Hace mucho tiempo atrás, cuando era una adolescente radical enamorada del punk, preparé un oral de inglés sobre la nefasta influencia de los cuentos de hadas en la educación sentimental de las niñas. La profesora, una inglesa muy alta y de pelo muy corto, me llamó al escritorio al final de la clase para decirme: darling, your oral test was alright but i need you to know that even in grown up life sometimes we need cinderellas and fairys. Recordé esa frase muchas veces; creo que me ayudó a dejar de censurarme por disfrutar de ciertos relatos vinculados al idealismo y la fantasía. Ahora, a partir de mi vida adulta de cinéfila, agrego a las hadas y a las princesas la certeza de que a veces necesitamos, simplemente, ese complejo artefacto cinematográfico llamado cine espectáculo. La la land es cine espectáculo antes que nada. Es evasión perfecta en CinemaScope: colores increíbles, movimientos de cámara plásticos y orgánicos, gente bella que canta, baila y hasta vuela; una ciudad mítica contada con amor y nostalgia. La fineza estética que maneja la película es maravillosa (el arte y el vestuario son de verdad una alegría) y necesita del esplendor del cine para desplegarse en su justa magnitud; nada de verla en dvd o descargarla de internet. Toda la idea (sobre todo en los primeros cuarenta minutos) es meterse en una experiencia sensorial que a pesar de enmarcarse en un orden narrativo cerrado y en una actualización técnica muy notoria, conserva parte del disfrute inicial de los musicales de Hollywood, de aquel Busby Berkeley que enseñaba a amar el cine como mera forma en movimiento, como artesanía y truco de magia. El plano secuencia es, en ese sentido, una decisión importantísima para honrar al género. Las personas bailan de verdad, no por cortes de montaje; los cuerpos se ven completos, interactuando con la cámara en tiempo real, y Chazelle nos deja sentir el movimiento de los músculos, el aire, la composición espacial completa. La primera secuencia nomás, que muestra un embotellamiento al llegar a Hollywood donde las personas salen de sus autos y se ponen a bailar, se aleja de lo publicitario (y tal vez se acerca a cierta forma sofisticada del videoclip pop de los últimos años) gracias a esa manera contundente de mostrar el aparato coreográfico abandonando sin miedo alguno la fragmentación, y construyendo desde el vamos esa verosimilitud propia de la comedia musical donde la gente canta y baila “de repente”, sin explicación. Nomás al llegar a Hollywood y también a la película, el director nos invita a disfrutar de la música como código, como postura festiva y romántica frente a la vida. La referencia a un mundo ideal, alejado de cualquier realismo, va de la mano con la vuelta a la idea de Hollywood como tierra prometida donde las fantasías se hacen realidad y donde, si uno no ceja en el intento y aguanta todas las frustraciones, logrará cumplir con sus sueños de fama y fortuna. Del mismo modo, los personajes se encuentran no una, sino (¡oh, el número mágico del relato clásico!) tres veces antes de enamorarse finalmente; siempre por casualidad. Mia quiere ser actriz y Sebastian abrir un club de jazz; ambos encarnan ese ideal emprendedor de self-made man or woman que necesitan una mera oportunidad para demostrar ese talento que, al ser descubierto, les permitirá dar el salto. Hay una pequeña guiñada en el hecho de que sea ella la que se lo levanta y no al revés, aunque después se diluye un poco (él es quien la invita a salir, quien la espera, quien primero se convence de la seriedad de la relación). Pero del tratamiento del amor como relato voy a hablar más adelante. Primero quisiera llamarles la atención sobre una particularidad estructural que vuelve a colocar a la película como homenaje genuino del musical de los cincuenta: la acción dramática también sucede cuando los personajes cantan o bailan. Por supuesto que una secuencia musical dentro de una película es un “número” y funciona como adorno (incluso en una secuencia de montaje), pero aquí además, mientras ellos cantan y bailan, “pasan” cosas. Los protagonistas se enamoran, el chico reflexiona, la piba audiciona: el tiempo pasa. La lógica no es que el mundo se suspende, todos bailan y cantan y después se retoma la narrativa desde donde se había dejado: la acción avanza durante las canciones. Esa decisión solo puede sostenerse con actores que puedan llevarla a cabo con maestría, y la verdad es que tanto Ryan Gosling como Emma Stone salen bien parados. Claro, frente a las declaraciones de Chazelle sobre las intenciones “nada comerciales” de la película, el primer argumento a esgrimir es el siguiente: habiendo tantos actores y actrices de comedia musical que son bailarines y cantantes, ¿cómo se explica la elección de dos estrellas que no son ninguna de las dos cosas? Además la trama tiene la particularidad de no construir ni un solo personaje secundario (eso la verdad que es una lástima), y los verdaderos bailarines siempre son parte del decorado. Pero si bien esa pregunta es pertinente y las dificultades de los actores son notorias (hay que suspender por completo el deseo de asistir al ideal concretizado de elegancia y swing que significan en pantalla figuras como Fred Astaire, Gene Kelly, Cyd Charisse o Debbie Reynolds), el director prefiere dejarlas en evidencia que esconderlas, lo que constituye un verdadero acierto. En la secuencia del atardecer sobre las colinas, con toda la vista de la ciudad debajo, es imposible no pensar en Astaire y Charisse en esa obra maestra del cine que es The Band Wagon de Minelli y claro, acá están nada más que Gosling y Stone tratando de hacer lo suyo; sin embargo, la coreografía es tan inteligente y delicada y están tan bien filmados que funciona (siempre de cuerpo entero, siempre en plano secuencia, siempre bailando de verdad). La letra de la canción maneja ese doble sentido de ironía y paradoja que contiene la propia secuencia: “Some other girl and guy would love this swirling sky but there´s only you and I and we´ve got no shot”. Y bailan tap, y se ríen, y son bellos y encantadores, y se enamoran en la hora mágica del atardecer que es en realidad un telón pintado al fondo de un estudio; incluso sin ser brillante en el ejercicio de suspender el propio cinismo, es posible disfrutar cada segundo. Emma Stone es una comediante increíble. Es natural, simpática, fresquísima; maneja con soltura matices de ambigüedad sentimental difíciles de encontrar en otras pibas de su generación. Aporta un grado de modernidad muy grande a un personaje que al fin y al cabo no es más que un enorme cliché; sin ella las líneas de diálogo sonarían deslucidas y el guion sería casi imposible de sostener. Sus dificultades para cantar me dieron alegría: obligaron al director musical a optar por un tinte más indie y austero para los arreglos de su voz, y uno no encuentra ninguna estridencia insoportable a lo American Idol o esos programas donde se asume que “cantar bien en América” es gritar como un condenado. Ryan Gosling había demostrado sus dotes de comediante en la reciente The Nice Guys” de Shane Black, y creo que con esta película se vuelve evidente que el tono liviano le cuadra mucho mejor que el dramático. Tiene porte; está más grande, menos nenito y más hombre, y aguanta la galantería aportando cierta chispa de galán clásico que no está nada mal (mención especial para el mechoncito de pelo a lo Clark Gable que le cae sobre la cara cuando toca el piano apasionadamente). Hay una interacción muy lograda entre los personajes, el vestuario, el arte y la construcción de los espacios de la ciudad. Muchas secuencias terminan con grandes planos generales mostrando las fachadas, las calles, los carteles de neón, el swing general de una atmósfera idealizada. El objetivo se logra con creces: dan ganas de caminar por ahí, de revisitar esos sitios mágicos y creer que efectivamente cualquier sueño de nostalgia y romance puede ser posible. Sin embargo, la película parece plantear que hay dos tipos de Hollywood en funcionamiento. Uno es el que Mia y Sebastian declaran amar: el de los valores estéticos puros, el romántico, el que en la voz de los propios personajes, la gente quiere dejar morir y ellos están dispuestos (¿como la película?) a rescatar. El otro es aquel para el que Mia audiciona: la obligan a hacer de policía, bombera o médica, y no mucho más; nadie se toma en serio el aspecto “artístico” de su trabajo. El gran conflicto de la película parece ser la necesidad de tomar postura entre un universo de fantasía, romántico, perfecto y bello, y la realidad (nunca demasiado cruda, pero bueno) donde los personajes tienen que trabajar en cosas que no les gustan para vivir, donde la gente no se muestra interesada por el verdadero arte, donde cosas tan importantes como el jazz (o el género musical) están siendo abandonadas por el público joven. Parece paradójico que en una película comercial que está disparando la carrera de su director, lo que salva al personaje de Mia de ser una absoluta fracasada sea un proyecto de cine arte francés (¡¡sin guion!!), y que lo que vuelve famoso al personaje de Sebastian sea una banda de jazz-soul que está buenísima (aunque la película quiere hacer aparecer esa música como ridícula, no lo logra ni por un segundo). El problema narrativo es que ese supuesto realismo que construye el conflicto nunca obtiene la contundencia necesaria como para que uno se lo crea. La fantasía sí, es una gozadera y entramos como por un tubo, pero los obstáculos de la realidad son forzados y livianos, y terminan resultando de una ingenuidad flagrante. El mensaje parece ser que si uno se afana lo suficiente, madura y renuncia a unas cuantas “radicalidades” que lo vuelven un “pain in the ass”, es obvio que finalmente logrará lo que quiere… salvo en el amor. La sensación es que en ese debate realidad-fantasía, la “realidad” necesitaba ganar una partida: estamos en el 2017 y el gran público no es capaz de soportar un final del todo feliz. Ni el amor ni la realización personal se ponen sobre la mesa como costados problemáticos en sí mismos: se contraponen uno con otro y los personajes tienen que tomar la decisión de renunciar a realizar su amor si eligen seguir, cada uno, sus sueños. Ese intríngulis final se resuelve en un largo epílogo que sucede cinco años después del presente inicial de la película, y que contiene una larga secuencia onírica (hermosamente lograda en términos visuales) que nos deja ver en pantalla la presunta felicidad de que los personajes terminaran juntos. En ese sentido el director parece no confiar en la relación sentimental que ya ha construido (es como si en el final de Casablanca, cuando Bogart se está despidiendo, viéramos una secuencia donde los dos se casan y envejecen con hijitos). La necesidad de intensificar la emoción es un gesto narrativo un poco burdo, pero sirve para dejar en claro que la realidad ganó la partida y convencer a los escépticos de que aún el más fantasioso de los productos hollywoodenses es capaz de dialogar con su tiempo. Tal vez la película se parezca a una adolescente punk que coquetea con las princesas pero no logra renunciar del todo a una mirada escéptica sobre la vida. Lo que sé es que fue un enorme placer asistir a esta preciosa pieza de cine espectáculo, y que el diálogo respetuoso entre un director contemporáneo y un género que ojalá reaparezca en todo su esplendor (y con menos miedo aún a la fantasía) logra una verdadera suspensión de la vida. Y bueno, por qué no decirlo: en un tiempo donde cada vez hay menos películas serias de amor, aplaudo cualquier intento de que los románticos, los soñadores y los cursis volvamos al cine.
Por una vez la gran ganadora de los Golden Globes también podría serlo de los Oscars Hace pocos días tuvo lugar la ceremonia de entrega de los Golden Globes, que para algunos críticos son el anticipo de los Oscars. La gran vencedora resultó ser “La La Land”, que conquistó los premios en todos los rubros en que estaba nominada. Se trata de un resultado poco habitual tanto por la abultada cantidad de nominaciones recibidas (siete) como por haber ganado en todas ellas. El sorprendente acontecimiento no pasó totalmente desapercibido aunque fue parcialmente eclipsado por otro más trascendente como fue el discurso expresado por la homenajeada y gran actriz Meryl Streep. Su valiente crítica a la figura del próximo presidente de los Estados Unidos, que hasta provocó la reacción de Trump por las redes sociales, quedará grabada en la memoria de millones de usuarios y televidentes. El otro hito de los últimos “Globos de Oro” fue la algo sorpresiva victoria de Isabelle Huppert, cuando todo parecía indicar que el premio a la mejor actriz dramática iría a Natalie Portman o quizás Amy Adams. Pero qué estupenda oportunidad para que coincidieran en un mismo recinto las más grandes actrices de los Estados Unidos y Europa (ya que Huppert trasciende a su país y ha filmado en Alemania, Italia y otros más de su continente). Pasando a la gran ganadora cabe resaltar la juventud de Damien Chazelle, quien de ganar el Oscar quizás sea el más joven en la historia, según parece (dato a verificar teniendo en cuenta que el próximo 19 de enero cumplirá 32 años). Recorriendo su corta carrera como director nos enteramos de que “Guy and Madeline on a Park Bench”, su primer largometraje, estuvo en la sección Panorama del Festival de Mar del Plata de 2009. La segunda “Whiplash: Música y obsesión” ya fue un hit y ganó tres premios Oscar, incluido al mejor actor de reparto: J.K.Simmons, que en la tercera y actual tiene dos pequeñas apariciones. Si hay algo que caracteriza a toda la filmografía de Chazelle es su recurrencia a temas de alguna u otra manera vinculados con la música, una de sus pasiones. Y en esta oportunidad sería adecuado catalogar a su película como “comedia musical”, un género que tuvo sus años de gloria en las décadas del ’40 y ’50 con nombres tan célebres como Fred Astaire y Gene Kelly, para citar a dos de los más famosos. Ironía del destino es que muriera hace pocos días Debbie Reynolds (y su hija Carrie Fisher) a la que todos recuerdan por acompañar a Kelly y Donald O’Connor en “Cantando bajo la lluvia”, evocada con nostalgia en la ceremonia del domingo 8 pasado. En el comienzo de “La La Land” vemos una autopista atascada en dirección de Los Angeles, donde desde sus respectivos autos se cruzan por primera vez y en forma poco amistosa Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling). El improbable reencuentro de ambos, que sin embargo tiene lugar pocos minutos después, está indicando que estamos en presencia de algo que se aleja un poco de la realidad, especie de cuento de hadas o fantástico o quizás bien cabría calificarlo de comedia romántica. El gran riesgo al que se enfrentaba Chazelle era caer en algo melodramático, tan habitual en Hollywood. Uno de sus méritos es haber evitado dicha trampa, pero mucho le debe a su dupla central de actores. Esa primera escena además es de una gran belleza coreográfica que recuerda a musicales como “West Side Story” y hasta figura el Cinemascope en los créditos. Hace pocos días este cronista había comentado que Amy Adams era fuerte candidata a ganar el premio (Oscar) a mejor actriz protagonista, por sus interpretaciones en “Animales nocturnos” y sobre todo “La llegada”. Después de verla a Emma Stone y repasar su filmografía reciente: “El sorprendente hombre araña” (y su secuela), “Magia a la luz de la luna” y “Hombre irracional” (duplete de Woody Allen) y “Birdman”, la opinión ha cambiado. Mia es una aspirante a actriz mientras que Sebastian sueña con tener su club de jazz propio. Ellos se alientan mutuamente y al principio se extraña la ausencia de conflicto, pero en algún momento el mismo aparece con tal naturalidad y convicción que consigue inquietar al espectador. Y tiene que ver con cierta incompatibilidad entre las ambiciones (artísticas) individuales y el amor. Hay momentos muy bellos y una resolución que está en consonancia con el comienzo antes descripto. Como en todas las películas de Chazelle la música tiene un rol preponderante y no sería extraño que, al igual que en los Golden Globes, tanto la música original (Justin Hurwitz) como la canción (“City of Stars”) sean nominadas y ganen en sus respectivas categorías. Es probable que a la hora de las nominaciones al Oscar, “La La Land” sea una de las más favorecidas. Podría darse el caso que al momento de la premiación, el ex Hombre Araña (Andrew Garfield por “Hasta el último hombre”) y su compañera Gwen Stacy (Stone) ganen en sus respectivas categorías como mejor actor y actriz, lo que generaría más de un comentario mediático de la crítica. Pero no todo es tan previsible y para muestra basta el ejemplo del mejor film extranjero. Ya se conocen las nueve prenominadas al Oscar y entre ellas no figura “Elle” de Paul Verhoeven, que ganó el Golden Globe. Ello no descarta que Isabelle Huppert tenga nominación al Oscar, pero que lo gane parece hoy muy poco probable. Emma Stone seguramente se lo llevará muy merecidamente por su excelente interpretación en “La La Land”.
Golpe al corazón Damien Chazelle, quien en 2014 debutó como escritor y director de Whiplash, Música y Obsesión (Whiplash), se está haciendo rápidamente un currículo de películas formalmente perfectas pero armadas entorno a credos problemáticos. La tesis de Whiplash, Música y Obsesión es que el abuso físico y psicológico son estrategias didácticas no sólo válidas sino hasta imprescindibles para despertar el genio del alumno. La de La La Land (2016) es que el amor y el éxito son incompatibles. Algo de esto ya se entrevé en Whiplash, Música y Obsesión, cuando el joven Andrew Neiman (Miles Teller) debe deshacerse de una relación perfectamente sana y prometedora para abocarse del todo al abuso sistemático de su profesor de batería. La La Land hace de aquella subtrama su propia película, planteada como una comedia musical inspirada en las del Hollywood de antaño. Es una oda nostálgica a un género y un tiempo ya muertos – como ¡Salve César! (Hail, Caesar, 2016) de los hermanos Joel y Ethan Coen – y el hecho de estar ambientada en la modernidad le tiene sin cuidado a la hora de sugerir que el glamour del viejo Hollywood aún existe a la vuelta de la esquina. Los protagonistas son Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone), dos aspirantes a la fama – él como músico y ella como actriz – que se encuentran ya demasiado frustrados e impacientes por la mala suerte pero que a través del amor potencian sus sueños, forzándose mutuamente a seguir persiguiéndolos. Esto los lleva por senderos complicados, en los que el éxito y la pasión son difíciles de conciliar. ¿Vale la pena apasionarse por el éxito? ¿Vale la pena ser exitoso por algo que no te apasiona? Todo esto se muestra con una estética que replica la “falsedad” del set anticuado – Los Ángeles es una serie de escenarios encandilados, revistos de colores primarios de alto contraste y relleno de extras listos para unirse a complejísimos números musicales. Los peores musicales sacan número tras número porque sí. Éste es el buen tipo de musical, en el que cada número es único de alguna forma y refleja algo urgente y relevante a la trama. Y cuando termina es una lástima. El film comienza con el mejor de todos, una coreografía secuencial en un embotellamiento en el medio de una autopista, con una música alegre y enérgica que sienta el tono y leitmotiv del resto de la película. Hay un número en el que la pareja literalmente baila en las nubes, a lo Moulin Rouge (2001). Y otro de tap en el que canalizan a Fred Astaire y Ginger Rogers. La comparación no es gratuita; ésta es la tercera película que reúne a Ryan Gosling y Emma Stone y la química cómica y romántica del dúo es memorable. La La Land es una película hermosa que esquiva la cursilería y el golpe bajo con momentos espontáneos de realismo – la gran pelea que le espera a la pareja, a tres cuartos de final, es una expresión de conflicto genuina más que un recurso de guión – y por lo demás es sumamente efectiva como comedia, romance y musical. En el fondo de todo está la divisiva cuestión de la ideología de la película, en la que ahora no uno sino dos seres se flagelan en el nombre de la excelencia personal. Lejos de arruinarla con un planteo tan polémico – sea cual sea la opinión de cada uno sobre la cuestión –, termina convirtiendo una comedia en tragicomedia.
El revoltijo por el revoltijo en sí El poderío formal y la riqueza de ideas que Damien Chazelle desplegó en Whiplash (2014) se diluyen en La La Land (2016) hasta niveles insospechados, una película muy poco inspirada que pretende hacer de la técnica del “cortar y pegar” su mayor fortaleza pero sin molestarse en definir un criterio unificador que apuntale y justifique sus anhelos… Sinceramente La La Land (2016) rankea como uno de los films más decepcionantes de los últimos meses, un cocoliche conservador y redundante que se ubica a mitad de camino entre el musical hollywoodense clásico, ese en el que los puntos centrales de la historia estaban homologados a los segmentos cantados, y el musical posmoderno, el cual reducía esas mismas escenas a meros detalles ilustrativos frente a la amalgama de la realidad y sus incertidumbres. Ahora bien, el nuevo opus del cineasta Damien Chazelle no sólo no logra que ambas vertientes funcionen en armonía (el clasicismo de derecha de aquellas propuestas muy erráticas de la primera mitad del siglo pasado y la renovación volcada a la izquierda que impuso el enorme Bob Fosse), sino que asimismo la obra recurre a todos los estereotipos de cada caso en una ensalada sin pies ni cabeza que pretende hermanar las canciones bobaliconas de siempre de cartón pintado con el jazz más polivalente -en sintonía con los proto musicales de fines de la década del 20 y principios de la del 30- que tanto habíamos disfrutado en Whiplash (2014), el más que interesante trabajo previo del director. Todo comienza con una típica secuencia seudo irónica -en consonancia con los “grandes problemas” que atraviesan los burgueses contemporáneos con sus autitos- centrada en un embotellamiento en una autopista, lo que por supuesto deriva en una canción y una coreografía dignas de un reality show de canto, similar a esos que pululaban en la televisión norteamericana y la local hasta no hace mucho tiempo. Luego el asunto muta en un cuento romántico con la ciudad de Los Ángeles de fondo y las esperables/ infaltables alusiones a esa supuesta inocencia del pasado de la industria, los sueños de independencia de los artistas, las ansias de éxito y el hecho de que la senda hacia la cumbre está pavimentada de dolor y anhelos frustrados… o algo así, porque aquí la entonación es muy light y de alguna forma todos obtienen lo que quieren. El señor es Sebastian (Ryan Gosling) y la señorita es Mia (Emma Stone), una pareja con química pero condenada a flotar sin rumbo en un relato almidonado y demasiado cursi que mezcla una especie de convalidación del mainstream con una crítica muy leve, en todo momento cercana a una ingenuidad algo forzada y baladí. A lo largo de la realización se sienten en los huesos los 128 minutos de metraje y no ayuda demasiado que al pop del inicio lo releve un surtido de composiciones orquestales, canciones vía piano y otras tantas a cappella, un combo que desea ser funcional a las buenas intenciones de la trama. Mientras que el personaje de Gosling es un obseso del jazz que trabaja de pianista en eventos varios por monedas y cuyo sueño pasa por abrir su propio bar/ reducto melómano, ella es la encargada de tomar los pedidos en la cafetería de un estudio y va a castings de manera compulsiva, al tiempo que procura convertirse en dramaturga y estrenar su unipersonal en un teatro. El guión del propio Chazelle pretende mostrarlos como “opuestos que se atraen” aunque la tendencia a alargar los momentos y a apelar a los clichés de la fama y los facilismos románticos atentan contra el fluir narrativo. Así como el pop no pega con el jazz, el musical tradicional no calza con el posmoderno y las sonseras del corazón se pierden en el egoísmo de Los Ángeles, del mismo modo el revoltijo de las alegrías y tristezas cotidianas necesita de un contexto mucho más kitsch y valiente para unificarse con éxito con las disrupciones oníricas recurrentes de la propuesta. Por suerte podemos afirmar que a pesar del desbalance interno y una indecisión formal que roza en la cobardía (aquí se pretende dejar a “todos” contentos: a los adeptos a las obras ñoñas y predecibles que hacen un culto al pasado acrítico del Hollywood pre década del 60 y a los que gustan del cancherismo autoindulgente de los 80 a nuestros días), la película incluye un puñado de escenas correctas apuntaladas en el carisma de Gosling (Stone cae unos cuantos escalones debajo y vale decir que la participación de John Legend -a su vez- los pone en vergüenza a ambos en materia vocal). Entre el homenaje poco inspirado al arte y el retrato simplista de todos esos sacrificios que reclama el hecho de entregarse al lirismo de la cultura antes que a la mundanidad del trabajo, La La Land se mete en terreno que ha sido recorrido hasta el hartazgo y con mejores resultados; pensemos en Todos Dicen Te Quiero (Everyone Says I Love You, 1996) de Woody Allen, una figura omnipresente en los diálogos entre la pareja y en el esquema nostálgico de la faena, como si el mimetismo garantizase siempre el triunfo. Hoy Chazelle no cuenta con la convicción y el pulso que demostró en la muy superior Whiplash y así se ubica en una medianía a pura indiferencia…
Damien Chazelle revitaliza y rinde culto al género musical, regalándonos momentos visuales fascinantes. En La La Land, un atascadero de automóviles en la carretera de Los Ángeles puede ser un buen pretexto para que los conductores expresen sus penas cantando y bailando. Este cuadro musical, filmado en un extenso plano secuencia, con colores brillantes y una coreografía vibrante, funcionará como prólogo de esta hipnótica historia que nos cautivará de inicio a fin. Entre esa interminable fila de vehículos se encontrarán —y cruzarán— los protagonistas. Mia (Emma Stone) es una aspirante a actriz que trabaja en un café que se encuentra dentro de los estudios Universal. Allí tiene la oportunidad de ver a las estrellas de cine y, entre audición y audición, sueña algún día ser como ellas. Sebastián (Ryan Gosling), por otra parte, es un notable pianista, con una vida un tanto desorganizada, que tiene como meta final abrir su propio club de jazz, género musical que según sus propias palabras se encuentra en el ocaso. Como por arte del azar, la vida juntará a la pareja, de modo causal, en tres ocasiones. Primero en la autopista, más tarde en el club donde Sebastián toca en el piano —con desgano— melodías navideñas y, por último, en una fiesta de esas que transcurren en Los Ángeles para generar contactos con productores. Como dice el refrán: la tercera es la vencida y será en este último encuentro donde se comenzará a generar la complicidad y la química entre los protagonistas. La historia de amor comenzará en el planetario del Observatorio Griffith, que se hizo famoso gracias al film Rebelde sin Causa. Uno de los mejores cuadros musicales sucede aquí: la pareja flota en el aire alcanzando a las estrellas, mientras un cielo azul recorta sus siluetas bailando. Cuando pisan tierra, el momento mágico se cierra con un dulce y extenso beso. Mía y Sebastián entablarán una relación ideal, llena de color e intercalada de asombrosos musicales, hasta que la realidad y los compromisos superen al propio amor. La historia rebotará directo al drama y los colores se comenzarán a apagar, así como los cuadros musicales a menguar. Es inevitable que cada dos o tres frases surja en este texto la palabra amor, porque La La Land está rodeada por este sentimiento. La pasión que transmite Chazelle trasciende la pantalla, ama a la música, a sus personajes… ama al cine. Era necesario que alguien revitalice a un género tan noble como el musical. Es cierto que para la presentación de los personajes, que se efectúa desde el punto de vista de cada uno, utiliza el mismo recurso que la magnífica película Begin Again, de John Carney. Sin embargo, cuando la historia toma un giro dramático y los musicales decaen, La La Land pierde un poco el ritmo y la emoción. Pero no se puede negar la habilidad del director para integrar el fragmento musical con el desarrollo narrativo. Así como la impecable interpretación de la dupla protagonista y las logradas —y elaboradas— coreografías y melodías que rememoran a los momentos más lúcidos de la historia del musical hollywoodense de los años 40 y 50. Y el final termina de reivindicar toda la confianza puesta en Chazelle. Ese final que condensa toda la película en un consagratorio cuadro musical, donde sucede todo lo que podría haber sido y no fue, en el que los sueños se cumplen pero a un precio muy alto, en donde las ambiciones y las elecciones personales pueden más que el verdadero amor. Será justo en ese instante que no se olvida, tan vacío devuelto por las sombras —diría Alejandra Pizarnik— donde los protagonistas con solo una mirada, tan triste como nostálgica, se preguntarán si el camino recorrido valió la pena.
La fábrica de sueños El musical hollywoodense no es solo un género imprevisible, es prácticamente un salto al vacío en términos artísticos que puede generar el rechazo que tuvieron reconocidos directores como Francis Ford Coppola con Golpe al Corazón (One from the Heart, 1982) y Peter Bogdanovich con At Long Last Love (1975), o la consagración inmortal de films como Víctor Victoria (1982), de Blake Edwards, y Bailarina en la Oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), a cargo de Lars von Trier. El tercer film del joven director Damien Chazelle, La La Land (2016) incurre en esto salto de fe al plantear una comedia musical romántica y obsesiva sobre las ilusiones de éxito profesional en el ambiente del cine y la música en Los Angeles, la meca del cine norteamericano. Sin ser completamente un musical, el film comienza con una pieza coral deudora de los musicales de Hollywood clásico como un homenaje y una introducción a modo de resumen sobre los caóticos intereses de Chazelle que se darán cita durante el metraje. Tras una serie de encuentros fortuitos desafortunados en la autopista en medio de un embotellamiento y en un restaurant, Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) comienzan una relación amorosa al tropezar nuevamente en una fiesta. Ella es una aspirante a actriz que deambula sin éxito por los castings y él es un pianista dedicado de free jazz que sueña con abrir su propio local de jazz para melómanos en Los Angeles en una cueva fundacional del género que ahora funciona como bar de samba y tapas. A diferencia de la extraordinaria Whiplash (2014), su opus anterior, en La La Land Chazelle no solo incursiona en el jazz. El film contiene una combinación de géneros con el jazz como espectro musical que lidera este concierto tan armónico como enmarañado. Sin proponer ninguna trama secundaria, la película se centra en la relación entre la pareja protagonista con un tono romántico que oscila entre la comedia y el drama. Mientras que el amor cambia la aproximación de Mia hacía el jazz y le da la confianza y el empujón para escribir, montar y poner en escena un monólogo de su autoría, para Sebastian la relación significa abandonar el fundamentalismo que lo llevaba de fracaso en fracaso para comenzar a tocar en una banda que fusiona jazz con pop de la mano de su amigo Keith, interpretado por el músico norteamericano John Legend. La banda comienza a tener éxito y entre la grabación y las giras de él y los ensayos de ella, la relación de la pareja se resiente y una distancia comienza a crecer entre ambos. Sin ahondar profundamente en ningún tópico pero con agudeza, la película plantea discusiones teóricas, sensibles y musicológicas sobre la supervivencia del jazz, la fusión de géneros musicales y los cambios en la percepción, el consumo y escucha musical. También es interesante y divertida la ridiculización muy del entorno y el mercado que rodea a la música y el cine por su frivolidad y su esnobismo absurdo. La química de Gosling y Stone, quienes ya habían trabajado juntos en Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid Love, 2011) y en Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013), se funde con las excelentes actuaciones y las cálidas voces de ambos interpretes, generando una atmósfera romántica que busca encontrar una impronta paradigmática del amor en la actualidad que haga colisionar los sueños con la realidad, no para destruirlos, sino para reconfigurarlos y transformarlos en la fantasía que alimenta la historia del cine. En esta extraordinaria producción también se destaca la labor de Linus Sandgreen –Escándalo Americano (American Hustle, 2013)- en la dirección de fotografía, Tom Cross (Joy, 2015) en la edición, Austin Gorg –Ella (Her, 2013)- en la dirección artística, y la exquisita banda sonora de Justin Hurwitz (Whiplash) La La Land logra combinar exitosamente el enorme cúmulo de ideas discordantes que Chazelle le impone al film a través del guión, y consigue una apuesta que deambula por la fantasía y los sueños a la vez que plantea una crítica de los mismos, lidia con sus propias obsesiones y caprichos como en una escena de una sesión psicoanalítica de Woody Allen. Chazelle encausa así desde la dirección el caos de sus ideas generando armonía desde la disonancia creando una obra que interpela al espectador tanto desde la belleza estética de su propuesta como desde sus ideas recuperando uno de los mejores legados del Hollywood clásico, su carácter de factoría de sueños.
Un musical dinámico y agridulce. La mayoría de las veces los musicales son narraciones que te transportan a otra época o a una versión exagerada de la realidad. Son escasos aquellos ejemplos –en el teatro y en el cine– que pegan un volantazo y tratan de traer la rimbombancia del género a un territorio más mundano. La La Land: Una historia de amor es uno de los dedos de esa mano. Es otro día de sol: La La Land cuenta la historia de Sebastian y Mia. Sebastian es un músico apasionado del Jazz que desea tener su propio club en un mundo que está interesado en corrientes musicales más modernas. Mia, por su parte, trata de abrirse camino como actriz en un mundo de ejecutivos desconsiderados. Su historia de amor los une y los impulsa a perseguir sus sueños contra viento y marea, pero al imponerse la realidad, tendrán que elegir entre estos y su relación. Se nos vende a La La Land como una historia de amor, pero no es un amor romántico entre dos personas; esa es la excusa que nos dan para atraernos a las butacas. La historia de amor de La La Land es una de amor por el oficio del artista (cineasta, músico, etc.) y, como todas las historias de amor, está definida más por cómo se superan las adversidades que por cómo se disfrutan las alegrías. Es sobre la integridad y la honestidad que uno debe tener si elige desempeñarse en este oficio. Estos son temas con los que Damien Chazelle (Whiplash) nos confronta en cada una de las escenas de la película, tengan números musicales o no. Nos pone de frente ante la humillación, la coacción y las concesiones a las que todo artista debe sobrellevar para sobrevivir en camino a su gran golpe de suerte, el cual una vez obtenido lo confronta con el dilema de constatar si el resultado producido es el que realmente se buscaba en primer lugar. Es no tanto una comedia romántica, sino una buddy movie, porque en esta los personajes que la integran cambian por el simple hecho de estar en la vida del otro, para aprender el uno del otro. No tengo otra cosa más que elogios para Emma Stone y Ryan Gosling. Que tienen una química natural no se discute, pero pocas veces ha quedado tan claro como en esta película; te hacen reír y te hacen sufrir, no pocas veces al mismo tiempo. No obstante, debe decirse que por separado, consiguen con creces conmover con la pasión y la angustia que tienen sus personajes por sus respectivos oficios. Sentimientos que vemos reflejados en la cara de Emma Stone cuando da una audición o cuando Ryan Gosling toca el piano. Aunque de este último debo decir, que cuando su personaje habla de una manera tan apasionada y fanáticamente desvergonzada de lo que sabe de Jazz, me terminó ganando como espectador. Es una de esas instancias donde pude ratificar por enésima vez que detrás de este pibe fachero hay un muy buen actor. La La Land es una realización sobresaliente desde lo técnico. Es una película que no corta a lo pavote; los números musicales están casi todos rodados en plano secuencia y cuando no en muy pocas puestas de cámara. Se valen de una coreografía sin fallas que te deja pensando que el reparto ensayó más allá de lo normal. Créanme cuando les digo que van a acordarse del número que abre la película durante muchos días por venir. Si bien posee una fotografía y cámara de gran dinamismo, es dueña de un preciso y afilado uso del color que salta a la vista en el diseño de producción y el vestuario; con una atención al detalle en dichos apartados que no se suele ver en muchas películas actuales, musicales o no. Es la hermandad perfecta entre los tonos llamativos de un musical y el tono sombrío de lo mundano. Conclusión: La La Land es una historia de sueños arraigada en la realidad, contada de una forma dinámica, fluida y que rebosa de carisma interpretativo. Una proeza estética, tanto en el papel como en la pantalla, que considero altamente recomendable.
La La Land es un clásico musical hollywoodense con dos angelinos de grandes sueños: Mia (Emma Stone), aspirante a actriz y dramaturga, y Seb (Ryan Gosling), un pianista de jazz con una intensa inclinación por el (mejor) pasado. Su posesión más preciada es un taburete usado por Hoagy Carmichael, en el que a nadie puede sentarse. Escucha vinilos y sueña con abrir su propio club, un club donde se toque “puro jazz”. Seb se niega a salir con mujeres que no les gusta el jazz (un lujo que alguien que luce como Gosling puede darse). Es blanco y quiere salvar al jazz, y eso es lo primero que hace ruido en La La Land del director Damien Chazelle (Whiplash, 2014) que de la misma manera que Seb se ha propuesto salvar a los viejos musicales. Posicionar a Seb como el salvador blanco del jazz mientras se relega a los músicos negros al fondo de la escena es -al menos- injusto. Tal vez sea parte de la irrealidad en la que el film transcurre. Irrealidad que es bienvenida y que forma parte del canon de cualquier musical, la pretensión de realidad -así como la incredulidad- se debe dejar fuera de la sala. Un gran musical debe sostenerse en tres patas: las canciones, las interpretaciones y el subtexto de la historia. La La Land no es un gran musical. Las canciones no son memorables, “City of Stars” es pegadiza y nada más. Gosling y Stone son muy buenos actores, que no pueden cantar ni bailar, no pedimos a Gene Kelly ni a Ginger Rogers, pero interpretar en un musical es un conjunto que comprende esas tres artes, actuar, bailar y cantar. Esto se hace palpable cuando en la película canta Keith (John Legend) un cantante de verdad. Y por último la historia no tiene subtexto, es lastimosamente una historia de “amor” frustrada por la ambición de sus protagonistas que dejan la sensación de haberse usado durante un periodo de vacas flacas para perder interés en el otro apenas las cosas le fuesen mejor. Los egos por encima de cualquier conexión emocional. Sin dudas La La Land ganará muchos Oscars, ya que los actores y gente de la industria verán reflejados sus enormes egos en pantalla. El gusto musical se ha utilizado durante mucho tiempo como un punto significante en busca de cierta profundidad emocional de un personaje, un cliché -a esta altura- que ya vimos en Alta Fidelidad (2000) y 500 días con ella (2009). Gosling -cuando actúa- eleva su papel hacia una interpretación con más capas, Seb resulta (tal vez por la impericia del guión) un personaje misterioso que no podemos descifrar completamente. Pero no termina de escaparle al estereotipo de personajes como Tom en 500 Días con ella o Andrew en Garden State (2004) particularmente en la relación con otro estereotipo, la manic pixie dream girl, en este caso Mia, antes Summer (Zooey Deschanel) o Sam (Natalie Portman). Los atardeceres de La La Land son un personaje más en el film, y parecen justificar un propósito temático además de estético; una serie de puestas de sol metafóricas, así como literales. Chazelle cree que los artistas deben seguir su pasión donde quiera que los lleve, simplemente porque si no haces lo que realmente amas nunca serás feliz. La La Land convive con esa visión agridulce donde todo termina: los romances, los sueños, el jazz, el cine como experiencia colectiva (El cine Rialto cierra y la copia de Rebelde sin Causa se quema), e incluso el género que habita. Como los atardeceres, estas cosas no duran, tal vez por que la belleza es endémicamente efímera.
El musical en cine es un género... complicado, quizás incluso para un público muy puntual, casi de nicho. Un espectador promedio piensa en musicales y se remite, de manera algo inevitable, a gente chapoteando bajo la lluvia, a décadas pasadas, a renombradas figuras que ya homenajeamos hace rato en los Oscars. Algunos directores han intentado reflotar el género y adaptarlo a nuestros tiempos con bastante éxito: Lars von Trier y Bjork con Dancer in the Dark, en el 2000; Baz Luhrmann con sus versiones de Romeo + Julieta y Moulin Rouge!; o hasta Ryan Murphy con sus seis temporadas televisivas de Glee. La clave del éxito quizás sea tomar un referente, convertirlo en algo más pop, y llevarlo a cabo con una joven pareja. Pero, ¿cómo hacer que un musical en torno al jazz resulte atractivo para los millennials del público actual? Ese es el problema al cual se enfrenta el autor y director Damien Chazelle. Y es justamente el mismo problema al que se enfrenta Sebastian, el protagonista masculino de La La Land interpretado por Ryan Gosling. Un talentoso pianista amante del free jazz, Seb reconoce que se trata de un género musical que, lamentablemente, para gran parte de su audiencia, caducó o está en vías de hacerlo. Angustiado e impotente, contempla cómo los viejos bares históricos son reemplazados por locales de "samba y tapas", mientras a él no le queda más remedio que tocar villancicos en un restó para ganarse el pan. Seb es un purista de la música, al cual hasta le cuesta salir con mujeres que no disruten del jazz tanto como él; ergo, no sale con ninguna. Sin embargo, una serie de encuentros casuales y poco afortunados cruzará su camino con el de Mia, interpretada por la carismática Emma Stone, una joven aspirante a actriz que llegó a Los Angeles hace seis años para probar suerte en el mundo del espectáculo, "esperando a ser encontrada" mientras la rechazan en cuanto casting se presenta. Cuando ambos vuelven a cruzarse en una fiesta, comienza el flirteo. En especial a partir del momento en que Seb la acompaña a buscar su automóvil estacionado sobre la colina en Griffith Park, frente a una hermosa vista panorámica de la ciudad semi-iluminada: cuando reconocen la belleza del paisaje pero se lamentan no estar con otra persona, es evidente que se gustan, jiji. Y, sinceramente, ¿cómo no hacerlo? Si había alguna mujer con sangre en las venas que todavía no estuviera rendida ante la mirada de cachorrito mojado de Gosling... bueno, hasta acá llegó; en cuanto lo vean tocando el piano con una sola mano, con su mechón sobre la frente y poniendo esa sutil cara de tonto que tan bien le sale (si vieron The Nice Guys saben de cuál hablo), van a olvidarse de Diario de una Pasión y van a tomar este film como su nuevo referente gosliniano. Respecto a Stone... la actriz irradia una frescura y un encanto tan espontáneos y genuinos que supera cualquier otra interpretación femenina vista en el último año; es imposible no salir de la sala perdidamente enamorado de ella (creo que pocas veces se la vio tan radiante como cuando viste ese vestido amarillo o cuando baila sola en el bar). Además, siendo ésta la tercera vez que ambos comparten pantalla (luego de Crazy, Stupid, Love y Ganster Squad), la química entre ellos es instantánea e innegable. Sus interpretaciones son naturales y creíbles, sin tintes cursis ni sentimientos forzados porque el guión así lo requiere; de igual manera, la evolución del noviazgo se siente verosímil y real (más de uno se sentirá identificado en algún punto). Técnicamente, la pareja es excelente en sus líricas y sus pasos de baile... y aún así, no se sienten "demasiado perfectos"; por supuesto que habrán estado ensayando y practicando durante meses, pero reconozcámoslo: ni él es Fred Astaire ni ella es Ginger Rogers (aunque Stone sale mejor parada). Esto, que puede parecer algo negativo, termina siendo un plus porque afirma la verosimilitud del relato: no son personas que, repentinamente, bailan "como los dioses" sin ser bailarines. Sobre el elenco secundario realmente no se puede decir mucho, porque casi ni figuran: tenemos a J.K. Simmons como el dueño del bar donde trabaja Seb; Rosemarie DeWitt como su hermana mayor, y el músico John Legend como Keith, un ex-colega de Seb. Pero ninguno de ellos tiene ni la suficiente incidencia en la trama ni los minutos en pantalla como para destacarse demasiado; hacen su trabajo y punto. Claramente Stone y Gosling son los protagonistas indiscutidos de esta historia, apareciendo alguno de los dos (o ambos) en casi todo minuto de la cinta; de hecho, suelen aparecer perfectamente centrados en cuadro. . Volviendo a la historia, conforme avanza la película, Seb va dejando de lado el sueño de abrir su propio bar en pos de una estabilidad financiera que ayude al crecimiento de la pareja. Por su parte, Mia se anima a renunciar a su empleo y comenzar a escribir una obra de teatro unipersonal, con toda la ansiedad y miedo que lógicamente eso conlleva. Y ése es el tema principal que plantea Chazelle en La La Land: ¿hasta dónde estamos dispuestos a perseguir nuestros sueños? ¿Qué estamos preparados para sacrificar a cambio de conseguirlos? ¿Qué tanto nos ayuda la pasión que sentimos por lo que hacemos a conseguir el éxito personal y profesional? ¿Cuántas veces nos pasó que, como le ocurre a Mia, nos cuestionamos diciendo "Quizás no soy tan bueno en esto como pensaba"? El joven director/guionista consigue una empatía absoluta con todos aquellos que alguna vez sintieron ese temor, con todos esos diseñadores que ven sus entregas vapuleadas por docentes universitarios, con todos esos estudiantes de Abogacía o Medicina que observan cómo su carrera se extiende más de lo deseado, con todo aquel que alguna vez pensó "Che... esto no funciona, quizás realmente no es lo mío". Porque, en definitiva, el film no es acerca del amor entre Mia y Seb, es acerca de la pasión que siente cada uno por sus respectivos sueños. Afortunadamente, Chazelle evita recurrir a un dramón lacrimógeno y nos regala un musical impresionante que homenaje a lo mejor del cine clásico, retomando aquella noción casi romántica de Hollywood como "fábrica de sueños". La La Land es prácticamente una cartita de amor al "star system" de la ciudad californiana, un lugar donde "todo se venera pero nada se valora": por ejemplo, el bar donde trabaja Mia, dentro de los estudios de Warner Bros., está ubicado exactamente frente a la ventana por la que se asomaban Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca. Pasando al lado técnico, la cámara siempre está colocada en el lugar ideal. Cada encuadre está meticulosamente planeado mediante una puesta en escena que pone a llorar a varias superproducciones con el triple de presupuesto: elementos en segundo o tercer plano nos remiten a la era dorada de los estudios cinematográficos, con afiches de films clásicos o murales con Marilyn Monroe y James Dean, mientras que varios planos secuencia (cuando la cámara se mueve de un lado a otro sin efectuar ningún corte) perfectamente coordinados dan vida a los números musicales, uno más hermoso que el otro (el epílogo es una cosa de locos). A esto hay que sumarle el descomunal trabajo del director de fotografía, Linus Sandgren. La película presenta varias escenas filmadas sobre el final de la tarde, a esa hora cuando casi casi es de noche pero todavía no, lo cual resalta aún más los colores y logra darle a todo un tinte mágico, casi onírico, en una ciudad que también es protagonista (Dato extra: Chazelle hizo cambiar cada una de las bombillas de luz de los faroles, para que iluminen un poco más de lo normal). La dirección de arte es exquisita, con una magnífica paleta repleta de colores primarios y radiantes, especialmente al comienzo (el plano de Mia bailando con sus amigas, cada una con un color de vestido distinto, es bellísimo en su simpleza y efectividad), para luego ir apagándose paulatinamente, volviéndose todo más serio y opaco a medida que los sueños maduran y la relación comienza a mostrar fisuras. Es imposible no hablar de la música. Nuevamente a cargo de Justin Horowitz (el mismo de Whiplash), la banda sonora, totalmente original excepto por dos covers que suenan por ahí, no solo es vital a nivel narrativo (estamos ante un musical) sino que además es un deleite absoluto para cualquier amante del jazz y el swing. Reconozco que siempre me gustó el jazz (mi viejo me hacía escuchar a Sinatra cuando yo era chico) y que en los últimos años profundicé aún más en el género, pero aún así: es el mejor soundtrack original de los últimos años, sin duda alguna. Algo que me sorprendió gratamente es que la película es mucho más divertida de lo que anticipaba. Sí, por supuesto que tiene su cuota emotiva, pero además tiene un grado de humor en las interpretaciones (especialmente la de Gosling) que se mantiene a lo largo de casi todo el relato. A diferencia de lo que suele ocurrir actualmente con muchas comedias, que a veces ya revelan sus mejores chistes en la previa, ninguna de estas escenas o diálogos se vieron en los numerosos avances o spots televisivos, algo que agradecemos los que vemos cada trailer. Los espectadores casuales encontrarán homenajes obvios a films como Singin' in the Rain y Top Hat, mientras que los más cinéfilos sabrán reconocer influencias de los musicales de Jacques Demy en los '60s, como The Umbrellas of Cherbourg y The Young Girls of Rochefort, así como varias pequeñas referencias a otros films (especialmente en el mencionado epílogo). Aún así, Chazelle en ningún momento ahonda en el tributo solemne sino que logra fusionar los guiños al pasado con los pies firmes en el presente y la mirada puesta en el futuro. De esto mismo habla Keith cuando, algo molesto con Seb, le dice que su problema es que intenta salvar al jazz de la manera errónea: "¿Cómo quieres ser un revolucionario si eres tan tradicionalista?". Chazelle nos dice que debemos saludar y respetar lo que ya pasó, pero trazar nuestro rumbo hacia lo que vendrá. En definitiva, La La Land es una de esas pocas películas donde cada aspecto (dirección, fotografía, vestuario, elenco, etc.) se mueve al unísono del conjunto y sin dar paso en falso. Lo que es mejor aún: es de esos films que te hacen abandonar la sala con una sonrisa de oreja a oreja (ni se les ocurra verla pirateada, porque voy personalmente y les rompo las rodillas con un pan duro). Así que traigan a los rebeldes, los pintores, los poetas y las obras de teatro: ésta va para todos ellos. VEREDICTO: 9.5 - PARA LOS SOÑADORES Realmente es asombroso que Damien Chazelle, con tan solo 31 años de edad y en su tercer largometraje, haya realizado semejante film. Dejá de lado cualquier tipo de prejuicio sobre los musicales, las comedias románticas o simplemente "lo cursi" (que tampoco lo es tanto): La La Land es una maravilla de punta a punta, con una calidad absoluta en cada uno de sus rubros técnicos y artísticos. Una muestra perfecta del cine como séptimo arte, destinada a convertirse en un clásico del género.
La originalidad y el efecto sorpresa de su tramo final hace que el espectador se olvide de cualquier falencia inmediatamente y se quede más con el recuerdo de esto último que con todo lo anterior, pues si no fuera por los buenos cuadros musicales, La La Land no...
Y después del frustrado intento (o sabotaje) de Woody Allen con Café Society, Hollywood renace en la frágil elegancia de Emma Stone, en la media sonrisa ganadora de Ryan Gosling. Y La la land es una especie de auto homenaje, cierto, porque está la remake de Rebelde sin causa en el viejo cine Rialto, la ventanita original de Bogey y Bergman en Casablanca, las ubicuas props, los pasitos de baile de Emma y Ryan. Pero en La la land, Hollywood renace como el ave fénix al que sus personajes también aluden, como por azar. Porque la cita y el homenaje están en la misma hechura del film, no se reducen a la cita posmoderna. Obvio, la posmodernidad está muerta; el presente es de acción, simbolizado en una charla de café, cuando Sebastian (Gosling) un pianista de jazz que finalmente encuentra su norte en una banda de rock y soul capitaneada por John Legend (sí, el auténtico, aunque aquí encarna a otro, claro) reprocha a Mia (Stone), una actriz enamorada de la actuación, que ella lo prefiere desorientado, a la deriva, a la par de su (escasa) suerte. Gosling encuentra en Stone a la mejor partenaire desde Michelle Williams en Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010); en aquella tocaba el ukelele, aquí, quizá con mayor destreza, el piano. Con las cuatro estaciones de Los Ángeles y frescos, azarosos encuadres de los estudios, todo eso constituye de por sí un triunfo. Si 7 Globos de Oro parecían demasiado, esperen a lo que deparará la Academia. Hollywood está agradecida, porque La la land es aparte un musical, y la musicalidad se desenvuelve en escenas claves (descontando citas –no necesariamente posmodernas, se insiste– como el Café Parapluie, vecino al trabajo de la francófila Mia, y que remite a Les parapluies de Cherbourg, el famoso musical de Jacques Demy). La primera es la del inicio, cuando un traffic jam en una carretera angelina deriva en que todos los conductores bajen de sus vehículos para bailar y cantar el tema central, y que culmina con el primer torpe encuentro, poco feliz, entre Seb y Mia. La otra es el segundo, no menos feliz, encuentro de los protagonistas. Seb improvisa algo arbitrario al piano en el restaurante que lo contrata; Mia oye la melodía, sube seducida cual roedor de Hamelin y presencia cómo el jefe de Seb lo despide; el pianista, molesto, desoye el elogio de Mia al pasar por su lado –y de paso le propina un accidental codazo–. El director y guionista Damien Chazelle es muy hábil para construir el relato en base a esos desencuentros, tan caros a la tradición hollywoodense pero inoculándolos en el mismo ADN de la historia, de manera que el verosímil de género ya no resulta caricaturesco sino encantador y natural. Un párrafo final para la excelente dirección de Chazelle, que ya había demostrado enorme talento con Whiplash (2014), y aquí alcanza la consagración de su pasión musical aplicada a la pantalla grande, cuyo pináculo es una escena de baile con vista sobre la ciudad de Los Ángeles, de gusto y proyección de clásico, que recuerda a grandes filmes como The Red Shoes, de Powell y Pressburger, o incluso One from the Heart de Coppola. Junto al más prolífico, aunque menos original e incisivo Denis Villeneuve (Prisoners, Sicario, Enemy, Arrival, y ya director asegurado para la secuela de Blade Runner), los francocanadienses, de modo inesperado, están dotando de un nuevo aire a los sets hollywoodenses.
La La Land: los colores estridentes del amor El último filme de Damien Chazelle- escritor y director de Whiplash (2014)- La La Land: Una historia de amor (2016) es un musical que narra la historia de amor entre dos jóvenes artistas en la ciudad de Los Ángeles, “la ciudad de los sueños” tal como la presenta el largometraje. Realiza una fuerte promoción del american dream, respaldada en la cinematografía, funcionando el cine y las películas con este ideario, principalmente con Los Ángeles y Nueva York como ciudades donde este ideal es posible, alcanzable. Esto es además un tópico clave en el cine hollywoodense, lo cual se reitera en La La Land con los extensos guiños al cine clásico mediante películas como Un americano en París (1951), Cantando Bajo la lluvia (1952), y una cita explícita a Rebelde sin causa (1955) que acentúa el recurso del “cine en el cine”, evidenciando el metalenguaje. Incluso un viejo cine de la ciudad funcionará como metáfora de la pareja, por ejemplo, cuando entran en crisis el antiguo cine cierra paralelamente. Rebelde sin causa aparece referenciada dos veces, la primera cuando los protagonistas ven ese filme en el cine, y la segunda cuando concurren a uno de los escenarios claves del mismo: el Observatorio Griffith, llamado así por el coronel J. Griffith quien casualmente se apellida igual que D.W. Griffith, uno de los nombres más notables del cine norteamericano, evidenciando en consecuencia que La La Land es un homenaje constante a Hollywood y sus inicios, tal como lo presentan sus créditos iniciales. La película inicia con un musical sumamente coral en donde los bailarines mantienen conceptos de la danza posmoderna desde su vestuario colorido y cotidiano. Se nos presenta entonces una Los Ángeles aparentemente maravillosa, cuyo concepto se quiebra ni bien comienza la historia de los protagonistas. Para quienes no lo saben los estudios de cine se asentaron ya que su sol y sus extensos días permitían largos rodajes. La La Land a partir de allí está dividido estructuralmente en cinco partes, tituladas en correspondencia con las estaciones climáticas: “Invierno”, “Primavera”, “Verano”, “Otoño” y por último nuevamente “Invierno” (cerrando así cíclicamente el relato). Sebastian (Ryan Gosling), es un joven músico de jazz que no se adapta a las nuevas tendencias musicales. Su personaje reivindica el Jazz y su historia, es un nostálgico. En este sentido la historia y su final tienen algo de la nostalgia que caracteriza al director Woody Allen y sobre todo varias coincidencias con su reciente Café Society (2016). El nombre del personaje puede (a espectadores de cierta generación) remitir automáticamente al también rubio Sebastian interpretado por otro Ryan -Phillippe- en Juegos Sexuales (1999), obviamente las películas no tienen ningún punto de contacto. Gosling se luce en todo momento, desde sus pasos de baile hasta sus expresiones adorables, es un actor que sin dudas viene en ascenso. Mia (Emma Stone) es una joven aspirante a actriz que trabaja en la cafetería de los estudios Warner. Es pertinente destacar que el decorado de su departamento tiene una notable influencia de otra película también perteneciente al género del musical: Les parapluies de Cherbourg (1964). Se considera que el mayor momento de lucimiento de Stone son sus expresivos rostros al hacer las audiciones, en las cuales visualmente el color es protagonista puesto que su vestuario es cromáticamente opuesto al fondo. En este sentido, no sólo por estar filmada con Cinemascope, el film presenta un gran deleite visual que comienza con fondos coloreados; los cuales funcionan estridentemente como los telones pintados del cine clásico, esos colores saturados y con pasajes de valor que iniciaron en Lo que el viento se llevó (1931) y continuaron en la ya citada Cantando Bajo la lluvia. Se considera entonces, que lo que más se destaca de La La Land es la escenografía, diseñada por David Wasco –el director de arte predilecto de Tarantino-, y el vestuario de Mary Zophres, quien ha trabajado reiteradas veces para las creaciones de los hermanos Coen. Por un lado, un decorado de estudios que remite constantemente al “Cine de Oro” y es en varios momentos pictórico, evidenciando así su artificio y reforzando el metalenguaje propuesto explícitamente en el filme. Por otro lado, un vestuario de colores saturados y estridentes para el personaje de Mia y sus acompañantes, y colores terrenales y reminiscencias a los años ‘50 para el de Sebastian. Incluso los detalles de la vestimenta de los personajes son vitales ya que no sólo remiten a la psicología de los personajes y a una decisión estética, sino también que acompañan a nivel argumental. Un ejemplo de ello es una escena en la cual luego de bailar y cambiarse los zapatos a unos propios para bailar el Tap, Sebastian le devuelve a Mia sus sandalias azules, tal como los zapatos de cristal de Cenicienta. Para concluir, aunque la propuesta narrativa y formal del filme posee sensibilidad y elegancia, no alcanza para hacer de esta obra algo netamente original ni sorprendente. En lo que nos respecta a su director, es constantemente sobrevalorado -desde Whiplash– por la industria cinematográfica, favoreciéndolo así con constante publicidad. Recordemos que todos estaban hablando de La La Land desde mucho antes de que se llevara varios premios en los últimos Golden Globes. A nivel musical, las letras de las canciones cantadas por sus protagonistas carecen de profundidad, a excepción de esa hermosa melodía que funciona como leitmotiv romántico que une nuestra pareja protagónica. Además, en cuanto a la sincronía de las canciones –seguramente grabadas previamente en estudio- y las escenas donde los personajes las cantan no sé si es un error de sonido o de interpretación, pero parecen algo desfasadas, o falta el esfuerzo al hacer el playback o falta sonido ambiente que le de continuidad. A pesar de ello, se reconoce que la película está bien lograda aunque le falta ese plus para dejarnos atónitos frente a la pantalla, sobre todo después de tanta expectativa que se había creado en torno a la misma. La La Land nos deja no sólo un hermoso deleite visual y un corazón roto, sino también resalta la importancia de tener a alguien que crea en uno mismo, como así también la idea de que la pasión de uno puede recordarle a otros lo que han olvidado.
Un bellísimo musical, perfecto desde lo técnico con grandes actuaciones. Capaz de emocionar y entretener a cualquier espectador que guste del buen cine. El director Damien Chazelle es un hombre apasionado por el cine y la música. Antes de dedicarse a las artes visuales se formó como baterista de jazz en Princeton, pero su carrera musical no prosperó. Decidió volcarse de lleno a la cinematografía y tuvo un gran debut con Guy and Madeline on a Park Bench (2009), un drama musical teñido por el jazz. Más tarde escribió el guión de Grand Piano (2013), un thriller psicológico sobre un pianista con miedo escénico que es amenazado por un francotirador, si falla una nota ese será su último concierto. En 2014 llegó su consagración con Whiplash (película ganadora de 3 premios Oscar), drama sobre la enfermiza relación entre un joven baterista de jazz obsesionado por quedar en la historia y su abusivo profesor. Su rotundo y repentino éxito lo convirtió en un nombre codiciado en Hollywood, y con su más reciente película parece conjugar todos los elementos y tópicos que lo entusiasman: el jazz, los musicales y la búsqueda del éxito. La La Land sigue la historia de dos personajes: por un lado tenemos a Mia Dolan (Emma Stone) una aspirante a actriz que hace 6 años va pasando de audición en audición sin poder conseguir un papel donde demostrar su evidente talento. Del otro lado está Sebastian Wilder (Ryan Gosling), un fervoroso y apasionado pianista de jazz que no consigue un trabajo estable. Ambos tienen grandes sueños por cumplir: Mía quiere protagonizar un unipersonal de teatro y Sebastian desea abrir un club donde pueda tocar la música que ama (el “jazz verdadero”). Ambos se cruzan en varias ocasiones y florece el romance entre ellos; una relación sincera donde cada uno se preocupa por la felicidad del otro. Juntos van a apoyarse y darse ánimo para poder lograr aquello que los desvela. Porque La La Land también es una historia de amor por la vocación, la pasión por realizar lo que uno sueña y desea con todo el corazón. La película es perfecta en todo aspecto técnico. La La Land hace una hermosa utilización del color que destaca aún más su muy cuidada fotografía. El diseño de producción y vestuario logra infundir al film con el espíritu y la estética de los grandes clásicos musicales de la edad dorada de Hollywood, a la vez que el relato moderno hace que todo se sienta actual y fresco. Todos los números musicales están bien logrados (excelente trabajo de la coreógrafa Mandy Moore), y hay para todos los gustos. Desde el que inicia la película —multitudinario y espectacular— hasta el zapateo de tap entre Mia y Seb con un increíble atardecer de Los Angeles detrás. La La Land no abusa de estos momentos, sacándolos de la galera a cada rato como los malos musicales, sino que utiliza las canciones como un mecanismo más para impulsar la trama. Esto logra una narración prolija y fluida, donde la historia no clava el freno de mano cada vez que alguien se pone a cantar. La pareja protagonista merece un párrafo aparte. Mucho ya se ha dicho sobre la increíble química en pantalla que tienen Emma Stone y Ryan Gosling, pero en esta película es donde verdaderamente se demuestra. Mia y Sebastian conmueven y hacen reír al espectador. El guión dota de alma a los personajes, no son simples construcciones acartonadas por clichés, se sienten como personas comunes en un mundo real. Bailan y cantan muy bien, pero lejos están de ser Ginger Rogers y Fred Astaire, no son dos personas normales que se convierten en dioses de la canción bendecidos con el don del ritmo ni bien la música empieza a sonar. Chazelle creó personajes con los que uno puede empatizar e identificarse. Gosling encarna a un fanático y apasionado conocedor del jazz que sufre al ver como los grandes exponentes del género van desapareciendo poco a poco. Hasta aprendió a tocar el piano (y muy bien) para la película. Emma Stone se pone en la piel de una actriz de gran talento que nunca tuvo su gran momento para brillar, con audiciones que falladas e interrumpidas o papeles que van a parar a intérpretes más jóvenes o bellas. La La Land glorifica a la ciudad de Los Angeles a través de lo estético, pero la defenestra en el discurso, mostrándola como una ciudad de sueños rotos y corazones tristes donde (y en palabras de Sebastian) “se venera todo y no se valora nada“. La La Land es una película que merece ser vista en la pantalla grande, seas o no aficionado al género musical. Un romance clásico y bien contado que no cae en cursilerías de manual o golpes bajos para emocionar. Con la combinación justa de clasicismo y modernidad, canciones pegadizas y coreografías excelentes sumadas a una dupla de protagonistas con mucha química, el film apela al soñador que todos llevamos dentro para conmovernos, a la vez que nos recuerda que para cumplir nuestros deseos a veces hay que hacer concesiones.
Caricia al corazón En 1982, Francis Ford Coppola estrenaba su proyecto personal más ambicioso: Golpe al Corazón (One From the Heart), ese que le costó una nueva hipoteca de sus propiedades y el trastabillar por el abismo de la quiebra, por la que transitaría algunas veces más. Tal obra magnánima presentaba un paño formal, que excedía el virtuosismo del director de fotografía Vittorio Storaro en su trabajo sobre el color en la imagen electrónica porque Coppola buscaba plantar la bandera autoral desnudando el artificio; el mundo ya no era un escenario -como decía Vincente Minnelli- ni tampoco el escenario un mundo, sino que el escenario no era más que un escenario, esa capa con la que el cine siempre trabajó, a modo de velo para sus hilos, ya estaba descubierto. En Golpe al Corazón, Las Vegas (la ciudad más artificial del mundo) era representada en su totalidad en un estudio gigante; es decir que desde un principio se rompe la ilusión, de la misma manera que sucedía con los números musicales: mal bailados y cantados todos en off. Toda esta introducción es para presentar la contracara de esa ambición coppoliana desmesurada: La La Land (2016). La película de Damien Chazelle, inmediatamente después de Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014), es una que no abre el telón para decirnos: “Este es el escenario”, sino que abre el juego del musical en un espacio casi inconmensurable: una autopista de Los Angeles. Allí se desata la parafernalia retórica en un plano secuencia dinámico, que va en un in crescendo de la música y la destreza coreográfica, hasta que la cámara se detiene en los dos personajes de la historia. Desde sus perfiles, el de una aspirante a actriz, Mia (Emma Stone, en una interpretación repleta de carisma) y el de un pianista de jazz quien busca abrir su propio club, Sebastian (Ryan Gosling) hay una idea sobre la necesidad de soñar, ese combustible del que se alimenta la ciudad de Los Angeles. La La Land es un intersección del camino pedregoso del sueño hollywoodense y los rasgos genéricos del musical, en una suerte de disonancia complementaria; la utopía de triunfar en un mar asfixiante de soñadores que persiguen la misma liebre del éxito en Hollywood se topa con la esperanza que el musical ofrece desde ciertas características, sobre la que más se apoya Chazelle; es la irrupción de los números en los momentos dramáticos más profundos para los personajes, es decir lo que es un intento de transformar esas situaciones en burbujas de optimismo para resolverlas. Los bailes con coreografías semi-espontáneas generan una mancomunión del cuerpo con una imagen, en la que juegan las luces y claroscuros repentinos exponiendo la espesura del escenario. La imagen cobra vida propia en cada secuencia musical, siendo autónoma de los personajes, pero no de sus objetivo, o mejor dicho, del súper objetivo de cada uno porque en lo músical de La La Land aparece la ensoñación. La improbabilidad de la concreción de esos objetivos, a modo de subtexto de ese optimismo, está representada en la cinética de los cuerpos desplegados al compás de canciones cursis como si surgieran para apañar un dolor a sabiendas de un final inevitable. La La Land es la refracción de Golpe al Corazón porque el transcurrir hacia la materialización de los sueños no es un camino del héroe, no hay una búsqueda circular del equilibrio sino que la línea es oblicua, multidimensional a pesar de los cliches (aunque deformes en el buen sentido) que representan los personajes, incluso como pareja romántica que abraza el cine clásico (ver la secuencia-homenaje a Rebelde Sin Causa [Rebel Without a Cause, 1955]) y a todo ese carácter metonímico que representa Los Angeles para el cine de Hollywood. Es el mundo del escenario dentro del escenario, pero los hombres y las mujeres no alcanzan la cima al tocar los sueños, allí comienza una nueva historia. Chazelle con la deformación de rasgos comunes (y el homenaje a grandes clásicos) del musical endereza esa ambición torcida de Coppola, casi un cuarto de siglo más tarde.
La La Land recibe al espectador con un par de explosivos números musicales que devolverían la fe en la magia de Hollywood y Broadway al más cínico de los misántropos. Una efervescencia que debe tanto a la espectacularidad de la fantasía musical como al empleo de unas herramientas narrativas que solemos asociar a las formas del realismo. Dejando a una lado los efectismos de montaje de Whiplash, Damien Chazelle –nuevo chico prodigio de la meca del cine– abraza las leyes de la profundidad de campo y el plano secuencia: aquellas que exigen el máximo de unos actores que no tienen más que su sentido del ritmo y su “química” para brillar en la pantalla. Solos ante el peligro, guiados por el virtuosismo escénico de su director, Emma Stone y Ryan Gosling dan lo mejor de sí mismos. Stone ha afinado y sofisticado su encanto natural hasta límites insospechados. Es posible echar de menos la espontaneidad de sus inicios, pero su autocontrol gestual –a veces armónico, a veces espástico– resulta abrumador. Y, por si fuera poco, su voz temblorosa, siempre al borde del traspié afónico, convierte a Stone en una figura terrenalmente imperfecta. Por su parte, Gosling explota con estilo y sentido del timing su aura de galán del Hollywood clásico, con un punto cómico y un halo melancólico, capaz de evocar el magnetismo de Marlon Brando y James Dean, para luego romper la baraja con un gag a la medida de Cary Grant. La combinación actoral resulta perfecta. Gosling, clásico, alimenta la nostalgia de una película que da carpetazo a la posmodernidad (¡adiós, Moulin Rouge!) para reencontrarse con ese tipo de musical “democrático” que encarnó como nadie Gene Kelly: una película protagonizada por gente común que invita a bailar, amar y soñar. Por su parte, Stone, contemporánea, conecta la película a una cierta esencia urbana. Así, la película se mantiene apegada a ras de suelo pese a sus ansias de volar. Del lado de la fantasía, La La Land echa mano de su paleta multicolor, de una ladera de Los Angeles que parece reconstruida en estudio, o de una escena donde los personajes bailan sobre el cielo estrellado del planetario de Rebelde sin causa. Del lado de la realidad, la aparición de John Legend como icono de una modernidad pop que reniega del purismo del jazz, o también algunos escenarios nocturnos y sombríos que parecen guiñarle el ojo a la pintura de Edward Hopper. En un momento crucial para la trama, los personajes de Gosling y Legend discuten sobre la contraposición entre tradicionalismo y revolución en relación al jazz. Con La La Land, Chazelle busca reconciliar ambos conceptos, apuntando que el clasicismo puede ser una revolución en sí misma en estos tiempos de agitación pop. En su abordaje caleidoscópico al mundo de los sueños –cómo hallarlos, perseguirlos, vivirlos, renunciar a ellos–, La La Land transita desde el musical más eufórico (a lo Cantando bajo la lluvia) hasta su sedimentación melancólica (evocando a Jacques Demy), para terminar varada en las mansas aguas del drama sentimental. Un viaje de lo rítmico a lo melódico en el que la película va perdiendo algo de su punch inicial. Un tránsito del vitalismo a una dulce resignación que resulta algo predecible y donde el ímpetu escénico de Chazelle, con sus malabarismos con steadycam, se va domesticando en plano-contraplano. En un momento de la película, el personaje de Gosling discute con un jefe despótico (J.K. Simmons como estrella invitada) sobre el modo en que la realidad de Los Angeles coarta los sueños de la gente: “En esta ciudad, es una para ti y una para ellos”, apunta hastiado el protagonista, empleando una frase habitual entre los directores de Hollywood, artistas que deben hacer de tanto en cuando un film de corte industrial para luego encarar proyectos más personales. En el caso de La La Land, pese a todo el brillo formal y el homenaje al jazz, este crítico tuvo la sensación de estar viendo la película “para ellos”, para la industria, de Chazelle. Una misión cumplida por la que el joven director parece destinado a saborear las mieles del éxito en la próxima edición de los premios Oscar.
Este musical tragicómico está inspirado en el Hollywood clásico. Y decimos ‘inspirado’ y no ‘contextualizado’ porque La La Land transcurre en el Los Ángeles del presente, aunque sus personajes no se comportan como si pertenecieran a este siglo. Sus ídolos, su vestuario y su forma de ver el mundo es más bien clásica, mientras que los escenarios supuran un aura vintage. En la pared de la habitación de la aspirante a actriz que encarna Emma Stone, cuelga un póster gigante de su heroína: Ingrid Bergman. La La Land narra las peripecias de dos artistas que procuran vivir de su arte en la ciudad que concentra el mayor índice de sueños rotos por metro cuadrado. Emma Stone intenta mantener su trabajo de camarera en una cafetería situada en el interior de los estudios de la Warner Bros. sin dejar de probar suerte en múltiples audiciones semanales, mientras que el talentoso pianista al que da vida Ryan Gosling fantasea con abrir su propio local de jazz, mientras se gana la vida haciendo bolos en bodas y otras fiestas privadas. La cronología del tierno romance entre los dos genios incomprendidos, así como su lucha por alcanzar sus ambiciones, es narrada en capítulos separados por las cuatro estaciones. Sin embargo, el relato está sujeto a otro tipo de división que el espectador no tardará en apreciar. Se trata de tres fracciones (con un género y temática diferentes en cada una de ellas) que convierten la narración en tres películas independientes. En su excelente ópera prima Guy and Madeleine on a Park Bench, Chazelle ya demostró sus dotes para fusionar los géneros del musical, el mumblecore y el melodrama. De un modo similar, aunque el arranque de La La Land brilla por sus potentes números coreográficos –rodados en planos secuencia engañosos que imitan el estilo de Alejandro González Iñárritu en Birdman–, el film dejará de tener escenas musicales en el momento en que Stone y Gosling oficien su romance. Así, tras caracterizar a los personajes y resolver su situación sentimental, Chazelle abandona el musical para abordar (de nuevo) aquello que le apasiona: el jazz, puesto en jaque por aquellos que quieren adaptarlo a los nuevos gustos contemporáneos. Si del vitalismo de la primera parte, pasamos en la segunda a un drama sobre el estado del arte al servicio del mercado capitalista, en la tercera regresamos al romance, pero esta vez Chazelle plasma el devenir de la pareja con un melodramatismo demasiado exacerbado. Se trata de un registro nunca visto en su filmografía anterior, y que el realizador no termina de dominar al 100%. Una fragilidad que también se manifiesta en la reaparición final de números musicales, que dejan de ser emisarios de felicidad o esperanza para subrayar la pesadumbre del relato. Pese a este pequeño resbalón final, es necesario aclarar que La La Land no es una película fallida. Tras Whiplash, este film consolida definitivamente a Chazelle como nueva promesa del cine norteamericano. Además, las brillantes actuaciones de Gosling y Stone garantizan sus nominaciones en los próximos premios Oscar.
Lamentablemente, recién cuatro meses luego de su estreno en el festival de Venecia, se estrenará La La Land, la nueva película de Damien Chazelle. Y es que el filme sólo se puede calificar de una forma, con dos palabras: obra maestra. Luego de arrasar en los Golden Globes con 7 galardones, y ya con las nominaciones a los premios Óscar en la que la película se encuentra en 14 categorías (igualando el récord de Titanic y All about Eve), llegará a los cines este jueves. Guste o no del cine, guste o no de los musicales, La La Land es de visionado obligatorio. La cinta de Chazelle (Guy and Madeline on a Park Bench, Whiplash) tiene tantos puntos altos que quizás sería mejor simplemente empezar por sus defectos, que tienen que ver con algún problema de guión pero sobre todo, con sus números musicales. Hay un pequeño desfasaje de calidad entre la trama y las coreografías, que no terminan de tener el impacto que la película requiere, aunque la música sea tan sensible y armónica. No obstante, La La Land destaca en tantos otros aspectos que las falencias que puede tener son atenuadas. Ahora sí: ¿Por qué tiene tan buenas críticas, por qué no para de ganar todos los premios que existen, y en definitiva: por qué es tan buena película? Lo más simple sería responder: Actuaciones impecables, fotografía descomunal, uso de la paleta de colores y la dirección de arte perfecta, música dulce y progresión de planos precisa. Sin embargo, la magia de la película reside en una doble declaración de amor de Chazelle: hacia el cine y hacia el jazz. Basta con mirar el principio de la película, cuando Sebastian (Ryan Gosling) está tocando en el bar y las luces se apagan, creando su propio escenario. Termina la canción, y corta a un plano de Mia (Emma Stone). Esa secuencia está filmada con tanto amor, con tanto cariño por el jazz y por las relaciones humanas que evidencia que la película está a un nivel superior. Además, La La Land, en su busca de recuperar el musical hollywoodense, no sólo lo logra sino que lo reinventa. Gosling y Stone se cargan la película a través de personajes complejísimos, diseñados con una arquitectura de guión casi perfecta. Los momentos de comedia, además de tener el timing justo, son dosificados de modo excelente con los números musicales. Pero cuando la película se tiene que poner dramática, uno empatiza tanto con los personajes que cargan encima ese comentario sobre el éxito (tan presente en Whiplash) que se angustia como si los problemas de ellos fuesen propios, lo cual es otro de los tantos puntos a favor del film. Así, podríamos seguir horas y horas destacando los puntos altos de La La Land. No hay más que recomendarla fervientemente, por sus intérpretes, por el comentario general de la película, por su imaginería visual, pero sobre todo, por el amor con que está filmada. La película del año.
El clásico camino de los sueños La La Land, el nuevo film de Damien Chazelle (Whiplash), nuevamente nos introduce en el universo musical, en este caso a través del amor por jazz, y de la nostalgia por su época dorada allá por los años 50s, además de sus constantes homenajes al cine de aquel momento y a Hollywood. El film, que se divide en fragmentos acorde a las estaciones del año, inicia con una secuencia musical que transcurre en pleno embotellamiento en una autopista de Los Ángeles, que si bien resulta visual y musicalmente maravillosa, a algunos de los que no somos tan fans del género musical, probablemente no nos genere demasiada emoción. Ya en esos primeros momentos, Chazelle nos dice algo acerca de lo que se viene. Si la película tiene lugar en Los Ángeles, probablemente tenga que ver con actuación, con el anhelo de fama, con el mundo del espectáculo y con los sueños alrededor de todos los personajes que éste universo involucre. Inmediatamente después, el film nos presenta a Mia (la siempre genial Emma Stone), una barista que trabaja en un café dentro de los estudios Warner, pero que realmente llegó a L.A con el fin de desarrollarse como actriz, sueño que persigue, más o menos, hace seis años. A partir de una serie de encuentros fortuitos, Mia conoce a Sebastian (Ryan Gosling), un joven amante del jazz con el alma destrozada porque su templo musical favorito ha devenido en un club de samba (y tapas), que además no consigue trabajo y que para subsistir debe tocar villancicos en restaurantes de la zona. Lo que sigue es, y sin dar muchos más detalles, la típica historia de “chica conoce a chico”, con el plus de situarse en la cuidad de la fama, adonde todos van a perseguir sus sueños, y en búsqueda del éxito. Así, además de amor y atracción, nuestros protagonistas también compartan cierta desilusión con respecto al desarrollo de sus carreras. [Spoiler Alert] Si bien La La Land me resultó visualmente cautivante -el virtuosismo de Chazelle y su equipo de fotografía es notable en todos los planos secuencia-, con buena música y con actuaciones excelentes -en especial la de Stone-; desde el plano narrativo me pareció algo endeble. Los personajes, que constantemente se profesan y juran amor, se separan a causa de la distancia geográfica que se genera entre ellos, y todo el conflicto parece muy apresurado, exacerbado, desorganizado y poco natural, en comparación a lo que el film venía ofreciendo hasta ese momento. Además el film realiza una serie de planteos que invitan a debatir sobre lo clásico y lo moderno, primero en relación al jazz, pero también en relación al arte en sí mismo. Con La La Land, Chazelle hace lo mismo: contrapone (a veces en forma de crítica) lo clásico y tradicional del cine -mediante diálogos, vestimentas, escenografía e incluso coreografías- con lo moderno, porque recordemos que la película transcurre en la actualidad, aunque por momentos sus personajes parezcan de otro tiempo. Así Chazelle, de forma más o menos directa, intenta convencernos de que lo clásico puede ser una nueva toma de posición, provocación y hasta un acto revolucionario si la comparamos con la actual y caótica modernidad líquida. En síntesis, La La Land resulta una interesante producción cinematográfica, que además de interrogarnos sobre el pasado, presente y futuro del arte, renueva el género musical, aportándole frescura. Más allá del excelente manejo de fotografía y de la química que genera la dupla Stone-Gosling, el film falla en cuanto a lo narrativo, pero a pesar de eso, termina de consolidar a Damien Chazelle como uno de los directores del momento, con un porvenir por lo menos brillante.
Nostálgica, visualmente arrolladora y con una historia romántica potente, "La La Land" ofrece un merecido homenaje a los musicales y dos actuaciones magnéticas de Emma Stone y Ryan Gosling. Después de su anterior película Whiplash: Música y obsesión, ganadora de tres Oscar, el director Damien Chazelle arremete con esta comedia musical que cosechó siete premios en la última entrega de los Premios Globo de Oro y se perfila como una de las favoritas para la próxima entrega de las estatuillas de Hollywood con un total de 14 nominaciones. Como un bienvenido homenaje a los musicales de los años 40 y 50, y con un género que está prácticamente desaparecido de la pantalla grande, Chazelle despliega sus propias obsesiones: su amor por la música y también por el cine de antaño en esta cuidada y atractiva puesta en escena que también juega al "teatro dentro del séptimo arte". Desde el comienzo en una colapsada carretera de Los Angeles, donde los automovilistas cantan, bailan y saltan exponiendo sus dramas y penurias cotidianas, la película une los caminos de dos almas que buscan el triunfo: Mia -Emma Stone-, una aspirante a actriz que trabaja en la cafetería de los estudios de cine, y Sebastian -Ryan Gosling-, un pianista que sueña con tener su propio club de jazz. Ambos se cruzan en la autopista y sus vidas cambiarán para siempre. Nostálgica, visualmente arrolladora y con una historia romántica muy potente, La La Land ofrece entonces un cálido homenaje y no es casual que desarrolle parte su acción en el observatorio del Parque Griffith, conocido por la película Rebelde sin causa; el cine Rialto donde los protagonistas se desencuentran y en las escenografías cambiantes del set que alguna vez vio nacer clásicos. Es cierto que es una película para cinéfilos pero también para todos aquellos que quieran enamorarse como lo hacen Mia y Sebastian, dos personajes encarados con los intérpretes ideales acompañados por el jazz: Emma Stone juega a la actriz insatisfecha que prueba su suerte, sin demasiado éxito, en varias audiciones en las que no le prestan atención, e impregna a su Mia de emoción y mirada triste con el tono adecuado. En tanto, Gosling se deja seducir por las teclas de piano e intenta acercarse a la mujer de sus sueños, mientras arrastra apremios económicos y sentimentales. Con ecos de Cantando bajo la lluvia, con escenas bien coreografiadas, fantasía y una realización que apuesta a la supervivencia del jazz y de la mixtura de géneros musicales, La La Land adquiere vida propia, emociona y desliza humor en las escenas en las que interviene J.K.Simmons, el actor de Whiplash. Hipnótica, mágica y hermosa por donde se la mire, la realización tiene el ADN de los clásicos de Fred Astaire y Ginger Rogers, entre polleras acampanadas y toques modernos.
LOS SUEÑOS Y SUS COSTOS Es de esas películas que uno puede calificar de “encantadoras”. Y lo que logra el joven director Damien Chazelle es homenajear, recordar, a muchas películas musicales que bordaron la gloria de Hollywood pero también con la cuota de melancolía necesaria para que no se trate de un “volver a vivir”, porque es actual pero protagonizada por dos seres que buscan su éxito aunque anclados en una nostalgia que no les pertenece pero eligieron para colorear sus vidas. Ella es una aspirante a actriz, que trabaja en la cafetería de un gran estudio y muere cual cholula frente a una estrella. Ama también a las estrellas del pasado. El en cambio es un músico de jazz, que lo quiere vivo pero que desprecia cualquier otra variante musical, el quiere invocar a los grandes ídolos pero e ambiciosamente aspira a mantener al género fresco y creativo. Ella va por los castings y sigue de frustración en frustración. El quiere su propio club de jazz, pero se gana unos pesos en restoranes que le piden canciones navideñas. El amor entre los dos surge dificultosamente, pero la magia los sorprende. Claro que él se sacrifica por tener un empleo estable y ella se embarca en un unipersonal, que escribirá dificultosamente. Cuando llega el momento de decisión, la gran oportunidad, la apuesta sentimental no resultara. Un capricho de los guionistas quizás como interpretación de que lo que importa es la vocación, la realización y el amor no tanto. Pero dentro de ese argumento que va y viene, están las canciones que surgen y el baile y la magia de la que hablamos… El comienzo antes de los títulos es un sorprende numero musical colectivo que parece un aperitivo lleno de energía. Pero es solo un regalo, el resto de los musicales es romántico, sencillo, mostrando la enorme química de una pareja perfecta Emma Stone y Ryan Gosling que no son ni cantantes ni perfectos bailarines. Pero tienen la gracia, la intensidad y la pasión para llevarlos a cabo. No es una película perfecta pero cautivara a las audiencias y posiblemente creará una adicción para verla mas de una vez. Además con sus 14 nominaciones a los Oscar tiene todo para atraer mucho público.
La La Land: Música para mitigar las ansias. "Solemos llamar destino a todo lo que limita nuestro poder", decía Emerson, y tan errado no iba el hombre, porque al elegir estamos sujetos a esas decisiones y sus consecuencias, las cuales pueden no darnos todo lo que deseamos, solo, tal vez lo que más ansiamos. El recorrido que iniciamos con Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) es una suerte de declaración de hechos que se nos muestra de la manera más dulce, a través del musical, vieja gloria de las tablas americanas que supo ser la mimada de la industria del cine, a la cual evoca con homenajes que maravillan como el comentado Los Paraguas de Chesburgo (Jacques Demy – 1964) o West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins – 1961), pero que en definitiva posee solo la remota añoranza de ellos, algo que el director parece querer generar para así contar una historia en que el amor no es siempre lo que creemos. Ella vende café en una tienda en los estudios de filmación, el sitio más cercano que ha conseguido, hasta hoy, para ser parte de todo ello como actriz. Una joven que, audición tras otra, parece ir desencantándose con la idea. Una joven que de a poco comprende que no todo será como en una bella película. Mientras que él es un sabueso que persigue el sueño a fuerza de creer que lo imposible no es tal, que solo es cuestión de esfuerzo y planes. Ambos se cruzaran, parecen destinados a eso, si se considera especial que un músico de jazz, chapado a la antigua, amante de Miles Davis y la actriz en busca de un futuro en el medio, no fueran a hacerlo en las calles de Los Ángeles. Se cruzan, decíamos, en la escena de apertura del film, una de las más bellas que recuerdo en un musical, donde en una larga escena vemos a una masa de automovilistas que, varados en un embotellamiento de autopista, cantan a sus sueños y a la persecución de ellos. Y aunque el relato da inicio con una ríspida mirada, terminará en una historia de amor. Somos testigos del nacimiento y la consumación de lo anhelado, que no siempre es lo que esperamos. Ponen el intento en algo que tal vez no es lo primordial. Damien Chazelle, que tanto nos maravillara con Whiplash en 2014, ganadora tres premios de la academia, hace de esta historia un alegato a lo que decidimos como nuestro futuro, uno que somos conscientes de haber elegido y que aunque a veces duela y rompa, asumimos. Son ellos el uno para el otro, como un amor cortoplacista que los adormecerá por un momento de sus frustrados deseos, como si depositaran el eros en lugar seguro hasta conseguirle el sitio para el que se lo estuvo preparando. Qué es el amor sino una prolongación de nuestras ambiciones, puras, tiernas y furiosas. Hace, de uno y del otro, la vasija que los contiene. Quizás por eso divida la historia en dos y hace que la primera parte concluya con ese vals en las estrellas. Han llegado a la cúspide que cada uno puede dar de sí en una historia de amor. Y es entonces, con menos cuadros de baile y música que los contenedores de resquebrajarán, porque no se debe guardar anhelos viejos en vasijas nuevas. Emma Stone y Ryan Gosling componen un dúo protagónico con tan buen tino que hacen que sus momentos musicales suenen con mucha más naturalidad que la deseada en muchos otros (como nos ocurrió con Les Misérables – 2012 Tom Hooper) y eso es gracias también al excelente trabajo de Justin Hurwitz. El autor logra que las canciones sumen a las escenas, como una prolongación emocional del estado de los personajes. ¿Seríamos capaces de romper para alcanzar? Es imposible que, como en todo tránsito hacia la consumación, no se tenga que abandonar lo que podría ser lastre. Y no hablamos del amor, sino justamente a quien se lo dedicamos.
Brindis de amor. La La land es la película del momento, sus premios y nominaciones la han vuelto una cita obligatoria para espectadores, críticos, comentaristas, gente de los medios y, si la rueda sigue avanzando, cientos de otras personas que desde sus disciplinas se acercarán a opinar, como suele pasar cuando una película se transforma en un fenómeno que la excede. Es la candidata ideal para la insufrible e intolerable pregunta anual de ¿Era para tanto? Pregunta que no tiene respuesta, pregunta que surge cada vez que entra en el radar una película que no suele aparecer frente a los ojos de tantos espectadores. Todo esto no es la película sí mismo, todo esto es lo que la rodea. Así que pasemos a lo que sí es, a lo que se está en la pantalla. La La land es una película conectada con el cine y con la música. Es un film musical, no es un musical clásico porque hay demasiadas referencias al mundo exterior, hay demasiadas opiniones sobre ese mundo y los artistas. Tal vez a nadie le importe en lo más mínimo si es clásico o moderno. ¿Por qué habría de importarle a la gente que la protagonista hable de La adorable revoltosa o Tuyo es mi corazón, dos películas que fuera de la cinefilia nadie recuerda? Ahí está Casablanca, por si acaso, la cita más fácil posible de la cinefilia mundial. Si conocen una película del Hollywood clásico, probablemente sea Casablanca. Hay que admitir que la elección de Rebelde sin causa también es buena, porque es uno de esos films cuyo título la gente le gusta usar y su poster adorna paredes por todo el mundo, aun cuando hoy por hoy prácticamente nadie la haya visto o sepa algo de la película. La más perfecta de las estructuras es la base del guión de La La land. Ella es una aspirante a estrella de Hollywood que trabaja en una cafetería, él es un músico de jazz que sueña con tener su local propio para tocar y difundir la música que más le gusta. Se van a conocer y se van a enamorar, a pesar de algunos conflictos iniciales, como también corresponde a la más básica de las estructuras. Alrededor hay gente mala que no los valora ni los respeta, el mundo de sus sueños parece desmoronarse, pero ellos no se rinden. Más clásico imposible, más básico no podría ser. Todo eso funciona a la perfección en la película, todo es luminoso, emocionante, brillante, bello. Por qué así era el Hollywood clásico y todas las cinematografías que lo imitaron. No faltan las canciones, la magia, los colores, el Cinemascope, la ilusión, el artificio, la felicidad. Pero entonces cuando ellos van a besarse en la oscuridad de la sala donde ven Rebelde sin causa la película se corta. Es un anticipo de lo que está por venir, pero solo eso. La escena que sigue es más grande que la vida. La belleza alcanza su punto más alto. Es el momento en el que uno espectador que sabe de cine empieza a preocuparse, porque la película aun no hay desplegado todo su juego, aun cuando lo haya anunciado. No por error, sino a propósito, la película describe enamoramiento y llega a su clímax en la mitad de su relato. Pone en imágenes la belleza del amor. Es obvio que tiene que surgir un conflicto. El tráiler de la película era tan maravilloso y feliz que la tercera vez que lo vi pensé que había algo escondido, que los premios no podrían llegar en manada sino hubiera una vuelta de tuerca amarga. No me equivoqué. La La land era desde el comienzo una película que buscaba ir por el camino no del musical clásico, sino del musical moderno que homenajea al clásico. El ejemplo más cercano, el más claro, el que casi ubica a La La land como una remake, es el cine de Jacques Demy. Entiendo que los críticos somos excesivamente puntillosos con la película, pero es la película la que primero invitó a reflexionar y cuestionar todas sus formas. No es un buen camino –en este caso- enredarse con interpretaciones rebuscadas y pasar por alto lo que disfrutamos al verla. Como musical La La land está bien, porque no buscar ser una de esas monstruosidades europeas que utilizan el musical para cosas horribles. En ese sentido, la película se ubica cerca de Jacques Demy pero también –y aunque apenas hizo musical- de Woody Allen, el cineasta que ama tanto a Hollywood clásico como al cine europeo. Pero acá les paso un dato: Los que se dicen fanáticos de Woody Allen ignoran casi siempre las raíces hollywoodenses del director de Todos dicen te quiero. Y la sensación que uno tiene viendo La La land es que a Chazelle no le alcanza con amar a Vincente Minnelli, Stanley Donen, Gene Kelly, Fred Astaire y Ginger Rogers. Nuevamente estamos hilando fino, lo sé. ¿Cuántos espectadores que irán a ver La La Land han visto alguna película de ellos o protagonizada por ellos? Tampoco importa, pero igual no puedo evitar hacerme la pregunta. Los musicales son históricamente el territorio de la felicidad, de la fantasía, del sueño, son históricamente el género en el cual los espectadores se refugian de una realidad gris, triste, peligrosa. Hay varios musicales que saben es así y lo explotan al máximo. Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy (La La land es muy parecida) es la respuesta a cómo hacer un musical clásico y un melodrama y que funcione, la combinación de luz y sombra en un perfecto mundo de color. Podríamos citar otros casos, pero no vale la pena, quien conoce de musicales, sabe que los hay. Sin embargo, acusar a La La land de tantas cosas es caer en la cinefilia enojada con las películas que hablan sobre cine. La única objeción que quisiera destacar es cierta autoindulgencia y demagogia que la película tiene con la industria del cine. Entre muchas otras cosas, La La land parece hecha para la industria del cine, para que todos los que hacen cine y eligen premios de cine se sientan endulzados por la película. Si una cosa amorfa y horrible como El artista pudo ganar el Oscar, ¿Por qué no habría de hacerlo una gran película como La La land? Aun con sus defectos la película funciona, avanza, se impone. Y lo que importa no es su agenda, sino los resultados en la pantalla. Cómo postura de vida yo pienso que no hay que tener conversaciones con gente que dice que no le gusta el cine musical o cualquier otro género cinematográfico. Quien ama el cine ama los géneros, si no es así, tal vez se equivocó de arte. La La land es un musical hecho y derecho, con vida propia. Con una primera parte arrebatadora, luego un paseo por un camino más triste y gris y luego la recuperación de todo lo hecho al comienzo, aunque ya sabiendo más cosas sobre los personajes y su vida. A diferencia de la citada Los paraguas de Cherburgo, acá los protagonistas finalmente reconocen que su amor terminó, pero ambos consiguieron exactamente lo que estaban buscando al comienzo de la historia. El final es agridulce, pero no amargo, no es deprimente, es melancólico. La película del momento siempre nos empuja a la sobre interpretación. Frente a la duda yo elijo admitir lo que me pareció de primera mano, sin sospechas. Lo que me dice es lo que acepto, y no lo que yo creo que secretamente. No conforme con esto, la vi por segunda vez y, como suele pasar, me pareció exactamente lo mismo. Es un bello musical, dulce y melancólico, donde dos opuestos se conocen, se aman, se ayudan a cumplir sus sueños y se separan. Lo agridulce a veces funciona bien, como es el caso de La La land.
El año pasado pudimos ver cómo los hermanos Coen rendían un sentido homenaje a la edad dorada de Hollywood con Hail, Caesar!, ahora le toca el turno de Damien Chazelle. Entre gags de comedia, piezas de musical filmadas en largos planos secuencias, citas a las grandes películas y figuras del star-system, La La Land narra la historia de amor entre Mia y Sebastian. Ella (Emma Stone) trabaja en la cafetería de los estudios Warner Bros, y va a todo casting que encuentra con la esperanza de que algún día la llamen, pero no parece tener éxito. Él (Ryan Gosling) es un pianista, amante del jazz que busca el modo de abrir su propio club en Los Ángeles. Tienen que pasar varios encuentros azarosos en medio de pequeñas multitudes hasta descubrir que son ese otro que, sin saberlo, andan buscando. De ahí en más, el relato nos enseña que no es necesario conocer a la persona más importante de tu profesión para lograr el éxito, sino encontrar a esa que motive y acompañe lo suficiente como para llegar a obtenerlo. original-1
Se estrena La La Land: una historia de amor, de Damien Chazelle, la favorita del año para los premios Oscar, protagonizada por Emma Stone y Ryan Gosling. No sucede todos los años, pero cuando pasa hay que admitirlo: La La Land se merece todos los premios. ¿Es una obra maestra? Es muy temprano para asegurarlo. El tiempo será el encargado de debatirlo, pero lo cierto es que es una película tan hermosa como triste, melancólica, cuidada, calculada, cinéfila, de autor, pero sobretodo intelectual. Sí, una comedia romántica musical más sofisticada de lo que aparenta. ¿Por qué? Porque tiene muchas más sublecturas de lo que se puede ver. No es una obra existencialista sobre la vida, sino una obra existencialista sobre el arte en general. Un debate acerca del amor que se le puede poner a una expresión artística y si ese amor es recíproco, y como ese amor o sentimiento choca contra el amor físico hacia otra persona. Los egos narcisistas del aspirante a actor o músico deben lidiar con el de esa persona soñada, idealista, y si los dos aspiran a lo mismo, tendrán que elegir, entre lo que los apasiona, el éxito y crear una vida conyugal. Y la conclusión a todas la paradojas de la vida es la misma: es imposible ser feliz. Como el protagonista de Whiplash: música y obsesión, cuya única meta era ser un gran baterista y darle una lección a su posible mentor, los personajes de La La Land persiguen sueños imposibles, y viven en dimensiones paralelas. En el final de su segunda película Chazelle exponía un sentimiento agridulce: el personaje perdía todo, pero lograba demostrar e imponer su tempo, a base de insistencia, ¿pero era esto real o solo una manera de quitarse las ganas, de vengarse?. Un capricho. Los personajes de La La Land son soñadores caprichosos. El film comienza en la autopista rumbo a Los Ángeles. Trabajadores comunes dan la bienvenida con un sofisticado número musical en el que no coinciden las voces con la modulación. El entorno es real, pero en el interior no deja de haber artificio. ¿Por qué?. Chazelle filma toda la secuencia sin cortes, con movimientos de cámara sofisticados, pero que no rememoran al Hollywood clásico. La sensación, es que detrás de la alegría se oculta algo cínico, oscuro. Como sucede en las aperturas de los films de Robert Altman, que también abrían –varios de ellos- con planos secuencia. A partir de ahí, el espectador conoce a Mía, una actriz que no consigue quedar adentro de ningún casting, y debe conformarse con trabajar en la cafetería de los estudios Warner. El mundo rosa, cinéfilo y musical del personaje interpretado con una belleza increíble por Emma Stone, resulta demasiado inorgánico y hasta el momento, el film parece una suma de escenas sofisticadas, perfectas a nivel técnico pero forzadas, frías, sin verdadero sentimiento. Y ahí es cuando Chazelle entra realmente en la película. Cuando aparece Sebastian –Ryan Gosling-, una pianista de jazz rebelde que solo quiere tocar Free Jazz. Y ahí cambia el tono, y empieza otra película. Entre Mia y Sebastian hay una conexión. Son dos románticos del arte, dos figuras aisladas del mundo que bailan solas en medio de la noche. Ambos se enamorarán mutuamente, pero el éxito no les sonríe. Es extraño encontrar una comedia musical romántica en la que el guión sea más inteligente de lo que aparenta, pero La La Land es el caso. Detrás de las bellas coreografías –que cumplen bien su propósito, no son sofisticadas ni tapan el drama- la imaginativa apuesta audiovisual que remite a Vincente Minnelli, Stanley Donen, Busby Berkeley y con citas literales a Rebelde sin causa, reminiscencias a Sweet Charity, Los paragüas de Cherburgo, etc. se oculta un film sumamente oscuro sobre las paradojas de la vida. La moraleja es clara: es imposible alcanzar el éxito o la felicidad absolutas. No se puede tener todo. Chazelle es un director obsesivo y cuida cada detalle de su puesta en escena. Incluso en las transiciones, hay referencias a Woody Allen. Sí, el film tiene una melancolía asombrosa, acompañada por escenas de un realismo sorprendente, que chocan con la artificialidad de los números musicales, del éxito repentino. El choque de los tonos, la independencia de cada rubro es coherente de lo que significa el Jazz para Sebastian. La La Land es una canción de Jazz. Contrario a lo que muchos creen, Chazelle no critica la música desde los años 80 hasta ahora –con homenaje a John Hughes incluido- sino al romanticismo utópico de aquellos obsesivos como él que se quedaron en el pasado. ¿Se puede triunfar viviendo en el pasado? se pregunta el director con una película que no hace más que citar obras maestras y clásicas de hace más de 40 años. El joven director habla de la caída de los sueños, de los mitos, de la edad dorada del cine y la música. Pero aún así declara que la esperanza está en vivir la realidad. Y la realidad es amarga. La La Land no es romántica porque critica el romanticismo. La La Land no es una comedia musical porque desnuda el artificio de vivir o creer que se puede vivir dentro una inórgánica pieza musical. La La Land es un musical para pesimistas, es casi nietchista, es cínica. Ama y odia a sus protagonistas por igual, y prácticamente no tiene personajes secundarios. Porque detrás de la superficie, los colores y la estética Kitch, detrás de las referencias, de las hermosas canciones, del cuidado de cada plano, de cada detalle, está la oscuridad. Es muy fácil vivir de sueños. Lo difícil es despertar y darse cuenta de que ver una ciudad desde el aire o un encuadre soñado desde otra perspectiva, puede ser una imagen horrible. La La Land: una historia de amor, es un tour de forcé de emociones concientemente contradictorias. Un análisis intelectual del artificio del arte, de la infelicidad, planteada –o disfrazada- de una épica romántica llena de colores y sentimiento. Emma Stone y Ryan Gosling tienen una hermosa química, y brillan bajo las estrellas y las luces de este nuevo genio de Hollywood, este autor snob y oscuro llamado Damien Chazelle.
Una belleza audiovisual. Se estrena este jueves “La La Land” bajo la dirección del talentosísimo Damien Chazelle y las actuaciones de Ryan Gosling y Emma Stone. Es una historia de amor, de encuentros y desencuentros. Mia es una aspirante a actriz y Sebastián un músico/pianista de jazz, cada uno con sus sueños y las ansias de poder concretarlos. El destino quiso que se encontraran, allí en Los Ángeles. La emoción musical y visual que transmite “La La Land” es indescriptible con palabras. Son los estados de ánimo de los protagonistas que traspasan la pantalla y llegan directamente al corazón del espectador. El film tiene una onda retro y siento que es un enorme homenaje a las comedias musicales que marcaron toda una época. Es como asistir a una clase magistral de cine y ver como se utilizaron maravillosamente todos los recursos para narrar un precioso cuento. Una lección de cómo contagiar ese mundo de sensaciones donde la emoción es la gran protagonista. Es de esas películas que no queres que terminen, que tengan final. Ese final donde se mezclan la realidad con las ilusiones, con lo que pudo haber sido y con lo que realmente fue. Los colores, el vestuario, las coreografías, los cuadros musicales, la propuesta estética, la cámara que revolotea, las luces, los planos secuencia, el modo de actuar, la nostalgia, los deseos… son un todo. Enamorarse de la música (como les ocurre a los protagonistas) y permitirse volar con la banda sonora que ofrece esta belleza audiovisual. Sentir que se te entrecorta la respiración. … y cuando se repite nuevamente esa melodía del piano y entra el coro de ángeles dándole vuelo a todo -lo visto y escuchado- Para seguir soñando, para seguir cantando…
El gran baile en la autopista. Más allá de algunas discontinuidades narrativas y de puesta en escena, el film de Chazelle deja grandes momentos, una buena dosificación de los climas emocionales y, sobre todo, otra actuación extraordinaria de Emma Stone. En medio del atascamiento en la autopista, la chica piensa al volante. El monólogo interior se hace soliloquio, el soliloquio canción, con una voz muy chiquita, muy para sí. La canción la impulsa a salir del auto, sale cantando y bailando, abre la puerta de otro auto. De él sale, también bailando, el otro chofer, y ya están saliendo muchos más, hasta que toda la autopista se llena de gente que canta y baila, convirtiendo lo que normalmente es una tortura urbana en fiesta masiva. Masiva y de lo más diversa, integrada por gente de todas las etnias, vestida con todos los colores, que convierte en coreografía sus dones, patinando, haciendo parkour o andando en bici. Un único, ecuménico movimiento de grúa acoge a todos, como se supone hará la ciudad a la que los autos se dirigen, y a la que la letra de la canción eleva su esperanza. Gran escena inicial de La La Land, en la que todo se hace uno: la canción y la cámara, el baile y la ciudad, los colores y la diversidad, la gente y la profundidad de campo, que muestra autos hasta donde llega la vista. Mimado absoluto del pre-Oscar 2017, el opus 3 de Damien Chazelle aspira a hacer de la tragicomedia musical un todo orgánico, en el que cada parte requiere de la otra y todos los elementos se explican entre sí. Escrita por el propio Chazelle y con música de Justin Hurwitz (que había escrito los de sus dos films previos, incluyendo la premiada Whiplash), La La Land –que en Argentina se estrena con el subtítulo Una historia de amor– no consiste en una mera operación de resucitación del musical. No sólo por ser una tragicomedia, sino por la fusión que practica entre el realismo tirando a pesimista de su pathos y la pulsión al cuento de hadas propia del musical. Relectura del musical entonces, que repone figuras básicas del género en su más estricta versión Hollywood para confrontarlas con discursos ajenos al género. Azar consustancial al género comedia, Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) se cruzan por casualidad no una vez ni dos, sino tres. La primera es en aquella “galleta” de autos en la autopista, donde se intercambian muy poco amables dedos del medio. La segunda, en un club nocturno, en el momento en que el dueño (J. K. Simmons, que en Whiplash había hecho del profesor sádico) está echando a Sebastian, que toca el piano. El encuentro tampoco es amable. Finalmente en un casamiento, donde Sebastian está tocando con un grupo pop, humillantemente disfrazado de tal, y Mia se venga cargándolo. Empieza mal otra vez, termina bien. Gran escena de tap en una de las colinas de Los Angeles, donde los pies de ambos parecen guiarlos literalmente al baile. Bailando nace el amor. La chica de la escena introductoria venía a Los Angeles a triunfar, y Mia y Sebastian están en eso. Mia quiere ser actriz y mientras se presenta en cuantas pruebas de casting puede atiende el mostrador en la cafetería de la Warner y escribe el libreto de un unipersonal; Sebastian es pianista de jazz pero se le hace muy difícil, porque la escena del jazz languidece. Sueña con poner su propio club y se ve obligado a aceptar el ofrecimiento de un conocido, que lo necesita para tocar el sintetizador en un grupo pop de estadios, con cantantes y bailecitos. Si el conflicto de Mia consiste en seguir probando o volverse a casa, el de Sebastian es venderse o mantenerse como jazzero “puro”. Desde ya que habrá alguna experiencia o angustia personal del propio Chazelle volcada en ambos personajes, pero en función de la película importa poco, ya que está claro que el realizador hizo la película que quería hacer. Chazelle empareja jazz vintage y cine clásico. Sebastian se queja de que en Los Angeles se homenajea mucho pero se ve poco, y la queja corre para ambas cosas por igual: los clubes cierran y en una escena en la que Sebastian y Mia van a un cine a ver Rebelde sin causa, el rollo de celuloide se quema y días más tarde el cine cierra. Sin embargo, la propia Mia, que tiene en su casa un poster gigante de Ingrid Bergman, no parece muy cinéfila. No es la única discontinuidad. Su grupo de amigas aparece en una única escena y luego desaparece para siempre, y con el novio que tiene antes de Sebastian pasa al revés: no se sabe que lo tiene durante unos buenos tres cuartos de hora. Algo semejante sucede en el terreno de la puesta en escena. Al comienzo Chazelle usa con muy buen resultado algo que Coppola había ensayado en One From the Heart: cambiar la planta de luces en el propio plano, variando así, desde la iluminación, el clima emocional de la escena. Pero luego de ese comienzo deja de utilizarlo, salvo algún caso aislado. La tensión entre el realismo pesimista y el cuento de hadas musical se consuma sobre el final, en una secuencia que es como una ensoñación de la propia película y que contiene referencias a secuencias de musicales clásicos. Sobre todo, Un americano en París. Es un momento brillante, por el modo en que resuelve ese conflicto intrínseco, ciertamente mejor que la secuencia mucho más espectacular del vuelo de ambos amantes, que suena menos orgánica. Si hay algo verdaderamente orgánico en La La Land, es la extraordinaria actuación de Emma Stone, que no deja de crecer como actriz. Y que más allá de que con su cabello pelirrojo parece nacida para una película de tonos saturados, a esta altura es capaz de transmitir la más amplia paleta de emociones, de un modo que pocas de sus colegas pueden. Y todo con esos ojos enormes de animé.
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La ciudad de las estrellas Baile, música, comedia, jazz del bueno, Emma Stone, Ryan Gosling. El genio de Damien Chazelle junta todo esto un bowl, lo mezcla y sale esta maravilla llamada La La Land. El nuevo film del director de Whiplash es sin duda una de las tres películas del año y va primera en las encuestas para ganar el oro en los Oscar. De por sí ya se llevó todo lo que se podía llevar en los Globos de Oro, haciendo historia con un siete de siete. Se pueden destacar miles de cosas: las coreografías, sobre todo el primer cuadro musical de la autopista; el jazz clásico e improvisado usado con maestría a lo largo de todo el film; la fotografía con esos colores azules y violáceos; Emma Stone demostrando que nació para esto; y Ryan Gosling dejando en claro que no es solo una cara bonita y unos abdominales bien marcados. Gosling habló con el sitio español Sensacine y contó otro lado de su personaje Sebastián: “Me encanta el momento en la película en el que le conoces porque es muy apasionado, está realmente entregado y es un purista. Pero se ha enfrentado a mucho, casi a toda una vida de rechazo hacia lo que él ama, de fracaso y de pensar que está muriendo. Él se presiona a sí mismo para salvarlo y está a punto de convertirse en una persona resentida y potencialmente enojada". Emma Stone también contó su experiencia con el film: “Simplemente… Tengo que pellizcarme a mí misma para creer que puedo hacer algo como esto; que mi voz fue una parte importante del proceso con Damien [Chazelle], y que él me haya dejado explorar este personaje y esta mujer que tanto me importa. Y esta historia. Eso es realmente… Lo realmente increíble de todo esto es la experiencia en sí”. Damien Chazelle habló con el diario “El País” de España y contó su experiencia con los musicales cuando era joven: “Recuerdo que yo era igual de escéptico con los musicales hasta que llegué a la universidad. Una noche vi Los paraguas de Cherburgo y pasé de 'no, Dios, que no se pasen cantando todo el rato' a sentir que era la película que más me había afectado en mi vida”.
La La Land es una de esas películas especiales, de esas que se quedan con vos toda la vida. Y no solo por sus logros técnicos y actorales, sobre los que ya me explayaré, sino por la sensación que causa y lo que te moviliza. Si acudo a mi memoria sobre películas recientes que me hayan causado algo así tengo que retrotraerme a Hugo (2011) donde dije que Martin Scorsese le había escrito una carta de amor y admiración al cine. Aquí me sucedió lo mismo y no es casualidad porque este prócer viviente tiene mucho que ver con el director de este estreno. Con tan solo 32 años Damien Chazelle demostró que es la gran promesa y esperanza de la nueva generación de cineastas. Su fórmula es muy sencilla (en apariencia): homenajear a los grandes maestros a través de creaciones nuevas. En Whiplash (2014) tomó a Toro salvaje (1980) como gran referencia para el montaje, a Contacto en Francia (1971) y westerns de Sergio Leone para la narrativa y a El Padrino (1972) para la fotografía. El combo fue excelente y lo dejó más que bien parado en Hollywood con decenas de nominaciones a todos los premios. Y es justamente a Hollywood, a los años dorados, a los que rinde tributo en esta oportunidad. Desde los bailes de Fred Astaire y Ginger Rogers en Swing Time (1936) con hincapié en la escena en el Observartorio Griffith, lugar que incluso también se evoca cuando los protagonistas ven Rebelde sin causa (1955), pasando por Un Americano en París (1951) al igual que casi todos los trabajos más reconocidos de Gene Kelly, The Young Girls of Rochefort (1967) en el espectacular plano secuencia del opening, y muchas referencias a musicales clásicos tales como Singing’ in the rain (1952) y West side story (1961). Con todo esto Chazelle creó un universo impactante para los sentidos y una verdadera fiesta audiovisual con una historia simple, que ya hemos visto millones de veces, como motor. El esquema “boy meets girl” (chico conoce chica) está tan bien maquillado (en el mejor sentido que se le puede atribuir a esa expresión) que uno no quiere que la historia termine jamás. El otro gran punto fuerte son las majestuosas interpretaciones de Emma Stone y Ryan Goslig, cuya química en pantalla ya se había recontra probado en otras producciones pero que aquí adquiere un nuevo status. El talento de ambos es soberbio y puro. Imposible no enamorarse de sus personajes. Para coronar por completo esta joya del cine voy a describir sin spoilers el climax y decir que posee uno de los finales más satisfactorios que vi en los últimos años, de esos que realmente te pegan en todo sentido. Ya hace varios días que vi Lala Land y no logró sacármela de la cabeza, la sonrisa con la que salí del cine cuando la vi tardó varias horas en borrarse. Scorsese y otros genios dicen que el cine murió y yo no soy nadie para discutírselo, pero ver La La Land es creer de nuevo y festejar la magia que únicamente la gran pantalla puede dar. Incluso si no les gustan los musicales, no se pierdan La La Land
Una ruta congestionada por el tráfico es el lugar en donde Mía (Emma Stone), una joven camarera que aspira a convertirse en una actriz de Hollywood que va de audición en audición sin lograr éxito alguno, se topa con Sebastian (Ryan Gosling), un músico con ganas de tener su propio club de Jazz, el primer encuentro entre ellos no es de buena manera, pero más adelante vuelven a toparse sus destinos, ellos tiene algo en común: realizar sus sueños, esos sueños que parecen imposibles de alcanzar, pero el destino tiene preparado una sorpresa para ambos. “La La Land” es la tercera película de Damien Chezelle como director, anteriormente nos trajo “Whiplash: Música y Obsesión”, en su nuevo film también toma como eje el querer cumplir un sueño que parece difícil de alcanzar, en el caso de Mía es convertirse en una aclamada actriz de Hollywood, en el caso de Sebastián es lograr tener su propio espacio con el Jazz, género que siente que va a quedando en el olvido, “La La Land” es una película en donde esos sueños son posibles de acceder por mas que se vean inalcanzables. Una película en donde nos dejamos llevar por la historia de estos dos jóvenes enamorados siempre al compás de la música. Eso es un punto aparte, la música en “La La Land” tiene un gran despliegue desde su arranque con esa coreografía musical en plena ruta, hacen una delicia de ella llegando a que uno quiera cantar y bailar ANOTHER DAY OF SUN, tema con el que inicia el film, el resto de las escenas musicales están llenos de referencias a los clásicos del la época dorada de Hollywood. “La La Land” batió el record de llevarse 7 Golden Globe el mismo día, está claro que la película de Chazelle es un homenaje al cine de una generación pasada, donde predominaba la música, los bailes y la alegría, pero en su película no todo es color de rosa, también habla del fracaso y de abandonar una cosa importante de sus vidas para llegar a la meta de cada uno. La química de la dupla actoral es muy notable, saben hacerse dueños de la pantalla y que el público quede rendido a sus pies, Emma Stone posiblemente entrega uno de los mejores papeles en su carrera, Ryan Gosling tampoco se queda atrás, si bien en un comienzo los elegidos eran Emma Watson y Miles Teller para los roles protagónicos, pero ambos por problemas de agenda tuvieron que rechazar hacer la película, por eso hubo algunos retoquen en el guion, no sabemos cuál hubiese sido el resultado con esos actores. Lo bueno: No hay dudas, Damien Chazelle es un director que cuida los detalles y hace lucir a los actores, la manera de tomar el control es admirable, sino fíjense en el plano inicial. Lo malo: Se la vende como un musical, pero no todo es así, hay como 40 minutos de la película en donde no se escucha ningún tema, pero de todas maneras esto no afecta en nada.
CORAZONES ABOLLADOS Cuando el entretenimiento se busca como evasión rara vez se eligen obras que nos pongan a prueba. Esto es, que se metan con nuestros miedos, con nuestras elecciones de vida, con las fobias, con el dolor que provoca el rechazo y con lo que nos pasa cuando se nos ocurre enamorarnos. La La Land es de esas películas que uno no creería que pueda bucear tan profundo en nuestra conciencia y hacer que nos duela el corazón al recordar lo que fue, pudo y no pudo ser de nuestra propia vida en un impensado y colorido musical. Claro que no se trata de desmerecer al género, reconozco que no es de mi preferencia y salvo Cantando bajo la lluvia, Los hermanos caradura, La tiendita del horror o ¿Puede una canción de amor salvar tu vida?, podría contar con los dedos de una mano los musicales que recuerde como memorables en mi lista. Cuestión de gustos y prejuicios que, una vez más, debo reconocer como algo a corregir urgente. El comienzo es avasallante, muy al estilo Broadway: en una carretera llena de autos atascados sus ocupantes salen, muy prolijos pero a toda potencia y se ponen a cantar y a bailar un tema que va creciendo en intensidad y es acompañado por un travelling virtuoso en el que se perciben -desde el principio- las abolladuras de los vehículos antes de que sean pisoteados por los bailarines -sus reales dueños, cuenta la leyenda-. Esto indica que al director -detallista extremo como para pensar que fue un descuido- no le interesa disimular ni un poco que esa escena fuera ensayada muchas veces antes y considera, en cambio, meritorio mostrar todos los efectos colaterales que implicó su preparación. Y a la vez no deja de ser una señal de lo que se viene: color y brillo en una historia rosa y romántica, repleta de gags y momentos de dramática superficialidad como en los musicales, clásicos y no tanto. Pero claro, los abolladuras también quedan a la vista y nos hacen ver lo real y palpable de los problemas a los que se enfrentarán los protagonistas. Mía (la increíble Emma Stone) es una aspirante a actriz que trabaja en la cafetería de un estudio y se la pasa audicionando en busca de una oportunidad para convertirse en una de las estrellas que atiende a diario. Sebastian (el Ryan Gosling más histriónico al momento) es un pianista de jazz clásico que se indigna con la decadencia de su género musical favorito y sueña con hacerlo resurgir en el lugar más emblemático, históricamente hablando. Ambos, casi agua y aceite en gustos y preferencias, se conocen y reconocen luego de varios encontronazos que ponen en evidencia lo fortuito del amor a puro cliché. Hasta aquí todas son risas, incluso las complicaciones que vendrán no salen de lo cotidiano y del uso de recursos habituales en la comedia romántica tradicional, aunque todo brille mucho más en medio de grandes momentos musicales que, lejos de desconectarse de la historia, la hacen fluir. Luego el tema principal se vuelve más descarnado y pasa por las elecciones, por la renuncia a los sueños y los motivos que llevan a los personajes a eso. El director se mete con un fantasma que debe ser el demonio más grande que llevamos dentro y al que la mayoría de nosotros tarda demasiado -o no llega- a derrotar. En ese sentido es notoria la ausencia de un villano tangible, de un antagonista que provoque tensiones en la historia. ¿Se tratará de los implacables encargados de castings que rebotan a Mia sistemáticamente en cada audición? ¿Será el carismático pero implacable Bill (J.K.Simmons), encargado de frustrarle el repertorio a Sebastian, el más odiado del film? Nada de eso, el verdadero monstruo es el miedo al fracaso personal, algo que Mia no deja de expresar con increíble naturalidad. Esta situación es la que rompe con la estabilidad necesaria para que ambos vivan con tranquilidad su historia de amor y eso provoca que todos nos preguntemos qué es lo más importante en la situación que viven. Y la respuesta se complica porque el amor que Sebastian profesa por Mia es de los más puros, es de una nobleza que duele y deja chico a cualquier aspirante que quiera bajar la luna y las estrellas para el objeto de su afecto. Pero eso no tiene que ver con dejar todo por ella, sino en evitar que renuncie a sus sueños, aunque quepa la posibilidad de que no sigan juntos o ni siquiera vuelvan a verse. Es amor desprovisto de egoísmo. Damien Chazelle -superando ampliamente su trabajo en Whiplash– logra transmitir todo eso no sólo con hechos sino con pequeños diálogos que nos hacen entender todo. Incluso con gestos, con pequeños gestos como “esa sonrisa” que nos dice lo que les pasa por dentro a esos dos con precisión en un momento clave. También nos regala uno de los finales más emotivos de los últimos tiempos y sin golpes bajos, apelando sólo a nuestra sensibilidad. El director/guionista demuestra conocer la fibra íntima y motor que nos mueve a aquellos que tenemos una vocación, una pasión por lo que hacemos o quisiéramos hacer y por cómo luchar contra las concesiones que nos impiden lograrlo. La La Land es mi primer 10 desde que escribo en Funcinema. Si bien me parece un puntaje desprovisto de mesura y muy cercano a lo más subjetivo que uno pueda ser, no es antojadizo ni fanatizado. Es probable que la película presente detalles o algún que otro problema que tenga que ver con su estilo narrativo. En lo personal no me molestó en lo más mínimo y como me pasa cada vez que un director logra cautivarme, los asimilé como parte de una historia que hoy se me antoja perfecta. Tampoco me gustaría que Chazelle pase a ser un nuevo niño mimado de Hollywood y el ego lo desborde -teléfono para Iñárritu-. Espero que siga experimentando con distintos géneros para contar sus historias pero, por sobre todo, que no deje de abollar corazones, nos hace falta.
Pasión, creatividad y talento al servicio del entretenimiento Tras hacer historia en los premios Globo de Oro y en las recientes nominaciones a los Oscar, se estrena este tercer largometraje de Damien Chazelle, quien con apenas 32 años se ha convertido en el director estrella del cine estadounidense. Su consagración definitiva (ya había llamado la atención en 2014 con Whiplash: Música y obsesión) llegó con una suerte de homenaje y a la vez reformulación de uno de los géneros clásicos de Hollywood como el musical. En efecto, La La Land: Una historia de amor remite a las mejores exponentes de ese género (desde Cantando bajo la lluvia y Brindis al amor hasta el Jacques Demy de Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort), pero no se queda en la mera exaltación nostálgica (más allá de referencias explícitas a Ingrid Bergman o a James Dean) sino que le imprime una pasión, una energía, una capacidad para la comedia y una creatividad visual inagotable que lo convierten en un film en varios momentos fascinante y siempre disfrutable. La película arranca con una extraordinaria escena musical coreografiada en medio de un caos de tráfico en un puente de Los Ángeles contemporánea (aunque en muchos sentidos la historia es atemporal). Allí no sólo se conocen (de la peor manera posible) los dos protagonistas sino que también aparecen las características salientes del film: el trabajo con largos planos-secuencia (el montaje sería la mejor forma de esconder eventuales desajustes o desprolijidades) y una apuesta a la naturalidad incluso en el artificio. Es cierto que la película tuvo meses de ensayos previos, pero las estrellas Ryan Gosling y Emma Stone no tienen miedo de mostrar que no son ni brillantes bailarines ni excelsos cantantes. Y esa imperfección resulta perfecta para exponer las carencias y limitaciones de sus personajes, que no por eso pierden ni un ápice de su encanto ni su glamour. Gosling interpreta a Sebastian Wilder, un músico que se gana la vida tocando al piano standards de jazz en un restaurante en el que nadie lo escucha mientras sueña con reabrir un mítico club; y Stone, a una actriz que deambula sin suerte por toda sesión de casting y trabaja en una cafetería dentro de los estudios de Warner Bros. La película seguirá -con humor y sensibilidad y bien lejos de la posmodernidad de Moulin Rouge!- la historia de amor y los distintos caminos laborales. Para la controversia quedan algunos aspectos como la mirada algo conservadora (¿del personaje o también del guionista/director?) que opone al pop como el mal dentro de la música y al incomprendido jazz como refugio de calidad y buen gusto, así como cierto regusto amargo y hasta con algún dejo sádico cuando expone los sacrificios que hay que hacer para cumplir los sueños y que, a veces, tiene al amor como víctima principal. Más allá de estos u otros rasgos (no demasiado) polémicos, La La Land regala dos horas de entretenimiento puro y genuino que ratifican a Chazelle ya no como una promesa sino como uno de los directores más talentosos del panorama actual.
Fábula moderna de amor en un musical del siglo XXI Lo que diferencia al filme con Emma Stone y Ryan Gosling de otros musicales es sencillo: los personajes bailan porque lo necesitan. La La Land es excitante, ardiente, es una fábula moderna y un musical del siglo XXI. Da ganas de seguir viéndola, ensayar unos pasitos de baile. Es un homenaje a los clásicos de Hollywood, pero no se queda en el guiño, sino que reconstruye el género en tiempos en que la impaciencia reina. Los jóvenes no se bancan ni videoclips largos, ni qué hablar de relaciones si los desmotivan. La La Land trata sobre dos jóvenes que quieren ser artistas, tienen ambición, que quieren amar y triunfar en Los Angeles. El orden de los factores, aquí, altera el producto. Lo que diferencia a La La Land de otros musicales es sencillo: los personajes bailan porque lo necesitan. Es la manera de expresar su corazón. Lo que no pueden con palabras. Las vidas o los corazones de Mia y Sebastian se cruzaron en el embotellamiento que abre el filme. Entre bocinazos, calor y radios encendidas, cien (sí, cien) automovilistas descenderán de sus vehículos y harán un número musical para el recuerdo, al compás de Another Day of Sun. Tardaron dos días en filmarlo. La canción no ganará el Oscar porque se lo llevará City of Stars, que compone Sebastian a lo largo del filme. Mirá también Oscar 2017: Las 9 películas nominadas, trailers y fechas de estreno Emma Stone (el Oscar es suyo) interpreta a Mia, aspirante a actriz que es barista en la cafetería de los estudios Warner Bros. mientras aguarda ser descubierta. Ryan Gosling (el Oscar no es suyo) es Sebastian, músico jazzero que se gana la vida tocando en pianos bares mientras espera abrir su propio club y tocar la música que le gusta. Son dos románticos, dos soñadores, y dos perseverantes que quieren alcanzar sus metas –y nos recuerdan los sueños de la vieja época de los filmes de Hollywood-. Qué mejor que hacerlo en compañía, pero ¿si lo que uno ansía de alguna manera se choca con lo que desea el otro? Para ellos parece que estar juntos es fácil, pero amarse les resulta más difícil. Es allí donde la realidad los hace bajar de las estrellas (los números musicales son varios, uno mejor que el otro, como el de la colina de Hollywood, las citas a Un americano en París, Rebelde sin causa, pero el del Observatorio secunda a la escena que abre el filme). La La Land, como se la conocía a Los Angeles -el título juega con el “la la” de cantar-, decíamos, excita, emociona. Mia y Sebastian se enamoran, se dejan y se vuelven a encontrar, como en cualquier película romántica, pero no es una “comedia” musical. Porque no todo es color de rosa, ya no está Gene Kelly y la gente que va al cine puede conectarse con una historia de amor de verdad. Porque, al fin y al cabo, no todas las historias tienen que terminar. Ni tampoco tienen por qué terminar bien. ¿O sí?
La premisa es sencilla y hasta naif: una joven aspirante a actriz trabaja en una cafetería de un gran Estudio mientras sueña y se presenta a infinidad de castings. Por otro lado, un joven pianista, amante del jazz que sobrevive tocando música comercial mientras planea abrir su propio club. Los caminos de esta pareja se cruzan y el amor nace mientras luchan por forjarse un futuro en Los Ángeles. Damien Chazelle homenajea al cine de Fred Astaire y Gene Kelly con esta película bella de principio a fin. Una cinta rodada en colores estridentes, en escenarios naturales con cielos estrellados inmensos de fondos, farolas que iluminan la puesta y en donde los intérpretes y el reparto en general cantan, bailan y participan de elaboradas coreografías como quien dice "Buen día". En épocas de remakes, secuelas, precuelas y cualquier cosa que Hollywood pueda franquiciar, La La Land es una gema que no se puede dejar pasar, atrevida, original, irreverente, pero además técnicamente gloriosa, una declaración de amor al séptimo arte en cada plano, en cada movimiento de cámara. Un viaje a través del túnel del tiempo a los cuarenta y cincuenta, en un filme que pese a eso, nunca luce anacrónico, por el contrario, destila modernidad. Muchas veces se ha hablado de "la química" de tal o cual pareja, pero no fue hasta ver en pantalla grande a Emma Stone y Ryan Gosling, que este dicho tomó otra dimensión. Juntos son dinamita. Una pareja que trasmite alegría y emoción pero también frustración y ciertos toques de nostalgia. Y todo lo demuestran sin necesidad de impostar, de manera tan natural, que cuando lo hacen a través de una canción, logran calar hondo en el corazón del espectador. Y es que, en la relación de ambos, está el alma de la película, cuyo subtexto no es "el difícil camino de la fama" sino "el arduo trajín de los soñadores". Párrafo aparte para la estupenda música de Justin Hurwitz, que fusiona Jazz clásico con música orquestal y melodías pegadizas, que invitan a tararear. Todo lo que un buen musical debe tener para triunfar. Obviamente La La Land no es para todos los públicos, quienes no se permitan ingresar en la fantasía de un mundo musical, sentirán que el filme no tiene sentido. Sin embargo, para aquellos que adoran el género, las historias románticas y el cine clásico, ver esta cinta en pantalla gigante, en la oscuridad de una sala, es una ceremonia que merece ser vivida.
Sebastián (Ryan Gosling) es un músico de jazz purista, que mira con desdén al pop y las fusiones y está empeñado en demostrar que ese género para pocos tiene larga y exitosa vida. Como él, La La Land, la cautivante película de Damien Chazelle nominada a catorce Oscars, es un voluntarioso, y gozoso, ejercicio de nostalgia: un musical como los que ya no se hacen, los de Vicente Minelli, los de Fred Astaire, Gene Kelly, en los que la gente de pronto se pone a cantar y, desde la lluvia hasta el tráfico atorado de una ciudad como Los Ángeles es, ya no motivo de bronca, sino de felices y coloridas coreografías. Así de desconcertante, y de magnífica, es la apertura de la película, que encuentra a su pareja protagónica atascada, como decenas más, en una caravana de autos que no avanza, hasta que una chica se pone a cantar y terminan todos los conductores, vestidos con colores plenos y vivos, bailando sobre sus vehículos, haciendo de la autopista una fiesta como sólo pasa en el cine. Adaptados entonces al hecho de que estamos frente a un musical a la antigua en pleno 2017 de relaciones virtuales, La La Land invita a relajarse y gozar. Esta es la historia mil veces contada de una chica que conoce a un chico. Primero en ese atasco de tráfico: él le toca bocina, ella responde a la grosería. Y luego una segunda, tercera vez, hasta que ella lo escucha tocar, desde la vereda, y entra a un bar donde sólo ellos quedarán iluminados, recortados por la luz de todo lo demás que, gracias al amor, deja de importar. Parece extraño hablar de inventiva y originalidad con una película que toma algo ya hecho, con una cantidad de guiños a los grandes musicales de la época de oro, en plan homenaje. Pero la creativa puesta en escena de La La Land regala sorpresa, humor, belleza, alegría. Y melancolía, claro. Aunque está plagada de chistes eficaces, como la división del relato en las estaciones del año pero con el clima idéntico, o las “humillaciones” de Sebastian para ganarse el pan tocando Happy Birthday a cambio de propinas. Los diálogos ajustados, entre esos dos personajes inteligentes y enamorados que son Mia y Sebastian, suman a la empatía. En la ciudad de las estrellas, ella trabaja en la cafetería de unos grandes estudios de cine, y se escapa a todos los castings que puede, sin éxito. Él es músico-de-verdad, pero no puede pagar las cuentas. Ya en pareja, él la alentará a trabajar en su propio material; ella, que no entiende de jazz, lo ayudará a soñar con su propio club, donde tocar su propia música. El talento de ambos está fuera de discusión. Cuando Mía va a un casting y hace una prueba fantástica, la única forma de entender que los productores ni la registren es que hay allí una crítica hacia el estado de las cosas en Hollywood. Una intencionalidad, que quizá no es lo que mejor le sienta a la película. Pero cada plano secuencia de La La Land, cada toma, transpira amor por el cine, por la ciudad de los sueños rotos, por el ideal romántico de la vida que pudo ser y no fue. Entonces, tanto lo que Chazelle tenga ganas de decir como algunas decisiones sobre el final que pueden dar para la discusión, son matices que importan poco acá: el encanto que transmiten sus números musicales y su estupenda pareja protagónica, hacen que la película resplandezca, durante sus dos horas de duración, como una estrella especial.
Esplendor americano Las ambiciones impregnadas en la grandilocuente La La Land (2016) definitivamente corroboraron la potencialidad de Damien Chazelle para reinventarse con una propuesta provocadora para el conformismo que padecemos en el entretenimiento contemporáneo. En esta oportunidad, la creatividad de Chazelle demuestra un dinamismo sentimental, a diferencia de la apasionante Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014), y se perfecciona recuperando tecnicismos de musicales memorables para acercarlos a la modernidad, en concordancia con la parafernalia de Baz Luhrmann y determinados condimentos clasicistas, como reivindicar el cinemascope. El argumento de La La Land describe los encuentros entre Mia (Emma Stone), una empleada que se presenta en constantes audiciones para convertirse en actriz, y Sebastian (Ryan Gosling), un pianista desempleado que defiende los principios del jazz y fantasea con administrar su propio club para melómanos. Los pormenores que sobresalen en el entramado de estos personajes, como las dificultades de Mia para transformarse en una dramaturga, o la indiferencia del mainstream por los compositores tradicionales que desconforman a Sebastian, son construidos mediante la abundancia de estereotipos que simplifican el desarrollo para preponderar su espectáculo. Después de una apertura en una autopista con alusiones a Las Señoritas de Rochefort (The Young Girls of Rochefort, 1967), nos sumergimos en dimensiones con tonalidades desvirtuadas (como la secuencia de los enamorados bailando en el observatorio, encadenado con un digitalismo interactivo) y un melodrama coreografiado (las instancias con Gosling y Stone cantando en solitario). El tratamiento de las locaciones es técnicamente sobresaliente, resaltando la importancia de la ciudad de Los Ángeles como la verdadera protagonista. Otro de sus principales atractivos son los segmentos musicales evocando a referentes inolvidables como Cantando Bajo la Lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) y Brindis al Amor (The Band Wagon, 1953), homenajeados en diferentes circunstancias durante las actuaciones, además de inspirarse en conceptos como los mecanismos del estrellato en Nace una Estrella (A Star Is Born, 1954) y los conflictos del romance de Un Americano en París (An American in Paris, 1951). Estas pretensiones transforman a La La Land en una propuesta visualmente majestuosa, aunque su verdadero encantamiento es representado por la desenvoltura de sus protagonistas (los modismos de Stone y la humorada de Gosling), las composiciones de Justin Hurwitz, y el despliegue cinematográfico de Chazelle. Cuestiones como el esteticismo conservador y las reminiscencias norteamericanas manifiestan el compromiso de Chazelle por concentrarse en el tradicionalismo del establishment hollywoodense. Este puritanismo es una propaganda que no desequilibra lo gratificante de su emocionalidad.
En el preciso momento que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood terminaba de anunciar el récord de 14 nominaciones para “La La Land” (2016), película que bucea en la cultura popular y, especialmente, en las comedias musicales de antaño, se afirmaba una vez más la tradición de premiar, o al menos destacar, producciones que justamente respetaran formas de narrativa clásicas y las pusieran al día. Pasó con “El artista”, por citar solamente un caso reciente, y nuevamente vuelve a pasar con esta historia de amor, de pasión y de sueños con la que Damien Chazelle regresa a las pantallas tras la prometedora “Wiplash” con la que revolucionó todo. “La La Land” sigue los pasos de dos almas en pena (Emma Stone, Ryan Gosling), dos jóvenes que sueñan en grande a pesar que el presente los encarcela en rutinas tediosas y en tareas que ya no desean continuar. Por casualidad, o mejor dicho por designios de un guión clásico, sus destinos se cruzan y a partir de ese primer encuentro la progresión de la historia desandará el amor y desamor de ambos mientras cada uno, en lo suyo, comienza a despegarse del otro. Chazelle no es complaciente con sus personajes, y los va desnudando en la pantalla con sus miserias y con sus sesgos, y a pesar de ello va configurando, estratégicamente, un relato que contiene a ambos a pesar que la obviedad del mismo se neutraliza gracias a algunos de los números musicales. El espectador especializado, o el cinéfilo más ávido, podrá reconocer varias referencias a grandes musicales de antaño, los que, revisitados, envisten de nuevo sentido cada canción y baile que los protagonistas den. Pero como está Chazelle detrás de la pantalla, claramente el relato no será bondadoso con ellos, y en medio de la dulzura, de los colores, de la precisión escénica, de la simpleza de algunas bellas imágenes, habrá una mirada que coloque a ambos en una posición que podría haber sido diferente. Tras años de sufrir con adaptaciones de musicales de Broadway e intentos de resurgir un género que otrora supo conseguir miles de adeptos, el director convierte su propuesta en un homenaje pero también en una recuperación discursiva que funda en la nostalgia y en la alegría su posibilidad de disfrute. Sebastian y Mia (Gosling, Stone) transitan por la ciudad mientras conforman su historia en cada paso, baile y canción, hasta que uno de ellos decide, por sí mismo, y por el otro, dedicarse de lleno a una carrera. Ahí el guion trastoca su fundamento, y mientras todo lo bueno comenzaba a pesar, una salida hacia otro espacio, más oscuro, comienza a opacar la luminosidad con la que se decidió trazar el camino del amor de éstos. “La La Land” funciona como musical, pero también como romcom porque sabe que la química de los protagonistas y su entrega está presente, algo que hoy sería imposible pensar con otros actores aún cuando el destino de ambos quede sellado con un sinsabor, también una marca registrada en el género.
Tengo que confesar que cada vez que aparecen estas películas que enamoran a todo el mundo, suelo ponerme un velo de escepticismo. No es que piense que los críticos o espectadores están locos, sino que venimos de un año particularmente flojo de tanques comerciales y eso no ayuda a la fe. Así me senté a ver esta peli: desafiándola. “La la land” es un musical absolutamente posmoderno. ¿Qué significa esto? Que se basa en homenajes, en personajes que no son perfectos, en planos fragmentados y una enorme movilidad de cámara y, sobre todo, en el collage de influencias y estilos. Como dentro de estas intertextualidades está el cine clásico, obviamente su estructura responderá a esto. Para todos los que, como yo, están buscando el pelo al huevo, sí: el argumento es básico, es predecible, no tiene vueltas de tuerca y casi que podés cantar lo que viene. Para decepcionarlos desde ya con sus ganas de sobreintelectualizar todo, les aviso que aun así es tan mágica, tan nostálgica, tan romántica y dulce, que no te podés resistir. No hagas como yo y ni lo intentes. No está de más recordar que el director y guionista es Damien Chazelle, el mismo que se puso en el spotlight con “Whiplash”. Sus montajes rítmicos, su fascinación por la improvisación del jazz que usa para mover su cámara en los planos más impactantes, en esas explosiones de colores saturados al estilo los videoclips de Michel Gondry con una estética que se va desde el romanticismo del cine clásico y los vestuarios de los 50s, con los ringtones de iphone y los híbridos Prius, es lo que se lleva todas las palmas. Es realmente un festival de maestría técnica, de luces, sombras, de cambio de lentes y recursos. Si a esto sumamos la nostalgia de un amante del cine detrás de cámara nos encontramos con Bogart, Hepbrum, Bergman, Minelli, Astaire, Rogers, Charice, Reynolds y Kelly (por nombrar a algunos), vemos el romanticismo y la magia no sólo de ese lugar donde los sueños se fabrican de entre los deshechos de miles de otros rotos, sino lo inalcanzable que parece cualquier sueño desde la meta, hasta encontrarle la vuelta. Si bien Emma Stone es la actriz que lleva casi todo el peso de la historia, con su look de “girl next door”, hay que reconocer su trabajo en cuanto a lo vocal y lo físico, considerando que su entrenamiento previo era mucho menor. Y esos ojos que se comen la cámara. Pero me impactó lo minimalista de Ryan Gosling y esto en pantalla, queda maravilloso. No sólo toca el piano increíble y tiene una buena voz, sino que además baila con un gesto tan relajado, haciendo parecer tan sencillo y natural algo tan complejo, que no podés parar de mirarlo. Es la definición del carisma. Como todo cine clásico: se cuida a la estrella. Ellos hacen lo que mejor les queda, explotando su química, sus rasgos, su encanto. La cámara trabaja para crear el espacio donde brillen. El resultado final es este sabor agridulce del romance épico que te piden las grandes historias de amor que siempre recordamos. No te la pierdas y amala sin reprimirte.
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Seis años le llevó a Damien Chazelle lograr que financiaran su proyecto, el mismo que rompió el récord con los siete premios que se llevó en la última entrega de los Golden Globes y ahora comparte junto a Titanic (1997) y All About Eve (1950) el de mayor cantidad de nominaciones a los Oscars. La La Land se convirtió en el gran nombre de la temporada y si bien cumple con su prometido no es la mejor película de su director.
“La La Land”: un musical con más ángel que calidad Como las personas, hay películas que nacen con estrella. Tienen algo que les hace caer bien, que despierta simpatía en mayor o menor grado. La gente las envuelve con una sonrisa, celebra sus encantos, minimiza sus defectos y limitaciones, le abre parte de su corazón. Quizás el amor no dure demasiado, pero aun así se mantendrá el recuerdo agradecido. Eso pasa con esta película. No es la octava maravilla, puede que al encenderse las luces alguien se muestre medio escéptico, pero aun así, cada vez que escuche su melodía, o viva algo similar a sus personajes, sentirá ese puchito de simpatía que no se apaga fácilmente contra el suelo. ¿Por qué ocurre eso? Es el misterio de las elegidas por la suerte. Lo mismo que a las criaturas de su historia, que es la de dos soñadores en la ciudad de las ilusiones. Ahí llegan decenas de jóvenes dispuestos a comerse el mundo. Lo vemos en el prólogo, un notable número coral (Mandy Moore, coreógrafa) de perfecta coordinación, a puro plano secuencia. Ahí se verán los protagonistas por primera vez. Ahí alguien va a contarnos lo que pasará a lo largo de las cuatro estaciones de un año: el invierno de los esfuerzos, la primavera, el verano del romance, luego el otoño, luego un salto. Ella, mesera que sueña ser actriz como las del viejo Hollywood. El, pianista que sueña recuperar el local donde tocaron los viejos maestros de jazz, y recuperar esa música. Se alentarán, se exigirán mutuamente. El triunfo ha de llegar, ¿pero juntos o separados? "La La Land", nota musical, iniciales de Los Angeles, tierra donde asentarse, está contada con evidente fluidez, con mano hábil y conocedora de las tradiciones del cine musical, pero mejor aun conocedora de la vida. La música es agradable, sus intérpretes (Ryan Gosling, Emma Stone) se hacen querer, en fin. Hay algún bache en el medio, pero se recupera con una buena vuelta de tuerca y una fantasía final inesperada, elegante, melancólica y acertada. Claro que ese momento no llega ni de lejos a las dos películas cuyos desenlaces supone homenajear ("Un americano en Paris" sin suficiente despliegue y "Los paraguas de Cherburgo", sin intensidad melodramática) pero afloja los corazones. Difícilmente el realizador Damien Chazelle haga otra película de tan buena estrella como ésta.
“¿Cómo vas a ser un revolucionario si eres tan tradicionalista?”, pregunta el personaje de John Legend a Sebastian, una frase autorreferencial que Damien Chazelle responde con la mera concepción de La La Land. Es, después de todo, un musical original que homenajea a las películas clásicas de la época dorada del género y les inyecta nueva vida al traerlas a una Los Ángeles contemporánea. No es exagerado pensar que pueda revitalizar a este tipo de producciones, algo que se ve apuntalado gracias a sus cifras récord de 7 Globos de Oro ganados y 14 nominaciones para los Premios de la Academia. Pero no hay indicativo más fuerte de eso que en la actualidad haya una veintena de musicales en desarrollo dentro de los estudios, aquellos que hace un lustro no estaban dispuestos a financiar el proyecto del joven realizador por considerarlo un riesgo.
Los films musicales del siglo XXI pueden dividirse en dos grupos: las adaptaciones de éxitos de Broadway o del East End, como Chicago (2002), Mamma Mia! (2008) y Los Miserables (Les Misérables, 2012), y las producciones originales que beben de hits de artistas de la talla de Los Beatles –A Través del Universo (Across the Universe, 2007)- y de musicales de antaño, empezando por Moulin Rouge (2001). Dejando de lado las películas animadas, no proliferaron las propuestas novedosas; faltan nuevas composiciones, nuevos íconos. La La Land (2016) llega para cubrir ese espacio, y logra mucho más. Mia (Emma Stone) quiere ser actriz. Sebastian (Ryan Gosling) piensa abrir su propio club de jazz. Los caminos de estos jóvenes coinciden en Los Angeles, donde ambos sobreviven como pueden, sin perder de vista sus objetivos. Pronto surge un amor puro, un amor maravilloso, que será puesto a prueba por cuestiones profesionales y de la vida misma. La La Land es una película romántica, no sólo por cuestiones sentimentales sino en el sentido más alemán del término. Mia y Sebastian son artistas, dan todo por consagrarse, por vivir de lo que los apasiona; se sienten ajenos a los convencionalismos y abrazan su verdadera condición, aun con los obstáculos lógicos que deben atravesar todos los aspirantes a la gloria: rechazos, frustraciones, inseguridades. Porque no todo aquí es idilio y brillantina: la realidad, con toda su dureza, nunca deja de estar presente. Pero el esfuerzo y la esperanza siempre son más poderosos. Emma Stone y Ryan Gosling son la encarnación perfecta de estos seres inspirados e inspiradores. La química entre ambas había quedado patente en Loco y Estúpido Amor (Crazy Stupid Love, 2011) y Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013), pero aquí, y de la mano de grandes canciones y de coreografías inolvidables, logran explotar como nunca antes. Emma Stone, ya por sí sola, es la representación perfecta del espíritu del film: pura gracia a la hora de moverse, y con una rica gama de emociones durante las escenas intimistas. El principal romántico de esta ecuación es Damién Chazelle. Su pasión por el cine y la música (se formó como baterista antes de concentrarse en las cámaras) ya se ven reflejadas y conjugadas en su ópera prima, Guy and Maddeline on a Park Bench (2009). Filmada en blanco y negro, y de manera independiente, presenta una historia de amor con artistas en un contexto de jazz, dentro de un estilo que remite a Shadows (1959), de John Cassavetes. El director siguió explorando temas como el talento, los sueños y el sacrificio, ahora desde un costado más oscuro -pero no menos fascinante-, en su guión de Grand Piano (2013) y en Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014). La La Land le permite retomar ideas de Guy and Maddeline…, y las maximiza en grandes dosis de encanto, de color, de virtuosismo, de placer, sin esquivar los momentos de amargura y desolación. El espectador más entrenado identificará múltiples referencias a los musicales clásicos –Cantando Bajo la Lluvia (Singin’ in the Rain, 1952), por nombrar apenas uno- y a grandes figuras (Fred Astaire y Ginger Rogers, para empezar), además de films del calibre de Rebelde sin Causa (Rebel without a Cause, 1955). Sin embargo, Chazelle logra integrar cada guiño a la historia, sin caer en el homenaje calculado para los más devotos, de manera que pueda ser disfrutada incluso por el público que quiere iniciarse en el género. Además, su entendimiento de estos largometrajes se traduce en su manera de filmar: el tamaño y la duración de los planos dejan apreciar el lucimiento de los intérpretes, quienes cantan y bailan de verdad. Los detalles Cassavetezcos reaparecen aquí durante las escenas más naturalistas, que retratan la vida en pareja de los protagonistas, con sus aspectos más incómodos pero siempre reales. Al mostrar las desventuras de esta pareja y su vínculo con las obras y los valores de antaño, Chazelle habla de tradición y del funcionamiento actual del mundo de espectáculo, regido por cuestiones más comerciales. Sebastian mismo se debate entre seguir con el jazz y meterse de lleno en la banda de su otrora colega (John Legend), que mezcla diferentes estilos y goza de éxito popular. Lo que uno ama vs. lo que da visibilidad y estabilidad financiera. El romanticismo también aparece en esta subtrama. Mención especial para Justin Hurwitz, músico habitual de Chazelle, que aquí también alcanza la consagración. “City of Stars” y otras hermosas canciones pasan a integrar el Monte Olimpo de las grandes composiciones del cine. Lejos de ser elitista, alejada de todo videoclip, La La Land celebra los sueños, celebra luchar por los sueños, y sabe nutrirse de los clásicos para convertirse en un nuevo clásico por sí misma.
Lo mejor de la película de Damien Chazelle es la química que existe entre Ryan Gosling y Emma Stone. Sus actuaciones sustentan un film que entretiene y mantiene la atención del espectador, aunque sólo se queda en las buenas intenciones. Mía (Emma Stone) sueña con ser una gran actriz de Hollywood, y Sebastián (Ryan Gosling) con ser un pianista consagrado y tener un bar en el que se escuche jazz tradicional. Cuando se conocen se enamoran y comienzan una hermosa relación, en la que surge tanto la necesidad de acompañarse para concretar sus proyectos como las diferencias de espacio y tiempo que existen en cada anhelo personal. Situada en la actualidad, pero enmarcada en un escenario con reminiscencias del cine clásico, La La Land (La La Land, 2016) es una película musical que no decepciona. Sin embargo, tampoco cumple con todas las expectativas generadas por la gran cantidad de premios que obtuvo (7 Golden Globes Awards, 11 nominaciones a los BAFTA y 14 a los Oscars). Principalmente, se distingue por la banda sonora que atraviesa toda la historia y por las actuaciones de los protagonistas. El amor, los sueños y la importancia de la toma de decisiones son algunos de los temas que desarrolla el film de Chazelle. Y lo hace intercalando instantes reales y mágicos, que el público agradecerá. ¿Es compatible la realización personal con la profesional? La La Land da una posible respuesta a este dilema, entre acordes y pasos de baile.
El peso de los sueños Caer en una compulsa sobre la cantidad de premios o no que pueda ir cosechando este film, sería realmente entrar en un debate sobre la importancia de los premios otorgados por la Industria cinematográfica a sus pares cuando en realidad existen muchas otras áreas para volcar la mirada y pasar del encandilamiento de la espectacularidad a la fría lectura ideológica de un modo de sentir el cine. Como si de ese murmullo del atascamiento automovilístico del comienzo de La la land arrastrara el caos entre la tradición del Hollywood más clásico frente a la fragmentación del pop y el post modernismo. En el medio de ese desafío, se planta nada menos que el joven Damien Chazelle, cinéfilo y melómano, quien ha logrado conjugar en este opus sus dos pasiones al servicio del cine en primer lugar y con un guiño más que evidente a la Industria y a sus modelos intocables de representación. Para Chazelle la referencia obligada que lo conecta con La La Land no son la cantidad de homenajes a películas musicales o directores emblemáticos del género, sino su opera prima Guy and Madeline on a bench park. Este musical austero en blanco y negro narra los encuentros y desencuentros de los protagonistas, con trasfondo de música jazz y retrata la escena urbana de los artistas callejeros como aquellos portadores de los sueños que no se negocian. ¿Qué hacer entonces con un mega presupuesto, todas las disposiciones técnicas al servicio del equipo y estrellas como Emma Stone y Ryan Gosling, con un pie dentro y otro fuera de la industria? La respuesta se encuentra en este film híbrido, que funciona como contracara artística frente a la era del artificio digital para rescatar el oficio de los hacedores. Esos hacedores que antaño apostaban a los sueños de sus creaciones son la contracara de los asalariados de turno, que sin pasión ni sueños mueven los engranajes del Hollywood más bobo y reiterativo de todos los tiempos. Esa mediocridad inclusive se trasparenta en lo musical, en esas películas diseñadas para vender soundtracks ante tanta demanda de las mismas canciones, los mismos temas, estribillos e intérpretes. Por eso hay jazz, por eso free jazz, lo viejo y lo nuevo amalgamado en el caos orgánico que no es lo mismo que el caos organizado. Pero a tanto riesgo se le antepone siempre el cálculo porque no se puede olvidar uno que el medio es el mensaje, entonces la ideología del american dream se cuela en los intersticios de las notas, le quitan el peso a los sueños cuando se trata de compartir la aventura de sobrevivir al sistema. Hay una idea subyacente en La La land que me permito introducir y que obedece a la dialéctica entre solistas y orquestas, o entre un solista como el pianista de jazz Sebastian en busca de su dueto con Mia para que la melodía desencadenada se ate a los sueños de ambos. No es el baile pareciera decir el cuadro del baile sino quien lo baila y cómo lo baila; no es cantar bien y de forma afinada, sino cantar con el alma como lo hacen estos dos actores que con dedicación y pasión encontraron la riqueza de la imperfección sin que les importara el jurado de American Got Talent. En cada línea de diálogo de la historia más sencilla jamás filmada se traza toda la línea ideológica del propio Chazelle o acaso a quién le habla Ryan Gosling cuando entra en el duelo retórico con su jefe J. K. Simmons en el bar y termina acatando el injusto intercambio en la lista de temas. La respuesta es sumamente sencilla: a Hollywood, a los ejecutivos y a sus colegas actores del star system que caen en la pereza comercial para no quedar mal parados en sus proezas o sueños. La otra línea es la del jazz, y su peligro de extinción porque nadie lo escucha como a ese género que parecía de otro tiempo, de otro cine, el de pantalla grande y colores puros, que gracias a un cinéfilo y un melómano hoy vuelve a sacudir la resaca del conformismo formal y hace del clasicismo un lenguaje capaz de revolucionar gracias al poder de la magia del cine.
Excelentes números musicales y un homenaje formalmente impecable a los clásicos de la Era Dorada de Hollywood es lo mejor que tiene para ofrecer la nueva película del director de “Whiplash” que, lamentablemente, no esta a la altura de sus referentes a la hora de narrar una historia sensible, coherente y generosa con sus personajes y con el público. Protagonizan la notable Emma Stone y Ryan Gosling. La nostalgia es un arma de doble filo. Y películas como LA LA LAND son el ejemplo perfecto de esa contradicción. Un bello homenaje a los musicales de la Edad de Oro de Hollywood, la película de Damien Chazelle es también una historia que se contradice a sí misma, que está peleada con su propia lógica narrativa. Tal como dice la frase que abre esta crítica –y que uno de los amigos del protagonista le espeta en la cara a él–, es la historia de alguien que cree que todo tiempo pasado fue mejor y que la única forma de salir airoso y con la cabeza en alto de esta triste realidad es refugiarse en el pasado: las películas de entonces, el jazz de todos los tiempos. Para él, ser revolucionario es volver a los ’50. De ahí en adelante, nada vale la pena. La historia que cuenta LA LA LAND es la más simple y vieja del mundo: chico conoce a chica, empiezan un romance, luego viene la tristeza y, como diría Leonardo Favio, unas pocas cosas más. De entrada queda claro que Chazelle tiene el talento y el ingenio para montar números musicales espectaculares. De hecho, el primero –que transcurre en una atascada autopista y que fue parodiado en la apertura de los Globos de Oro– es tan notable, que la película nunca lo logra superar y corre tras su sombra durante dos horas. Tiene, claro, otros notables (aunque más pequeños) momentos musicales/coreográficos donde se conjura cierta magia clásica gracias al encanto y al talento de Emma Stone, primero, y de Ryan Gosling, en menor medida, después (que me perdonen sus fans pero es un actor que no me termina de convencer), pero el primero es tan arrollador como insuperable. Un verdadero showstopper. Sebastian es un músico de jazz que quiere tocar sus canciones y llegar a abrir un club de jazz en un lugar que supo ser un templo de esa música y hoy se ha convertido en un bar de “samba y tapas”. Pero no le queda otra que tocar ahí melodías navideñas y, apenas se le cruza por la cabeza arrancar con algo más jazzero, lo echan al instante. Ella, Mia, es una actriz que trabaja en un café en los estudios de Warner y que no logra pasar ningún casting, más allá de su evidente talento y gracia (la escena que actúa en su primera sesión es tan notable que hay que pensar que son idiotas los directores de casting que no la saben apreciar). Pero así son las cosas en Hollywood y la chica no tiene más opción que circular por fiestas con ricos, famosos y wannabes que, previsiblemente, son uno más nabo o pedante que el otro. Pero ellos, se sabe, son mejores que los demás y pronto se van a encontrar. Tras cruzarse un par de veces y casi maltratarse, al final terminan coincidiendo en la salida de una fiesta en la que ella se aburre y él, para ganarse el pan, tiene que tocar en una banda que hace covers de los ’80 y se viste con atuendos de la época. Para Chazelle, evidentemente, tocar temas de A-ha y A Flock of Seagulls debe ser algo tan patético como comer tapas y escuchar samba a la vez, y pronto ambos salen a la calle y conectan. Allí sucede otra de las grandes escenas del filme: un numerito musical más pequeño en las colinas de Hollywood que es de una belleza y sencillez encantadoras. En todos los casos, y siguiendo ese purismo (respetable, pero purismo al fin), Chazelle hace sus números musicales en planos secuencia para que se vea que sus actores cantan y bailan, más allá que las voces suenen grabadas allá lejos y hace tiempo, y los planos secuencias tengan sus ocultas trampas. De todos modos, todas las escenas musicales/coreográficos son un deleite de puesta en escena. Mis problemas con la película pasan por otro lado. Sebastian, al principio, es un jazzero puro y duro que le pide a ella que deje de hacer castings para series malas (porque la TV, claro, es mala) y que escriba su propio unipersonal teatral (porque los unipersonales son inherentemente buenos y nobles), algo que le costará mucho a Mia sacar adelante. Pero luego de escuchar una conversación telefónica entre ella y su padre en la que Mia le dice que él no tiene un trabajo fijo, Sebastian decide sentar cabeza y aceptar el convite de un ex compañero de andanzas musicales que ahora es exitoso sacando discos y haciendo giras con una banda de soft-jazz, o pop-jazz, lo que para él es algo así como un castigo divino. Tanto asquito le da –y tan buen músico de jazz de verdad es él– que toca los solos con una mano mientras tiene la otra en el bolsillo. No solo eso sino que el público, esos “idiotas” que colman los estadios, lo ovaciona por esa basura que hace. Pero quiere ser un buen partido y se sacrifica por ella, algo que Mia jamás le pidió. Los conflictos posteriores ya ameritan un aviso de SPOILER, así que los que hayan visto la película o no les importe enterarse, pueden seguir leyendo. A los que quieran evitarlos les recomiendo saltearse estos dos párrafos. Los conflictos dramáticos que llevan a la pareja a distanciarse son tan confusos como insustanciales: una separación por unos meses porque ella tiene que filmar una película o él tiene que hacer una gira no deberían ser un problema, al menos en principio, para personas del llamado “mundo del espectáculo”. De otro modo no habría pareja que resista. Y si bien es cierto que pocas resisten, acá se plantea como un problema insuperable… de entrada. Y no como una consecuencia. Más cerca del final, Chazelle apuesta a volver a contar toda la historia en una suerte de what if: ¿qué hubiera pasado si todo salía bien y ambos, además de triunfar en sus respectivos universos, seguían juntos? Lo que queda claro es que no hay muchas diferencias, que tranquilamente podrían haber seguido en pareja, ya que no parece haber otro factor de separación que una potencial distancia física. Y uno imagina que gente con la pasión que se profesan (cuando bailan en el planetario del Observatorio Griffith tras su frustrado intento por ver REBELDE SIN CAUSA parecen estar enamorados como pocos lo hemos estado alguna vez) podría pelear un poco más por mantener ese lazo. Acá, bueno, los guionistas decidieron que no vale la pena el esfuerzo. Ya SIN SPOILERS, lo que queda claro es que Chazelle es un cineasta muy talentoso que tiene muchas mejores ideas para la puesta en escena que para la narración, las historias y los personajes. Sus músicos de jazz blancos, nobles salvaguardas de una cultura en extinción, que les explican a las chicas lo que es el jazz (ella cree que jazz es Kenny G, un chiste que era malo y viejo en 1997) me resultan cada vez más intragables. Y aquí, como en WHIPLASH, la chica termina siendo algo que puede representar un incordio a la hora de seguir a la musa de Charlie Parker y compañía. Porque para un músico de jazz lo primero, lo último y lo único que importa es el jazz. Las mujeres pasan, Art Tatum queda. Lo cual nos lleva a otro problema de la película: su nostalgia respecto a los musicales clásicos de Hollywood y a sus versiones un tanto más vanguardistas de Jacques Demy (LOS PARAGUAS DE CHEBURGO y especialmente LAS SEÑORITAS DE ROCHEFORT, cuyo número musical inicial remeda y expande) de los ’60 no necesita asentarse en un desprecio por todo lo que hecho luego. El cine clásico puede ser insuperable y, siguiendo la lógica de Chazelle, el jazz también, pero no hace falta despreciar todo lo demás para celebrarlo. LA LA LAND podría haber sido un excelente musical si no buscara “enemigos” donde no necesariamente los hay, un musical celebratorio, inclusivo y generoso, que es lo que promete la excelente escena inicial que es un cruce de razas, estilos y culturas en medio de una autopista donde cada idiosincracia y gusto son respetados. Pero Chazelle no puede ser celebratorio al cien por ciento. En algún lugar tiene que marcar líneas, ponerse en portero de algún exclusivo bar nocturno: “vos entrás, vos no”. Eso se extiende al punto de impedir un final totalmente feliz ya que, siguiendo esta misma lógica, la película puede ser mágica (y la música y el baile), pero la vida siempre te va a jugar una mala pasada cuando menos te lo esperás. Y si no sale naturalmente, para eso están los guionistas… Y es una pena porque la película tiene todo para ser extraordinaria. La música y las canciones funcionan (si bien lo que Sebastian compone no es precisamente el jazz más puro que dice admirar) y, si el espíritu celebratorio y pop de verdad que tienen muchas de esas canciones se trasladaran a toda la película, podríamos estar hablando de una obra maestra. LA LA LAND ofrece un combo potencialmente insuperable que incluye también muy buenas coreografías y diseño de producción, una gran puesta en escena de los números musicales y la mágica Emma Stone –que hace siempre todo bien– en el rol principal. Pero tiene un director/guionista que en algún punto tiene que dividir las aguas, separar justos de pecadores, echando a perder gran parte del placer democrático y popular que supieron ser los grandes musicales clásicos de Hollywood.
Salvo que a la gente de Hollywood le pique la necesidad de ser trágicos al divino botón, “La La Land” debería ganar el Oscar caminando. Por una vez, este crítico está seguro de que una película le va a gustar a todo el mundo: es el romance entre dos artistas (una actriz en ciernes, un pianista de jazz un poco frustrado) que se desarrolla durante un año, con altas y bajas. Es, también, más que un homenaje al musical (no al “musical clásico”, sino a todo el género), una especie de catálogo: la historia recuerda a “Nace una estrella” y, sobre todo, “New York, New York”; el tono y el espacio parecen provenir de las películas de Jacques Demy. De hecho, es como si Demy dirigiera “New York…”, más una secuencia al final que viene directo de “Un americano en París”. Si no vio nada de eso, la película es un cuento musical lleno de colores, agridulce como lo son todas las fábulas sobre el espectáculo. Si vio todas esas películas, el film se transforma en otra cosa, una especie de pregunta sobre por qué el género ya no existe salvo estas excepciones que, con tanto homenaje, sólo nos recuerdan que ha muerto. Por una vez, además, este crítico dice que detractores y defensores tienen razón. Y que Emma Stone y Ryan Gosling son química pura y constituyen el mejor argumento para ver la película.
La La Land: drama y pasión bajo las estrellas de Hollywood Mia (Emma Stone) trabaja en un bar dentro de un estudio de cine. Dejó sus estudios, su ciudad natal y se mudó a Los Ángeles persiguiendo su sueño: convertirse en una actriz de Hollywood. Como muchas otras chicas, se presenta a miles de castings una y otra vez tratando de tener ese golpe de suerte que le permita mostrarse y poder vivir de lo que ama. Sebastian (Ryan Gosling) es un pianista que vive tocando -a regañadientes- en donde puede, y si su gusto se lo permite. Es que el músico es un devoto amante del jazz y también tiene un sueño: abrir su propio club en donde se pueda rendir tributo al jazz más puro. Pero para poder ahorrar dinero tiene que, a veces, hacer concesiones a las que no está dispuesto. Ambos se encontrarán una y otra vez y pronto un vínculo hermoso comenzará a florecer. Mia y Sebastian descubrirán que se aman, y se alentarán y apoyarán entre ellos para que sus aspiraciones sigan teniendo vuelo. Pero los logros que pretenden tener como artistas, sus sueños, pueden ser los mismos que atenten contra un futuro juntos. Ganadora de 7 Globos de Oro en la última edición de estos premios, rompiendo el récord de Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975) y Expreso de Medianoche (Midnight Express, 1978), así como también el récord del film en ganar cada categoría a la que estuvo nominada. Nominada en 14 categorías de los Premios Oscar, igualando a La Malvada (1950) y Titanic (1997). ¿Está justificada tanta nominación y tanta presea? Y la respuesta es: se merece todos y cada uno de esos reconocimientos. Y mucho más... Hay varios tópicos en donde podríamos empezar. Los actores: Ryan Gosling y Emma Stone tienen presencia, carisma y la pareja es convincente. Ya lo habían demostrado en Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid, Love., 2011) y Fuerza Antigángster (Gángster Squad, 2013). Stone tiene esa chispa y naturalidad que la aleja de la celebrity y la acerca más a la gente. Gosling atraviesa un gran momento actoral y con su sonrisa casi es suficiente para cautivar al público. El director y guionista Damien Chazelle. Su amor por la música y talento para plasmarlo en la pantalla grande lo había demostrado con su ópera prima Guy and Madeline on a Park Bench (2009) y con el film que llamó la atención de todos Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014); casualmente las dos tratan sobre jazz. Pero, además, el realizador rinde un profundo y sentido homenaje a los musicales de Hollywood, un género casi tan norteamericano como el western, o tal vez más. El director muestra mucho conocimiento en el tema, ya que hay muchas, muchísimas referencias a esta clase de largometrajes (algunos sutiles y otros casi calcados). Cantando Bajo la Lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) es uno de los más referenciados; pero hay otros como Broadway Melody of 1940 (1940), Un Americano en París (An American in Paris, 1951), Brindis al Amor (The Band Wagon, 1953), Al Compás del Amor (Shall We Dance, 1937) o Amor sin Barreras (West Side Story, 1961), entre otros. La otra pata clave es la música. Los números musicales en los que los protagonistas bailan y cantan, o los temas incidentales son preciosos. Un dato de color es que Gosling aprendió a tocar el piano de memoria tomando lecciones de dos horas al día durante seis días de la semana, permitiéndole hacer esas escenas sin usar doble o efectos por computadora. La La Land es una obra increíble, con un final que la engrandece aún más porque le da una profundidad que la saca del musical común y corriente. Es un largometraje obligatorio que ningún amante del cine, por ningún motivo, debería perderse.
Esta historia agasaja a la música, al cine y al musical. Llena de referencias y homenajes al Hollywood clásico, como: “Un americano en París” (1951), “Cantando bajo la lluvia” (1952), “Rebelde sin causa” (1955), "Mary Poppins"(1964), entre otras, sin ninguna duda le da una caricia a Hollywood. Las interpretaciones de los protagonistas son excelentes, poseen una química que traspasa la pantalla, sus miradas tienen magia, a través de ellas se dicen mucho más que mil palabras y el resto del elenco secundario está correcto. Contiene extraordinarios: planos secuencia, coreografía, música, estética plano por plano, una gran paleta de colores y poesía visual. La fotografía logra tomas que te hacen vibrar, emocionan, con un aporte de calidad y elegancia. Una película ideal para los soñadores, conmueve llegando al corazón de los artistas, a los sentimentales, con un toque agridulce y con una gran banda sonora. Tiene un pequeño guiño que nos recuerda a “Corazonada” o "One from the heart"(1981) de Francis Ford Coppola. Entretenida, aunque no influye su guión es flojo e intenta sostener su ritmo, pero tiene un buen giro en su desenlace final. Dirigida por el talentoso Damien Chazelle (32) repite algunos elementos de su anterior film “Whiplash: Música y obsesión” (2014). La La Land (La Ciudad de las Estrellas), es una firme candidata a los premios Oscar.
La La Land llegó a los cines y rápidamente se convirtió en la favorita de la crítica mundial. El film es bello, tiene buen gusto, dos actores que dan bien en pantalla, fotografía que deleita nuestros sentidos y música que moviliza. También habla de los sueños, esa pulsión que todos tenemos dentro, esa pasión por lograr un objetivo profesional, una vocación y qué pasa cuando no lo podemos concretar, qué pasa cuando sí podemos y que hubiera sido si. En medio de música y baile con cientos de homenajes a películas de la época dorada del cine musical, sucede una historia de amor; pero es el amor tan fuerte como para sostenerse en el tiempo, para pasar todos los altibajos y problemas? La primera media hora del film, hasta que arranca la historia de amor en sí, se hace un poco larga y extensa, al principio, para los que no somos muy amantes de los musicales se puede tornar media pesada; luego con el correr del relato, y cuando comenzamos a conocer a los personajes, la película nos va encandilando y nos atrapa. Ryan Gosling y Emma Stone hacen un muy bello y correcto trabajo, transmiten la pasión por el Jazz, el musical y el baile. Desde la dirección, la cámara es vertiginosa, logrando que las escenas donde hay música (recitales y lo que entraría en el rubro comedia musical), sean un deleite visual, dando la ilusión de que lo estamos viendo en vivo en un teatro de Broadway. La La Land, es una bella película y aunque no es para todo el mundo, si se le da tiempo y se la conoce, como a un nuevo amor, nos va a enamorar.
Desde su primera película, “Guy and Madeline on a Park Bench” (2009), el director y guionista Damien Chazelle supo combinar sus dos amores: el cine y la música. “Whiplash: Música y Obsesión” (Whiplash, 2014) lo puso en el candelero de Hollywood y con “La La Land” (2016) terminó ce conquistar a la crítica y el público. Chazelle es un músico de jazz frustrado, sin duda alguna y, aunque puede bucear en otros géneros y salir airoso como el guión de “Avenida Cloverfield 10” (10 Cloverfield Lane, 2016), son las historias musicales y cargadas de pasiones, las que mejor le sientan. Menos mal que no insistió con su carrera como baterista de jazz porque nos hubiéramos perdido de esta maravilla cinematográfica llamada “La La Land”. En esta dramedia romántica y musical, el realizador se concentra en homenajear al Hollywood más clásico, pero desde una perspectiva muy actual. Estamos en la “tierra de las oportunidades”, donde los soñadores llegan con poco y nada para cumplir sus fantasías de fama y estrellato. Entre ellos se encuentra Mia (Emma Stone), joven actriz que pasa sus días audicionando sin mucho éxito, mientras le sirve café a las estrellas. Por otro lado, está Sebastian (Ryan Gosling), un bohemio músico de jazz que reniega del modernismo y sueña con tener su propio establecimiento. El destino quiere que estos dos crucen sus caminos y se enamoren, a pesar de sus diferencias y sus maneras de ver el mundo. Desde el minuto cero, con una increíble apertura y un plano secuencia digno de los mejores (aplauso, medalla y beso para el director de fotografía Linus Sandgren), la película nos sumerge en el ritmo de sus canciones -cortesía de Justin Hurwitz y el mismísimo Chazelle-, sus colores y una puesta en escena que recuerda los mejores musicales de la Era Dorada hollywoodense. Entre numerito y numerito, hay drama, humor, romance y el encanto y la química que surgen entre Gosling y Stone. A él, la historia le queda pintada, y ella logar cautivar a pesar de sus ojos saltones. Ojo, “La La Land” no viene a cambiar la historia del séptimo arte, pero sí a fusionar lo viejo y lo nuevo con melancolía, un toque de fantasía y un regocijo que inunda el alma de hasta el más escéptico. Su argumento no deja de ser un tanto convencional, al fin y al cabo es una típica historia de amor en las calles de Los Ángeles, pero es una sentida y honesta carta de agradecimiento a la magia del cine y a sus elementos formales por igual. A menos que sean odiadores de los musicales -tengan en cuenta que los protagonistas se ponen a cantar de la nada como parte de la trama-, resulta imposible no amar cada una de las canciones y salir de la sala tarareando y silbando los acordes de “City of Stars”. Entre otras cosas, Chazelle toma prestada cierta iconografía de “Cantando Bajo la Lluvia”, “Sweet Charity”, “Sombrero de Copa” y otros tantos clásicos, para redefinirlos y aggiornarlos a los nuestros tiempos. Emma y Ryan son el centro de esta historia que también cuenta con J.K. Simmons, John Legend y Tom Everett Scott. Los ojos, y las luminarias, están puestos sobre ellos, sus sueños y deseos, aunque no siempre brillen fulgurantes. El realizador nos cuenta una historia de amor, pero no cae en convencionalismos, y ahí es donde “La La Land” deja de ser condescendiente y piensa más en las intrincadas relaciones del siglo XXI. Al fin y al cabo, la fantasía persiste porque Hollywood es la tierra de las oportunidades donde los sueños se hacen realidad y el sol sigue brillando a pesar de que las puertas se cierren.
POLVO DE ESTRELLAS En pleno cortejo, recorriendo las calles de mentira y las escenografías vacías de los estudios Warner Bros., el músico Sebastián le dice a la actriz en progreso Mia, “Se venera todo y no se valora nada”, una visión amarga y descarnada de lo que piensa sobre su adorado jazz, tan respetado como olvidado, o en el mejor de los casos, destinado a que lo disfruten solo los entendidos. Esa línea de diálogo bien puede aplicarse al musical, amado y denostado por igual, un género casi en desuso al que se recurre en contadísimos casos -recientemente en ¡Salve Cesar!, el desaforado homenaje al Hollywood de los estudios, los hermanos Coen incluyeron un nUmerito protagonizado por Channing Tatum-, así que realizar un musical en el presente, que transcurra en el presente y sea efectivo para el público del presente, representa una empresa ardua. La La Land cumple con ese objetivo y el responsable es Damien Chazelle (32), la nueva estrella fulgurante en el firmamento de la industria del cine, el chico que quieren todos, el que se probó con éxito en la bella Guy and Madeline on a Park Bench y que con Whiplash, oda al sacrificio, a la rivalidad maestro-alumno y a la autoflagelación, empezó a jugar en las grandes ligas en serio. Chazelle es astuto y hay que reconocerlo cuando lo primero que hace es escribir y hacer una apuesta de autocelebración de Hollywwod, la fabrica de sueños, bla, bla, bla. Y justamente, siguiendo con el precepto que de alguna manera el musical es la idealización del cine, abre con un numerazo que transcurre en una autopista atestada, llena de jóvenes en sus Prius de bajo consumo y claro, el deseo de todos y cada uno de triunfar, ser parte de la industria, gustosos insumos para la fabrica de fantasías y anhelos de buena parte del planeta. Y sigue, ubica en la secuencia a Sebastian (Ryan Gosling), un eximio pianista de jazz que sobrevive como puede mientras pelea por lo suyo en la gran ciudad y a Mia (Emma Stone), que atiende el bar de la Warner (no, sutil no es pero si funcional a la historia) y se sostiene a base de casting, rechazos y esperanza su sueño de ser actriz. La historia de amor nace, progresa, se sostiene, muere y se mantiene por siempre a pesar de los tropiezos y la vida, que es dura e injusta. Por supuesto, está Emma Stone, con el exacto timing para la comedia y el drama, una actriz talentosa que bien puede lucir desamparada, una mujer que cumple el precepto ese de solo soy una chica pidiéndole a un chico que la quieran y al instante, mostrarse bella e inalcanzable, una estrella indiscutible. Y junto a ella Ryan Gosling, con todas sus cualidades de galán clásico en su punto máximo, tanto que por caso, roza el charme de Cary Grant. Entonces queda el musical y Damien Chazelle va por todo: Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), La cenicienta en París (Stanley Donen, 1957), La bella durmiente (Eric Larson, Wolfgang Reitherman, 1959), Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), y así. Y pétalos, estrellas, bares soñados, vestuario vintage, soñar, ganas de vivir, triunfar, todo, pero todo el imaginario Hollywoodense está plasmado en La La Land, casi como si Chazelle fuera una versión actualizada y definitivamente menos filosa de Quentin Tarantino, que saquea en las existencias del cine para las nuevas generaciones. Poco más de dos horas dura el logrado tributo, pero en la última parte el relato olvida sus propia dinámica musical y se concentra en el drama. Una lástima, porque todo lo anterior era parte una sofisticada e inteligente puesta del artificio y de la belleza del género, que se mantiene ahí, a la espera de nuevas relecturas. LA LA LAND: UNA HISTORIA DE AMOR La La Land. Estados Unidos, 2016. Guión y dirección: Damien Chazelle. Intérpretes: Ryan Gosling, Emma Stone, J.K. Simmons, John Legend y Rosemarie De Witt. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurwitz. Edición: Tom Cross. Diseño de producción: David Wasco. Duración: 128 minutos.
En la tierra de los sueños La La Land es un homenaje a los musicales de la Metro con momentos hermosos y una pareja encantadora, pero con un guión que hace agua. El record de 14 nominaciones al Oscar (que comparte con La malvada y Titanic), siete Globos de Oro (que no comparte con nadie) y el run run entre los que la fueron viendo desde su estreno en el Festival de Venecia hace poco más de cuatro meses hace de La La Land: Una historia de amor la película más esperadas del verano. Además hay que agregar que se trata de la nueva de Damien Chazelle, que sorprendió hace dos años con la extraordinaria Whiplash: Música y obsesión, y que es un musical que se propone como homenaje a los clásicos en Technicolor de la Metro de fines de los años ‘40 y principios de los '50. El objeto La La Land es extraño y problemático. Recuerda por un lado a El artista, de Michel Hazanavicius, en cuanto a que imita un género de una época en particular sin actualizarlo. En favor de la película de Chazelle podemos decir que no es lo mismo echar mano de un musical de los años '50 que del cine mudo: en los primeros había una estética buscada que no tenía relación estricta con las restricciones técnicas. Con mejor voluntad, podemos emparentarla con Lejos del paraíso, de Todd Haynes, y su representación de los melodramas de los años '50; el homenaje explícito a Rebelde sin causa nos lleva en esa dirección. Hasta la mitad de la película, la cuestión es esa y podemos alternar entre el disfrute de este homenaje muy bien filmado y el hastío de saber que estamos ante un truco, consecuencia de la falta de ideas, que para colmo va a ser festejado en la ceremonia de los Oscar como lo más novedoso. Yo me encuentro más cerca del primer grupo, pero no eso no es tan importante. Porque el problema verdadero viene después. A partir de que Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) se besan por primera vez y empiezan la relación, La La Land pega un giro, abandona el musical, y entra en un pozo narrativo del que emerge en los últimos minutos gracias al evidente talento de Chazelle para cerrar sus historias con un timing (un tempo, digamos) perfecto. Pero la segunda mitad de la película, que es la que contiene toda su densidad temática, no solo palidece respecto de la primera, sino que es confusa y desprolija por sí misma. Sebastian es un pianista virtuoso amante del jazz a la vieja usanza, pero que sobrevive tocando teclados en bandas de covers de música que detesta. Mia es una aspirante a actriz que trabaja en el bar del lote de la Warner Bros. y se acerca a ese temido momento en que tiene que reconocer que fracasará en alcanzar su sueño. A Hollywood se la conoce como “la fábrica de sueños” y el tema de la película es ese: los sueños. El sueño de Sebastian es tener un bar de jazz y el de Mia es ser una actriz de cine exitosa, y es en la segunda parte de la película en la que esto se pone de manifiesto en forma de conflicto. La historia que Chazelle parece querer contar es: ¿Seb y Mia alcanzarán sus sueños a costa de su amor? Pero los acontecimientos no resultan naturales y las motivaciones de los personajes son incongruentes. Es difícil analizar este tema en profundidad sin espoilear, así que en resumen: no queda claro por qué Mia y Seb hacen lo que hacen, se comportan como se comportan. El problema de fondo está en el guión. (¿Puede ser buena una película con un guión tan mal resuelto? Yo creo que puede no ser totalmente mala.) Chazelle se va sacando “temas” de encima. Primero homenajea a los musicales de la Metro, después abandona el homenaje y se pone a contar el conflicto de Seb, después lo abandona y se centra en el de Mia, y así sucesivamente, en capítulos desconectados no solo temática sino -y esto es lo peor- narrativamente. A no conduce a B. Al final Chazelle logra ponerle un moño elegante a ese paquete bastante desprolijo y uno sale del cine confundido. Porque más allá de todo lo malo, La La Land tiene momentos hermosos, una pareja protagonista encantadora y una postura polémica acerca de la música que puede enojar a muchos pero que nos hace pensar, discutir. No son tantas las películas que logran eso.
Dan ganas de seguir bailando… y soñando Esta encantadora comedia romántica acude a la música y el baile para homenajear a los soñadores, “esos tontos sin remedio”, los que llegan y los que no llegan. El film elige un cielo de estrellas para pasearnos por los difíciles caminos del éxito, el amor, la vocación, el gusto del público y las cambiantes modas. Es una película emotiva y triste, bella y sensible, que tiene al deseo como el gran motor que sostiene la historia. Hay que atender la letra de las canciones, porque allí hay pistas que explican la travesía sentimental y artística de Mia y Sebastian, una camarera que sueña ser actriz y un pianista que sueña devolverle al jazz sus mejores días. Porque “Mi meta son las alturas y perseguir todas las luces que brillan”, dice una canción. Y allí van ellos, tras esas estrellas, inspiradores y lejanas. El realizador ha puesto talento y ternura al servicio de una historia que nos reconcilia con lo mejor del género. No se valió de grandes bailarines ni de grandes cantantes. No los necesitaba. Al contrario, apeló a dos figuras sin antecedentes en el musical y hasta los filmó con planos sin cortes, como para que una eventual imperfección forme parte de esas vidas agitadas por sus impulsos y sus ganas. Y Los Angeles nunca lució tan atractiva. Esa ciudad, “donde se venera todo/ y no se valora nada” deja ver sus mejores rincones porque la vemos con los ojos de ellos. Son Mia y Sebastian quienes la transforman. Como cantaba Gardel: “Con ella a mi lado/no vi tus tristezas/tu barro y miserias/ella era mi luz”. Emma Stone esta magnífica. Frágil, indecisa, siempre sensible y luminosa, su Mia nos dice que a veces llegar no es lo mejor y que el amor y el triunfo suelen andar por caminos separados. Pero “un poco de locura es la clave/para poder ver nuevos colores”, nos canta. ¿El jazz y el romanticismo están muriendo?, nos pregunta chazelle. El público de hoy parece poner la nostalgia en el estante de las cosas inútiles. Pero el film exalta a esos amores que no cesan en sus búsquedas, intensos e incompletos, inmensos y ansiosos: “No sé que quiero hacer/ pero quiero hacerlo contigo” dice otro tema. “La la land” es también un homenaje a Hollywood, a esa catedral de la fantasía. Por eso Ingrid Bergman, Casablanca, varios rodajes, Rebelde sin causa salen al encuentro de estos dos soñadores que tenían más cuando tenían menos. El film contagia vitalidad, transmite imaginación y energía, aporta hermosos temas y danzas. Ver correr a una mujer por amor entre calles oscuras, siempre conmueve. Y la última secuencia, demoledora y triste, nos deja ver que el amor, como alguna vez le pasó a la Bergman, puede estar también en el adiós. Y que aquellas parejas que no pudieron ser pero que el tiempo no pudo desgastar, seguirán eternamente unidas. El final es magnífico: al amparo de la melodía, los dos por separados van imaginando lo que no pasó, lo que pudo pasar y lo que deseaban que hubiera pasado. Un film de hermosas canciones. Una apuesta romántica en medio de una cartelera sobrecargada de estruendos. Y una fascinante fábula que pone el amor como única certeza entre tantas preguntas y sueños.
De un glamour técnico que obliga a verla en cine, La La Land es un combo exacto de ternura pop, clasicismo y soberbia actoral. Las grandes películas cuentan con alguna escena memorable, de una particularidad que parecería comprimir su esencia. Son escenas que resucitan toda la gama emocional del filme, una suerte de evocación exprés o droga de efecto inmediato. Allí están, en los anaqueles del cine, el hundimiento del Titanic, la paternidad asumida de Darth Vader, Vito Corleone de smoking, el interrogatorio al Joker, el Doc colgado desde la torre del reloj, por citar ejemplos indestructibles en el imaginario colectivo. Son pedacitos de cine absoluto. Lo que se propuso Damien Chazelle con La La Land es estructurar una película que consista en una sucesión de escenas emblemáticas, un estado de gracia que dure desde su plano inaugural hasta su plano de clausura. Por supuesto que esta empresa es imposible, pero el director, que al planificar esta alevosía no llegaba ni a las tres décadas de vida, sostuvo la aspiración del filme eterno hasta el final. Y seamos justos: con sutiles trampas logró su objetivo. La sensación de estar viendo un clásico sin que el paso del tiempo lo certifique se debe a que Chazelle, además de contar con una autoexigencia casi patológica (rasgos que proyecta en sus personajes), se embebió de los íconos hollywoodenses y los ordenó a conciencia en el relato, ya sea como patrones de guion o como perfume de la puesta en escena. Todo en La La Land es hipertexto a otros clásicos. No obstante, esta manía evocadora no está ni lo suficientemente velada ni lo suficientemente explícita: un cinéfilo encontrará citas a Rebelde sin Causa, Siete novias para siete hermanos, Cantando bajo la lluvia, Los paraguas de Cherburgo o New York, New York, mientras que el espectador virgen será cautivado desde lo puramente sensorial. La La Land funciona con o sin enciclopedia, hábil para enamorar a un público universal, fusionando tradición (o nostalgia) con novedad (o collage). Si Chazelle nos deja atónitos en sus dos horas de metraje, es porque dentro de esta fórmula puntillosamente testeada también le cede lugar a la espontaneidad. Una espontaneidad curiosa, ubicada a la fuerza para catalizar la gloria. La La Land acaba siendo el chantaje más hermoso, bienintencionado y puro que nos pueda regalar el cine: efectista y natural, calculada y enamoradiza, de imperfecciones deliberadas y dosis milimétricas de capricho. Aunque el Hollywood clásico quede inserto en la genética del filme, la ambición de Chazelle lo tentará a imponer reformulaciones conceptuales, ejecutando una lectura casi hereje del género. La secuencia final desarticula al filme por completo, cuestionando la educación sentimental del artificio cinematográfico. Es otro factor clave para que esta película llame tanto la atención. A Ryan Gosling y Emma Stone solo le cabe un sustantivo: carisma. El número A Lovely Night suspende los signos vitales así se lo vea mil veces. Porque La La Land se obsesionó con ser un clásico y afortunadamente todos caímos en su trampa.
Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) son dos artistas incomprendidos, casi frustrados, en la eternamente soleada Los Angeles. Ella sueña con ser actriz pero es ignorada en las audiciones que consigue a pesar de su talento; él anhela tener su propio club de jazz pero se ve obligado a pasar por los villancicos y el pop para poder subsistir. La historia es un cliché, sí, pero esta elección, clásica, podría ser revolucionaria en la lógica del film. La La Land tiene todo para ser una obra maestra y llega a serlo en algunas oportunidades. Los colores que desfilan frente a nuestros ojos ya la hacen una experiencia estética que merece ser vivida en la pantalla grande. La música trabaja con pocos motivos musicales y los desarrolla con variaciones que pasan por el jazz y lo épico que debe tener una banda sonora de un clásico. Es una pena que Chazelle, después del montaje tan rítmico (por momentos hasta excesivo) que había trabajado en Whiplash, cayera en lo que parece ser una competencia por quién logra el plano más largo y difícil técnicamente. Por momentos, la cámara agradecería algo del clasicismo que Sebastian tanto defiende, puesto que en esa carrera los planos se vuelven incómodos e impiden ver con claridad las coreografías, o les dan un tinte de desprolijidad que el género no necesita. También hay números musicales virtuosos, especialmente en A lovely night, donde la coreografía es simple pero omnipresente y la música guía todas las acciones de Stone y Gosling. Leer en el film una celebración del sueño americano es, a mi entender, algo apresurado. Como en Whiplash (pero sin sangre, ni violencia), el foco está en las peripecias que los personajes deben atravesar para conseguir lo que quieren, de aquello que deberán sacrificar en el camino, y hay un espacio para que el espectador decida si eso valió la pena o no. Si Whiplash era una película sobre la rivalidad entre artistas, en la que el concepto de arte no estaba en conflicto, en La La Land se suma una dicotomía en el modo de producción de arte; en realidad hay un límite claro, demasiado claro, que la película propone y jamás cuestiona sobre qué es arte y qué no, a la cual se le opone una opción descartada de entrada. La película se pierde la oportunidad de superar esta disyuntiva de una manera innovadora. Narrativamente, La La Land se siente algo elíptica: confía en que las secuencias de montaje bastan para contar algunos movimientos claves de la historia, y al público no le queda más que aceptarlos, basándose sobre todo en la química actoral de Gosling y Stone, que llenan esos vacíos del guion con sus miradas. Hay algo del lugar común que hace que esta carencia de profundización del conflicto, tanto en el plano romántico como en el plano artístico, se haga tolerable pero perfectible. Todos estos problemas son opacados por el brillo innegable del epílogo, donde el plano secuencia cobra sentido para generar un espacio ininterrumpido de fantasía, una entrada a la subjetividad de Mia y Sebastian, con una expresión de deseo desbordante. Eso es lo que suelo buscar en el cine.
La la land no solo rinde homenaje a los grandes musicales de Hollywood de los 40 y 50, sino que tranquilamente pudo haber sido uno de ellos. El guión parece haber sido desempolvado de un cajón con la etiqueta "no abrir hasta el 2017". Con todo su tradicionalismo, sus referencias y homenajes, Damien Chazelle consigue irónicamente revitalizar un género cuyas últimas intervenciones en la pantalla grande habían sido principalmente remakes y adaptaciones de Broadway. La la land parece un recuerdo de algo que nunca antes hemos visto. El reto fue realmente grande al tratar con dos actores que pese a estar absolutamente consagrados en Hollywood, ninguno se especializa como cantante profesional (aunque Gosling tiene su banda Dead man`s bones) ni tampoco como bailarines. Emma Stone con su voz frágil siempre al borde de la afonía dota a su personaje de una espontaneidad encantadora y terrenal cuya imperfección enamora a su coprotagonista tanto como al público. Mientras que, parafraseando a Meryl Streep, Ryan Gosling es "ese canadiense adorable (como todos los canadienses)", que sigue sumando fanáticos de todas las tribunas confirmando sus múltiples facetas como actor. La combinación es perfecta y el resultado es hipnótico. La conducción de Damien Chazelle (el nuevo director prodigio y mimado de la meca del cine), confirma que lo realizado en Whiplash no fue una mera casualidad. Para los más despistados, que Chazelle elija realizar un musical como segunda película puede parecer un exhibicionista capricho de niño prodigio (tan solo 31 años tiene el hombre), sin embargo no lo es y el motivo es muy simple. Su amor por el jazz, confeso en su opera prima, Whiplash, se confirma en su segundo largometraje y se justifica con que él mismo fue baterista de una banda de jazz. Con ese contexto, resulta muy interesante el paralelismo entre el protagonista de La la land (Ryan Gosling) con el director, quienes juntos se proponen reivindicar el jazz como género musical y el musical como género cinematográfico. La nostalgia por el arte clásico se impregna en la cinta con la propuesta de mirar hacia el futuro sin perder de vista el pasado.
A la hora de reseñar La La Land es necesario separar el hype exagerado de los medios de comunicación de la obra de Damien Chazelle. El nuevo trabajo del director de Whiplash tiene méritos artísticos enormes y es una buena película dentro de la propuesta que ofrece, sin embargo, también está muy lejos de ser la obra maestra indiscutible y suprema que mucha gente califica. Resulta ridículo creer que una producción que tiene protagonistas que no pueden cantar (con excepción de John Legend) y bailan como los participantes de un reality show de danza sea una obra que esté a la misma altura que West Side Story, Cabaret, Camelot o producciones modernas recientes como Moulin Rouge y Chicago. En un punto entiendo los elogios exagerados que generó este film pero me cuesta muchísimo apoyarlos. Creo que las reacciones desmedidas tienen que ver con el sentimiento de nostalgia que despierta la película por la añoranza de un cine que no existe más y se contrapone a la producción Hollywoodense de estos días. La obra de Chazelle evoca esos filmes que en los años ´50 y ´60 invitaban al espectador a soñar y tenían una magia especial que se perdió en el cine norteamericano de la actualidad. Gran parte de la producción de los estudios hoy se concentra en desarrollar remakes y adaptaciones de cómics. La comedia vive una situación agónica con la escatología y el humor de drogones y salvo por alguna inspiración de Richard Linklater hace añares que no llega una gran película romántica a los cines. En ese contexto aparece La La Land y es entendible que encandile a mucha gente cuando Hollywood no atraviesa su mejor momento creativo. La propuesta de David Chazelle es interesante por la manera en que narra una historia de amor moderna y al mismo tiempo homenajea el viejo cine norteamericano. Algo que excede al género musical, ya que también hay referencias concretas a Rebelde sin causa, el clásico de Nicholas Ray con James Dean. Uno de los elementos atractivos del argumento es que celebra los romances idílicos del cine hollywoodense a través de una historia de amor que le escapa al melodrama o el sentimentalismo forzado. En ese sentido La La Land deber ser una de las propuestas románticas más realistas y honestas que se vieron en los últimos años. Otro acierto importante del guión es el mensaje que predica sobre la vocación artística y los enorme sacrificios que acarrea la elección de ese camino, que es el eje central de esta película. La puesta en escena que construye Chazelle para narrar la historia de amor entre un pianista de jazz y una aspirante a actriz es impecable en los campos más técnicos. Algo que sobresale y se disfruta especialmente en la estética de las escenas musicales. Dentro del reparto Ryan Gosling tiene sus buenos momentos como el pastor Giménez del jazz y Emma Stone domina sin problemas el rol de chica adorable que hasta ahora le tocó componer en todas sus películas. La diferencia es que en esta oportunidad tuvo un poco más de espacio para lucirse. Pese a las limitaciones de ambos en el canto, algo que fue buscado intencionalmente por el director, los dos protagonistas hacen un trabajo decente en los números musicales. Sin embargo, esas secuencias tampoco son la obra maestra que se pontifica en los medios. Se trata de momentos nostálgicos que se disfrutan en el contexto de la historia y nada más. La canciones son simpáticas pero olvidables y veremos con el paso del tiempo si logran quedar en el recuerdo. La La Land está muy lejos de ser una de las más grandes producciones del género musical, pero ofrece una original re-imaginación de la era dorada del cine Hollywoodense que es ideal para disfrutar en una sala de cine.
Sin lugar a dudas, este año la ceremonia de entrega de los premios Oscar no generará ningún tipo de suspenso. Con el espaldarazo de 14 nominaciones, récord compartido con Titanic y La malvada, La La Land se perfila como la gran favorita, no sólo en el podio como Mejor Película; sino en rubros tan relevantes como Mejor Director (Damien Chazelle) y Mejor Actriz (Emma Stone). Si bien es muy cierto que este film que recupera el brillo y el encanto de la era de oro del musical de Hollywood, lejos está de erigirse como el exponente más sublime del género en lo que va del siglo XXI; ese título lo sigue ostentando con total entereza la arrolladora Moulin Rouge. Pero claro, aquella película del australiano Baz Luhrman, era demasiado barroca y desmesurada para los desabridos paladares de los miembros de la Academa. De hecho, de las ocho nominaciones a las que aspiró aquel ícono renovador, sólo se llevó las correspondientes a Dirección Artística y Vestuario. Luhrman ni siquiera figuró entre los aspirantes a Mejor Director y Nicole Kidman perdió el galardón a manos de Halle Berry. A su vez, es muy justo decir que La La Land está muy por encima de Chicago, el único musical que logró alzarse con la ansiada estatuilla en lo que va del nuevo milenio. La historia que cuenta el tercer film del joven director Damien Chazelle, quien antes había abordado el mundo del jazz y la carrera por el virtuosismo en la demoledora Whiplash, pone en el centro del relato a dos personajes irresistibles en la siempre movediza ciudad de Los Ángeles. Sebastian (Ryan Gosling), un músico enamorado del jazz purista que está obsesionado con abrir un club en el que se pueda escuchar a los mejores exponentes de la escena; y Mia (Emma Stone), una actriz que aspira hacerse un lugar en el competitivo mundo del cine y la televisión, mientras trabaja como camarera en un café de los estudios Warner Bros. Luego de un par de cruces no del todo afortunados, la pareja inicia una relación. El contexto en el que está inmersa esta dupla romántica, incluye una seguidilla de de castings despiadados por los que transita Mia, y la tristeza de Sebastian al comprobar que el último reducto jazzero de la ciudad ha sido transformado en un bar de samba y tapas. Con la intención de captar la mayor cantidad de público posible, en nuestro país la película ha sido titulada La La land: Una historia de amor. Cuando en realidad, el eje de esta envolvente propuesta pasa más por todo aquello, que para bien y para mal, rodea al amor. Con una glamorosa estética y elementos icónicos del musical clásico, el film coincide con el reclamo de tantos críticos y espectadores, que consiste en la vuelta a las historias nobles, labradas con sensibilidad y un lenguaje cinematográfico depurado. Más allá del gran despliegue de producción, aquí no se impone la pirotecnia ni la fórmula narrativa, sino una obra genuina; que incluso se permite algunos momentos de dispersión. Chazelle arriesga una puesta en la que artificio y realismo se ensamblan con total fluidez. Las escenas musicales no son abusivas, y los actores cantan y bailan con más naturalidad que destreza. De hecho, la opción de trabajar con largos planos secuencia, no tiene como objetivo ocultar eventuales desprolijidades, sino todo lo contrario; hacer que Stone y Gosling luzcan absolutamente orgánicos. En pocos minutos, La La Land conquista hasta al más reacio enemigo de los musicales. Si nos atenemos estrictamente a las pautas del género, es cierto que el resultado general se resiente un poco por el hecho de que la brillante secuencia coreográfica inicial, con los personajes en medio de un embotellamiento de tránsito, no logra ser superada en términos de puesta en escena en el resto de la película. Aunque la emotiva coda final - que aquí por supuesto no anticiparemos - está concebida con una logradísima textura agridulce. Un aspecto llamativo en esta historia es la ausencia de villanos. En su lugar, hay cierta tentación a cargar las tintas en conceptos como purismo versus basura comercial. En tiempos de mixturas, en que la influencia del pop y más aún de la electrónica, se ha fusionado con cuanto estilo tradicional se haya cruzado en el camino; Chazelle ejercita una mirada displicente en la que traza límites que separan a la verdadera música del pastiche oportunista. Tampoco esto hace que su película se vuelva condenable, y más allá de algún chiste ya gastado, como el de la irritación que produce vincular a Kenny G con el jazz; entendemos y compartimos que lo que quiere mantener vivo el personaje de Sebastian, es la herencia de un linaje musical que tiene más que ver con lo visceral que con lo elitista. Mucho se ha hablado sobre las influencias que gravitan en esta película. Más allá de todo plano comparativo con clásicos del cine musical, La La Land no busca ser un remedo de todo aquello que brilló en la pantalla. Es una película que plantea un filoso duelo entre el sueño que se persigue y la urgencia del reconocimiento. No importa cuan nostálgicos o románticos sean Mia y Sebastian, ambos se verán presionados por el imperativo del éxito. Lejos de las premisas complacientes de los musicales de los años '30, que buscaban extrapolar al espectador de la dura realidad de la depresión económica, esta multinominada película se presenta como un exponente que dosifica certeras dosis de felicidad y dilema. ¿Qué pasa cuando un integrante de la pareja logra el éxito y el otro no? ¿Qué sucede cuando el reconocimiento llega a través de algo que no coincide con lo que se desea? ¿Cómo sigue la vida cuando se alcanza ese sueño perseguido durante años? ¿Es más determinante aquella persona que pasa por nuestra vida para marcar un hito, que quien llega para quedarse? ¿Qué pasa cuando el tiempo nos pone frente a frente con el costo de una decisión mal tomada? La La Land recupera una cualidad casi extinta en el cine de Hollywood. No busca apabullar al espectador vía acumulación de golpes de efecto. Es un una película que dialoga y no atropella. Es el reencuentro con esa encantadora canción que creíamos olvidada, pero que simplemente mantuvo su melodía al resguardo, esperando el momento justo para volver a sonar. La La Land / Estados Unidos / 2016 / 128 minutos / Apta para todo público / Guión y dirección: Damien Chazelle / Con: Ryan Gosling, Emma Stone, J.K. Simmons, John Legend y Rosemarie De Witt.
Crítica emitida por radio.
Cuando Hollywood sabe soñar en grande La película candidata al Oscar devuelve brillo al cine, se permite guiños cinéfilos y no se empantana en el recuerdo. Entre sueño y realidad desarrolla una mirada crítica y poética. "Hay quienes dicen que el jazz se muere" comenta Sebastian, el pianista que sueña con devolver su lugar a la música que ama, desde una caracterización que permite un peldaño más a ese actor sin límite que es Ryan Gosling. Seguramente se trate del jazz, pero esto es una película, y de lo que verazmente habla La La Land es del cine, de supresunta vida "útil" y de la incógnita del qué será. Varias señales lo confirman: la "presentación" en Cinemascope, la sala de cine que proyecta ‑en celuloide‑ Rebelde sin causa, el mural de estrellas cinematográficas, el rostro (reiterado) de Ingrid Bergman, los pasos de baile que dialogan con los del musical (género que recrea una grandeza que parecía no iba a terminar), y por encima de todo el sueño de Mia (una grandiosa Emma Stone) por convertirse en actriz. Como se refiere, Mia y Sebastian son dos soñadores, volcados a vivir en la ciudad donde habita (¿habitaba?) la fábrica que vuelve todo posible. Dicotomía curiosa la que juega el notable film de Damien Chazelle (Whiplash), cuando la pareja deambula por la ciudad de Los Angeles y cuando lo hace entre las calles del estudio Warner. En el primer caso, las fachadas no se distinguen demasiado ni acusan recibo de urbanidad característica (aspecto trabajado de modo admirable por Thom Andersen en el documental Los Angeles Plays It self); en el segundo caso, el paseo descubre la convivencia de tiempos históricos, gracias a los decorados de las películas y los rodajes simultáneos (situación mágica que Ray Bradbury recreara en el libro Cementerio para lunáticos). Ahora bien, cuando baile y música se trasladan a las calles todo cambia. Lo que parece ser una "vista" como otras ‑así es descripta la ciudad varias veces, sin necesidad de detenerse en el célebre cartel de Hollywood‑, encuentra esplendor inesperado en sus coreografías, sin alarde ni producción megalómana, sino desde la "intervención" artística de la locación, vuelta un decorado pasible de hechizar. La La Land es consciente de su historia fílmica, del ascenso y descenso de sus luminarias y del cinismo de Hollywood. La La Land apela a esta cualidad emotiva, distintiva en el cine musical, con un bagaje de películas bellísimas a las que alude pero con detalles que quitan brillo propio: la tierra que patea Gosling sobre el calzado de Stone no perturba el sonido del american tap, pero el gesto permite una carnadura distinta, mientras mueve la sensibilidad del cinéfilo. Un detalle pequeño que evita que el film se empantane en el recuerdo ‑¿no hay algo de eso en la oscarizada El artista?‑, preso de una ciudad que parece estancada, sin emociones. Justamente, es esto lo que da a entender el músico empresario a Gosling; se lo dice de cara al jazz (otra vez la metonimia), y es irónico, porque el comportamiento de quien lo dice no guarda escrúpulo comercial alguno, a partir de una práctica musical que sí, sin duda, está matando al jazz.¿Qué es, entonces, lo que está matando al cine? Tal vez el propio Hollywood, tal vez la falta de memoria que La La Land denuncia. Este aspecto aparece decisivo: desde el cariño por un banquito donde se sentara Hoagy Carmichael hasta el logro del primer beso entre Mia y Sebastian, capaz de comulgar con un fotograma que se quema y un baile entre estrellas de observatorio: estos dos aspectos, vale señalar, tienen eje en la película ya mencionada, de Nicholas Ray. Por las dudas, Rebelde sin causa no es ningún musical, pero ha sido dirigida por el talento de un autor, al que aquí se rememora y se le permite metraje: por unos segundos, la pantalla proyecta Rebelde sin causa, toda una declaración de admiración, desde un plano que la cámara de Chazelle habrá de replicar. Es por esto que hay que pensar en la elección reiterada del rostro de la Bergman, ya que fue ella, la gran estrella de Casablanca, quien decidió abandonar Hollywood al enamorarse del cine neorrealista de Roberto Rosellini. Es decir, La La Land es consciente de su historia fílmica, del ascenso y descenso de sus luminarias, y del sitio cínico que Hollywood ocupa consigo mismo y con los demás (el cine no tiene fronteras, aun cuando el premio Oscar las distinga). En su desenlace, La La Land invoca el espíritu de Vincente Minnelli y superpone sueño sobre sueño. Para sus personajes, ello no significa que la realidad sea maleable, ya que hay decisiones que no pueden cambiarse.Pero sueño y realidad se combinan, se miran atractivamente, y nada impide que se relacionen, una y otra vez. Es eso, parece decir La La Land, lo que augura larga vida al cine.
Canción perfecta y melancólica Con 14 nominaciones al Oscar y siete Globos de Oro ganados, "La La Land" arranca en muchos la pregunta inevitable: "¿Será para tanto?". Para responder a esta pregunta habría que remitirse a la ópera prima del director de "La La Land", Damien Chazelle, la impecable y también premiada "Whiplash", que tres años atrás nos dejó con la boca abierta con su nivel de precisión e intensidad. Chazelle, que tiene sólo 32 años, sabe perfectamente lo que quiere y lo que hace, y eso se termina de confirmar ahora con "La La Land". El maestro Bob Fosse dijo alguna vez: "Los musicales no son la vida real, pero son como la vida real debería ser". En pleno siglo XXI, Chazelle consigue al fin plasmar esa naturalidad en el musical de la que hablaba Fosse. Los protagonistas de "La La Land" no son cantantes ni bailarines virtuosos. Sólo reflejan con sus movimientos (después de muchas horas de ensayo, por supuesto) lo que sus cuerpos les piden. Bailan y cantan por la pura expresión, comunicando una intensidad y un juego que está más allá de las palabras. Las referencias de la película son varias: desde clásicos como "Cantando bajo la lluvia" o "Brindis al amor" hasta el cine de Jacques Demy. Pero el director no las toma como simples guiños nostálgicos, sino que las trabaja como influencias para transformarlas en algo nuevo, y así logra imprimir naturalidad aún en el artificio. El guión es una historia de amor tan clásica como melancólica: ella es una aspirante a actriz que trabaja en la cafetería de los estudios Warner, y él es un músico de jazz (un purista) que sueña con tener su propio bar para tocar y difundir la música que más le gusta. La historia mantiene un equilibrio envidiable. Nunca se torna almibarada o cursi, y jamás pierde el foco de los protagonistas. Para esto el director se apoya en una pareja con mucha química: Ryan Gosling baila, canta y hasta toca el piano, pero Emma Stone es la que brilla como nunca, y por este trabajo realmente se merece un Oscar. La película tiene un puñado de escenas memorables (el encuentro en el Observatorio Griffith es increíble). Pero además hay una fuerza vital fenomenal que gravita detrás de las películas de Chazelle: el director es un believer (creyente), algo que ya se había notado en "Whiplash". El cree en la música y en los vínculos que la música crea, y piensa que esos vínculos son indestructibles. Para terminar, bien vale una aclaración. "La La Land" no es para un "público turista" a la caza de "películas nominadas al Oscar". Es para un público amante del cine y de los musicales, o para todos aquellos con la sensibilidad como para dejarse llevar por una historia de amor atravesada por la música, los sueños, las añoranzas y los fracasos.
Mia y Sebastian buscan cumplir sus sueños en Hollywood, ella intenta hace tiempo empezar una carrera como actriz, mientras él busca por todos los medios que el jazz no muera y tener su propio club. El destino se encarga de unirlos y juntos empezarán una relación que los hará crecer como personas, y empujarse el uno al otro, hasta que deban elegir si seguir con su amor o perseguir sus sueños. Finalmente nos llega a los cines argentinos La La Land, después de haberla visto ganar cuanto premio tuvo adelante en los Globos de Oro y con unas críticas a nivel mundial que le hacían subir el hype a cualquiera. Así que la gran pregunta que seguro tendrán ustedes como lectores, es si todo lo que se dice sobre ella es cierto o no. Y al menos para este humilde redactor, es un rotundo sí. Lo primero que hay que decir es que el director y guionista Damien Chazelle es un apasionado de la música, y en especial del jazz, y lo demuestra casi en cada fotograma de La La Land. Tanto por diálogo como por banda sonora, Chazelle maneja la música diegetica y extradiegetica a la perfección, jugando con la percepción del espectador casi a placer. Bastante se comentó sobre las muchas referencias y homenajes que contiene La la Land a los musicales de antaño, y si, los tiene y en cantidad. Pero otro de los aciertos de Chazelle es que no hace falta entenderlos todos para que la película termine siendo tan redonda. Se puede ser totalmente ajeno a este sub género y aun así entender todo y que la película termine gustando. En este sentido el espectador más experto como el más novato saldrá igual de contento del cine. Otro de los puntos álgidos del film son las actuaciones. Que Emma Stone y Ryan Gosling tienen una enorme química no se puede discutir, solo basta ver sus anteriores dos trabajos juntos para notarlo. Pero acá también cada uno brilla por separado, mostrando que son dos de los mejores actores que hay actualmente. Pero si bien ambos están notables, lo de Emma Stone esta a otro nivel, llenando la pantalla de carisma, y saliendo mejor parada en el apartado de cantar y bailar que el propio Gosling. Para los que no son muy amantes de los musicales, les tengo una buena noticia, ya que si bien este film es un musical con todas las letras, no está superpoblado de canciones (de hecho por varios tramos no suena ninguna) ni coreografías de baile. Eso sí, cuando aparecen, Chazelle muestra toda su maestría a la hora de jugar con las luces, haciéndonos soñar despiertos con algunos planos. La La Land es de lejos el mejor estreno en lo poco que va del año, pero este redactor está seguro que al finalizar el 2017, veremos a La La Land en todas las listas de lo mejor que vimos en el año. Sin traicionar al género, pero acercándolo a ese público que siempre se muestra reacio a los musicales, no podemos hacer otra cosa que no sea rendirnos a los pies de esta enorme película y recomendarla de inmediato. Cine en su estado puro.
Quién te quita lo bailado Dicen por ahí que el musical está muerto. Que ahora solo queda mirar al finado de lejos, contar sus anécdotas y comentar el trabajo del embalsamador. El consenso parece ser que, como con otros géneros clásicos, el tiempo del musical es el ayer, que solo queda un recuerdo estéril. Y sin embargo se mueve. La La Land es una película que fluctúa entre la nostalgia y la felicidad absoluta. Es un musical que respeta las reglas y formas del musical clásico, al igual que, como los musicales modernos, se pregunta cómo seguir adelante. El acto que abre la película deja bien en claro esta dualidad entre clasicismo y modernidad: por un lado evoca la grandiosidad y los colores de los musicales de la época de oro, pero a su vez los personajes no bailan realmente, sino que corren, saltan como en el parkour y andan en skate. La escena, técnicamente impecable, es una forma del director de empezar diciendo: “confíen en mí, sé lo que hago”, con un largo y complejo plano secuencia en medio de una autopista, pero que también es un primer planteo de este doble eje de un film con un pie en el pasado y otro en el presente. Las citas a otros musicales son numerosas, pero no entrometidas, guiños al pasar que no entorpecen los discursos del film. Una de las reglas del musical que realmente cree en el género es que los momentos musicales suceden en las partes relevantes de la trama, en los nudos del relato. La novicia rebelde y Chicago, por ejemplo, son películas que rompen con esto porque no creen en el género, no usan la música más que como adorno. Todo lo importante se resuelve en escenas habladas; las canciones, desde un punto de vista narrativo, les sobran. La La Land cumple con esta regla de oro, pero además de un modo muy preciso. Las canciones solo surgen cuando los personajes están esperanzados, ya sea cuando se enamoran al costado del camino, en la primera cita en el Planetario, o cuando Mia (Emma Stone) finalmente presencia una audición con posibilidades de éxito. Para La La Land, el musical solo puede funcionar como vía de escape, como tierra de los sueños y de las fantasias. Y por eso el último número musical es la mayor de las fantasías, la de una historia sin conflictos, el refugio definitivo. No faltó gente que acusó a la película de reaccionaria por, supuestamente, bastardear el pop. Sin embargo, caen en el error de confundir las ideas del personaje con las del film. Cuando Sebastian (Ryan Gosling) toca en una banda covers de los ‘80, el humor no proviene de burlarse de esa música (un tema incluso abre la escena mucho antes de cualquier chiste), sino de saber lo que Sebastian opina de esa música. Más adelante, cuando termina tocando en una banda popular, la canción compuesta para el film es buenísima, e incluso podemos ver como Sebastian disfruta del recital (a diferencia de la banda de covers). No poco del encanto del film se debe a la elección del dúo protagónico. La química entre ambos, que ya habíamos visto en Loco y estúpido amor, sigue intacta. Stone, con esa mirada capaz de derretir amianto, baila y canta, llora y ríe sin errarle a una nota. Gosling, otrora intento de galán monofacético, encuentra una vez más (como el año pasado en Dos tipos peligrosos) la libertad de demostrar sus dotes para el humor. El romanticismo de Seb, su fanatismo obsesivo por el jazz, se vuelven herramientas para grandes chistes desde el gesto y entonación. La escena en la que toca “I Ran” o esa dificultad para siquiera pronunciar la frase “odias el jazz”, entre muchas otras, lo confirman como un actor con la obligación ética de dedicarse a la comedia. Como la mayoría de los musicales, La La Land trata sobre los artistas y su relación con el arte, con el costo personal de su dedicación. Sebastian y Mia son soñadores. Ella intenta pegarla como actriz, aunque de chica soñaba también con escribir; él quiere abrir un club de jazz. Mia camina por la ciudad cuando la música de Seb la conquista, en un caso de amor a primer oído. Ambos se enamoran de la pasión del otro, mientras hablan de prevenir la muerte prematura del jazz y de las actuaciones infantiles de Mia con su tía. Toda la relación está sostenida por el amor de los dos por el arte. Su primer beso es en el Planetario, pero la cita era en el cine y solo se les ocurre ir allí después de verlo en la pantalla grande. Recién al enamorarse, ella retoma la escritura y él busca la forma práctica de alcanzar el capital necesario para el club. Cuando se distancian es porque el fracaso de la obra derrota emocionalmente a Mia y no por razones personales (ella ni le recrimina haberse perdido la función) y la posterior reconciliación consiste de Seb tratando de convencerla de volver a Los Ángeles para una audición. Sus vidas se rigen por su amor a la vocación, y por eso, finalmente, no pueden continuar como pareja. Ninguno puede ser completamente devoto al otro sin descuidar su pasión, razón por la que se enamoraron en un principio. La pareja, como el musical clásico, tuvo sus grandes momentos de gloria y ahora alcanza su final. Pero eso no significa que no haya sido hermoso, una victoria enorme digna de atesorar. Eso es la sonrisa cómplice del último plano, la mayor sabiduría del film: el conocimiento de que el final de un viaje no borra el camino recorrido y que la felicidad, incluso cuando es fugaz, sigue siendo felicidad.
Nadie quiere ser un gato, jazz. Damien Chazelle dirigió anteriormente Whiplash (2014). Mostraba la historia de un estudiante de batería jazz que tenía un profesor muy estricto o directamente perverso. Con el argumento de que el saxofonista Charlie Parker se había convertido en el mejor de todos luego de que por equivocarse el baterista Jo Jones le haya tirado con un platillo, el profesor hace vivir al estudiante toda clase de desventuras. Le tira una silla por la cabeza, lo abofetea y lo humilla públicamente. El chico parece solo sentir dolor, sufrimiento y odio hacia el profesor. Al final, súbitamente a partir de un nuevo abuso del profesor el chico termina tocando la batería como el mejor, avalando este tipo de aprendizaje En La La Land también estará muy presente la música jazz. Esta vez la historia es de Mía (Emma Stone) y de Sebastián (Ryan Gosling) en tono de comedia musical. Ella es una actriz novata a la que no admiten en ningún casting, él un virtuoso pianista. Los dos son soñadores, amantes del cine y de la música y de tanto en tanto les surge cantar y bailar. Ella sueña con ser una actriz famosa y él con abrir su propio bar de jazz, ya que es una música en vías de extinción. La La Land también se declarará amante del cine haciendo citas a varios musicales, otro género en retirada. De lo más popular que el público recordará es Cantando Bajo la Lluvia (1952), que no es otra cosa que la representación del amor por el cine y la nostalgia por los cambios que en él se van produciendo. A esta pareja le juegan en contra los sueños no realizados y las frustraciones propias de ámbito laboral, porque más allá de que tengan un comprobado talento, pasan inadvertidos para productores de Hollywood y para el público. Parece que Damien Chazelle desde muy chico empezó a estudiar batería jazz con un profesor muy estricto. De ahí se inspiró para hacer Whiplash, donde vemos cómo triunfa la violencia en la educación para que se cumpla un objetivo, sin ningún tipo de fundamento. Al contrario, en La la Land lo importante es el amor, ir a ver una película vieja o una olvidada banda de jazz. Colmarse de amor por el arte para recorrer el camino. Donde los éxitos se pueden dar o no, y donde corremos el riesgo de perder a seres queridos en el andar. Por eso será que en la realidad Damien Chazelle terminó abandonando la batería y se dedicó de lleno a las pasiones del cine.
Toda fe necesita un santo y toda iglesia necesita un trabajo de chapa y pintura para sostener a sus fieles. En el jardín de los géneros que se bifurcan por los pasillos de Hollywood, las cuentas bancarias y la falta de ideas, que surja un film que parece idealizar desde la belleza y el optimismo lo mejor de la tradición del cine clásico estadounidense, es un milagro. La la land llega a los cines del mundo cuando la gente no sale de sus casas para ver el último estreno porque lo tiene a mano, en cualquier portal de streaming, pago o gratuito, o en no más de cinco clicks de distancia en su navegador web preferido y su app de descarga. Así es que el film dirigido por Damien Chazelle (el mismo de la aplaudida Whiplash) es un gran beso en la boca de la feligresía del cine de masas, aquel de la love story y los pasos de baile entre la bella pareja protagónica. Del otro lado del océano ocurre algo similar los domingos de misa en la Plaza Vaticana, donde el papa Francisco lidera encuentros que envidian rockstars de el mundo entero. Jorge Bergoglio fue elegido para hacer volver a los desencantados de una Iglesia Católica gris, apolillada y cómplice de atrocidades durante centurias. Francisco es hoy el La la land de la institución que lo ungió Papa, un fuego artificial con coletazos entretenidos para el gran público, el que perdona todo, el amante de los slogans y los happy ends. Esa facilidad para dejar pasar cuestiones de fondo hace que, otra vez en esta parte de Occidente, La La Land sortee el escollo que es su propio guión, constriudo en base a todo eso que le gusta al público más disímil cuando se entrega a los brazos de la meca del cine. Bailes coloridos, gran despliegue coreográfico (registrado con una cámara pefecta, obsesa en el detalle) y una pareja protagónica (Emma Stone, Ryan Gosling) que tiene química y resuelve su rol de Ginger & Fred con gracia a lo largo de un puñado de logrados planos secuencia. Al entrar en el juego del film importa poco que el conflicto no exista y apenas asome en forma de anécdota de libro íntimo teenager. El guión funciona como sostén del idilio, que a su vez es un leimotiv (hablar de trama sería exagerado) de la historia que esbozaron sus autores. De esta manera, este largo que arrasó en los Globos de Oro y aspira a hacer lo mismo en la por venir ceremonia de los Oscars (con 14 candidaturas es la película más nominada de la historia) es un Mesías corporizado en formato digital y widescreen. Como el líder religioso católico nacido porteño, que a fuerza de estilo campechano y frases con FX renovó la imagen de una institución arcaica, ahogada en fortunas bien guardadas en sus bóvedas. Algo así como la otra institución, casi igual de arcaica y con domicilio en Los Angeles, que hoy engrosa sus cajas fuertes con los taquillazos de la cinta milagrosa. Amén.
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En el 2014, Damien Chazelle atrajo todas las miradas como director de una película tan forzadamente intensa que se ubicaba todo el tiempo al borde del ridículo: en Whiplash, Milles Teller era un aspirante a baterista de jazz y alumno de un conservatorio prestigioso de Nueva York que se cruzaba en el camino del profesor más tiránico y arbitrario del mundo (J.K. Simmons). Convencido de que a los alumnos había que vapulearlos para llevarlos a la excelencia, el profesor revoleaba sillas y hacía llorar a su alumno prodigio, que encontraba escollos tan insólitos en el camino a la grandeza como olvidarse las partituras para un concierto o, después, olvidarse las baquetas. A pesar de su idea de arte relacionada con el sufrimiento y una relación maestro-alumno que parecía una parodia de Karate Kid, Whiplash deslumbró lo suficiente como para conseguir varias nominaciones al Oscar, entre las que suele haber un lugarcito destinado a esas películas que hablan del oficio del espectáculo para darle una impronta épica. La La Land es la nueva producción de Chazelle y aunque algunas ideas con respecto a la pureza del arte y del verdadero jazz, que está agonizando pero al que el protagonista jura que no dejará morir, se repiten puerilmente, toda la película se salva desde la primera escena porque a diferencia de Whiplash está construida íntegramente desde y para el placer. En una Los Angeles anacrónica hecha toda de sets, como una versión pasada por Instagram de los fondos artificiales y estáticos del musical clásico, Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que fracasa en todos los castings, y Sebastian (Ryan Gosling), pianista de jazz que quiere abrir su propio club pero apenas alcanza a ganarse unos pesos en changas, no dejan de encontrarse por casualidad. Mientras paga tributo al musical con algunas escenas donde el diseño es un poco excesivo y el movimiento rebuscado de las cámaras llega a ponerse por encima de lo que se está mostrando, La La Land juega a un tipo de comedia romántica más contemporánea, sobre todo por el registro que maneja Emma Stone, y se guarda el verdadero estallido de belleza para la unión entre esos dos soñadores que, como en el musical clásico, se enamoran bailando. Así como está presente el homenaje artificial y casi grotesco en la cara de Ingrid Bergman, gigante, que decora toda la pared de la habitación de Mia y busca la conexión con el cine de otra época a través de esas referencias agigantadas, expandidas, también están el encanto y la naturalidad del baile con que Gene Kelly, Leslie Caron o Debbie Reynolds supieron seducirse y construir una versión del amor signada por la alegría, por la posibilidad de hacerse ligeros y –como literaliza una escena preciosa de La La Land que hay que hacerse el regalo de ver en el cine– de subir hasta las estrellas juntos y bailar entre ellas. Todo lo que tiene que ver con la historia de amor entre Mia y Sebastian funciona mucho mejor en la película que el discurso sobre el arte, los locos y los soñadores, o la “denuncia” de una Los Angeles que todo lo venera pero nada valora, como dice Sebastian: quejas de viejo amargado, emitidas siempre sobre el fondo idealizado de otra época. Pero entre hermosos anacronismos y canciones inolvidables, La La Land ancla su historia en el presente al plantear de modo muy contemporáneo la verdad sobre la relación entre sus protagonistas, y también ofrece una versión del amor romántico que incluso puede resultar secundaria con respecto a otro tipo de sueños individuales. Ahí es donde cobra su sentido pleno el diálogo con Casablanca o con Los paraguas de Cherburgo y en general, el uso del cine clásico y el musical para homenajear la belleza de esos grandes amores que importan aunque no caigan dentro del “felices para siempre”.
CANTO AL DESAMOR Se lee en la contratapa de Seda, de Alessandro Baricco, que una historia de amor que es tan solo eso no merece ser contada. Con las historias de desamor ocurre lo mismo y La La Land es una de ellas. Más que por sus elogiados planos secuencia y su prometedor número musical inicial, su visionado merece la pena en tanto y en cuanto revela la subjetividad de nuestra época. Imposible pensar La La Land sin pasar previamente por su antecesora. No hablamos de otros musicales del siglo XXI como Mamma Mia!, Los Miserables o Moulin Rouge! ni tampoco de aquellos a los que pretende homenajear como Los paraguas de Cherburgo o Cantando bajo la lluvia, si no de Whiplash, que puso al treintañero Damien Chazelle en escena. Allí, un desquiciado profesor Fletcher utilizaba métodos pedagógicos del todo violentos para que sus alumnos accedieran al “verdadero jazz”. Todavía recordamos las manos ensangrentadas de Andrew Newman sumergidas en hielo durante una sesión de práctica. La dinámica del amo y el esclavo estaba instalada. Como Newman, Sebastian Wilder (Ryan Gosling) es un amante del jazz. Trabaja como pianista en un restaurante… toca para quienes no escuchan. Su sueño es recuperar un histórico club de jazz hoy devenido en un bar de “samba y tapas”. Luego de dos desencuentros, comienza una relación con Mia (Emma Stone), una actriz a la deriva que va de casting en casting y trabaja tras el mostrador de una cafetería de los estudios de Warner. Tras varios números musicales de elogiable puesta en escena, la película alcanza el status de “triunfo estético”, que no basta para maquillar el fracaso resultante de un capricho de guión. Luego de una ardua lucha, elipsis mediante, nuestros protagonistas… se separan. Nadie sabe aún por qué, pues habían sido los mejores a la hora de ayudarse mutuamente a alcanzar sus anhelados y postergados sueños. El artificio de la escena final no tiene causa más que el ego del director. Su escena de despedida hace ruido… es un gesto estéril disfrazado de sonrisa. Whiplash no trataba del amor al jazz y La La Land no va del amor a los musicales. Tras su record de premios en los Globo de Oro y sus 14 rimbombantes nominaciones al Oscar se esconde una lógica solidaria a la del lastre cero. El camino al ascenso laboral es demasiado empinado y muy angosto para ser transitado de a dos… las relaciones terminan siendo un incordio. Los alumnos del profesor Fletcher no se unían para derrocar al que los sometía. El embiste contra su figura todopoderosa fue individual y fallido. El amo al que responden Sebastian y Mia es menos obvio, menos visible, pero no por eso menos efectivo. Su carácter éxtimo (es a la vez lo más externo y lo más íntimo) lo vuelve más difícil de detectar. La La Land celebra el triunfo del individuo, la inserción plena en el mercado de los sueños, el colorido camino hacia la autorrealización. Caiga quien caiga.//∆z
Catorce nominaciones al Oscar, de un director prometedor -soy de los que están muy a favor de Whiplash-, y encima un musical: La La Land venía con sus pergaminos, hasta con consenso crítico muy favorable. El primer musical, el plano secuencia en la autopista, hace sospechar. Canción muy poco inspirada, más Broadway que cine, fuerza limitada. Luego, el musical de Emma Stone con sus compañeras de casa, también con severas limitaciones cinematográficas, y bailes frontales (este y otros), como en el teatro. Quizás la culpa la tenga la falta de producción sostenida de musicales en el cine; no hay práctica, no hay saber industrial vigente, actualizado. Sin embargo, Baz Luhrmann sí supo dotar de fuerza cinematográfica y de renovación e inventiva a Moulin Rouge! (que no tuvo las benditas catorce nominaciones pero es de las películas clave del siglo XXI). Por otro lado, Damien Chazelle exhibe un saber muy claro sobre el género, tanto en su modo clásico como moderno. Las citas a Jacques Demy proliferan, y también, más debatibles, a Yolanda and the Thief y a los modos de Fred Astaire en los movimientos de Ryan Gosling. Y Un americano en París, una película de una abstracción y riesgos aún sorprendentes, está en el horizonte. Pero Chazelle arma otra cosa y, tal vez, defina la anemia del cine actual cuando se acerca -o, mejor dicho, menta y rodea- a las grandezas del Hollywood y del cine francés del pasado. El leitmotiv es memorable, pero queda exhausto: la música carece de una suma de grandes melodías, signo de una película que cree que menos es más, y en este caso es apenas escasez. Los personajes tienen poco espesor, y su conflicto se reduce al “sigue tu sueño”, un poco como el reality show que consagró a las Bandana. En ese sentido, las simplificaciones de “sueño-compromiso” son un poco banales, y la canción-éxito en el concierto, a la que se trata de hacer quedar como “maquínica y de diseño”, no es tan distinta en esos aspectos de las canciones, no reprobadas por la propia película, del principio. A Emma Stone el personaje le resulta problemático, y parece reclamar más enjundia en su armado para brillar como tantas otras veces. Gosling, un actor que a partir de Two Nice Guys se ha convertido en un milagro cinematográfico, da la sensación de que podría recuperar este y muchos géneros, pero está limitado por el propio relato, que no lo hace bailar tanto como debería; la película baila poco. Y, al mirarse en Demy, pierde de vista que su tiempo no es el de Demy, por lo tanto las lógicas espaciotemporales de la separación de los personajes deberían ser otras. Sí, La La Land tiene unos cuantos momentos hermosos, que prueban el talento de Chazelle y de sus intérpretes, sobre todo cuando el artificio se adueña de la escena, como en el primer baile en conjunto, en el planetario y en el final “alternativo”. Ese final, el guiño clasicista, se encaja mediante una pirueta interesante y ejecutada de forma emocionante, pero dispuesta con frialdad estratégica. Justamente, en ese final alternativo parece haber una confesión, algo así como “podríamos haber hecho esto pero ya no es posible hoy, porque hoy hay que hacer el otro final, el que es aún más arbitrario -no se sostiene su lógica, ni un poquito- pero es más aceptado por la seriedad ambiente”. En realidad, más que seriedad, tal vez se trate de desconocimiento sobre cómo operan los géneros. O, a juzgar por este involuntario film-epitafio, sobre cómo operaban.
Casablanca cantada y bailada Considerar a La La Land apenas un musical sería minimizarla. Por supuesto que ése es el género predominante de la cinta, pero el ritmo en sus escenas no es fin, sino medio; una entretenida e impactante forma de contar una historia de amor genuina, con la que más de un espectador podría verse identificado. Técnicamente, La La Land es sublime. Gran parte del filme está dirigido en planos secuencia con cámaras en movimiento, a veces con muchos bailarines en escena. La dimensión del trabajo y la coordinación que exige filmar múltiples coreografías en plano secuencia es sinceramente inimaginable, y es por eso que la película impacta sensorialmente: el trabajo de dirección es realmente insuperable. Pero lo técnico no es lo único brillante de la propuesta, que apela a una vieja y conocida receta argumental hollywoodense y la recicla de la mejor manera posible. Más allá de las diferencias de género y estilo, las reminiscencias de Casablanca subyacen en una trama coral, entretenida y en ocasiones triste, que se mira, se escucha y también se siente. Desde Moulan Rouge que el cine no brindaba una propuesta musical tan lírica como La La Land. Es una película para divertirse, reír y llorar, con 5 minutos finales que quizás califiquen como uno de los fragmentos más elocuentes de la historia del cine. Una clase de cine magistral e imperdible.
Siempre volvemos a donde pertenecemos Si hay un película por la que tenía expectativa, esa es La La Land, la más reciente (Gran) obra de Damien Chazelle, director joven que parece tener un gran apego con lo musical, pues claro, él mismo quiso ser músico en su juventud (como si no fuera joven aún). Mucho se ha hablado de esta obra, tanto en temporada de premios, como en la crítica y en los espectadores que, más afortunados que yo, pudieron verla mucho tiempo antes. Algunas veces hay que luchar con la impaciencia y esta vez esperar valió la pena. La química que existe entre Ryan Gosling y Emma Stone es impresionante, claro que ambos ya han trabajado juntos en otras dos ocasiones. Pareciera que ambos están destinados a estar en pantalla juntos, y cada segundo que se tocan brillan, pero no uno más que el otro si no a la par, como dos buenos coprotagonistas. La La Land es un gran tributo a toda la época clásica de Hollywood, en especial a sus producciones musicales. Y se nota que está hecho todo con cariño, con minuciosidad. Cada coreografía, cada canción, tiene mucha pasión encima y muchas horas de laburo que se notan. La verdad, no me sorprendería que Chazelle estuviera laburando en este proyecto desde hace años, porque lo que logra es impresionante. La fotografía es un lujo, la luz es un protagonista más de la película, cada vez que aparece y desaparece al antojo del director, sabemos lo que está por venir, minutos de buena música mezclada de una gran cinematografía. La La Land es un gran tributo a la época clásica de Hollywood. Quizás a los más quisquillosos puedan molestarles algunas cosas de la trama, pequeños puntos que la hacen girar con comodidad pero que sinceramente se nota que a Chazelle no le importaron. Y la verdad, a nadie debería, porque esta es una película mágica, casi como un cuento de hadas trasladado a Los Angeles. Y aquí, las situaciones completamente verosímiles no tienen lugar y la lógica no tiene por qué mantenerse. Que más decirles, vayan al cine ya mismo a ver esta hermosa película. Si algo me enseñó La La Land, es que Chazelle va camino a la grandeza, que Ryan Gosling se la re banca y que la magia en el cine aún está viva.
Todos hablan de La La Land, la nueva película del jovencísimo Demián Chazelle, el musical en donde Emma Stone y Ryan Gosling cantan, bailan, se enamoran y se desenamoran. Todos postean sobre esta parejita que vive una historia con todos los clichés del amor. La historia es simple, quizás demasiado, pero el color del musical – bastante pop por cierto- y el carisma indiscutible de los protagonistas realzan una historia en donde el éxito está en la primera hora. El musical coral “Another day of sun” le inyecta a la película una energía potente, quizás demasiada para un comienzo. Muchachitos y Muchachitas cantan sobre los infortunios del amor, pero sin perder el tono poppero, saltan y copan la pantalla de forma avasalladora. Pero no es un musical clásico, tiene todas las mañas del flashmob, los protagonistas bailan entre la multitud y se dejan de hacerlo cuando aparecen los protagonistas. Allí comienza la historia de Seb y Mía, quienes se encuentran y desencuentran. Ella es una chica que quiere ser actriz pero se conforma con ser la moza en los estudios Warner y él es un pianista al que no le ha ido demasiado en la vida, los dos tienen sueños, pero lejos están de llegar a su metas. En esa melancolía por encontrar el éxito personal, se descubren. Hay una escena, la mejor, creo que es la única perdurable en mi retina: Mía y Seb se topan en una fiesta, él está tocando con disgusto temas ochentoso (el ama el jazz) y ella para embroncarlo le pide que toque I ran de A Floxk of Seagulls, esa picardía, ese sentido del humor – es el tono de Wihplash película de Chazelle que amo- se pierde promediando la película. El tono demasiado fantástico y la insistencia del director por explotar el género musical y subrayar el tufillo a homenaje al género desgastan la historia. Goslyng (Seb) y Stone (Mía) tienen chispa y es lindo verlos juntos, pero la química no es suficiente. La La Land es linda, tiene buenos momentos, pero es sólo eso, una comedia romántica más. El furor desmedido, inexplicable, llevará a Chazelle seguramente a ganar el Oscar y a sus protagonistas a arrasar con los premios. No es de nuestras favoritas, ni siquiera la tarareable “City of Stars” tema original de la película nos cautivó demasiado, pero entendemos que seguramente sea la gran ganadora.
Todo por un sueño (o dos) Damien Chazelle ha logrado, a los 32 años, lo que pocos pueden decir en el ecosistema hollywoodense: hacer dos películas personalísimas, como “Whiplash” (basadas en algunas experiencias personales) y ahora “La La Land”, subtitulada aquí como “Una historia de amor”, aunque en los sobreimpresos traducidos figura como “La ciudad de las estrellas”. Y la verdad es que habla de las dos cosas: cuenta una historia entre una aspirante a actriz y un pianista de jazz con ganas de tener un club, situada en Los Ángeles. En la misma “LA” de “Sunset Boulevard”, de “Mulholland Drive”, un terreno que nos resulta conocido, por cómo se ha contado a sí mismo (“Los Angeles Plays Itself”, tituló Simcha Jacobovici su documental). Y la idea de ascenso, apoteosis, crisis y resolución de un romance también la tenemos presente (Woody Allen hizo su última magia al respecto en “Café Society”). Es que Chazelle mete todo lo que conocemos en la minipimer, incluyendo los grandes musicales de la historia del cine: ya se han encargado editores en redes sociales de demostrar que “La La Land” vendría a ser al género lo que “Stranger Things” al cine de los ‘80, poniendo cuadro por cuadro referencias a “Un americano en París”, “Amor sin barreras”, “Cantando bajo la lluvia” (tres referencias inocultables), “Grease”, “Sweet Charity” y muchas más. Pero la amalgama es perfecta, al punto en que (cuando nos sacamos la maña) no vemos las costuras, sino un producto homogéneo, nuevo, que al mismo tiempo nos trae las más diversas resonancias. Un producto que puede ser muy cerebral (coreografiado al extremo) y al mismo tiempo extremadamente emotivo. Lenguajes Aclaremos por decir que “La La Land” es más de una película a la vez. Por un lado tenemos, desde la escena de masas que abre el relato, el musical clásico, con música extradiegética (externa y no realista), imaginería fantástica y sabor a Broadway. Ese filón, que enmarca la épica romántica, cuenta con una paleta de colores plenos en los vestuarios, a lo “Amor sin barreras” o “Un americano en París” (ese amarillo canario..., quizás es la paleta más definida desde “Moulin Rouge” o “La invención de Hugo Cabret”); también con contraposiciones equilibradas (verde/ocre, azules/violetas). La fotografía de Linus Sandgren se luce en los atardeceres irreales, en la “noche americana” de luz intensa, en las transiciones que recortan la figura del fondo con sombras y luz cenital (Chazelle juega también para eso con los extras estáticos o con movimientos acotados, casi al estilo +del circo de “Un gran pez”). Esa película está rodada en planos secuencia de steadycam ascendentes y descendentes, para mostrar que lo que se baila no está pinchado, al mismo tiempo que se le da “aire” a ese mundo. Del otro lado hay una película “verista”: la música es diegética (tocada dentro de la ficción) con un tratamiento del jazz muy Woody Allen, pero con personajes mucho más prosaicos, terrenales: es la dinámica estética con la que se narra la parte más tensa, la de los sueños demorados y sus realizaciones diferenciales. Esa transcurre en lugares más cerrados, con planos cortos, en muchos casos, con cámara en mano. Una y otra dinámica se intercalan para contar la historia de Mia y Sebastian, con el ritmo zen del paso de las estaciones (el “mono no aware” de los japoneses, esa percepción del fluir del tiempo). Veremos cómo empiezan a conocerse, a involucrarse, a enseñarse cosas mutuamente, hasta que la realidad los ponga en la encrucijada. Por supuesto que la terrenalidad le ganará terreno paulatinamente a la magia, hasta que ésta vuelva de la manera más inesperada en el epílogo: casi un homenaje a “Mulholland Drive” (David Lynch se estará riendo por el travelling hacia la campana de la trompeta), donde se revisitan los hechos de la historia, cómo hubiesen resultado si hubiesen pasado de otro modo, con la mayor cantidad de homenajes (los decorados expresionistas de “Un americano en París”, “El globo rojo”, y así) y el paralelo repaso a la banda sonora. Partituras Y aquí tenemos que hablar de la música, protagonista y estructurante del relato, de las actuaciones, de las coreografías de Mandy Moore (no es la cantante). Justin Hurwitz también trabaja aquí, de la mano de los letristas Benj Pasek y Justin Paul, dos o tres líneas que se interconectan: la del musical clásico, la del jazz de los tiempos del bebop y un score incidental que habla y retoma los motivos de la obra. La historia abre con “Another Day of Sun”, ese himno de los soñadores con música latina a lo “Amor sin barreras”, en una escena impactante que podría no estar (pero por suerte está). Junto con la “greasera” “Someone in the Crowd”, a cargo de Emma Stone y sus compañeras de cuarto (Callie Hernández, Sonoya Mizuno y Jessica Rothe), son las grandes canciones grupales de musical. Pero el tema principal sin duda es “City of Stars”, en la versión de Ryan Gosling, luego en la de ambos protagonistas, retornado en los créditos en la voz de Stone: una melodía sencilla que se despliega algo cansina sobre un basso ostinato en el piano, que admite ser silbada y tarareada. Como no hay tercero en discordia (pongámosle, al menos en términos épicos) no hay un tema en oposición (eso pensaría Sir Andrew Lloyd Webber), el segundo motivo es una melodía instrumental, el “Mia & Sebastian's Theme”, presentado como un ejercicio pianístico un poco decimonónico que se convierte en un vals en “Planetarium”, la escena más celestial de la obra (y una clara referencia a “Moulin Rouge”) y vuelve a aparecer en la despedida. La dupla también se explaya en “A Lovely Night”, el tema de la escena de tap, con referencias a “Cantando bajo la lluvia”, un desarrollo sobre la infatuación y el coqueteo con el Valle de fondo. “Audition (The Fools Who Dream)”, es una típical canción emocional de musical, en la familia del “Tomorrow” de “Annie”, donde Stone puede pasar del susurro a la voz en cuello, y decir mucho del cuello para arriba, el cuerpo quieto. Aportando desde afuera está “Start a Fire”, compuesta y cantada por el músico John Legend, que acá reporta con soltura como uno de los intérpretes secundarios, además de ser uno de los productores ejecutivos. Y la única referencia exterior es “Take on Me”, de A-Ha, en una escena de fiesta. Intérpretes Pero veníamos hablando de Gosling y Stone. Y es que sin ellos, sin su química, su densidad actoral, y al mismo tiempo sus recursos de cantantes y bailarines (no hay estallidos de virtuosismo en esos rubros, pero son eficientes y emotivos), todo este edificio se caería. Él es un actor dramático con pasta de comediante ácido (por eso pudo hacer “Blue Valentine” y “La gran apuesta”), con lo que puede construir una estampa de simpático perdedor de sonrisa estoica, encantador para el ojo de la damisela (la ficticia y la de la platea). Y ella dispone de una batería de recursos expresivos, con un rostro que llena la pantalla de belleza peculiar (los ojos grandes, el anguloso puente de la nariz, la boca ancha), con una dicción y una gestualidad que le son características (“Magia a la luz de la Luna”, “Birdman”). La historia de la pareja se puede sintetizar en tres miradas y dos mohínes (ésta es una exageración, amigo lector, no haga caso). El resto acompaña: entre ellos Rosemarie DeWitt como Laura (amiga de Sebastian), Finn Wittrock (ex novio de Mia); como curiosidades, las presencias de J. K. Simmons (el duro profesor de “Whiplash”) en un rol paródicamente estricto, y Tom Everett Scott (aquel baterista con vocación de jazzista en “Eso que tú haces”) en un papel que no explicaremos aquí. Pero como las grandes historias de amor, “La La Land” es un baile y una canción de a dos: los dos que forjaron el vínculo más allá de las coyunturas. Y eso, en algún lugar, dura para siempre.
Los Ángeles al desnudo Ya desde el mismo título el filme propone un claro homenaje a la ciudad de Los Ángeles en general y Hollywood en particular, deferencia con una secuencia musical perfecta en ese sentido, en la cual la autopista se transforma en un gigantesco escenario donde todos bailan. Para terminar por dar cuenta, desde las acciones que cierran la secuencia inicial, que esa fantasía de la vida color de rosa tiene más de falacia que de ilusión. Se establece desde el principio como un musical, sin embargo, a lo largo de todo el texto fílmico, se va cruzando de género sin deja de ser un musical, pero al mismo tiempo se establece como una comedia dramática, sin ser trágica. El director sabe jugar con la cámara, con la iluminación de los espacios, haciendo cortes abruptos simultáneamente a lo relatado, personajes incluidos. Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) comparten un mismo sueño, diferente, pero igual, triunfar en la ciudad de los sueños posibles, la una como actriz, el otro como músico de jazz. Pero sus vidas se cruzarán y allí es donde se establecen los afectos más humanos, donde la realidad establece las elecciones que denotan perdidas. Mientras ella persigue su destino trabaja como mesera del bar de una productora de cine, de manera paralela lo vemos a él lidiando contra su melancólica idea de ser reconocido como músico de jazz. Ella se presenta en cuanto casting sea posible, siempre rechazada, él es músico de un conjunto que desarrolla su actividad en fiestas. En ese encuentro es que se despliega la historia de amor como columna vertebral, dramática del relato, sostenida además, con las muy buenas actuaciones de sus protagonistas exclusivos, ya que los personajes secundarios no tienen demasiado peso ni tiempo en pantalla. El gran homenaje al Hollywood de la edad de oro se hace cita constante desde los números musicales, (bellisima escena de Mia y Sebastian bailando en una colina casi a la luz de la luna), la escenografía, la puesta en escena en general, y en referencia a directores como Stanley Donnen, Vincent Minelli, sin dejar de lado y haciendo un salto temporal a Woody Allen, ya sea en el cierre de algunos diálogos o implícitamente a “Todos dicen te quiero” (1996), y muy explícitamente a “Rebelde sin causa”(1955). La realización llega con 14 nominaciones a los premios “Oscar”, precedido por los innumerables galardones conseguidos incluidos los Globos de Oro. El sueño de muchos que se dedican al arte, el reconocimiento hecho estatuilla, pero que el filme de manera contradictoria desmitifica, ya que Los Angeles es mostrada como una gran trituradora de sueños (*) De 1997, dirigida por Curtiz Hanson.
En medio del affaire cinefilia vs. Chazelle, David Bordwell salió con la respuesta sencilla de los sabios: se puso a laburar. Lo que hizo fue ver qué era lo que había en La la land de los musicales clásicos de los 30s y 40s, de los 50s, de Demy y el musical de Broadway. Acá hizo algo muy parecido con todas las nominadas y procedimientos sencillos repensados, como el plano-contraplano. Lo que hace Bordwell es sacar de un libro de Jack Viertel sobre el musical de Broadway (The Secret Life of the American Musical: How Broadway Shows Are Built) la idea de la Song Plot (¿trama de canciones?) una especie de columna vertebral musical formada por los números musicales de un espectáculo, en la que se hace eco de la trama de acción. Un esqueleto fijo en cuanto a la forma de organizar orden y duración de las canciones, como una especie de narratología con canto y baile, alejando al musical de la idea del número musical como la interrupción de la narración por espectáculo. Para Viertel el orden es este: el primer número es un solo o un estallido, el segundo un I want (aparece un protagonista que quiere algo), el tercero un numero de amor condicional, el cuarto un cambio de estrella/protagonista, varios números más en el medio y antes del final, la canción de 11 minutos, el momento en que el musical alcanza el mayor momento de abstracción y desmesura. La la land es un musical según el libro (de Viertel), con una batería de referencias generales como callejones sin fondo, que responden más a la idea de lo que es un musical que a lo que esencialmente es (la trampa que sembraba Sinatra al principio de That’s Entretainment!: ese lugar donde no estaban sus cabezas pero si sus corazones, como si no anduvieran juntos), los colores que tiene un musical, la trama que tiene que tener o cómo es un número musical en teoría. Se las arregla para hacer una película por encima, sentada sobre la cáscara de algo que con esa forma ya no existe (como hacer una escenografía de cientos de metros con forma de escalera que gire con el peso de cientos de personas encima). Los musicales clásicos eran una cuestión de colaboración: director/actor, director/coreógrafo, las combinaciones necesarias que hacen existir la puesta en escena. En el casi primer número musical de Un americano en París (primer número de baile) lo gracioso de la escena gira alrededor de hacer como si los movimientos de Gene Kelly estuvieran restringidos y hechos en función del cuartito y el tiro de cámara cuando es claro que ese cuartito con 160 cosas en 2 metros cuadrados está ordenado en función a la cantidad de cosas que puede mover al mismo tiempo un único ser humano que es Gene Kelly. Gene Kelly ya no existe y en el cine no tuvo continuidad la tradición de esos actores/bailarines con destreza física y gracia sobrenatural. Lo que hay ahora es la gracia de la no-destreza que mantiene una idea de ilusión por ilusión: que algo sea humanamente posible lo acerca a una especie de simpatía, como aprender una coreo de memoria. Los números con visible ensayo para el caso dejan la ligera posibilidad de proyectar que cualquiera podría hacerlo, deja afuera la especificidad de lo increíble a favor de lo creíble y lo posible (escena de amor condicional en Man Up). Todos esos chicos que si tienen habilidades espectaculares del primer número de la autopista ya no tienen lugar en el protagónico de un musical en el cine. En las películas de Chazelle no hay mucho lugar para la colaboración (si vieron Whiplash recordarán ese cúmulo de odio y sometimiento). Hay momentos de La la land que dan una sensación molesta porque parecen hechos al servicio del lucimiento de la persona equivocada, cuando todo está hecho en función de un movimiento complejo de cámara y todo se vuelve denso. En el segundo número musical (la preparación de las chicas la fiesta y la fiesta nocturna) lo que empezaba como una forma de inventar un espacio con velocidad propia en la casa de las chicas termina tapando canto y baile con una toma subacuática con una velocidad inentendible que no deja ver nada más que un final con fuegos artificiales, un procedimiento por encima de lo que se ve (o vería) en la escena. Pero en su primera película tiene algo sorprendentemente colaborativo que parte de una situación documental que se repite en esta: hay unos tipos improvisando (jazz) con instrumentos en una ronda y en eso aparecen unos jóvenes que saben bailar tap. Hacen un dance-off entre ellos y cuando termina el ganador hace lo mismo pero con un trompetista: el trompetista toca y el bailarín le responde bailando con el sonido de sus zapatos. La escena está filmada con paneos rápidos desde el único punto del espacio que puede ocupar el que filma, está bastante lleno de gente. Así y todo se ve lo que está verdaderamente pasando en un lugar. Los planos están hechos de una manera en la que es posible ver la mayor cantidad de destreza por parte de estos dos diestros: el plano tiene protagonistas. Parecido a lo que pasa en la escena de piano-baile, en la que Gosling toca el piano y Stone baila, un momento en que los personajes verdaderamente disfrutan de la música y de estar haciendo algo (pasajes de tiempo prolongado en los que se empieza a entender por qué La la land es tan larga). En el primer número musical (el plano secuencia en la autopista sin los protagonistas) los movimientos de cámara están directamente ligados a los movimientos del canto y baile y a inventar algo un poco extraño. Es un día de verano y al final de un paneo por la música que se escucha desde cada auto, una canción se arma en la combinación foso-pantalla que hace que empiece el número musical y que con la primera chica el pedazo embotellado de autopista se vuelva un escenario, una especie de maqueta de Los Ángeles en cuatro colores en la cual existen en ese momento todos los actores y artistas jóvenes sin pegarla que hay en la ciudad (al fondo los espera Thom Andersen con un rifle). Todos están yendo a audicionar, todos dejaron sus casas para llegar ahí y ahora los autos en los que se mueven forman una estructura de calles y esquinas, como cuadritas por las que avanzan desde el sur las columnas de estrellas wannabe. Para el primer paneo ya están aplastando y saltando sobre los reemplazos de cuadras de Los Ángeles desafiando la gravedad y para cuando aparece una banda en vivo con gente bailando de flamenco a capoeira ya hay alrededor un Godzilla en versión remera violeta que hace parkour entre los autos sonriendo sin parar. Un número musical multitudinario en un escenario real hecho de autos, que dice es una vida de mierda pero por lo menos hay sol, Los Ángeles es un monstruo fagocitador de sueños (a diferencia del antro de perdición fuera de campo que es en Vivir de noche) Estridente y amargo. Espectacular con toques de buen humor, ese es el tono con que empieza La la land. A partir de entonces, la película va a ser lo que pasa cuando se rompe la premisa del principio: el éxito en Hollywood es el proyecto que sirve y cualquier otro proyecto es secundario, incluido el romance. Se rompe porque ambos proyectos son erráticos, azarosos y se cruzan en un punto, el mejor de la película: la fiesta de los 80, la secuencia de amor condicional como le pone Viertel. En medio de una serie de cometarios malaleche sobre la gente que se dedica a algo (Chazelle classic), los protagonistas se reencuentran después de un episodio desagradable protagonizado por Sebastian y Mia no se va a dedicar a otra cosa que no sea tomarle el pelo. En una comedia romántica clásica el mejor momento de amor suele ser el que se arrastra de la screwball (otra forma de baile): el momento en que los protagonistas se odian-aman y producen la mayor cantidad de maldades ingeniosas por segundo que puedan, lo que va a terminar defininiendo el ritmo de la pareja protagónica. Cuando la escena finalmente lleva a los protagonistas lejos del decorado fiesta comienza el sonambulismo de la escena de amor condicional (la letra dice que no pero los movimientos dicen que si): hace falta solamente que se sienten en un banco en un mirador y se pongan los zapatos para que los pies se mueva solos. Ahí pasa lo que siempre en un número de amor condicional: los movimientos acercan a los personajes, transforman la trama y el amor aparece. Ese es el primer momento de la película en que los personajes son el motivo principal del plano: si la cámara baila con ellos, es sutil. Todo depende del encanto de ver algo transformarse en vivo, y para eso hay que dejarlo suceder. Eso es lo que produce euforia, felicidad y ganas físicas de bailar, proyección directa en la pantalla que va a durar toda la película y un buen rato después. Gosling y Stone se defienden con lo que tienen con discreción (encanto, ligereza) y con el trabajo visible que les lleva. Para el próximo numero juntos directamente van a volar por los aires. El número de 11 minutos de La la land es un poco vetusto y sin mucha imaginación pero como la posibilidad de desborde como espectáculo tiene la gracia del final con multiverso: el final que se abre a dos posibilidades coexistentes. Cuando Minelli tenía de esos finales, era que uno de los dos no se veía: el factible, verosimil. El de la chica que se va con otro y el tipo que se tira por el balcón en Un americano en París (1951), la chica a la que van a buscar para pedirla como amante oficial y no como esposa en Gigi (1958), el del pueblo esfumado para siempre en Brigadoon (1954) y hasta el del accidente de auto esta vez efectivo en Two weeks in another town (1962). En La la land es la posibilidad de haberse quedado juntos. Lo que tiene el multiverso es que queda siempre claro que sin eso no habría ni canción ni película (por lo tanto, canción y película existen), y sin embargo deja una sensación de muerte impregnada. Como si la película se muriera un poco antes de terminar, contra la idea de que para que todo pase de nuevo solamente hará falta volverla a ver. Es que se puede volver a ver una escena pero no se puede retroceder en el tiempo. En este caso, la idea y la esencia coinciden y así termina. Hay un problema real de la relación con el pasado de La la land, que es la secuencia cine-observatorio. Problema me refiero a donde la película me pone y tiene que ver con hasta donde se le puede pedir o no algo a una película, y en su caso el límite de la autonomía que se choca con el límite del gusto generalista por el pasado. Los personajes se encuentran en el Rialto, un cine viejo de una sola sala que ahora parece que esta cerrado al público (en la película está en funcionamiento y pasa reposiciones de clásicos) y van a ver Rebelde sin causa. Mia llega tarde y se para delante de la pantalla para buscar a Sebastian. Cuando lo encuentra empieza su primera cita. La película en la escena realmente no importa, es un decorado convertido en otra cosa como podría ser la autopista del principio. De hecho la escena termina con que la copia se daña, en la pantalla se ve como se prende fuego un fotograma y ahí a Mia se le ocurre ir al observatorio que se veía en la escena, que queda ahí cerca y que un poco es el lugar de la pareja porque se da a entender que en ese parque que queda cerca del observatorio bailaron la primera vez y ahí también se van a despedir. El observatorio es una cuestión de decorado y de geografía. El momento en que la copia de Rebelde sin causa se daña no es cualquier momento, es ese en el que el grupo entero de jóvenes están en el observatorio de frente al universo proyectado en una cúpula mientras el profesor que trabaja ahí les relata qué pasaría en el universo si la tierra explotara (prácticamente nada), mientras aparece en el cielo un estallido violento que ilumina las caras de todos los adolescentes que están atrapados en un cuarto mientras un tipo les dice que para el universo ellos no son más que una cosa insignificante. Una de las escenas más aterradoras de la historia del cine. Es injusto comparar a cualquier persona con Nicholas Ray, pero en la película los personajes no tienen tiempo de llegar a ver eso, porque están enamorándose. Lo que importa en la escena y se corta injustamente es el beso, no el momento aterrador de enfrentarse con algo en una película. Lo último que se llega a escuchar es que “las estrellas todavía estarán ahí” (cuando algo explote). De ahí corta a una imitación exacta del plano en que el auto de James Dean entra al observatorio y de ahí el número musical en el que vuelan por el aire. No parece casual y despliega sobre todo un salpicado de contradicciones, como el final con multiverso pero más, porque dirige la atención sin querer a que el universo si está lleno de cosas, y no se las puede mirar a todas al mismo tiempo. Esas son las cosas que la hacen imperfecta, la dejan en movimiento y hacen que, como dijo alguien en Facebook, se vea Minelli como nunca antes en un verano argentino como cuando se estrenó La la land. A favor y en contra.
Un musical, un cataclismo Hace años que los intentos de revivir el musical caen en saco roto. Llámese Moulin Rouge, Chicago o Los miserables, los excesos de grandilocuencia, así como la recarga de artificios y la impostada importancia de estas producciones llevaban a que se convirtieran de a ratos en alardes técnicos y en grandes e impersonales despliegues, en los que se olvidaban y quedaban en el debe elementos fundamentales de clásicos de la talla de Siete novias para siete hermanos, Brindis al amor o Un día en Nueva York: el encanto y la pasión por hacer cine, de sacar a bailar a los personajes y de contaminar a la audiencia con esa energía. Sólo películas sin muchas pretensiones, como Mamma Mia o Hairspray (y en especial esta última, la de 2007), con su desenvoltura y su falta de miedo al ridículo, dieron con la tecla para revivir ese espíritu contagioso. Más cerca en el tiempo, tan sólo hace falta animarse a dar el paso hacia Bollywood para descubrir que el musical está más vivo que nunca y que nadie ha recibido ese burbujeante legado mejor que cineastas indios como Farah Khan, Sanjay Leela Bhansali o Farhan Akhtar. Ahora bien, cierto es que mucha gente al musical no se lo traga, aunque se lo faciliten con aperitivos, elogios y galardones varios, y no hay mucho que pueda hacerse al respecto. Quizá solamente el género de terror sea tan rechazado –y tan amado– como el musical. Pero algunas veces, y cada tanto, aparecen obras capaces de deslumbrar incluso a los más apáticos e incrédulos. Si Kill Bill en su momento maravilló a gente que jamás se hubiese acercado al cine de samuráis, de artes marciales o al animé, La La Land es capaz de oficiar de vehículo (y lo hace) para que muchos se interesen y apasionen por el jazz, las otras películas de Damien Chazelle o, simple y llanamente, por el cine musical. Porque la principal baza de su propuesta es esa: la pasión, el absoluto convencimiento de contar con una historia digna de ser trasmitida y de sensaciones que claman a gritos por salir. Nadie podría poner en duda esto: existiendo tanto cine impersonal en el mundo, que aparezca un muchacho joven y enérgico, un melómano cinéfilo, un obsesivo de las formas y los detalles dispuesto a tomar al toro de Hollywood por las astas, subirse a su lomo y redirigirlo en la dirección que a él se le canta es un bienvenido cataclismo hecho cine. Uno que, además, parece creer en la nostalgia al mismo tiempo que explora nuevas formas. La La Land comienza como un musical clásico, uno que, además, carece de conflictos y presenta una historia de amor aparentemente inocua, quizá hasta superficial. Pero las apariencias engañan, Chazelle nos endulza con bellas imágenes y nos lleva del pescuezo para confrontarnos a un drama tan duro como la vida misma, imponiendo la clase de problemas que carecen de solución y que marcan a fuego internamente a las personas. Con un desenlace inesperado y único en su especie, un último tema resignifica el resto de la película, le agrega una nota de pathos rioplatense (aunque no suene ni un solo bandoneón, nunca un musical hollywoodense fue tan tanguero) y, al mismo tiempo, nos lleva a asimilar en el propio cuerpo esa mezcla de sentimientos que tanto en su concepción como en su ejecución trae aparejado el jazz. La La Land podría no llevarse el Oscar a mejor película. Pero Chazelle viene arrasando, y marcando sus sentidas muescas en la historia del cine.
El amor en tiempos de Hollywood "La La Land" es un musical del joven director Damien Chazelle ("Whiplash") que la viene rompiendo en todos lados. Tiene nada menos que 14 nominaciones para los premios Oscars, es la gran favorita a quedarse con todas las estatuillas y romper el récord de "El Señor de los Anillos: El Regreso del Rey" que llegó a ganar 11 premios en la edición de 2004. Como ya sabrán no soy un gran fan de los musicales, pero en esta ocasión creo que Chazelle pensó un poco en el público como yo y no nos invadió con canciones y coreografías interminables, sino que logra combinar bastante bien la parte hablada con la cantada y bailada. "La La Land" cuenta la historia de Mia y Sebastian, interpretados por Emma Stone y Ryan Gosling, dos jóvenes artistas que llegan a Hollywood como otros miles para triunfar en el mundo del entretenimiento y entablan una relación amorosa de esas que todos anhelamos tener en la vida. El film nos pasea con mucha suavidad por el camino de ambos, desde que se conocen hasta que se enamoran y más. Lo primero que hay resaltar es el increíble sentido del cine que tiene Chazelle. Es verdad que agarra cada de uno de los elementos que les gustan a los críticos y referentes del séptimo arte y los mezcla en un cóctel que atonta: Musical + Drama Amoroso + Homenaje al cine y grandes figuras que han sido parte de él + Culto del sueño americano estadounidense. Es el combo chupamedias y buscador de premios, pero ¿saben qué? El tipo lo hace muy muy bien, con espectacular profesionalismo, mucha visión del entretenimiento y con un timing que mantiene interesado al espectador el cien por ciento del metraje. Si bien "La La Land" es fabulosa en gran parte por las interpretaciones de Emma y Ryan, se podría haber puesto otro dúo actoral y el resultado seguiría siendo positivo. Chezelle captura la magia de ser un joven hambriento de fama y reconocimiento en una picadora de carne como es Hollywood y la eleva con escenas de canto y baile de alto vuelo. Si bien creo que el relato de amor entre los personajes es un tanto endeble y superficial, es innegable que el carisma de ambos protagonistas nos hacen enamorar a todos y consigue regocijarnos y desgarrarnos por igual. Hay mucho trabajo sobre la dirección de actores y sobre los momentos de importancia del guión original que escribió el mismo Chezelle. Sin dudas "La La Land" es un film que merece ser visto y que tiene un gran sentido del séptimo arte, pero creo que fue inflado un poco de más por la crítica. La historia tiene algunas fisuras y enrosques que son disimulados por la energía y la frescura de la cámara del director y la actuación de dos grandes estrellas como son Emma Stone y Ryan Gosling. Probablemente estemos ante una película que marque un hito en la historia de los Oscars. Veremos que pasa el 26 de Febrero.
Las películas son como los días. Los hay buenos, regulares y malos. Cierto es que esta jerarquización es subjetiva. Salvo para quien vive ese día, o ve esa película. ¿A dónde quiere llegar uno con esta analogía de poca monta? A ningún lado, desde ya. Pero quizás amerite destacar, que los días buenos, si bien en la memoria descansan, también en ella perecen. Las buenas películas gozan de un plus. Uno las puede volver a ver cuando le plazca, revivir ese goce prístino e incluso puede descubrirle nuevos. Porque una buena película, además de merecer, reclama, requiere y necesita ser vista más de una vez. Entonces aclaro, vi esta soberbia película solo una vez, de manera que siempre será incompleto este texto, fruto de la siempre inexperta vez primera. Pero basta de patrañas. ¿Qué debe tener una película para catalogarse como “muy buena”? ¡No lo sé ameo por eso te lo pregunto! Supongo que entre otras cientos de cosas, objetivas, si, pero más que nada subjetivas, está la solidez. Solidez argumental, técnica, actoral, la la….land. Y vaya que la tercera entrega de Damien Chazelle la tiene a lo largo de sus muy disfrutables 128 minutos. “La La Land” está narrada a través de las 4 estaciones que van marcando momentos clave en la relación amorosa de los protagonistas, dando cuenta de la elegancia y del dominio narrativo del director. Mía (Emma Stone) es una aspirante a actriz y dramaturga que vive dando saltos entre audiciones frustradas y su trabajo en una cafetería dentro de un importante estudio de Holywood con el sueño de alcanzar el estrellato. Paralelamente, Sebastian (Ryan Gosling) es un pianista fanático del Jazz (del más puro y austero), que a pesar de poseer talento no consigue dar pie con bola, pero mantiene su sueño de abrir su propio club de Jazz y tocar las piezas que más le gustan sin que nadie se interponga. La casualidad terca e insistente del destino cruzará sus vidas y los sumergirá en un romance fresco y pintoresco, plagado de hermosos cantos y coreografías rimbombantes. La química entre los protagonistas es notoria, los diálogos sencillos, justos y precisos los mastican y apropian a su merced. Esa misma química funciona de enlace retroalimentador en las actuaciones que, aunque ambos actores se destaquen por su prolijidad (lo de Emma por momentos es impactante) este vínculo hace que reluzcan aún más cuando comparten plano. Individualmente la cosa no es para menos, Ryan Gosling tocando el piano satisface (aprendió a tocar las piezas en tan solo 3 meses y nunca usó doble de manos) tan bien como Emma Stone cantando. La parte visual es de lo mejor logrado del filme. Hablar del tratamiento del plano secuencia que lo caracteriza (como se hacía en los musicales clásicos como “Los Paraguas de Cheburgo” o “Las Señoritas de Rochefort”) es spoilear severamente; la primera escena de la película pone de manifiesto lo inobjetable del logro técnico alcanzado, teniendo claras reminiscencias con “Wek-End” de Gordard o la primera secuencia en “8½” de Fellini, entre otras. Los guiños y homenajes al cine clásico y a los musicales son constantes, pero no agobian, las referencias a “Casa Blanca” o “Rebelde sin causa” o el poster de Ingrid Bergman en la casa de Mía son algunos de los ejemplos más claros. Si bien no es explícito y quizás algo torpe, “La La Land” intenta naufragar sobre la necesidad de la evolución en la música, algo que Sebastian, el personaje de Gosling debe aprender por la fuerza, teniendo que adaptarse y dejar de lado su fanatismo por el Jazz tradicional para poder alcanzar su meta. El tópico que traza la película (en un análisis muy superficial) puede refugiarse en la reflexión sobre el duro camino hacia el éxito y las cosas que dejamos atrás para lograr nuestra meta. A priori es un tópico mentiroso, al menos secundario, ya que al descorrer el velo se encuentran (afortunadamente) crucigramas más complejos. Si el tópico del amor aburre y/o exaspera no es por el tópico en sí, sino por el ángulo en el que se lo elige retratar. El amor no lo es todo, y no es para siempre, pero es el motor que nos catapulta hacia delante, el que nos interpela e invita a seguir caminando; esa es la razón de ser, la función matriz, el verdadero papel que juega el amor en la vida de Mía y Sebastian. No os asustéis señores, el “y vivieron felices para siempre” se mantiene, a su modo, un modo que se deja entrever en la última mirada entre los protagonistas en ese exquisito y sublime final, en el que se hablan sin palabras, imaginando historias que pudieron haber sido y no lo fueron, agradeciéndose por tanto, añorándose, recordándose, deseándose lo mejor para el otro, y claro, reconociéndose como victoriosos en el goce del cumplimiento de sus sueños más anhelados. Puntaje: 4,5/5
“La La Land” logró capturar la atención tanto del público como de la crítica. Damien Chazelle había probado su talento en el ámbito musical con “Whiplash” (2014) y la cinta de Emma Stone y Ryan Gosling reafirmó aquello mostrado en el film anterior. La película cuenta la historia de Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que trabaja como camarera, y Sebastian (Ryan Gosling), un pianista de jazz que se gana la vida tocando en sórdidos tugurios, quienes se enamoran, pero su gran ambición por llegar a la cima amenaza con separarlos. El argumento es bastante simple y no tiene nada que no hayamos visto en otras cintas. Sin embargo, lo interesante de esta propuesta audiovisual no pasa tanto por el “qué” sino por el “cómo” está contada la historia. Ni bien comienza la película uno puede advertir que estamos ante algo especial. Una placa nos adelanta que nos encontramos frente a un relato realizado en “Cinemascope” (sistema de filmación que comprime una imagen estándar en el cuadro de 35 mm, para luego descomprimirlas durante la proyección, logrando una proporción que puede variar entre 2,66 y 2,39 veces más ancha que alta). Esta vuelta al fílmico y en una imagen más ancha nos permite disfrutar con mayor detalle los movimientos y desplazamientos en los números de baile y canto. Luego, la acción se sitúa en un día caluroso en la autopista de Los Ángeles, los autos se hallan parados ya que se produjo un embotellamiento, la cámara pasa por los distintos vehículos donde se puede apreciar que cada uno está escuchando estaciones de radio y canciones diferentes. Abruptamente comienza el primer número musical “Another Day Of Sun” que permanecerá grabado en las cabezas y retinas del público por su ingenio. Esta apertura se desplaza constantemente de un costado a otro de la autopista en un plano secuencia inolvidable. Así comienza la nueva película de Damien Chazelle en una elegante y refinada secuencia. Asimismo, ya desde el comienzo se puede apreciar el sumo cuidado y detalle que se le dio a la imagen. La dirección de fotografía a cargo de Linus Sandgren (“American Hustle”) es otro de los puntos altos de esta película. La paleta de colores resulta ser muy colorida, con predominancia de tonos cálidos bien saturados. Otro ejemplo de que trata de evocar aquella magia de los musicales clásicos de Hollywood tales como “El Mago de Oz” o “Cantando Bajo la Lluvia”. Sandgren afirma que “usar fílmico no era realmente ser nostálgico”, sino “capturar la riqueza del color que el video digital simplemente no da, a menos que lo añadas durante la postproducción”. La frase común “lo arreglamos en post” es lo que instó a Sandgren a hacerlo perfecto durante el rodaje. El vestuario y los escenarios comprenden otro punto fuerte del film. Las locaciones nos muestran la ciudad de Los Ángeles como nunca antes fue vista. Se nota el amor que le imprime el autor a los pequeños clubes de jazz, los estudios, el observatorio del Griffith Park y el Lighthouse Café de Playa Redondo. Otra razón para ver “La La Land” la comprende la inmensa química que presentan Ryan Gosling y Emma Stone, que ya había sido demostrada en filmes como “Loco y Estúpido Amor” (2011) y “Gangster Squad” (2013). Las coreografías y la música del film están a cargo de Justin Hurwitz (música) y Mandy Moore (coreografías), quienes ya formaron una asociación creativa con Chazelle en películas anteriores. A ellos se les suman los letristas Benj Pasek y Justin Paul, especializados en musicales de Broadway, y el productor musical de “Moulin Rouge”, Marius de Vries, quienes nos otorgan melodías geniales como “City Of Stars” que le valió un Oscar a Mejor Canción. Visualmente los números musicales poseen un magnetismo envidiable, con una cámara que se encuentra en constante movimiento y nos muestra con gran fluidez los movimientos de los actores (hay pocos cortes, se usan mucho los planos secuencia y de larga duración para aumentar dicho efecto). En definitiva, “La La Land” presenta muchos elementos que la convierten en un muy buen musical. Una propuesta visualmente majestuosa, con composiciones musicales impecables de Justin Hurwitz, y un gran despliegue cinematográfico de Chazelle. Un film realmente hermoso a nivel técnico y expresivo. Una película que vale la pena ver.
Un paseo por las estrellas Con toda la expectativa y premios a cuestas, llega “La La Land”. Una película que resulta un paseo encantador por el lado más luminoso del cine. ¿De qué se trata La La Land? Mia, una joven aspirante a actriz (siempre divina Emma Stone) conoce a Sebastian, un músico amante del jazz (encantador Ryan Gosling). Ambos intentarán triunfar en lo suyo mientras nace el romance con Hollywood como escenario. ¿Por qué “La La Land” es la película de la temporada? Como verás, el argumento es bien simple, pero la película de Damien Chazelle, quien tiene solo 32 años y ya viene con ‘Whiplash’ como buen antecedente, es un concierto para los sentidos. Lo primero que debo recomendarte es que la veas en el cine, porque es de esos films que solo se disfrutan en todo su esplendor cuando se los ve en una sala de cine, abstraído de todo. Pero, ¿por qué tanto alboroto con “La La Land”? Es todo tan bello, que te llenaría este review de fotos maravillosas como la de acá arriba. La película está perfectamente hecha en cada detalle. La fotografía, el vestuario, los escenarios… todo está en su lugar para que cada cuadro nos deslumbre. La música te pone en clima y no hay chance de escapar: vas a salir tarareando sí o sí, guiado por “City of stars” a la cabeza. “La La Land” es un cuadro lleno de colores que logra no quedarse en la forma y contar una historia que, aunque sencilla, funciona. Chazelle entrega una película que usa el artificio del musical a su favor, sin pretender realismo, con la determinación de crear una pequeña obra de arte que deleite los sentidos, entretenga y, quizás, te haga salir del cine un poco más feliz. La La Land, musicales sí Esto no es el musical a pura coreografía Bob Fosse como “Chicago”, pero tampoco es el pastiche posmoderno de “Moulin Rouge” (dos películas que me encantan, por cierto). “La La Land” es un musical clásico, a la vieja usanza, que puede gustarte a vos que te encantan los musicales, pero también a vos, que los odiás. Para salir del cine con los sentidos vibrando en otra frecuencia. ¡La vas a amar! Puntaje: 9/10 Duración: 128 minutos País: Estados Unidos Año: 2016