija Marina (Fonzi) que, tras una crisis emocional, comienza a sospechar que papá Hernán no es todo lo que parece ser a simple vista. Mitre elige muy bien a sus actores, los saca de la zona de confort y de ese lugar en el que estamos tan acostumbrados a verlos. Blanco es un personaje inescrutable que se va transformando ante nuestros ojos, más que nada, a través de la mirada de los otros. Un “misterio” escondido a la vista de todos, pero que necesita irremediablemente del espectador para cobrar verdadero sentido. Por ahí pasa el atractivo de “La Cordillera”, un thriller político lleno de manejes y chanchullos, de alianzas y traiciones, pero también de conflictos morales y lugares oscuros que, obviamente, hay que transitar para llegar a lo más alto del poder. Una historia que se mete con ciertos elementos del terror más psicológico, aunque los monstruos acá no sean reales, ¿o sí? Mitre nos deja dudar de todo y de todos y, aunque echa mano de algunos trucos narrativos, nunca se despega de una trama concisa llena de suspenso, intrigas políticas y decisiones que marcan el rumbo de los protagonistas… y de sus naciones. “La Cordillera” es impecable por donde se la mire: desde las actuaciones y la puesta en escena, la austeridad del paisaje cordillerano, la banda sonora de Alberto Iglesias (“El Jardinero Fiel”, “El Topo”),… todo en función de una idea que no deja afuera al espectador, sino todo lo contrario, lo invita a tomar partido y comprometerse con cada una de las partes, a riesgo de salir desilusionado. No con la película, claro está. Ahí también reside el riesgo que tomó el realizador con esta película poco convencional para el público argentino, acostumbrado a un cine local más pasatista, al menos, cuando se trata de superproducciones como esta. Se celebra el compromiso por parte de la gente de Warner Bros., los temas y el tratamiento, una zambullida por diferentes géneros que logran el mejor balance posible. Nuestro voto es positivo.
En un país como el nuestro, donde la imagen de “lo político” forma parte del consumo cotidiano del habitante promedio, un film como La Cordillera no pasa sin generar miradas curiosas e interés. El último trabajo de Santiago Mitre, uno de los directores más importantes de la nueva camada de autores de la filmografía contemporánea, cuenta con un equipo lleno de figuras y gran presupuesto para desplegar una “intriga política” que discurre sobre la iconofilia, la corrupción y la maldad. El realizador evidencia en una gran maniobra audiovisual lo que ya todos sabemos acerca de quién maneja los hilos y cómo.
La cordillera brinda la posibilidad de disfrutar a Ricardo Darín en uno de los mejores personajes de su filmografía. El presidente Hernán Blanco creo que quedará entre los roles más interesantes que compuso para el cine y cuando la película termina te deja con ganas de volver a encontrarlo en otras historias. El director Santiago Mitre, quien ya había trabajado temáticas políticas en sus trabajos previos (El estudiante y La patota), en este relato aborda el poder de las altas esferas con un thriller que fusiona diversos géneros. La primera media hora de la trama se desarrolla como una versión argentina de House of Cards, donde vemos los esfuerzos del presidente Blanco y su equipo por fortalecer su gobierno dentro de un contexto internacional. Mitre hace un gran trabajo a la hora de retratar la intimidad de los políticos y las negociaciones diplomáticas entre los presidentes latinos cuando están alejados de los medios de prensa. Dentro del cine nacional no hubo filmes que trataran con este nivel de detalles este tema y desde los primeros minutos La cordillera logra ser muy atrapante. A partir de la presentación del personaje de Dolores Fonzi, quien interpreta a la hija del presidente argentino, el relato se encamina por un terreno más sombrío. En la segunda mitad de la película el director juega con algunos elementos fantásticos y guiños al cine de terror que evocan por momentos al Roman Polanski de los años ´60. La cordillera se vuelve rara pero ese cambio desconcertante que tiene el conflicto también genera que la película sea más interesante. Más allá del gran trabajo que presenta Darín con este personaje, el reparto presenta momentos fabulosos con las interpretaciones de Erica Rivas, Gerardo Romano y Christian Slater, quien con una breve participación ofrece una de las mejores escenas del film. Mi única objeción con esta producción pasa por el guión que a mi entender se excede con la ambigüedad que plantea la historia y su resolución. Siempre es bienvenido en el cine cuando un director no le sirve en bandeja todo el conflicto a los espectadores y el final permite que tenga distintas interpretaciones. Inception, de Chistopher Nolan, es un gran ejemplo de esta cuestión por la manera en que el director construyó el relato. Por el contrario, La cordillera deja demasiadas incógnitas abiertas sobre el personaje de Darín y el misterio de la trama que no tienen respuestas, algo que resulta un poco decepcionante. Sobre todo por el hecho que el film tampoco ofrece pistas claras para entender algunas acciones claves que toman los protagonistas. Todo queda en el terreno de la especulación debido a que el guión aborda superficialmente estas cuestiones. Más allá de este detalle, que se solucionaba con una pulida del argumento, el director Santiago Mitre ofrece un muy buen thriller que aprovecha a cada miembro del reparto internacional con un sólido entretenimiento.
LA CÓMODA DISTANCIA Se podría pensar a La cordillera como una secuela más ambiciosa de El estudiante, pero con una sustancial diferencia: si aquel joven militante interpretado por Esteban Lamothe terminaba aferrándose a sus convicciones, casi como una forma de tranquilizar al espectador, en la nueva película de Santiago Mitre se da un procedimiento similar, pero con un recorrido contrario. Del mismo modo, podría verse a la película protagonizada por Ricardo Darín como una extensión de un capítulo liviano, casi de transición de House of cards, otra creación dedicada a confirmar lugares comunes y explotar un pensamiento consensuado y establecido. Pero aunque sea la serie con Kevin Spacey puede presumir de un mayor arrojo y atrevimiento, una voluntad de explotar bien a fondo todo el abanico de trampas que se pueden encontrar en los pasillos de Washington. Es que en verdad, detrás de su envase pulido, prolijo, lujoso -y que incluye una sucesión de nombres propios casi prepotente en su elenco-, La cordillera sólo tiene para ofrecer una vacua identidad. Sus conflictos son más bien impostados y altisonantes: la cumbre de jefes de Estado que afronta el Presidente que encarna Darín puede marcar un rumbo a futuro pero no demasiado más, porque apenas si lo pinta como líder político; el conflicto familiar que le surge a partir de la figura de su hija, que viene a explicitar una serie de oscuros sucesos del pasado y el presente, no deja de confirmar lo obvio y esperado. Las trascendencias de las decisiones están impuestas porque lo dice el guión de Mitre y Llinás. En cuanto se piensa un poco el relato, lo que queda claro es que puede parecer que suceden muchas cosas -de ahí el peso de la banda sonora en determinados pasajes-, cuando en verdad no pasa nada. Precisamente, en el guión podemos detectar una de las claves para la artificialidad e impostación de La cordillera: estamos ante un film cuasi literario, que a pesar de cuestionar explícitamente la metáfora como herramienta discursiva, recurre permanentemente a las figuras metafóricas (por ejemplo, a través de los sueños y visiones de los personajes) para explicar los conflictos; y que siempre necesita apoyarse en la palabra. Sólo en momentos muy puntuales Mitre consigue brindarle dinamismo a la puesta en escena, revelando espacios de poder que no son vistos habitualmente. El conocimiento técnico del realizador es innegable, pero eso no lo convierte necesariamente en un buen narrador, básicamente porque aunque tenga muchas cosas para decir, no tiene casi nada para contar. Por eso en La cordillera no suceden hechos sino discursos, los personajes sólo consiguen definirse desde la palabra y hasta hay un personaje como la periodista que hace Elena Anaya, que sólo está ahí para decir determinadas cosas o hacerle decir cosas a otros personajes. En esa acumulación discursiva -que descansa particularmente en las sólidas actuaciones de Darín y Erica Rivas-, La cordillera no dice nada nuevo: ni sobre la política, el poder, la ambición, las dinámicas de las relaciones internacionales, los vínculos familiares, y un largo etcétera. Eso ya se podía intuir en los slogans de la película, que dicen que “el mal existe” y que “la ambición no tiene límites”. Allí ya la película se limita de inmediato a sí misma, ya que nunca se pregunta por la existencia del “bien” y sus posibles definiciones o justificaciones. Tampoco se muestra capaz de pensar o explorar las potencialidades positivas del ámbito político, o cómo las convicciones personales deben enfrentarse a determinados escenarios morales; y menos aún por los niveles de responsabilidades individuales y sociales en la construcción de un proceso histórico, por pequeño y efímero que sea. Lo peor de La cordillera es justamente esa elusión de responsabilidades, nacida del distanciamiento con que contempla los acontecimientos: al igual que en El estudiante y La patota, Mitre amenaza con ser polémico, para terminar hilvanando un entramado tranquilizador para el espectador. Desde lejos, con su frío retrato de la elite política, La cordillera reafirma todos los prejuicios biempensantes, sin ofrecer nada distinto.
Una sugerente metáfora política Sorprende la propuesta argumental, y la puesta en escena, de esta película. Que amenaza con llevarse puesto a más de uno, según cómo se la vea. Su autor, Santiago Mitre, gusta de las sugerencias, las vagas alusiones, la mezcla. El personaje de Presidente Blanco que hace Ricardo Darín, por ejemplo, se parece a nuestro actual presidente en el cargo que ocupa, el peinado y la mirada firme de ojos claros abiertos sin pestañear, pero cierta decisión recuerda a otro presidente, y a otro, no muy lejano, y también remite a viejas historias de políticos de provincia que parecían buenas personas. En cuanto a la trama, digamos que envuelve hábilmente la representación política, el thriller sin violencia pero con muertes (casuales o no) muy oportunas, y también el terror psicológico, con una hija trastornada que tiene recuerdos forzados por la hipnosis. Este costado lo alimenta bien una frase ya difundida en el trailer: "El Mal existe, y no se llega a presidente si uno no lo ha visto un par de veces, por lo menos". "Satanás no existe. Los negocios sucios, existen", replica un mandatario pragmático, enemigo de las metáforas y del Imperio. El cual manda a un simpático lobbista con las cosas claras: "Somos los tipos malos. Todos estamos de acuerdo con esto". Y hace una oferta que no se puede rechazar. Luego el espectador puede salir dando lecciones fáciles de moral, o considerar los beneficios de la contraoferta hecha por el argentino. Las cosas nunca son simples. Muy bien, totalmente creíbles, Darín y todo el elenco. Una pena que muchos hayan quedado perdidos sin ocasión de lucirse como merecían. Fotografía, dirección de arte, un ejemplo. Renglón aparte la música del maestro Alberto Iglesias. Cierto que una película de los '70 hubiera tenido diálogos más precisos y jugosos (recuérdese el cine político italiano y norteamericano), pero no se puede todo en la vida. Tampoco está Balcarce en las tomas hechas en Casa Rosada, ni podemos ir al hotel del Valle Nevado, de Chile, donde transcurre la película.
Precedida de una gran expectativa, tanto a nivel de crítica como de potencial fenómeno de taquilla, llega a los cines la nueva película del talentoso guionista, productor y director Santiago Mitre; tras dos joyas en su haber como El estudiante y superlativa remake de La patota. En esta oportunidad, Mitre vuelve a confiar en la ocurrente y filosa pluma de Mariano Llinás, para a a cuatro manos concebir el guión de un film, que paulatinamente va introduciéndose en las convenciones del cine de suspenso; con una arriesgada apuesta que propone combinar las intrigas del thriller político, con los inquietantes recovecos del thriller psicológico. Hernán Blanco (un perfecto y distante Ricardo Darín) interpreta al presidente argentino, un hombre llegado de la política del interior del país, con un pasado como intendente, y una campaña promocional que lo posicionó como "hombre común", mientras que en el mapa del poder a nivel global; es más bien una suerte de "hombre invisible". Blanco junto a su comitiva, asisten a una cumbre de presidentes latinoamericanos en un lujoso hotel emplazado del lado chileno de la cordillera. Allí se debatirá sobre la negociación internacional del petróleo, un mundo de transacciones, alianzas, especulaciones y tensiones. El guión logra construir un relato inteligente alrededor de un evento, en el que de antemano, todos podemos intuir el despliegue de artimañas de los líderes de cada región, en pos de sacar la mejor tajada para los países que representan; y obviamente para sus nutridas arcas personales. El escurridizo desplazamiento de ese cuasi anónimo presidente argentino, es una de las cartas mejor jugadas por Santiago Mitre. Muchos espectadores podrán entretenerse trazando analogías entre los miembros del gabinete de Blanco con los funcionarios de nuestro gobierno nacional, tanto del previo como del actual. Los aportes de Gerardo Romano y Erica Rivas son fundamentales, y la participación especial de Christian Slater como un enviado norteamericano; logran sobrepasar altamente el simple juego de las referencias. Pero como es sabido, todo thriller político necesita no sólo de la escena pública, sino de algo mucho más intenso y perturbador, en este caso la trastienda de la vida privada del presidente. Aquí es donde La cordillera se enfrenta a una gran disyuntiva, en la que si bien logra combinar con cierta destreza las tensiones entre ambas fuerzas, las del thriller político y psicológico, se asoma a un territorio sumamente inquietante; para luego concentrar demasiado la atención en la negociación de la mencionada cumbre. La irrupción de Marina Blanco (descollante y arrasadora Dolores Fonzi), sacude para bien el eje del relato. Separada recientemente, ella ha atravesado diversos desórdenes psiquiátricos; y su ex pareja amenaza con denunciar un hecho de corrupción del presidente argentino, es decir, el mismísimo padre de Marina. El film alcanza el clímax visual y emocional máximo durante una sesión de hipnosis a la que es sometida la bellísima y conflictuada mujer. Obviamente, no vamos a anticipar el motivo de tal práctica, pero a partir de allí el film coquetea con una atmósfera sobrenatural cercana a la de algunas películas de Roman Polanski. La dupla de guionistas Mitre/Llinás sube la apuesta, y las pocas escenas que los protagonistas centrales comparten en pantalla alcanzan unos niveles de precisión y tensión, escasamente vistos en el cine industrial nacional de estos últimos años. Lamentablemente, La cordillera desaprovecha la excepcional química entre Darín y Fonzi; y continúa su recorrido sobre los hombros del presidente. En algún momento, se presagia un aire a gran oportunidad perdida, cierto desconcierto por aquello que pudo ser una joya absoluta; pero que a mitad de camino opta por un rumbo más ortodoxo. Así y todo, el film jamás pierde interés ni vigor narrativo. El relato se aferra a rajatabla al linaje de todo buen thriller: personajes con dobleces, dosificación de la intriga, banda sonora climática; y una puesta tan elegante como irreprochable. Sin embargo, a último momento, La cordillera rompe el pacto labrado con el espectador a lo largo de su metraje, y tras un andar sostenido y adrenalínico; desemboca en una resolución distante y carente de todo clímax. Obviamente, sería una traición spoilear aquí detalles del final. Pero lo que sí se puede decir, es que no se trata de un cierre abierto, ni tampoco de un desenlace torpe plagado de explicaciones y subrayados. Lo que llama poderosamente la atención, es que todo director que haya jugado con astucia las cartas del thriller, desde Alfred Hitchcock hasta Brian De Palma, sabe que el The End de un film de suspenso es como la cereza de la torta, una experiencia que puede ir de la explosión catártica a la introversión más incómoda. En este caso en cambio, queda flotando un desabrido sabor a capricho autoral. La cordillera / Argentina / 2017 / Argentina-Francia-España / 114 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Santiago Mitre / Con: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Christian Slater, Elena Anaya, Paulina García, Daniel Giménez Cacho, Gerardo Romano, Alfredo Castro y Rafael Alfaro.
Darin, Fonzi, Rivas y Romano están excelentes. El diseño de arte, locaciones, fotografía impactan. Pero el guión de La cordillera, pese al talento de Mitre como director, subraya escándalos políticos que no son tales, quiere dar cuenta de tensiones políticas más bien obvias o previsibles, y juega con lo onírico sin un resultado demasiado efectivo. Todo lo que promete al inicio, lo visual y lo actoral, tiene poco sustento dramático. Una cordillera de la cual se habla con mayor ímpetu del que, creo, merece el guión.
Mezcla de thriller político y psicológico, el nuevo filme de Santiago Mitre -El estudiante y La patota- conserva ciertos elementos de sus anteriores films -como la relación padre e hija, ciertas artimañas de las relaciones de poder y principalmente la política-, y los inserta en un relato que va combinando ágilmente y con intriga el conflicto político con la psicología de los personajes, que hacen virar el film hacia el suspenso y cierta especie de thriller psicológico. La cordillera se adentra en la vida de Blanco -Darín-, un ficticio presidente argentino recientemente asumido que debe participar de una cumbre política en materia energética. Dicho encuentro habrá de consolidar un bloque estratégico entre los países latinoamericanos en el cual predomina una puja de intereses compleja. Pero la intempestiva llegada a la cumbre de la hija de Blanco, emocionalmente inestable, complicara la trama. Con un despliegue de superproducción, elenco internacional y estética que por momentos recuerda a pasajes de El Resplandor o Noches blancas, La Cordillera propone un comienzo sumamente verosímil y preciso en cuanto al abordaje del tema político -que evoca narrativas de series como House of Cards, solo al principio-, para luego correrse del modelo televisivo -con un gran trabajo de guión de Mitre con Mariano Llinás- que añade ciertos elementos oníricos y misterio en cuanto a asuntos familiares del protagonista que le dan un tono inquietante y de suspenso a un relato en el que la banda de sonido se transforma en un personaje mas. La cordillera cuenta un reparto de actores latinoamericanos con talento dando vida a los presidentes de otros países, como la chilena Paulina García o el mexicano Daniel Giménez Cacho -a quien pronto se verá como protagonista de Zama, de Lucrecia Martel-; un medido y creíble Gerardo Romano como el monje negro de todo equipo de gobierno debe tener; Dolores Fonzi, componiendo la hija con desequilibrios emocionales en un papel de los que mejor sabe componer; y Ricardo Darin, encarnando ese presidente estigmatizado como débil y cauteloso del que nadie sabe bien qué piensa, ni siquiera su jefe de gabinete -Romano- o su asistente personal -Erica Rivas-, exponiendo sutilmente la ambigüedad de su personaje. Y la presencia de Christian Slater, en un rol pequeño pero clave, revelando el pragmatismo inescrupuloso que impera en esa negociación resulta tan verosímil como siniestro. Cierto pasaje en el que deciden recurrir a un psiquiatra y su método de hipnosis -que trae a la memoria la reciente Huye!- junto a la revelación del presidente sobre el mal, resultan paradójicamente los puntos de giro y bifurcación de los dos caminos que este thriller mezcla acertadamente. Los imponentes y aislados paisajes nevados de La Cordillera, combinados con el gran trabajo sonoro generador de clímax y un acertado ritmo, imprimen al relato esa atmósfera de thriller psicológico -que por momentos remiten al gran Polanski- y al que tal vez faltaría una o dos escenas de acción contundente.
Mi expectativa por ver La Cordillera no es muy distinta de la suya, lector. Durante mucho tiempo no se supo de qué iba la historia, pero contó desde el vamos con una premisa difícil de ignorar: Ricardo Darín interpretando al Presidente de la Nación. Ahora bien, la pregunta que se cuece es si la calidad de la narración consigue ir más allá de ese gancho. El Presidente de la Nación, Hernán Blanco, llega a Santiago de Chile para participar de una cumbre energética de crucial importancia. Como si debatirse entre sus aliados y negociar acuerdos no fuera suficiente desafío, debe lidiar con una amenaza que puede derrocar su presidencia, la cual resulta venir de su entorno más íntimo. Más allá de la premisa a la que aludo en el párrafo principal, el guión de La Cordillera tiene ciertos elementos en orden. El elemento verosímil, por ejemplo, está ahí, ya que nos adentra con profundidad de detalle en un universo ajeno al ciudadano promedio. El drama está allí, ya que los conflictos padre-hija están presentes, y también los conflictos de estado propios del contexto en el que se mueve la historia. En particular, la actitud que se adopta ante los aliados y qué se hace ante el avasallamiento de un país más poderoso. Sin embargo, encuentro un problema en el guión de La Cordillera y es que las dos líneas argumentales que corren en la película nunca se afectan mutuamente. Esto trae como consecuencia que la alternación entre escenas se sienta más como producto de una distribución equitativa del tiempo de pantalla que de una progresión dramática, donde una escena debería incidir sobre la otra. Ello consigue que el final tenga toda la apariencia de ser un clímax pero no se sienta como tal; su falta de recorrido y energía hace que sea un final y basta. En materia actoral, la película es prolija. Darín nuevamente despliega ese carisma que lo caracteriza, pero le suma una inusitada cuota de actitud que lo hace plenamente creíble como el primer mandatario. Gerardo Romano sorprende como su jefe de gabinete. Christian Slater se anota uno de los mejores momentos de la película como el secretario de estado norteamericano, una labor con gracia y elegancia que no se la vi ni en su mejor interpretación Hollywoodense. Siento la obligación de señalar que los puntos altos que tiene la película a nivel interpretativo son, sin lugar a dudas, Erica Rivas y Dolores Fonzi, en particular esta última por una riqueza expresiva que va más allá de las palabras. Respecto a la factura técnica de la película, casi no hay manchas. Hay un gran trabajo de fotografía y dirección de arte como en raras ocasiones se ve en una producción nacional. La música de Alberto Iglesias es una de cal y una de arena: si bien, por un lado, crea climas de modo pocas veces escuchado en una banda sonora nacional, por otro lado sobreestima su estridencia y se entrega a tareas que debería estar haciendo el guión. Conclusión: Aunque virtuosa en los apartados técnicos e interpretativos, lo que impide que La Cordillera brille del todo son las debilidades argumentales por sobre sus fortalezas. Si lo que busca es a un Darín creíble como primer mandatario, lo encontrará sin dudas, pero en lo que refiere a la narración más allá de esa atractiva premisa, debo decir que mi voto no es positivo.
Este es el tercer largometraje de Santiago Mitre que ya había realizado “La patota” y “El estudiante”. La filmación llevó unas ocho semanas y las locaciones fueron: Buenos Aires, Bariloche, Santiago de Chile y el centro de esquí Valle Nevado. La trama se encuentra toda ficcionada y gira en torno al presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín, tremenda interpretación, desde lo gestual, corporal y en cada parlamento se destacan sus dotes actorales), quien asiste a su primer compromiso en el exterior, en una cumbre de presidentes latinoamericanos, bajo un paisaje helado en Los Andes (Chile) a más de 3000 metros de altura, ese clima está acorde con algunos hechos y situaciones que van ocurriendo en ese lugar, donde van variando con los colores, los tonos y la iluminación. Quien es su mano derecha Luisa Cordero (Erica Rivas, va dando muy buenos matices y además logra un gran trabajo) su secretaria y es quien conoce sus cuestiones más ocultas, por otra parte Mariano “El gallego” Castex, el Jefe de Gabinete (Gerardo Romano perfecto, se destaca). La anfitriona de esta cumbre es la presidente chilena Paula Scherson (Paulina García, “Gloria”, de Sebastián Lelio); el presidente de México se encuentra interpretado por el actor hispano-mexicano Daniel Giménez Cacho; el presidente de Brasil se encuentra encarnado por el actor Leonardo Franco (muy buena interpretación se destaca y se ve como lo muestra el guión seguro); el ganador del Globo de Oro, en un breve papel Christian Slater, como el enviado del gobierno de Estado Unidos; entre otras figuras internacionales. Tiene varios momentos atrapantes, donde uno queda atento a su butaca mientras se desarrolla una acalorada discusión política entre todos los integrantes de esta reunión de presidentes, con momentos para analizar y algunos símbolos. Se van intercalando conflictos de su vida personal que pueden arruinar su imagen y su carrera, su ex yerno no está haciendo las cosas bien y su hija Marina (Dolores Fonzi, correcta) comienza a sufrir ciertos trastornos emocionales y deben llamar a un prestigioso psiquiatra y experto hipnotizador (el chileno Alfredo Castro). Se va mezclando lo político, lo familiar e ingresan elementos fantásticos e inquietantes, saltan a la luz los demonios bien escondidos y secretos, pero cuando se le pone mayor intensidad a la subtrama decae un poco; tiene un toque hitchcockiano, y una buena posición de cámara e impecable los rubros técnicos. Algunos espectadores intentarán compararla con la realidad y es posible que sea la elegida por nuestro país para competir en el rubro “Mejor película extranjera” de la academia de cine de los Estados Unidos 2018 y a los Goya.
Para semejante despliegue de producción y con Darín a la cabeza, la verdad es que me esperaba mucho más de la nueva película de Santiago Mitre (La Patota). Aspectos como su fotografía, y por supuesto el factor actoral, están prácticamente impecables, pero la historia deja mucho que desear. En una cumbre internacional llevada a cabo en Chile, los presidentes de los países latinoamericanos se reúnen para llegar a cierto acuerdo de trabajar en conjunto; como es de esperarse, no faltarán los aspectos de corrupción típicos de la política… Sin embargo, lo curioso es que en el medio nos encontramos con la historia de la hija del Primer Mandatario de todos los argentinos –Hernán Blanco (Ricardo Darín)- quien cruza la cordillera para arreglar algunos asuntos que mezclan a la familia con toda esta vorágine protocolar. Lo que al principio se perfila como una historia interesante fundada en un trastorno psicológico que afecta a Marina Blanco (Dolores Fonzi), nunca descarrila, ni se desarrolla, ni concluye, dejando al espectador en medio de un sinfín de teorías que se suman al resto de los puntos flojos que a mi gusto tiene el guión de La Cordillera. De nada sirve tanto misterio e intriga si al final no tendremos al menos una resolución; sus momentos de suspense hitchcockianos no alcanzan y el film califica como aburrido. Del cast destaca sobre todo la actuación de Érica Rivas, e interesantes participaciones como la de Christian Slater (Mr. Robot) y Elena Anaya (La piel que habito, Hable con ella). Una pena que se hayan desperdiciado todas esas tensiones latentes en casi dos horas en las que no pasa absolutamente nada concreto. En fin, La Cordillera me pareció una película innecesariamente lenta y con gusto a muy poco, que no asume riesgos pese a abordar una temática que se presta para mucho más; lo sabemos con sólo leer y ver las noticias a diario.
Un hombre como vos… El doble riesgo asumido desde el vamos en La Cordillera, tercer largometraje del tándem Santiago Mitre-Mariano Llinás -el primero en calidad de director y el segundo como co-guionista- habla a las claras de la madurez y la coherencia del duo creativo, con un film atravesado de ambigüedad, que exige al espectador. Lo de exigirlo no significa únicamente someterlo a un acto de observación constante de los detalles de la puesta en escena, o de los diálogos y la idea persistente de que todo lo que se dice tiene un halo de manipulación o mentira, que encubre otra mentira en capas de cebolla, como en la realidad, cuya superficie es en definitiva lo único que se ve. Ver y mirar no es lo mismo. Por ejemplo: si se escucha el ruido de una ventana que se rompe, pero no se distingue con claridad quién es el que arroja el objeto, el resultado queda supeditado a la reconstrucción subjetiva que el propio espectador elige creer. A veces, con la información oculta u otra en mero plano de especulación, que no hace otra cosa que exhibir otra capa de la misma cebolla. Uno podría pensar tomando como premisa la opera prima de Santiago Mitre, El estudiante, que con La Cordillera hay un nexo inequívoco, como si se tratara del reverso de la misma historia acompañada de una relectura: un estudiante universitario lleno de utopías milita en el centro de estudiantes, y descubre tras su paso de militancia y jerarquía de roles la falsedad política detrás de la fachada universitaria. En esa línea, La Cordillera podría pensarse como relectura de aquella película a partir de la introducción de Hernán Blanco (Ricardo Darín, impecable), flamante presidente de la Argentina, descripto mediáticamente y marketineramente como “un hombre como vos”, es decir un Gobernador de La Pampa devenido presidente por voto popular y por vender una imagen de hombre común. La inteligencia de Mitre y Llinás en este término es resultado de su coherencia porque rápidamente la tentación de comenzar el juego de encontrar en ese personaje algún referente presidencial de Argentina, contemporáneo -y obviamente buscar a Macri- es el primer obstáculo que desde este espacio sugiero descartar. El nexo entre El estudiante y La Cordillera es el rol del poder frente a la condición humana. Ambos son cines políticos pero que no se atan a lo coyuntural sino como contexto o pretexto para bucear los rasgos humanos y deshumanizados de la política. La Cordillera es un umbral, desde la cúspide la mirada cambia pero el que llega a la cúspide no necesariamente sabe manejar el poder. La pregunta es si tener poder significa saber dominar el poder y en eso una trama con doble vuelta de tuerca es ideal. Hay dos películas en La cordillera que se yuxtaponen, una a la que se le puede atribuir la parte de política ficción que para la gimnasia del espectador de series equivaldría a un par de episodios de cualquier propuesta de esta índole. Pero como se trata de cine, la condensación es inherente al planteo donde los elementos son la sospecha de corrupción del presidente y su entorno por algo del pasado cuando aún no había llegado a sentarse en el sillón de Rivadavia y el rol menor en términos de liderazgo político en una cumbre donde los países de la región buscan cerrar filas para una alianza petrolera nacional, donde Brasil se lleva todo el pozo en este juego de cartas marcadas. Lo público y lo privado en la vida de Hernán Blanco por momentos marcan una línea divisoria de sus acciones pero en otros se confunden con sus decisiones y su manifiesto pragmatismo ante todo. Y en este punto de inflexión que no revelaremos aparece la otra película, el thriller psicológico cuasi hitchcokiano con un elemento sobrenatural, donde la solidez de Mitre en la dirección y la brillante elección de casting merece todo el reconocimiento. Gran parte de la operación suspenso que enrola a La cordillera y la protege de una mirada que busca maniqueísmos en vez de maquiavelismos sólo es posible con un elenco tan aceitado y bien dirigido, donde se llevan el podio tanto Ricardo Darín como Dolores Fonzi, sin descontar la presencia secundaria y como siempre sólida de Érica Rivas como la secretaria privada o mano derecha del presidente y Gerardo Romano como el monje negro, que todo mandatario tiene a su alrededor. No hay que olvidar tampoco a Christian Slater en algo más que un bolo o cameo para la película. La cordillera es un film para pensar, para reflexionar, donde seguramente el espectador quede en un estado de suspensión para determinar luego qué pudo ver y qué pudo mirar.
El sainete de la política en ejercicio es un rompecabezas difícil de armar, se necesita ser observador, mirar cada detalle, estar allí como un depredador en busca de su presa. El universo dirigencial es un mundo en estado cambiante, pero con reglas fijas y arcaicas que se utilizan segun el designio de cada proclama partidaria. Ser un político funcional al aparato estatal implica ser estratega, diplomático e inteligente. Las tácticas son esenciales en este juego llamado “gestión”. El director argentino Santiago Mitre, retoma la patraña de su opera prima, El estudiante, y la lleva a una cumbre de presidentes de estados. En El Estudiante, Mitre, describe el folklore de las dirigencia política universitaria, la militancia y las jugarretas del making off de los pactos y alianzas dentro y fuera del partido. Roque, Esteban Lamothe, es un pibe del interior que llega a Buenos Aires a estudiar a la Facultad de Ciencias Sociales y se enrosca en los caprichos políticos de un veterano militante. El chico de barrio, inocentón, va mutando y va entrando paulatinamente en el juego. Con un final que beatifica una mueca de Roque y la vuelve memorable, El estudiante es una de las mejores películas sobre el mundo de la política. Bueno con ese ánimo, con esa liturgia de thriller, Mitre se mete en una cumbre de mandatarios de países de habla hispana y los transporta al medio de la Cordillera de los Andes. Hernán Blanco (Ricardo Darín) es el presidente de Argentina, las descripción de su personajes es impecable: Blanco llegó a la presidencia desde el “interior”, es callado, medido en sus palabras, para trasmitir su elocuencia lo tiene a su vocero de prensa – brillante Gerardo Romano-, un tipo verborrágico, ávido en la comunicación, zorro viejo en la política, con el que incluso, tiene discusiones ideológicas. A Blanco no lo acompaña ninguna primera dama, sino que la única mujer que digita su vida es Luisa Cordero (Érica Rivas) su asesora y secretaría, Luisa es la figura femenina al lado del presidente. Blanco es seductor – tiene la seducción del poder- incluso lo hace con sus pares. Mitre se esfuerza y logra, con un terrible equipo de producción, recrear hasta el mínimo detalle. Hay una escena, unas de las primeras, que retrata el espíritu de la película: la cámara recorre los laberínticos pasillos de Casa Rosada, se pasea por el jardín interior y cae en el Salón de los Científicos, una de las místicas salas de Presidencia, los asesores están reunidos terminando de detallar los pasos a seguir en La cumbre, cuando entra Hernán Blanco, el Presidente, el silencio de su equipo se vuelve sagrado. El respeto, casi temerario al “jefe”, se va a sostener gran parte de la película. La figura de Blanco (su apellido es una ironía) atrae: es oscura, solitaria e inquietante. Blanco llega a ese paraíso helado, y tiene que lidiar con las alianzas políticas y con un drama familiar, que se presenta como si fuera un Mac Guffin, un elemento que impone suspenso y que delimita aún más el lado sombrío del Presidente. Marina Blanco (Dolores Fonzi) su hija, llegara a la cordillera con un terrible estado de depresión, y será la portadora de un secreto. Las escenas de Marina en estado de catalepsia dan miedo, la película se vuelve amenazante (hay un mal que acecha), hasta incluso incómoda. Y es ahí donde La Cordillera se vuelve poderosa: Mitre (se nota la mano “Llinás” en el guión) se vuelve sórdido, escarba y llega a entrar a ese espacio cerrado, a esa puerta entreabierta, para llegar a un descenlace siniestro. Hay una escena, que para mí entra en las mejores del cine nacional: El presidente Blanco se reúne con un emisario del gobierno de Estados Unidos (Christian Slater), la charla entre ambos, en soledad, es de una astucia y de un desenfado poco usual en el cine argentino. El asesor de la casa blanca viene a interpelar a Blanco y encuentra en él un interlocutor, áspero y sagaz. Darín es Fausto, con sus ojos inyectado de furia, se muestra incluso más malévolo que el propio diablo. La cordillera es un trhiller político pensando en detalle, una anotamía certera del poder, un espectáculo unipersonal de un “presidente” de fantasía con todos los vicios del ejercicio de su jerarquía. Una apuesta jugada que atrae y que posiciona a Santiago Mitre como uno de los mejores directores dentro de su generación.
En el comienzo de La Cordillera, un proveedor llega a la Rosada y debe pasar los controles burocráticos. Lo hace un poco a regañadientes, porque ya lo conocen y las reglas, en Argentina, son maleables a la costumbre, incluso para una institución tan importante como la casa presidencial. Y lo hace por la puerta del costado, acaso indicando la manera en la que estamos invitados a mirar la alta política. En el interior, hay una asistente de alto rango (Erica Rivas), y reuniones previas a la cumbre de presidentes de la región que se celebra en un resort nevado de Chile, hacia donde viaja el presidente, Hernán Blanco (Ricardo Darín, siempre estupendo) y su comitiva. Ya en este preámbulo, el inicio de un viaje (un cambio), aparece la idea del escaso carisma de Blanco, político de perfil bajo. Y también la noción de que su cabeza está en otra parte, preocupada por su hija (Dolores Fonzi), a la que manda traer a la cordillera. Allí sucede una presentación de personajes, de presidentes: la anfitriona, primera mandataria de Chile, el peso pesado de Brasil, el colega mexicano. Esta primera parte de la última película de Santiago Mitre resulta algo extraña, pero ya intrigante, ¿estamos ante una especie de House of Cards criollo?, ¿importa realmente lo que se traen estos presidentes entre manos, un acuerdo petrolero, o importa más la distracción evidente de Blanco? La llegada la hija, que tiene problemas psiquiátricos, pone en guardia sutil a sus colaboradores cercanos. Es con la presencia de ese personaje que la película da un giro, se dobla hacia otro lugar, imprevisto, como corresponde, al abrir la puerta a los abismos de la mente de la chica. Porque todo parece ir bien con ella hasta que se produce un brote, un quiebre visualmente literal que obliga a Blanco a dejar de lado la rosca política para ocuparse de ella. En esa especie de segundo viaje, Mitre y su coguionista, el cineasta Mariano Llinás, saltan hacia terrenos que parecen un claro homenaje al Hitchcock freudiano, sesión de hipnotismo incluida, y La Cordillera crece en libertad y sorpresa, en intriga y misterio. El paisaje nevado y los caminos sinuosos que llevan y traen autos oficiales a través de la nada, parece una metáfora contundente de los laberintos internos de ese padre y esa hija, recortados de todo contexto, como abstraídos. Un espacio abierto y a la vez opresivo, en el que se tejen destinos de los pueblos de este continente mientras viejos secretos dolorosos amenazan las apariencias del presente. La Cordillera es una película notable, pensada, escrita y realizada con inteligencia y madurez, de una gran elegancia en su puesta en escena y que te mantiene en vilo durante sus casi dos horas de duración. Una de esas películas que no debiera ser contada, sino comentada a la salida, como sucedió entre los críticos en los días posteriores a sus funciones privadas. Finalmente, un thriller de esos que, a pesar de su frialdad, parecida al clima de la cordillera, se arma como un rompecabezas cuyas piezas quedan rebotando en la cabeza: ese diálogo, ese portazo, esa mirada.
Santiago Mitre ha sabido, en su dos largos anteriores (“La patota” y su gran debut “El Estudiante”), conjugar los elementos del cine de género con la reflexión sobre los modos y el sentido de la política, pero no para hacer un cine ideologizado o didáctico, sino para analizar de qué modo la vida en general se entrecruza con el ejercicio del poder. Del poder se trata, por cierto. La cordillera es un film muy ambicioso: una cumbre de presidentes, el recién electo argentino –un gran, oscuro Darín–, que es casi un outsider de la política. Un secreto personal y familiar y la corrupción, todo entretejido en una trama que toma los modos del cine de suspenso para desnudar la naturaleza de estos personajes. ¿De qué peca “La cordillera”? En parte de exceso de ambición, de querer hacer mucho y, en el camino, perder intensidad. No es un gran problema (Mitre demuestra un uso preciso del aparato cinematográfico: sabe lo que quiere mostrar y cómo lograrlo) y no conspira contra el efecto general, asfixiante y desconcertante. El mundo que Mitre ha venido construyendo es glauco, donde las emociones se esconden detrás de una superficie opaca que no termina de reflejar a los otros, donde la empatía parece haberse extinguido. Esa mirada postapocalíptica (y totalmente escondida), que también es corresponsabilidad del guionista Mariano Llinás (otro cineasta inteligente) es síntoma de un realizador con ideas. La cordillera va a despertar discusiones. Nada mal.
La Cordillera no funciona gracias a las buenas actuaciones de su elenco, ni a la impactante fotografía, el ajustado guión o la sublime dirección de Santiago Mitre. Funciona gracias a la combinación de todos esos elementos, que en perfecta armonía hasta se dan el lujo de coquetear con distintos géneros: por momentos, algunos pasajes amagan con lo sobrenatural, otros con el drama familiar, y hasta se escucha una historia de terror partida de un sueño. Todo, claro, en el contexto de un thriller político, con reminiscencias hitchcockianas incluidas. Es así como la película de Santiago Mitre, quien venía de realizar la notable remake de La Patota (también junto a Dolores Fonzi) y previamente esa sorpresa/revelación que fue El Estudiante, es un Todos los hombres del presidente cuando quiere, pero también una interesante película de suspenso puro, cuando se aleja de sus tintes políticos. Y ya que hablamos de política, he aquí otro gran logro: la película es crítica, inteligente y digna de ser analizada, sin jamás caer en lo meramente panfletario. Partiendo de una cumbre de presidentes a llevarse a cabo en la cordillera de los Andes, del lado de Chile, Mitre expone a los máximos representantes de los pueblos sudamericanos y los expone a sesiones de tratados (y negociados off-the record) que terminarán efectivamente determinando el futuro de sus respectivos países. Sin ser demasiado críptico ni rebuscado, el guión esboza con maestría la problemática (un pacto latinoamericano que, claro, tiene que ver con el uso del petróleo) y sus múltiples derivaciones en conflictos, traiciones, códigos rotos y doble moral. Resumido: política. Todo se desarrolla en ese marco hasta que entra en escena el personaje de Dolores Fonzi, hija del Presidente Argentino (Ricardo Darín), que desequilibra todo gracias a un asunto no resuelto con su ex-marido que pone en jaque la figura política de su padre, a la vez que su estado psiquiátrico no ayuda. Los asesores del Presidente se agarran la cabeza ante estos problemas, intentando solucionarlos por detrás, tejiendo los hilos invisibles que el espectador (¿hombre común?) desconoce, pero pronto comenzaremos a preguntarnos también cuánto comprenden ellos. Mitre y Mariano Llinás, autores del guión original de la película, tejen una trama repleta de misterio que no decae a lo largo de sus casi dos horas de duración, y consolida a sus autores como dos de los mejores exponentes del cine argentino actual. La Cordillera se convierte así entonces en uno de los mejores estrenos en lo que va del año 2017.
De los estudiantes a los Andes. ¿Qué cuenta exactamente esta lustrosa coproducción argentino-franco-española? ¿Cuál es su mirada sobre el Poder, sobre la intimidad de un dirigente político o sobre los secretos que se agitan detrás de los protocolares encuentros entre presidentes latinoamericanos? No está muy claro a qué apunta este tercer largometraje dirigido por Santiago Mitre, con el que –después de El estudiante (2011) y La patota (2015)– parece ingresar decididamente al terreno de un cine más ambicioso y costoso. Algunos elementos (como la hitchcockiana música de Alberto Iglesias, habitual colaborador de Pedro Almodóvar) insinúan un clima de thriller, pero el film no busca generar suspenso ni prodiga sobresaltos. A su vez, el hecho de imaginar una reunión de líderes en un sitio alejado de los transitados por los ciudadanos de a pie podría sugerir una alegoría (un poco como Todo Modo, el film de Elio Petri sobre novela de Leonardo Sciascia), pero acá el tratamiento es eminentemente realista y la Cumbre aparece interferida por un episodio familiar algo insustancial. A decir verdad, La cordillera parece encontrar su sentido sólo como ejercicio de guión atravesado por una forma de extrañeza, creando expectativas para después torcerlas caprichosamente. Algo similar ocurría en La patota, en la que el sufrimiento y la necesidad de justicia de una joven violada terminaban diluyéndose a favor de reacciones más antojadizas. El despliegue de competencias incluye una suerte de dream team de actores hispanoamericanos, comenzando por el argentino Ricardo Darín y siguiendo por los chilenos Paulina García (vista no hace mucho en Little Men) y Alfredo Castro (Tony Manero, Neruda), Daniel Giménez Cacho (protagonista de la inminente Zama) y otros, encarnando a distintos mandatarios, sumándose la española Elena Anaya (Hable con ella, La piel que habito) como una bella e insistente periodista. Pero el diseño de ese cuadro tiene algo de caricaturesco, completándolo Christian Slater encarnando a un emisario del gobierno estadounidense de razonamientos y procederes bastante obvios. Como en las anteriores películas de Mitre (siempre con Mariano Llinás como coguionista), en La cordillera los personajes discuten mucho. En este caso, las conversaciones en torno a intereses políticos no conceden sorpresas: habrá quien apueste a un concepto de lo americano más amplio y quienes consideran conveniente aliarse únicamente con países hermanos. Pero esas deliberaciones no revelan demasiada complejidad, como si fueran el eco de algunos unitarios que nuestra TV prodigaba años atrás. En tanto, las apariciones de la hija del Primer Mandatario argentino (Dolores Fonzi, a quien Mitre le dedica numerosos primeros planos, incluso mirando a cámara) comienzan interesando por traer conflictos más cotidianos a esa Cumbre en la que todos parecen piezas de un ajedrez en penumbras. Pero pronto su personaje empieza a oscilar entre comentarios triviales y un desvarío por el que –hipnosis mediante– fantasías, temores o verdades ocultas parecen surgir sin pedir permiso. Formalmente, La cordillera se circunscribe a cierta sobria elegancia, sin demasiado vuelo ni un aprovechamiento dramático cabal de los Andes nevados que sirven de marco. El Mal existe dice el eslogan, pero ¿qué es el Mal, según esta película? ¿Quién lo representa o lo ejerce aquí? ¿Acaso la decisión última del Presidente argentino está signada por esa fuerza misteriosa? Un equívoco que termina resultando arriesgado: el pueblo, por ejemplo (todos los que no forman parte de ese grupo de dirigentes poderosos y sus séquitos), es mantenido en un olímpico fuera de campo. Hasta cuando le leen los diarios al Presidente se le da importancia a lo que opinan los periodistas (periodistas con poder mediático, desde ya; de hecho uno de ellos tiene la voz de Marcelo Longobardi) o los presidentes de otros países, pero no partidos opositores, sindicatos u organizaciones sociales. Los anónimos trabajadores que aparecen al comienzo apenas hablan, y el único personaje de peso que no forma parte del gobierno es la confundida hija del Presidente, cuyas complicaciones provienen únicamente de estado de salud y su vida sentimental. Cuando la periodista española asegura llevar años estudiando “a quienes deciden el destino de tanta gente” (sin que nadie refute ese comentario después) cabe preguntarse si no se está ubicando a la gente en un rol pasivo o decorativo, como si, en buena medida, no dependiera de sus esfuerzos, sus decisiones y sus luchas el destino de una comunidad. De esta manera La cordillera (ensayo de guión más que película), parece ceder, encandilada, a la seducción de los personalismos. Por Fernando G. Varea
Crítica emitida el sábado 19/8 de 20-21hs en Cartelera 1030-Radio Del Plata (AM 1030)
La nueva película de Santiago Mitre elige un tema poco desarrollado en el cine argentino. Y ese es su aspecto más destacado. El presidente de la Argentina, Hernán Blanco (Ricardo Darín), asiste junto a su comitiva a una cumbre internacional de mandatarios que se realiza en Chile. Allí se pone en juego tanto su rol político como familiar, dado que deberá tomar decisiones que involucran a su país y a su hija (Dolores Fonzi). La cordillera (2017) es un thriller psicológico que refleja la transición del protagonista: pasa de ser un “hombre común” a mostrar aristas oscuras. Si bien esa transformación es interesante, se lleva a cabo a través de recursos que no terminan de convencer. Y termina siendo una especie de rompecabezas que deja mucho librado al espectador. Como es habitual, Ricardo Darín realiza un interpretación distinguida y creíble; Érica Rivas, Dolores Fonzi y Gerardo Romano completan un elenco sólido que acompaña un guión que por momentos no se sostiene. El film de Mitre indaga un mundo pocas veces retratado por el cine nacional. Su recreación es excelente y las escenas están muy bien logradas (son impactantes las tomas de la Cordillera de Los Andes). Aunque tiene todo para convertirse en un hito, La cordillera falla en la construcción del argumento. Es una película que promete más de lo que es. Texto: Jimena Díaz Pérez
El nuevo filme de Santiago Mitre no denuncia una trama de intereses, sino que exhibe los mecanismos por el cual el poder se constituye como tal. Dos claves de lectura tiene la tercera película de Santiago Mitre (El estudiante, La patota). Una realista y otra fantástica. La combinación de ambas es lo que hace de La Cordillera una propuesta diferente, con una carga de misterio y ambigüedad que la convierte en un estimulante desafío para cualquier espectador. Más allá de las circunstancias del estreno, en medio de las elecciones legislativas, y de que Ricardo Darín -quien interpreta a un presidente argentino– tenga una remota semejanza física con Mauricio Macri, hay que subrayar que se trata de una ficción que no explota sus puntos de contacto con la realidad coyuntural del país sino que los transfigura y los pone al servicio de un relato sugestivo. A diferencia de otras grandes obras del cine político, La Cordillera no pretende denunciar una trama de intereses perversos sino exhibir los mecanismos por el cual el poder se constituye como tal, y lo que muestra es una especie de juego supremo: una cumbre de presidentes latinoamericanos en el lado chileno de los Andes, reunidos para discutir la creación de una petrolera pluriestatal. En ese sentido, es una película abstracta. Podrían ser mandatarios asiáticos u oceánicos y la historia desarrollarse en Los Alpes o Las Rocallosas. Nada cambiaría. Ya desde el apellido del presidente ficticio, Blanco (Hernán), Mitre parece indicar que la función precede al individuo, aunque esa suposición también será puesta entre paréntesis a medida que el relato avance. Si al principio Blanco es presentado como un hombre común, un tipo como cualquiera que ha llegado a la máxima investidura, poco a poco nos vamos enterando de que tiene un pasado y un entorno familiar por lo menos conflictivos. La irrupción de la hija del presidente, interpretada por una inquietante Dolores Fonzi, es fundamental para darle sustancia psicológica al drama. Ella es la exacta contrafigura de su padre. Mientras él asume cada vez con mayor convicción y frialdad su destino de pieza clave en ese juego geopolítico, ella va perdiendo el control de sí misma y de todo lo que la rodea. El único poder que le queda es su impotencia, una hostil imposibilidad lindante con la locura. La habilidad del director y de su coguionista -ese genio llamado Mariano Llinás– consiste en dosificar la información y ofrecerla de tal modo que lo secundario parece lo principal y viceversa. Por ejemplo, introducen el tema del mal (el diablo) en una escena que a primera vista resulta torpe: en una entrevista que Blanco le concede a una periodista española. Sin embargo, esa obvia torpeza narrativa les sirve para evitar que la dimensión sobrenatural ocupe el primer plano y sepulte la dimensión política. Si la segunda mitad de La Cordillera adquiere la atmósfera de un relato de misterio, es más por la fuerza sugestiva de unos pocos personajes y unas pocas escenas que por la mera voluntad de jugar con los géneros. Como sea, lo cierto es que Mitre logra que todo ese mundo de las altas esferas vire hacia el espectro de lo desconocido, donde los recuerdos, los sueños y la realidad presente se desfiguran entre sí y exponen algo así como el inconsciente del poder, su parte oscura ajena a la moral.
Venderle el alma al diablo “El mal existe. Y no se llega a presidente si uno no lo ha visto un par de veces”, afirma Hernán Blanco (Ricardo Darín), cuyo ascenso al poder esconde secretos de un oscuro pasado que amenazan con colisionar en el momento menos pensado. Una intensa campaña enmarcada por el slogan del hombre común ha logrado la victoria de Blanco, el mandatario argentino. Su reciente asunción no parece contar con una base fuerte y los medios cuestionan su liderazgo denominándolo el “presidente invisible”. En camino hacia una Cumbre de países latinoamericanos en Chile, su equipo gubernamental debe ocuparse de mejorar la imagen del presidente mientras tantean una posible alianza económica con Brasil, en contra de la intervención norteamericana. En medio de un acontecimiento político de semejante magnitud, Marina (Dolores Fonzi), la hija del presidente, viaja a Chile luego de que su ex marido denunciara al gobierno por un hecho de corrupción. Allí, la joven sufre una profunda crisis y su padre acepta someterla a una sesión de hipnosis. Lo que no imagina es que tal terapia podría revelar un misterio familiar que lo coloca a él en el centro de las sospechas. El director Santiago Mitre vuelve a introducirse en las cuestiones de construcción del poder como ya lo había hecho con su ópera prima El Estudiante (2011), que relataba el proceso de formación política de un joven dentro de la universidad. En esta ocasión, el foco está puesto en las distintas estrategias y elecciones que lleva a cabo el presidente y su equipo para salir beneficiados de una contienda internacional. Se trata de un film que intenta llevar al espectador a una posible cocina del poder, un sitio que resulta ajeno a los ciudadanos comunes. La película resulta bastante verosímil, con un Ricardo Darín que se desenvuelve adecuadamente en el papel más desafiante de su carrera. En el caso de Gerardo Romano como jefe de gabinete, también destaca gracias a un historial político que le permite más credibilidad al momento de lucirse como una suerte de mano derecha del presidente. Pero quien realmente logra una soberbia interpretación es Érica Rivas en su rol de secretaria. Su papel posee distintas facetas, demostrando un ímpetu rotundo para intentar resolver los asuntos que amenazan la figura del mandatario, como así también un aspecto más maternal y de cuidado que parecen ponerla en el lugar de la esposa ausente de Blanco. El elemento de thriller psicológico consigue mantener atento al público a la espera de respuestas que nunca llegan a concretarse. De hecho, el misterio carece de un agudo desarrollo que le permita al espectador poder establecer sus propias conclusiones. Esta pieza en ningún momento logra cruzarse con el reto político y tranquilamente podrían formar parte de dos películas distintas. Cabe resaltar la excelente actuación de Dolores Fonzi, cuyas gestualidades hacen lo imposible para que los espectadores puedan conectar con aquellos sucesos del pasado que la atormentan. Un párrafo aparte merece la cuidada fotografía a cargo de Javier Julia, que acompaña perfectamente la narración. Los planos largos del paisaje cordillerano resultan apropiados para contextualizar la frialdad del comité en torno a las ambiciones burguesas de los diversos representantes. A medida que avanza el suspenso, los encuadres se vuelven cada vez más sombríos y sugestivos y junto a la banda sonora logran regalarnos escenas sofisticadas que colocan a la película en lo más alto del cine nacional. La Cordillera es una cinta inusual, arriesgada, potente y con grandes interpretaciones tanto locales como internacionales. Sin dudas, y a pesar de algunos agujeros en el guion y un final que puede resultar un poco decepcionante, estamos frente a una de las mejores proyecciones del año que implican un salto de calidad en la manera de contar historias dentro del cine argentino.
Unidos jamás serán vencidos Cuando un film es presentado en cualquier sección secundaria en Cannes y es galardonado con un premio, se sabe que el próximo proyecto de ese director tiene altas probabilidades de ser seleccionado en futuras competencias principales del festival. Este es el caso del tercer film del director argentino Santiago Mitre, quien ganó el Grand Prix de la Semana de la Crítica en 2015 por su film La Patota. La Cordillera (2017) es una ficción que trata sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos con sede en Chile, en la que se debatirá sobre un tratado energético para la región. Entre los disertantes se muestra a Brasil como el país con un alto liderazgo y a Argentina, por el contrario, con Hernán Blanco, un presidente -alrededor de quien tomará eje el film- recientemente electo, protagonizado por Ricardo Darín. El film comienza con diálogos entre los asesores (Érica Rivas) y el jefe de gabinete (Gerardo Romano) referentes a la impronta de que el marido de la hija del presidente (Dolores Fonzi) está próximo a realizar una denuncia por irregularidades durante la administración de Blanco antes de llegar a presidencia. La narración comienza a tomar vuelo ante el arribo de todas las delegaciones a la cumbre y empezar los debates, las problemáticas y situaciones que desembocan en acuerdos laterales. En La Cordillera, hay ausencia de clima y suspenso como con la que contaba la más elaborada y eficaz El Estudiante (2011). Se vale de una escena que incluye una sesión de hipnosis para dar paso a dilucidar qué es lo que le pasa a la hija del presidente, una mujer con problemas psiquiátricos que acude a la cumbre por pedido de su padre. Ésta y otras vías que propone el guión quedan truncas, y es allí donde en gran parte falla la película. El poder que el artesano tiene en un film puede ser el de dar u ocultar información, en ambos casos con una finalidad. Aquí, la información a medias no ayuda más que a construir incertidumbre. Existe desaprovechamiento de actores de la talla de Rivas y Fonzi en lo que a sus personajes respecta, hasta inclusive no se presenta el cierre de algunos personajes de historia principal y secundarios, como es el de la persona que entra a la Casa Rosada en la primera escena, introductoria del film, personajes cuyas historias quedan olvidadas, al azar. El tema principal de La Cordillera es actual, representa situaciones que ocurrieron o bien podrían ocurrir en breve, sin certeza: la unión de presidentes de una región con un objetivo en común. Si hay algo por demás destacable en esta muestra menor dentro de la filmografía del director Santiago Mitre es la escena que define al film y que cuenta con la aparición de Christian Slater como un representante del gobierno estadounidense. Escena en la que hasta Darín se anima a hablar en inglés.
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El cuarto film de Santiago Mitre, La Cordillera, se adentra en lo más fangoso de nuestra actualidad política, con grandes actuaciones y un despliegue técnico envidiable; pero su tono distante y su constante indefinición no permiten concretar el proyecto que pudo haber sido. ¿Cómo será la vida de aquellos que ostentan el poder? Una pregunta que siempre se ha planteado la ficción desde diferentes géneros, aquí y allá de nuestras tierras. Desde las miniseries El Hombre, Milagros en Campaña, El asesor, o el clásico del cine cuasi independiente El custodio, por citar algunos ejemplos; siempre nos interesó a los argentinos observar la cocina detrás de las altas esferas; con mayor o menor grado de mito y realidad. La Cordillera es uno de los proyectos cinematográficos nacionales más anunciaos y promocionados de los últimos tiempos. Desde su posibilidad para filmar en la casa de gobierno; desde el hecho de ver a nuestro actor más taquillero encarando al líder de nuestro país; y sí, su gestación dentro de una coyuntura caldeada. Por más que lo nieguen o quieran (poco) disimularlo, La Cordillera está atravesada por los hechos recientes del país y las comparaciones serán inevitables. No se puede ser (del todo) inocente a la hora de presentar un producto como este. En efecto, Ricardo Darín interpreta a Hernán Blanco, presidente argentino. Se encuentra en un momento crucial de su mandato, son los momentos inminentemente previos a una cumbre de presidentes americanos para la firma de un acuerdo comercial. Ese encuentro se desarrollará en Chile, a los pies de la Cordillera de Los Andes, y ahí transcurre nuestra historia. A poco de salir cae el primer baldazo, su ¿ex? Yerno aparentemente destapará la olla pública frente a un caso de corrupción; de alguna manera hay que calmarlo, o callarlo. Para eso, la asesora presidencial, Luisa Cordero (Érica Rivas) irá en busca de la hija de Hernán, Marina (Dolores Fonzi), una chica rebelde, que no quiere saber demasiado con asuntos de poder, y no tiene la mejor de las relaciones con su padre. Marina será llevada a esa cumbre en La Cordillera, y en ese encuentro de padre e hija, algo aflorará, algo que puede ser aún peor que un caso de corrupción. Con guion del propio Mitre y Mariano Llinas, La Cordillera maneja dos películas en una. Ni siquiera son dos historias, son dos películas, con historias diferentes, que apenas se tocan por tender a un ismo personaje central, pero de tonos diferentes, hasta géneros diferentes, y ambas con resultados dispares. Hernán Blanco deberá lidiar con esa cumbre y los entretejidos políticos detrás, a través de diferentes reuniones con varios líderes políticos de otros países de la región, con una periodista incisiva (Elena Anaya), y con la toma de una decisión final que, en realidad, desde un principio sabemos cuál será. Pero también debe lidiar con sus asuntos familiares, con ese hecho de corrupción que pareciera ser solo un disparador para que despierten otros hechos del pasado, y una hija a la que le costará contener. La trama política con toda su suciedad, y la trama familiar con todos sus secretos. Posiblemente, la rutina de un presidente sea así, lidiar con asuntos públicos y privados a la par; en todo caso, por determinadas cuestiones, La Cordillera, lo lleva a un plano en el que no solo ambas aristas no se tocan, no parecen del todo realistas. La cuestión de la cumbre será la más salvable, tratada con una extrema solemnidad que nos dificultará ingresar a ella, y con algunos errores protocolares que quizás sean más notorios para los eruditos en el tema, entendibles desde la fluidez o impacto de la narración. Los asuntos familiares serán lo más complicado de asimilar, quizás por asumir una veta que roza atraviesa) lo esotérico, sometiendo al espectador a dilucidar si lo que ve es una realidad o la fantasía de uno delos personajes. Ese hecho que puede o no ser sobrenatural, nunca encaja bien con el resto de la película, y la lleva a un terreno difícil de salir. Por último, sus falsos intentos por intentar disimular una obvia postura de opinión sobre nuestra actualidad, la lleva a un tono medio, timorato, distante, que no la favorece. Tanto Javier Julia, como Sebastián Orgambide en la fotografía y dirección de arte, respectivamente, apuntalan la propuesta para arriba, haciendo un correcto uso de las bellezas naturales, prevaleciendo os tonos blancos y grises, la sobriedad de esas esferas de poder, y la oscuridad que pronto teñirá el asunto familiar. Visualmente, La Cordillera causa un gran impacto. Lo mismo podríamos decir de las interpretaciones con un Darín contenido y de aristas algo perversas, Dolores Fonzi y un personaje perdido, y Érica Rivas que si bien su personaje desaparece intempestivamente durante el primer tramo pareciera ser ella la protagonista. Todos están más que correctos y serán dignos de alguna posible premiación. Parrafo aparte para Gerardo Romano como “El Gallago” Castex, jefe de gbinete, en una actuación brillante. Sus apariciones son menos de las que quisiéramos, pero cada vez que interviene, La Cordillera se eleva. Técnica y actoralmente irreprochable, La Cordillera sufre por un guión que no termina por definir ninguna de sus dos puntas, por un tratamiento frío, y algunas cuestiones inexplicables. Presumiblemente todo daba a pensar que este nuevo film de Mitre podía dar para mucho más.
La cordillera es la tercera película de Santiago Mitre y se podría decir, después de El estudiante (2011) y La patota (2015), que hay una progresión en el nivel de ambición de cada una de estas películas, los universos elegidos para representar y el nivel de intensidad y trascendencia de sus conflictos: en la primera, Esteban Lamothe interpretaba a un estudiante de la UBA que empezaba a ascender en la política universitaria y se veía ante el dilema de “hacer las cosas bien” o traicionarse a sí mismo para seguir escalando posiciones. En La patota, Dolores Fonzi era la hija de un juez que enseñaba como voluntaria en una escuela del norte del país y a la que una banda de chicos violaba; ella por supuesto tenía la posibilidad de denunciarlos y hasta de obtener justicia (al menos en el sentido legal del término) dados los privilegios que le ponía al alcance de la mano la posición del padre, pero elegía no hacerlo y llevar adelante el embarazo que era producto de esa violación. En La cordillera, Ricardo Darín interpreta al mismísimo Presidente de la Nación Argentina, en este caso un ficcional Hernán Blanco que se presenta desde el comienzo como un tipo neutro, sencillo, desprovisto de rasgos salientes. Y eso, que por un momento podría asociarse con el bien, se va volviendo más rico y complejo a lo largo de la película para construir un tipo novedoso de villano. Quizás ese sea el punto más interesante de La cordillera, que despliega alrededor de su protagonista un mundo deslumbrante, una especie de gran fresco lleno de personajes secundarios potentes, de drama que se intensifica para nunca estallar y de escenarios imponentes que necesitan, y usan inmejorablemente, la pantalla del cine para existir en toda su dimensión: desde la Casa Rosada a la que accedemos casi como intrusos al comienzo de la película, para encontrarnos de pronto en la oficina donde Mariano Castex (Gerardo Romano), Luisa Cordero (Erica Rivas) y otros asesores presidenciales deciden el destino de la vida pública en los próximos días, hasta el gran hotel emplazado en las montañas nevadas que con su estilo de hace unas décadas le da un aire levemente fuera del tiempo a todo lo que pasa en su interior (se sabe que a Mitre y a Mariano Llinás, su coguionista, les interesa más poner en escena conflictos de carácter universal antes que situaciones ligadas a la particularidad de un momento histórico), la película se percibe y se disfruta tanto en su grandiosidad como en la idea de interrumpir la vida protocolar de su protagonista con la presencia de una mujer perturbada que es su propia hija. Así entra en escena Dolores Fonzi, que se luce como Marina Blanco. Marina se está separando de un hombre conflictivo, que puede manchar la reputación de su padre, y es necesario mantenerla a raya. Además, tuvo problemas psiquiátricos en la adolescencia y ahora parece que está volviendo a perder la cordura, por lo que el padre accede a una sesión de hipnosis para traerla de vuelta. Todas las escenas en que interviene la hija de Blanco son quizá lo mejor de La cordillera, que a través de ella quiere abrir una fisura en la imagen -impoluta, y también hay humor al respecto- de un tipo que no por nada se llama Blanco. La escena de hipnosis de Marina es brillante, quizá la más libre en una película que el resto del tiempo parece esforzarse por ser intensa y guardar una compostura presidencial, hasta rígida. Y cuando Marina y el padre manejan por la ruta y cantan aparece, por fin, un hombre de carne y hueso, un papá, en ese personaje que el resto del tiempo actúa sobriamente su papel de político. Más importante todavía: ahí Blanco, que además es Darín (la mejor carta que tiene el cine argentino), se vuelve querible. Pero, oh paradoja, pronto se sabrá que Hernán Blanco de blanco no tiene nada y que el mal está en él -un mal que recibe el mismísimo nombre de Diablo-. Hay algo infantil en todo esto, una cierta ingenuidad de blanco sobre negro que quizá no es cuestionable de por sí pero no cuadra con un cine ambicioso que, una y otra vez, vuelve como un adolescente impresionado sobre una idea básica de poder como sinónimo del mal.
Fascinante alegoría sobre cumbres, caídas y trepadores Hernán Blanco es un flamante presidente argentino. Ha sido intendente y gobernador de La Pampa. Tiene algo de advenedizo y campechano. Es dueño de un presente brillante y de un pasado dudoso. Una cosa es el hombre público y otra, los secretos familiares. Su primera misión oficial es participar de una cumbre de presidentes latinoamericanos, en Chile, que debatirá el proyecto de una alianza petrolera americana. Pero, antes de viajar recibe la noticia de que su ex yerno ha hecho una denuncia por corrupción. Su hija, la ex de ese denunciante, está pasando un momento difícil y también viajará a Chile. Esta emocionalmente desbordada. Y entra en crisis. No habla. Un estudioso acudirá la hipnosis para sacarla de ese aislamiento. Y será desde allí, desde los sueños y las fantasías, donde el pasado irrumpirá para plantear sus dudas en este juego de oscuridades, falseamientos y negaciones. El político no quiere que se indague en su vida íntima. El presente se controla, pero necesita que el ayer siga en la neblina. La cumbre presidencial avanza al mismo tiempo que avanza el desborde de su hija. ¿Los recuerdos son fabricados? El mal asoma desde la hipnosis para anticipar la estructura moral de un presidente que horas después de recibir la acusación de su hija, irá a lña cumbre y jugará con su voto a ser parte de ese Mal que andaba entre los sueños de su hija. Santiago Mitre, como ya lo había hecho en “El estudiante” y “La Patota”, acaba allí poniendo a su protagonista frente una decisión crucial que desafía su conciencia. Absolutamente convincente, de notable factura, “La Cordillera” es un film inteligente y sutil. Las miradas, los detalles, el diálogo todo es creíble y consistente. Es una de esas películas que de entrada nomás, en un par de secuencias, nos anticipa que estamos ante una gran realización. Sin forzar la marcha ni las acotaciones, Mitre retrata con justeza un clima donde imperan tensiones, ambiciones y desconfianzas. Aquí, cada uno defiende su parte. No sólo los presidentes. También los encontronazos entre el canciller y el jefe de gabinete dejan en claro que lo del trabajo en equipo es más un slogan que una realidad. Encuentros, tentaciones, revelaciones, todo está insinuado en el sutil entramado de un relato que atrapa y que tiene a su favor un sobresaliente rendimiento actoral. Darín está soberbio. Compone a la perfección a este presidente resbaladizo que vive en medio de un claroscuro impenetrable. “Es un actorazo capaz de generar esa sensación de verdad cada vez que habla”, dijo Mitre. Y es así. El resto (Rivas, Fonzi, Romano) brilla a gran altura gracias al pulso firme de un realizador que marca sin subrayar, que no necesita de palabras para dar clima, que muestra que las cumbres tienen muchas caídas y que deja ver que al final los verdaderos secretos de Estado son los que presidentes guardan en su conciencia y en su memoria.
El director Santiago Mitre, el mismo de las sobre valoradas “El estudiante” (2011) y “La patota ” (2015), lo hizo de nuevo, nos narra una historia con buenos artilugios, muy buena dirección de arte, se destaca la fotografía, ayudada por un escenario como pocos en el mundo, el mismo que le da el nombre al filme, buenas actuaciones, pero desconociendo el contenido, es decir un envoltorio de lujo, como si no supiese sobre lo que esta contando, o bien que contar, o a que darle mayor preponderancia. Lo mismo sucedía en los trabajos ya citados, como sino conociera al “objeto del conocimiento”, parafraseando a Zygmunt Bauman. En este orden de cosas, tenemos secuencias completas que deberían servir de presentación de protagonistas destinadas a personajes que desaparecen sin más ni más. Luego se traslada la acción a Los Andes, espacio imponente bello, aislado, donde se desarrollará una cumbre de mandatarios sudamericanos para establecer una alianza petrolera en conjunto, por y para toda la región, con Méjico como país invitado ¿Será por el tequila, por los tacos, o porque es parte de la producción? No importa. Hasta allí llega nuestro presidente Hernán Blanco (Ricardo Darin), un hombre común y corriente, como lo instaló la campaña presidencial, antes un desconocido intendente de Santa Rosa, capital de la provincia de La Pampa, Argentina. Demasiado poco recorrido nacional como para llegar donde llegó (cualquier contacto de similitud entre el pato gris de La Pampa y el pingüino de Santa Cruz, corre por cuenta del lector, y/o espectador), un hombre sin pasado supuesto, sin deudas y dudas sobre su moral vendido al pueblo desde un plan a puro mercadeo. Por ello, ellos, los que sustentan el poder real, creen poder manipularlo como se pensó de Chance Gardiner, en el libro, llevado al cine, “Desde el jardín”, de Jerzy Kosinski, y otra vez se inmiscuye Zygmunt Bauman con su metáfora del jardín, increíble., esa que plantea que el peligro no esta sólo en la periferia del jardín sino dentro mismo de su constitución. Retornando a “La cordillera”, Hernán Blanco es asistido por Luisa Cordero (Erica Rivas) y “controlado” por su jefe de gabinete Mariano Castex (Gerardo Romano) a enfrentarse respecto de la toma de decisiones desde lo impoluto de su imagen. Pero el pasado se hace presente, pues su ex yerno es acusado de corrupción, Marina Blanco (Dolores Fonzi), la hija del presidente, es llevada junto a su padre como forma de protección. Hernán debe luchar contra los problemas emocionales de Marina, lo que “a priori” aparece en protección de ella, surge como autoprotección, algo se desliza a la izquierda del padre, de los secretos de su progenitor, pero sólo se desliza, nunca se profundiza. A eso se suma la titánica lucha de ese padre para protegerse de sus aliados, los pseudo aliados, los contrincantes, los poderosos del planeta, para ello viene como convidado de piedra un delegado del gran país del norte Dereck McKinley (Christian Slater). Bueno, si algo se podría enredar ya están dispuestos los elementos para que suceda, y lo que en principio aparece como un thriller político derivaría en un drama familiar, no lo hace, no le da con el objetivo elegido, enfermedad psicosocial presentada, familia disfuncional posible, bipolaridad, secretos y mentiras que nunca terminan por instalarse y menos desarrollarse. El resto, si hubo, seguro fue olvidado en alguna página del guión que se habrá volado. Todo demasiado mucho para terminar por ser nada. Hermosa fotografía, una insinuación de la cocina de la alta política, “el pueblo quiere saber de que se trata”, todo esto, una subtrama inundada por la sicopatología, la practica vetusta de psicoterapias que Sigmund Freud desechara hace más de un siglo. Filme exageradamente pretencioso, sólo sostenido por la belleza de las imágenes, las actuaciones, más allá del desarrollo y progresión de los personajes, y una sugestiva banda de sonido que por momentos crea climas interesantes. A veces sucede, y es verdad, que los finales abruptos despliegan interrogantes, en otras ocasiones se siente que en realidad no sabían como seguir y menos como terminar y aparece la palabra fin, acá el fundido a negro y los créditos.
Un thriller argento en las salas de cine. No son muchos las películas de este género que aparecen por eso es interesante ver algo “distinto”. No fui con muchas expectativas, de las dos películas anteriores de Mitre sólo una me había gustado mucho (El estudiante) y la otra no me pareció buena (La Patota), digamos que esta película iba a ser un desempate para ver si es un director de mi agrado, de esos que ves sin importar que haga. El resultado fue negativo. Creo que el mayor problema que tiene la película (a mi parecer) es los dos “subtramas” que tiene, y hasta por momentos me pareció que había un tercer trama, que no termina de desarrollar uno. Cuando estamos encaminados por el trama político aparece de la nada el trama familiar y así se van enredado sin llegar a entrelazarse. De las actuaciones no hay mucho para decir, son muy buenas. La fotografía es buena, ayuda mucho la majestuosa cordillera. Mi recomendación: Un interesante thriller argentino, pero es más para un domingo en casa que para ir al cine.
S(E)R. PRESIDENTE Santiago Mitre lo hizo otra vez. Son su fetiche por los primeros planos y la creación de un ambiente enrarecido, tan solo algunos de los aspectos estilísticos del cine de este realizador argentino que viene construyendo una trayectoria sólida cimentada sobre la base de relatos con fuerte estructura dramática y una puesta en escena que fusiona elementos tradicionales del cine local, pero que, sin embargo, reformula cuando aporta una visión renovada, por ejemplo, al proponer una saludable mixtura de géneros. Tras El estudiante, película con la que saltó a la fama como realizador, y el posterior éxito que obtuvo con La patota, Mitre estrena La Cordillera, que como su nombre (y la tradición de nomenclaturas) lo indica no sólo tiene dos palabras, sino también un artículo primero. Recordemos El amor (primera parte) y Los posibles. En esta oportunidad, y desde la perspectiva de estrenar su nuevo filme luego de una amplia aceptación mundial, el realizador propone una película en la cual la historia es solamente la excusa para inmiscuirse en los recovecos del ser presidencial. Con Darín encarnando la figura de un presidente ficcional contemporáneo, y un elenco estelar (Fonzi, Romano y Rivas) que lo acompaña, La cordillera narra la historia de una cumbre latinoamericana inventada, en la que presidentes de la región concurren a Chile para debatir (y votar) el futuro de una nueva inversión petrolera. Desde la mirada subjetiva de Hernán Blanco (Darín), pronto se descubren los secretos privados tras las alianzas entre países, los cuales, por supuesto, derivan en tensiones diplomáticas, pero también en problemas personales. Mitre pone en escena la figura de un presidente inexperto quien, con signos de argentinidad (un poco de viveza criolla y pasión por las mujeres), tiene que lidiar con su vida personal: una hija en pleno divorcio y la opinión pública no sólo de gestión sino de su persona. Con el mote de “presidente invisible”, Blanco debe lidiar con las responsabilidades de sacar adelante un país y de sostener a su hija visiblemente afectada por una vida entera, tras las restricciones de la popularidad de su padre. La afición por los planos cerrados hacen del filme un relato íntimo, que fusiona tomas subjetivas invitando a transitar los pasos del presidente en primera persona (las escenas dentro de la Casa Rosada y el avión presidencial, por ejemplo) y la calidez del contacto próximo a las miradas de los personajes. En sus ojos está la clave de lectura de la película cuando a través de ellos podemos averiguar más acerca de su pasado y figurar sus intenciones futuras. En este contexto es para destacar cómo la intimidad deviene extraña con recursos estilísticos propios del lenguaje del cine, en este caso la utilización de la temperatura color fría (no sólo el azulado es consecuencia de la altura a la que se está rodando) y la composición de los planos, los cuales mediante estricta geometría reponen en escena los mandos de jerarquía sin abandonar la cercanía. Para reflejar esta condición no hay más que citar el primerísimo primer plano invertido del rostro de Dolores Fonzi, en el que tras la permanencia de varios segundos en la pantalla, no hace más que intensificar la extrañeza al transfigurar sus facciones. La cordillera, es la película argentina del año, algunos dirán “la nueva de Darín”, otros podrán intuir la pisada firme de un director prolífico que promete larga vida al cine argentino de la mano de una bocanada de aire fresco. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
El cine argentino es lo suficientemente sólido y diverso como para estar presente en Cannes todos los años. Si el festival requiere un cineasta idiosincrásico y radical, tiene a Lisandro Alonso, Adrián Caetano y Lucrecia Martel, e incluso a varios más; si necesita una veta cinematográfica con fuerte vocación narrativa, incluso de género, puede reclutar películas como Relatos salvajes o Elefante blanco. A esta última línea de cine más industrial y no por ello menos de autor pertenece La cordillera, el tercer largometraje de Santiago Mitre. Es el mejor representante que ha dado ese modo de concepción cinematográfica. La cordillera es la película más ambiciosa del director. Tiene elenco internacional, las locaciones son variadas y costosas, apuesta a un relato con derivas narrativas secundarias e inesperadas y es políticamente precisa cuando se lo propone. A Mitre siempre le ha interesado filmar el poder y es aquí cuando más a fondo ha llegado a retratarlo. El rostro del poder lo conocemos, pero acá se lo ve desnudo.
¿Thriller Político o Polémico Thriller?. En todas las sinopsis o reseñas de La Cordillera se hace referencia a que La Cordillera se trata de un Thriller Político. ¿Es realmente así? ¿Trhiller? Dudoso. Porque la película carece totalmente de suspenso. La clásica definición de Hitchcock hace referencia a que si de repente una bomba explota debajo de la mesa donde conversan dos personas no hay suspenso, solo tenemos sorpresa. En cambio, existiría suspenso si el espectador anteriormente detecta la inminente explosión de la bomba. Así éste sufrirá con la tensión provocada por las personas que conversan, ingenuos ellos, que han decidido pedirse un café más. En La Cordillera, la historia de un presidente que va a una importante cumbre de mandatarios, no hay bombas escondidas. Existe una acusación de corrupción de la cual todos están enterados desde el minuto uno y todos rápidamente desestiman. Nada está a punto de estallar, ni siquiera verdades reveladoras ya que no existe el tiempo para que las detectemos previamente. Todo va apareciendo por sorpresa. Un poder paranormal de la hija del mandatario y un pacto con los yanquis aparecen tardía y arbitrariamente en la historia. Cualquier video de Youtube de cualquiera de las últimas cumbres latinoamericanas podría ser tranquilamente más intenso y cargado de tensión que esta película. Sabemos que se intenta generar suspenso porque cada tanto aparece una música que nos lo indica. Lo raro es que se musicalizan decisiones que los protagonistas ya han tomado con anterioridad. Decisiones faltas de intriga. ¿Político? Aquí parece no haber lugar para una discusión política. Sólo existen acusaciones de tipo policial. O sea, si alguien robó plata o si se ordenó matar a una persona. Se señala que se bajó la pobreza y la desocupación a un dígito, pero no se da el lugar para analizar esas problemáticas. Aquí el pueblo no aparece. Ni si quiera está fuera de campo, parece directamente no estar. En 2012 Steven Spielberg hace una película sobre uno de sus más grandes ídolos de la historia estadounidense, Abraham Lincoln. La película muestra la votación que dio la emancipación a los esclavos negros en el congreso de los Estados Unidos hacia el final de la guerra de secesión. Lejos de dejar como un ser intachable a su protagonista, Spielberg muestra cómo el equipo de Lincoln se encarga de presionar y sobornar congresales para aprobar una ley que da más derechos y libertades a los afroamericanos. En Lincoln importa lo político, los derechos de las personas, los modos de gobernar. Como también en la genial El Estudiante (2012), primera película de Santiago Mitre, que rebosa de más intensidad y contenido político que La Cordillera, que termina hablando del mal y del diablo. Una lástima.
La cordillera, de Santiago Mitre Por Jorge Barnárdez Cuando se supo que Ricardo Darín iba a hacer de presidente argentino, muchos pensaron que era lógico porque el actor es alguien al que seguramente buena parte de los argentinos votaría. En el comienzo de La cordillera, se llega al despacho del presidente Blanco (Ricardo Darín) luego de recorrer los pasillos de la Casa Rosada -desde lo más alejado del poder, la puerta por la que entran los proveedores-, hasta llegar a la sala de reunión de sus colaboradores. Es un comienzo virtuoso a través del cual se nos deja en claro la situación que se esta de viviendo en el seno de ese gobierno, que llegado al poder hace unos meses, que está jaqueado por distintas razones políticas y por la amenaza interna de el ex marido de la hija del presidente, quien asegura estar dispuesto a contar un negociado del presidente realizado cuando este era gobernador de La Pampa. Cuando el espectador se encuentra con el protagonista lo ve tirado en el avión presidencial, escuchando música y con un antifaz que le asegura oscuridad total. Una vez que se incorpora y se reúne con su jefe de gabinete tiene que escuchar a un periodista, que en los hechos es la voz nada menos que de Marcelo Longobardi, que le dice desde la radio que nadie sabe quién es realmente el presidente de la Argentina, que lo maneja el jefe de gabinete (extraordinario Gerardo Romano) y que va a pasar un papelón en una cumbre de presidentes. La cordillera entonces es el relato de cómo el presidente deja de ser un enigma y asume el poder de manera real. En el camino de esa toma real de un poder y de toma de decisiones, al espectador se van a despejar la dudas al espectador sobre quién es ese primer mandatario aparentemente anodino. El director Santiago Mitre (El estudiante, La patota) junto al aquí guionista Mariano Llinás (Historias extraordinarias, La flor, Balnearios), armaron con astucia el entramado de la historia del presidente Blanco desde que llega a la cumbre como un presidente que a nadie le importa demasiado, hasta que toma decisiones y se muestra como un personaje capaz de nombrar a Carlos Marx frente a una periodista española o de reunirse con el representante de una potencia de igual. En el medio deberá lidiar con la situación familiar a punto de estallar, con una hija que es claramente un problema por su situación emocional por un lado, pero también por ser testigo de la historia del presidente antes de que fuera conocido por los votantes. La cordillera es una película bien filmada, bien producida y con actores que realmente le ponen el cuerpo a todos los personajes del relato. Está claro que la historia de la hija y el tratamiento le permiten a la película entrar en una dimensión diferente un poco fantástica, lo que en consecuencia la habilita para inclusión de la idea de un pacto demoníaco. Santiago Mitre demuestra ser un director con grandes recurso y extraordinario manejo de actores y Darín rubrica el consenso sobre que es el gran actor latinoamericano de estos días. De todas maneras deja al espectador la labor de terminar el rompecabezas de una historia que no todos quieren ver y que a muchos les molesta, porque al fin y al cabo todos sabemos que el poder no es para cualquiera y aprender a manejarse con él no es gratuito. El tema es saber cuánto está dispuesto entregar en esa lucha y cuánto de sufrimiento o de disfrute hay en el ejercicio de sus funciones. LA CORDILLERA La cordillera. Argentina/Francia/España;2017. Dirección: Santiago Mitre. Intérpretes: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Erica Rivas, Christian Slater, Elena Anaya, Paulina García, Daniel Giménez Cacho, Gerardo Romano, Alfredo Castro y Rafael Alfaro. Guión: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Fotografía: Javier Julia. Música: Alberto Iglesias. Edición: Nicolás Goldbart. Diseño de producción: Sebastián Orgambide. Duración: 114 minutos.
Más acá del bien y del mal Es verdad, hace falta un cine latinoamericano enfocado en la política. Si bien el thriller político es una constante del cine de Hollywood desde hace décadas, cierto es que nunca hubo un correlato similar en estas latitudes, y es algo que se echa en falta. Hoy la serie House of Cards se ha ocupado de llevar a un público masivo las intrigas palaciegas, los juegos de corrupción, las verdades a medias, las mentiras flagrantes, las traiciones entrecruzadas en los centros de poder. Pero la política estadounidense dista mucho de la latinoamericana, y por eso es notable que el género comience a replicarse con un correlato tercermundista. Mucho de eso hay en La cordillera, y esa parte es, por lejos, lo mejor de la película. Santiago Mitre (autor de la excelente El estudiante, así como de Los posibles y La patota) es un director que puede permitirse ser pretencioso, ya que posee el talento y el oficio necesarios como para generar un cine intachable a nivel técnico, notablemente orquestado tanto en fotografía, sonido e interpretaciones como en montaje y puesta en escena en general. En este sentido es sumamente original esta seria y fría inmersión en la política a gran escala, en la que un buen puñado de los mejores actores argentinos de la actualidad (Ricardo Darín, Érica Rivas, Gerardo Romano, Dolores Fonzi), así como grandes talentos de otros países (la chilena Paulina García, protagonista de Gloria, la española Elena Anaya, de La piel que habito, entre otros grandes) protagonizan escenas dentro de la Casa Rosada y en el interior de un hotel cinco estrellas, con elegantes y logrados planos secuencia. El foco está puesto nada menos que en el presidente de la república argentina (Darín) y en su desempeño antes y durante una cumbre de presidentes latinoamericanos en Chile. Pero lo curioso de La cordillera es que, además de la intriga política central, plantea una segunda historia paralela: una que involucra al protagonista en un episodio que refiere a la inestabilidad mental de su hija (Fonzi), quien sufre un repentino brote histérico justo durante la cumbre de presidentes. De apuro es reclamado un psiquiatra, quien se ocupa de tratarla mediante hipnosis para sacarla del estado de mutismo en el que se encuentra inmersa. Es evidente que toda esta larga y curiosa historia paralela, desplegada a partir de la mitad de la película y en la que se impone algún elemento fantástico, busca darle al resto de la historia una carga alegórica. Son estimables las intenciones de los realizadores –Mitre escribió el guión junto al también reconocido director Mariano Llinás– de experimentar con el género y de aportarle otro tipo de lecturas, pero el problema es que la metáfora esbozada es burda, prácticamente infantil. Refiere principalmente al poder y a la tentación de cruzar una y otra vez la línea entre el bien y mal durante su ejercicio. Lo cierto es que cualquiera con una mínima capacidad de abstracción puede entender la complejidad de las decisiones políticas, así como la debilidad humana y esa ambigüedad presente en los estadistas y su accionar. ¿Realmente es necesario recurrir a las entelequias del bien y el mal, e invocar al demonio para hablar de política? Y sobre todo, ¿correspondía emprender un camino tan engorrosamente largo, con anticlimáticas e invasivas escenas de Fonzi en crisis, de una hipnosis y de una extraña entrevista en la que el presidente cuenta un sueño, para plantear una alegoría tan superficial? Cuesta creer que, con todo el potencial de ambos guionistas, no se les haya ocurrido dejar una reflexión más profunda en torno a la temática que escogieron. Una que, de paso, diera a la audiencia algo en qué pensar; algo que no supiera de antemano.
Desde el exterior de la Casa Rosada se va entrando lentamente en la atmósfera que rodea a este edificio. Una vez que la cámara atraviesa las rejas, los controles policiales, los patios y pasillos internos, va insertándose en lo que es la cotidianidad del lugar y los sucesos en la agenda del presidente que determinan a todo lo que allí ocurre.
Encuentros con el diablo El film retrata la praxis política como un inevitable nido de víboras. Entre el simulacro y la verdad, el límite es difuso. Con su tercera película, el realizador Santiago Mitre corrobora que, si el mundo no es cínico, al menos sí su mirada. Con El estudiante, el cineasta nacido en Buenos Aires delineaba un mundo de pasillos universitarios (de educación pública) y prácticas facinerosas. Mejor saber cómo desenvolverse en un ámbito semejante antes que agarrar un libro: lección que hábilmente aprendía Roque (Esteban Lamothe). Luego, en La patota, los resquicios de la ley apuntaban a sus contradicciones, dedicadas a situar en un contexto de moral maleable al personaje de Paulina (Dolores Fonzi), víctima de una violación. El mundo (humano), parece decir el cine de Mitre, es esencialmente mezquino, hipócrita. Nadie persigue fines éticos, y más vale darse cuenta. En este sentido, un capítulo más escribe el director con La cordillera, a partir de la figura del presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín), durante una cumbre de mandatarios latinoamericanos en Chile. Y lo hace junto a una hija de psiquis inestable (Dolores Fonzi), a quien mejor custodiar, tener cerca, tal el pedido presidencial. Es a partir de este cruce cómo se construye el guión, alternando entre las tareas del ejecutivo ‑protocolos, discusiones a puerta cerrada, la imagen pública, tretas y tomas de decisión‑ y Marina, una hija a punto de explotar. En verdad, hay un ardid que el film utiliza como McGuffin: el ex‑esposo de Marina amenaza con descubrir lo que sería un escándalo. De allí la necesidad de tener a la hija en el contingente, pero sin saber de modo claro qué es lo que sucedió, cuál sería el escándalo, ni cómo ha sido la relación entre ella y su marido así como con su padre. Se ha señalado el cariz sobrenatural que La cordillera adopta. Es cierto, y lo hace de manera sutil, a partir de una práctica de hipnosis que recuerda a la del señor Valdemar: una vez dentro del relato sonámbulo de Marina, las fronteras entre lo cierto y la fantasía serán relativas. De tal modo, el film de Mitre se abisma en esta alteración y pone en duda la veracidad de los dichos, vertidos sobre hechos indudables: hubo un fuego, literal, que contrasta en su calor con la nieve cordillerana; la imagen de un caballo servirá de vínculo sígnico entre estos dos elementos. El relato comienza, así, a extrañarse, pero sin abandonar la anécdota principal: la cumbre continúa en su debate, entre tomas de postura que amenazan el privilegio de unos en beneficio de otros. Sin hacerlo nunca de modo explícito, La cordillera igualmente logra tocar capítulos de raigambre ineludible. No puede no pensarse en el Mercosur, así como en la endiablada relación de Latinoamérica con Estados Unidos. Ahora bien, en el primer caso, y de acuerdo con el devenir del relato, se sentencia una futilidad organizada: sea cual sea el resultado de la votación (un acuerdo regional de cara a la explotación petrolera), el ganador será siempre el mismo. Allí, entonces, la maldad. Que apela a una caricatura adrede, de titiritero entre sombras (rol a cargo de Christian Slater): Estados Unidos es el diablo imperialista, el zorro de los sueños de infancia que acosaba a Blanco. Como si fuese un pacto secreto, que este presidente trae consigo, ese zorro parece dictaminar el derrotero del mandatario. Si Marina habla de modo ¿incoherente? durante la hipnosis, otro tanto sucede en el relato onírico que Blanco hace a la periodista española (Elena Anaya). Durante esta conversación, el mal y el bien surgen como conceptos. Es por esto que el rostro herido de Marina recuerda al de Linda Blair en El exorcista. Si bien este proceder sitúa al film en un límite difuso, no por ello deja de accionar de manera evidente sobre lo que retrata, como la banalización de cierta terminología política (el "imperialismo" ha quedado en desuso, si se lo invoca es por rédito político) mientras cubre con un mismo manto de hipocresía a todos los personajes. Al hacerlo, La cordillera pone entre comillas cualquier logro y a cualquier grupo o dirigencia política. No lo hace desde una mirada "maquiavélica" ‑filosófica‑ sino a partir de una relativización general que devieneen caricatura o fantasía. Al hacerlo, logra también percudir la herramientavital que es la misma política; como si todo se tratase, al fin y al cabo, de una alucinación.
Santiago Mitre regresa al cine con un nuevo largometraje, “La cordillera”, un ambicioso proyecto de alcance latinoamericano con Ricardo Darín en la piel del presidente de Argentina. ¿De qué se trata “La Cordillera”? Hernán Blanco (Ricardo Darín) es el presidente de Argentina y se dirige a una cumbre de mandatarios latinoamericanos en Chile, al que han sido convocados con el fin de crear una compañía de petróleo continental. Pero el verdadero conflicto que Blanco tendrá que enfrentar llegará cuando su hija Marina (Dolores Fonzi) sufra una crisis y traiga al presente recuerdos de un pasado que no vivió. Los aciertos de “La Cordillera” Tremenda producción la de esta película. Lo primero que impacta es eso: el rodaje en Casa Rosada y luego en plena Cordillera de los Andes. A esto hay que sumarle el excelente elenco que Santiago Mitre logró reunir para esta película: Ricardo Darín y Dolores Fonzi están impecables, como siempre. A ellos se suman la siempre efectiva Érica Rivas (lo hace todo bien) y Gerardo Romano como un contundente jefe de gabinete. También un selecto grupo de actores de toda Latinoamérica y España dicen presente, entre los que se destacan los chilenos Paulina García y Alfredo Castro, la española Elena Anaya y el mexicano Daniel Giménez Cacho. Además, está ese momento en que decís: si Darín no va a Hollywood, Hollywood va a Darín. Es cuando Christian Slater aparece en pantalla, en la piel de un funcionario del gobierno de Estados Unidos, y durante varios minutos comparte escena con nuestro Richard. Y está la historia, claro, que finalmente es lo que importa. Santiago Mitre tiene la inteligencia de salir ileso en el desafío de hacer una película sobre políticos sin caer en referencias a la realidad. No se para a ninguno de los lados de la grieta ni cae en la tentación de hacer de la película un panfleto político a favor o en contra de tal o cual ideología. En cambio, sobrevuela el universo político con ambigüedad, dejando el panfleto de lado para mirar más allá: el poder como zona de conflicto en donde la volatilidad moral es regla. La ambigüedad del poder Es ambigüedad la palabra para definir toda la película. A la trama política se suma el conflicto que desata la presencia de Fonzi, en un rol que siembra dudas a lo largo de todo el metraje. ¿Quién miente? ¿Quién dice la verdad? Preguntas que serán respondidas, quizás, en el debate posterior a salir de la sala. Y no está mal que Mitre haya optado por hacer un film que no cierra todos los cabos y deja dudas. No todo tiene que ser tan pedagógico, y eso está bien. Quizás no sea una película que te haga salir del cine deslumbrado, es cierto, pero definitivamente vale la pena verla. Entretiene, atrapa, genera tensión y construye dos historias sólidas en torno a la política, un tema al que escasas veces el cine argentino se le ha animado. “La Cordillera” promete ser la película del año: no te la pierdas. Puntaje: 7/10 Duración: 114 minutos País: Argentina / España / Francia Año: 2017 Podés enterarte en este artículo qué dijeron los actores y el director en la conferencia de prensa.
Crítica emitida por radio.
Con el efecto "Lost" "La Cordillera" es una película que el espectador no va a estar esperando, y eso puede jugar como una grata sorpresa para algunos pero para la mayoría creo que va a resultar un shock que dejará un gusto amargo. Para entender mejor la dinámica de este film primero hay que conocer a su director y guionista, Santiago Mitre, un tipo metódico, de origen escritor y narrador por excelencia, que está obsesionado con los entramados del poder político. Mitre no es un director muy literal, no hace cine de fórmula y eso es una hoja de doble filo. Por un lado se le agradece su búsqueda de un cine inteligente que comprometa al espectador y no le de todo servido en bandeja, pero por otro lado deja demasiadas puertas abiertas en sus guiones y no es amigable para con el espectador promedio. Ojo, no me refiero al espectador de esta manera con ánimo de ofender o rebajar, para nada, por el contrario me refiero a lo que el grueso de personas va a buscar al cine y ese grueso es lo que en definitiva le da vida al cine como tal. El espectador está acostumbrado a una fórmula narrativa de la cual le cuesta correrse, pero cuando el film está muy bien concebido y moldeado, logra vencer esa barrera y le permite disfrutar de un producto distinto, que si bien puede no ser una experiencia amable, es una experiencia finalmente satisfactoria y que expande su riqueza cinéfila. En el caso de "La Cordillera" creo que la mayoría no logra llegar a ese estadío y sólo se queda con una sensación de insatisfacción que supera a la incógnita y las ganas de repasar el camino para entender mejor lo que pasó. Se abren demasiados frentes que tienen hasta incluso matices sobrenaturales y sobre el final de la película quedan muchos abiertos. Esto produce un sentimiento de angustia en el espectador que no es bueno. En cierta manera me hizo acordar a la serie "Lost". En la misma se había avanzado sobre varios frentes que resultaban hipnóticos e interesantes, pero sobre la hora del cierre de la historia se dejaron muchos aspectos sin explicar y con pocas pistas para poder resolverlos. Dejar algo librado a la libre interpretación del espectador está bien, pero dejar muchos aspectos distintos, es un poco cruel. Si vamos a las interpretaciones, la producción, la temática madre planteada y los climas creados, no hay nada para reprochar, por el contrario son ingredientes muy bien cuidados y que hacen crecer al cine nacional. Ricardo Darín está impecable en su rol de presidente argentino. Acompañan muy bien Gerardo Romano, Dolores Fonzi y Érica Rivas, tres actores de primera línea que la están rompiendo. La narración por su parte es pausada y detallista al máximo, pero así y todo logra crear una atmósfera de tensión y poder que se deja disfrutar. Como conclusión, "La Cordillera" va a gustar bastante a la critica especializada pero no tanto al público en general. Este último sentirá que justo cuando comenzaba a sentirse a gusto con la dinámica de la película se la van a terminar de manera brusca y se quedará con más dudas de las que hubiera querido.
Política y poder La filmografía de Santiago Mitre exhibe con determinación el fundamento que define y sustenta dramáticamente su proyecto cinematográfico. Es manifiesta su búsqueda por filmar, a partir de distintas historias y contextos, variantes polémicas de un tándem complejo y contradictorio: la práctica política y el poder. Si en su primer largometraje en solitario (El estudiante, 2011), un joven recién llegado del interior del país ingresaba a la Facultad de Ciencias Sociales y descubría los pliegues sombríos de la política universitaria, en La cordillera (2017), su flamante nueva película -escrita a dúo con Mariano Llinás-, el recién llegado será ni más ni menos que el presidente de la Nación. El comienzo del film de Mitre, como una marca concreta de su estilo, se concentrará en establecer brevemente las coordenadas espaciales y simbólicas del universo que se propone abordar y que ostenta, tal como lo hacía la universidad en su ópera prima, sus reglas de funcionamiento. Todavía es de noche, un vehículo intenta ingresar en la Casa Rosada. Ciertos obstáculos burocráticos retrasan el ingreso de un trabajador que debe reparar una falla eléctrica. El recorrido por el interior del edificio permitirá la observación sucinta de su dinámica. La cámara avanzará furtivamente hasta desembocar en el escritorio presidencial. La secuencia inaugural funcionará, a su vez, como alegoría de la entrada de Hernán Blanco (en una estupenda interpretación de Ricardo Darín) a la Casa Rosada, presentado ante la opinión pública durante la campaña como un hombre común–un “hombre invisible”, para la prensa- que accede a un espacio restringido. Escoltado por Luisa, su asistente fiel (Érica Rivas), y por Mariano Castex (Gerardo Romano), su jefe de gabinete y principal asesor político, Blanco deberá viajar a Chile para participar de una Cumbre de presidentes sudamericanos, en donde se discutirá la posibilidad de concretar una alianza estratégica para lograr la independencia petrolera de la región. Una oportunidad para un presidente cuya legitimidad, a poco de haber asumido, parece estar en duda. Todas las miradas del mundo estarán puestas en él. En un gran hotel entre las cordilleras nevadas de Los Andes -un paisaje que Mitre trabajará a la perfección-, Blanco tendrá que afrontar no solo una serie de intensas negociaciones de orden geopolítico con los mandatarios de los otros países involucrados, sino que también tendrá que sobrellevar una denuncia de corrupción realizada por el marido de su propia hija (Dolores Fonzi), quién viajará a Chile a pedido de su padre. El comportamiento extraño de su hija, presa de un ataque de angustia, provocará, como la manifestación reveladora de un trauma, la emergencia de un secreto del pasado político del presidente. La cordillera cruzará, a partir de una magnífica disposición narrativa, intrigas de orden político con aquellas privadas del orden familiar. Un cruce dramático que sustentarán notables escenas de suspenso y que incluirá una insospechada incursión fantástica. Incursión que tendrá a la hipnosis terapéutica como una posibilidad inaudita capaz de convertir una realidad alternativa –una ficción- en una verdad. Al igual que en sus películas anteriores, Mitre ofrecerá formidables escenas en donde la discusión política y su proyección filosófica subyacentese hallarán en primer plano. Una reconocida periodista española estará a cargo de entrevistar al presidente en varias oportunidades para indagar sobre una posición política e ideológica que permanecerá hasta el final en silencio, como un enigma. La cordillera intentará descorrer el velo que esconde la intimidad opaca de una práctica política dominante en la esfera más alta de poder. Una práctica excenta de convicciones –las convicciones en el cine de Mitre están en otro lado, en otras personas-, definida a partir de su propensión a la negociación permanente y que tiene a la violencia como su principal y secreta fuerza fundante.